martes, 24 de julio de 2012

ROJO OSCURO



Existe un cine solar y un cine lunar. El primero ilustraría los fondos y maneras de lo equilibrado y lo respetable, de la cara más luminosa de lo cotidiano. El segundo, de igual vitalidad aunque de una naturaleza bien distinta, tiene sus bases en el desequilibrio, lo antisocial, la crueldad, lo agresivo y lo oscuro en todas sus acepciones. El director italiano Dario Argento[1] se ha labrado una filmografía pletóricamente lunar en la que su mejor película y su plenilunio coincidieron en 1977 con Suspiria, su film posterior al que nos ocupa. Espero poder hablar aquí algún día de dicha película, pero mi primer y único visionado de ella hace ya bastantes años han difuminado bastante su recuerdo. Así pues, y siguiendo con la segunda de la lista del top ten del cine de Argento, hablaremos de Rojo oscuro, hecha en 1975 en la cúspide de la carrera del italiano y que ofrece de manera mucho más plausible que su siguiente película las tiranteces existentes entre el fondo y la forma que han sido moneda de cambio en su cine. O lo que es lo mismo, no es la mejor de sus películas aunque poco le falta, pero sí la más representativa.

Rojo oscuro da sus primeros pasos a poco de comenzar los créditos, interrumpidos por una imagen de la que emana una tonadilla infantil que se tornará en una premonición de muerte a todo el que la escuche en adelante. Recortadas sobre la pared enmarcada por un engalanado árbol de navidad con regalos a sus pies y el gramófono que escupe la melodía infantiloide, vemos a dos sombras forcejeando hasta que una cae al suelo. Un cuchillo ensangrentado cae sobre el parqué, a la altura de nuestros ojos y unos zapatos de niño entran en plano deteniéndose junto al arma homicida, expectantes. Y vuelta a los créditos, esta vez espoleados por una creciente melodía lograda con sintetizador (es la época, que quieren) de maníacos compases firmada por el grupo Goblin hasta que por fin, comienza la película en sí. Sin poder sacarnos de la cabeza el plano de apertura, la cámara (y con ella nosotros) entra en un teatro que se va desplegando a medida que las cortinas se descorren a nuestro paso hasta llegar a un enorme escenario en el que una parapsicóloga ofrece un simposio en el que demuestra su poderío. Ese es el poder de leer la mente que inicialmente se limita a descubrir a la gente por su nombre y el contenido de sus bolsillos aunque sea a metros de butacas de distancia, pero que pronto se torna un método para descubrir verdades mucho más siniestras. Presa de temblores y al borde de un trance que la violenta hasta físicamente, la mujer afirma que hay un asesino en la sala, una presencia de muerte que actuó en el pasado y que volverá a matar. Y vaya si lo hace. La pobre mujer es la primera víctima en caer bajo la crueldad del asesino anónimo. Pero durante el crimen un paseante, un pianista que visita a un colega de profesión borracho como una cuba, ve desde la calle los últimos segundos de vida de la mujer antes de ser degollada cuando le ensartan la garganta contra el cristal de una ventana que rompe con la cabeza. Este hombre, llamado Marcus Daily e interpretado por David Hemmings, subirá corriendo en inútil auxilio al piso de la asesinada justo a tiempo de ver una silueta enfundada en una gabardina y tocada con un sombrero desapareciendo calle abajo. La investigación criminal llevada a cabo por unos policías de opereta le hará darse cuenta de que ha visto más de lo que creía haber visto, pero no alcanza a saber qué. Carcomido por la duda, empezará a investigar por su cuenta colaborando con una periodista metomentodo (Daria Nicolodi, pareja de Argento) mientras el asesino, puesto en alerta por los medios de comunicación (que en la película son retratados con una falta de protección a la intimidad alucinante) de que el músico podría identificar al asesino empieza su cacería.
Como puede leerse la historia en sí no tiene nada de particular. Vista ahora puede llamar la atención por lo rebuscado de su trama a medida que esta va avanzando, lo que entonces era más normal por su afiliación a un estilo; el llamado giallo[2], más en boga que hoy en día, totalmente olvidado por el gran público. Lo que sigue aguantando el tipo y es sin duda la marca de la casa que hace que el film siga siendo lo que fue es la forma en que Argento y sus secuaces (su equipo técnico) dan vida a Rojo oscuro en la pantalla.

Si al inicio de la película se nos otorga más información que a los personajes (el crimen de los títulos de crédito del que nadie sabe nada hasta casi terminado el film, el asesino del que vemos la ropa y silueta pero no sabemos la identidad…) y incluso más adelante se nos roba información y se rompe el punto de vista de un personaje, el del pianista, que en la versión estrenada en salas (que es la que analizamos aquí, el montaje del director es tanto o más recomendable, pero así no mareo la perdiz[3]) no aparece hasta el cuarto de hora de película, tenemos como resultado una división entre el mundo en el que los personajes viven y como se ve ese mundo. Y la mirada de Argento se revela como muy poco amable con ellos, especialmente en sus muertes. Al realizador italiano la moral o el temor o la tristeza que pueda haber detrás de una muerte y que afecta a los personajes de sus películas le trae sin cuidado. A él le interesa la belleza, y punto. No es que lo diga yo o lo que pueda decir él, es la película la que lo grita exultante en todo momento. Ya sea en una conversación telefónica desde una cafetería y la redacción de un periódico o una más relajada en un sencillo comedor; la posición de la cámara, el colorido (rojo y negro predominantemente), el espacio que ocupan los personajes dentro del plano, la dura iluminación que los recorta sobre el fondo, e incluso su físico llamativo desde un aquí y ahora que ha estandarizado los cuerpos de los que aparecen en pantalla llegando al límite del soserío por igualdad en el caso del cine de terror. Todo colabora a crear una sensación de fisicidad, sí, pero muy diferente a la suciedad de otras películas que también la lograron tirando por el camino contrario, rozando lo pictórico. En un universo como el de la película en la que el arte –con casas con las paredes forradas con cuadros, músicos como protagonistas, actrices que lloran por su gloria perdida y ambientes bohemios- forma parte igualmente de la trama sin cristalizar nunca en un discurso engolado, pero la forma de Rojo oscuro toma distancias con otras películas por su exquisitez visual y juega duro en los momentos más crueles; los de los asesinatos, que en ese contexto casi parecen un arte más, el más oscuro de todos.

Si he comenzado el comentario hablando de la cualidad lunar del cine de Argento, esta se debe especialmente a que la belleza a la que acabo de hacer referencia vira a perturbadora en los macabros crímenes. Argento prepara el ritual que precede a las muertes (la canción infantil del inicio, la habitual aparición de muñecos bastante trotados de aspecto siniestro cerca del futuro difunto…) con el mismo esmero con que lo hace el asesino y prácticamente con la misma intención[4]. Argento se da de la mano con Thomas De Quincey y su célebre  y algo cansino Del asesinato como una de las bellas artes y parece interesarse más por el terror y dolor de sus víctimas que la compasión que pueda provocar la muerte de estas en sí. Por si fuera poco, el realizador desperdiga durante el metraje algunas secuencias de valor narrativo nulo (cosa que también cala en secuencias más contextualizadas pero que a la que se analizan con detenimiento no aguantan un mínimo examen de lógica) y además fuera de cualquier contexto: bajo la batuta del tema principal del film por los Goblin, vemos un ovillo de lana rojo que se desenreda hasta dejar atrás una canica que es golpeada por otra, que se detiene junto a un dibujo infantil en el que se ve un asesinato pintado a plastidecor. También hay una miniatura de un guerrero samurai que nos amenaza con su espada, unos guantes de cuero y finalmente una resplandeciente navaja: el arma del crimen. Y hay más; la planificación de la película revela carnosas pestañas de ojos que ocupan toda la pantalla mientras son pintados, un plano muy similar de la boca de la parapsicóloga dejando escapar el agua que acaba de beber para tranquilizarse y que se desparrama por su barbilla incapaz de contenerla mientras grita “¡Volverás a matar! ¡Volverás a matar!”, carne que se abre a cuchilladas, gotas de sudor que caen por las sienes de los que presienten que su muerte está muy cerca, una lagartija ensartada en un alfiler por una niña de aire diabólico que rondará los ocho años, o dos locos discutiendo en un mercado sin que ninguno de estos momentos parezcan responder a otro motivo que el atmosférico. Porque si algo se desprende y se recuerda por encima de todo lo demás en Rojo oscuro es su morbidez. 

Sólo las demasiado numerosas escenas que hay entre crimen y crimen consiguen dar crédito humano a unos personajes que de no ser por esos momentos de relativa calma y la buena química de los actores, que están más que bien en sus respectivos papeles, serían carne de cañón por los que, tal y como nos lleva Argento por los vericuetos de la película, no sentiríamos demasiada lastima. No es el único punto flaco (por resultar repetitivas, no por piadosas) del film. Lo que peor ha envejecido de este es sin duda su banda sonora; dejando a un lado el tema principal y la canción infantil el resto del acompañamiento musical ni parece el adecuado (lo que parece es chill out) ni sobretodo parece bien colocado durante la película, siendo capaz de echar por tierra en segundos la enrarecida atmósfera que le ha llevado minutos levantar. 

Hay, además, una propina que otorga eso tan feo por paternalista llamado “respetabilidad intelectual” para los que lo necesiten, y que emparenta al film con otro igualmente protagonizado por David Hemmings; me refiero a Blow up clásico del cine y a día de hoy una aburrida perogrullada dirigida por un Michelangelo Antonioni mucho menos inspirado de lo que era habitual en él. A los demás, los que no necesiten tener una tesis que respalde el disfrutar o temer de una buena película, les provocará el soberano pasmo del que ha visto algo sin darse cuenta y sin que hubiese trampa ni cartón a la que agarrarse. No revelaré el resultado, que es objeto del escozor de conciencia que mueve al protagonista por el laberinto de su memoria en búsqueda de la pieza que falta para montar el rompecabezas y que sirve además como metáfora de lo que Argento hizo durante mucho tiempo antes de entrar en la lamentable barrena artística en la que se ve sumido actualmente. 

La metáfora implícita en la película sobre como la mirada varía aquello que mira es aplicable a Argento y a la forma en que el film parece estar planteado. Al igual que el protagonista, Argento basa su eficiencia no en el que sino en el como. No en el guión sino en su sádica forma de concebirlo en imágenes y sonido. La cuestión ética queda en manos del espectador, situado a la fuerza entre dos fuegos, el del fondo que se presupone humano en su moral y la forma amoral que lo ilustra y acaba por devorarlo todo. Lo perturbador de la película no reside sólo en los asesinatos, infecta todo lo demás. Su turbia belleza fascina y repele a partes iguales y a la que uno se descuida, de forma indivisible.

Título: Profondo rosso. Dirección: Dario Argento. Guión: Dario Argento y Bernardino Zapponi. Producción: Claudio Argento. Fotografía: Luigi Kuveiller. Diseño de producción: Giuseppe Bassan. Montaje: Franco Fraticelli. Música: Giorgio Gaslini y Goblin, tocada por estos últimos. Año: 1975.
Intérpretes: David Hemings (Marcus Daly), Daria Nicolodi (Gianna Brezzi), Gabriele Lavia (Carlo), Macha Meril (Helga Ullman).


[1] Nacido el 7 de septiembre de 1940 en Roma. Hijo del productor de cine Salvatore Argento y la  fótografa de moda brasileña Elsa Luxardo. Creció rodeado de cultura, cámaras y mujeres, debido al oficio de su madre. Ejerció como crítico cinematográfico (profesión que posteriormente dejaría por los suelos a la mínima oportunidad) y no asistió a la universidad para empezar a escribir en la revista Paese Sera. Durante su estancia en la redacción de dicha publicación empezó a escribir guiones de serie B, hasta llegar al más famoso de los cuales; el del film de Sergio Leone conocido entre nosotros como Hasta que llegó su hora, escrito a cuatro mano junto con otro monstruo de una cinematografía, la italiana que hasta el desembarco de Berlusconi, estaba lleno de ellos; Bernardo Bertolucci. En 1970 dirigiría su primera película, que también escribió El pájaro de las plumas de cristal y que ya perfilaba algunas de sus constantes, crímenes perpetrados por un asesino del que se desconoce la identidad, tramas enrevesadas herencia del giallo cuyas constantes explicaré más adelante y referencias a animales, aunque sea únicamente en el título. A pesar del, en mi opinión, discreto resultado tuvo un más que respetable éxito en su país lo que dio carta blanca para sus siguientes trabajos similares en intenciones y resultados: El gato de las nueve colas (1971) y Las cuatro moscas sobre terciopelo gris (1972). Tres años más tarde con Rojo oscuro dio el puñetazo sobre la mesa y empezó a ser justamente tomado en serio, para macerar el culto que sostendría durante gran parte de su carrera con la hipnótica Suspiria, un salto al vacío respecto a Rojo oscuro abandonando casi por completo la coherencia del relato en pos de una lógica más propia de una pesadilla y que inaguró su “trilogía de las madres”, seguida de Tenebre (1982) y la horrenda y tardía La madre del mal (2007). Por el camino firmó una mítica y mal acogida en su época Opera (1987) a la que El cisne negro debe bastante, la sorprendentemente fallida por desaprovechada El síndrome de Stendhal (1996), para entrar en una etapa formalmente mucho más tibia que incluye su paso por la televisión sin pena ni gloria y su último film estrenado (directamente en dvd en nuestro país), la muy pobre Giallo de 2009 muestra que su prestigio está más en entredicho a cada nueva película.
[2] Novelas que de algún modo equivaldrían al pulp anglosajón repletas de crímenes imposibles, identidades de asesinos secretas y tramas enrevesadas y que fueron tremendamente populares durante la década de 1930. Su nombre “giallo”, “amarillo” en italiano lo recibió por ser ese el color de las cubiertas de dichas novelas. Su equivalente cinematográfico postula, además de las constantes literarias ya mencionadas, la forma por encima de todo contenido. Se considera al director Mario Bava el precursor del giallo cinematográfico con su película de 1964 Seis mujeres para el asesino, y poco a poco implantado gracias a Argento y a la caterva de imitadores que los siguieron a ambos con más o menos fortuna.
[3] Las mayores diferencias que recuerdo entre ambos montajes son una secuencia inicial, diría que durante los títulos de crédito en la que Marcus Daily dirige una orquestra a la que comenta que a pesar de la perfección del ensayo que acaban de ejecutar, la música jazz es otra cosa. Les falta la vida de las calles y los burdeles en los que esa música nació. La otra diferencia es que la relación entre la periodista interpretada por Daria Nicolodi y el músico se prolonga (todavía más…) durante más escenas que en el montaje estrenado en 1975.
[4] Y que tiene eco al otro lado de la cámara. Según la leyenda que podría muy bien ser cierta, las manos enguantadas del asesino de Rojo oscuro y del resto de sus películas son las del propio Argento que argumenta que sólo él sabe como corresponder la imagen mental del crimen con la de la realidad que recogerá la cámara… Y que también parece responder a un inquietante fetichismo del realizador que más de una vez ha dicho en broma que si no fuese director de cine sería asesino ¿Puro marketing, locura homicida sublimada o ambas cosas?

1 comentario:

  1. Hey Edu,

    Collonut llegir el teu post sobre Rojo oscuro.
    All hail moony cinema!

    Per quan Goodfellas, bro?

    Salut,
    Edu

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