Cuando Eva
(Eszter Bolint) aterriza en el destartalado apartamento de su primo Willie
(John Lurie), recibe una única instrucción si quiere pasar allí los próximos
diez días antes de visitar a su madre: hablar en americano, no en húngaro.
Ambos, rondando la treintena él y de escasos dieciséis años ella, tienen sus
orígenes en el Budapest que jamás aparece en ésta, una de las más afamadas
películas de cine independiente norteamericano de los ochenta, Extraños en el paraíso, dirigida por un
Jim Jarmusch[1]
que con ella alcanzaba el proceloso status de pequeña celebridad de culto
cinéfilo[2].
Un film que da comienzo con la imagen de Eva, acompañada de su inseparable
maleta, contemplando el aterrizaje de un avión desde las afueras del aeropuerto
de una ciudad de Nueva York alejada de todo glamour y vista por Jarmusch como
si de un abandonada área industrial se tratara antes de abandonar el plano callejeando
hasta llegar a la morada de su arisco primo bajo los roncos compases de un
profético I put a spell on you entonado
por Screamin’ Jay Hawkins. Una estampa que condensa la contradicción que, se
diría, albergan en su interior los dos personajes de mayor peso de Extraños en el paraíso, ajenos a la
tierra que habitan y pisan como se supone de la arquetípica imagen de Eva
contemplando el aeropuerto que presuntamente acaba de abandonar, pero
igualmente pertenecientes al suelo norteamericano que los encandila y existe a
través de ellos desde el momento en que Jarmusch no muestra a la joven llegando
a Nueva York sino -gracias a un uso de la elipsis que será una de las tónicas
formales del film- siendo ya parte del paisaje, estando allí desde el
principio. Un inicio, que ya define Extraños
en el paraíso como un film que contempla una blanquinegra Norteamérica[3]
mostrada desde dentro y sin
posibilidad de un contraste externo, y que supone también el del primero de los
tres bloques en los que dos intertítulos dividen caprichosamente la película de
Jarmusch. Así, al que responde al lógico nombre de Nuevo mundo, que contiene la llegada de Eva desde su Hungría natal
a una nada romántica Nueva York y su posterior convivencia con su huraño primo,
le sigue un tercer bloque equívocamente bautizado Paraíso que tiene lugar un año más tarde y narra el viaje de Willie
y su amigo Eddie (Richard Edson) a Miami, tras visitar a Eva y, de paso, a la
madre de ésta y tía de Willie (Cecilia Stark) en una nevada y fría Cleveland.
Bloques que
funcionan los unos como reflejos de los otros, creando un diálogo entre las partes hasta resultar uno de los escasos
ingredientes narrativos de Extraños en el
paraíso que, a partir de lo sugerido no por sus imágenes sino desde la
propia estructura del relato del film de Jarmusch, dota al minimalismo formal de la película de sentido o, al menos, de una mínima orientación narrativa.
Siendo este film uno especialmente expositivo en su austera narración y atonal
en la plasmación en imágenes de un guión lleno de zonas silenciosas, la
voluntad de Jarmusch respecto a la Norteamérica habitada por los protagonistas
de Extraños en el paraíso se
desprende así, además de por la estructura narrativa recién mencionada, de las
acciones de Willie, Eva o Eddie atentamente recogidas por la cámara. Timbas de
poker, interminables siestas, no menos largas jornadas ante el televisor y, por
lo general, una extraña alergia a abandonar el apartamento en el que Willie
parece vivir atrincherado ante un mundo exterior que Jarmusch sólo recoge en
contadísimas ocasiones desde fuera del automóvil con el que Willie y Eddie
pasan de un estado a otro, son mostrados con el mecanicismo que las delata como
parte de la rutina de unos personajes que, un año después a la llegada de Eva a
Nueva York, siguen actuando del mismo modo en la fría Cleveland. Aunque
Jarmusch no se esfuerce, probablemente con toda la intencionalidad posible, en
reforzar esa impresión de repetición
a partir de recursos formales como un determinado uso de la planificación,
fotografía o encuadres de Extraños en el
paraíso, a modo de subrayados de unas acciones que se delatan de forma más
despreocupada y por tanto también más coherente con el apacible costumbrismo
que pretende el cineasta. Más bien parecen ser las diferencias entre Cleveland
y Nueva York las que subrayan la fortaleza de una rutina que sobrevive el
desplazamiento de un ciudad a otra a hombros de los que las provocan: los
notables cambios idiomáticos que se dan en un Willie que al inicio del film le
advierte a su prima que jamás le hable en húngaro, pero que charla sin
problemas en dicho idioma con su tía cuando aparece en Cleveland acompañado por
Eddie, o la copiosa comida con que la anciana mujer recibe a la pareja de
neoyorquinos en contraste con la “cena de televisión” con la que Willie suele
terminar el día, comiendo de una bandeja de plástico en la que los alimentos a
duras penas parecen comida de verdad, palidecen ante la evidente sensación que
vaya donde vayan, los protagonistas de Extraños
en el paraíso encontrarán siempre lo mismo a su alrededor. Pero Jarmusch,
desde esa negativa a remarcar esas similitudes entre Nueva York y Cleveland
desde el aspecto formal de su película antes comentada, muestra esa
Norteamérica carente de matices no desde su forma de verla como cineasta, sino
desde lo que se desprende de las actitudes de sus habitantes. Vista así, la
abulia que ha hecho de la Norteamérica de Extraños
en el paraíso un lugar en el que los paisajes son más o menos
intercambiables no se desprende tanto de la descripción hecha por Jarmusch de
los lugares por los que deambulan Willie, Eddie o Eva, sino de cómo estos interactúan con dichos entornos…
Construyendo así un retrato en el que la rutina paisajística de Norteamérica no
es tanto producto de un horizonte plagado de fábricas abandonadas y carreteras,
sino de una actitud vital o, yendo un poco más allá, de una cultura que consecuentemente Jarmusch
extrae de sus personajes, y no de la forma en que contempla dichos lugares como
director.
De este modo,
y sin el más mínimo atisbo de sarcasmo o impulso aleccionador, a las mentadas
apuestas en carreras de caballos o en el canódromo, o la recurrente aparición
de Screamin’ Jay Hawkins a través del magnetófono portátil de Eva, capaz de
convertir en reconocible y familiar lo que hasta el momento de apretar el botón
de play
era un ambiente completamente nuevo para ella, se suma una similar estrategia
narrativa tan particular como barata a nivel presupuestario: que prácticamente
toda Extraños en el paraíso
transcurre en interiores que podrían ser más o menos intercambiables. Una
impresión de aislamiento que se dispara ante la extraña situación de situar la
primera parte del film en una Nueva York de la que sólo se muestran un par de
planos mal contados mientras prácticamente toda la acción, reducida muchas
veces al más puro inmovilismo físico y vital de sus personajes, transcurre en
el apartamento de Willie. Un destartalado lugar a duras penas regentado por un
televisor y un catre que se convierte en casi todo lo que Eva llega a atisbar
de la ciudad que nunca duerme y que a decir de un paternalista y machista
Willie resulta tan peligrosa que su joven prima tiene vetados casi todos sus
movimientos por ella. Esta desabrida forma de vida basada en un aislamiento que
ocasionalmente cambia de estancia (pero no de abúlico poso) sin prácticamente
jamás salir al exterior y que la poco enfática puesta en escena de Jarmusch
rescata de la claustrofobia, se complementa con la escapada hacia Cleveland de
Willie y Eddie filmada, también casi sin excepción, desde el interior de un
coche prestado que sólo sirve a la pareja de hombres para trasladarse, más que
de un estado a otro, de un apartamento a una cafetería, una casa, o a un hotel
de carretera con lo más o menos intercambiable como común denominador,
reforzando ese constante desapego vital que parece deslizarse entre las
imágenes de Extraños en el paraíso.
Pero, en su
atonalidad, todos estos elementos que componen sin definir por completo la
película están, como se decía algo más arriba exentos, de toda visión crítica sobre un estilo de vida
retratado con una acritud que obliga al espectador a reorientar su mirada hacia
los pequeños detalles que hacen tan esforzado como sugerente el visionado del
film de Jarmusch, mucho más concentrado en el valor de los gestos, miradas o
todo aquello que se desprenda de sus personajes que en cualquier otro elemento
del film. Probablemente por ello, y como consecuencia del retrato de una
existencia sin más oficio ni beneficio que un constante deambular sin
ambiciones aparentes[4],
no hay en Extraños en el paraíso una
historia explicada según determinados parámetros cinematográficos al uso,
aunque sí ocurren en ella muchas cosas cuya importancia queda, a su vez, en
suspenso debido a la falta de énfasis audiovisual de gran parte de sus
elementos y que se desprende de la utilización de largos planos secuencia,
separados los unos de los otros por unos segundos en los que la pantalla
permanece en negro[5],
como unidad narrativa a través de la cual transcurre la película. Así, y desde
esa distancia que hace del costumbrista film de Jarmusch uno puramente
expositivo, prácticamente sin una banda sonora que acompañe musicalmente ningún
momento del film, y carente de todo atisbo de psicologismo, todo se sugiere sin
llegar a ser nunca concluyente ni llegarse a establecer una escala de
importancia entre todos los hechos que se narran linealmente y sin exabruptos
en Extraños en el paraíso. Desde la
antiépica pero nada miserable visión de Norteamérica que se sustrae de la
película sin llegar a erigirse en su razón de ser, hasta la ambigua relación de
Willie con sus propias raíces y su sentido de la pertenencia a una u otra
cultura que se ve espoleado por la aparición de una Eva que cuestiona una y
otra vez todos los referentes culturales (como la “cena de televisión o el
fútbol americano) norteamericanos que su primo da por supuestos pero que a
ella, por su condición de extraña le
parecen marcianos, pasando por el
palpable afecto que se da entre el trío de amigos formado por Willie, Eddie y
Eva, todo es sugerido y perfectamente integrado en la sencillísima narrativa de
Extraños en el paraíso. Una narrativa
reducida/amplificada a pequeños detalles, gestos, miradas y actitudes que nunca
parecen fruto de una intención que vaya más allá de lo puramente descriptivo, situándose
muy por encima de una narración poblada por personajes sin objetivo ni aparente
resquemor por ello, componiendo una extraña (por poco habitual) sensación de
inmediatez reforzada por las interpretaciones de un equipo interpretativo no
profesional[6]
y la negativa de Jarmusch a ceñirse a un determinado género más o menos
codificado o a reducirse a unos parámetros dramáticos más o menos reconocibles
y, por lo tanto, previsibles.
Así, el
peligro latente de que Extraños en el
paraíso acabe deshilachándose en la pura nada cotidiana, y pese a que lo
moroso de su ritmo puede llegar a resultar cansino, el film encuentra la vacuna
al que podría haber sido el mayor de sus males en la mentada estructura que describe a Willie enfrentándose
a unos orígenes, extraños al abúlico suelo norteamericano en el que vive sin
demasiados estímulos, personificados en su prima, y que más tarde le empujarán
a visitarla a casa de su tía, en el corazón de su condición de inmigrante
húngaro, para luego, y tras un equívoco disparado por la insatisfacción de Eva
ante la incapacidad (o falta de ganas) de Willie y Eddie de hacer algo diferente a sus rutinas en Nueva
York, verse supuestamente obligado (en una duda sembrada nuevamente por el uso
de la elipsis que afecta tanto al aspecto visual de la película como al
tratamiento de las relaciones entre los personajes que la habitan) a regresar
al Budapest del que todo el mundo en Extraños en el paraíso parece querer
huir para así poder sentirse libres para avanzar hacia ninguna parte. Bajo esta perspectiva estructural, pese a todo
muy, muy diluida y perfectamente oculta tras el humanismo que destila la
película, poco importan lo algo forzado de algunas de las líneas de diálogo de Extraños en el paraíso que en ocasiones
se convierten en algo teatrales soliloquios, o un sonrojante deus ex-machina insertado con calzador
en el tramo final del film, muy llamativo por su artificiosidad dentro de un
contexto gobernado por la calma indeterminación de su expositiva puesta en
escena, que jamás da el brazo a torcer. No hay en Extraños en el paraíso metáforas ni simbolismos que podrían haberse
dado de contar con una base dramática o unos personajes más estereotipados. A
cambio, y siendo una película en la que lo abstracto (el desapego, la amistad,
la incomunicación, los lazos familiares o, en definitiva, el desarraigo como
forma de vida) se alcanza desde lo más estrictamente concreto, lo sociológico puede atisbarse desde una escala personal, y lo más elevado
encuentra su representación en los gestos más cotidianos, Extraños en el paraíso hace del minimalismo de los elementos que la
componen su verdadera naturaleza. Siendo esta cualidad de narrar y transmitir
ideas a través de una serie de imágenes que se ofrecen (falsamente) como
vírgenes de toda intencionalidad lo más conseguido de la película dirigida por
Jarmusch, que se diría hecha desde el despojamiento de todo elemento que pueda
distraer al público de los protagonistas. Un núcleo humano hecho de gestos y
mínimos detalles expresivos en los que lo esencial y lo superfluo se mezclan en
un todo indivisible que sale a flote ante un público abandonado a su propia
concentración gracias a lo atenuado del resto de elementos que componen la
película, silenciada en todos los aspectos que puedan alejar a su audiencia del
taciturno Willie, el bondadoso Eddie o la siempre desubicada (aunque no menos
que sus compañeros de viaje) Eva, a partir de los cuáles trasciende no sólo la relativa emoción y historia contenidas en el
film[7],
sino también la propia narración de Extraños
en el paraíso, en la que lo que se obvia y se sugiere acaba por ser más
importante que lo que en ella se muestra. Seguramente por eso, en el último
capítulo -Paraíso- Eva es la única
del trío de protagonistas que da posibles muestras de cambio al situarla
Jarmusch en una playa de Miami, de espaldas a la orilla y acompañada de su
magnetófono… que por una vez no llega a encenderse, sin que ello implique un
cambio que estará cerca de producirse sin concretarse jamás, mientras que una
de las primeras y únicas muestras de tensión en el trío de amigos se da cuando
la rutina -que a estas alturas del film podría considerarse como el único hogar
de los desarraigados protagonistas- se rompe al pasar de apostar en el
hipódromo de Miami para hacerlo en el canódromo de la misma localidad... Haciendo
del título del capítulo en que se encuentra esta escena recién mencionada uno
tremendamente equívoco desde el instante en el que el trío protagonista se ve
imbuido de un vitalismo y una alegría de verse libres de ataduras familiares (o
de un pasado que les impide sentirse ellos
mismos) que se apaga al entrar en contacto con las rutinas de las que son
incapaces de deshacerse, volviendo al hogar
que llevan siempre a cuestas. Un reducido conjunto de rutinas que reducen sus
vidas a un círculo tan pequeño como confortable para ellos, haciendo del
Paraíso que da título a este tramo del film uno quizás irónico o quizás no[8]
en una posibilidad tan hipotética en su cálida desdramatización como el film de
Jarmusch en su totalidad, por ello y afortunadamente falto de moraleja que
recoja y de un sentido unívoco a lo que se ve en pantalla.
Una película,
por todo lo anterior, tan reducida en su escala y pretensiones como los sueños
y actitudes de sus protagonistas, para algunos grandes en su pequeñez, mientras
para otros tan diminutos y vulgares como lo que se narra indivisiblemente a
través de ellos. Y es en esa ambigüedad donde Extraños en el paraíso encuentra su más personal, irritante y
poderosa baza.
Título: Stranger than
paradise. Dirección y guión: Jim
Jarmusch. Producción: Sara Driver. Dirección de fotografía: Tom DiCillo. Montaje: Jim Jarmusch y Melody London. Música: John
Lurie. Año: 1984.
Intérpretes: John Lurie (Willie), Eszter Balint
(Eva), Richard Edson (Eddie), Cecillia Stark (Tía Lotte), Danny Rossen (Billy),
Richard Boes (Trabajador de una fábrica).
[1]Jim Jarmusch nació el 22 de enero de 1953 en la ciudad de Akron,
Ohio, en los EEUU, como el hijo mediano de tres hermanos. De madre crítica de
cine y teatro para un periódico local y padre abogado, Jarmusch vivió su
infancia rodeado de libros y esporádicas escapadas a salas de cine en las que
se proyectaban películas de serie B y clásicos del cine de terror como La criatura de la laguna negra antes de,
al encarar la adolescencia, aficionarse a la literatura beat, con Jack Kerouac y William Burroughs a la cabeza, y al cine
de vanguardia llevado a cabo por la escena neoyorquina capitaneada por Andy
Warhol y su acólito Paul Morrissey o los filmes de Robert Downey (Sr.). Tras
pasar desapercibido por el instituto –en su opinión debido a una falta de
ambición que lo distanciaba de gran parte de un alumnado más concentrado en triunfar social y (por lo tanto)
económicamente- Jarmusch se graduó en 1971 para, ante la desaprobación paterna,
viajar hasta la ciudad de Chicago y estudiar en la Escuela de Periodismo de la
Universidad del Noroeste, de la que al tiempo fue expulsado por sus repetidas
ausencias en clase de Periodismo a favor de las de Literatura e Historia del
Arte. Así, al año siguiente y ya con la intención de establecerse como poeta,
Jarmusch se inscribiría en la Universidad de Columbia, donde se especializó en
literatura inglesa y norteamericana, además de empezar a escribir pequeños
relatos narrativamente deslavazados y editar un periódico literario llamado The Columbia Review. El último año de su
estancia en la universidad, Jarmusch se trasladó a Paris, donde pasó diez de
los mejores meses de su vida trabajando como transportista de piezas de arte
que en muchas ocasiones y debido a la rudeza de sus condiciones laborales,
llegaban algo “desgastadas” a manos de compradores y galeristas, pese a que la
mayoría de ellos, y a decir de Jarmusch, nunca se daban cuenta del remozado
aspecto de la obra. En París se hizo asiduo a la Cinemateca Francesa donde pudo
ver los trabajos de muchos de los directores que marcarían sus primeros pasos
como realizador: Ozu, Mizoguchi, Imamura, Bresson, Dreyer, Ford, Vigo, Godard o
un Samuel Fuller del que pese a ser norteamericano Jarmusch sólo había podido
ver algunos de sus filmes por televisión a altas horas de la noche, fueron
algunos de los nombres que marcaron la retina del futuro director de Extraños en el paraíso e hicieron que en
aquellos primeros años de la década de 1970 su escritura empezara a ser más
descriptiva y visual de lo que había
sido hasta entonces. Nuestro hombre se graduó finalmente en 1975, regresando
desde París a los EEUU un año después y asentándose en Nueva York, donde
frecuentó los ambientes musicales underground
de la ciudad antes de ser aceptado en la Escuela de Cine de Nueva York, lo que
sorprendentemente logró al presentarse con una serie de fotografías y un ensayo
fílmico pese a que se consideraba necesaria la presentación de una pequeña
filmación para poder ingresar en la escuela. A pesar de esto último y su falta
de experiencia en el mundillo, Jarmusch no sólo fue aceptado en un lugar en el
que conoció a uno de sus futuros directores de fotografía Tom Di Cillo, la
productora Sara Driver o el director afroamericano Spike Lee, sino que también
se convirtió en uno de los asistentes del realizador Nicholas Ray (director de,
entre otros, clásicos como Rebelde sin
causa o Johnny Guitar), que
impartía clases en la escuela. Tras supervisar uno de los guiones de Jarmusch
al que Ray acusaba de no tener suficiente acción (algo a lo que un orgulloso
Jarmusch respondía limando aún más la narración hasta dejarla en puro
minimalismo), el impulso del realizador de Extraños
en el paraíso de ir a la contra de su maestro logró ganarse el respeto de
éste, que lo contrató como ayudante personal en la que sería su última
participación en una película: el mítico documental, muy irregular y moralmente
peliagudo El relampago sobre el agua
dirigida por Wim Wenders en 1979 y que recogía los últimos momentos de la vida
de un Ray consumido por el cáncer que le provocaría la muerte en ese mismo año.
Inspirado por la figura de Ray, Jarmusch tomó una decisión y usó el dinero que
le habría permitido terminar sus estudios y así obtener su título universitario
para llevar a cabo su primer largometraje: Permanent
vacation. Película muy irregular y no demasiado conseguida, pese a que ya
apunta algunos de los temas que se irían desarrollando durante toda su carrera,
esta opera prima filmada en 1980 con
un presupuesto de doce mil dólares ganó, pese al escaso éxito que obtuvo entre
las autoridades universitarias, el premio Josef Von Sternberg del Festival
Internacional de Cine de Mannheim-Heidelberg y no vio la luz en algunos cines
hasta que el inesperado éxito de su segundo film, del que se ocupa esta
entrada, hizo rentable su exhibición en algunos (muy pocos) cines norteamericanos.
Tras Extraños en el paraíso, que
tardaría cuatro años en llegar desde que Permanent
Vacation fuese completada, Jarmusch encararía la más accesible y estupenda Bajo el peso de la ley, que supondría su
primera colaboración profesional con Roberto Benigni y el músico Tom Waits,
amén de repetir con uno de los actores protagonistas de su anterior film, John
Lurie. En esta ocasión, y aparcando su asiduidad con el director de fotografía
Tom Di Cillo, Jarmusch contaría con Robby Müller, uno de los directores de
fotografía habituales del providencial director alemán Wim Wenders que, como se
explica en una nota al pie posterior, hizo posible el rodaje de Extraños en el paraíso. Más artificiosa
que ésta última, aunque también mucho más dinámica y divertida, Bajo el peso de la ley supuso la
certificación del talento de Jarmusch, que avanzaría hacia terrenos más (aunque
siempre muy relativamente) experimentales en 1989 con la irregular Mistery Train, su primer film en color y
un film hasta cierto punto episódico que se resiente de un ritmo algo moroso
del que Jarmusch lograría desprenderse en una película con mucho en común con
la recién mencionada: Noche en la tierra,
de 1991. Fiesta multicultural nada aleccionadora y considerablemente dinámica
pese a tener lugar en los interiores de diferentes taxis durante el turno
nocturno de diferentes ciudades del globo, Noche
en la tierra situaba a Jarmusch en la avanzadilla de un cine independiente que empezaba a atraer a
actores de renombre y a recaudar numerosos premios en festivales. Siendo este
un film ocasionalmente muy divertido y trágico en algunos de sus segmentos,
supuso también un parón creativo para Jarmusch, que pasó los siguientes cuatro
años participando en proyectos de amigos como Leningard Cowboys go to America, del finlandés Aki Kaurismaki, acompañando a su amigo y mentor creativo
Samuel Fuller durante la filmación de un documental llevado a cabo por el mismo
realizador, o su fugaz aparición en Blue
in the face, falsa secuela de la estupenda Smoke, igualmente dirigida por el director de aquella, Wayne Wang,
auspiciada por el literato Paul Auster y con mucho en común con el cine del
realizador de Extraños en el paraíso.
Y en 1995 Jarmusch lograría alcanzar uno de sus sueños: filmar un western. Aunque fuese uno tan sui-generis como el resultante en Dead Man, justamente celebrada película
en blanco y negro dotada de una poética algo lastrada por la machacona melodía,
inicialmente preciosa pero cuya reiterativa presencia acaba siendo agotadora,
improvisada por Neil Young durante tres proyecciones consecutivas de Dead Man bajo la supervisión del
realizador. La colaboración entre ambos se prolongaría en el excelente
documental Year of the horse, que
Jarmusch llevaría a cabo en 1997 alrededor de la banda de Young, Crazy Horse. Dos años más tarde, en 1999,
Jarmusch encararía una de sus mejores y más infravaloradas películas: Ghost Dog, protagonizada por un
impensable Forest Withaker y mecida por la excelente banda sonora regentada por
RZA pero que supuso para muchos (a mi entender de forma completamente
equivocada y en cualquier caso insuficiente como juicio de valor) una concesión
a una supuesta comercialidad que la
película no sólo esquiva, sino que logra utilizar en su beneficio para situarse
en una extraña tierra de nadie tan particular como gratificante. En el año
2003, y tras el parón creativo que supuso para Jarmusch recuperarse del golpe
asestado por los atentados terroristas perpetrados en el once de setiembre de
2001 en suelo neoyorquino, el director culminaría la recopilación de una serie
de cortometrajes que llevaba a cabo desde mediados de los ochenta e
inicialmente pensados para su inclusión en el programa Saturday Night Live. Esta compilación de cortometrajes, algunos de
ellos interrelacionados, otros sólo unidos por los elementos que los componen
(un mínimo de dos personajes sentados, bebiendo café, fumando cigarrillos y
discutiendo sobre lo divino y lo humano) llevó el título de Coffe and Cigarrettes, contiene
auténticas perlas fílmicas además de suponer un muy curioso trabajo en paralelo a los largometrajes llevados
a cabo por el realizador al contar entre el reparto de algunos de los
cortometrajes con muchos de los actores de sus más reputados filmes. El 2005
sería el año de la algo aburrida Flores
rotas, protagonizada por un buen actor antipáticamente revalorizado como es
Bill Murray, que pergeñaba la impresión de estar ante un ejercicio hábil pero
excesivamente arty y repetitivo pese
a contar con indudables virtudes. Y eso que en comparación con su siguiente
trabajo, Los límites del control, era una maravilla, pues esta película
protagonizada por un actor secundario habitual en la filmografía de Jarmusch,
Isaach de Bankolé, producida internacionalmente, es de una simpleza tan
enervante en sus hinchadísimas pretensiones que supone, con mucho, la peor
película de las firmadas por un Jarmusch que repite aquí algunas de sus
constantes pero desprovistas de toda la humanidad que las distanciaba del film de tesis más rematadamente obvia en la
que cae en esta película de 2009. Un rumbo que, a falta de haber visto Sólo los amantes sobreviven, su última
película hasta la fecha, esperemos que sea flor de un día en una carrera tan
coherente en sus mayores aciertos y más lamentables errores como muy
interesante y resistente en su conjunto.
[2]El film obtuvo alrededor de dos millones y medio de dólares de
beneficios en suelo norteamericano, una cifra nada desdeñable si se tiene en
cuenta que su presupuesto constaba de unos modestos -siempre dentro de lo que
suele ser habitual dentro del cine norteamericano, independiente o no- cien mil
dólares. Además, la producción de Extraños
en el paraíso resultó bastante tortuosa aunque también coherente con su
modestia general: Jarmusch la planteó inicialmente como un cortometraje de larga
duración que comprendía el segmento que en la película definitiva llevaría el
nombre de El nuevo mundo y que pudo
ser financiado parcialmente gracias a la venta de los derechos de emisión de su
primer film -Permanent vacation- a
German TV, un canal de televisión alemán. Pero no fue hasta algo más adelante,
cuando Wim Wenders entregó a Jarmusch el celuloide sobrante de su película El estado de las cosas con el que el
realizador de Extraños en el paraíso
podría rodar el primer (y por entonces, único) tramo de lo que acabaría siendo
su segundo largometraje. Algo más tarde, y cuando el montaje de lo que se
titularía El nuevo mundo había
concluido, Jarmusch se planteó ampliar la historia dejando más espacio a los
dos personajes secundarios (Eva y Eddie) que hasta entonces quedaban en un
ligero segundo plano respecto al de Willie. Así, y aprovechando las relaciones
establecidas con la venta de Permanent
vacation a German TV,que aunó fuerzas con la ZDF y un joven productor
asentado en Munich y amigo de Jarmusch, se consiguió el capital que transformó,
tras unos ligeros recortes en la duración del mediometraje original, El nuevo mundo en Extraños en el paraíso tal y como hoy la conocemos. Un inesperado hit del cine independiente americano
cuya influencia y repercusión fue comparada, como lo sigue siendo a día de hoy,
con películas tan dispares como Cabeza
borradora, o Easy Rider: Buscando mi
destino que fue premiada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de
1984, recibió una mención especial en el Festival de Cine de Locarno de ese
mismo año, o el Premio Especial del Jurado en Sundance en 1985, además de
numerosos premios de parte de asociaciones de críticos norteamericanos que
situaron el nombre de Jarmusch en un mapa que película tras película se resiste
a abandonar.
[3]Estupendamente fotografiada por un Tom Di Cillo que al cabo del
tiempo encontraría su propia voz como realizador de pequeñas joyas como Vivir rodando o la injustamente
menospreciada, pero preciosa en su sencillez, Caja de luz de luna. La agenda del primer director de fotografía de
Jarmusch hizo imposible seguir colaborando con el director de Extraños en el paraíso cuando comenzó el
rodaje de la que sería la primera película de DiCillo: Johnny Suede, que contaba con un divertido Brad Pitt (en su primer
papel protagonista) tocado con un imposible tupé en una película interesante
pero algo fallida.
[4]Esta aparente desubicación responde a la repulsa que el realizador
siente por la ambición que, a su parecer, gobierna las vidas de muchas personas
entre las que no se cuentan Willie, Eva, o Eddie, definidos por el realizador
como outsiders de un universo que
mucha gente sólo sabe ver como una forma de ascender en la escala social y
económica pero en el que, al (lúcido) parecer de Jarmusch “No todo el mundo aspira a ser fotógrafo de moda (…) No me gusta la idea
de que la gente gire alrededor del dinero o de un estilo de vida determinada.
Hay muchas otras formas de vivir”. Yendo
un poco más allá, y de nuevo en palabras de Jarmusch: “No me gusta el tipo de ambición que se ve en las películas americanas,
y estos personajes (los de Extraños
en el paraíso), no tienen una
verdadera ambición ni son personajes intelectuales. Esta no es una película
existencial, no están constantemente cuestionando su existencia o el estado del
mundo que los rodea. Al contrario, lo aceptan sin más, moviéndose por el mundo
de la película en una especie de aleatoriedad y desánimo, como si esperaran la
próxima carta con la que jugar en lugar de interpretar filosóficamente las
cosas (…) La idea de la película es que el público no vea venir las cosas y no
sepa que es lo que va a ocurrir después” Precisamente por ello, Jarmusch
evitó en lo posible todo lo que el consideraba clichés propios del cine
norteamericano: ni armas, ni crímenes, sexo, relaciones amorosas… nada que
pusiese en sobreaviso al espectador sobre los derroteros por los que
transcurriría la narración de Extraños en
el paraíso.
[5]Este recurso por montaje fue motivo de distendida discusión entre
el director y el productor de Extraños en
el paraíso. El segundo, como era de esperar, veía inservibles los espacios
en negro que finalmente harían de frontera entre un plano secuencia y el
siguiente pero Jarmusch, en cambio, lo veía necesario para marcar el ritmo del
film, dando al público un momento para reflexionar sobre lo visto antes de
encarar el siguiente plano. En un plano más simbólico, el director relaciona
este recurso con el que, a decir del realizador, es uno de los temas
principales del film: la sensación de pérdida o de vacío que visualmente
representan estos espacios literalmente vacíos
de contenido.
[6]Respondiendo al impulso de Jarmusch de no trabajar, al menos por
entonces, con actores profesiones que cargaran con tics interpretativos que pudiesen desmontar la naturalidad que se
pretendía insuflar a Extraños en el
paraíso, el realizador se codeó de amigos y conocidos ajenos al mundillo
para llevar su visión a buen puerto. Así, John Lurie, que acabó encarnando a
Willie y fue, además del autor de la escasísima
banda sonora de la película, partícipe junto con el director de los
primeros esbozos de un guión que se inspiraba inicialmente en el actor y sus
ideas sobre el tono que quería tanto para su personaje como para la película en
sí, conocía a Jarmusch desde finales de los setenta, cuando ambos pasaban sus
horas en locales musicales en los que la movida punk neoyorquina campaba a sus
anchas. Lurie tenía cierta experiencia en el campo de la interpretación por su
participación en un grupo teatral underground
llamado Squat, aunque para cuando Extraños
en el paraíso empezó a tomar forma estaba volcado en despegar su carrera
musical formando el conjunto Lounge Lizards. En cualquier caso, su afiliación
al grupo Squat fue crucial para que la segunda en discordia, la actriz Eszter
Balint que interpreta a Eva, saltara al ruedo del film de Jarmusch. Balint, que
llevaba en el grupo Squat desde los nueve años de edad y era, como su personaje
en la película, húngara y más concretamente de Budapest, había sido una de las
opciones de Jarmusch para aparecer en su opera prima Permanent vacation cuando rondaba los catorce años de edad, pero
pese a que fue imposible su participación el realizador la tuvo en mente cuando
empezó a escribir Extraños en el paraíso.
Richard Edson, que encarnó al bonachón Eddie, era un viejo amigo del director
perteneciente al mundo musical en el que Jarmusch siempre se ha sentido cómodo,
como certifican los numerosos músicos que han aparecido en calidad de actores
en sus filmes, ya sean el mentado Screamin’ Jay Hawkins (que aparecería años
más tarde en Mistery Train), Tom
Waits (que haría lo propio en Bajo el
peso de la ley y en uno de los cortometrajes de la serie Coffe and cigarrettes en el que
compartía mesa con Iggy Pop), o RZA (en, de nuevo, Coffe and cigarrettes). Para lograr la naturalidad que Jarmusch
considera idónea para sus películas, el guión se utiliza como guía y en muchas
ocasiones los personajes se moldean hasta cierto punto a imagen y semejanza de
los actores que los interpretan, sin llegar nunca a una anarquía en la que el
realizador delegue el control de la película en sus intérpretes, pero llegando
a un mínimo consenso en el que si bien ciertos temas deben aparecer y algunas
directrices deben seguirse a pies juntillas, el resto queda al libre albedrío de
cada uno siempre que sea a gusto del máximo responsable de Extraños en el paraíso.
[7]Esta trascendencia
supone una herencia directa de algunos de los cineastas de cabecera de
Jarmusch, como puedan ser los japoneses Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu, por los
que el realizador de Extraños en el
paraíso siente una veneración que le sirvió como guía para encarar
formalmente esta película en la que llevó a cabo un proceso de sustracción. Así, y extrayendo elementos
superfluos que pudiesen desconcentrar de los pequeños detalles a través de los
cuales avanza la narración, Jarmusch alcanza lo sentimental desde un plano
austero que sólo puede funcionar desde la falta de un ruido audiovisual capaz
de distraer la mirada y la atención del público de una historia que, certificando
un antipático y sobado lugar común muy discutible, explica más por lo que omite
que por lo que muestra. Y si es así es gracias a su nada forzada capacidad de
sugestión.
[8]Aunque Jarmusch parece tener una idea muy clara al respecto: “Para estos personajes no hay paraíso.Es
algo que se imagina o se construye alrededor de uno para hacerle sentir más
seguro y confortable. Pero esa no es la realidad de las cosas”. En todo
caso, que cada uno saque las conclusiones que crea adecuadas.
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