Según el
cineasta Alfred Hitchcock, una película debería empezar con un terremoto para
luego proseguir siempre en sentido ascendente en intensidad. Jungla de cristal: la venganza comienza
con una explosión en el centro de una Manhattan de postal, poblada por un
gentío que invade las calles ininterrumpidamente, puestos callejeros de comida
ambulante y hombres barriendo a manguerazos la mugre acumulada en el asfalto por
el aplastante calor veraniego que asola la ciudad. Pero sin orden ni preaviso,
un conjunto de coches y una camioneta saltan por los aires ante el estupor
generalizado y la consecuente investigación del atentado con bomba por parte de
la policía de Nueva York. Un seguimiento de cortísima vida, casi tanto como la
primera toma de contacto de este film dirigido por John McTiernant[1]
con la calurosa urbe que pronto se revela como un lúdico parque temático con la
destrucción generalizada como atracción principal, que culmina con una llamada
telefónica por parte de un hombre que, tras adjudicarse la autoría del
atentado, se presenta como Simon (un algo desubicado Jeremy Irons) y anuncia
que las explosiones matutinas de ese día son tan sólo la antesala de lo que le
aguarda a la ciudad si no se cumplen sus condiciones: que el ex detective John
McClane (Bruce Willis) juegue una sádica partida en la que la isla de Manhattan
hará las veces de prenda y tablero. Así, y tras enunciar el somero punto de
partida argumental a partir del cual se arma Jungla de cristal: la venganza, tercera aventura del castigado personaje
encarnado por Willis, prácticamente claudica en su desarrollo desde el instante
en el que McClane aparece tumbado en el suelo de un furgón policial
desperezándose de la enésima resaca de la que por una vez deberá recuperarse no
derrumbado en su sofá y ante el televisor, sino preso de una gincana terrorista
en la que, como de la propia película de McTiernant, él es el centro absoluto.
Vista así, y
puede que debido a la absoluta ausencia de trama propiamente dicha más que de una
pobreza de desarrollo, Jungla de cristal:
la venganza juega sus cartas pobremente escritas desde el guión mostrándolas
en pantalla con la velocidad de un tahúr por un McTiernant que convierte su
film en una inocente pero desenfrenada gamberrada con su estrella protagonista
como epicentro de un caos urbano en el que lo lúdico se impone por encima de
todo atisbo de tensión. Un actor en la piel y bajo la inevitable camiseta
imperio de un personaje que aquí aparece absolutamente desprovisto de todo
rasgo de identidad, más allá de un nombre que le otorga un pasado al que
prácticamente no se hace referencia en Jungla
de cristal: la venganza, exento de toda motivación que no sea la de salvar
el pellejo o, en lo posible, el de sus conciudadanos. Convertido en un mero
estereotipo, perfectamente compensado por el carisma del actor que lo
interpreta, el raquitismo en el retrato del McClane de Jungla de cristal: la venganza supone el paradigma de lo pobremente
desarrollado del guión de la película, incapaz por todo lo anterior de sugerir,
desde una estructura compuesta por secuencias prácticamente independientes las
unas de las otras y con un grado de continuidad casi aleatorio, la más mínima
impresión de peligro, aunque no de urgencia. Más aún, su absoluta entrega al
más ruidoso espectáculo se revela como la única manera de compensar un libreto
insostenible que en el mejor de los casos resulta superfluo para el muy
disfrutable visionado de la película dirigida por McTiernant, pero que en los
afortunadamente escasos tiempos muertos que trufan el film es incapaz de
resolver los numerosos sinsentidos de su más que básica, prácticamente única trama.
Así, y ciñéndose a los cánones del taquillazo veraniego más espurio bajo los
que se concibe, y a conciencia, el film dirigido por McTiernant, Jungla de cristal: la venganza se exhibe
como espectáculo puro y duro y, yendo un poco más allá, como juego en el que un McTiernant imbuido
del espíritu del malvado de turno tortura traviesamente a su personaje
principal mientras invita al espectador a disfrutar de un film planteado como
un show circense de primera magnitud.
Un más-difícil-todavía increíblemente
trepidante pese a estar paradójicamente exento, como se decía algo más arriba,
de tensión en un planteamiento formal. La luminosidad de una fotografía que no
busca provocar un dramatismo ausente en Jungla
de cristal: la venganza, una planificación a veces caótica y siempre
nerviosa en su uso de la cámara al hombro como tónica formal, nunca planteada
como generadora de un suspense que jamás llega y cuyos momentos más elaborados
se reducen a ocurrentes estrategias que parecen responder antes a gamberros
giros cómicos más o menos sorprendentes que al más mínimo intento de densidad que pueda poner palos en las
ruedas del divertidamente frenético tren de juguete gobernado por McTiernant.
Una película cuya atmósfera sonora, formada por un constante griterío, frenazos
de coche, explosiones y puñetazos, resume bastante bien el aspecto visual de un
film marcado, y para bien, por su tendencia al puro ruido como estrategia para
silenciar el vacío sobre el que se construye. Esta falta mentada falta de
densidad, sustituida aquí por un mucho más ligero y continuo frenesí, se
alimenta a su vez de un despreocupado sentido del fascismo más recalcitrante
con atentados bomba que no dejan víctimas y un policía protagonista que él sólo
asesina a tiros y entre divertidos chascarrillos chulescos a prácticamente un
ejército entero, para acabar situando Jungla
de cristal: la venganza en una descerebrada y perpetua huída hacia delante
en la que detenerse o cuestionar alguno de los lugares comunes de los que se
alimenta supone blandir la bandera blanca ante los problemas, ya sean morales,
políticos o, yendo a los que realmente hunden o alzan una película, narrativos.
Y si en Jungla de cristal: la venganza y al contrario de lo que les ocurre a sus
protagonistas al enfrentarse a los numerosos acertijos sembrados por Simon por
toda Manhattan, pensar -o en este caso detenerse mínimamente para plantearse lo
que ocurre en pantalla- implica perder, McTiernant se arma de razones para
provocar un vigoroso sentido de la emoción que se alimenta de un primer tramo
magistral, con una frenética carrera contra reloj por Central Park y las calles
de Manhattan que culmina con un atentado en el metro de la ciudad narrado,
filmado y montado con un desparpajo digno de aplauso, una bastante lograda
naturalidad dentro de ciertos parámetros que humanizan a los personajes a base de moratones, heridas y
constantes quejas sobre lo maltratador de su situación, y una querencia por lo despreocupadamente bruto que resulta,
entonces y ahora, muy liberadora en su falta de pretensiones, suponen un
constante estímulo tan necesario para el buen desarrollo de la película como
inane en definitiva. Una testosterónica naturalidad, siempre forzada bajo los
cánones de la divertidamente bruta virilidad que desprende McClane que
encuentra su único contraste en un antipática e interesadamente relamido Simon,
que otorga a Jungla de cristal: la
venganza una inmediatez y una proximidad quizás prefabricada, pero crucial
para transmitir la vivacidad de una propuesta que sobrevive gracias a su
despreocupación. Podría pensarse que McTiernant, teniendo en sus manos la
claustrofóbica ratonera en que Manhattan se convierte en el guión de Jungla de cristal: la venganza, opta por
no complicarse la vida y transforma la potencial angustia de un hombre
convertido en la presa de un lunático en una especie de aventura gráfica o un
videojuego escasamente elaborado -reduciendo su propuesta a un terreno como se
decía algo más arriba mucho más inofensivo aunque no menos intenso- plagado de
acertijos que activan bombas que sólo se desactivan al enunciar la respuesta
correcta. Porque más allá de lo comentado al respecto, la falta de motivación
del protagonista (supervivencia aparte), y la gamberra blancura de la que hace
gala la película, diluye la tensión hasta ser definitivamente asfixiada por una
de las mayores virtudes de Jungla de
cristal: la venganza: su despreocupado sentido del humor capaz de evaporar
la empatía del público para con el sufrimiento de un personaje al que sólo el
carisma del actor que lo interpreta, su sobrehumana resistencia que no le
impide retorcerse de dolor y aprovechar cada instante para poner a bajar de un
burro a todos aquellos que le hayan metido en su peliaguda situación, y su
condición de vector principal a través del cual transcurre la película, salvan el
film de McTiernant de un distanciamiento que habría sido fatal para la
película.
A cambio, y
gracias a la inestimable colaboración del involuntario compañero de correrías
del detective, un afroamericano racista de muy malas pulgas que responde al
nombre de Zeus Carver (un Samuel L. Jackson cuya rotunda presencia es capaz de
hacerle sombra a la de la estrella principal de la función), Jungla de cristal: la venganza se
sostiene a base de un constante intercambio de insultos, réplicas chistosas tan
hirientes para los que las reciben como divertidas para el público de la
película, y una ininterrumpida catarata de malsonantes tacos que regurgitan la
tensión del film retroalimentando la impresión de que nada en esta película, y
sin que ello comporte un desdoro hacia el resultado final, es digno de ser
tomado en serio. A través de Zeus, personaje tan desdibujado como McClane pero
igualmente fortalecido por el actor que lo encarna, no sólo se incluye una
pincelada alrededor del racismo que a duras penas sirve de trampolín a partir
del cual se establece de forma algo peregrina la alianza a la fuerza entre el
detective blanco y el propietario de una tienda de segunda mano del barrio de
Harlem, sino una excelente válvula de escape, sustentada en la comentada y
malsonante verborrea, capaz de mantener un grado de interés en el espectador
que de haberse tratado de una epopeya de acción de un solo hombre (McClane)
habría sido muy probablemente, y de nuevo, un absoluto fracaso. Vista así, Jungla de cristal: la venganza se
sostiene en buena medida gracias a la relación entre McClane y Zeus, antes que
en el antagonismo entre el detective y su Némesis al otro lado de la línea
telefónica Simon. Éste último supone uno de los elementos peor desarrollados,
por contradictorios, del film ya que mientras su presencia en la película se
reduce al de ser una simple voz que ordena y dispone durante el primer tramo de
Jungla de cristal: la venganza reservándose
el papel de divertidamente sádico demiurgo, cuando el personaje interpretado
por Irons hace acto de aparición la pegada del film de McTiernant se desinfla
considerablemente. Quizás en parte por introducir una motivación criminal (un
atraco a la reserva federal estadounidense) que convierte la venganza personal
que complementa el título del film y tiende un puente con la primera aventura
de McClane en agua de borrajas y, lo que es peor, en una contradicción absoluta
que se sostiene a duras penas gracias a ser mostrada en paralelo con la
inminente detonación de una bomba escondida en un colegio de Manhattan sin
determinar y que pone en jaque a todas las fuerzas del Orden de la isla. Siendo
probablemente la primera y única concesión de McTiernant a la emoción, consistente no tanto en el espectáculo como en
la carrera contra reloj para salvar de la vida de los niños de la ciudad, las
finalmente vulgares intenciones de un Simon vendido al dinero, en un nuevo
lugar común del cine de acción made in
USA en el que la pobreza ideológica de los malvados de turno hacen de sus
motivos políticos una mera cortina de humo que les permite abrazar las bondades
capitalistas que aseguraban repugnar, lastran un tanto el divertido juego que
el espectador vive sobre los castigados hombros de McClane pero que espera como
agua de mayo toda nueva perrería por parte del criminal. Y es en este regodeo
en el que McTiernant se delata: lo enrevesado de los planes de Simon,
pergeñados con una mala baba lo bastante ingeniosa como para resultar graciosa,
y el mentado sentido de la diversión extraído del puro caos urbano convierte Jungla de cristal: la venganza en una
suerte de comedia negra próxima a un intenso y violento slapstick en lo visual y a una maleducada screwball comedy en lo verbal[2],
cuyo endiablado ritmo diluye sus fronteras con las de un género, el del cine de
acción, reafirmado a base de su uso y abuso de lugares comunes que
ocasionalmente roza la autoparodia.
De este modo,
y situado entre ambos fuegos, el que supone la socarrona resistencia física y
humorística de un McClane que es pura acción física que sirve de conductor de la trama por un lado y la fría
bilis con la que un Simon etéreo maltrata al detective creando dicha trama por la que el malcarado policía va dando tumbos,
el público de Jungla de cristal: la
venganza se encuentra en la divertidamente masoquista disyuntiva (a buen
seguro involuntaria por parte de los responsables de la película, pero
igualmente muy efectiva) de esperar el siguiente retruécano argumental que
castigue el ya de por sí huraño policía, transformando el film en su primera y
superior mitad en un juego desprovisto de toda narrativa más o menos elaborada
pero que la habilidad de McTiernant logra sostener en el aire. Probablemente
por eso, este sorprendente y muy conseguido equilibrio se rompe al presentarse
la trillada motivación real de Simon haciendo de la trama alrededor de la
venganza, que había logrado situar a McClane en el centro dramático de la película
justificando hasta cierto punto la omnipresencia de Willis en pantalla, una
contradicción que jamás llega a resolverse y que, peor aún, raletinza el ritmo
de un film en el que el dinamismo constante (verbal o físico) supone su mayor
baza. Así, y una vez la voz que todo lo organiza y que práticamente hace las
veces de narrador de un film que
avanza a través de sus designios se
materializa en un desabrido Jeremy Irons incapaz de situar al personaje
que interpreta a la altura de su omnipotencia inicial, y Jungla de cristal: la venganza pretende dar un fracasado sentido narrativo a todo lo visto, es
curiosamente cuando el film hace aguas en su plausible pobreza de desarrollo. A
partir de ese instante, la película se divide entre las escenas protagonizadas
por Bruce Willis y su comparsa Samuel L. Jackson, dotadas de un ritmo y un
festivo y despreocupadamente fascistoide sentido de la violencia que casi nunca
desfallece y, montadas en paralelo, otras muy inferiores por su fatal estatismo
y aburridos comentarios alrededor de los rebuscados planes del grupúsculo
europeo que pretende hacerse con el oro que les permitirá, según sus palabras,
comprar el país que deseen para su ejército sin patria[3].
Y llegados a ese punto -pese a todo y como se decía algo más arriba bastante
bien llevado por un McTiernant que no abandona su estimulante tendencia al
humor gamberro y al frenesí más físico
lleno de accidentadas persecuciones de coche o violentos tiroteos y palizas que
van convirtiendo el periplo de McClane
en una especie de martirio del que su inquebrantable sentido del humor lo
convierte en vencedor moral a ojos del público- Jungla de cristal: la venganza desemboca en una pobre, prototípica
y bastante desabrida conclusión, a todas luces anticlimática y desganada[4],
que por suerte no descompensa la espuria intensidad del resto de la película. Llegados
a este punto, y con el vacío que late bajo la turbulenta superficie del film,
las cartas se ponen sobre la mesa sin asomo del más mínimo farol: no hay
aprendizaje por parte de un personaje (McClane) que termina el film tal y como
empieza, a punto de llamar a su exesposa en un punto final que tiene más de
machada presuntamente chistosa que de retrato de la mentalidad del policía, no
hay evolución, ni por parte de McClane ni tampoco de Simon, y se diría que
tampoco por parte de un Zeus tan desdibujado en sus simpatías hacia McClane que
a duras penas puede hablarse de un mayor acercamiento hacia la raza blanca.
Nada en Jungla de cristal: la venganza va
hacia ninguna parte, aunque por fortuna tampoco lo intenta siendo así incapaz
de generar una decepción al respecto. Sólo hay furia, frenesí, sangre y sudor
engarzados en una embarullada melodía que expulsa todo intento de trascendencia
o dramatismo y que pretende tomar al asalto el sistema nervioso del espectador antes
que un privilegiado lugar en su memoria. Un irregular pero impepinable
espectáculo que se reconoce como un divertimento que sabe finiquitarse tan
pronto como la acción ha llegado a su fin, de forma tan brusca y abrupta que
poco o nada se le puede exigir más allá de lo que ofrece.
Título: Die hard with a vengeance. Dirección: John McTiernant. Guión: Jonathan Heinsleig. Producción:
John McTiernant y Michael Tadross. Dirección
de fotografía: Peter Menzies. Montaje:
John Wright. Música: Michael Kamen. Año: 1995.
Intérpretes: Bruce Willis (John McClane), Samuel
L. Jackson (Zeus), Jeremy Irons (Simon), Larry Bryggman (Inspector Walter
Cobb), Graham Greene (Joe Lambert), Colleen Camp (Connie Kowlski), Nicholas
Wyman (Targo).
[1]Para los que deseen leer una somera biografía del polémico
realizador de Jungla de cristal: la
venganza, pueden hacerlo en una de las notas al pie del análisis hecho en
este mismo blog de la primera película de la saga, La jungla de cristal, en el mes de diciembre del pasado año 2013.
[2]Ambos subgéneros dependientes del de la comedia, surgidos en la
llamada época clásica del cine se definen por una perfecta sincronización de
algunos de sus elementos. En el caso del slapstick,
que englobaba aquellas comedias en las que el personaje o personajes
principales sufría imposibles caídas, tartazos en la cara o una consecución de
golpes cronometrados a la perfección para resultar tan hilarantes como
prácticamente imposibles. De naturaleza casi circense y en una especie de
mezcla de numero cómico de payaso y malabarismos todo en uno, el slapstick tuvo, por su espectacularidad
visual, su época dorada durante el cine mudo. Algo que, por su naturaleza casi
exclusivamente verbal, habría sido imposible para el cine de la screwball comedy, cuya comicidad estaba
basada en los gags verbales, los diálogos espídicos y los equívocos y giros
narrativos que se desprendían de una verborrea muchas veces (las mejores)
acompañada de una gestualidad de los actores que en Jungla de cristal: la venganza se encuentra en una variable
testosterónica y gamberra pero igualmente muy conseguida, gracias a las
excelentes interpretaciones de Bruce Willis y Samuel L. Jackson que componen
una muy particular química entre una pareja de personajes que en el guión
resultan completamente planos. De esta manera, Jungla de cristal: la venganza complementa la tendencia
generalizada de la saga (y debido a su éxito, a una parte del cine de acción
influenciado por el primer film protagonizado por John McClane) al slapstick que el sentido del humor que
tanto Willis, que no en vano se hizo un nombre como actor de comedia antes de
encarar su imagen de tipo duro y héroe de acción, como McTiernant en la primera
entrega, se encargaron de sembrar en el particular vía crucis del policía hasta
erigirse en uno de sus elementos más diferenciadores del resto de action-heros coherentemente surgidos
durante la Era Reagan. Por algo será que algunos analistas dice, no sin razón,
que el mayor referente cinematográfico del personaje de John McClane no serían los Stallone o
Schwarzenegger con los que compartió década y expeditivos métodos, sino con el
cine silente protagonizado por Harold Lloyd antes de que el cine sonoro, y con
él el screwball comedy, relegara el
humor físico de trompazos e imposibles piruetas a un segundo plano.
[3]Este decalaje fue debido, según parece, a los continuos cambios a
los que fue sometido el guión original titulado Simon dice escrito por Jonathan Heinsleig, que dio con la idea al
imaginarse como se vengaría un amigo de su infancia al que accidentalmente
hirió de una pedrada cuando eran niños, ya en la edad adulta y con el conflicto
olvidado al menos por una de las partes. Un libreto que inicialmente no estaba
planteado como base escrita de la tercera película de la saga iniciada en 1988
por La jungla de cristal sino como
vehículo de lucimiento para el actor Brandon Lee, que haría el papel que
finalmente sería rebautizado como John McClane y acabaría interpretando Bruce
Willis, y que en sus primeras versiones incluía una co-protagonista femenina
que reescritura tras reescritura se convertiría en el iracundo Zeus encarnado
con su habitual intensidad por Samuel L. Jackson. Probablemente debido a la
oscura muerte de Lee durante el rodaje de El
cuervo, dirigida por Alex Proyas en 1993, el guión se archivó y pasó a ser
uno de los hipotéticos libretos de una cuarta parte de otra saga de acción
nacida en los ochenta, Arma letal,
hecho que seguramente provocó la incorporación de una trama típica de las buddy-movies que la saga interpretada
por Mel Gibson y Danny Glover abrazaba sin problemas desde el primer y
entretenido Arma letal… Aunque, una
vez más, el proyecto fue descartado para acabar en las manos de un John
McTiernant que pidió algunos cambios en la historia -muy especialmente en un
segundo tramo que para cuando el libreto debía usarse para una cuarta Arma letal giraba alrededor de un atraco
en el MOMA, que acabó siendo el de la Reserva Federal Estadounidense que puede
verse en la película- pero que para esas alturas poco o nada cambió en su
primer y más afortunado tramo. El constante baile de versiones de Simon dice explicaría la peregrina
vinculación de esta Jungla de cristal: la
venganza con las películas anteriores de la saga, desprovista de la motivación
familiar que casi siempre había movido, y seguiría moviendo en la cuarta y
quinta parte del film original, a John McClane que aquí sería un personaje
perfectamente intercambiable con cualquier otro héroe de acción de no ser por
el carisma de Willis y la propensión de McClane a perder divertidamente los
papeles en todo momento. A modo de curiosidad, añadir que Jonathan Heinsleig
fue detenido por el FBI tras el estreno del film por, a decir de la oscura
organización federal, conocer demasiado bien los entresijos de la Reserva
Federal tal y como se muestra en la película. La defensa de Heinsleig no podía
ser más desarmante, los miedos de los agentes estaban alimentados por un plan
que el guionista había imaginado de lo leído sobre la Reserva en la revista
Newsweek.
[4]Algo que de haber conservado el final originalmente escrito, que
fue descartado por demasiado cruel y presuntamente oscuro, no habría ocurrido.
En él, el atraco era un éxito y McClane era expulsado de la Policía de
Nueva York como chivo expiatorio por todo lo ocurrido en la película, pero éste
daba con Simon en una cafetería húngara, país en el que el personaje encarnado
por Jeremy Irons se refugiaba no sólo de los servicios secretos y las
autoridades policiales, sino también de sus antiguos compañeros en el golpe a
los que habría traicionado quedándose con todo el oro. Tras la sorpresa de
haber sido descubierto, Simon es forzado a jugar a “McClane dice”, una especie de cruce entre ruleta rusa (que aquí
cobra el más expeditivo aspecto de un bazuca) y juego de la botella en el que
una respuesta mal dada implica apretar el gatillo de una arma de la que no se
sabe por que lado sale el proyectil… Algunos mandamases de la producción,
inquietos por el cariz siniestro de un juego tan poco espectacular como
malintencionado por parte de un héroe que de pronto dejaba de ser luminoso
(siempre según una de esas extrañas lógicas que hacen de un hombre pegando
tiros a diestro y siniestro un dechado de humanismo) descartaron el final a
favor del que hoy queda como oficial.
Quizás de haber optado por el original, la impresión de que el film ha pasado
de ascender en todo momento a pegar un bajón que no responde tanto a lo
narrativo sino a una falta considerable de espectacularidad habría sido mucho
menor al terminarlo con una escena cuya conclusión se jugaba en una liga
diferente: la del diálogo. Existió además un tercer final que tampoco llegó a
usarse y que acababa con el pequeño ejército ario huyendo de suelo americano
con un avión llevándose el botín. Su alegría dura poco al darse cuenta de que
uno de los explosivos con los que jugaban con las vidas de McClane y Zeus ha
sido introducido por estos en el aeroplano, que estalla en pleno vuelo cuando
Simon pregunta al resto del pasaje si alguien lleva una garrafa de cuatro
galones con los que detener la cuenta atrás del explosivo.
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