lunes, 30 de julio de 2012

LA DAMA Y EL VAGABUNDO



Hay películas de las que se recuerdan imágenes aún sin estar seguro de haber visto el film entero. No recuerdo haber visto La dama y el vagabundo, pero sí el instante en el que la pareja canina protagonista formada por Dama, una joven cocker de familia bien, y Golfo, un perro callejero sin amo ni ley de buen corazón, se besan accidentalmente al estar comiendo despistadamente el mismo espagueti en una surrealista escena que se suma a la de las inolvidables de la factoría Disney. Momentos antes a esa escena Golfo acaba de enseñar a Dama su modus operandi habitual para alimentarse. Cada noche cena en una casa diferente en la que se le conoce con un nombre distinto, lo que le permite sobrevivir sin tener que atarse a nada o a nadie. Dama, por su lado, está en ese momento perdida y en pleno viaje de iniciación a la vida perruna de cuya cara más amarga ha sido apartada por sus diligentes dueños que hasta que tienen un bebé tratan (y humanizan) a Dama como una hija mimada. 

Antes del famoso beso, Golfo invita a Dama a cenar a un restaurante italiano en el que el maître, usando un barril serrado por la mitad tapado con el típico mantel de cuadros rojos y blancos, trata a la pareja de perros como una pareja humana que se huele a millas de distancia que tarde o temprano acabará cuajando. El maître pasa por alto las protestas del cocinero de servir un rebosante plato de espaguetis con albóndigas a dos perros para una cena romántica que sólo un enajenado podría adjudicar a dos animales hambrientos porque, al igual que al espectador adulto le parece una absoluta locura ... pero como el espectador niño, y ahí es nada, traga con todas las de la ley. Es justo decir que si Disney está en el histórico lugar que se merece en la historia del cine no es sólo gracias a ingentes campañas de marketing; La dama y el vagabundo no se sostiene sólo por la nostalgia o por cierta inocencia en el  cine supuestamente perdida sino porque es una buena película excelentemente narrada.

El inicio es, en su fondo, muy sencillo; Dama es un cachorrito dibujado para ganarse al público desde la primera caída de ojos que vive con sus amos, una pareja sin hijos que trata como he dicho anteriormente más como una hija que como alguien perteneciente a otra especie animal. Lo que podría ser una escena cotidiana de una pareja en busca de descendencia es reenfocado mediante un sencillo reencuadre en la acción; los humanos aparecen como mero telón de fondo y prácticamente durante toda la película se ven reducidos a voces fuera de campo, manos que entran en plano o rastros de su presencia pero pocas veces son mostrados como algo más que parte del paisaje mientras que los perros, siempre en plano y muy expresivos, se erigen como protagonistas absolutos de la función. Esto, que a simple vista puede parecer una perogrullada, forma parte de una inteligente estrategia dramática en la que los inconscientes humanos son “deshumanizados” y el resto de animales alzados a un estado en el que sienten cualquier emoción propia de la humanidad que se dedica a ponerles palos en las ruedas.
Poco después (estamos en una época en el que las películas duraban lo que tenían que durar sin irse por las ramas) una Dama joven pero ya adulta se ve desterrada de su trono como preferida de la casa cuando llega el bebé que tanto parecían necesitar sus dueños y al que, siguiendo con la estrategia habitual, oímos pero nunca llegamos a ver. A partir de ahí las cosas se tuercen, Dama le coge cariño al cachorro humano y las cosas parecen seguir siendo las que eran, pero cuando conoce a Golfo (que le echa el ojo encima a la relamida cocker al instante en que la rebautiza como “Bombón”) este siembra la semilla de la duda: los humanos no son buenos con sus animales a los que no dejan de ver como seres inferiores a los que tienen atados y reducidos a meras comparsas. Golfo es libre pero paga el precio de su albedrío al puro estilo Disney: está solo. Dama se ve obligada a escapar de casa cuando debido a un malentendido está a punto de dar con sus huesos en la perrera y Golfo la guía y enseña en el mundo que hay fuera de su hogar.

Ahí empieza la consabida y clásica historia de amor  entre dos personajes de clases sociales antitéticas que van desde esta La dama y el vagabundo, hasta Titanic o una versión matizada en una producción más reciente de la factoría Disney como es la divertida Enredados. Y como en esta última, el periplo de Dama en el “mundo exterior” tiene mucho de autoconocimiento y toma de contacto con el lado más desagradable de la vida (siempre dentro de los cánones disneyanos) de un perro que a estas alturas de la película ya es prácticamente extensible a la vida de un humano.
Así, además del amor, Dama aprende a divertirse con Golfo rompiendo alguna norma y a aprender que su ruptura puede tener consecuencias, a que los humanos abandonan a los que aseguran son sus mejores amigos condenándolos a una perrera presentada en la escena más lacrimógena de toda la película con muchos perros mirando a cámara con ojos llorosos antes de rescatar la escena del pasote sensiblero con ligeros toques de humor que devuelven el equilibrio a la película. Es en ese lugar donde los de la factoría Disney vuelve a sacar pecho como narradores de vena dura: uno de los perros abandonados es llevado a un cuarto del que jamás volverá a salir, en su corto camino al matadero no vemos al perro andar cabizbajo y resignado ante su muerte inminente sino su sombra recortada en la pared. Antes y después, en peleas entre perros callejeros y entre seres humanos, se utiliza el mismo recurso probablemente con la misma intención; rebajar la agresividad de ciertos momentos de cara al público infantil (ver la sombra de un perro que va a morir no es tan traumático como ver al perro con toda su expresividad) de forma elegante y bastante atmosférica.

Pero, si bien se nos ahorra la violencia y la crudeza al mostrárnosla de forma velada, la compañía Disney hace honor a su fama de moralista conservadora en otro de sus puntos fuertes que se ha ido blanqueando (aunque el fondo no ha cambiado casi nada) con el tiempo: la representación de personajes amenazantes o directamente malvados. Dos momentos muestran el buen hacer para con los inadmisibles alteradores del orden: el primero de ellos muestra a dos gatos siameses que se mueven con una grimosa sincronización y cuyo angustiante aspecto físico se acentúa con la cancioncilla que cantan en voz baja mientras clavan sus ojos hipnotizadores en la pobre Dama que ve como se le acaba el chollo de vivir tranquilamente en su propia casa. El segundo momento y este muy conseguido es el de la irrupción de una repulsiva (no exagero) rata que se cuela en la casa con la intención de atacar al indefenso bebé que duerme en la cuna. No es tan sólo el excelente diseño de la rata –con los ojos amarillos y sin vida, el pelo negro mojado y unos dientes afilados amén de un tamaño considerable que gracias a juegos con la perspectiva del plano parece agrandarse hasta alcanzar el tamaño de los perros que le dan caza- sino también la atmósfera de la escena. Si la película comenzaba con gran colorido primaveral, en pocos momentos se oscurece hasta llevarla a un terreno colindante con lo gótico. La luz de las farolas de la calle que iluminan poco más que las siluetas de los que pasan por ahí, transforman la casa familiar de Dama en un caserón lleno de sombras que sólo se ilumina a golpe de relámpago y que parece transformar a los dos perros protagonistas hasta entonces encantadores en agresivos guardianes que ladran como posesos y enseñan sus afilados dientes para usarlos contra la rata invasora en un momento que tiene más de cine de terror que de cine para el público infantil y que se estira unos minutos más después del final de la caza hasta una persecución in extremis para salvar a Golfo de una muerte segura en la perrera.

Después llega la coda inevitable para tranquilizar conciencias familiares, prácticamente por corte y sin discusión ninguna sobre el tema, vemos como Golfo abandona su vitalista vida de vagabundo para ponerse un collar alrededor del cuello y rodearse de cachorros en una casa, la de Dama, atiborrada de regalos y con un enorme árbol de navidad invadiendo el salón. Parecería que el amor por Dama, más que por la perrita en sí, se transmuta en aceptar el ser tratado como un animal inferior cuando una solución (o ni eso, una opción tan válida como la que más) sería irse a vivir su vida los dos juntos ajenos a toda autoridad o paternalismo humanos… No seré yo quien abogue por la ruptura de la unidad familiar por motivos puramente políticos, pero mucho menos por su conservación a ultranza por puro dogma basado únicamente en lo ideológico. Tampoco creo que una película tenga que ser rechazada o ensalzada por la ideología que pueda extraerse de ella (y esta es una afirmación que tendré que tragarme en próximas entradas de este blog, ya se lo digo de antemano), pero sabe mal ver como después de todo el esfuerzo y buen hacer para decir las cosas sin evidenciarlas se venga abajo en los últimos minutos… afortunadamente poquísimos dentro de la escasa duración de este clásico.

Título: Lady and the Tramp. Dirección: Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson. Guión: Erdman Penner, Joe Rinaldi, Ralph Wright y Don DaGradi. Producción: Walt Disney Pictures. Año: 1955.


martes, 24 de julio de 2012

ROJO OSCURO



Existe un cine solar y un cine lunar. El primero ilustraría los fondos y maneras de lo equilibrado y lo respetable, de la cara más luminosa de lo cotidiano. El segundo, de igual vitalidad aunque de una naturaleza bien distinta, tiene sus bases en el desequilibrio, lo antisocial, la crueldad, lo agresivo y lo oscuro en todas sus acepciones. El director italiano Dario Argento[1] se ha labrado una filmografía pletóricamente lunar en la que su mejor película y su plenilunio coincidieron en 1977 con Suspiria, su film posterior al que nos ocupa. Espero poder hablar aquí algún día de dicha película, pero mi primer y único visionado de ella hace ya bastantes años han difuminado bastante su recuerdo. Así pues, y siguiendo con la segunda de la lista del top ten del cine de Argento, hablaremos de Rojo oscuro, hecha en 1975 en la cúspide de la carrera del italiano y que ofrece de manera mucho más plausible que su siguiente película las tiranteces existentes entre el fondo y la forma que han sido moneda de cambio en su cine. O lo que es lo mismo, no es la mejor de sus películas aunque poco le falta, pero sí la más representativa.

Rojo oscuro da sus primeros pasos a poco de comenzar los créditos, interrumpidos por una imagen de la que emana una tonadilla infantil que se tornará en una premonición de muerte a todo el que la escuche en adelante. Recortadas sobre la pared enmarcada por un engalanado árbol de navidad con regalos a sus pies y el gramófono que escupe la melodía infantiloide, vemos a dos sombras forcejeando hasta que una cae al suelo. Un cuchillo ensangrentado cae sobre el parqué, a la altura de nuestros ojos y unos zapatos de niño entran en plano deteniéndose junto al arma homicida, expectantes. Y vuelta a los créditos, esta vez espoleados por una creciente melodía lograda con sintetizador (es la época, que quieren) de maníacos compases firmada por el grupo Goblin hasta que por fin, comienza la película en sí. Sin poder sacarnos de la cabeza el plano de apertura, la cámara (y con ella nosotros) entra en un teatro que se va desplegando a medida que las cortinas se descorren a nuestro paso hasta llegar a un enorme escenario en el que una parapsicóloga ofrece un simposio en el que demuestra su poderío. Ese es el poder de leer la mente que inicialmente se limita a descubrir a la gente por su nombre y el contenido de sus bolsillos aunque sea a metros de butacas de distancia, pero que pronto se torna un método para descubrir verdades mucho más siniestras. Presa de temblores y al borde de un trance que la violenta hasta físicamente, la mujer afirma que hay un asesino en la sala, una presencia de muerte que actuó en el pasado y que volverá a matar. Y vaya si lo hace. La pobre mujer es la primera víctima en caer bajo la crueldad del asesino anónimo. Pero durante el crimen un paseante, un pianista que visita a un colega de profesión borracho como una cuba, ve desde la calle los últimos segundos de vida de la mujer antes de ser degollada cuando le ensartan la garganta contra el cristal de una ventana que rompe con la cabeza. Este hombre, llamado Marcus Daily e interpretado por David Hemmings, subirá corriendo en inútil auxilio al piso de la asesinada justo a tiempo de ver una silueta enfundada en una gabardina y tocada con un sombrero desapareciendo calle abajo. La investigación criminal llevada a cabo por unos policías de opereta le hará darse cuenta de que ha visto más de lo que creía haber visto, pero no alcanza a saber qué. Carcomido por la duda, empezará a investigar por su cuenta colaborando con una periodista metomentodo (Daria Nicolodi, pareja de Argento) mientras el asesino, puesto en alerta por los medios de comunicación (que en la película son retratados con una falta de protección a la intimidad alucinante) de que el músico podría identificar al asesino empieza su cacería.
Como puede leerse la historia en sí no tiene nada de particular. Vista ahora puede llamar la atención por lo rebuscado de su trama a medida que esta va avanzando, lo que entonces era más normal por su afiliación a un estilo; el llamado giallo[2], más en boga que hoy en día, totalmente olvidado por el gran público. Lo que sigue aguantando el tipo y es sin duda la marca de la casa que hace que el film siga siendo lo que fue es la forma en que Argento y sus secuaces (su equipo técnico) dan vida a Rojo oscuro en la pantalla.

Si al inicio de la película se nos otorga más información que a los personajes (el crimen de los títulos de crédito del que nadie sabe nada hasta casi terminado el film, el asesino del que vemos la ropa y silueta pero no sabemos la identidad…) y incluso más adelante se nos roba información y se rompe el punto de vista de un personaje, el del pianista, que en la versión estrenada en salas (que es la que analizamos aquí, el montaje del director es tanto o más recomendable, pero así no mareo la perdiz[3]) no aparece hasta el cuarto de hora de película, tenemos como resultado una división entre el mundo en el que los personajes viven y como se ve ese mundo. Y la mirada de Argento se revela como muy poco amable con ellos, especialmente en sus muertes. Al realizador italiano la moral o el temor o la tristeza que pueda haber detrás de una muerte y que afecta a los personajes de sus películas le trae sin cuidado. A él le interesa la belleza, y punto. No es que lo diga yo o lo que pueda decir él, es la película la que lo grita exultante en todo momento. Ya sea en una conversación telefónica desde una cafetería y la redacción de un periódico o una más relajada en un sencillo comedor; la posición de la cámara, el colorido (rojo y negro predominantemente), el espacio que ocupan los personajes dentro del plano, la dura iluminación que los recorta sobre el fondo, e incluso su físico llamativo desde un aquí y ahora que ha estandarizado los cuerpos de los que aparecen en pantalla llegando al límite del soserío por igualdad en el caso del cine de terror. Todo colabora a crear una sensación de fisicidad, sí, pero muy diferente a la suciedad de otras películas que también la lograron tirando por el camino contrario, rozando lo pictórico. En un universo como el de la película en la que el arte –con casas con las paredes forradas con cuadros, músicos como protagonistas, actrices que lloran por su gloria perdida y ambientes bohemios- forma parte igualmente de la trama sin cristalizar nunca en un discurso engolado, pero la forma de Rojo oscuro toma distancias con otras películas por su exquisitez visual y juega duro en los momentos más crueles; los de los asesinatos, que en ese contexto casi parecen un arte más, el más oscuro de todos.

Si he comenzado el comentario hablando de la cualidad lunar del cine de Argento, esta se debe especialmente a que la belleza a la que acabo de hacer referencia vira a perturbadora en los macabros crímenes. Argento prepara el ritual que precede a las muertes (la canción infantil del inicio, la habitual aparición de muñecos bastante trotados de aspecto siniestro cerca del futuro difunto…) con el mismo esmero con que lo hace el asesino y prácticamente con la misma intención[4]. Argento se da de la mano con Thomas De Quincey y su célebre  y algo cansino Del asesinato como una de las bellas artes y parece interesarse más por el terror y dolor de sus víctimas que la compasión que pueda provocar la muerte de estas en sí. Por si fuera poco, el realizador desperdiga durante el metraje algunas secuencias de valor narrativo nulo (cosa que también cala en secuencias más contextualizadas pero que a la que se analizan con detenimiento no aguantan un mínimo examen de lógica) y además fuera de cualquier contexto: bajo la batuta del tema principal del film por los Goblin, vemos un ovillo de lana rojo que se desenreda hasta dejar atrás una canica que es golpeada por otra, que se detiene junto a un dibujo infantil en el que se ve un asesinato pintado a plastidecor. También hay una miniatura de un guerrero samurai que nos amenaza con su espada, unos guantes de cuero y finalmente una resplandeciente navaja: el arma del crimen. Y hay más; la planificación de la película revela carnosas pestañas de ojos que ocupan toda la pantalla mientras son pintados, un plano muy similar de la boca de la parapsicóloga dejando escapar el agua que acaba de beber para tranquilizarse y que se desparrama por su barbilla incapaz de contenerla mientras grita “¡Volverás a matar! ¡Volverás a matar!”, carne que se abre a cuchilladas, gotas de sudor que caen por las sienes de los que presienten que su muerte está muy cerca, una lagartija ensartada en un alfiler por una niña de aire diabólico que rondará los ocho años, o dos locos discutiendo en un mercado sin que ninguno de estos momentos parezcan responder a otro motivo que el atmosférico. Porque si algo se desprende y se recuerda por encima de todo lo demás en Rojo oscuro es su morbidez. 

Sólo las demasiado numerosas escenas que hay entre crimen y crimen consiguen dar crédito humano a unos personajes que de no ser por esos momentos de relativa calma y la buena química de los actores, que están más que bien en sus respectivos papeles, serían carne de cañón por los que, tal y como nos lleva Argento por los vericuetos de la película, no sentiríamos demasiada lastima. No es el único punto flaco (por resultar repetitivas, no por piadosas) del film. Lo que peor ha envejecido de este es sin duda su banda sonora; dejando a un lado el tema principal y la canción infantil el resto del acompañamiento musical ni parece el adecuado (lo que parece es chill out) ni sobretodo parece bien colocado durante la película, siendo capaz de echar por tierra en segundos la enrarecida atmósfera que le ha llevado minutos levantar. 

Hay, además, una propina que otorga eso tan feo por paternalista llamado “respetabilidad intelectual” para los que lo necesiten, y que emparenta al film con otro igualmente protagonizado por David Hemmings; me refiero a Blow up clásico del cine y a día de hoy una aburrida perogrullada dirigida por un Michelangelo Antonioni mucho menos inspirado de lo que era habitual en él. A los demás, los que no necesiten tener una tesis que respalde el disfrutar o temer de una buena película, les provocará el soberano pasmo del que ha visto algo sin darse cuenta y sin que hubiese trampa ni cartón a la que agarrarse. No revelaré el resultado, que es objeto del escozor de conciencia que mueve al protagonista por el laberinto de su memoria en búsqueda de la pieza que falta para montar el rompecabezas y que sirve además como metáfora de lo que Argento hizo durante mucho tiempo antes de entrar en la lamentable barrena artística en la que se ve sumido actualmente. 

La metáfora implícita en la película sobre como la mirada varía aquello que mira es aplicable a Argento y a la forma en que el film parece estar planteado. Al igual que el protagonista, Argento basa su eficiencia no en el que sino en el como. No en el guión sino en su sádica forma de concebirlo en imágenes y sonido. La cuestión ética queda en manos del espectador, situado a la fuerza entre dos fuegos, el del fondo que se presupone humano en su moral y la forma amoral que lo ilustra y acaba por devorarlo todo. Lo perturbador de la película no reside sólo en los asesinatos, infecta todo lo demás. Su turbia belleza fascina y repele a partes iguales y a la que uno se descuida, de forma indivisible.

Título: Profondo rosso. Dirección: Dario Argento. Guión: Dario Argento y Bernardino Zapponi. Producción: Claudio Argento. Fotografía: Luigi Kuveiller. Diseño de producción: Giuseppe Bassan. Montaje: Franco Fraticelli. Música: Giorgio Gaslini y Goblin, tocada por estos últimos. Año: 1975.
Intérpretes: David Hemings (Marcus Daly), Daria Nicolodi (Gianna Brezzi), Gabriele Lavia (Carlo), Macha Meril (Helga Ullman).


[1] Nacido el 7 de septiembre de 1940 en Roma. Hijo del productor de cine Salvatore Argento y la  fótografa de moda brasileña Elsa Luxardo. Creció rodeado de cultura, cámaras y mujeres, debido al oficio de su madre. Ejerció como crítico cinematográfico (profesión que posteriormente dejaría por los suelos a la mínima oportunidad) y no asistió a la universidad para empezar a escribir en la revista Paese Sera. Durante su estancia en la redacción de dicha publicación empezó a escribir guiones de serie B, hasta llegar al más famoso de los cuales; el del film de Sergio Leone conocido entre nosotros como Hasta que llegó su hora, escrito a cuatro mano junto con otro monstruo de una cinematografía, la italiana que hasta el desembarco de Berlusconi, estaba lleno de ellos; Bernardo Bertolucci. En 1970 dirigiría su primera película, que también escribió El pájaro de las plumas de cristal y que ya perfilaba algunas de sus constantes, crímenes perpetrados por un asesino del que se desconoce la identidad, tramas enrevesadas herencia del giallo cuyas constantes explicaré más adelante y referencias a animales, aunque sea únicamente en el título. A pesar del, en mi opinión, discreto resultado tuvo un más que respetable éxito en su país lo que dio carta blanca para sus siguientes trabajos similares en intenciones y resultados: El gato de las nueve colas (1971) y Las cuatro moscas sobre terciopelo gris (1972). Tres años más tarde con Rojo oscuro dio el puñetazo sobre la mesa y empezó a ser justamente tomado en serio, para macerar el culto que sostendría durante gran parte de su carrera con la hipnótica Suspiria, un salto al vacío respecto a Rojo oscuro abandonando casi por completo la coherencia del relato en pos de una lógica más propia de una pesadilla y que inaguró su “trilogía de las madres”, seguida de Tenebre (1982) y la horrenda y tardía La madre del mal (2007). Por el camino firmó una mítica y mal acogida en su época Opera (1987) a la que El cisne negro debe bastante, la sorprendentemente fallida por desaprovechada El síndrome de Stendhal (1996), para entrar en una etapa formalmente mucho más tibia que incluye su paso por la televisión sin pena ni gloria y su último film estrenado (directamente en dvd en nuestro país), la muy pobre Giallo de 2009 muestra que su prestigio está más en entredicho a cada nueva película.
[2] Novelas que de algún modo equivaldrían al pulp anglosajón repletas de crímenes imposibles, identidades de asesinos secretas y tramas enrevesadas y que fueron tremendamente populares durante la década de 1930. Su nombre “giallo”, “amarillo” en italiano lo recibió por ser ese el color de las cubiertas de dichas novelas. Su equivalente cinematográfico postula, además de las constantes literarias ya mencionadas, la forma por encima de todo contenido. Se considera al director Mario Bava el precursor del giallo cinematográfico con su película de 1964 Seis mujeres para el asesino, y poco a poco implantado gracias a Argento y a la caterva de imitadores que los siguieron a ambos con más o menos fortuna.
[3] Las mayores diferencias que recuerdo entre ambos montajes son una secuencia inicial, diría que durante los títulos de crédito en la que Marcus Daily dirige una orquestra a la que comenta que a pesar de la perfección del ensayo que acaban de ejecutar, la música jazz es otra cosa. Les falta la vida de las calles y los burdeles en los que esa música nació. La otra diferencia es que la relación entre la periodista interpretada por Daria Nicolodi y el músico se prolonga (todavía más…) durante más escenas que en el montaje estrenado en 1975.
[4] Y que tiene eco al otro lado de la cámara. Según la leyenda que podría muy bien ser cierta, las manos enguantadas del asesino de Rojo oscuro y del resto de sus películas son las del propio Argento que argumenta que sólo él sabe como corresponder la imagen mental del crimen con la de la realidad que recogerá la cámara… Y que también parece responder a un inquietante fetichismo del realizador que más de una vez ha dicho en broma que si no fuese director de cine sería asesino ¿Puro marketing, locura homicida sublimada o ambas cosas?

miércoles, 18 de julio de 2012

LOS DIARIOS DEL RON




La primera vez que Paul Kemp, periodista y aspirante a escritor, y Lotterman,  jefe de redacción del Daily News de San Juan en el que Kemp recién acaba de formar parte, mantienen una conversación en la que el jefe de redacción le espeta al primerizo que a sus periodistas en nómina “les sobra autocomplacencia y les falta compromiso”. Kemp, interpretado por Johnny Depp -también productor y alma mater de la película- es en realidad el alter ego novelado del escritor-periodista Hunter S.Thompson[1], autor de, entre otros, Miedo y asco en Las Vegas, La gran caza del tiburón o Los ángeles del infierno y muy inicialmente en sus intentonas en hacerse un lugar en la historia de las letras norteamericanas de la novela El diario del ron[2].

 A Hunter S.Thompson podría acusársele de autocomplaciente, pero no de faltar en cuanto a compromiso se refiere. También y tampoco respectivamente a Terry Gilliam, director de la magnífica y excesiva adaptación en 1998 de la novela-reportaje más célebre de Thompson Miedo y asco en Las Vegas  y que casualmente como el film que nos ocupa, también tardó un año desde su presentación en sociedad en los EUA antes de estrenarse aquí.
El director de Los diarios del ron, Bruce Robinson, no es Gilliam, ni tampoco Thompson, ni en esta ocasión tampoco el que era cuando dirigió Withnail y yo en 1987, una envenenada y costrosa comedia negra sobre dos jóvenes ingleses que se odian tanto como se necesitan mientras intentan salir a flote de un mar de alcoholismo y que lo acreditaba como competente capitán de barco de la adaptación de la novela de Thompson sobre sus años de juventud en Puerto Rico. Menos pagado de sí mismo pero también menos exigente, sí se adapta bien al encargo del escritor y el actor que lo interpreta. Tanto como Depp/Kemp/Thompson a su enloquecido entorno de Puerto Rico[3], siempre con reservas y cogiendo carrerilla sin llegar nunca a correr la gran carrera que no deja de prometer en todo momento, y todo ello parece deberse sobre todo a algunas diferencias, muy significativas a pesar de lo respetuoso de la adaptación, entre novela y película.

 La casi siempre por naturaleza más anárquica estructura de la narrativa escrita mucho más sugerente sobre la frontalidad propia de lo cinematográfico es probablemente la mayor diferencia entre El diario del ron, el libro y Los diarios del ron, la película. Porque si algo es visible en Los diarios del ron es sin duda la estructura que la sostiene y que la distancia de su modelo literario. Y es sobretodo en un par de cosas donde esa divergencia es  más notable: por un lado, y de forma comprensible, la película parece (y probablemente es, sin paliativos) una elegía al difunto Thompson lo que produce un curioso efecto: Lo que en la novela era puro azar escrito en presente y en primera persona, en la película deviene homenaje y simbolismo hecho con la perspectiva del tiempo que en sus mejores momentos resulta inspirador en su retrato del buen periodismo como un poderoso y necesario contrapoder. La primera persona se disfraza de objetividad pero Kemp es protagonista en todos las escenas, toda la película pasa a través de él. En todos los gestos y decisiones de Kemp puede verse un emergente escritor concienciado con sus filias (el ron y la bebida en general y sus tendencias al exceso) y sus fobias (con un todavía no presidencial Richard Nixon a la cabeza) y con una voz propia que al principio del film aún está buscando a tientas y casi con temor (cosa a la que ayuda la interpretación de Depp que dobla la edad del personaje que interpreta, a medio camino entre lo bufo y lo dramático) pero que hacia el final empieza a tomar una forma cada vez más definida…
Esa decisión, que no sabría decir si es consciente o no pero así se percibe, no es ni buena ni mala, pero convierte al film en un complemento o en un discurso sobre alguien del que, si no se tiene un mínimo de conocimiento puede resultar más o menos satisfactorio aunque algo inocuo, pero a sabiendas de que es un retrato de Thompson, los pasajes que hacen especial hincapié en esa combativa actitud contra los poderosos resultan  a veces demasiado mecánicos en comparación con como se recuerdan de la novela o se atribuirían a alguien que si bien nunca evadió cierto componente épico en su imagen pública, no lo haría en unos parámetros dignos de cualquier manual de guión. También, y en consonancia con lo anterior, resulta curiosa la eliminación o “fusión” de algunos personajes de la novela en su traslación a la película. El más evidente es el de Yeamon, personaje enloquecido y de imprevisible carácter tendente a atajar los problemas por la violencia que comparte redacción y chica con Kemp en las páginas del libro, pero que en el film responde al nombre de Sanderson y al rostro de Aaron Eckhart siendo un especulador que sirve de perfecto némesis al más altruista Paul Kemp, al que intenta llevar a los peores recovecos de la profesión periodística movido por intereses puramente mercantiles. 

 A pesar de todo, la letra de la película tiene sus momentos de gloria, como el monólogo sobre el sueño americano que se marca Lotterman (Richard Jenkins) cuando Kemp empieza a esbozar sus dudas sobre si lo que están haciendo es auténtico periodismo o puro teatro engañabobos o casi todo los diálogos que hacen referencia a la prensa como medio de manipulación narcótico para la conciencia, siendo este uno de los numerosos monólogos sobre el estado de las cosas que algunos personajes recitan cuando se les presenta la oportunidad sin dar la sensación de estar ante una película discursiva. Sin duda alguna ayuda el hecho de tener un grupo de actores, con una mención especial a la composición de Giovanni Ribisi como un iluminado que destila alcohol hasta su estado más químicamente puro, escucha discursos de Hitler en su gramola y echa maldiciones a los miembros de la redacción a los que toma por enemigos íntimos y sobretodo al comparsa de Kemp; el fotografo Sala interpretado entrañablemente por Michael Rispoli. Hay letras y personajes que cobran vida y humanidad con los intérpretes adecuados y sin duda la melodía que acaba quedando en la memoria una vez la película ha concluido les pertenece a ellos.
No por casualidad Robinson es también actor, y sabe sacar de lo bueno lo mejor de un grupo de actores que ya de por sí han demostrado ser capaces de poner el listón alto en ocasiones anteriores, y que juntos dan la proximidad justa a un grupo de locos que se niegan a admitir que su barco hace aguas por todas partes permitiendo juzgarlos en sus miserias (de las que ninguno se libra) pero sobretodo quererlos a pesar de y con ellas.

 En cuanto al apartado audiovisual la película, de imágenes más amables que las sugeridas en el libro, este se muestra competente y capaz de insuflar vitalidad a momentos que rozan lo patético, sobre todo en lo que se refiere a la cotidianidad de los miembros del Daily News y sus vidas en apartamentos destartalados pero que a base de familiarizarnos con ellos se van volviendo progresivamente acogedores. No es así cuando Robinson parece obligado a pagar peaje con una historia de amor con la preciosa Chenault (Amber Heard) que en la novela era pura naturalidad y que en el film deviene cine-fórmula pura y dura, con unos subrayados sonoros que provocan algo de vergüenza ajena. O cuando Kemp empieza a tomar conciencia de la situación de los niños puertorriqueños de pura cepa que malviven como pueden mientras los norteamericanos se pegan la gran vida a su costa. Son momentos dignos del más lacrimógeno anuncio de una ONG al uso (y no digo que no sean necesarios o que su fondo no me parezca de lo más respetable) y que sientan como una patada en el orgullo de una película como la que nos ocupa. Escenas como esa comparten patronal estética con otras que plantean Puerto Rico como un paraíso digno de un anuncio de Martini, tal vez con la intención de provocar el contraste inherente a la convivencia del Puerto Rico de los riquísimos y el de los paupérrimos, pero que igualmente se sustenta en un estereotipo que solo podría haber funcionado si hubiese tenido lugar en uno de los dos lados (el rico, que no deja de ser puro escaparate con una tortuga con la concha llena de diamantes incluida) pero no en ambos.

 Quedan, con todos los peros que un pesado como yo pueda poner, momentos para el recuerdo: la epifanía, que yo recuerde ausente en la novela, mediante una substancia a la que no se pone nombre (uno apostaría por LSD) que tiene lugar después de su consumo delante de una mohosa pecera llena de langostas y que lleva a Kemp a la reflexión de que “el ser humano es el único animal que cree en Dios pero también el único que actúa como si ese Dios no existiera” (una de las pocas hechas en voz alta en una película que afortunadamente no se pasa con la épica) y que lleva a Kemp a posicionarse finalmente de parte de los que no tienen como defenderse si no lo hace alguien por ellos. O la primera demostración, mucho antes en el metraje de la película, de un talento para sacar a relucir las miserias de la clase media-alta americana (o occidental, para el caso) que se iría convirtiendo en norma a medida que la carrera de Thompson se fue afianzando.
Me refiero al punzante momento en el que el periodista describe con un cinismo digno de aplauso a una pareja que ha ido a pasar sus vacaciones fortificados en un hotel de Puerto Rico y que resulta de lo más revelador en cuanto a las capacidades y intenciones de Robinson: ahí demuestra que es capaz de hacer una película con una sombra de la grotesca textura que elevó la añorada adaptación de Miedo y asco en Las Vegas a la categoría de film de culto, cosa que no por casualidad tiene lugar cuando la voz de Thompson que narra las imágenes que vemos también se vuelve más reconocible para sus lectores. Podría equivocarme, pero muy bien podría ser la demostración de que Robinson podría haber hecho la película que la crítica y público que le ha dado la espalda esperaba recibir… pero de lo que abstuvo porque no era el momento. 

A pesar de no poder evitar estar dirigida desde el presente con toda la información que se tiene de Thompson y quien acabó siendo desde su estancia en Puerto Rico, es en ese instante cuando el director enseña sus cartas. Thompson era excesivo pero no tanto por aquel entonces, como tampoco lo es su excelente novela por mucho que así lo haga pensar a aquellos que no la hayan leído y sólo conozcan a Thompson por su cacareada y cierta imagen de incombustible escándalo público. La película se muestra visualmente “discreta” no por incapacidad, sino por pura voluntad acorde con el momento vital del escritor que aún está por adquirir la irreverente agresividad que pondría punto y final a su vida y lo haría tanto o más famoso que sus propios y talentosos escritos. El resultado, ligero (pero lejos del aire algo tontorrón de Where the Buffallo Roam con Bill Murray en el papel de Thompson, que escribió el libreto del film y que tiene más de curiosidad que de buena película) puede verse como un Hunter S. Thompson algo aguado o “de sobremesa”, competente, muy entretenido y hecho con indiscutible cariño por su protagonista y el material adaptado.

Título: The rum diary. Dirección: Bruce Robinson. Guión: Bruce Robinson, adaptando la novela escrita por Hunter S. Thompson. Producción: Christy Dembrowski, Johnny Depp, Tim Headington, Graham King, Robert Kravis y Anthony Rulen para Dark & Stormy Entertainment, FilmEngine, GK Films y Infinitum Nihil. Fotografía: Dariusz Wolski. Diseño de producción: Chris Seagers. Montaje: Carol Littleton. Música: Christopher Young. Año: 2011.
Intérpretes: Johnny Depp (Paul Kemp), Amber Heard (Chenault), Aaron Eckhart (Sanderson), Michael Rispoli (Sala), Giovanni Ribisi (Moburg), Richard Jenkins (Lotterman).



[1] Hunter S.Thompson nació en Louisville, Kentucky, en los EUA, en el año 1937 o 1939, según la fuente consultada, pero por unanimidad “enfadado con el mundo”. Huérfano de padre junto con sus dos hermanos, fue criado por su madre que le inculcó el gusto por la lectura y la inquietud cultural. El joven Thompson pasó de ser un prometedor aspirante de deportista a ser acusado y encerrado un fin de semana por robo, ser un habitual en los bares y al consumo de tabaco, sumado a un problema de columna que le provocaba una ligera cojera y que empeoró con los años. Abortada la posibilidad de triunfar en el mundo de lo físico, Thompson se metió de lleno en su objetivo de ser un gran escritor, primero como periodista y luego estudiando en la Universidad de Columbia en un curso de escritura de cuentos. Numerosas cartas de rechazo y una actitud poco dada a someterse a los dictados de otros mellaron algo su ánimo y se lamió las heridas escribiendo más artículos periodísticos en los que poco a poco iría alzando la voz hasta asentarse en Los ángeles del infierno, artículo publicado en 1965 y base del libro del mismo nombre publicado por Random House en 1966 (y aquí por Anagrama) hasta dar la campanada en  la revista Rolling Stone. Su reportaje por entregas sobre una carrera de motociclismo que tenía lugar en Las Vegas acabó conformado su más célebre trabajo; Miedo y asco en Las Vegas fechado en 1971 y publicado aquí por Anagrama se convirtió en un clásico de la contracultura escrita. La adaptación del libro-reportaje de la mano de Terry Gilliam,  amada y odiada por unos y otros pero memorable para todos, acercó a Thompson a una nueva generación de lectores y hizo posible el film que nos ocupa ahora mismo. En 1970 escribió The Kentucky derby is Decadent and Depraved (El derby de Kentucky es decadente y depravado)  puso los cimientos del Nuevo periodismo capitaneado por Tom Wolfe y en concreto el estilo periodístico “Gonzo” ; mezcla de realidad y ficción, objetividad y subjetividad en la que el periodista es tanto narrador (y por tanto observador subjetivo) de lo que ocurre como protagonista y afectado de la noticia. Volviendo al escritor en los setenta y convertido en un icono de la vida extrema y fuera de la ley de la normalidad, la encorvada figura de Thompson fue adquiriendo los tintes de un personaje mítico del que nunca llegó a descabalgar. Algunos de los que lo conocieron aseguran que la persona de Thompson desapareció engullido por su imagen pública de bomba de relojería a punto de estallar y que fue en parte lo que limitó (sumado a las drogas y los excesos, que pasan factura) la longitud de su obra en sus últimos años de vida pese a que fue siempre muy respetado como analista foráneo a los grandes conglomerados de comunicación de masas. El 20 de febrero de 2005, físicamente deteriorado y dolorido por sus problemas de columna que amenazaban con dejarlo casi inválido y por tanto con serias dificultades para alcanzar la energía que su propia imagen pública le otorgaba y obligaba, Thompson se suicidó disparándose en la cabeza con una de las muchas armas que tenía en su casa, siendo estas una de sus grandes aficiones. Sus cenizas fueron esparcidas según sus deseos: mediante un cañón de 20 metros de altura con un enorme puño cerrado con dos pulgares (símbolo del Gonzo) en su extremo mientras sus amigos y familiares celebraban una fiesta de despedida bajo él. Johnny Depp fue el encargado de llevar a cabo el funeral de Thompson y poner los fondos económicos necesarios para ello. Algunos aseguran que su marcha fue debido a que no podía soportar ver a George Bush Jr. en el poder y vivir en el país del que este era presidente, otros que fue su dificultad para escribir como él quería o también, lo más probable, que alguien así no esperó a que su decadencia física le impidiera poder decidir sobre sí mismo. En cualquier caso,  consiguió alcanzar un final acorde con sus deseos y a la altura de su propia leyenda.
[2] Editado en 1998 (a pesar de llevar escrito desde 1959) en los EUA al ser encontrado un primer manuscrito en el sótano del hogar de Thompson por este y Johnny Depp durante la preparación del film Miedo y asco en Las Vegas, y se publicó por insistencia de este último. La traducción al español llegó a nuestro país de la mano de Anagrama en el año 2002.
[3] Oficialmente Estado libre Asociado de Puerto Rico, territorio no incorporado de los Estados Unidos de América con estatus de autogobierno y situado al noreste del Caribe, a 2000 kilómetros de la costa de Florida y está rodeado por República Dominicana al este y las Islas Vírgenes al oeste. De clima tropical goza además de un variado ecosistema a pesar de su reducido tamaño. Los puertorriqueños son considerados estadounidenses desde 1917 y tiene una constitución propia para el manejo de asuntos internos, a pesar de lo cual sus leyes y decisiones gubernamentales son revocables por el congreso estadounidense mediante una cláusula territorial. A día de hoy y a decir del censo de los Estados Unidos, la mayoría de la población está formada por blancos en un setenta por ciento, un veinte por ciento de población mestiza y un uno por ciento de población afrocaribeña. Las lenguas oficiales son el inglés y el español, siendo esta última de uso más habitual.


miércoles, 11 de julio de 2012

ENTER THE VOID


 
¿Han visto The trip? En aquella película dirigida por Roger Corman en 1967, Peter Fonda tomaba una sustancia (presumiblemente LSD) y se dedicaba a deambular por la calle perseguido por la cámara a ritmo de una banda sonora propia (como el resto de la película) de la época en la que tiene lugar la acción y realización del film. Esporádicamente el loco de Dennis Hopper hacia acto de presencia para decirle a Fonda que no se pusiera nervioso y que todo iba bien, que todo estaba en su cabeza. La intención inicial de Corman era hacer una película-experiencia en la que el espectador se sintiera como en un viaje de ácido a pesar de que el mítico productor -al que el cine norteamericano le debe mucho más de lo que se le reconoce en los libros de historia- nunca había tenido tal experiencia en el consumo de drogas. Fue después de su primer viaje en ácido, bajo la serena vigilancia de un amigo en un claro del bosque, cuando Corman se dio cuenta de que traspasar su experiencia a la pantalla era imposible y más cuando se contaba con los exangües presupuestos propios de la factoría Corman.
42 años más tarde Gaspar Noé, enésimo enfant terrible del cine contemporáneo[1],  recoge el guante y en su última película Enter the void, nos propone al menos en su primer tramo esa “experiencia definitiva” ante la que Corman claudicó.

La película empieza en Tokio, capital de neón a parecer del film, en la que un joven llamado Oscar discute con su hermana Linda sobre un amigo de Oscar, Alex, con el que trapichea con drogas (DMT[2], concretamente) en la ciudad y que, según ella, lo va a meter un lío a menos que deje de verlo, y pronto. Oscar parece hacer caso omiso de los consejos de su hermana y decide pasar la noche leyendo el libro tibetano de los muertos y fumando DMT, que primero le produce una experiencia extracorporal y luego unas visiones en las que parece hundirse en un bosque de brillantes ramificaciones… Lo que hasta aquí podría no llamar demasiado la atención sobre el papel, sorprende sobremanera al verse en pantalla, y ello es debido al gran gancho estilístico que muta con el metraje más avanzado: todo se ve a través de los ojos de Oscar. Literalmente. El primer tramo de la película es una cámara subjetiva que nunca se rompe y incluye unos rapidísimos fundidos a negro a modo de parpadeo. La primera vez que vemos a Oscar es durante esa breve experiencia extracorporal y cuando cierra los ojos y tienen lugar esas alucinaciones que comentaba algo más arriba, el espectador se ve rodeado de esas imágenes presuntamente oníricas. La apuesta sigue y sube con Oscar levantándose y mirándonos/mirándose a los ojos después de lavarse la cara en un cuarto de baño que al igual que su apartamento (y todos los que aparecen en la película) es de un caótico preciosismo digno de Won Kar-Wai, saluda a Álex, el amigo motivo de la discusión inicial y bajan a la calle camino a The Void, un bar nocturno en el que Oscar se encontrará con Victor, disparador de la segunda parte de la película. 
Hasta aquí, la sorpresa es soberana, el envoltorio audiovisual es fascinante y Noé pelea sus galones como promesa del cine mundial en cuanto a llevar al espectador un poco más allá de lo esperable. Al final de ese primer tramo Oscar muere por la bala perdida de un policía japonés durante una redada, lo que produce un relativo cambio en el punto de vista, la cámara abandona el cuerpo de Oscar y se eleva sobre Tokio buscando a sus seres queridos e introduciéndose en algunos lugares en los que salta a través del tiempo en los que esta vez no estamos detrás de los ojos de Oscar (o dentro de su cabeza), sino pegados a su nuca mientras se diría que su alma atrapada entre el mundo de los vivos y el de los muertos busca  un nuevo cuerpo en el que reencarnarse. Y por buscar, busca hasta a través del tiempo. Ya sea cuando es niño y en un brutal accidente de coche pierde a sus padres o se siente sexualmente atraído por su madre siendo casi un bebé, o más mayor cuando el objeto de deseo parece ser su hermana Linda (ya toda una stripper zalamera y seductora como ella sola) o la  atractiva madre de su amigo y socio Victor, con la que acabará yéndose a la cama y provocando el acto de traición de Victor delatándolo a las autoridades. También se sitúa en el presente que Oscar ya ha abandonado, al menos en su aspecto físico, y en el que ve como sus amigos y su hermana llevan su pérdida mediante unos planos secuencia que orbitan/nos hacen orbitar sobre los personajes y que recuerdan vagamente a los que conformaban Irreversible, su anterior película de 2002. Así, mientras la breve primera parte de la película es un prodigio de forma (y una vacilada en toda regla) con unas situaciones más o menos anecdóticas como base y más impresionante que emocionante en su conjunto –que es mucho- la segunda aún con toda la excelencia formal de la que hace gala toda la película y los temas que trata que podrían dar mucho de sí de no ser por lo poco o nada profundizados que están, es bastante más cansina[3].

Una cosa es explicar más o menos como Oscar ha llegado a encontrar su muerte en un sucio lavabo de un bar llamado The void (de ahí una de las más terrenales acepciones del título) y otra repetir sin cesar escenas ya vistas durante la película con mínimas variaciones que no aportan nada o casi nada a lo ya visto. Al rato de película lo que tanto sorprende y hipnotiza al espectador –su apabullante vestido audiovisual muy cercano a la psicodelia, con un excelente trabajo del equipo de fotografía, efectos especiales, dirección artística con por lo visto algunas aportaciones de Marc Caro y montaje todos a una- deviene habitual y no va a ningún lado que no sea a otra set-piece más complicada y virtuosa que la anterior pasando por un maravillosamente hortera Tokio en miniatura hecho con pequeñas lucecitas de neón, algo de sexo ya sea desde un punto de vista cenital (y más adelante, en un incestuoso plano secuencia memorable[4], genital), una gran escena de resurrección no deseada de Oscar en la morgue que provoca el pasmo y la repulsa de los que eran sus seres queridos, la triste interrupción del embarazo de su hermana y otros que, como los anteriores, no restan pero acaban por no sumar en absoluto alargando la película hasta sus dos horas y cuarenta minutos, hechas con mucho mérito pero excesivas para lo que acaba contando y para el  moroso ritmo con el que lo hace,  cosa que no sería un problema de no ser por lo redundante que acaba resultando.

Enter the void (Entra en el vacío en su traducción al español y una profecía para la sensación que tiene el espectador al terminar el film) acaba siendo justamente recordada como una “experiencia” audiovisual más que como una historia narrada en imagen y sonido porque sencillamente la historia en cuestión se deshace entre las manos. De por sí, eso tampoco es necesariamente malo pero sí acaba siéndolo al combinarse con la distancia emocional entre el espectador y los personajes de la película, tanta como la que hay físicamente entre ellos y la presencia (el punto de vista de la cámara) de Oscar.
Uno ve lo que ocurre pero casi nunca llega a sentirse afectado por ello. Es probablemente una opción consciente por parte de Noé identificando al espectador con el desapego por los asuntos terrenales de su protagonista principal, y es perfectamente coherente con las bases del film, sin nada que objetar en ese aspecto. Pero el efecto que provoca es que uno se desentienda de lo que pueda ocurrirles a los pobres diablos que deambulan por las brillantes imágenes que conforman la película y de eso a que todo el film acabe por darnos igual, hay un dubitativo paso. 

Con algo más de la energía con la que Noé carga los títulos de crédito del film, que en lugar de estar al final como sería habitual se encuentran al inicio a una velocidad a la par con un revolucionadísimo parpadeo luminoso (tenga cuidado los epilépticos) y lo terrenal de su argumento antes de meterse en rimbombantes y algo vacuas, por demasiado distantes, teorías adaptadas del libro tibetano de los muertos el saldo sería admirable en todos los sentidos, pero el aplauso se queda en el aspecto formal y al mérito del conjunto, arriesgado por original en su forma y ritmo y memorable, pero a la postre también bastante aburrido.

Título: Enter the Void. Dirección: Gaspar Noé. Guión: Gaspar Noé y Lucille Hadzihalilovic. Producción: Fidélité Films, Wild Bunch, Les Films de la Zone, BUF, Essential Filmproduktion GmbH, BIM Distribuzione y Paranoid Films. Fotografía: Benoît Debie. Dirección artística: Jean André Carrièrrey Kikuo Ohta. Montaje: Gaspar Noé, Jerome Pesnel y Marc Boucrot. Música: Thomas Bangalter. Año: 2009.
Intérpretes: Nathaniel Brown (Oscar), Paz de la Huerta(Linda), Cyril Roy (Alex),Emily Alin Lynd (Linda niña), Jesse Kuhn (Oscar niño), Masato Tanno (Mario),Olly Alexander (Roy), Sara Stockbridge (Suzy).


[1] Unas declaraciones de Noé (nacido en Argentina pero afincado en Francia, desde donde trabaja) que aseguraban que “La venganza es algo natural. Algo inherente al ser humano” en la presentación de la película levantó ampollas entre algunos intelectuales de una parte de la izquierda que no parecen entender el arte o la cultura desde su propia escala o orientación política sobre las cuales la máxima de Noé, considerada más propia del fascismo de derechas, cayó como una bomba. Si a ello sumamos las dos escenas cumbre del film que justifican tal afirmación; un brutal asesinato en el que un hombre machaca el cráneo a otro con un extintor hasta casi literalmente destruirlo y la más desagradable de las dos y que se sostiene aún a día de hoy como el buque insignia de la provocación made in Noé, la de la violación de una mujer en tiempo real. Más allá de esas dos escenas de impacto, la película era, bajo una forma brillante, un ejercicio dispuesto a meter el mal rollo bajo la piel del espectador a base de montar el film desde el final hasta el principio, invirtiendo el orden cronológico de las escenas, dando una sensación de inexorabilidad brutal al saber de las desgracias que caen sobre los personajes sin que ellos lo sepan en su felicidad a punto de estallar.
Antes de dicho film, Noé dirigió Carne, primer mediometraje y  Solo contra todos, su primera película que compartían protagonista (un carnicero desquiciado que decide ejercer fuera de la casquería que regenta). A falta de haberlas visto, sólo decir que con Solo contra todos ya puso a su director en el punto de mira de los Nuevos Polémicos reafirmándose con Irreversible, cosa que de forma mucho más rebajada por estar ceñido sobre todo a la forma a buen seguro Enter the void  no hará si no reafirmar.
[2] Dimeltiltriptamina; una substancia supuestamente natural que se relaciona con las imágenes creadas en los sueños y experiencias extracorporeas que se dice son muy similares a “experiencias de muerte”.
[3] El otro film que creo emparentado con Enter the void  además de The trip, es también hermana de esta en su país de producción, Francia: la adaptación al cine del cómic Blueberry por parte de Jan Kounen (otro enfant terrible , este de la era Tarantino y que ha caído en el olvido) en 2004 cuyo último tramo dinamita cualquier puente que haya podido establecer con la narrativa convencional para lanzarse al vacío de lo anarrativo por un viaje místico a base de peyote que acaba siendo también un poco aburrido, aunque curioso. No contento con ello, Kounen ponía punto y final a su película con un “A session by Jan Kounen” como si de un DJ al uso se tratara… intentando aproximar su falsa adaptación al más etéreo terreno de la música (y las drogas de diseño).
[4] Es una escena hecha en otro plano secuencia que, si no recuerdo mal, comienza su perversa andadura al mostrar la cama en la que la hermana de Oskar y su amigo hacen el amor (a pesar del mucho sexo que hay en la película es la primera vez que parece tener que ver con algo parecido al cariño o al afecto), se acerca a ellos para introducirse en la cabeza del hombre, ver a través de sus ojos como monta a su hermana como si fuese él mismo quien lo hace, desaparecer dentro del cuerpo del hombre pasando por unos instantes en tonos rojizos, pasar al cuerpo de la mujer por lo que hace de puente entre ambos, ver el óvulo desde cada vez más cerca y girarse para ver la penetración desde dentro de la vagina en una imagen  que se debate entre lo absurdamente desagradable y la risa de incredulidad y que sólo podría ser superada en impacto en un visionado en tres dimensiones; el del glande entrando y saliendo y casi chocando con la pantalla hasta eyacular y empujar al espectador dentro del óvulo que empieza a gestar el feto, con lo que se produce la reencarnación de Oscar como hijo de su propia hermana. De traca.

viernes, 6 de julio de 2012

LOS MUPPETS



Mi conexión con el universo de los Teleñecos nunca ha sido directa. Sí lo ha sido con el de su creador, el difunto Jim Henson (1936-1990), a través de su obra televisiva Fraggle Rock o la mítica, primero en su versión española –con su caponata de pelo fucsia- y luego en la americana, serie de Barrio Sésamo, o más directamente todavía Cristal Oscuro o Dentro del laberinto (dirigidas y co-escritas por el propio Henson en 1982 y1986 respectivamente) y casi a título póstumo, los protagonistas de la adaptación cinematográfica de Las tortugas Ninja en 1990. El recuerdo que tengo de los Teleñecos se reduce a esporádicos visionados de alguno de los programas de La hora de los Teleñecos, cuando se emitía en nuestro país en la poca programación de Canal Plus que no era en frustrante codificado… y de cuyos programas no recuerdo prácticamente nada. Descartando así que mi entusiasmo por Los Muppets sea debido a la nostalgia, digo ya de entrada (por si alguno quiere dejar de leer porque ya la ha visto y no está de acuerdo en absoluto) que me ha parecido no sólo una excelente película, sino una de las más optimistas sin pecar de ingenua que he visto en mucho tiempo.

Su argumento parece un zurcido de situaciones que desgraciadamente son cada vez más cotidianas: debido a desavenencias personales y problemas económicosLos Teleñecos se han dividido y su centro neurálgico, el Teatro de los Teleñecos, es pasto de las visitas guiadas y bordea, al igual que sus propietarios, el olvido. Una pareja de hermanos, uno de ellos humano (Jason Segel, también co-guionista) y el otro teleñeco, que no me pregunten como pero son de sangre, deciden reunir de nuevo a los Teleñecos y montar un último número que les permita salvar al Teatro de la bancarrota. Para ello deberán primero reunirlos a todos, empezando por la Rana Gustavo que vive atrincherado en una mansión protegida por rejas electrificadas rodeado de enormes retratos de su antiguo equipo. Por otro lado, la Cerdita Peggy se ha labrado un porvenir como modista en París y ha olvidado el amor incombustible que siente por el reportero más dicharachero, Animal intenta controlar sus impulsos alejando de sí todo lo que le recuerda a su ansiada batería asistiendo a cursos de control de la ira, y otros como Reggio malviven en peligrosos tugurios de mala muerte en Reno tocando con imitadores de los teleñecos y promocionando habitaciones de motel a precios de saldo la noche… A este desolador panorama hay que sumarle la presencia de Tex Richman, el Mal en persona en el bondadoso mundo Teleñeco que quiere comprar el Teatro de los Teleñecos para echarlo abajo y hacerse con los yacimientos de petróleo que hay en su subsuelo. Este desagradable personaje interpretado con bastante sentido del cachondeo por parte de Chris Cooper y que aglutina los peores vicios económicos también amenaza con robarles el nombre registrado de los Teleñecos y sustituirlos por su versión macarra y cínica “más acorde a los tiempos” según sus palabras detrás de las que se esconde un intento de “reeducar” a peor al público infantil.

Coherentemente con este triste punto de partida, el inicio del film se dedica a desmontar los mecanismos que conforman algunos elementos de la película con el aparente y consciente objetivo de minar la capacidad de credibilidad del espectador. La lluvia que cae sobre una ventana es en realidad un aspersor con el chorro desviado en un día soleado, los cuasi religiosos coros que anuncian la primera aparición de la Rana Gustavo con un celestial contraluz provienen de un autocar de coristas que pasa detrás del reportero más dicharachero y lo ilumina con sus faros antes de desaparecer calle abajo. También se viaja por mapa, en una de las ideas más divertidas de la película, para ganar tiempo y por el mismo motivo se utilizan de forma consciente por los teleñecos técnicas como el montage para reunir a la banda en el mínimo tiempo posible. Podría ser una sencilla forma de meterse a un público demasiado descreído en el bolsillo, pero también, vista su evolución, podría ser una estrategia dramática más intencional que el chiste puro. Toda la película se dedica a levantarse la falda para enseñar la tramoya que la sostiene, pero deja un elemento incólume: Los teleñecos.
Gustavo, la Cerdita Peggy y los demás nunca son cuestionados ya desde el momento en el que una imposible hermandad entre un ser humano y un teleñeco que todavía no sabe que lo es da el pistoletazo de salida del film, irreductible en su sana y cariñosa locura. Mientras la ilusión que es el cine se deshace bajo el peso de una realidad en la que el romanticismo ha muerto, los teleñecos siguen indemnes. Conscientes de que habitan en una película que tiene dificultades para alegrar al personal en horas bajas, pero tan vivos como sus compañeros de reparto humanos.

En otro momento una directiva de una cadena de televisión interpretada por Rashida Jones a la que intentan vender el espectáculo (antes lo han intentado sin éxito en otras cadenas entre ellas la dirigida por el ultraconservador Rupert Murdoch; Fox TV) que salvará el Teatro les dice que su estilo “ya no cuenta”.
Para convencerlos les muestra un fragmento de un programa infantil llamado “Arréale al profe” (porque evidentemente no harán un “Arreale al especulador sin escrúpulos”) en el que unos niños pegan a sus maestros que se disculpan gritando “¡creía que podría enseñarles algo!”. El derrotismo inicial, las algo humillantes formas de vida de los teleñecos que intentan sobrevivir a la pobreza, los continuos rechazos a su forma de ver el mundo como caduco… Todo parece conspirar contra cualquier sentimiento que no de apoyo al todos contra todos, al  mal entendido cinismo, al matonismo institucional y personal y al unirse al tren que arrolla a todo el que no tiene las supuestas agallas (o el dinero, si vamos a lo que nos interesa) para subirse a él. Es la otra guerra, la anímica y mediática, que conforma un clima en el que se acaba identificando la ternura o la crítica al todopoderoso dinero sin ningún tipo de atadura humana con la derrota.
Si fuese una sola cosa dentro de la película lo que hiciese hincapié en estos aspectos tristemente cotidianos podría dudarse de sus intenciones, pero la cantidad de referencias al respecto  y la participación de actores de ideología abiertamente progresista acaban conformando un tapiz ideológico demasiado reconocible como para poder obviarlo.

Pero todo lo anterior sería papel mojado, o pura retórica para justificar al espectador adulto que esta es una película que merece un visionado con aplauso final incluído de no ser por todo lo demás: lo que realmente levanta la película es su desbordante  vitalidad apuntalada por un sentido del humor que se niega a dar el brazo a torcer y a venderse al cinismo y lo frívolo a cambio de una sonrisa supuestamente cómplice del público.
Es a partir del momento en el que somos introducidos por Zach Galifianakis, que se suma a una larga lista de apariciones estelares de caras conocidas, interpretando a un mendigo acomodador cuando el show da comienzo. Jack Black (que además de interpretarse a sí mismo como siempre esta vez lo hace bajo su propio nombre) como maestro de ceremonias a la fuerza (ha sido secuestrado por los teleñecos ante su negativa a participar en el espectáculo) es víctima de una versión del Nevermind de Nirvana, sumándola a la gran banda sonora de la película, cantada a capela por los teleñecos. 
Y la desconfianza que ha ido menguando durante el metraje se desintegra ante un entregado espectador. Uno no sabe si es por el masaje con conciencia de serlo que ha sido todo el resto del film, pero cuando la película entra a trapo en la blanca diversión basada en el ingenio del que no tiene más recursos es imposible no reírse como un crío o sumarse a los aplausos del público entregado que ocupa el teatro. Ahí no hay trampa ni cartón, aunque sabemos que todo es falso menos la fe que uno pueda tener en la pura diversión.

El director James Bobin, entrenado en desaparecer detrás de las franquicias en las que ha participado como director de capítulos del programa Ali G de sacha Baron Cohen o la sitcom de humor absurdo Flight of the conchords (la segunda de las cuales no he visto, pero por lo que he oído no es moco de pavo) ni suma ni resta, pero se hace a un lado y echa oficio sobre un film en el que se sabe incapaz de hacer sombra a las auténticas estrellas. Ningún momento resulta remarcable a nivel formal, pero al menos tampoco provoca sensación de dejadez ni de ser un producto teledirigido desde las oficinas de la todopoderosa Disney, nuevo hogar a golpe de talonario de los Teleñecos... que por fortuna también se hace a un lado y toma la decisión más sabia: ¿por qué entrometerse si la única forma de que algo funcione es no hacer cambios?

Los Muppets no es sólo un ejercicio de constante reafirmación de sus componentes en sus papeles, plasmado sobretodo en el arco de ambos personajes principales. Físicamente antitéticos pero idénticos en su inocencia van distanciándose hasta converger en su destino final: la aceptación de uno mismo y de que crecer es según sus palabras "dejar de creer en los demás para empezar a creer en uno mismo", o el del personaje de Animal que abraza su furia (es un decir) rockera encontrando de nuevo su tan anhelado sitio.  
También, y esa junto con lo anterior su mayor baza emocional, una declaración de principios de los que se niegan a claudicar y que demuestran que tener esperanza en la gente y pasarlo bien no es un acto ingenuo o desesperado, sino quizás lo poco que nos queda, el no poner la otra mejilla ante lo Gris. Antes del festival final, mientras duermen en improvisadas hamacas en el destartalado Teatro, los teleñecos intentan mantener a raya el miedo escénico mientras miran el cielo nocturno a través de un boquete que hay en el techo. Fozzie dice estar preocupado por si empieza a llover y acaban empapados, a lo que Gustavo le replica que al menos pueden disfrutar del espectáculo de una noche llena de estrellas. ¿Se puede hablar más claro? No importa. Esta película es una gozada.

Título: The Muppets. Director: James Bobin. Guión: Jason Segel y Nicholas Stoler sobre los personajes creados por Jim Henson. Producción: Walt Disney Studios, Mandeville films y Muppet Studio. Fotografía: Don Burgess.  Música:Christopher Beck. Año: 2011.
Intérpretes: Jason Segel (Gary), Amy Adams (Mary), Chris Cooper (Tex Richman), Rashida Jones (Ejecutiva de cadena de televisión).