martes, 25 de diciembre de 2012

GREMLINS



Que no le dé la luz. Sobretodo la del sol, le mataría. Que esté lejos del agua, que no se moje. Pero lo más importante, lo que nunca debe olvidar es que por mucho que llore, por mucho que suplique, nunca, nunca debe comer después de medianoche.
Tres normas. Tres sencillas reglas que se rompen una detrás de otra de forma primero accidental y luego voluntariosamente en la película de Joe Dante Gremlins que da comienzo en un bazar chino en el que un inventor de artilugios absurdos que nunca funcionan como deberían compra un regalo de navidad para su hijo Billy: un mogway, una especie de peluche viviente a modo de bondadosa mascota, de orejas enormes y ojos que parecen hechos para meterse a los que lo rodean en el bolsillo a la primera caída y que responde al nombre de Gizmo.
Pero su amigable presencia requiere unos determinados cuidados en forma de las prohibiciones mencionadas más arriba, de desconocidas consecuencias en caso de ser transgredidas y que son expuestas de viva voz en el film sin que veamos como se pronuncian. Sólo la imagen del inventor despidiéndose mientras oímos las enigmáticas instrucciones de las que más tarde entenderemos el porqué. Así las cosas y puestas sobre la mesa en forma de una narración que empieza hablada sobre imágenes como si todo lo que se va a ver a continuación sea cosa del pasado, Gremlins se presenta como un cuento cinematográfico y como en todo cuento con la responsabilidad como moraleja final, con una marcada estructura.

Existen unas normas, tres en este caso, que prefiguran un Orden y que no deben ser perturbadas. De ser así, y así es como siempre es, el Caos tomará las riendas y deberá ser destruido para que el Orden sea reestablecido por unos guardianes más sabios y responsables por la (mala) experiencia. Evidentemente y siendo un cuento moral, el Orden será además el Bien, y el Caos el Mal pero el film de Dante, que conserva esa estructura, dinamita hasta cierto grado el punto de vista habitual sobre lo que en ella ocurre.
El Orden de Gremlins toma forma en una apacible comunidad en la que tiene lugar la batalla entre el Bien y el Mal poco antes de Navidad aunque esta ya esté haciendo acto de presencia: calcetines colgando de las repisas de las chimeneas, gorros de Papá Noel, abetos engalanados con pequeñas lucecitas, un manto de nieve cubriendo todas las casas y los jardincitos bien delimitados por verjas blancas que las rodean... y otro cuento moral y navideño en los televisores con la inevitable película de Frank Capra Qué bello es vivir, que plantea muy hasta cierto punto la visión optimista y apegada al estilo de vida americano la ciudad en la que Gremlins tiene lugar.  Pero tan angelical ambiente no es mostrado de manera recargada ni sensiblera. Dante se muestra respetuoso con la buena voluntad de la gente que vive en la localidad y el costumbrismo made in USA le gana el pulso al estereotipo más rampante, con el apoyo de unos actores que podrían pasar por peatones cualquieras de una ciudad al azar sin llamar demasiado la atención. Ni su físico ni su manera de recogerlo en imágenes por parte de Dante parecen responder a la parodia resentida. Ni siquiera la guapísima Phoebe Cates logra romper la unidad de cotidianeidad que se ve en la película. La inofensiva tranquilidad de ese tramo del film muestra un Orden que sólo se percibe cuando empieza a hacer aguas y se confronta a la primera ruptura de las normas.
Un vaso de agua que se derrama accidentalmente sobre Gizmo es el primero de una serie de instantes inquietantes que sin prisa pero sin pausa se van acumulando hasta reventar la paz que se respira en ese primer bloque de la película. La magia blanca que hace creíble la presencia de Gizmo en un ambiente como el que muestra Gremlins se empieza a oscurecer, la malicia empieza a alzar su fea cabeza y las monerías del mogway, que debido al chapuzón se ha multiplicado en unos cuantos mogways más bastante más traviesos hasta la mala intención que el original, se enfrentan a un tono más sombrío que empieza a anegar la película distanciándose de la película familiar que sin dejar de ser hasta cierto punto, lo es menos a cada minuto que pasa.

Es en el paso de un bloque a otro cuando la segunda norma se viene abajo y esta vez y significativamente por pura voluntad de los nuevos mogways, cuando la película juega sus cartas con una inesperada violencia: la transgresión de la norma que prohíbe a las peludas criaturas alimentarse después de medianoche (una de las reglas más absurdas e imposibles que uno pueda imaginar) trae consigo un asesinato a modo de venganza, la madre de Billy, hasta hace no demasiado una mujer encantadora, demuestra una sangre fría y un instinto de supervivencia dignos de un asustado aplauso que aún y así se quedan cortos al enfrentarse con los gremlins, seres lampiños y malvados fruto del descuido de los cuidadores humanos para con los mogways y sus particulares normas y que en un momento sorprendentemente atrevido intentan estrangular entre carcajadas a la mujer que unas pocas escenas antes les hacía carantoñas y les daba de comer. El conseguido impacto que da el cambio de tono de la comedia ligera con toques fantásticos del principio al cine de terror puro y duro de este tramo del film logra además una tensión considerable al sugerir la presencia maligna de los gremlins, capitaneados por su líder Stripe que se diferencia de los demás por llevar un mechón de pelo blanco a modo de cresta, sin mostrarlos hasta prácticamente los tres cuatros de hora de la película y de paso marca unas bases morales sobre donde está el bien y el mal que el resto del film se encargará perversamente de torpedear en el tramo más memorable de Gremlins, que ya desde su título denota quienes son aquí los auténticos protagonistas de la película.

Si el tono del film al principio sigue los pasos de una criatura bondadosa con idénticas intenciones a las del mogway, y la parte más terrorífica se funda en la seria agresividad[1] de los monstruitos, no es de extrañar que el tono de un último tumbo acorde con la filosofía de vida de los anarquistas gremlins. Una vez el cotidiano entorno ha saltado por los aires en aras de una amenaza imprevisible y los gremlins toman la ciudad y empiezan a aterrorizar a sus desprevenidos habitantes, aparece un desopilante sentido del humor y un contagiosísimo espíritu festivo que anuncia la llegada del Caos. 
Pocas risas, por no decir ninguna en la historia del cine, han conseguido desmontar las defensas del espectador de manera tan fulminante como la de los histéricos y viciosos gremlins mientras llevan a cabo una divertidísima y desenfrenada destrucción que baja el calibre de la violencia de escenas anteriores para poder ser disfrutable pero sin llegar a perder del todo la perspectiva. El film vuelve a los cauces algo más infantiles de su inicio al hacer de su agresividad algo más inofensivo de lo que se mostraba escenas antes, pero también da el puñetazo sobre la mesa con el que Gremlins se reafirma como película.
Una de las grandes virtudes del film de Dante es que el Caos se presenta efectivamente como el Mal que además revela algunos agujeros de hipocresía en un pueblo que parecía casi perfecto pero, gracias a los gags sembrados por toda la película y muy especialmente a la contagiosísima risa de los malvados gremlins, su visión resulta mucho más disfrutable que la del Orden que se está desmoronando. Y más aún, uno de los motivos de ese disfrute es precisamente porque ese regodeo en el Caos se presenta como una transgresión a las normas que hasta hace no mucho regían el mundo de la película, ya sea en lo que atañe al mogway o a la propia ciudad que encima está en una temporada que presume tanto de mostrar el cariño y el afecto fraternal como la navidad, permitiéndonos como espectadores el ponernos en el lugar de los gremlins rebajando el moralismo de la historia, pervirtiéndolo sin llegar a extinguirlo nunca. Lo que no significa que esa moraleja no sea defendida en escenas en las que se demuestra que el desenfreno de los gamberros duendes puede llegar a ser muy peligroso, sensación bien apuntalada en esa sensación de agradable humanidad que desprende la primera mitad del film y que nos hace sufrir por el destino de los personajes cuando las cosas, como ocurre en la batalla final, pasan de castaño a oscuro. La maldad no se disculpa, pero sí se muestra inteligentemente como algo atractivo cuando se limita a romper las normas y la sangre que a veces se derrama no llega al río, y la diversión y la moral se perciben como dos elementos que se retroalimentan[2] pese a que el primero a veces gana por goleada al segundo.

Pese a este sorprendente y conseguidísimo giro, es en una escena ajena por completo a los gremlins cuando la película da su más punzante y desoladora escena: aquella en la que Kate, inminente chica del protagonista, revela a Billy el motivo de su rechazo a la Navidad y a todo lo que pueda recordársela. Es un monólogo que evita todo sentimentalismo y cuyo punto final finiquita, por si el resto de la escena no lo había dejado claro, la equívoca relación que Gremlins puede tener con el espectador más infantil[3]: el paso a la vida adulta a golpe de trauma que la chica resume con “Así descubrí que no existe Papá Noel”.

Es este momento con el que Joe Dante y su película consiguen plantar cara al cine familiar que uno de los productores de Gremlins había conseguido popularizar con tan buenos resultados como para marcar a una generación de espectadores: Steven Spielberg y su mítica productora, que es también la de Gremlins, Amblin[4], de la que la película que nos ocupa integra algunas de sus más reconocibles características mientras consigue llevar otras a un territorio más particular. Tanto la planificación como la puesta en escena de Gremlins resultan un competente envoltorio al libreto firmado por Chris Columbus sin alcanzar nunca nada destacable a excepción del gran mérito que es conseguir mezclar la variedad de géneros que componen la película sin que nunca de la sensación de irregularidad o se perciban como salidas de tono. No es ajeno a lo redondo del resultado a la creación de una atmósfera que nunca parece acabar de decidirse por ninguno de los géneros que cohabitan en ella pero que finalmente consigue aglutinarlos todos sin que la transición entre humor, terror y otra vez humor chirríe en ningún momento. La admirable unidad que tan fácilmente podría haberse roto debe mucho a la buena labor del guionista Columbus para que el film se desarrolle en sus propios términos sin casi nunca tener que echar mano de lugares comunes para seguir adelante. Columbus pelea la evolución de la historia sin explicar, ni intentarlo, el origen de los mogways y luego los gremlins, ciñéndose a las tres normas de cuidado de las criaturas y los efectos que se producen de esa ruptura sin nada más que pueda distraer la atención o lanzar cabos que luego no puedan atarse ni siquiera de manera chapucera. 
Eso y su sentido del humor, otorga a Gremlins un sabor muy especial del que la labor de Joe Dante es piedra angular. Sin el buen trabajo de este, el divertido salvajismo de los gremlins no funcionaría, no tendría gracia, por lo que el elemento transgresor de la película, que la hace aún más divertida, no tendría ninguna eficacia. 
Además de esa socarronería habitual en el cine del realizador de Piraña o Aullidos, aparecen sus habituales referencias a clásicos del cine de terror y ciencia ficción barata y cara[5], el humor absurdo y negro a veces en forma muy similar a la violencia propia de los dibujos animados con los gremlins derribándose los unos a los otros a base de mazazos sólo para divertirse tumbando a sus tocayos, o la presencia de algunos de sus actores recurrentes en su cine como el habitual Dick Miller, que no consiguen eclipsar, ni ellos ni nadie, a las auténticas estrellas de la película.

Los brillantes efectos especiales de Chris Wallas consiguen dotar de una vida tanto a los mogways como a los gremlins sin la cual esta sería una película estéril.
Ellos son los verdaderos protagonistas del film y el motor no sólo del sentido del humor de la película sino también del tono cambiante de Gremlins, con momentos tan míticos como la sesión de cine de Blancanieves y los siete enanitos de Walt Disney (eso sí que es un sentido homenaje en toda regla además de revelar lo infantil de la gamberra actitud de las criaturas y de nosotros, el público que se divierte con ellas) que jamás tuvo un público tan entregado o la monumental juerga alcohólica que los gremlins montan en la taberna del lugar que nunca tuvo unos parroquianos tan indulgentes con sus vicios y tan tiránicos con sus camareras. Son sólo algunos momentos de una película cuya trama es un auténtico collar de perlas tan válidas cada una por separado como juntas en su totalidad, y a las que en su análisis pueden influir tanto sus virtudes que aguantan todas el paso del tiempo como la inevitable nostalgia de los que la vimos cuando hacía mucho que éramos niños y aún nos quedaba para adolescentes. Ahora, como adultos, seguimos sintiendo un agradable escalofrío cuando oímos las palabras que cierran este cuento sin ver, una vez más, como se pronuncian y que nos advierten que si las cosas en casa dejan de funcionar encendamos todas las luces y comprobemos puertas y ventanas, mientras un anciano chino se pierde en un horizonte nevado y la maravillosa banda sonora de Jerry Goldsmith, sin la cuál esta película difícilmente podría ser la misma, rompe a andar juguetonamente.

Que tengan una feliz Navidad.

Título: Gremlins. Dirección: Joe Dante. Guión: Chris Columbus. Producción: Michael Finnell, Kathleen Kennedy, Frank Marshall y Steven Spielberg. Fotografía: John Hora. Montaje: Tina Hirsch. Música: Jerry Goldsmith. Año: 1984.
Intérpretes: Zach Galligan (Billy Peltzer), Phoebe Cates (Kate), Hoyt Axton (Randall Peltzer), Francis Lee McKein (Lynn Peltzer), Dick Miller (Murray Futterman), Keye Luke (Señor Wing).



[1] Menor, pese a todo, a la que se pretendía en las primeras versiones del guión en las que Gizmo era el primero en convertirse en maléfico gremlin y no contento con ello, Dante y el guionista Chris Columbus lo hacían responsable del asesinato de la madre de Billy, que se encontraba con su cadáver al llegar a casa esa noche. Sea por lo motivos que sea, los que éramos poco más que niños cuando tuvimos la suerte de ver esta película agradecemos que nos ahorraran el trauma de tener que contemplar todo lo anterior.

[2] Algo que no ocurriría en la secuela Gremlins 2: la nueva generación, que llegaría seis años más tarde. Despojada por completo de elementos terroríficos y con las tres normas reducidas a una mera excusa, cuando no a diana de un sentido del humor autoparódico que las reduce a puro trámite, la segunda película protagonizada por los gremlins es una comedia pura y dura, sin más intencionalidad que atiborrar la pantalla de gags a cada cual más divertido. La acción en esta ocasión tenía lugar en Nueva York en un enorme rascacielos propiedad del atontolinado magnate de las telecomunicaciones Donald Clamp (trasunto de el muchimillonario Donald Trump) en el que los gremlins, esta vez de aspecto más variopinto se dedican a pegarse la juerga del siglo mientras esperen que en el exterior caiga la noche para hacer su primera visita a la Gran Manzana. Por el camino, Gremlins 2 traslada su humor muy próximo al propio de los dibujos animados de la Warner que produce esta película a un laboratorio llevado con mano férrea por Christopher Lee en el que los gremlins sufrirán mutaciones a cuál más absurda y bien aprovechada con fines cómicos. Pese a los muy buenos resultados, resulta algo inferior a su original pero superior a su corta pero intensa tercera parte. Si quieren disfrutar de esta baratísima pero descaradamente divertida coda al díptico dirigido por Joe Dante pueden verla aquí: http://www.youtube.com/watch?v=Z6uj4EMZFjc  .No les llevará mucho tiempo. Además de la secuela oficial y la desarmante coda llevada a cabo por los chicos de Muchachada nui, Gremlins provocó una catarata de imitaciones como Ghoulies, Munchies o las más afmada de todas ellas: Critters muchas de las cuales tuvieron a su vez sus propias secuelas con resultados a veces divertidos, otras no.

[3] La violencia de algunas de las escenas, que como ya se ha comentado era considerable dado el contexto en el que tienen lugar, llevó a muchos padres que habían llevado a sus hijos a ver la película a mandar cartas con sus quejas a la productora por considerar Gremlins como demasiado oscura o violenta para el público infantil. Tras las numerosas quejas, la MPAA (Motion Picture Association of America, que ejercían y ejercen un gran poder sobre las producciones cinematográficas a las que otorgan calificaciones “morales” con lo que su estreno y afluencia de público se ve apoyada o mermada por dichas calificaciones por mucho que sean un aceptable avance respecto a épocas de censura) tuvo que crear una categoría hasta entonces inexistente, la PG-13 que aquí se traduciría en no recomendada para menores de 13 años por no ser una película para niños (calificadas con G- o PG-) ni para adultos o menores de 17 acompañados (R- o NC-17).

[4] Fundada en 1981 por Steven Spielberg, Frank Marshall y Kathleen Kennedy y que toma su nombre de un cortometraje dirigido por el Rey Midas de idéntico título. Su logotipo toma una de las imágenes más reconocibles de su primer gran éxito, el clásico de Spielberg E.T. el extraterrestre de 1982, que sería secundado por la propia Gremlins y después por la trilogía de Regreso al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Los goonies o El secreto de la piramide por poner algunos ejemplos que hagan referencia a unas producciones enfocadas a un público juvenil que las adoptó como películas de cabecera y cuya influencia aún hoy se hace notar en películas hechas por aquellos niños que ya son adultos. La productora también produjo algunos films más adultos de Spielberg y otros realizadores, pero siempre se la identificará con un público juvenil y unos filmes que andaban con paso firme entre las dos aguas de la infancia tardía y la adolescencia.

[5] Con apariciones estelares de Robbie, el mítico robot de la no menos mítica Planeta Prohibido, la inmortal tonadilla de la clásica serie The Twilight Zone, unas imágenes de La invasión de los ladrones de cuerpos en su versión dirigida por Don Siegel o ,a otro nivel, la aparición de Chuck Jones, responsable y alma Mater de algunos de los dibujos de la Warner y su salvaje sentido del humor que tan bien encaja con el de los gremlins y hasta de Steven Spielberg en una fugaz aparición a lomos de un coche eléctrico. A modo de homenaje, Dante eligió una sierra mecánica a imagen y semejanza de La matanza de Tejas dirigida por Tobe Hopper en 1973 como arma en el enfrentamiento final entre Billy y Stripe por la admiración de Dante por el film sobre los matarifes caníbales.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

PLÁCIDO



Ser justo es un placer contradictorio. Hacer cosas buenas  por los demás según nos dicta el corazón da paz de espíritu, pero no siempre es fácil discernir entre la justicia y la hipócrita abnegación que se sustenta en que la bondad nos eleve por encima de los demás para poder darnos el gusto de mirarlos por encima del hombro. Un grupo de mujeres de la España de los sesenta, dejando atrás el ecuador del régimen Franquista, pone a prueba esta máxima desde sus pudientes posiciones sociales. “Siente a un pobre en su mesa” es el lema de la campaña[1] que tiene lugar en Nochebuena puesta en marcha por esas orgullosas almas disfrazadas de caritativas para llevar la Navidad a aquellos que no tienen medios para pasarlas Como Dios Manda. Y, como decíamos, su objetivo es doble aunque ni ellas ni nadie de la pequeña localidad en la que tiene lugar esta película del justamente mítico Luís García Berlanga, Plácido, sea consciente de ello: por un lado el pobre llena el estómago y entra en calor entre cuatro costosamente empapeladas paredes por una noche y, de rebote (o a la inversa) los ricos que los acogen tranquilizan su relativa mala conciencia para los otros 364 días del año mientras compiten orgullosamente con sus conciudadanos sobre cual de ellos es el más magnánimo para con los que no tienen tanto o nada en absoluto en fechas tan señaladas y en definitiva se ven encantados de conocerse ante una iniciativa que las mujeres de la casa que la han puesto en marcha ven como el acto de caridad definitivo mientras sus maridos refunfuñan por lo bajini por tener que alimentar una boca más con el dinero de sus pagas extraordinarias.

Tanto el director Luís García Berlanga como su acólito guionista Rafael Azcona[2] ambos idearios de un guión que sería escrito y desarrollado también por José Luís Colina y José María Font, sí son conscientes de esa doble moral que habita en la variopinta fauna humana que puebla Plácido, plasmada en un siempre favorecedor blanco y negro que por suerte nunca se traspasa ni a la tesis ni al tratamiento de los personajes del film, presentando situaciones basadas en sentimientos matizados y a veces contradictorios pero que nunca llegan a ensañarse en unos o otros, ni a estereotiparlos, presentando un mundo triste de manera tan ridícula que el resultado es divertidísimo, curiosamente tierno por su próximo costumbrismo y por encima de todo tremendamente punzante en su retrato social.
Aunque por suerte, el panfleto o el didactismo están ausentes en Plácido, Berlanga cuenta una historia en la que las actitudes de los personajes traicionan los principios que dicen defender bajo una venenosa pátina de buenos modales y presuntas buenas intenciones. Esa historia empieza a andar sin perder nunca pie durante su hora y media de duración con Plácido (Cassen), un hombre sencillo y de buen corazón que no es ni rico ni pobre, que con su motocarro que lleva una enorme Estrella de Oriente incrustada forma parte de una campaña de promoción de ollas a presión Cocinex que a su vez paga parte de la comitiva Siente un pobre a su mesa. Pero Plácido ve peligrar su humilde estatus social al vencer ese mismo día la letra del motocarro que le da de comer a él, a su mujer, sus hijos y ocasionalmente a su hermano (Manuel Alexandre) y los separa de aquellos que esa misma noche van a comer sobre el mismo mantel que los ricos (con todos sus vicios y supuestas virtudes personificados por ese gran y tan despreciado actor que era José Luís López Vázquez) que han contratado los servicios de Plácido a cambio de una cantidad de dinero que saldaría la deuda que expira ese mismo día. Así, y tras los pies de Plácido, Berlanga utiliza esa búsqueda como excusa argumental para pasearse y  pasearnos por las casa de los ricos buscando a alguien que pueda pagar el importe de esa letra en una noche en la que el pasotismo de los más pudientes es revelado hasta lo cristalino por los pobres que más que estropear la velada acaban evidenciando lo hipócrita de las intenciones de los que los acogen en sus casas mientras se regodean en su soberbia que defienden de la de los demás a puñalada trapera sin que, Dios les libre mientras condena a los más impuros, nunca se pierdan los buenos modales.

Se pensará con lo leído hasta aquí que esta es una humorada negra y cruel que pone en picota la mala idea de la clase alta para con los pobres que para ellos son poco más que elementos decorativos. Pero pese a las similitudes que da la autoría, no estamos ante el pozo de bilis (también bajo una piel de cómico corderito) que es esa maravilla llamada El Verdugo. No, pese a tan vitriólico punto de partida, Berlanga rellena y aligera las diferentes situaciones que parecen seguir la lógica cómica de la bola de nieve que cuanto más tiempo pasa rodando más grande es con una catarata de gags verbales recitados por personajes que no parecen tener mala intención y  que se resumen en un barullo monumental en el que todo el mundo habla a la vez sin escuchar nunca lo que dicen los demás ni tener en cuenta que lo que tienen delante de las narices debería hacerles ver que están equivocados. Pero el que dirán, el meter la mugre debajo de la alfombra y la vergüenza ajena parece ser el pegamento que une a este afable y peligroso grupo de gente. Con lo que lo primero que caracteriza a dichos personajes es la ruidosa incomunicación[3] que hay entre ellos que deviene en algo más cuando es a todas luces imposible que algún día lleguen a verse los unos a los otros como realmente son, dando paso a la hipocresía, auténtico motor dramático de la película.

El director de Bienvenido Mister Marshall, al que visto lo visto casi habría que elevar a visionario, toma nota de esa idea que anida en el guión y la plasma en pantalla según una de sus más reconocibles constantes, planos generales que agrupan a unos excelentes actores cuyo único método es el de trabajar para llenar el estómago y que el director maneja (si es que es necesario) con mano maestra y que nunca llegan a dar sensación de teatralidad, sino una inesperada humanidad que resulta por un lado tierna y lo suficientemente pegajosa como para que cuando el film vire a cierta crueldad o dureza en su fondo el malestar que provoca en el espectador sea mucho mayor, aunque esa negrura funciona como constante rumor de fondo que sólo rompe aguas al final del film. Es esa comunión de todos los personajes en un mismo espacio y la distancia para con el espectador que da la escasez de primeros planos y la duración de las tomas la que resta todo dramatismo (y de paso abarata costes de producción) a una situación que pese a lo divertida que resulta una vez filtrada por el ácido sentido del humor de Berlanga y Azcona, es a todas luces lamentable y de paso la que consigue igualar la importancia de todas las situaciones que componen este fresco social en la que pocos personajes tienen más importancia que los demás diluyendo la sensación de que esta es una película con un personaje a través del cual pasa toda la acción y que a cambio se está presenciando una situación colectiva, dándole a este film sobre la hipocresía un aire más social (y universal) que particular pese a lo local del tono y lo agradablemente familiar de los ambientes retratados.

A pesar de la gravedad del fondo, Berlanga se dedica a dorar la píldora para hacerla más tragable y hacer su película poco o nada aleccionadora (los pecados que muestra son también los nuestros) sobre lo que palpita bajo las risas que provoca. La despreocupada tonadilla, acorde con los juguetones títulos de crédito[4] y la aparente ligereza de la película, que se deja oír en algunos momentos es uno de los elementos tonales que más contrastan con un fondo mucho más negro que no brota hasta prácticamente el final de la película en que tiene lugar una disputa en la que el sentido del humor brilla por su ausencia y las palabras no sólo duelen sino que se reconocen. La hipocresía que arrastran los habitantes del film no entiende, por lo que se ve, de pelaje político y muy relativamente de clase social aunque se ponga de parte de los pobres casi por omisión, pero el que Plácido sea un merecido clásico no es sólo por lo universalidad de su tema, que como decía también se desprende de la manera en que está filmada, y lo costumbrista y llano de su tratamiento sino también, y de forma más preocupante, por su atemporalidad.

La hipocresía de Plácido sigue tanto o más vigente que entonces bajo ropajes e ideologías políticas (o no) más variadas pero coleando como en sus mejores tiempos y con la sospecha de no dejar a nadie fuera de juego, con lo que su impacto aún aguanta más que bien y por mucho que nos pese el paso del tiempo. Consciente tanto de la censura que sólo tragaba las más doradas píldoras y que del impacto es más fuerte cuando se pasa de lo cómico a lo dramático que en la dirección opuesta, Berlanga reduce el puñetazo moral a la coda final, tirando de la manta de comicidad que podía dar cierta seguridad al espectador y cambiando la campechana melodía que define tanto al personaje de Plácido como al ritmo de la película con un triste villancico[5] que hace de broche final al film, además de ser el único instante en que la visión de Berlanga se sobrepone a la historia que tan bien ha sabido explicar sin que ninguna de las dos partes, la forma y el fondo, se estorben la una a la otra: Madre en la puerta hay un niño. Tiritando esta de frío anda y dile que entre, se calentará. Porque en esta tierra no hay caridad. Ni nunca la ha habido ni nunca la habrá.

Título: Plácido. Dirección: Luís García Berlanga. Guión: Luís García Berlanga, Rafael Azcona, José Luís Colina y Jose María Font. Fotografía: Francisco Sanpere. Dirección artística: Luís García Berlanga. Montaje: José Antonio Rojo. Música: Miguel Asins Barbó. Año: 1961.
Intérpretes: Cassen (Plácido), José Luís López Vázquez (Gabino Quintanilla), Manuel Alexandre (Julián), Amelia de la Torre (Doña Encarna de Galán), Mari Carmen Yepes (Martita), José María Caffarel (Zapater), Elvira Quintillá (Emilia), Xan Das Bolas (Rivas).


[1] Según parece, inspirada en otras de idénticas intenciones promovidas por el Régimen de Franco para exaltar la caridad cristiana entre la población y que a ojos del director de Plácido, Luís García Berlanga, no servían para nada más que para limpiar las sucias conciencias de las clases altas.

[2] Azcona colaboró con Berlanga en múltiples ocasiones, siendo casi un binomio inseparable en las películas más reputadas de ambos. Además, formó parte de la llamada Generación de la Codorniz, término con el que se denominaba a aquellos que habían pasado por la revista La Codorniz, basada en el humor ya sea gráfico a base de tiras cómicas e ilustraciones o literario y que fue publicada entre 1941 y 1978 con algunas interrupciones por cierre obligado por las autoridades franquistas. Por sus páginas pasaron como colaboradores gente de la talla de Máximo, Gila, Perich,  Ops o El Roto como lo conocemos a día de hoy, Forges y el propio Azcona. Lejos del padrinazgo Berlangiano (¿o es al revés?), Azcona también escribió punzantes guiones como el de El pisito o El cochecito, dirigidas ambas por Marco Ferreri con el humor negro y la miseria social como estandarte y motor dramático entre muchas otras como Belle epoque con resultados desiguales.

[3] A modo de estridente reverso de Antonioni, la incomunicación es uno de los pilares del cine Berlangiano a pesar del poco crédito que se le ha dado en este aspecto. Sólo se le ha aceptado cuando se ha hecho de forma más evidente (o culturalmente respetable) en una de sus mejores películas: Tamaño natural protagonizada por un Michelle Piccoli que sólo puede amar a una mujer que no existe y nunca le lleva la contraria porque… es una muñeca hinchable. Curiosamente, un habitual de Berlanga (y del cine español en general) participaría en un film de trama con elementos en común con la mentada película que protagonizaba Piccoli con la turbia y enrarecida No es bueno que el hombre esté solo; José Luís López Vázquez en una muestra más de una versatilidad interpretativa que parece haber sido olvidada y que encarna un hombre enfermo que convive en su caserón con una muñeca inflable antes de que su enfermiza paz se rompa por la aparición de un macarra y su novia interpretada por ¡Carmen Sevilla!. Además, esa cómica incomunicación parece ser la herencia de Berlanga para con las teleseries españolas que hacen gala de un garrulismo a veces divertido que el director de Plácido siempre consiguió mantener a ralla.

[4] Y que recuerdan poderosamente a los que abrían el genial Monty Python’s Flying Circus, incluyendo algunos elementos sospechosamente parecidos, pero en una versión mucho más atemperada que la que Terry Gilliam, el Python americano, idearía para el programa que vería la luz en 1969, ocho años después de que lo hiciese Plácido.

[5] Problemático en el momento de su estreno. A pesar de ello, Plácido tuvo problemas con la censura antes de ser finalmente titulada como la conocemos; su título original era precisamente Siente a un pobre en su mesa que fue censurado por el Régimen. Y con todo el revuelo que organizó ahí donde se proyectaba, la película de Berlanga escaló hasta ser nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de 1962, premio que le fue arrebatado por Ingmar Bergman y su Como en un espejo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

BAD LIEUTENANT


 Un hombre con la mirada perdida y la expresión de euforia propia del que lleva varias copas y otras inmuerables sustancias de más en su castigado cuerpo es alegre víctima de los reproches de un compañero de barra que le exige el pago de dinero prestado para una apuesta perdida en el beisbol. La discusión sube de tono, pero el borracho sigue sin darse por aludido y asegura ser invulnerable a todas las posibles y temibles consecuencias de no saldar esa deuda rematando la cuestión con un “¡Soy católico!” que hace de punto final de la escena y de una manera de ser que nunca va más allá de esa afirmación. Sobre esa forma de ver y actuar sobre el mundo y la vida se sutenta buena parte de Bad Lieutenant, o como se la ha ido conociendo acertadamente por estos lares desde su estreno directo en VHS, Teniente corrupto[1], el film que entregó a Abel Ferrara a los parabienes de la crítica que hasta no mucho antes le había negado el pan y el agua y que en parte lo dio a conocer a paladares que hasta entonces no sabían ni siquiera de la existencia del realizador neoyorquino maldito por excelencia[2]

Así, llevando al extremo y a la propia experiencia vital un arquetipo cinematográfico propio del cine negro que el cine se ha encargado de rebozar de una aureola de romanticismo se presenta aquí en toda su decadencia y corrupción. Y corrupción, ajena a todo intento de sentimentalismo, es lo que sufre el Teniente sin nombre interpretado por Harvey Keitel en el film de Ferrara, en cuerpo y alma en un sentido literal y como epicentro argumental de la película. Desde las borracheras, adicciones varias entre las que se encuentran el crack, la heroina, el mentado alcohol que nunca abandona al Teniente alli donde va, el juego y una decrepitud moral mucho más violenta en lo que actitud se refiere que a actos consumados conforman un tapiz de malas costumbres que tienen como común denominador un salvaje impulso autodestructivo que se desparrama por la Ciudad de Nueva York por la que mora este presunto agente de la ley a unos chistes de distancia de Torrente. Pero el tremendista retrato que se hace de la ciudad que nunca duerme no es, pese a su derrotismo, baladí. Tanto el personaje dolorosamente encarnado por Keitel como el propio director comparten punto de vista, fuera y dentro del film. Ferrara, alter ego y fuente de inspiración del Teniente en la película es igualmente un católico que ha probado en sus carnes gran parte de los vicios que su religión señala con dedo acusador y por tanto su punto de vista sobre la miseria, la pobreza y determinados impulsos humanos es el mismo al de su ficcionado reflejo. 

No sólo la ciudad es sobre el papel un lugar terrible en el que vivir, sino que el prisma bajo el que esa miseria cobra vida es desolador. Su plasmación en imágenes en manos de Ferrara responde a un distanciamiento que lejos de alejarnos de lo sórdido de lo que vemos, lo hace mucho más cercano[3]. Sin música extradiegética o ajena a la vida de los personajes dentro de la película, una planificación por norma lo bastante sobria como para evitar el uso de primeros planos que no sean detalles de agujas traspasando la piel y en definitiva no hay énfasis dramático a ninguna de las turbulentas situaciones en las que el Teniente cae y recae una y otra vez sin ánimo de liberarse de la inercia en la que pasa gran parte del metraje de la película, que se une a él en sus paseos nocturnos sin hacer hincapié en ninguno de ellos, dándonos la sensación de pútrida cotidianeidad que hace del personaje un patético paria que combate en el exterior lo que él mismo aqueja en su interior. Es en ese punto en el que algunos pueden encontrar demasiado moroso el ritmo de la película que navega sin un rumbo definido en cuanto a narración se refiere pese a su linealidad, pero que tiene su razón de ser en el planteamiento del film. Si a ello sumamos una afortunada intención de esquivar psicologismos -vemos que el Teniente tiene una vida familiar pero nunca se nos explica más que lo que vemos en las imágenes o que relación tiene con la gente con la que habla, se droga o se cruza durante la película- o intentos de explicar el porque del tormento del Teniente y sus destructivos vicios el saldo nos deja a la intemperie de una película que de no ser por lo conocido de los rasgos del gran actor sobre el que pivota toda la película parece de una dureza cuasi documental. Pero pese a los conseguidos esfuerzos de un Ferrara que se mueve como pez en el agua en el retrato de unos ambientes que a buen seguro conoce de primera mano y un actor imbuido del sufrimiento de su personaje, esta afirmación que siempre es dudosa se agrieta inteligentemente al entrar en contacto con otro aspecto del film más articulado y que le da una dimensión más espiritual que, por suerte visto el saldo final, psicológica.

La violación de una monja, presentado en una exageradamente feísta y sensacionalista escena que combina imágenes de la violación con otras de Cristo agonizando en la cruz, en una Iglesia despierta no sólo la curiosidad y ansias de capturar a los responsables del Teniente sino también a cierto estilismo mucho más visible que el que vertebra la pauperrima existencia del policía y el mundo en el que malvive. Frente al comentado naturalismo formal que además se conforma de planos en movimiento muchas veces pegados a los talones del personaje de Keitel o en otros en los que el movimiento siempre es constante y el ruido de la calle un personaje más, en lo que a la religiosa se refiere Ferrara le depara un tratamiento muy diferente: silenciosos planos donde la quietud es la norma, composiciones casi pictóricas en las que los movimientos de los personajes son escasos o inexistentes –la religiosa aparece en plano siempre inmovil- y el apolíneo físico de la monja casi siempre bien iluminada en contraste con la visible suciedad (física) del resto de los personajes que deambulan casi a oscuras por la película provocan un revelador contraste entre ambos, el Teniente y la monja como polos opuestos que, a pesar de serlo, conviven en el mismo plano existencial. Esa relación se produce la primera vez que se cruzan sus miradas en una escena que introduce una de las pocas planificaciones en la que dos personajes entran en contacto más allá de compartir espacio físico: ella (con un aspecto más similar al de una figura de cera que al de un ser humano) tumbada desnuda sobre una mesa en el hospital en el que la están examinando de las lesiones físicas que le haya provocado la violación y él observando por el resquicio de la puerta con una inevitable morbosidad que luego estalla en la siguiente escena en la que obliga a una  adolescente a fingir una felación mientras él se masturba observando su boca. La presencia de la monja no sólo da unidad y turbador sentido dramático a la película sinó que además da a las clares una visión de sus personajes y del mundo en el que viven y por tanto a ojos de Ferrara también vivimos todos nosotros. La presencia de lo sacro en general provoca una sensación de extrañeza y de antinaturalidad que lo sitúa en un plano diferente, casi irreal, al del resto de seres humanos que pueblan la película.
La superioridad moral de la religiosa, casi carente de todo esfuerzo o abnegación para alcanzarla y que tanto enloquece al Teniente por no tener, una vez más, una explicación razonable sino al puro impulso de perdonar a tus agresores viene a decirnos que la eterea y estoica presencia física de la monja (y de Jesús en uno de los instantes más memorables de la película) es diferente a la del Teniente o a la de cualquiera porque efectivamente su bondad es casi inhumana en su superioridad, y así lo son en consecuencia sus apariciones casi sobrenaturales en la película. 

Con tan pocos puentes alzados desde el guión y por tanto agarrándonos a las oscuras y duras imágenes de la película sin más, esta se erige como un torturado film sobre la redención y el perdón más que una película de intriga o policíaca que además se resuelve mediante una epifanía que esconde la pura casualidad. La trama deviene mera excusa para poner en funcionamiento todo lo anterior y la profesión del Teniente un trampolín para darle el poder de hacer lo que quiera por encima de la voluntad de sus congéneres, recogiendo mucho más que explicando la sorpresa de un hombre destrozado por sus demonios ante una mujer que sin pestañear consigue expresar más pureza de espíritu de la que él, por mucho que se jacte de ello, jamás logrará, hallando una inspiración que le sirve de resignado y futil intento de redención que no logra evitar el fatal desenlace. O lo que es lo mismo, recibir el perdón que él más o menos intenta ofrecer a modo de sacrificio personal. Es en ese momento, y haciendo gala de una economia de medios muy apropiada para el tono (y porque no, seguramente también del bolsillo de los productores) de la película cuando todo vuelve a su lugar y el final llega sin énfasis ni subrayados, desde la distancia y dentro de un conjunto que por un lado puede transmitir paz pero por otro la perturbadora sensación de que es así porque en un mundo tan podrido ni siquiera tiene la más mínima importancia ni cambia nada de un conjunto urbano tan terrible como imperturbable en la que la fe, el perdón, la justicia son pura irrealidad.

Título: Bad Lieutenant. Dirección: Abel Ferrara. Guión: Abel Ferrara y Zoe Lund. Producción: Edward R. Pressman y Mary Kane. Fotografía: Ken Kelsch. Dirección artística: Charles Lagola. Montaje: Anthony Redman. Música: Joe Delia. Año: 1992.
Intérprete: Harvey Keitel (Teniente), Frankie Thorn (Monja), Zoe Lund (Magdalena).


[1] Sí se estrenaria con ese titulo el supuesto remake llevado a cabo por Werner Herzog en el año 2009 con Nicolas Cage en el papel, exento de todo conflicto y connotaciones religiosas, que aquí interpretaba Harvey Keitel. El desopilante saldo dejaba a las clares la distancia entre ambos realizadores y sus respectives películas, el Teniente Corrupto: Retrato de Nueva Orleans tenia lugar en dicha ciudad poco después del paso del huracán Katrina en la que un absolutamente desbocado Cage se daba a todos los vicios habidos y por haver, engañaba a todo cristo para salirse con la suya y daba a las escenas más dramáticas un hilarante poso que contagiaba al resto de la película cuyo alucinado tono y bizarra atmosfera lo aproximaban a la comedia negra dejando muy, muy de lado la seriedad del film de Ferrara, que Herzog aseguró no haber visto nunca. Ferrara, por su parte, aseguró estar enfadadísimo con que alguien pusiera las manos sobre su obra sólo para sacar algo de dinero a su costa y que deseaba la muerte de todos los que participaran en esa película. Genio y figura...

[2] Nacido en el Bronx de familia irlandesa, Ferrara comenzó haciendo sus pinitos con películas en super 8 para luego saltar a la industria del porno y rodar su primera película oficial Nine lives of a wet pussy (literalmente Las nueve vidas de un coño húmedo) para luego pasarse a films exploitation con nombres tan sonoros como sus resultados con El asesino del taladro o Ángel de Venganza que ya daban una idea de las que irían siendo sus constantes: infiernos urbanos, incomunicación, violència, redención y religión eran algunos de los temes que irían saliendo aquí y allá en una filmografia que no alcanzaría rango de respetable a ojos de la mayoría de la  crítica hasta que reclutara a Madonna y a Harvey Keitel para rodar Juego peligroso, film que retorcia su estructura a fin de narrar los demonios personales de un director de cine en el que se adivinaba al propio Ferrara. Después vendria Teniente Corrupto, el más celebre de sus films; El funeral y la que sería una de sus mejores películas: The addiction escritas ambas por su guionista habitual Nicholas St.John, amigo de juvetud y sacerdote metido a guionista y viceversa que desgraciadamente no trabajó en Bad Lieutenant por considerarla conflictiva con su sentido de la religión. Su erràtica carrera comprendió también la caótica pero interesante The Blackout, un bastante pobre remake de La invasión de los ladrones de cuerpos y una adaptación de una historia corta de William Gibson con New Rose Hotel que tampoco era para echar campanas al vuelo. Aunque no ha dejado de trabajar, su errática vida lo ha apartado esporádicamente de detrás de las cámaras y los estrenos de sus films se han ido espaciando en conspiración con las distribuidoras que no estrenan un film suyo por aquí desde hace demasiado. Su insobornable personalidad lo convierte en uno de esos directores cuya obra es más interesante en su conjunto que algunas de las películas que la conforman por separado.

[3] Estamos muy lejos no ya  de Woody Allen como se habrá podido ver en lo que se lleva leído, sinó también de Martin Scorsese y su épica callejera a base de manierismes y un magistral uso de la banda sonora que otorga un vitalismo a situaciones a veces tremendamente dramáticas. Pese a tenir ambos un origen católico, Ferrara tira por el lado contrario, el no pretende embellecer ni hacer mas tragable la situación en la que viven sus personajes, sinó hacerlos pasar por un via crucis personal que en el caso de Scorsese muchas veces es mostrado de forma tan genial como artificiosa, llegando a cotas de dramatismo, cierto, más falso, però también más matizado que en el caso de Ferrara, que expone situaciones más que narrarlas.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

EL CABALLO DE TURÍN

 Se dice que de la forma en como tratamos a los animales puede saberse mucho de cómo somos los humanos. No sabemos que conclusiones sacó la mente de Friedrich Nietzsche en 1889 al borde del abismo en el que se acabaría precipitando cuando presenció en Turín la paliza que un hombre le propinó a su caballo porque este se negaba a obedecerle. Pero su reveladora reacción, abrazándose llorando al animal protegiéndole de los golpes con su cuerpo, fue la antesala de diez años de locura que fueron también los últimos de su vida. Pero ¿qué fue del caballo?

Con esta anécdota narrada por una voz de la que nunca sabremos quien la entona y puntuada por esa inesperada pregunta da comienzo El caballo de Turín[1] sobre un fondo negro. Tanto como el magnífico caballo que nos mira en el primer plano del film y el poso dramático que se marca ya desde el inicio en un espléndido blanco y negro de marcados contrastes en gris. No sabemos si ese es el equino al que se hace mención en la anécdota sobre el filósofo que escribió Como filosofar a martillazos, pero los métodos de su dueño no parecen muy diferentes al de aquel. A latigazos y contra una apocalíptica ventolera que tardará mucho en amainar y sólo entonces se la echará de menos, hombre y caballo avanzan, no se sabe si huyendo o con prisas por llegar a su destino con un esfuerzo puesto en evidencia por la longitud temporal del plano y la inclemencia atmosférica que no se reduce al viento sino a la turbia atmósfera que los rodea de árboles sin hojas y un cielo que amenaza tormenta acompañados de una banda sonora que pese a acabar siendo innecesaria ya nos sitúa en el tortuoso nivel vital en que la película se mantiene durante su largo metraje.
La grisácea pero combativa existencia del jinete y su corcel se prolonga cuando llegan a su destino; un caserío en medio de la nada, una casa con su granero a la intemperie en un valle yermo acorralado por unas montañas que no dejan ver más allá acorralando al hombre y a su hija, el otro habitante humano del lugar, una mujer escuálida que iremos viendo es tanto o más silenciosa que su huraño progenitor que la trata más como si fuese su criada que alguien digno de estima.

Tan desolador panorama se detiene ahí y echa raíces en la descripción de la rutina diaria  de la familia y su corcel, todos ellos resignados a su pobre suerte. En esos seis días en los que el film tiene lugar presenciamos como van a buscar agua al pozo que está a sólo unos metros de la puerta de la casa, como cortan madera para alimentar el fuego y como ese fuego calienta la casa y el agua con la que hervir las patatas con las que se alimentan ellos devorándolas aún humeantes. También vemos como la hija viste al padre cada mañana ante la atenta mirada de este y como ambos comparten la turbadora afición de mirar perdidamente por la ventana a la tormenta que no sólo no amaina sino que se cuela en el interior del precario hogar, frío y oscuro, en forma de un ululante murmullo que nunca cesa a modo una enloquecedora melodía a la que tanto padre como hija parecen haberse acostumbrado.

Esta deprimente cotidianeidad que sobre el papel parece un monumento a la derrota es plasmada por Tarr en imágenes paradójicamente bellas, pictóricas en sus composiciones internas realzadas por los claroscuros que da el blanco y negro tanto en los ambientes como en los personajes que por ellos deambulan mecánicamente, émulos de los modelos del pintor Lucien Freud. Todo ello, combinado con el mencionado murmullo del viento y la distancia que da el blanco y negro transmite una irrealidad, una atmósfera casi gótica que consigue hasta cierto punto hacer olvidar la miserabilidad del ambiente que ilustra llevándolo a un terreno más propio, pese a lo apocalíptico que se desprende de sus imágenes, de una belleza que se sobrepone a la pantanosa miseria del fondo.

Y Tarr no se detiene en explicar tan sólo una rutina, sino una historia[2] que muestra como esta esa precaria cotidianeidad se va llenando de lamparones que la van deshaciendo poco a poco hasta extinguirla. Desde unas termitas que dejan de oírse después de 58 años de roer las estructura de la casa ininterrumpidamente todas las noches, pasando por un incomprensible ayuno de un caballo que además se niega a obedecer a ninguna de las instrucciones de sus dueños, un pozo que se seca de la noche a la mañana hasta que finalmente la tormenta amaina de golpe y ni siquiera el aceite de las lámparas parece prender sumiendo a los habitantes de la casa en una oscuridad que como nada de lo anterior tiene nunca una explicación, vemos como el precario mundo que se nos ha puesto ante los ojos se viene abajo.

Pero es en esta muestra en imágenes del proceso de desintegración de la vida de esa pobre gente donde Tarr, en la según asegura es su última película[3], juega su mejor y inesperada baza. La rutina que se ve limitadísima sobre el papel, es presentada de forma muy dinámica. A una misma acción teniendo lugar en dos días distintos nunca se le da el mismo tratamiento en imágenes, nunca se repite un plano para mostrar lo que ya hemos visto antes bajo una planificación distinta. Todo ello, combinado con una cámara que se mueve libremente pasando de un personaje a otro y siguiéndolos allí a donde van, da una sensación de variedad dentro de un muy restrictivo modo de vida que oxigena hasta cierto punto una atmósfera opresiva.
El proceso, de un fatalismo salvaje ya impuesto desde el guión, de derrumbamiento vital encuentra más que un eco, una inesperada vida, en el punto de vista bajo el que está orquestada la sofisticada planificación de El caballo de Turín que consta de unas treinta tomas pero que contienen una muy variada planificación, estando repletas de reencuadres cada una de ellas. A medida que la debacle se hace evidente y la vida en la granja es a cada día más imposible que el anterior, la energía de la cámara, visible en sus nerviosos y serpenteantes movimientos, se va atemperando a juego con la progresiva rendición de los habitantes, humanos y animales, ante un destino que va de cabeza a la extinción. Es muy significativo el paso de una primera escena, la comentada al inicio con el caballo y su dueño avanzando a través de una terrible tormenta, filmada con ampulosos movimientos de cámara y una enérgica puesta en escena, a las últimas, estáticas y de mínimos y entumecidos movimientos dentro de un plano que se encoge sobre sí mismo cercado por una oscuridad que cerca y reencuadra a los personajes, acorralándolos. Si la vida en El caballo de Turín se extingue, no es porque no luche por sobrevivir a ojos de Tarr, de sus personajes o del espectador que se pasa el film buscando un matiz o algo a lo que agarrarse durante sus largos planos secuencia que no sólo denotan el exasperante paso del tiempo (que provoca cansancio pero también una sensación de lucha contra la nada que no se habría conseguido con planos más cortos)  sino que al combinarse con la vitalista perspectiva de Tarr uno tiene la sensación de que por mucho que se revuelva contra su destino, no hay victoria posible. Aunque sí la posibilidad de luchar y seguir buscando hasta desfallecer.

Esto último contradice la opinión, a mi parecer errónea aunque bastante mayoritaria de encasillar el film de Tarr como película “intelectual”, fruto más probablemente de que el público que la haya visto se considere (a sí mismo como suele ocurrir en estos casos) como tal y se haya apropiado de una película cuya efectividad y coherencia con su discurso reside precisamente en lo contrario, en ser un film puramente emocional. Característica que además da sentido a la anécdota nietzscheana inicial, más allá de ser una referencia culterana. Si Nietzsche pronunció la muerte de Dios y por tanto de una manera de entender el mundo y como se articula, El caballo de Turín nos muestra un mundo en el que lo que ha muerto es la Trascendencia, la Cultura o una forma de entender el mundo (incluyendo en ella la religión, puesta en escena con una balbuceante lectura de la Biblia más cerca de la incomprensión de lo que se lee que del consuelo que se busca en su lectura) y que por tanto empieza a fallar hasta desaparecer, vacío y carente de un sentido que vaya más allá de lo físico. Esta es una película en la que los simbolismos no tienen lugar porque no hay nada más allá de lo que las imágenes nos muestran y estas en sí mismas no son metáfora de nada que no pueda verse en ellas[4].

Así, el cerco al que son sometidos tanto padre como hija (y sin olvidar al caballo) está presentado de forma visual en la medida en que la libertad que se da la cámara para seguirlos los acaba acorralando en ese estatismo que antes comentaba y que combinada con la falta de asideros racionales de la que hace gala la película, crea desazón y  claustrofobia en un espectador abandonado a la intemperie intelectual que haría más tragable el visionado de la película. Sólo unas muy esporádicas y innecesarias voces en off que comentan sobre los personajes mientras estos están ausentes del plano airean la película más con ánimo de hacerla más narrativa que tranquilizadora en su claustrofobia.  Esa asfixiante sensación se prolonga a los personajes, silenciosos y por lo que vemos casi analfabetos, también atrapados en un mundo del que es imposible hacer una mínima y liberadora abstracción aunque sea con una lectura que ayude a aprehender el mundo o con una conversación que dote de sentido a la realidad en la que se vive. Los pocos diálogos que tienen lugar en la película sólo subrayan la sensación de amenaza del mundo, demostrada por alguna indeseable visita con malas intenciones o con pésimas noticias, que se encuentra detrás de las colinas y la finitud del que está cercado dentro de ellas y que se ve atrapado por todo ello. Esta forma de proceder se lleva al extremo cuando padre e hija aprovechan una pequeña tregua que les da el caballo obedeciéndolos por una vez e intentando huir del cada vez más insalubre valle y lo abandonan llevándose consigo todas sus pertenencias. La toma de cámara los ve hacerse pequeños hasta desaparecer tras el montículo que los separaba del resto del mundo que una vez más nunca llegamos a ver, y tras unos instantes en que el plano queda deshabitado, se los ve regresar hasta volver a la casa y descargar todo su equipaje. ¿No les ha gustado lo que han visto al abandonar el valle? ¿El caballo ha decidido dar media vuelta sin que sus dueños hayan podido hacer nada para evitarlo? ¿O sencillamente han tenido que volver porque no hay nada más fuera de plano? Aunque es una teoría peregrina (y en lo que al guión se refiere deja bastante que desear, pese a su coherencia) no deja de ser la más plausible de las tres teniendo en cuenta el corto tiempo que parecen haber pasado fuera de nuestra vista, el que al bajar del carromato no medien palabra ni la tomen con el caballo cuando hemos visto que esa es la respuesta habitual cuando el animal desobedece… Con lo que una vez más, y en conspiración con el lento ritmo que espolea las imágenes, los personajes y el espectador se ven asfixiados por un mundo y una forma de verlo (una realidad, en definitiva) que se derrumba por no tener nada que la sustente ni por lo que valga la pena luchar capturando al espectador al situar como conflicto principal de la película algo tan universal como es la búsqueda de sentido a la vida como forma de supervivencia.

Puede acusarse a El caballo de Turín de ser, pese a su vitalidad, tremendamente derrotista en su visión de la vida y con toda la razón del mundo de tener como objetivo el torpedear la paciencia del espectador hasta agotarlo, pero cuando todo lo anterior aún siendo cierto está aunado con tanta coherencia y, sobretodo, poderío visual se le debe otorgar que es por encima de todo una historia bien contada que aunque pueda dar que pensar (como cualquier otra historia con lo ojos adecuados, por otro lado) lo hace siempre a partir de la turbia emoción que despiertan sus bonitas y tristes imágenes.

Título: A Torinói ló. Dirección: Béla Tarr. Guión: László Krasznahorkai y Béla Tarr inspirándose en textos originales del primero. Fotografía: Fred Kelemen. Música: Mihály Vig. Año: 2011.
Intérpretes: János Derszi (Granjero), Erika Bók (Hija del granjero), Mihály Kormos (Berhnard), Ricsi (Caballo).


[1] Aunque su edición en DVD la titula en inglés como The Turin horse por motivos que no alcanzo a entender (¿a santo de qué traducir al inglés el título de una película húngara en un país en el que ninguno de los dos idiomas es de uso corriente?)  creo recordar que se estrenó en cines con su título traducido al español de su húngaro original por lo que he preferido dejarla en El caballo de Turín.
[2] Compuesta por retazos de textos (de los que no puedo opinar por no haberlos leído) escritos por el también escritor del guión, Lászlo Krasznahorkai cuya obra compuesta por, entre otros, Ha llegado Isaías, Guerra y guerra o Melancolía de la resistencia  puede encontrarse traducida al español por la editorial Acantilado.
[3] Declaración que ha condicionado cosa mala la recepción crítica de la película hasta llegar al punto de que en algunos casos ese parece ser el único punto de vista que sustente el tono apocalíptico y mortuorio del film. Y aunque pueda tener algo que ver, El caballo de Turín se defiende sola y sin necesidad de echar mano de teorías de la jubilación para validar todas las características mencionadas.
[4] Pese a que los ambientes y algunos encuadres puedan recordar a algunos filmes de Ingmar Bergman o Carl Theodor Dreyer, el film de Tarr se distancia por completo de ellos en este punto: si Dreyer era un cineasta dado a lo simbólico bajo una perspectiva religiosa y una parte de la filmografía de Bergman lo era desde una perspectiva atea, en el caso de Tarr podríamos hablar de un asimbolismo estilístico.