Se dice que de
la forma en como tratamos a los animales puede saberse mucho de cómo somos los
humanos. No sabemos que conclusiones sacó la mente de Friedrich Nietzsche en 1889 al
borde del abismo en el que se acabaría precipitando cuando presenció en Turín
la paliza que un hombre le propinó a su caballo porque este se negaba a obedecerle.
Pero su reveladora reacción, abrazándose llorando al animal protegiéndole de
los golpes con su cuerpo, fue la antesala de diez años de locura que fueron
también los últimos de su vida. Pero ¿qué fue del caballo?
Con esta
anécdota narrada por una voz de la que nunca sabremos quien la entona y
puntuada por esa inesperada pregunta da comienzo El caballo de Turín[1]
sobre un fondo negro. Tanto como el magnífico caballo que nos mira en el primer
plano del film y el poso dramático que se marca ya desde el inicio en un
espléndido blanco y negro de marcados contrastes en gris. No sabemos si ese es
el equino al que se hace mención en la anécdota sobre el filósofo que escribió Como filosofar a martillazos, pero los
métodos de su dueño no parecen muy diferentes al de aquel. A latigazos y contra
una apocalíptica ventolera que tardará mucho en amainar y sólo entonces se la
echará de menos, hombre y caballo avanzan, no se sabe si huyendo o con prisas
por llegar a su destino con un esfuerzo puesto en evidencia por la longitud
temporal del plano y la inclemencia atmosférica que no se reduce al viento sino
a la turbia atmósfera que los rodea de árboles sin hojas y un cielo que amenaza
tormenta acompañados de una banda sonora que pese a acabar siendo innecesaria
ya nos sitúa en el tortuoso nivel vital en que la película se mantiene durante
su largo metraje.
La grisácea pero
combativa existencia del jinete y su corcel se prolonga cuando llegan a su
destino; un caserío en medio de la nada, una casa con su granero a la
intemperie en un valle yermo acorralado por unas montañas que no dejan ver más
allá acorralando al hombre y a su hija, el otro habitante humano del lugar, una
mujer escuálida que iremos viendo es tanto o más silenciosa que su huraño
progenitor que la trata más como si fuese su criada que alguien digno de
estima.
Tan desolador
panorama se detiene ahí y echa raíces en la descripción de la rutina diaria de la familia y su corcel, todos ellos resignados
a su pobre suerte. En esos seis días en los que el film tiene lugar
presenciamos como van a buscar agua al pozo que está a sólo unos metros de la
puerta de la casa, como cortan madera para alimentar el fuego y como ese fuego
calienta la casa y el agua con la que hervir las patatas con las que se
alimentan ellos devorándolas aún humeantes. También vemos como la hija viste al padre cada mañana ante la
atenta mirada de este y como ambos comparten la turbadora afición de mirar
perdidamente por la ventana a la tormenta que no sólo no amaina sino que se
cuela en el interior del precario hogar, frío y oscuro, en forma de un ululante
murmullo que nunca cesa a modo una enloquecedora melodía a la que tanto padre
como hija parecen haberse acostumbrado.
Esta
deprimente cotidianeidad que sobre el papel parece un monumento a la derrota es
plasmada por Tarr en imágenes paradójicamente bellas, pictóricas en sus
composiciones internas realzadas por los claroscuros que da el blanco y negro
tanto en los ambientes como en los personajes que por ellos deambulan
mecánicamente, émulos de los modelos del pintor Lucien Freud. Todo ello,
combinado con el mencionado murmullo del viento y la distancia que da el blanco
y negro transmite una irrealidad, una atmósfera casi gótica que consigue hasta
cierto punto hacer olvidar la miserabilidad del ambiente que ilustra llevándolo
a un terreno más propio, pese a lo apocalíptico que se desprende de sus
imágenes, de una belleza que se sobrepone a la pantanosa miseria del fondo.
Y Tarr no se
detiene en explicar tan sólo una rutina, sino una historia[2]
que muestra como esta esa precaria cotidianeidad se va llenando de lamparones
que la van deshaciendo poco a poco hasta extinguirla. Desde unas termitas que
dejan de oírse después de 58 años de roer las estructura de la casa
ininterrumpidamente todas las noches, pasando por un incomprensible ayuno de un
caballo que además se niega a obedecer a ninguna de las instrucciones de sus
dueños, un pozo que se seca de la noche a la mañana hasta que finalmente la
tormenta amaina de golpe y ni siquiera el aceite de las lámparas parece prender
sumiendo a los habitantes de la casa en una oscuridad que como nada de lo
anterior tiene nunca una explicación, vemos como el precario mundo que se nos
ha puesto ante los ojos se viene abajo.
Pero es en
esta muestra en imágenes del proceso de desintegración de la vida de esa pobre
gente donde Tarr, en la según asegura es su última película[3],
juega su mejor y inesperada baza. La rutina que se ve limitadísima sobre el
papel, es presentada de forma muy dinámica. A una misma acción teniendo lugar
en dos días distintos nunca se le da el mismo tratamiento en imágenes, nunca se
repite un plano para mostrar lo que ya hemos visto antes bajo una planificación
distinta. Todo ello, combinado con una cámara que se mueve libremente pasando
de un personaje a otro y siguiéndolos allí a donde van, da una sensación de
variedad dentro de un muy restrictivo modo de vida que oxigena hasta cierto
punto una atmósfera opresiva.
El proceso, de
un fatalismo salvaje ya impuesto desde el guión, de derrumbamiento vital
encuentra más que un eco, una inesperada vida, en el punto de vista bajo el que
está orquestada la sofisticada planificación de El caballo de Turín que consta de unas treinta tomas pero que
contienen una muy variada planificación, estando repletas de reencuadres cada
una de ellas. A medida que la debacle se hace evidente y la vida en la granja
es a cada día más imposible que el anterior, la energía de la cámara, visible
en sus nerviosos y serpenteantes movimientos, se va atemperando a juego con la
progresiva rendición de los habitantes, humanos y animales, ante un destino que
va de cabeza a la extinción. Es muy significativo el paso de una primera
escena, la comentada al inicio con el caballo y su dueño avanzando a través de
una terrible tormenta, filmada con ampulosos movimientos de cámara y una
enérgica puesta en escena, a las últimas, estáticas y de mínimos y entumecidos
movimientos dentro de un plano que se encoge sobre sí mismo cercado por una
oscuridad que cerca y reencuadra a los personajes, acorralándolos. Si la vida
en El caballo de Turín se extingue,
no es porque no luche por sobrevivir a ojos de Tarr, de sus personajes o del
espectador que se pasa el film buscando un matiz o algo a lo que agarrarse
durante sus largos planos secuencia que no sólo denotan el exasperante paso del
tiempo (que provoca cansancio pero también una sensación de lucha contra la
nada que no se habría conseguido con planos más cortos) sino que al combinarse con la vitalista
perspectiva de Tarr uno tiene la sensación de que por mucho que se revuelva contra
su destino, no hay victoria posible. Aunque sí la posibilidad de luchar y
seguir buscando hasta desfallecer.
Esto último
contradice la opinión, a mi parecer errónea aunque bastante mayoritaria de
encasillar el film de Tarr como película “intelectual”, fruto más probablemente
de que el público que la haya visto se considere (a sí mismo como suele ocurrir
en estos casos) como tal y se haya apropiado de una película cuya efectividad y
coherencia con su discurso reside precisamente en lo contrario, en ser un film
puramente emocional. Característica que además da sentido a la anécdota
nietzscheana inicial, más allá de ser una referencia culterana. Si Nietzsche
pronunció la muerte de Dios y por tanto de una manera de entender el mundo y
como se articula, El caballo de Turín
nos muestra un mundo en el que lo que ha muerto es la Trascendencia, la Cultura
o una forma de entender el mundo (incluyendo en ella la religión, puesta en
escena con una balbuceante lectura de la Biblia más cerca de la incomprensión
de lo que se lee que del consuelo que se busca en su lectura) y que por tanto
empieza a fallar hasta desaparecer, vacío y carente de un sentido que vaya más
allá de lo físico. Esta es una película en la que los simbolismos no tienen
lugar porque no hay nada más allá de lo que las imágenes nos muestran y estas
en sí mismas no son metáfora de nada que no pueda verse en ellas[4].
Así, el cerco
al que son sometidos tanto padre como hija (y sin olvidar al caballo) está
presentado de forma visual en la medida en que la libertad que se da la cámara
para seguirlos los acaba acorralando en ese estatismo que antes comentaba y que
combinada con la falta de asideros racionales de la que hace gala la película,
crea desazón y claustrofobia en un
espectador abandonado a la intemperie intelectual que haría más tragable el
visionado de la película. Sólo unas muy esporádicas y innecesarias voces en off
que comentan sobre los personajes mientras estos están ausentes del plano
airean la película más con ánimo de hacerla más narrativa que tranquilizadora
en su claustrofobia. Esa asfixiante
sensación se prolonga a los personajes, silenciosos y por lo que vemos casi
analfabetos, también atrapados en un mundo del que es imposible hacer una
mínima y liberadora abstracción aunque sea con una lectura que ayude a
aprehender el mundo o con una conversación que dote de sentido a la realidad en
la que se vive. Los pocos diálogos que tienen lugar en la película sólo
subrayan la sensación de amenaza del mundo, demostrada por alguna indeseable
visita con malas intenciones o con pésimas noticias, que se encuentra detrás de
las colinas y la finitud del que está cercado dentro de ellas y que se ve
atrapado por todo ello. Esta forma de proceder se lleva al extremo cuando padre
e hija aprovechan una pequeña tregua que les da el caballo obedeciéndolos por
una vez e intentando huir del cada vez más insalubre valle y lo abandonan
llevándose consigo todas sus pertenencias. La toma de cámara los ve hacerse
pequeños hasta desaparecer tras el montículo que los separaba del resto del
mundo que una vez más nunca llegamos a ver, y tras unos instantes en que el
plano queda deshabitado, se los ve regresar hasta volver a la casa y descargar
todo su equipaje. ¿No les ha gustado lo que han visto al abandonar el valle?
¿El caballo ha decidido dar media vuelta sin que sus dueños hayan podido hacer
nada para evitarlo? ¿O sencillamente han tenido que volver porque no hay nada más fuera de plano? Aunque es una teoría peregrina (y en lo
que al guión se refiere deja bastante que desear, pese a su coherencia) no deja
de ser la más plausible de las tres teniendo en cuenta el corto tiempo que
parecen haber pasado fuera de nuestra vista, el que al bajar del carromato no
medien palabra ni la tomen con el caballo cuando hemos visto que esa es la
respuesta habitual cuando el animal desobedece… Con lo que una vez más, y en
conspiración con el lento ritmo que espolea las imágenes, los personajes y el
espectador se ven asfixiados por un mundo y una forma de verlo (una realidad, en
definitiva) que se derrumba por no tener nada que la sustente ni por lo que
valga la pena luchar capturando al espectador al situar como conflicto
principal de la película algo tan universal como es la búsqueda de sentido a la
vida como forma de supervivencia.
Puede acusarse
a El caballo de Turín de ser, pese a
su vitalidad, tremendamente derrotista en su visión de la vida y con toda la
razón del mundo de tener como objetivo el torpedear la paciencia del espectador
hasta agotarlo, pero cuando todo lo anterior aún siendo cierto está aunado con
tanta coherencia y, sobretodo, poderío visual se le debe otorgar que es por
encima de todo una historia bien contada que aunque pueda dar que pensar (como
cualquier otra historia con lo ojos adecuados, por otro lado) lo hace siempre a
partir de la turbia emoción que despiertan sus bonitas y tristes imágenes.
Título: A Torinói ló. Dirección: Béla Tarr. Guión: László Krasznahorkai y Béla Tarr
inspirándose en textos originales del primero. Fotografía: Fred Kelemen. Música:
Mihály Vig. Año: 2011.
Intérpretes: János
Derszi (Granjero), Erika Bók (Hija del granjero), Mihály Kormos (Berhnard),
Ricsi (Caballo).
[1] Aunque su edición en DVD la titula en inglés como The Turin horse por motivos que no
alcanzo a entender (¿a santo de qué traducir al inglés el título de una
película húngara en un país en el que ninguno de los dos idiomas es de uso
corriente?) creo recordar que se estrenó
en cines con su título traducido al español de su húngaro original por lo que he
preferido dejarla en El caballo de Turín.
[2] Compuesta por retazos de textos (de los que no puedo opinar por
no haberlos leído) escritos por el también escritor del guión, Lászlo
Krasznahorkai cuya obra compuesta por, entre otros, Ha llegado Isaías, Guerra y guerra o Melancolía de la resistencia puede encontrarse traducida al español por la
editorial Acantilado.
[3] Declaración que ha condicionado cosa mala la recepción crítica de
la película hasta llegar al punto de que en algunos casos ese parece ser el único
punto de vista que sustente el tono apocalíptico y mortuorio del film. Y aunque
pueda tener algo que ver, El caballo de
Turín se defiende sola y sin necesidad de echar mano de teorías de la
jubilación para validar todas las características mencionadas.
[4] Pese a que los ambientes y algunos encuadres puedan recordar a
algunos filmes de Ingmar Bergman o Carl Theodor Dreyer, el film de Tarr se
distancia por completo de ellos en este punto: si Dreyer era un cineasta dado a
lo simbólico bajo una perspectiva religiosa y una parte de la filmografía de
Bergman lo era desde una perspectiva atea, en el caso de Tarr podríamos hablar
de un asimbolismo estilístico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario