Se dice que el
ser humano es un animal social. Esta certera máxima ha sido certificada una y
otra vez por la Historia desde las pequeñas figuras de niños lobo criados por
camadas lupinas hasta hace tan sólo unas tres décadas por la existencia de una
niña que ya desde una edad muy temprana convivió con gallinas en un gallinero
que le hacía las veces de hogar. Los resultados, tal y como se registraron en
sus respectivos instantes, fueron los imaginables; el niño se comportaba como
un lobo salvaje y la pequeña reaccionaba como una ave de corral ante los
estímulos externos.
El pequeño
protagonista, interpretado muy expresivamente por Jean-Pierre Cargol, del film dirigido por
François Truffaut El pequeño salvaje,
está inspirado en infancias ajenas a todo modelo de conducta[1]:
no ha sido criado por animales ni humanos en su entorno originario, una zona
boscosa de Francia en la que caza y roba comida a algunos desprevenidos y
espantados paseantes en busca de un lugar en el que almorzar. Representa la
antítesis perfecta de la civilización: desnudo, prácticamente mudo y condenado
a la incomunicación de no ser por unos chillidos y gruñidos incomprensibles e
inexplicablemente superviviente en un lugar en el que sólo las plantas y los
animales parecen sentirse a sus anchas siempre en peligro de ser atacados o
devorados por algunos de sus compañeros de especie.
Al otro lado
de esta película y el ideal de civilización que describe compuesta por las
inspiradas imágenes en blanco y negro puestas ante nosotros por Néstor
Almendros, nos encontramos con el Dr. Itard (el propio François Truffaut)
perfecto producto, como lo es el niño del bosque, de su época: la de la Ilustración[2]
de finales del siglo XVIII, movimiento cultural e intelectual que tenía en
Francia su cuna y meca ilustrada y se jactaba, entre otras cosas, de la razón
como herramienta humana que disiparía la oscura superstición de los siglos
anteriores, colocar al ser humano en el centro de su propia vida resituando una
visión más religiosa de la existencia en los contornos de la sociedad y asumiendo
la verdad como fuente última de legitimidad y justicia.
En la época
que vio nacer la Enciclopedia y parte de lo que hoy entendemos (y añoramos)
como política y economía, el Dr. Itard pone a prueba una máxima ilustrada: la
sabiduría entendida en parámetros ilustrados es el camino para ejercer la
propia humanidad por encima de la puerilidad a la que está condenada si no
ejerce su intelecto. Rectitud, buenas maneras, cultura y abnegación son algunas
de las características de Itard, y por ende del hombre de entonces, pasado por
el filtro del actor que lo interpreta y dirige y co-escribe la película en el
año 1970 en que se llevó a cabo El
pequeño salvaje. Así, a la abstracción del personaje del niño salvaje
rebautizado como Victor que nunca se explica de motu propio ni es explicado por
la película en general, se contrapone la cansina expresividad de Itard, punto
de fuga desde el que se ve toda la película. Ya sea mediante el uso, bastante
machacón, de la voz en off, escritos captados por la cámara o diálogos en los
que Itard expresa a las claras lo que piensa en todo momento, el personaje
interpretado por Truffaut resulta de una transparencia muy contrastada con la
opacidad del niño Victor. El juego en el que Truffaut dirime el film se divide
en dos frentes que se repiten una y otra vez en ambos personajes: naturaleza y
civilización, salvajismo y educación, sinceridad e hipocresía, irracionalidad y
conciencia entre algunos otros se plantean como los polos en los que se mueve
el proceso “civilizador” de Victor en manos del improvisado (y visto lo visto,
limitado) pedagogo que es Itard, cuyas reflexiones dan unidad al periplo del
niño en pos de su toma de conciencia. Conciencia que Truffaut contagia al film
en forma de una pretendida distancia que acaba por sentirse como desgana antes
que como el punto de vista clínico o examinador que habría requerido. Quizás
movido por el miedo a cargar las tintas dramáticas y desequilibrar la balanza
de forma demasiado obvia para con el espectador a favor del modo de vida que
representa Victor y el que representa Itard, Truffaut nos deja como meros
testigos de un conflicto que acaba siendo más ideológico que emocional o
incluso narrativo.
Es posible que
el objetivo de Truffaut fuese, precisamente, el mostrar como la racionalidad
entendida como supuestamente se hacía en el 1800 en que tiene lugar la acción
siendo El pequeño salvaje una muestra
más de esa herencia cultural que un par de siglos más tarde aún coleaba en el
país vecino. Y rematando la jugada y acorde con el final de la película, el
como ese racionalismo deviene insuficiente cuando se convierte en la única
dimensión pedagógica/cinematográfica que se pone en funcionamiento. Más aún
cuando su desarrollo no alcanza la densidad, y que conste que no me refiero a echar
mano de los antipáticos clichés del “cine educativo”, necesaria para hacerla
interesante más allá de la discusión que de ella pueda extraerse a falta de ser
emocionante por sí misma.
Dejando a un
lado las desgarbadas secuencias iniciales que muestran a Victor peleando por
sobrevivir en el bosque y enfrentándose a una jauría de perros que,
sorprendentemente, no acaban de transpirar ni la sensación de peligro ni de lo
agreste que deberían, el resto de la película carece del empaque necesario como
para traspasar las interesantísimas ideas que se juegan sobre el papel en una
película de idéntico interés. Sólo algunas imágenes sueltas que ilustran la
intimidad del niño a la luz de una vela que parece símbolo de los primeros
indicios de la luz de la razón en una vida de oscura irracionalidad entre
algunas otras, o el repetido uso del concierto para mandolina de Vivaldi como
única (y magnífica) banda sonora, rompen un tanto la monotonía del resto del
film. No se trata de hacer más ortodoxa una propuesta que tampoco es, vista ahora,
excesivamente rupturista, pero si el guión no profundiza más en uno u otro
sentido por querer mostrar, algo tan lícito como interesante sobre el papel,
antes que explicar o justificar y así dejar que sea el espectador el que juzgue
lo que muestra El pequeño salvaje,
quizás la forma de plasmarlo en imágenes hubiese requerido de una atmósfera más
contundente, una mayor determinación documental que choca con una puesta en
escena que puede parecer demasiado artificiosa o un mayor aplomo audiovisual (que
el realizador ha demostrado en ocasiones como con la excelente Jules y Jim) de cara a hacer de la
película algo más que un mero intercambio de ideas que sufren una muy corta
evolución desde el inicio de la película hasta su final y, peor aún, en
ocasiones corren el riesgo de dejar indiferente al espectador.
El proceso
educador va avanzando durante el metraje con una cada vez mayor aceptación de
Victor de lo que aún entendemos por civilización y sus códigos de conducta pero
también una muestra de cómo esa pedagogía viene muchas veces instruida mediante
alguna crueldad y por lo general por poco respeto para con el alumno salvaje,
siendo más importante para el maestro y mentor la integración del niño en la
vida civilizada que su propia voluntad o felicidad. Se diría que Truffaut ha
elegido profundizar por la senda de Rosseau, otro ilustrado, y su buen salvaje
que perdía su pureza y bondad al entrar en contacto con la civilización humana[3],
pero la mencionada neutralidad de las imágenes de la película pese lo
conseguidas que están en ocasiones (a lo que seguro no es ajeno el buen trabajo
del director de fotografía) impide afirmar tal cosa, amén de que El pequeño salvaje parece ir por otros
derroteros aunque podría incluir sin problema todo lo anterior. La denuncia de
un sistema educativo y cultural que coarta al individuo se condensa en el
último plano de la película que muestra el mayor fruto que la Ilustración era
capaz de otorgar y que el film de Truffaut hereda: racionalidad y crítica del
entorno del que uno ha surgido desde la conciencia. La acusadora mirada del
alumno[4]
hacia su maestro, cargada de conciencia de sí mismo y su situación y por tanto,
del despertar a la libertad tanto de sus
impulsos como de un sistema cultural del que quizás podrá liberarse pero seguro
puede tomar la distancia necesaria como para encontrar una posible solución a
sus propios problemas, cuando supuestamente Victor ya ha asimilado el
significado de la justicia como ideal pero poco después se ha fugado para robar
unas gallinas, cuando el ejercicio, más ideológico que intelectual, al que se
reduce la película alcanza su cénit: ¿es la educación insuficiente para atajar
las ansias de justicia del ser humano o precisamente el hecho de marcar una
línea entre el bien y el mal provoca que se traspase continuamente? ¿Vivía más
feliz Victor en su animalidad que bajo
techo y en compañía humana? ¿Conlleva esa manera de entender la educación que
se cuestiona a sí misma como lo hace con todo lo demás la semilla de su propia
destrucción (o evolución) y del desdén hacia el propio sistema cultural? ¿O
representa el surgimiento de la nueva burguesía que vería la luz a partir de la
Revolución Francesa?
Si el ser
humano es, o puede ser, fruto del mundo en el que vive, no lo son menos su
forma de expresarse; no parece casual que una película que pone en tela de
juicio una manera de entender el mundo tan querida y admirada en Europa como
concretamente en Francia, se estrenara en el año 1970, a sólo dos años del revolucionario
mayo del 68 con sus ansias de derrocar una vieja forma de entender el mundo y
por la parte cinematográfica y con la Nouvelle Vague[5]
a la que Truffaut pertenecía como cabeza visible, contra una manera de ver el
cine demasiado restrictiva. Un sistema de valores de la que la juventud y una
parte de la sociedad de entonces se sentía prisionera, por heredera, como
Victor parece sentirse de sus cuidadores y su cultura demasiado burgueses. El
hecho de que a día de hoy se considere El
pequeño salvaje como un clásico del cine europeo de forma casi
incuestionable, cuando su verdadero valor reside más en sus ideas y
posibilidades de articular un interesantísimo debate a su alrededor que en sus
valores estrictamente cinematográficos (si es que tal cosa existe) relacionados
con la plasmación de esas interesantísimas ideas en imagen y sonido, denota que
las cosas, en algunas ciertas tendencias culturales más allá de las que tienen
que ver con el film en sí, han cambiado de forma para seguir iguales en el
fondo.
Título: L’enfant
Savage. Dirección: François
Truffaut. Guión: François Truffaut y
Jean Gruault. Producción: Marcel
Berbert. Fotografía: Néstor
Almendros. Montaje: Agnès Guillemot.
Año: 1970.
Intérpretes:
Jean-Pierre Cargol (Víctor), François Truffaut (Jean Itard), Françoise Seigner
(Madame Guerin), Paul Villé (Remy), Jean Dasté (Profesor Pinel).
[1] Concretamente en la historia de Victor de Aveyron, niño
encontrado en 1790 cerca de Toulousse, en una zona boscosa, donde parece pasó
su niñez hasta alcanzar los supuestos 12 años que le adjudicaron los que lo
recogieron. El médico Jean Itard fue su cuidador, maestro civilizador y
biógrafo.
[2] La Ilustración fue un movimiento surgido en Europa, con
Inglaterra y sobretodo Francia como epicentros, a finales del siglo XVII y que
se prolongó durante el XVIII hasta la Revolución Francesa. Este último siglo se
conoció también, y debido a dicho movimiento, como el Siglo de las Luces por
considerar la razón y el cuestionamiento de todo lo que hay o puede haber a través
de ella como el modo que el ser humano había encontrado para disipar las
tinieblas de la superstición. Movimiento humanista y relativamente secular,
racionalista y empirista, tendría entre sus más destacadas mentes pensantes a
Montesquieu, Diderot, Rousseau y la Enciclopedia como uno de sus mayores
frutos. Se considera que la manera en que entendemos, o mejor dicho deberíamos
entender, la política, la economía y buena parte del mundo se le debe a la
Ilustración, de la que sin estar seguro, por puro desconocimiento, de lo
anterior, sí se echan de menos algunas de sus características mencionadas.
[3] Otro representante de los Nuevos Cines, en este caso del alemán,
pareció tomar nota al respecto en El
enigma de Kaspar Hausen, mejor película aunque de fondo de debate menos
complejo que la que nos ocupa dirigida por Werner Herzog adaptando una leyenda,
de la que desconozco cuanto hay de verdad, a los principios Rousseanianos
puestos en negro sobre blanco por Jean Jacques Rousseau con su buen salvaje
enfrentado a la hipocresía de la civilización.
[4] Cierre muy similar al de la imagen congelada con que concluía la
opera prima de Truffaut, la muy superior Los
400 golpes con un trasunto del realizador encarnado como tantas otras veces
en su carrera por el entonces muy joven actor Jean Pierre Leaud.
[5] Simplificando una barbaridad sobre un movimiento del que se han
escrito y se siguen escribiendo libros y artículos, decir que la llamada
Nouvelle Vague (Nueva Ola, en francés), fue uno de los tantos movimientos
cinematográficos que surgieron aquí y allá por todo el globo y que fueron
recogidos por los teóricos dentro del común denominador de Nuevos Cines
alrededor, en este caso, de finales de los cincuenta. Los miembros de la
Nouvelle Vague se formaron en la mítica revista Cahiers du cinema, en la que escribieron y participaron gente como
su fundador André Bazin, el propio Truffaut, el enfant terrible del movimiento y actualmente de los pocos cineastas
en activo que reciben justamente ese tan sobado adjetivo Jean Luc Godard
independientemente de lo que se opine de su cine, Alain Resnais, Jacques
Rivette, Eric Rohmmer y Claude Chabrol entre otros. Su hito histórico
consistió, otra vez simplificando mucho, en articular una forma de análisis y
crítica cinematográfica de la que surgirían la imprescindible y para algunos
muy banalizada Política de los Autores, encendidos debates sobre los valores (o
la falta de ellos) de las películas y la reivindicación de determinados
cineastas entonces relegados a artesanos (algo que dichos directores asumían
sin más problema) y que ahora damos tan por sentados como Howard Hawks, John
Huston o Alfred Hitchcock como creadores audiovisuales de primer orden. Además
de un importantísimo trabajo historicista y de una cinefilia pertrechada en la
Cinémathèque française, pronto saltaron, beneficiados por las políticas del
nuevo ministro de cultura de por entonces André Malraux, al ruedo de la
realización y escritura de películas como la mentada en una nota al pie
anterior Los 400 golpes, Al final de la
escapada o Hiroshima mon amour
entre muchas otras de importancia y calidad desigual pero componiendo una
revolución cinematográfica contra una visión “demasiado burguesa” de entender
el cine francés que quedó culturalmente estigmatizada de indudable importancia…
Y que, todo sea dicho, a veces ha sido sobredimensionada hasta lo antipático.
Para más información, más que recomendable tanto por su interés como por lo
raquítico de esta nota al pie para explicar todo lo que fue y representa la
Nouvelle Vague consulten la amplísima bibliografía que encontrarán en librerías
y bibliotecas más o menos especializadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario