miércoles, 19 de diciembre de 2012

PLÁCIDO



Ser justo es un placer contradictorio. Hacer cosas buenas  por los demás según nos dicta el corazón da paz de espíritu, pero no siempre es fácil discernir entre la justicia y la hipócrita abnegación que se sustenta en que la bondad nos eleve por encima de los demás para poder darnos el gusto de mirarlos por encima del hombro. Un grupo de mujeres de la España de los sesenta, dejando atrás el ecuador del régimen Franquista, pone a prueba esta máxima desde sus pudientes posiciones sociales. “Siente a un pobre en su mesa” es el lema de la campaña[1] que tiene lugar en Nochebuena puesta en marcha por esas orgullosas almas disfrazadas de caritativas para llevar la Navidad a aquellos que no tienen medios para pasarlas Como Dios Manda. Y, como decíamos, su objetivo es doble aunque ni ellas ni nadie de la pequeña localidad en la que tiene lugar esta película del justamente mítico Luís García Berlanga, Plácido, sea consciente de ello: por un lado el pobre llena el estómago y entra en calor entre cuatro costosamente empapeladas paredes por una noche y, de rebote (o a la inversa) los ricos que los acogen tranquilizan su relativa mala conciencia para los otros 364 días del año mientras compiten orgullosamente con sus conciudadanos sobre cual de ellos es el más magnánimo para con los que no tienen tanto o nada en absoluto en fechas tan señaladas y en definitiva se ven encantados de conocerse ante una iniciativa que las mujeres de la casa que la han puesto en marcha ven como el acto de caridad definitivo mientras sus maridos refunfuñan por lo bajini por tener que alimentar una boca más con el dinero de sus pagas extraordinarias.

Tanto el director Luís García Berlanga como su acólito guionista Rafael Azcona[2] ambos idearios de un guión que sería escrito y desarrollado también por José Luís Colina y José María Font, sí son conscientes de esa doble moral que habita en la variopinta fauna humana que puebla Plácido, plasmada en un siempre favorecedor blanco y negro que por suerte nunca se traspasa ni a la tesis ni al tratamiento de los personajes del film, presentando situaciones basadas en sentimientos matizados y a veces contradictorios pero que nunca llegan a ensañarse en unos o otros, ni a estereotiparlos, presentando un mundo triste de manera tan ridícula que el resultado es divertidísimo, curiosamente tierno por su próximo costumbrismo y por encima de todo tremendamente punzante en su retrato social.
Aunque por suerte, el panfleto o el didactismo están ausentes en Plácido, Berlanga cuenta una historia en la que las actitudes de los personajes traicionan los principios que dicen defender bajo una venenosa pátina de buenos modales y presuntas buenas intenciones. Esa historia empieza a andar sin perder nunca pie durante su hora y media de duración con Plácido (Cassen), un hombre sencillo y de buen corazón que no es ni rico ni pobre, que con su motocarro que lleva una enorme Estrella de Oriente incrustada forma parte de una campaña de promoción de ollas a presión Cocinex que a su vez paga parte de la comitiva Siente un pobre a su mesa. Pero Plácido ve peligrar su humilde estatus social al vencer ese mismo día la letra del motocarro que le da de comer a él, a su mujer, sus hijos y ocasionalmente a su hermano (Manuel Alexandre) y los separa de aquellos que esa misma noche van a comer sobre el mismo mantel que los ricos (con todos sus vicios y supuestas virtudes personificados por ese gran y tan despreciado actor que era José Luís López Vázquez) que han contratado los servicios de Plácido a cambio de una cantidad de dinero que saldaría la deuda que expira ese mismo día. Así, y tras los pies de Plácido, Berlanga utiliza esa búsqueda como excusa argumental para pasearse y  pasearnos por las casa de los ricos buscando a alguien que pueda pagar el importe de esa letra en una noche en la que el pasotismo de los más pudientes es revelado hasta lo cristalino por los pobres que más que estropear la velada acaban evidenciando lo hipócrita de las intenciones de los que los acogen en sus casas mientras se regodean en su soberbia que defienden de la de los demás a puñalada trapera sin que, Dios les libre mientras condena a los más impuros, nunca se pierdan los buenos modales.

Se pensará con lo leído hasta aquí que esta es una humorada negra y cruel que pone en picota la mala idea de la clase alta para con los pobres que para ellos son poco más que elementos decorativos. Pero pese a las similitudes que da la autoría, no estamos ante el pozo de bilis (también bajo una piel de cómico corderito) que es esa maravilla llamada El Verdugo. No, pese a tan vitriólico punto de partida, Berlanga rellena y aligera las diferentes situaciones que parecen seguir la lógica cómica de la bola de nieve que cuanto más tiempo pasa rodando más grande es con una catarata de gags verbales recitados por personajes que no parecen tener mala intención y  que se resumen en un barullo monumental en el que todo el mundo habla a la vez sin escuchar nunca lo que dicen los demás ni tener en cuenta que lo que tienen delante de las narices debería hacerles ver que están equivocados. Pero el que dirán, el meter la mugre debajo de la alfombra y la vergüenza ajena parece ser el pegamento que une a este afable y peligroso grupo de gente. Con lo que lo primero que caracteriza a dichos personajes es la ruidosa incomunicación[3] que hay entre ellos que deviene en algo más cuando es a todas luces imposible que algún día lleguen a verse los unos a los otros como realmente son, dando paso a la hipocresía, auténtico motor dramático de la película.

El director de Bienvenido Mister Marshall, al que visto lo visto casi habría que elevar a visionario, toma nota de esa idea que anida en el guión y la plasma en pantalla según una de sus más reconocibles constantes, planos generales que agrupan a unos excelentes actores cuyo único método es el de trabajar para llenar el estómago y que el director maneja (si es que es necesario) con mano maestra y que nunca llegan a dar sensación de teatralidad, sino una inesperada humanidad que resulta por un lado tierna y lo suficientemente pegajosa como para que cuando el film vire a cierta crueldad o dureza en su fondo el malestar que provoca en el espectador sea mucho mayor, aunque esa negrura funciona como constante rumor de fondo que sólo rompe aguas al final del film. Es esa comunión de todos los personajes en un mismo espacio y la distancia para con el espectador que da la escasez de primeros planos y la duración de las tomas la que resta todo dramatismo (y de paso abarata costes de producción) a una situación que pese a lo divertida que resulta una vez filtrada por el ácido sentido del humor de Berlanga y Azcona, es a todas luces lamentable y de paso la que consigue igualar la importancia de todas las situaciones que componen este fresco social en la que pocos personajes tienen más importancia que los demás diluyendo la sensación de que esta es una película con un personaje a través del cual pasa toda la acción y que a cambio se está presenciando una situación colectiva, dándole a este film sobre la hipocresía un aire más social (y universal) que particular pese a lo local del tono y lo agradablemente familiar de los ambientes retratados.

A pesar de la gravedad del fondo, Berlanga se dedica a dorar la píldora para hacerla más tragable y hacer su película poco o nada aleccionadora (los pecados que muestra son también los nuestros) sobre lo que palpita bajo las risas que provoca. La despreocupada tonadilla, acorde con los juguetones títulos de crédito[4] y la aparente ligereza de la película, que se deja oír en algunos momentos es uno de los elementos tonales que más contrastan con un fondo mucho más negro que no brota hasta prácticamente el final de la película en que tiene lugar una disputa en la que el sentido del humor brilla por su ausencia y las palabras no sólo duelen sino que se reconocen. La hipocresía que arrastran los habitantes del film no entiende, por lo que se ve, de pelaje político y muy relativamente de clase social aunque se ponga de parte de los pobres casi por omisión, pero el que Plácido sea un merecido clásico no es sólo por lo universalidad de su tema, que como decía también se desprende de la manera en que está filmada, y lo costumbrista y llano de su tratamiento sino también, y de forma más preocupante, por su atemporalidad.

La hipocresía de Plácido sigue tanto o más vigente que entonces bajo ropajes e ideologías políticas (o no) más variadas pero coleando como en sus mejores tiempos y con la sospecha de no dejar a nadie fuera de juego, con lo que su impacto aún aguanta más que bien y por mucho que nos pese el paso del tiempo. Consciente tanto de la censura que sólo tragaba las más doradas píldoras y que del impacto es más fuerte cuando se pasa de lo cómico a lo dramático que en la dirección opuesta, Berlanga reduce el puñetazo moral a la coda final, tirando de la manta de comicidad que podía dar cierta seguridad al espectador y cambiando la campechana melodía que define tanto al personaje de Plácido como al ritmo de la película con un triste villancico[5] que hace de broche final al film, además de ser el único instante en que la visión de Berlanga se sobrepone a la historia que tan bien ha sabido explicar sin que ninguna de las dos partes, la forma y el fondo, se estorben la una a la otra: Madre en la puerta hay un niño. Tiritando esta de frío anda y dile que entre, se calentará. Porque en esta tierra no hay caridad. Ni nunca la ha habido ni nunca la habrá.

Título: Plácido. Dirección: Luís García Berlanga. Guión: Luís García Berlanga, Rafael Azcona, José Luís Colina y Jose María Font. Fotografía: Francisco Sanpere. Dirección artística: Luís García Berlanga. Montaje: José Antonio Rojo. Música: Miguel Asins Barbó. Año: 1961.
Intérpretes: Cassen (Plácido), José Luís López Vázquez (Gabino Quintanilla), Manuel Alexandre (Julián), Amelia de la Torre (Doña Encarna de Galán), Mari Carmen Yepes (Martita), José María Caffarel (Zapater), Elvira Quintillá (Emilia), Xan Das Bolas (Rivas).


[1] Según parece, inspirada en otras de idénticas intenciones promovidas por el Régimen de Franco para exaltar la caridad cristiana entre la población y que a ojos del director de Plácido, Luís García Berlanga, no servían para nada más que para limpiar las sucias conciencias de las clases altas.

[2] Azcona colaboró con Berlanga en múltiples ocasiones, siendo casi un binomio inseparable en las películas más reputadas de ambos. Además, formó parte de la llamada Generación de la Codorniz, término con el que se denominaba a aquellos que habían pasado por la revista La Codorniz, basada en el humor ya sea gráfico a base de tiras cómicas e ilustraciones o literario y que fue publicada entre 1941 y 1978 con algunas interrupciones por cierre obligado por las autoridades franquistas. Por sus páginas pasaron como colaboradores gente de la talla de Máximo, Gila, Perich,  Ops o El Roto como lo conocemos a día de hoy, Forges y el propio Azcona. Lejos del padrinazgo Berlangiano (¿o es al revés?), Azcona también escribió punzantes guiones como el de El pisito o El cochecito, dirigidas ambas por Marco Ferreri con el humor negro y la miseria social como estandarte y motor dramático entre muchas otras como Belle epoque con resultados desiguales.

[3] A modo de estridente reverso de Antonioni, la incomunicación es uno de los pilares del cine Berlangiano a pesar del poco crédito que se le ha dado en este aspecto. Sólo se le ha aceptado cuando se ha hecho de forma más evidente (o culturalmente respetable) en una de sus mejores películas: Tamaño natural protagonizada por un Michelle Piccoli que sólo puede amar a una mujer que no existe y nunca le lleva la contraria porque… es una muñeca hinchable. Curiosamente, un habitual de Berlanga (y del cine español en general) participaría en un film de trama con elementos en común con la mentada película que protagonizaba Piccoli con la turbia y enrarecida No es bueno que el hombre esté solo; José Luís López Vázquez en una muestra más de una versatilidad interpretativa que parece haber sido olvidada y que encarna un hombre enfermo que convive en su caserón con una muñeca inflable antes de que su enfermiza paz se rompa por la aparición de un macarra y su novia interpretada por ¡Carmen Sevilla!. Además, esa cómica incomunicación parece ser la herencia de Berlanga para con las teleseries españolas que hacen gala de un garrulismo a veces divertido que el director de Plácido siempre consiguió mantener a ralla.

[4] Y que recuerdan poderosamente a los que abrían el genial Monty Python’s Flying Circus, incluyendo algunos elementos sospechosamente parecidos, pero en una versión mucho más atemperada que la que Terry Gilliam, el Python americano, idearía para el programa que vería la luz en 1969, ocho años después de que lo hiciese Plácido.

[5] Problemático en el momento de su estreno. A pesar de ello, Plácido tuvo problemas con la censura antes de ser finalmente titulada como la conocemos; su título original era precisamente Siente a un pobre en su mesa que fue censurado por el Régimen. Y con todo el revuelo que organizó ahí donde se proyectaba, la película de Berlanga escaló hasta ser nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de 1962, premio que le fue arrebatado por Ingmar Bergman y su Como en un espejo.

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