La primera
regla del club de la lucha es no hablar del club de la lucha. La segunda regla
del club de la lucha es que ningún socio debe hablar del club de la lucha… Dos
normas de un total de ocho que conforman la férrea y morbosa clandestinidad de
grupos de hombres, sin importar credo, clase social o etnia, que cada noche se
reúnen en garajes, sótanos, abandonadas naves industriales y oscuros callejones
para romperse la cara en un cruento uno contra uno mientras son vitoreados por
una pequeña multitud que espera su turno para saltar al ruedo y atizarse hasta
quedarse sin fuerzas.
Muerte,
nihilismo, desazón vital, y una antiestética fisicidad como fuente de placer y
vitalidad que se creía olvidada por el culto al cuerpo, son tan sólo algunos de
los vivificantes demonios que salen a la luz entre puñetazos, ojos morados y
narices rotas en el paisaje humano puesto en negro sobre blanco por el
novelista Chuck Palahniuk[1]
y luego pulido en resplandecientes y sofisticadas imágenes por el director
David Fincher[2]…
fintando con todo el descaro posible las dos primeras y secretistas normas
antes mencionadas y elevando el libro y muy especialmente al film a la, por una
vez, justificada categoría de fenómeno de culto.
El placer de
lo prohibido como forma de conocimiento personal, el simple morbo y un bastante
preocupante proceso de identificación del espectador con lo que ocurre en la
pantalla fueron algunos de las bases que cimentaron un culto rechazado (y por
tanto, alimentado) por los numerosos detractores que acusaban y acusan El club de la lucha de hacer apología de
la violencia, ser inmoralmente cínica, fascista, tramposa, pretenciosa y muy
largo etcétera que engrosa una polémica que el film de Fincher no sólo se ha
ganado a pulso si no que parece ser producto de una película orquestada
meticulosamente como una tremendamente consciente campaña de provocación que
parte de una de una malintencionada máxima: el puñetazo libera.
El argumento
es a estas alturas tan universal como los rasgos y males del protagonista que
lo filtra: un hombre que podría ser cualquiera no sólo por ser anónimo, en la
treintena, trabajador en una gran firma automovilística, solitario, insomne, de
pensamientos cada vez más retorcidos y distanciados de su existencia física y real, tan prefabricada como su entorno,
su alimentación y sus sueños. Su reposadamente corrosivo modo de vida encuentra
un día, entre narcolépticas cabezadas, una
inesperada válvula de escape en la carismática figura de Tyler Durden (un Brad
Pitt perfecto en más de un sentido) que dará un vuelco a su gris y
enfermizamente desabrida existencia al proponerle, durante una noche animada
por unas amistosas cervezas, que le golpee con toda la fuerza posible.
Orquestada
desde el subjetivismo ya desde la primera de sus imágenes -un vigoroso travelling desde las profundidades de la
torturada mente del protagonista hasta el exterior de su cabeza- y
extendiéndose por todo un metraje de ritmo endiablado salpicado con ácidas
reflexiones en off y en la primera persona del alienado Narrador
que monta y desmonta la temporalidad del cínico relato a placer de propios y
extraños, el mundo que El club de la
lucha pone con un arrebatador efectismo ante los ojos del espectador se
bifurca en dos formas de verlo cuyo enfrentamiento son la base de la película: Orden
y Caos representados cada uno de ellos por el Narrador y Tyler Durden
respectivamente aunque siempre, como todo el coherente film de David Fincher,
desde el prisma del primero. Y el Orden, afortunadamente desvirtuando el
maniqueísmo que lo identifica con el Bien, pertenece a lo insalubre, lo
inhumanamente frío y mortecino de la existencia del Narrador envasada al vacío
entre vuelos, impersonales habitaciones de hotel y apartamentos prediseñados no
aptos para llevar una vida digna de tal nombre. A los tonos apagados de lo que
le rodea, conjuntados con su grisácea vestimenta, hay que sumar una planificación
reposada espoleada por un ampuloso montaje que jamás abandona la película, y un
personaje casi siempre estático y de movimientos lánguidos, del que sabemos más
por sus pesadas ojeras y sus distanciadas reflexiones sobre lo que lo envuelve
que por sus acciones… que se resumen en una sola que pone un escalofriante
sentido del humor sobre la mesa. La decisión del Narrador de hacerse pasar por
enfermo terminal en las múltiples reuniones de auténticos afectados de cáncer,
tuberculosis y otras temibles enfermedades con la única finalidad de sentir algo puede resultar, con toda
justicia, de una inmoralidad abrasadora pero es también un certero retrato de
un personaje cuya distancia y alienación respecto al dolor ajeno adquiere
ribetes psicóticos, compartidos con una atractiva mujer llamada Marla Singer
(Helena Bonham Carter, que pone el morbo y poco más en un personaje más bien
decorativo) que también se pasea por reuniones de cancerosos como inmoral e
insensible turista. El Narrador es un hombre que vive en la muerte y la
desesperación de los demás como único motor emocional de su teledirigida vida,
en la que nada tiene valor o sentido más allá de la pura inercia.
Su insomnio
desaparece con las lágrimas que comparte con los enfermos terminales y sus
síntomas, de una enfermedad diferente, reflotan, emocionalmente sepultado por
una visión del mundo que le impide respirar. Se ha comentado más de una vez el paralelismo
existente entre el plano que abre la película y otro posterior en el que un travelling similar pasea al espectador
por un cubo de basura repleto de envoltorios de marca, a imagen y semejanza de
una mente rellena de un corporativismo inhumano[3].
Yendo un poco más allá, y tomando la pregunta de mayor calado existencial que
se hace el protagonista durante el primer tramo de película: “¿Qué clase de mesa de cocina me define como
persona?”, mientras contempla una revista de interiorismo en la intimidad
de su baño como quien se da el gusto a base de pornografía impresa, podría
decirse que toda la película va en la misma dirección. Si la mesa acaba siendo,
a modo de premonición narrativa, un gran símbolo de ying-yang, el Caos que
contornea al deshumanizado y enfermizo Orden del Narrador se define en el sano
y vivaracho Tyler Durden.
Antítesis
perfecta del desmoralizado, asexuado y anónimo Narrador, Durden es orgulloso,
de pose chulesca, atractivo, dinámico, viste ropa de variado colorido y exuda
vitalidad. Lo estilizado de su figura, forma de pensar y expresarse llamaría
poderosamente la atención en una película menos estilizada y dotada de un humor
tan salvaje como a veces surreal que la de Fincher pero, al contrario, el
personaje interpretado por Pitt encaja como mano en guante en el sofisticado
universo puesto en marcha por el realizador. Si el Orden ha sido identificado
excesivas veces como el Bien, el Mal de El
club de la lucha es el liberador y excitantemente peligroso, por violento, Caos
que pondrá las cosas en su sitio, siendo presentado además bajo códigos más
habitables y cálidos que el Orden establecido. Así, a lo estereotipado y categorizado de la nocturna existencia
del Narrador insomne, presentada hasta el instante en que conoce a Durden, Fincher
introduce sibilinamente un antagonismo igualmente estereotipado de idéntica
profundidad a esa máxima publicitaria/cultural que asegura que
la-mala-vida-es-la-vida-de-verdad, opción que tendrá su explicación más tarde
en la película, pero que resulta muy revelador en la relación que esta
establece con el público, alimentando una complejidad inesperada en su trato
sobre las difusas fronteras sobre Bien y Mal, y de la que se desprende la que,
a mi entender, es una de las bazas más interesantes de El club de la lucha: que la relación entre su forma y su fondo es
tan coherente como paradójicamente contradictoria.
Siendo el
Narrador el vórtice alrededor del cual surge toda la película, no es extraño
que tanto su visión del Orden alienante se de en términos tan propios de la
sociedad de consumo como lo es su visión del Caos. El que un personaje con la apolínea
apariencia física de Durden tenga la autodestrucción como meta vital puede
resultar llamativo, pero lo es menos, de forma tan lúcida como peligrosa, el que
sus arengas anticapitalistas, de un populismo considerable, parezcan eslóganes
publicitarios, el que su sentido de la anarquía oculte en la estructura de la
organización que llevará a la sociedad a una nueva era preindustrial
preocupantes tendencias totalitaristas, o que las caras amoratadas y las cejas
rotas que ambos hombres van acumulando pelea tras pelea, la casa del (falso)
okupa Tyler, de un mugre liberadora mucho más habitable que el apartamento del
Narrador sean estéticamente tan perfectas en su presunta espontaneidad[4],
son pequeños detalles que van sumando hasta solaparse con la alienada y
prediseñada según unos cánones audiovisuales determinados que conforman la
manera de ver el mundo del personaje de Norton… que es también la nuestra.
Estableciéndose
en un punto medio entre la festiva apología de la violencia, embellecida por un
virtuosismo formal muy seductor, y la renuncia a dar cualquier explicación que
argumente la agresividad de un grupo de hombres que “deberían” (como si eso
fuese una obligación) ser felices, la película desorienta, para bien, al poner
sobre el tapete la violencia no como solución sino como, al menos en el caso
del Narrador, forma de expresar una angustia vital insostenible puesta en voz
alta en sus incursiones en off y sus
conversaciones con Tyler sobre padres divorciados, planes de vida teledirigidos
y demás lugares comunes de la desidia de algunos de los habitantes de la
sociedad del consumo.
Las ampollas
que levantaron en un sector del público el hecho de que alguien como el
Narrador que aparentemente tiene una vida lujosa, y por lo tanto y sólo para
algunos, plena, encuentre un indisimulado placer en pegarse cada noche con
desconocidos y participar en cada vez más agresivos actos de vandalismo
organizado tuvieron su réplica desde el otro lado del mundo mediatizado. La
conexión emocional que se establece entre el vía crucis del Narrador, insomne y
desapegado por un mundo sin nada que ofrecerle, y el público de El club de la lucha, sortea la necesidad
de explicitar una motivación que justifique los clubes de lucha que poco a poco
van extendiéndose por todo el territorio urbano estadounidense haciendo
precisamente de esa irracionalidad
liberadoramente vitalista a ojos de un público que recibe y entiende el mundo
de la película del mismo modo que lo percibe el personaje interpretado por
Edward Norton. De este modo Tyler Durden se erige como una prefabricada
fantasía de rebelión hecha de retazos consumistas (por algo será que está
interpretado por Brad Pitt…) que precisamente se vuelve contra una sociedad que
lo ha creado y se autodestruye.
En esta
adhesión del público para con la película, mucho mayor por su condición
audiovisual en la era de la imagen (y muy particularmente por el tratamiento
que le da Fincher) que en el caso del libro, se halla lo más perturbador de El club de la lucha, que más que una
denuncia sobre la sociedad consumista acaba siendo el certero retrato, a medio
camino entre la emoción y la racionalidad, entre la sátira más incendiaria y la
apología, sobre un perturbado narcisista contra el mundo que lo ha creado y en
el que no es muy difícil verse incómodamente reflejado cuando ya es demasiado
tarde para echarse atrás. La vistosa violencia espléndidamente coreografiada,
en tonos cálidos y una muy dinámica planificación en contraste con la asepsia
formal y vital en la que deambula la película cuando retrata la paupérrima vida
del Narrador, puede parecer tan preocupante como disfrutable por su condición
de prohibida, pero no es nada en
comparación con lo que acaba siendo una vez reconducida en una organización
terrorista que hace del salvajismo y la deshumanización de sus miembros, que
reciben el sacrificial nombre de Monos Espaciales, su razón de ser. Los
acomplejados hombres que de día cumplen resignadamente con sus obligaciones
laborales para resarcirse cada noche en violentos uno contra uno sin camisas ni
zapatos, cambian de amo al pasar a ser reformados por Durden, pero pierden su
calidad de hombres libres que promete su carismático líder al convertirse en
títeres de sus caprichos, liberándolos de ataduras “consumistas” pero, metiendo
al público en interesantísimas camisas ideológicas de once varas, sometiéndolos
a un ideal de libertad que los convierte en meros peones sin voluntad de un
hombre que ya desde la primera pelea de iniciación se sitúa en el centro del
escenario para declamar las ocho reglas aplicadas unilateralmente. Uno de los
momentos más inquietantes de la película, en el que se traspasa la frontera de
la gamberrada para llevar al público de la mano a terrenos más excitantemente
peliagudos, es aquel en el que Tyler encañona con un arma a un pobre
desgraciado[5]
con la intención de “liberarlo”, al hacerle ver lo valioso de su vida
poniéndola en peligro y demostrándole lo frágil que puede llegar a ser, es una
buena muestra de lo pantanoso (y precisamente por ello, interesantísimo) que
puede llegar a ser, a nivel moral e ideológico, el film de Fincher. El club de la lucha es la demostración
de que bajo una estilizada pátina, el mensaje más atroz puede resultar muy
peligrosamente como mínimo digno de consideración. Más aún cuando Tyler Durden
no miente en sus (sesgadísimas pero precisamente por ello de un convicción que roza el fanatismo) aseveraciones que plantea sin casi nunca tener que imponerlas
por la fuerza, pero su salvaje cosificación de aquellos que lo rodean, y el
sacrificio de todo aquello que se interponga en su camino hacia el Nuevo Edén
hace dudar tanto de sus métodos como de las ideas preestablecidas del público
al respecto, que se ve inmerso en un catálogo de (falsas) recetas para la
fabricación de explosivos y planes terroristas de retórica anticapitalista que
pretenden devolver al mundo a una era primitiva digna de las fantasías del
escritor J.G. Ballard.
En este
aspecto, Fincher lleva considerablemente lejos la puya que se desprende del
retrato de las consecuencias de un modo de vida cuyo aniñamiento, falta de
perspectivas vitales y abulia existencial larvado en trabajos precarios y ocio
estupidizante y envasado al vacío se destilan en una estructura férreamente
fascista que busca tanto un anarquismo salvaje como satisfacer el narcisismo de
un hombre que se ve admirado, respetado y sobretodo, obedecido con un fanatismo
que flirtea con lo sectario. Si Tyler Durden, diabólico querubín erigido
en el Mr. Hyde[6]
de la Generación X por méritos propios, posible líder de agresivos
insatisfechos, skin-heads y
ultraizquierdistas violentos, es una oscura fantasía nacida de la mente
alienada de un hombre amamantado por un mundo brutalmente mediatizado, un
agresivo producto de su tiempo, resulta tan admirado por el protagonista de la
película como por un público irremisiblemente atraído por un apocalíptico (y
descerebrado, peligroso y libre de ataduras morales más o menos convencionales
regodeándose en su maldad a veces muy infantil, otras mucho más inquietante)
estilo de vida ¿no es porque su fantasía es también la nuestra? A los dotes
cuasi míticos de la figura de Durden, a caballo entre lo diabólico y lo
mesiánico, habría que sumar el peripatético elemento viril (o su acomplejada
ausencia) que planea sobre los hombres que forman los clubes de lucha
clandestinos. La falta de asideros de una masculinidad que no sabe encontrar su
sitio parece ser uno (de tantos) de los caldos de cultivo de las bajas
autoestimas de los miembros de los clubes de lucha, siendo Durden -inevitable
fumador, bebedor incapaz de emborracharse ni engordar y casi siempre con
despreocupada pose para las cámaras- un ejemplo, con su desaforada vitalidad
sexual, su poder de decisión y su desprecio machista que hace de las mujeres
poco más que un húmedo agujero en el que desfogarse, un nuevo ejemplo de una
virilidad no por prefabricada, e imposible de alcanzar en términos tan
perfectamente inhumanos (y recatadamente elípticos, en un ejemplo más de la
habitual hipocresía del cine norteamericano para con el sexo en comparación con
su condescendencia con la violencia[7])
menos añorada como modelo de conducta que sirve de guía a unos hombres que han
perdido el norte y buscan desesperadamente algo o alguien a lo que agarrarse…
aunque ese alguien sea un fantasma en el que cristalizan todos los anhelos de
un grupúsculo de hombres desnortados y “castrados” de su hombría.
No por
casualidad es en ausencia del personaje interpretado por Pitt cuando la
película muestra la fealdad que la figura de Durden había logrado eclipsar: sin
él, el Narrador se enfrenta a un pequeño ejército de descerebrados de los que
no se diferencia excesivamente y que no lo respetan ni a él ni a sus palabras
que tan autoritarias suenan en boca de Tyler Durden, a una relación amorosa
fracasada con otra alma perdida como él con Marla Singer, y en definitiva a un
peligroso nuevo mundo del que es tan responsable como incapaz de dominar,
reducido de nuevo, y ahora siendo plenamente consciente de ello, a la condición
de niño perdido necesitado de un guía. La película se revela como un artefacto
tan consciente de su condición de fantasía morbosa como el propio Durden lo es
de sí mismo cuando afirma regocijado ante el Narrador (y por ende, el público,
atrapado en un abisal juego de espejos que de pronto lo apunta con dedo
acusador) que es “todo lo que te gustaría
ser”. Y Fincher, en consonancia con esa autoconciencia[8],
se dedica a sembrar durante los primeros minutos de la película imágenes
subliminales de Durden antes de que aparezca en pantalla, imágenes que se
detienen por orden del narrador para dar paso a memorables interludios en los
que los personajes se explican ante los espectadores interpelándolos
directamente sobre las actividades terrorista-laborales de Tyler orinando en
las sopas que sirve en los mejores restaurantes de la ciudad, sobre las
llamadas “cigarrette burns” que
avisan del paso de una bobina de la película a la siguiente y que parecen
formar parte del universo de los personajes de la película o, en el mejor
instante del film, para arengar directamente al público con el contundente mantra de “somos la mierda cantante y danzante del mundo” , como si fuese el
público el destinatario último del Plan de Tyler, mientras la imagen se
tambalea hasta dejar ver los márgenes de los fotogramas que la componen…
revelando todo lo anterior que El club de
la lucha es más que consciente de su condición de película[9],
de ficción hecha con el mismo material audiovisual, aunque con una muchísimo
más elaborada caligrafía, que el que pretende echar abajo poniéndolo en
cuestión desde dentro y fuera de la ficción.
A partir de
ahí, el film que se vuelve considerablemente más convencional y moralmente limpio que antes de revelar el
esquizofrénico juego de espejos que conforma la relación entre el Narrador (y
la audiencia) y Tyler Durden. Aunque por fortuna Fincher ha logrado llegar lo
suficientemente lejos como para no naufragar en el repentino moralismo (por
precipitado, no por no ser razonable y lúcido) que se adueña del film en su,
pese a todo, eléctrico tramo final. La ausencia de Durden y la toma de
conciencia del Narrador de ser parte de una maquinaria deshumanizada hasta la
absoluta falta de sensibilidad van de la mano y ponen la primera piedra moral
como sustento de lo que está por venir. El inconveniente aparece desde el
momento en que la película ha logrado llegar tan lejos que uno puede entender que la muerte de uno de los
miembros de la improvisada soldadesca de Durden es una tragedia, pero
emocionalmente deja demasiado frío como para contrarrestar la salvaje
irreverencia moral de lo que precede a esta muerte[10].
Resulta tan curioso como revelador el que cuando El club de la lucha abandona el pantano moral en que se había
instalado de manera tan vivificante durante prácticamente todo su metraje es
cuando sus carencias resultan más evidentes: los personajes secundarios son
meros comparsas puestos ahí como piezas de un mecanismo, el guión, que hace
avanzar la trama en un sentido convencional que el sano salvajismo del film se
había dedicado a torpedear en aras de hacer de la película de Fincher algo
mucho más grande y complejo de lo esperable con resultados fascinantes, y
ocasionalmente parece simplificar algo ramplonamente la complejidad de su fondo.
Esta condensación final de resoluciones de tramas y cabos sueltos puede
provocar la sensación de que Fincher ha escondido la mano tras lanzar la piedra
al condenar, en apariencia y en tan sólo veinte minutos, lo que antes había
mostrado de manera tan viciosamente acaramelada para los sentidos. Incluso a
nivel formal Fincher parece, siempre desde un endiablado ritmo y un virtuosismo
formal que nunca decae, incapaz de establecer unas bases coherentes que definan
cuando se está dentro y cuando fuera de la escindida mente del Narrador que
hacen trastabillar, en ese tramo del film, lo que hasta ese momento era pura
naturalidad. Podría pensarse que el film se dedica, en su final a cuestionar (de
forma necesaria) tanto una rebelión que sólo ha hecho que coger la lógica
empresarial que reduce a hombre y mujeres a capital
humano y la ha trasladado a una todavía peor cosificación, que acaba por enaltecer la cultura consumista que con
tanto ahínco había ridiculizado antes de que la historia mostrara sus
definitivas cartas. Pero, afortunadamente, hay suficientes elementos en la
película como para descartar un acto de cobardía cinematográfica como ese.
Teniendo en
cuenta su final y la evolución del personaje interpretado por Norton, El club de la lucha no varía
excesivamente sus tesis de fondo: no condena la violencia que sus imágenes
parecen dedicarse a exaltar una y otra vez, ni los cada vez más peliagudos
actos de vandalismo de los Monos Espaciales, ni su machismo galopante como
posibles opciones de vida. Los dardos que dispara Fincher contra los males de
nuestra sociedad (y que muchas veces parece en la película una Mala Sociedad
repleta de Malas Personas, sin distinción entre términos) apuntan a la
estupidez personal, el borreguismo, la apatía y el adocenamiento, ya sea bajo
la tutela de la sociedad del consumo o la de Durden, como perniciosos y muy
peligrosos modos de vida. Buen ejemplo de ello es el Narrador convertido en
paria por las fuerzas que él mismo ha desatado parece mejorar en su calidad de
ser humano respecto al inicio del film, como puede detectarse en una escena muy
similar a la que ilustraba sus viajes al inicio en el que el personaje era transportado, a otra más cerca del final
en la que el Narrador corre arriba y abajo y se desgañita para hacerse
entender… validando hasta cierto punto las máximas autodestructivas de Tyler
Durden que rezan que para acceder a la libertad antes hay que destruirlo todo;
en este caso una herencia basada en un pegajoso y venenoso confort y su
despertar es el que lo lleva del niño de treinta años al hombre que asume sus
responsabilidades y sus emociones, validando su vida y su autonomía. Si la
maldad es una posibilidad, una acción que puede llevarse a cabo de manera
consciente de manera libre, la responsabilidad es el elemento que espesa y da
forma a esa libertad. Y si toda acción tiene consecuencias, buenas o malas, el
que uno exista cambia las cosas aunque sea dejando un rastro de destrucción a
su paso... O esa parece ser la retorcida, aunque certera, moraleja del film que
amplía sus lecturas a cada visionado. La frustrada huida del Narrador
consciente de la trampa de tener que elegir entre dos regímenes que anulan al
individuo, es mostrada por Fincher con simpatía por su protagonista al darle la
victoria más surrealista posible, y quizás consciente de que la marcha atrás
habría resultado imperdonablemente anticlimática. Liberado del fantasma de
Tyler Durden y de la mano de su amada Marla, el Narrador contempla como el
imponente skyline de la ciudad se
desploma entre explosiones en una imagen tan inquietante, y en 1999 casi
premonitoria, como bellamente recogida por Fincher ilustrando un poético Apocalipsis
pop del que no habrá nada después, quizás porque siendo el fin de un mundo
alienado hecho con las imágenes propias de esa alienación es imposible mostrar
más allá de su fin… y con el divertido apunte final que interrumpe la bella
serenidad del momento con la imagen de un pene erecto que nos recuerda que esta
película es tan sólo una película, que nada vende más que la rebelión, y que El club de la lucha sea quizás la última
película romántica en el sentido literario del término del siglo XX, tal vez no
la mejor surgida en Hollywood en la década de los noventa… pero probablemente
sí la más salvajemente divertida en su falta de prejuicios y libertad formal,
perturbadora e importante.
Título: Fight club. Dirección: David Fincher. Guión: Jim Uhls sobre
una novella de Chuck Palahniuk. Producción:
Art Linson, Cean Chaffin y Ross Grayson Bell. Fotografía: Jeff Cronenweth. Dirección
artística: Alex McDowell. Montaje:
James Haygood. Música: The Dust Brothers (Michael Simpson y John
King). Año: 1999.
Intérpretes: Edward Norton (Narrador), Brad Pitt
(Tyler Durden),
Helena Bonham Carter (Marla Singer), Meat Loaf (Bob), Jared Leto (Cara de
angel).
[1]Escritor nacido en Portland, en el estado norteamericano de Oregón
en 1964. Tras licenciarse en periodismo, escribió El club de lucha tras haber escrito su primera novela Monstruos invisibles, que se publicaría
más adelante a raíz del éxito de la que inspiraría el film de Fincher pero que
fue ninguneada en ese momento. La rabia que le provocó esta situación en
combinación con la precariedad laboral gracias a la que subsistía fue destilada
en las páginas de El club de lucha,
que se publicó en 1996 en los EEUU y en España en 1999 por Muchnik Editores,
coincidiendo con el estreno de la película, de la que se diferencia en su retrato
de Tyler Durden, un mayor protagonismo de Marla Singer y muy especialmente en
un final inexplicablemente cobarde en comparación con el de la película. Su
estilo austero, plagado de estribillos a modo de mantra y personajes
disfuncionales, lo ha llevado a ser comparado con el más frío Brett Easton
Ellis, el surrealismo de Thomas Pynchon o incluso, y a mi entender algo equivocadamente, con el
mucho más evocador Don Delillo. Tras El
club de la lucha y Monstruos
invisibles llegarían Superviviente,
Asfixia (también llevada al cine de forma bastante fidedigna respecto al
texto original, aunque menos agresiva en su tono, en la película protagonizada
por Sam Rockwell y Angelica Huston), Nana,
Diario. Una novela, el compendio de reportajes e historias cortas Error humano, Fantasmas, Rant o Snuff.
El que escribe le perdió la pista a partir de ahí, aunque me consta que ha
editado al menos una novela más, llamada Pigmeo.
Con el tiempo y sin perder nunca el ánimo de provocar y enervar a sus lectores,
la literatura de Palahniuk se ha ido revelando como una especie de reverso
tenebroso del libro de autoayuda más convencional, aunque en lo que se refiere
al escritor de Portland la visión constructiva de la vida, el positivismo
postizo y el eterno mantra que asegura que si te llevas mal con tu vida no es
tu vida la que debe cambiar sino tú, es sustituido por la terapia de choque, la
desesperanza como manera de salir a flote por no tener más remedio y un ataque
frontal contra una sociedad deshumanizada y bizarra con sus propias armas
literarias… y que a veces puede parecer igualmente postiza y prefabricada.
[2]De no ser por Paul Thomas Anderson, David Fincher sería el mejor
de los realizadores surgidos de Hollywood a mediados de los años noventa del
siglo pasado. Nacido en 1962, empezó sus pinitos en el mundo del cine cuando
entró a trabajar en la industria ILM, propiedad de George Lucas. Tras
abandonarla, saltó al campo de la publicidad y el videoclip, donde adquirió una
considerable reputación gracias a sus trabajos sobre temas de Madonna. Su
primera película, Alien 3, en 1992,
fue una prueba de fuego de la que salió airoso como profesional pese a lo algo
pobre de los resultados finales. Constantes cambios en el guión que fue
reversionado una y otra vez, presiones de los productores que no veían claro ni
lo que se estaba haciendo ni la autoridad de Fincher en todo aquello, pese a
que fue muy respaldado por una Sigourney Weaver que vio tras una breve reunión
que mantuvo con el realizador, que Fincher tenía las cosas más claras que nadie
en todo el rodaje y probablemente también fuera de él. Después del relativo
batacazo artístico y comercial de Alien 3,
considerada por muchos como demasiado oscura, vendría el primer puñetazo sobre
la mesa de David Fincher: Seven, la
primera de sus colaboraciones con Brad Pitt y un monumento al gótico industrial
que perfiló su querencia por la asfixia vital y moral, las atmósferas mórbidas, los personajes
perturbados y el retrato de una sociedad tan enferma como moralista era su
excelente película. Imitada, para mal, hasta la saciedad, permitió a Fincher
resarcirse del chasco de dirigir con las manos atadas la tercera aventura de la
teniente Ripley y levantar su siguiente proyecto: The Game, protagonizada por Michael Douglas y Sean Penn que reincidía,
de manera más diluida y supeditándose un tanto al protagonismo absoluto de
Douglas, en territorios ya explorados por Seven
aunque con algunos añadidos paranoides y un retorcido giro final que algunos
han querido ver como un trampolín de lo que estaba por llegar con El club de la lucha, su siguiente
película. La película, muy entretenida, funcionó en taquilla pero fue bastante
despreciada por la crítica. Crítica que alabó o hundió en el peor de los
infiernos cinematográficos El club de la
lucha, de nuevo colaborando con Brad Pitt, y poniéndose sobre la mesa como
Autor con mayúsculas para algunos y tramposo estafador disfrazado de talentoso
vendedor de imágenes de impacto para otros. Su siguiente film, La habitación del pánico, dejó frío
prácticamente a todo el mundo. Esta película protagonizada por Jodie Foster en
un papel que estaba inicialmente destinado a Nicole Kidman, parece una oscura
reversión de Perros de paja de Sam
Peckinpah, tan hiperestilizada como gélida en algunos momentos. Pese a la tensión
que alcanza en sus mejores instantes, la película carece de la pegada de Seven o El club de la lucha y por lo general no fue demasiado aplaudida.
Más tarde llegaría la que, para un servidor, es su segunda mejor película: Zodiac, un obsesivo retrato de una
investigación criminal sobre las actividades de un asesino en serie real, el
asesino del zodiaco, que aterrorizó la
costa oeste norteamericana durante la década de los sesenta y principios de los
setenta. Atemperando su virtuosismo tras un clasicismo que fue muy aplaudido,
esta película protagonizada por Jake Gyllenhald, Robert Downey Jr. y Mark
Ruffalo, es un espléndido y asfixiante relato de múltiples lecturas que merece
la ovación general que recibió y dotada de una estética y maneras por suerte en
las antípodas de Seven. Tras Zodiac, llegaría la fallida El curioso caso de Benjamin Button
película basada en un relato corto de Scott Fitzgerald, tan preciosa para la
vista como impenetrable emocionalmente por su absoluta gelidez y de nuevo con
Brad Pitt como protagonista, la película, pese a resultar entretenida, peca de
un exceso de autoconciencia de “película importante” y su historia de amor de
toda una vida se estrella contra la inhumana perfección de sus imágenes,
convertidas en estériles postales. Poco después llegaría la excelente La red social, sobre los dimes y diretes
de la creación del GESTAPO voluntario, la red social Facebook, y sobretodo su
máximo responsable Mark Zuckerberg. Una gran película sobre un excelente guión
de Aaron Sorkin. Después y ya por último dentro de la gran pantalla, llegaría
una nueva adaptación del best seller de Stieg Larsson, Millennium I, protagonizada por Rooney Mara, que ya aparecía en La red social, en el papel de la icónica
Lisbeth Salander y Daniel Craig en una entretenidísima película dotada de un
ritmo endiablado lejos de las cargas de profundidad de sus mejores trabajos
pero igualmente muy disfrutable. Actualmente Fincher trabaja de nuevo con Mara
en la serie para televisión/Internet (no nos engañemos) House of cards, de la que no puedo hablar por no haberla visto.
[3]Merece una mención especial al respecto el maravilloso instante en
el que el Narrador se pasea por el interior de un catálogo en el que van
apareciendo fantasmalmente los muebles, sus precios, y finalmente el Narrador
como parte de un escenario en el que todo, incluso él, parece tener un precio
en su gris igualamiento.
[4]Con una tendencia, puesta en marcha por el propio Fincher a partir
de Seven, a basarse en tonos verdosos
y azulados que han acabado erigiéndose en un estereotipo tan alejado de la
suciedad real, que el presunto “realismo” de esta estrategia ha mutado a una
nueva y codificada (casi de catálogo) estética cinematográfica.
[5]La afortunada frialdad de la escena, primer toque de atención hacia
un público que hasta hacia escasos segundos reía las gamberradas de Durden y
sus seguidores, fue probablemente lo que salvó al film de ver anulado su
estreno una semana más tarde de que se cometiera el tristemente recordado
tiroteo de Columbine, con el que algunos, entre ellos parte de los responsables
del film, vieron una peliaguda (y casual) similitud.
[6]Amén de una referencia directa en boca de Marla que le comenta al
Narrador que en ocasiones parece “El
doctor Jekyll y Mr. Gilipollas”, la sombra del arquetípico personaje dual
de Robert Louis Stevenson planea constantemente por la película. Desde la
mencionada mesa de Ying-yang, la antinatural –por perfecta- coreografía entre
el Narrador y Tyler en sus gestos, conversaciones y sobretodo en su relación con
Marla, que habla con uno y se va a la cama con el “otro”, o el que uno sea la
antítesis del otro, aproximan El club de
la lucha a ser la versión más desenfadada y actualizada del mito del doble
para finales del siglo pasado. Puestos a comparar, el film de Fincher está más
cerca de la adaptación de la novela de Stevenson hecha por Terence Fisher para
la Hammer bajo el nombre de Las dos caras
del Dr. Jekyll. En esta película Hyde es, como en El club de la lucha, más atractivo que Jekyll, presentado como un
personaje atrapado en una rigidez social y moral que lo convierte en un hombre
de un frialdad científica casi enferma, en contraste con la egoísta agresividad
de un Hyde que sólo es frío cuando se trata de ejecutar sus maquiavélicos
planes. El film de Fincher, a partir de la base literaria de Palahniuk, se
distancia, eso sí del modelo literario de Stevenson en otro sentido, el que
pone al Narrador y Tyler Durden en el mismo plano, de manera más similar a El doble de Dostoievski, en la que un
hombre se encontraba un buen día con otro casi idéntico a él, y con el mismo
nombre, pero con la angustiosa cualidad de ser superior en todos los aspectos
de su vida. Por otro lado, el carácter antitecnológico del los Monos Espaciales
de Tyler Durden, emparenta a este último con la figura clave del movimiento
ludista que se dedicaba a sabotear maquinaria industrial como respuesta a la
automatización y el miedo del trabajador a ser sustituido en sus labores por
los avances tecnológicos. Joe Ludd, considerado líder del movimiento al que
puso nombre, era en realidad un nombre falso de un hombre que jamás llegó a
existir y que se usaba en los interrogatorios policiales para no declarar jamás
los verdaderos nombres de los responsables del vandalismo industrial. Un cariz
fantasmal bastante acorde a la naturaleza legendaria de Tyler Durden.
[7]Aunque hay otra posible explicación. Si sumamos la exclusividad de
los clubes de lucha como lugares sólo para hombres, en los que las mujeres
tienen prohibido el acceso por decisión del Narrador y Tyler Durden, una
misógina frase (tanto como el conjunto del film en general) en boca de Durden
que asegura que “Somos una generación de
hombres criados por mujeres. Me pregunto si otra mujer es realmente la
respuesta que necesitamos.”, constantes amenazas (reales) de castración
como método de castigo, y el trato que recibe Marla, por muy guerrera que pueda
ser, es el de mera comparsa de la que el protagonista descubre estar enamorado
con una pasmosa rapidez… da como resultado el que, sin duda, El club de la lucha es una película
machista ya sea por omisión como por el trato que recibe los personajes
femeninos, muy en la línea habitual del cine de Hollywood. Pero también hay
otra posibilidad explorada por algunos especialistas: que El club de la lucha, con sus peleas entre hombres sudados que no
aceptan mujeres en sus filas, la mentada frase de Durden, el rechazo del
Narrador a los acercamientos sexuales de Marla mientras Durden, fantasía
programada donde las haya, disfruta de ella (si lo hace con ella ya esta otra
cuestión) sin ningún tipo de miramiento, podríamos entrever en El club de la lucha ribetes filogays que
podrían confirmarse por el simple hecho de que su hacedor, Chuck Palahniuk, es
un homosexual declarado y que su libro funciona como una fantasía a la medida
de sus apetitos.
[8]Autoconciencia que muchos asumieron como tramposo truco final
destinado a hinchar lo superficial, que además desbarataba la “normalidad” del
personaje principal, reduciendo la sátira al tratarse del retrato de una mente
escindida y enferma y no del cualquiera que pretendía ser. A mi entender, este
golpe de timón, que ata considerablemente bien todos sus cabos sueltos, no sólo
es una estrategia que implica revisar todo lo visto hasta ese momento, sino
también un revelador “tirar de la manta” que muestra lo patético de una
situación en la que Fincher nos ha hundido, sibilinamente, hasta las cejas. La
coincidencia en el tiempo, con unos pocos meses de diferencia, de El club de la lucha con El sexto sentido, no hizo más que
alimentar la fama de tahúr de un realizador que ya arrastraba una aureola de
dar gato por liebre.
[9]Sumémosle el que, con toda la película planteada como un largo flashback, a la pregunta de Tyler al
minuto de película al Narrador sobre si tiene algo que decir, a lo que este
responde que “no se me ocurre nada”,
cerca del final, con todas las cartas sobre la mesa y repitiendo el momento y
la pregunta, el Narrador responde esta vez que “Aún no se me ha ocurrido nada”, a lo que Tyler responde jocoso “Humor de flashback”.
[10]Algo similar ocurre con la escena en la que el Narrador golpea
inmisericorde a Cara de Ángel, interpretado por Jared Leto, ante la atónita
mirada de sus seguidores. Llegados a esta altura de la película, la monumental
paliza no se detecta con el mismo horror que parece provocar en los personajes
del film, sino como una pieza más de la barbaridad que la película ha ido
conformando secuencia tras secuencia y que, como en el caso de la muerte de Bob
(Meat Loaf) la exhuberancia formal traiciona un tanto al fondo cuando pretende
ser bientencionado.
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