Ser justo es
un placer contradictorio. Hacer cosas buenas
por los demás según nos dicta el corazón da paz de espíritu, pero no
siempre es fácil discernir entre la justicia y la hipócrita abnegación que se
sustenta en que la bondad nos eleve por encima de los demás para poder darnos
el gusto de mirarlos por encima del hombro. Un grupo de mujeres de la España de
los sesenta, dejando atrás el ecuador del régimen Franquista, pone a prueba
esta máxima desde sus pudientes posiciones sociales. “Siente a un pobre en su mesa” es el lema de la campaña[1]
que tiene lugar en Nochebuena puesta en marcha por esas orgullosas almas
disfrazadas de caritativas para llevar la Navidad a aquellos que no tienen
medios para pasarlas Como Dios Manda. Y, como decíamos, su objetivo es doble
aunque ni ellas ni nadie de la pequeña localidad en la que tiene lugar esta
película del justamente mítico Luís García Berlanga, Plácido, sea consciente de ello: por un lado el pobre llena el
estómago y entra en calor entre cuatro costosamente empapeladas paredes por una
noche y, de rebote (o a la inversa) los ricos que los acogen tranquilizan su
relativa mala conciencia para los otros 364 días del año mientras compiten
orgullosamente con sus conciudadanos sobre cual de ellos es el más magnánimo
para con los que no tienen tanto o nada en absoluto en fechas tan señaladas y
en definitiva se ven encantados de conocerse ante una iniciativa que las
mujeres de la casa que la han puesto en marcha ven como el acto de caridad
definitivo mientras sus maridos refunfuñan por lo bajini por tener que
alimentar una boca más con el dinero de sus pagas extraordinarias.
Tanto el
director Luís García Berlanga como su acólito guionista Rafael Azcona[2]
ambos idearios de un guión que sería escrito y desarrollado también por José
Luís Colina y José María Font, sí son conscientes de esa doble moral que habita
en la variopinta fauna humana que puebla Plácido,
plasmada en un siempre favorecedor blanco y negro que por suerte nunca se
traspasa ni a la tesis ni al tratamiento de los personajes del film,
presentando situaciones basadas en sentimientos matizados y a veces
contradictorios pero que nunca llegan a ensañarse en unos o otros, ni a
estereotiparlos, presentando un mundo triste de manera tan ridícula que el
resultado es divertidísimo, curiosamente tierno por su próximo costumbrismo y
por encima de todo tremendamente punzante en su retrato social.
Aunque por
suerte, el panfleto o el didactismo están ausentes en Plácido, Berlanga cuenta una historia en la que las actitudes de los
personajes traicionan los principios que dicen defender bajo una venenosa
pátina de buenos modales y presuntas buenas intenciones. Esa historia empieza a
andar sin perder nunca pie durante su hora y media de duración con Plácido
(Cassen), un hombre sencillo y de buen corazón que no es ni rico ni pobre, que
con su motocarro que lleva una enorme Estrella de Oriente incrustada forma
parte de una campaña de promoción de ollas a presión Cocinex que a su vez paga
parte de la comitiva Siente un pobre a su
mesa. Pero Plácido ve peligrar su humilde estatus social al vencer ese
mismo día la letra del motocarro que le da de comer a él, a su mujer, sus hijos
y ocasionalmente a su hermano (Manuel Alexandre) y los separa de aquellos que
esa misma noche van a comer sobre el mismo mantel que los ricos (con todos sus
vicios y supuestas virtudes personificados por ese gran y tan despreciado actor
que era José Luís López Vázquez) que han contratado los servicios de Plácido a
cambio de una cantidad de dinero que saldaría la deuda que expira ese mismo
día. Así, y tras los pies de Plácido, Berlanga utiliza esa búsqueda como excusa
argumental para pasearse y pasearnos por
las casa de los ricos buscando a alguien que pueda pagar el importe de esa
letra en una noche en la que el pasotismo de los más pudientes es revelado
hasta lo cristalino por los pobres que más que estropear la velada acaban
evidenciando lo hipócrita de las intenciones de los que los acogen en sus casas
mientras se regodean en su soberbia que defienden de la de los demás a puñalada
trapera sin que, Dios les libre mientras condena a los más impuros, nunca se
pierdan los buenos modales.
Se pensará con
lo leído hasta aquí que esta es una humorada negra y cruel que pone en picota
la mala idea de la clase alta para con los pobres que para ellos son poco más que
elementos decorativos. Pero pese a las similitudes que da la autoría, no
estamos ante el pozo de bilis (también bajo una piel de cómico corderito) que
es esa maravilla llamada El Verdugo. No,
pese a tan vitriólico punto de partida, Berlanga rellena y aligera las
diferentes situaciones que parecen seguir la lógica cómica de la bola de nieve
que cuanto más tiempo pasa rodando más grande es con una catarata de gags
verbales recitados por personajes que no parecen tener mala intención y que se resumen en un barullo monumental en el
que todo el mundo habla a la vez sin escuchar nunca lo que dicen los demás ni
tener en cuenta que lo que tienen delante de las narices debería hacerles ver
que están equivocados. Pero el que dirán, el meter la mugre debajo de la
alfombra y la vergüenza ajena parece ser el pegamento que une a este afable y
peligroso grupo de gente. Con lo que lo primero que caracteriza a dichos
personajes es la ruidosa incomunicación[3]
que hay entre ellos que deviene en algo más cuando es a todas luces imposible
que algún día lleguen a verse los unos a los otros como realmente son, dando
paso a la hipocresía, auténtico motor dramático de la película.
El director de
Bienvenido Mister Marshall, al que
visto lo visto casi habría que elevar a visionario, toma nota de esa idea que
anida en el guión y la plasma en pantalla según una de sus más reconocibles
constantes, planos generales que agrupan a unos excelentes actores cuyo único
método es el de trabajar para llenar el estómago y que el director maneja (si
es que es necesario) con mano maestra y que nunca llegan a dar sensación de
teatralidad, sino una inesperada humanidad que resulta por un lado tierna y lo
suficientemente pegajosa como para que cuando el film vire a cierta crueldad o
dureza en su fondo el malestar que provoca en el espectador sea mucho mayor,
aunque esa negrura funciona como constante rumor de fondo que sólo rompe aguas
al final del film. Es esa comunión de todos los personajes en un mismo espacio
y la distancia para con el espectador que da la escasez de primeros planos y la
duración de las tomas la que resta todo dramatismo (y de paso abarata costes de
producción) a una situación que pese a lo divertida que resulta una vez
filtrada por el ácido sentido del humor de Berlanga y Azcona, es a todas luces
lamentable y de paso la que consigue igualar la importancia de todas las
situaciones que componen este fresco social en la que pocos personajes tienen
más importancia que los demás diluyendo la sensación de que esta es una
película con un personaje a través del cual pasa toda la acción y que a cambio
se está presenciando una situación colectiva, dándole a este film sobre la
hipocresía un aire más social (y universal) que particular pese a lo local del
tono y lo agradablemente familiar de los ambientes retratados.
A pesar de la
gravedad del fondo, Berlanga se dedica a dorar la píldora para hacerla más
tragable y hacer su película poco o nada aleccionadora (los pecados que muestra
son también los nuestros) sobre lo que palpita bajo las risas que provoca. La
despreocupada tonadilla, acorde con los juguetones títulos de crédito[4]
y la aparente ligereza de la película, que se deja oír en algunos momentos es
uno de los elementos tonales que más contrastan con un fondo mucho más negro
que no brota hasta prácticamente el final de la película en que tiene lugar una
disputa en la que el sentido del humor brilla por su ausencia y las palabras no
sólo duelen sino que se reconocen. La hipocresía que arrastran los habitantes
del film no entiende, por lo que se ve, de pelaje político y muy relativamente
de clase social aunque se ponga de parte de los pobres casi por omisión, pero
el que Plácido sea un merecido
clásico no es sólo por lo universalidad de su tema, que como decía también se
desprende de la manera en que está filmada, y lo costumbrista y llano de su
tratamiento sino también, y de forma más preocupante, por su atemporalidad.
La hipocresía de
Plácido sigue tanto o más vigente que
entonces bajo ropajes e ideologías políticas (o no) más variadas pero coleando
como en sus mejores tiempos y con la sospecha de no dejar a nadie fuera de
juego, con lo que su impacto aún aguanta más que bien y por mucho que nos pese
el paso del tiempo. Consciente tanto de la censura que sólo tragaba las más
doradas píldoras y que del impacto es más fuerte cuando se pasa de lo cómico a
lo dramático que en la dirección opuesta, Berlanga reduce el puñetazo moral a
la coda final, tirando de la manta de comicidad que podía dar cierta seguridad
al espectador y cambiando la campechana melodía que define tanto al personaje
de Plácido como al ritmo de la película con un triste villancico[5]
que hace de broche final al film, además de ser el único instante en que la
visión de Berlanga se sobrepone a la historia que tan bien ha sabido explicar
sin que ninguna de las dos partes, la forma y el fondo, se estorben la una a la
otra: Madre en la puerta hay un niño.
Tiritando esta de frío anda y dile que entre, se calentará. Porque en esta
tierra no hay caridad. Ni nunca la ha habido ni nunca la habrá.
Título: Plácido. Dirección: Luís García Berlanga. Guión: Luís García Berlanga, Rafael
Azcona, José Luís Colina y Jose María Font. Fotografía: Francisco Sanpere. Dirección
artística: Luís García Berlanga. Montaje:
José Antonio Rojo. Música: Miguel
Asins Barbó. Año: 1961.
Intérpretes: Cassen
(Plácido), José Luís López Vázquez (Gabino Quintanilla), Manuel Alexandre
(Julián), Amelia de la Torre (Doña Encarna de Galán), Mari Carmen Yepes (Martita), José María Caffarel (Zapater), Elvira
Quintillá (Emilia), Xan Das Bolas (Rivas).
[1] Según parece, inspirada en otras de idénticas intenciones
promovidas por el Régimen de Franco para exaltar la caridad cristiana entre la
población y que a ojos del director de Plácido,
Luís García Berlanga, no servían para nada más que para limpiar las sucias
conciencias de las clases altas.
[2] Azcona colaboró con Berlanga en múltiples ocasiones, siendo casi
un binomio inseparable en las películas más reputadas de ambos. Además, formó parte
de la llamada Generación de la Codorniz,
término con el que se denominaba a aquellos que habían pasado por la revista La Codorniz, basada en el humor ya sea
gráfico a base de tiras cómicas e ilustraciones o literario y que fue publicada
entre 1941 y 1978 con algunas interrupciones por cierre obligado por las
autoridades franquistas. Por sus páginas pasaron como colaboradores gente de la
talla de Máximo, Gila, Perich, Ops o El Roto como lo conocemos a día de hoy, Forges y el propio Azcona.
Lejos del padrinazgo Berlangiano (¿o es al revés?), Azcona también escribió
punzantes guiones como el de El pisito o
El cochecito, dirigidas ambas por Marco Ferreri con el humor negro y la
miseria social como estandarte y motor dramático entre muchas otras como Belle epoque con
resultados desiguales.
[3] A modo de estridente reverso de Antonioni, la incomunicación es
uno de los pilares del cine Berlangiano a pesar del poco crédito que se le ha
dado en este aspecto. Sólo se le ha aceptado cuando se ha hecho de forma más
evidente (o culturalmente respetable) en una de sus mejores películas: Tamaño natural protagonizada por un
Michelle Piccoli que sólo puede amar a una mujer que no existe y nunca le lleva
la contraria porque… es una muñeca hinchable. Curiosamente, un habitual de
Berlanga (y del cine español en general) participaría en un film de trama con
elementos en común con la mentada película que protagonizaba Piccoli con la
turbia y enrarecida No es bueno que el
hombre esté solo; José Luís López Vázquez en una muestra más de una
versatilidad interpretativa que parece haber sido olvidada y que encarna un
hombre enfermo que convive en su caserón con una muñeca inflable antes de que
su enfermiza paz se rompa por la aparición de un macarra y su novia
interpretada por ¡Carmen Sevilla!. Además, esa cómica incomunicación parece ser
la herencia de Berlanga para con las teleseries españolas que hacen gala de un
garrulismo a veces divertido que el director de Plácido siempre consiguió mantener a ralla.
[4] Y que recuerdan poderosamente a los que abrían el genial Monty Python’s Flying Circus, incluyendo
algunos elementos sospechosamente parecidos, pero en una versión mucho más
atemperada que la que Terry Gilliam, el Python americano, idearía para el
programa que vería la luz en 1969, ocho años después de que lo hiciese Plácido.
[5] Problemático en el momento de su estreno. A pesar de ello, Plácido tuvo problemas con la censura
antes de ser finalmente titulada como la conocemos; su título original era
precisamente Siente a un pobre en su mesa
que fue censurado por el Régimen. Y con todo el revuelo que organizó ahí donde
se proyectaba, la película de Berlanga escaló hasta ser nominada al Oscar a la
mejor película de habla no inglesa de 1962, premio que le fue arrebatado por
Ingmar Bergman y su Como en un espejo.
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