Pocas veces el
denominado cine de ciencia ficción hace honor a su nombre en el sentido más
estricto. Si revisamos el diccionario, dicho género es aquel en el que las obras ofrecen argumentos basados en
hipotéticos adelantos científicos o técnicos. Y si miramos la definición de
Ciencia nos encontramos con Conjunto de
conocimientos que alguien tiene, adquiridos por el estudio, la investigación o
la meditación, con lo que la parte de ficción responde sin más a la parte hipotética de la doctrina científica. O
lo que es lo mismo, una absoluta contradicción en sus términos. The Wild Blue Yonder es probablemente
uno de los filmes vistos por un servidor que con más orgullo puede llevar dicha
etiqueta genérica sin caer en la contradicción antes señalada.
Esta película,
o fantasía de ciencia ficción como se encarga de hacernos saber su responsable
último Werner Herzog ya desde los créditos se divide en diez actos, separados
el uno del otro mediante intertítulos, pero también se divide en dos aspectos
claramente diferenciados. Uno de ellos acoge un variado catálogo de imágenes de
archivo que nos muestran desde lo que adivinamos como los primeros aeroplanos
en un vetusto blanco y negro de movimientos acelerados hasta sus primos
mayores, los imponentes cohetes espaciales que transportan un convoy astronauta
más allá de los confines de nuestra galaxia.
La otra parte
es aparentemente mucho más sencilla y definitivamente mucho más cotidiana en
sus formas. Un hombre, interpretado por Brad Dourif, nos asegura ser un
extraterrestre llegado a nuestro planeta desde el suyo natal, del que tuvo que
huir como tantos de su especie cuando su mundo, más allá de Andromeda, sufrió
algo similar a una era glacial que hizo imposible la vida de los de su especie
en él. Pese a todo, su aspecto es más humano que el de muchos protagonistas de
la mayoría de películas que pueblan las carteleras hoy en día pero su entusiasmo
casi infantil resulta contagioso hasta lo convincente y su historia, con
ocasionales apuntes de humor (una de las fallidas estrategias de colonización
extraterrestre era la construcción de una megalópolis con su congreso de los
diputados, su Pentagono y el edificio más importante de todos ellos… ¡un centro
comercial!) que se desprenden de todas sus apariciones pese al tono tristón del
que hace gala como tónica general, continúa: debido al contagio de un microbio
que tenía el cuerpo del extraterrestre hallado en Roswell en los años cuarenta[1]
al de los científicos que reabrieron el caso para investigarlo, nuestro mundo
quedó fatalmente infectado y indefenso ante el virus.
Algo similar
ocurre con la historia narrada por el resabiado y algo acomplejado alienígena
al que Dourif da cuerpo y voz: las imágenes de archivo, mudas y sin contexto
alguno, cobran un nuevo sentido, una nueva vida a través de las palabras del
Alien. En un punto imposible entre el documental (o ciencia) y la ficción,
Herzog se saca de la manga una relación entre ambos que pone en solfa el mismo
concepto del documento audiovisual como forma de mostrar una verdad irrefutable
y de la manera en que ordenamos nuestra percepción del mundo en general. Sí,
todo lo que vemos desfilar ante nuestros ojos en The Wild Blue Yonder existe o ha existido… pero su significado es
manipulado a conciencia de una forma tan frontal y en el fondo evidente como
rematadamente efectiva. No es una estrategia nueva en la historia del cine y
mucho menos dentro del género de la ciencia ficción; muchos realizadores con
Roger Corman como cabeza más visible han reutilizado (o robado o secuestrado)
imágenes previamente rodadas para introducirlas en películas en las que poco a
nada hay de los filmes originales a los que pertenecían. Generalmente esta
estratagema respondía y responde más a cuestiones presupuestarias que
pretendidamente artísticas, pero el que escribe estas líneas nunca había visto
un uso de esta estrategia cinematográfica que responde a una lógica de montaje
tan antigua como el cine de forma tan prolongada como en The Wild Blue Yonder en la que se erige en, como mínimo, tres
cuartas partes de la película. La realidad de las imágenes de archivo existe o
existió tanto como las del soliloquio de Dourif, pero las del segundo se
imponen sobre las demás contextualizándolas de nuevo en una dirección que acaba
por componer un cuento de ciencia ficción que abraza la máxima de que el género
puede ser un punto de vista que muestre como extraño lo cotidiano (o lo siniestro, según Freud) pero que no evita algunos de los lugares comunes
del género en su vertiente más propia de la serie B tan honrosa como la máxima
anterior con el Apocalipsis en forma de epidemia o la huída de un reducido
grupo humano a la búsqueda de un lugar en el que la vida vuelva a ser posible.
Y es en ese instante, con el conflicto de la trama narrada en voz alta puesto
sobre la mesa, en el que el film parece quedarse encallado: el busto parlante
genialmente interpretado por Dourif se basta por si solo para validarse y hacer
de su monólogo una historia lo bastante interesante y divertida aderezada por
algunas variaciones en los paisajes en los que tiene lugar (desde una carretera
hasta un pueblo abandonado y un destartalado descampado acorde con el tono y
contenido de los recuerdos del alienígena), pero no ocurre lo mismo con las
imágenes que ilustran su relato. Pese a lo curioso y en ocasiones impresionante
de las grabaciones del espacio exterior y la cotidianeidad de los astronautas,
la duración de esas imágenes y sus escasas variaciones no se ven compensadas
por sus virtudes. Tampoco ayuda el que cuando la voz de Dourif se apaga aparezcan
otras, estas en forma de graves coros humanos cuya atonalidad agota la
paciencia del respetable al cabo de un rato mucho más largo de lo necesario.
Afortunadamente, dichas voces que perturban las imágenes del film a modo de
mantra conducen a la gran epifanía de la película en la que se alcanzan las
cotas de excelencia que se le presuponen a uno de los más míticos directores
del cine europeo surgido en los setenta (y uno de los pocos del cine mundial de
entonces que aún aguanta el tipo tan bien como cuando surgieron los llamado
Nuevos Cines) cuando la humanidad encuentra la esperanza en el lugar en el que
los alienígenas la perdieron: en el azul planeta natal de estos últimos.
Ya sea por el
silencio de las imágenes, sólo interrumpido por las extrañas y ululantes respiraciones
de los recién llegados al planeta Blue Yonder que da título al film, o mucho
más probablemente por la impresionante y evocadora belleza de estas, la
película toca un altísimo techo cuando los astronautas perforan la helada
atmósfera del planeta y se sumergen en su acuosa superficie. Ahí no sólo se
impone la sorpresa a varios niveles que desarrollaré dentro de unas líneas sino
también la nostalgia de uno de los antiguos moradores del planeta que relata la
epopeya humana: en boca de Dourif, Herzog articula una dolida queja por el
trato que las criaturas que viven en el planeta situado más allá de Andrómeda
en manos de los curiosos terráqueos y la violación de un ecosistema que no nos
pertenece. Y en ese instante la verosimilitud de la película es absoluta; si
hasta entonces The Wild Blue Yonder
se hacía respetar en gran medida por el merito y desde una perspectiva digamos,
más intelectualizada, Herzog consigue sumergirnos de lleno en el film
empequeñeciendo todo lo anterior de un hipnótico papirotazo. Ese pequeño
milagro se alza como el mayor de los méritos cuando uno se entera de que las
imágenes del planeta alienígena son en realidad del fondo marino que se
encuentra bajo la superficie helada de la Antártida que sirve de techo de
irreales formas bajo el que se pasean los falsos astronautas, buzos en
realidad. Herzog se aúna con el escritor J.G. Ballard en la máxima expresada sobre el conjunto de su obra que reza que “El único planeta verdaderamente extraño es
la tierra” y consigue alzar un probablemente involuntario alegato ecologista
alejado de todo buenismo y de cualquier humanización
del entorno y mucho más cercano a la fascinación del explorador que se sumerge
en un territorio virgen del que no sabe lo que puede esperar que al
paternalismo de especie. Esta jugada maestra que compensa el tortuoso tramo
central se redondea cuando la historia continúa: al regresar a la tierra para
iniciar el éxodo planetario los astronautas se dan cuenta de que han llegado
tarde. Mediante una pirueta de guión que ha ido sembrando teorías acerca de viajes
espaciales a una velocidad superior a la de la luz que permiten viajar de un
confín del universo a otro en unos pocos años (que sino serían siglos), el
retorno al hogar de los exploradores intergalácticos tiene lugar ochocientos
veinte años más tarde de su partida, y ya no queda ningún ser humano que pueda
recibirlos. Según nos explica Dourif, la tierra desprovista de la poco
considerada mano del hombre vuelve a su estado primigenio y a su “prístina belleza original” que la
película en su totalidad parece empeñarse en redescubrir a sus espectadores y en
la que las carreteras, el dinero y las ciudades han desaparecido por completo.
Los recién
llegados pueden contemplar un planeta en el que nuestra especie ya no tiene
lugar con ojos extraños y envejecidos por el viaje y los espectadores se
plantean con esas afirmaciones si el personaje de Dourif es quien dice ser o
sencillamente un iluminado que nos ha llevado de la mano en su propia locura;
al comenzar su monólogo y antes de mirarnos por primera vez, el Alien asegura
mirando una carretera por la que pasan algunos coches que “Esta es mi (su) historia.
Ahora esta es mi historia”. Siendo toda su narración en pasado ¿es Dourif
uno de los muchos ejemplos de la filmografía del director de Fitzcarraldo o Cobra Verde, seres humanos que crean una realidad cercana a la
locura que entra en corrosión con lo que entendemos como Realidad por consenso
y la película se está levantando la falda dejándonos ver la tramoya que la
sustenta? ¿O tal vez los Aliens han logrado mantenerse en nuestro planeta
reconstruyéndolo ajenos a toda Humanidad pero a imagen y semejanza de la Tierra
de los humanos? Muy probablemente más lo primero que lo segundo pero sea como
sea, el film es un inmejorable ejemplo de cómo una buena narración es capaz de
hacer olvidar hasta esos detalles capaces de hacer temblar los cimientos de la
verosimilitud de una película ligera y si se quiere compleja y hasta absurda, e
incluso hacer dudar al espectador de la realidad que muestra con los mínimos
elementos tremendamente bien aprovechados. Lo mismo que The Wild Blue Yonder provoca en el género al que se hace pertenecer
y al público después del viaje que representa: la vivificante sensación de que
nuestro mundo es aún un sitio extraño, inabarcable y por definir, tanto como
nuestra forma de verlo y vivirlo.
Título: The Wild Blue Yonder. Dirección y guión: Werner Herzog. Producción:
Andre Singer. Fotografía: Tanja
Koop, Henry Kaiser y Klaus Scheurich. Montaje:
Klaus Scheurich y Joe Bini. Música:
Ernst Reijseger. Año: 2005.
Intérpretes: Brad
Dourif (Alienígena), Donald Williams (Comandante), Ellen Baker (Doctora),
Franklin Chang Diaz (Físico), Shannon Lucid (Bioquímico), Michael McCulley
(Piloto), Roger Diehl, Ted Sweester y Martin Lo (Matemáticos).
[1] Concretamente en 1947 en el mentado Roswell (Nuevo Méjico,
Estados Unidos). Según se dice en una de las múltiples teorías que nunca han
llegado a cristalizar en hechos más o menos concluyentes, ese año una nave
alienígena se estrelló en el lugar, acontecimiento que fue ocultado (según
aseguran los amantes de la ufología y la conspiración) por el propio Gobierno
americano a fin de esconder de la luz pública el contacto de las altas esferas
gubernamentales con seres extraterrestres. Los escépticos opinan que lo
ocurrido allí fue un accidente de una aeronave terrestre en pruebas, una de
tantas hechas por los Estados Unidos con fines militares y clasificadas como
alto secreto reconvertidas en rumores sobre visitantes de otro mundo como
cortina de humo. En cualquier caso el incidente se considera el principio de la
ufología y toda una cultura y mercadotecnia que surgió alrededor de todo lo
relacionado con el mundo de los OVNIS.
Hey Edu,
ResponderEliminarNi que sigui amb una setmana de retard, desitjar-te un feliç jálogüin i keep on rockin' with da blog, maaan.
Yours mofferly.