miércoles, 5 de junio de 2013

SOMBRAS Y NIEBLA



 “Sólo creo en el sexo y en la muerte”. Con estas palabras por parte de su máximo responsable y protagonista Woody Allen culminaba El dormilón[1], a modo de lapidaria y algo trillada máxima suavizada por el hilarante y satírico tono del film. Porque si a pesar del sexo a la dama de la guadaña no hay quien le de esquinazo el tiempo suficiente, el cine de Allen ha demostrado una y otra vez a ambos lados de la cámara que en el sentido del humor, la cultura, comer, beber y conversar pueden encontrarse los mejores paliativos contra la angustia de lo inevitable entre coito y coito.
Y inevitablemente en Sombras y niebla, y aunque de forma tan cómoda y recatada como es habitual en el cine de Woody Allen[2], el sexo está presente. Concretamente, bajo el techo de un confortable burdel llevado por un grupo de alegres prostitutas dueñas de sí mismas que se comparten previo pago con algunos de los habitantes de la fantasmagórica ciudad en que tiene lugar esta anómala película del director neoyorquino. Fuera de este luminoso lugar, en el laberinto de callejones que componen esa urbe sin nombre, vaga otra cara de la moneda: la Muerte bajo la forma de un asesino en serie que aterroriza el lugar y que mata, de forma tan elíptica como los son los escarceos sexuales en el prostíbulo, sin motivo ni norma aparente.

Ante tan sombrío panorama criminal, el humor neurótico de un intelectual siempre superado por la realidad se reduce a la figura de Allen en el papel protagonista de Kleinman: judío ya desde su apellido, utilizado por todos a modo de maldición, incapaz de entender los mecanismos del mundo en el que vive pese a verse arrojado a participar en él una y otra vez, y con una autoestima tan rebajada como elevado es su ingenio, Kleinman es la quintaesencia del personaje cinematográfico que Allen ha compuesto en el imaginario del espectador del siglo XX película tras película, pero cuyo sentido del humor vuela más bajo que de costumbre al moverse en aires hostiles. Porque la ciudad oscura y brumosa de Sombras y niebla no es Nueva York, ni Londres, París o Barcelona, es una prolongación de los temas habituales de la filmografía de Allen que en esta ocasión tienen lugar, presuntamente en el siglo XIX aunque tampoco se concreta y en la nada más absoluta, como muestran los contraplanos de las miradas perdidas de los personajes que sólo muestran el cielo estrellado sin ninguna otra referencia física que logre situarlos en el espacio. La imposible iluminación de los planos, resaltando las sombras sobre las calles oscuras y con una densísima niebla difuminando los contornos de los edificios que las flanquean aproximan Sombras y niebla a la irrealidad propia del cine expresionista alemán y se alejan, en su magnífico y muy contrastado blanco y negro, de retratos más o menos cotidianos de un mundo reconocible como el que daba lugar a las irrepetibles Annie Hall o Manhattan.

Bajo una opción estética como esta, no resulta muy difícil entrever la herencia argumental de M. el vampiro de Dusseldorf[3] en la película que nos ocupa, concretamente en la patrulla de vigilantes que reclutan a un atribulado Kleinman en la caza del asesino. Más aún, se diría que la incomprensión rozando el absurdo de Kleinman sobre su lugar en la misión encomendada casi a al fuerza, emparentan Sombras y niebla con un poco disimulado regusto a la literatura de Franz Kafka[4] y sus antihéroes intentando sobrevivir en un mundo desnortado que se alimenta de su culpa sin llegar a aportar pruebas de un delito que la provoque. Esta abstracción en la base del argumento y en su plasmación formal no tarda en apoderarse del conjunto de la película: el endeble protagonismo de Allen (el nombre de cuyo personaje además puede traducirse literalmente como "hombre bajito", pocas veces un apellido ha sido tan impersonal) como figura central del film se ve puesto en entredicho una y otra vez por numerosas tramas secundarias que recuperan algunos de los temas de fondo de su cine, aunque en esta ocasión lo haga bajo una postura más reflexiva, que lo que sus numerosas comedias y dramas agridulces puedan hacer esperar. Ni siquiera la presencia del circo ambulante de visita en la ciudad consigue insuflar algo de alegría al ánimo de los personajes, estando más próximo a la visión del mundo de espectáculo del realizador sueco Ingmar Bergman, tan admirado por Allen, que de otro realizador tan del gusto del neoyorquino como es el mucho más vitalista Federico Fellini. La tristeza de los nómadas habitantes del circo parece retroalimentar la de los habitantes de la ciudad con los que pronto se entremezclan empujando una trama que avanza a trancas y barrancas entre desamores, existencialismo ligero y la perpetua búsqueda de una felicidad siempre esquiva.

La cantidad de personajes que orbitan alrededor de la trama oscuramente detectivesca que por su abstracción nunca llega a concretarse empujan Sombras y niebla prácticamente hacia la coralidad, y más aún cuando sólo dispone de una hora y veinte de metraje para desarrollar tramas que entremezclan clientela del prostíbulo con algunos de los miembros del circo ambulante estacionado en la ciudad como única forma de diversión dentro de la gris mediocridad en la que parecen vivir todos ellos. Estas historias, prácticamente autónomas las unas de las otras en cuanto a su desarrollo se refiere, protagonizadas por tragasables (Mia Farrow), payasos (John Malkovich), estudiantes (Cusack), trabajadores en busca de un ascenso (el propio Allen) y otros variopintos personajes, parecen cruzarse más por casualidad que por un armazón escrito que ate cabos y otorgue una estructura sólida a Sombras y niebla.
En un acto de coherencia que podría haber acabado en una película deshilachada, Allen se niega a concretar, a dotar de una conclusión que pueda dar sentido a las situaciones creadas para sus personajes que se dedican a deambular, errantes, por un lugar que parece reflejar la falta de referentes sólidos de los que sufre tanto el personaje de Allen como el estudiante universitario (encarnado por John Cusack) cuyos estudios no parecen poder dar respuesta a su mal de amores. En un lugar como este en que tiene lugar Sombras y niebla que, no por casualidad, abre con el primer plano de la luna reflejada en un charco poniéndonos en una situación más ensoñadora que real, el jazz, casi inseparable del cine de Allen, es sustituido por una salerosa melodía de Kurt Weill[5], realzando el espíritu circense (y artificioso espectáculo) de Sombras y niebla. A lo teatral de algunos instantes, sensación reforzada por lo relamido de algunos diálogos, amplios en encuadre y largos en duración de algunos planos que, pese a los numerosos escorzos destinados a transmitir una convincente claustrofobia, se contrapone el espíritu fantástico compuesto a partes iguales por la minimalista decoración, el mencionado uso de la luz y las sombras y la vodevilesca música de Weil, coincidiendo ambos aspectos en un solo alimentado por lo irregular del guión: su sentido de la irrealidad.

Lo absurdo de la vida ha sido desde siempre una de las grandes preocupaciones, vistas con más o menos humor según las circunstancias, de los personajes del cine de Woody Allen, pero pocas veces ha sido puesto en imágenes por su responsable con tanto ahínco en su nihilismo existencial como en este caso. Lo aleatorio de los asesinatos, todos ellos sin motivo, y la incapacidad para enfrentarse a la muerte desde una perspectiva científica o racional, como ejemplifica el acoso al médico forense (interpretado por Donald Pleasance) que se derrumba frente al asesino incapaz de controlar su miedo, o la incapacidad de llevar a la práctica en el aquí y ahora las ideas que mueven a los personajes, provoca una sensación de desamparo que se suma al absurdo generalizado desprovisto casi por completo de sentido del humor. La existencia de Kleiman parece responder a una lógica onírica (mezclando pensamientos a modo de voz en off con otros dichos en voz alta como si lo que ocurre dentro y fuera de su cabeza fuesen lo mismo, y mostrando el primer crimen como si fuese algo soñado por él y no como algo que ha ocurrido realmente) que se le escapa, llena de figuras autoritarias, religiosas, laborales o policiales que lo utilizan y lo ignoran, siendo incapaz de comprenderlas pero no por eso librándose de ellas ni de su contagiosa paranoia de tintes antisemitas[6]. La atmósfera triste pero ensoñadora de la película consigue esquivar la bala disparada por un guión que de tan ajustado a su premisa que hace de la abstracción su bandera, podría haber naufragado de no encontrarse respaldada por un Allen en plena forma en el aspecto formal del film. En ocasiones uno tiene la sensación de estar viendo una película compuesta por capítulos antes que ante un argumento sólido que aglutine las diferentes historias que contiene Sombras y niebla llevadas a buen puerto gracias a unos actores que confieren humanidad a unos personajes que el guión no siempre es capaz de transmitir. Porque si la brillantez como guionista de Allen no siempre ha sido igualada por sus capacidades como realizador, en el caso de Sombras y niebla estos elementos invierten sus proporciones, lo que permite que el final, que casi convierte esta película en un film de tesis con una débil historia que la respalde, no caiga en la astracanada de aires culturales. El circo como único elemento de Sombras y niebla que parece serle atractivo a su protagonista y como peregrina defensa contra el ataque mortal del asesino, al que se detiene con un truco de magia, ya perfila lo que acaba por evidenciar el último plano de la película. En él, la cámara avanza hacia un espejo mágico en el que no se refleja y a través del cual vemos como los personajes desaparecen como (y) por arte de magia.

Es, de manera tremendamente autoconsciente, el cine mirándose el ombligo como creador de ilusiones y mundos que no son el nuestro, como válvula de escape de una realidad gris y fuera de nuestro control, y como manera de burlar el miedo a la muerte aunque sea por unos instantes, concretado en la ficción bajo la carpa circense y el ilusionismo. El carácter artificioso e irreal de Sombras y niebla, aglutinando elementos y estilos de épocas cinematográficas pasadas, amén de su teatralidad en algunos instantes, evidencia aún más esa condición del cine como consoladora mentira, como una construcción o ilusión que nos aleja de las miserias cotidianas en cuanto es capaz de darnos un final feliz, algo triste por revelarse de manera consciente como impensable en nuestra vida a este lado de la pantalla. No estamos muy lejos de la idea que latía en la maravillosa La rosa púrpura del Cairo o en el final de Desmontando a Harry con la ficción como única manera de sobrellevar lo insulso y lo malo de la vida, pero lo que allí era concreción y amor por sus amargos personajes aquí deviene distanciamiento y una muy elaborada abstracción puramente fantástica, tan seductora para los ojos y los oídos que hace de Sombras y niebla una rara avis aún por igualar en su singularidad (rivalizando con la magnífica Zelig en el terreno de la originalidad) en la a cada año más vasta filmografía de Allen… pero no por ello, y pese a su conciencia de sí misma, mejor que otras de sus películas que demuestran, desde lo cotidiano y sin la premeditación de Sombras y niebla que la vida es, y que dure, algo más que la claustrofóbica dicotomía profetizada por el soñador, por un par de siglos, protagonista de El dormilón.

Título: Shadows and fog. Dirección y guión: Woody Allen. Producción: Jack Rollins y Charles H. Joffe. Fotografía: Carlo Di Palma. Dirección artística: Santo Loquasto. Montaje: Susan E. Morse. Música: Kurt Weill. Año: 1991.
Intérpretes: Woody Allen (Kleinmann), Mia Farrow (Irmy), John Cusack (Jack), John Malkovich (Paul), Donald Pleasance (Doctor), Kathy Bates (Prostituta), Jodie Foster (Prostituta), Madonna (Marie).



[1]Realizada en 1973, El dormilón es una de las divertidas comedias tan propias del Allen de los inicios de su carrera. En este caso bajo el argumento en el que un hombre cualquiera (el propio Allen) es congelado accidentalmente como parte de un proceso de hibernación del que despertará 200 años después, en un mundo altamente (y estúpidamente) hipertecnologizado dirigido férreamente por un dictador al que plantará cara como última esperanza de la revolución contra el régimen dictatorial que asola el planeta. La banda sonora, compuesta por temas de jazz, es del propio Allen y su grupo musical de entonces The New Orleans Ragtime Funeral Orchestra y su idea inicial era estrenar la película a modo de programa doble: la primera mitad/película narraría la vida del protagonista en el 1973 del estreno del film mientras la segunda, proyectada después de la anterior tras un intermedio, tenía lugar en el 2173 en el que transcurre gran parte de la versión final de El dormilón.

[2]Nacido Allan Stewart Konigsberg el 1 de diciembre de 1935 en la ciudad de Nueva York que nunca dejaría de homenajear en sus mejores películas, el que más adelante se convertiría con justicia en una de las leyendas del cine norteamericano bajo el nombre de Woody Allen comenzó su carrera como escritor cómico en la década de los cincuenta. Tras escribir algunos guiones para la televisión y algunos libros de relatos humorísticos, su imagen empezó a popularizarse en base a los numerosos monólogos que llevó él mismo al escenario durante la década de los sesenta. Ya por entonces comenzó a desarrollar los rasgos más característicos del personaje que acabaría por fundirse con la persona real: intelectual, judío, tremendamente inseguro y asolado por las más variadas neurosis, Allen era tanto irónico como certero retrato del intelectual neoyorquino medio. Este personaje, bajo múltiples nombres y vidas, no tardaría en saltar al estrellato que da la gran pantalla: ya a mediados de los sesenta empezó a escribir y dirigir películas protagonizadas por él y echando mano de un sentido del humor tan absurdo como divertido que bebía del de los Hermanos Marx, la comedia clásica americana, y la vida cotidiana del propio Allen como prototípico intelectual neoyorquino. A esa fructífera etapa creativa, aún a día de hoy a la espera de una merecida reivindicación cuya postergación sólo puede entenderse por pertenecer al siempre despreciado por según que círculos género de la comedia con películas como Toma el dinero y corre, la mencionada El dormilón,  Bananas o La última noche de Boris Grushenko entre otras, la siguió otra más ácida pero más completa en sus resultados. Es la que capitanea con merecido orgullo Annie Hall o Manhattan, maravillosos retratos de la vida en el Nueva York de los setenta más bohemio no exentos de una muy divertida ironía. Durante la siguiente década, la de los ochenta, Allen empezó a introducir un sustrato más intelectualizado en sus películas, algunas de las cuales se erigieron a imagen y semejanza del cine de algunos de sus más admirados directores: Ingmar Bergman o Federico Fellini con resultados bastante desiguales que demuestran que la unicidad de ambos creadores se lleva por delante cualquier intento de emularlos. Quedan para el recuerdo de esa década la injustamente olvidada Broadway Danny Rose, La rosa púrpura del cairo, Delitos y faltas o la muy particular Zelig. La irregularidad de su etapa creativa de los años noventa no impidió que dejara como saldo, además de Sombras y niebla, algunas magníficas películas como Misterioso asesinato en Manhattan, Balas sobre Broadway o Celebrity, amén de otras muy logradas como el ácido mea culpa creativo entonado en Desmontando a Harry. Entrado el nuevo milenio, Allen erró por los caminos de la comedia que tan buen resultado le había dado en el pasado con películas tan simpáticas como Granujas de medio pelo o La maldición del escorpión de jade,   otras menos afortunadas como Melinda y Melinda  o Un final made in Hollywood, dejando en un lugar de honor su última película del milenio pasado en 1999: Acordes y desacuerdos, considerada por muchos y no sin razón como su última gran película. Gracias a su indudable talento como realizador y muy especialmente como guionista, Allen logró capear temporales del calibre de la (justa) acusación de incesto al mantener una relación sentimental con su hija adoptiva, en custodia con la que por entonces era su mujer y musa Mia Farrow. El escándalo público si bien empañó su imagen pública, no lo hizo con el respeto que se le tenía y se le tiene a nivel creativo, algo que probablemente no habría ocurrido si su carrera hubiese dado comienzo en el año 2000. Su huida creativa a territorio europeo a mediados de la primera década del nuevo milenio tuvo un esperanzador inicio con Match point, especie de versión simplificada y londinense de la muy superior Delitos y faltas que recuperaba un Woody Allen que empezaba a echarse de menos… y que nunca daría la sensación de haber vuelto del todo. Ni Vicky Cristina Barcelona ni la más reputada Midnight in Paris (de las demás no puedo hablar por no haberlas podido ver) hacen albergar esperanzas, al menos para un servidor, de que el próximo film que Allen ya nos depara anualmente logre equipararse a los de su mejor etapa, pese a lo cual, y con toda justicia con un curriculum como el suyo, los actores siguen peleando para aparecer en sus películas y sus más asiduos colaboradores no parecen estar por abandonarlo. Una leyenda viviente del cine.

[3]Clásico del cine donde los haya, esta película dirigida por Fritz Lang en 1931 sobre un asesino de niños en el Düsseldorf del título, al que acaba dando caza una turba de ciudadanos que ponen en tela de juicio la distancia que separa la justicia de la venganza, ha dado lugar a varias interpretaciones: desde advertencia de los inminentes males de un nazismo que por entonces aún gozaba de respetabilidad hasta, de manera más generalizada, denuncia de una sociedad que expía sus males sobre los elementos monstruosos que viven en ella sin darse cuenta de que son causa y consecuencia del propio tejido social. Más allá de toda lectura posible, una gran película llevada por mano maestra por Lang y excelentemente protagonizada por un inolvidable Peter Lorre, y de la que algunos de sus elementos le valieron la etiqueta de expresionista. Relativamente emparejado con El gabinete del doctor Caligari (a la que se la define como caligarista…), y simplificando mucho y probablemente para mal, el llamado Expresionismo Alemán pone los estados de ánimo y mente más desequilibrados en irreales imágenes llenas de sombras recortadas, decorados antinaturales y artificiosos y el más exagerado maquillaje como expresión de los diablos interiores de unos protagonistas por lo general tan marginales y descoyuntados como la estética cinematográfica que se construye a partir de sus desnortadas percepciones del mundo. Títulos como El Golem en 1919, o Nosferatu en 1922, se consideran capitales para un movimiento cuya influencia resulta tan incalculable como el número de películas e ilustraciones que han hallado en este movimiento una guía para poner en imágenes sus pensamientos y sensaciones y que en muchas ocasiones han derivado de su vertiente más oscura para expresar, bajo otras opciones estéticas, sentimientos tan elevados como imposibles de plasmar en un ambiente realista… si es que tal cosa existe en una película.

[4]Mítico escritor austrohúngaro, nacido en Praga en una familia judía en 1883, cuya capacidad de profetizar una parte de la sensibilidad propia del tardío siglo XX casi cien años antes sigue sorprendiendo y eclipsando su valía como creador de atmósferas opresivas, no exentas de sentido del humor, y estados de conciencia a caballo entre el sueño y la realidad con la culpa y lo absurdo de la vida como dos de sus grandes temas, con personajes avasallados por un mundo que no comprenden pero que parece acusarles continuamente de incumplir unas normas absurdas. Gracias a novelas como La metamorfosis o El proceso, entre otras, Kafka está considerado, a día de hoy, uno de los grandes nombres de la literatura moderna y uno de los pocos literatos cuya adjetivación, kafkiano en este caso, es de uso relativamente corriente (y a cada día que pasa más justificable) y entendible hasta para los que no han leído nunca una de sus páginas. Murió en Austria en 1924, tras llevar una vida aquejada de dolores mentales y físicos, y entre muy conflictivas relaciones familiares que dieron lugar a reproches del calibre a los puestos en negro sobre blanco en Carta al padre.

[5]Compositor alemán nacido en el 1900 en el seno de una familia judía en el barrio de Dessau. Nacido Kurt Julian Weill, socialista y en activo desde 1920, se unió al llamado Novembergruppe en 1922, grupo de artistas berlineses de ideología izquierdista y pese a numerosos trabajos en el mundo de la música con influencias de Gustav Mahler, Arnold Schoenberg y Igor Stravinsky, se centró especialmente en componer letras de canciones y de teatro musical. Tuvo un gran éxito en su Alemania natal durante la década de 1920 hasta principios de los años 30, época en la que escribió su mayor éxito junto con Bertold Brecht: La ópera de los tres peniques. El ascenso del nazismo, que lo puso en el punto de mira por su popularidad y orígenes, obligó a Weill a exiliarse en París y más adelante, con el éxito de algunas de sus obras levantando aplausos al otro lado del atlántico, en Nueva York. Abandonando la escritura del alemán si no era para comunicarse con sus familiares (que difícilmente podían entender el inglés), Weill estudió la música popular norteamericana aplicando estos nuevos conocimientos a nuevas obras que le valieron de nuevo el aplauso del que ahora era su público patrio, escribiendo incluso la partitura musical de la película de Fritz Lang Tú y yo en 1938. Muy activo políticamente, apoyó por completo la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, colaborando en múltiples proyectos de apoyo a las tropas que entraron americanas que entraron en combate en 1941. Weill se nacionalizó como norteamericano en 1943 y murió, siete años más tarde, al poco tiempo de cumplir los 50 y su herencia musical, invisible pero presente, es notable en algunos conjuntos musicales siendo una buena muestra la canción del grupo The Doors Alabama song, con letra original de Weill.

[6]La confluencia de Allen, Weill y un Kafka presente en espíritu, todos ellos tan judíos (y el segundo además perseguido por serlo) como lo es el protagonista de Sombras y niebla y la barriada en la que vive, exteriorizan de manera muy sombría uno de los temas que Allen casi siempre ha tratado bajo un prisma más humorístico, pese a cierto regusto amargo, que angustiado. La constante amenaza que se cierne sobre Kleinmann, más por parte de unas autoridades que lo tratan sin ningún tipo de respeto (y que recuerdan poderosamente a los grupúsculos de ciudadanos de M. El vampiro de Düsseldorf que muchos ven como una premonición del nazismo mientras otros ven, a partir del hecho de que la mujer y colaboradora habitual de Fritz Lang era una afiliada al partido nacionalsocialista, una menos politizada visión sobre la justicia y sus límites) que por parte de un asesino ausente durante gran parte del film, pone en imágenes la angustia de un realizador que nunca había sido tan contundente en su visión del ser judío en un mundo hostil sin que nunca haya más pruebas que las que la engañosa percepción de su absurda situación le pueda otorgar. A falta de elementos más tangibles en los que apoyarme, dejo apuntada una posibilidad que como el resto de la película se diluye en una amenazadora atmósfera que nunca llega a concretarse por completo.

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