jueves, 14 de marzo de 2013

EL PEQUEÑO SALVAJE



 Se dice que el ser humano es un animal social. Esta certera máxima ha sido certificada una y otra vez por la Historia desde las pequeñas figuras de niños lobo criados por camadas lupinas hasta hace tan sólo unas tres décadas por la existencia de una niña que ya desde una edad muy temprana convivió con gallinas en un gallinero que le hacía las veces de hogar. Los resultados, tal y como se registraron en sus respectivos instantes, fueron los imaginables; el niño se comportaba como un lobo salvaje y la pequeña reaccionaba como una ave de corral ante los estímulos externos.
El pequeño protagonista, interpretado muy expresivamente por Jean-Pierre Cargol, del film dirigido por François Truffaut El pequeño salvaje, está inspirado en infancias ajenas a todo modelo de conducta[1]: no ha sido criado por animales ni humanos en su entorno originario, una zona boscosa de Francia en la que caza y roba comida a algunos desprevenidos y espantados paseantes en busca de un lugar en el que almorzar. Representa la antítesis perfecta de la civilización: desnudo, prácticamente mudo y condenado a la incomunicación de no ser por unos chillidos y gruñidos incomprensibles e inexplicablemente superviviente en un lugar en el que sólo las plantas y los animales parecen sentirse a sus anchas siempre en peligro de ser atacados o devorados por algunos de sus compañeros de especie.
Al otro lado de esta película y el ideal de civilización que describe compuesta por las inspiradas imágenes en blanco y negro puestas ante nosotros por Néstor Almendros, nos encontramos con el Dr. Itard (el propio François Truffaut) perfecto producto, como lo es el niño del bosque, de su época: la de la Ilustración[2] de finales del siglo XVIII, movimiento cultural e intelectual que tenía en Francia su cuna y meca ilustrada y se jactaba, entre otras cosas, de la razón como herramienta humana que disiparía la oscura superstición de los siglos anteriores, colocar al ser humano en el centro de su propia vida resituando una visión más religiosa de la existencia en los contornos de la sociedad y asumiendo la verdad como fuente última de legitimidad y justicia.

En la época que vio nacer la Enciclopedia y parte de lo que hoy entendemos (y añoramos) como política y economía, el Dr. Itard pone a prueba una máxima ilustrada: la sabiduría entendida en parámetros ilustrados es el camino para ejercer la propia humanidad por encima de la puerilidad a la que está condenada si no ejerce su intelecto. Rectitud, buenas maneras, cultura y abnegación son algunas de las características de Itard, y por ende del hombre de entonces, pasado por el filtro del actor que lo interpreta y dirige y co-escribe la película en el año 1970 en que se llevó a cabo El pequeño salvaje. Así, a la abstracción del personaje del niño salvaje rebautizado como Victor que nunca se explica de motu propio ni es explicado por la película en general, se contrapone la cansina expresividad de Itard, punto de fuga desde el que se ve toda la película. Ya sea mediante el uso, bastante machacón, de la voz en off, escritos captados por la cámara o diálogos en los que Itard expresa a las claras lo que piensa en todo momento, el personaje interpretado por Truffaut resulta de una transparencia muy contrastada con la opacidad del niño Victor. El juego en el que Truffaut dirime el film se divide en dos frentes que se repiten una y otra vez en ambos personajes: naturaleza y civilización, salvajismo y educación, sinceridad e hipocresía, irracionalidad y conciencia entre algunos otros se plantean como los polos en los que se mueve el proceso “civilizador” de Victor en manos del improvisado (y visto lo visto, limitado) pedagogo que es Itard, cuyas reflexiones dan unidad al periplo del niño en pos de su toma de conciencia. Conciencia que Truffaut contagia al film en forma de una pretendida distancia que acaba por sentirse como desgana antes que como el punto de vista clínico o examinador que habría requerido. Quizás movido por el miedo a cargar las tintas dramáticas y desequilibrar la balanza de forma demasiado obvia para con el espectador a favor del modo de vida que representa Victor y el que representa Itard, Truffaut nos deja como meros testigos de un conflicto que acaba siendo más ideológico que emocional o incluso narrativo.

Es posible que el objetivo de Truffaut fuese, precisamente, el mostrar como la racionalidad entendida como supuestamente se hacía en el 1800 en que tiene lugar la acción siendo El pequeño salvaje una muestra más de esa herencia cultural que un par de siglos más tarde aún coleaba en el país vecino. Y rematando la jugada y acorde con el final de la película, el como ese racionalismo deviene insuficiente cuando se convierte en la única dimensión pedagógica/cinematográfica que se pone en funcionamiento. Más aún cuando su desarrollo no alcanza la densidad, y que conste que no me refiero a echar mano de los antipáticos clichés del “cine educativo”, necesaria para hacerla interesante más allá de la discusión que de ella pueda extraerse a falta de ser emocionante por sí misma.
Dejando a un lado las desgarbadas secuencias iniciales que muestran a Victor peleando por sobrevivir en el bosque y enfrentándose a una jauría de perros que, sorprendentemente, no acaban de transpirar ni la sensación de peligro ni de lo agreste que deberían, el resto de la película carece del empaque necesario como para traspasar las interesantísimas ideas que se juegan sobre el papel en una película de idéntico interés. Sólo algunas imágenes sueltas que ilustran la intimidad del niño a la luz de una vela que parece símbolo de los primeros indicios de la luz de la razón en una vida de oscura irracionalidad entre algunas otras, o el repetido uso del concierto para mandolina de Vivaldi como única (y magnífica) banda sonora, rompen un tanto la monotonía del resto del film. No se trata de hacer más ortodoxa una propuesta que tampoco es, vista ahora, excesivamente rupturista, pero si el guión no profundiza más en uno u otro sentido por querer mostrar, algo tan lícito como interesante sobre el papel, antes que explicar o justificar y así dejar que sea el espectador el que juzgue lo que muestra El pequeño salvaje, quizás la forma de plasmarlo en imágenes hubiese requerido de una atmósfera más contundente, una mayor determinación documental que choca con una puesta en escena que puede parecer demasiado artificiosa o un mayor aplomo audiovisual (que el realizador ha demostrado en ocasiones como con la excelente Jules y Jim) de cara a hacer de la película algo más que un mero intercambio de ideas que sufren una muy corta evolución desde el inicio de la película hasta su final y, peor aún, en ocasiones corren el riesgo de dejar indiferente al espectador.

El proceso educador va avanzando durante el metraje con una cada vez mayor aceptación de Victor de lo que aún entendemos por civilización y sus códigos de conducta pero también una muestra de cómo esa pedagogía viene muchas veces instruida mediante alguna crueldad y por lo general por poco respeto para con el alumno salvaje, siendo más importante para el maestro y mentor la integración del niño en la vida civilizada que su propia voluntad o felicidad. Se diría que Truffaut ha elegido profundizar por la senda de Rosseau, otro ilustrado, y su buen salvaje que perdía su pureza y bondad al entrar en contacto con la civilización humana[3], pero la mencionada neutralidad de las imágenes de la película pese lo conseguidas que están en ocasiones (a lo que seguro no es ajeno el buen trabajo del director de fotografía) impide afirmar tal cosa, amén de que El pequeño salvaje parece ir por otros derroteros aunque podría incluir sin problema todo lo anterior. La denuncia de un sistema educativo y cultural que coarta al individuo se condensa en el último plano de la película que muestra el mayor fruto que la Ilustración era capaz de otorgar y que el film de Truffaut hereda: racionalidad y crítica del entorno del que uno ha surgido desde la conciencia. La acusadora mirada del alumno[4] hacia su maestro, cargada de conciencia de sí mismo y su situación y por tanto, del despertar a la libertad  tanto de sus impulsos como de un sistema cultural del que quizás podrá liberarse pero seguro puede tomar la distancia necesaria como para encontrar una posible solución a sus propios problemas, cuando supuestamente Victor ya ha asimilado el significado de la justicia como ideal pero poco después se ha fugado para robar unas gallinas, cuando el ejercicio, más ideológico que intelectual, al que se reduce la película alcanza su cénit: ¿es la educación insuficiente para atajar las ansias de justicia del ser humano o precisamente el hecho de marcar una línea entre el bien y el mal provoca que se traspase continuamente? ¿Vivía más feliz  Victor en su animalidad que bajo techo y en compañía humana? ¿Conlleva esa manera de entender la educación que se cuestiona a sí misma como lo hace con todo lo demás la semilla de su propia destrucción (o evolución) y del desdén hacia el propio sistema cultural? ¿O representa el surgimiento de la nueva burguesía que vería la luz a partir de la Revolución Francesa?

Si el ser humano es, o puede ser, fruto del mundo en el que vive, no lo son menos su forma de expresarse; no parece casual que una película que pone en tela de juicio una manera de entender el mundo tan querida y admirada en Europa como concretamente en Francia, se estrenara en el año 1970, a sólo dos años del revolucionario mayo del 68 con sus ansias de derrocar una vieja forma de entender el mundo y por la parte cinematográfica y con la Nouvelle Vague[5] a la que Truffaut pertenecía como cabeza visible, contra una manera de ver el cine demasiado restrictiva. Un sistema de valores de la que la juventud y una parte de la sociedad de entonces se sentía prisionera, por heredera, como Victor parece sentirse de sus cuidadores y su cultura demasiado burgueses. El hecho de que a día de hoy se considere El pequeño salvaje como un clásico del cine europeo de forma casi incuestionable, cuando su verdadero valor reside más en sus ideas y posibilidades de articular un interesantísimo debate a su alrededor que en sus valores estrictamente cinematográficos (si es que tal cosa existe) relacionados con la plasmación de esas interesantísimas ideas en imagen y sonido, denota que las cosas, en algunas ciertas tendencias culturales más allá de las que tienen que ver con el film en sí, han cambiado de forma para seguir iguales en el fondo.

Título: L’enfant Savage. Dirección: François Truffaut. Guión: François Truffaut y Jean Gruault. Producción: Marcel Berbert. Fotografía: Néstor Almendros. Montaje: Agnès Guillemot. Año: 1970.
Intérpretes: Jean-Pierre Cargol (Víctor), François Truffaut (Jean Itard), Françoise Seigner (Madame Guerin), Paul Villé (Remy), Jean Dasté (Profesor Pinel).


[1] Concretamente en la historia de Victor de Aveyron, niño encontrado en 1790 cerca de Toulousse, en una zona boscosa, donde parece pasó su niñez hasta alcanzar los supuestos 12 años que le adjudicaron los que lo recogieron. El médico Jean Itard fue su cuidador, maestro civilizador y biógrafo.

[2] La Ilustración fue un movimiento surgido en Europa, con Inglaterra y sobretodo Francia como epicentros, a finales del siglo XVII y que se prolongó durante el XVIII hasta la Revolución Francesa. Este último siglo se conoció también, y debido a dicho movimiento, como el Siglo de las Luces por considerar la razón y el cuestionamiento de todo lo que hay o puede haber a través de ella como el modo que el ser humano había encontrado para disipar las tinieblas de la superstición. Movimiento humanista y relativamente secular, racionalista y empirista, tendría entre sus más destacadas mentes pensantes a Montesquieu, Diderot, Rousseau y la Enciclopedia como uno de sus mayores frutos. Se considera que la manera en que entendemos, o mejor dicho deberíamos entender, la política, la economía y buena parte del mundo se le debe a la Ilustración, de la que sin estar seguro, por puro desconocimiento, de lo anterior, sí se echan de menos algunas de sus características mencionadas.

[3] Otro representante de los Nuevos Cines, en este caso del alemán, pareció tomar nota al respecto en El enigma de Kaspar Hausen, mejor película aunque de fondo de debate menos complejo que la que nos ocupa dirigida por Werner Herzog adaptando una leyenda, de la que desconozco cuanto hay de verdad, a los principios Rousseanianos puestos en negro sobre blanco por Jean Jacques Rousseau con su buen salvaje enfrentado a la hipocresía de la civilización.

[4] Cierre muy similar al de la imagen congelada con que concluía la opera prima de Truffaut, la muy superior Los 400 golpes con un trasunto del realizador encarnado como tantas otras veces en su carrera por el entonces muy joven actor Jean Pierre Leaud.

[5] Simplificando una barbaridad sobre un movimiento del que se han escrito y se siguen escribiendo libros y artículos, decir que la llamada Nouvelle Vague (Nueva Ola, en francés), fue uno de los tantos movimientos cinematográficos que surgieron aquí y allá por todo el globo y que fueron recogidos por los teóricos dentro del común denominador de Nuevos Cines alrededor, en este caso, de finales de los cincuenta. Los miembros de la Nouvelle Vague se formaron en la mítica revista Cahiers du cinema, en la que escribieron y participaron gente como su fundador André Bazin, el propio Truffaut, el enfant terrible del movimiento y actualmente de los pocos cineastas en activo que reciben justamente ese tan sobado adjetivo Jean Luc Godard independientemente de lo que se opine de su cine, Alain Resnais, Jacques Rivette, Eric Rohmmer y Claude Chabrol entre otros. Su hito histórico consistió, otra vez simplificando mucho, en articular una forma de análisis y crítica cinematográfica de la que surgirían la imprescindible y para algunos muy banalizada Política de los Autores, encendidos debates sobre los valores (o la falta de ellos) de las películas y la reivindicación de determinados cineastas entonces relegados a artesanos (algo que dichos directores asumían sin más problema) y que ahora damos tan por sentados como Howard Hawks, John Huston o Alfred Hitchcock como creadores audiovisuales de primer orden. Además de un importantísimo trabajo historicista y de una cinefilia pertrechada en la Cinémathèque française, pronto saltaron, beneficiados por las políticas del nuevo ministro de cultura de por entonces André Malraux, al ruedo de la realización y escritura de películas como la mentada en una nota al pie anterior Los 400 golpes, Al final de la escapada o Hiroshima mon amour entre muchas otras de importancia y calidad desigual pero componiendo una revolución cinematográfica contra una visión “demasiado burguesa” de entender el cine francés que quedó culturalmente estigmatizada de indudable importancia… Y que, todo sea dicho, a veces ha sido sobredimensionada hasta lo antipático. Para más información, más que recomendable tanto por su interés como por lo raquítico de esta nota al pie para explicar todo lo que fue y representa la Nouvelle Vague consulten la amplísima bibliografía que encontrarán en librerías y bibliotecas más o menos especializadas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario