Dame
refugio
Oh,
una tormenta está amenazando hoy mi vida
Si
no consigo un refugio, oh sí
Duraré
poco
La
guerra, niños, está sólo a una bala de distancia
Está
sólo a una bala de distancia.
(…)
Te
digo
Que
el amor, hermana, está sólo a un beso de distancia
Sólo
a un beso de distancia…
Gimme
Shelter. Rolling Stones, 1969.
En el año 1971
el periodista Hunter S.Thompson recibió el encargo desde las altas esferas de
la revista Rolling Stone de cubrir la carrera de motocicletas Mint 400 que iba
a tener lugar en el desierto de Nevada. El Verano del Amor había quedado atrás,
la energía de Woodstock había dado paso en un abrir y cerrar de ojos a la fatal
agresividad demostrada en Altamont[1],
la lucha por los derechos civiles y las protestas a pie de calle frente a las
fuerzas del orden reclamando una mayor libertad habían dado la victoria a
Richard Nixon, aupado a la presidencia desde las urnas por la Mayoría
silenciosa[2].
Era el oscuro viraje que había puesto sobre el mapa mental y físico de los
norteamericanos de por entonces a la Familia Manson, el asesinato de Martin Luther King, paisajes de mutilados
físicos y psíquicos de la televisada y real guerra de Vietnam, conflicto filtrado
y llevado a los cómodos hogares de Norteamérica por tubo catódico, y una visión
del mundo y su ampliación mediante las drogas que había degenerado en quimeras
viciadas de una ilusión que perdía su entusiasta pulso con el gris y
conservador mundo real…
Ante este
triste panorama y parapetándose tras el pseudónimo de Raoul Duke, lo que
Thompson escribió para la revista Rolling Stone de modo casi autobiográfico[3]
-recogido por la película de forma fidedigna respecto al texto periodístico- era
la crónica de un desesperado declive generacional, un salvaje retrato del final
de un sueño narcotizado del que la América neoliberal y ultraconservadora
comenzaba a desperezarse. La carrera de motociclismo se había reducido a una
mera excusa, un lugar al que ir para deleitarse en un paisaje trastornado por
las incontables drogas consumidas hecho de falsedades, y emprendido con el quimérico objetivo de
encontrar el Sueño Americano bajo las ruinas de la contracultura en el corazón
de la bestia, la ciudad artificial por excelencia en el que el dinero ha dejado
de ser un medio para ser su único y neoliberal fin: Las Vegas.
Bajo el
concepto de Verdad, piedra angular en el mundo periodístico[4]
y más aún en el considerado de
investigación, resquebrajado y puesto en duda una y otra vez durante los
últimos años de esa década de los sesenta, se impuso el solipsismo como
autodefensa y la búsqueda de un refugio ante la inclemencia mediática y social
que anuncia y provoca la inevitable derrota de los humanistas valores del hippismo. Ante el miedo y el asco al
mundo exterior, cuyo sentido parece desintegrarse dando paso a un desesperanzador
absurdo fuera de control del hombre de a pie y en manos de oscuras
instituciones, el quijotesco Raoul Duke (un físicamente irreconocible Johnny Depp en uno de sus
mejores trabajos personificando por primera vez a Hunter S.Thompson[5])
y su abogado Dr.Gonzo, su agresivo y peligroso Sancho Panza (un temible y
magnífico Benicio del Toro), intentan, sin conseguirlo, escapar de los nuevos
tiempos que ya huelen a podrido. Mescalina, LSD, marihuana, cocaína,
adrenocromo… Las incontables drogas de graduación variada consumidas sin ton ni
son en Miedo y asco en Las Vegas[6]
son tanto una llave a pastos mentales más verdes, tan ilegal como la mentalidad
de aquellos que la consumen, que abre puertas imposibles de cerrar una vez se
han traspasado, como la única posibilidad viable de sus protagonistas de
refugiarse y atisbar la anhelada Verdad enterrada en un barullo de luces de
neón, griteríos proferidos desde puestos de venta ambulantes y un estilo de
vida tan demencialmente hortera y recargado como absolutamente vacío bajo su
cascarón.
No resulta
demasiado difícil entrever en los Duke y Gonzo cinematográficos una
prolongación de los soñadores antihéroes que una y otra vez, desde Las aventuras del Barón Munchausen hasta
El imaginario del Doctor Parnassus o El rey pescador, se han enfrentado hasta
el agotamiento contra unos mucho más poderosos molinos de viento en la
filmografía de Terry Gilliam[7],
mucho más que un mero ilustrador para la pantalla del texto homónimo de
Thompson. La indudable estima, y probable afinidad, por personajes que huyen de
una realidad que se asume a sí misma como la única posible refugiándose en
mundos de fantasía siempre acosados por los demonios de lo real, de los que se
hace una visión tan caricaturesca como poco sutil y carente de matices, se ve
perfectamente reflejada en las retorcidas y abigarradas formas de Miedo y asco en Las Vegas fruto del
compulsivo consumo de drogas, que por todo lo anterior esquivan prácticamente
todo moralismo sobre su uso y abuso[8].
Al humor desesperado pero combativamente corrosivo de los escritos de Thompson
entonados en primera persona, Gilliam enfrenta una visión aplastante del mundo,
con un sentido del humor tan grotesco que se aproxima más a la pesadilla, o a
un punto medio situado entre esta y el sueño que aún se reconoce pese a verse
terriblemente degradado, que a una humorada más o menos salvaje. A los vómitos,
mareos y furiosa paranoia que cada dos por tres acosa a los dos protagonistas
fruto de la ingesta de drogas en el más hostil de los entornos hay que sumar un
elemento argumental convertido en nervio central del film, siendo en todo
momento lo más desesperanzador de lo apuntado por la película de Terry Gilliam.
Si el
realizador de Brazil y Tideland nunca ha destacado por su
sutileza, en Miedo y asco en Las vegas
puede llegar a ser rematadamente obvio en su inicio respecto a donde acaba la “realidad”
y empieza la más solitaria de sus primas hermanas, la “alucinación” -con
instantes como el que muestra el restaurante de un hotel siendo tomado por
lagartos gigantes que comen y fornican por el suelo o un decorativo estampado
de una alfombra reptando por los tobillos de un paseante mientras este habla
distraídamente por teléfono- pese a que poco a poco las fronteras entre ambas
empiezan a diluirse hasta formar un todo indivisible dando lugar a una denuncia
del estado de las cosas (el de entonces ¿y el de hoy?) mucho más efectiva que
la algo pomposa búsqueda y captura del esquivo Sueño Americano que cada equis
tiempo tanto reportero como director ponen en boca de Raoul Duke y el Dr. Gonzo.
Los
serpenteantes movimientos de cámara, una iluminación antinatural hasta lo
indecible repleta de planos asfixiantes virados a imposibles tonos chillones
por cortesía del gran trabajo del director de fotografía Nicola Pecorini, la
absoluta falta de asideros narrativos, y un último tramo narrativamente muy
fragmentado pero siempre formalmente compacto, son sin duda maneras de mostrar
los alterados estados mentales y anímicos de los protagonistas, pero también, y
es ahí donde Miedo y asco en Las Vegas
muestra sus arriesgadas cartas, la forma y el fondo de una ciudad construida en
el desierto como un espejismo físico o un paraíso artificial libre de impuestos
que sintetiza tan bien la máxima norteamericana de que cualquiera puede hacerse
rico de la noche a la mañana. Si las drogas que tan asiduamente consumen Raoul
Duke y su consorte el Dr.Gonzo, como si el más mínimo contacto con la realidad
pudiese acabar con ellos, son un acceso a la Verdad que una y otra vez se les
escapa bajo un recargadísimo manto audiovisual, el resultado final es
desolador: no hay más Verdad que la que se ve, y es tan similar e
intercambiable por la peor de las alucinaciones que en nada se diferencia en su
esencia del mundo del que pretendían huir y desenmascarar intermitentemente[9]
sin nunca lograr zafarse de él. Tomando como paradigma el televisado conflicto
bélico con el Vietcong, una realidad sesgada por obra y milagro de la pequeña
pantalla pero que, al contrario de lo que ocurre con la tóxica percepción de
los protagonistas que tiene un sesgo personal,
esta, la televisiva, es institucional.
Es la instauración un conflicto diferente, el que se dirime entre medios de
comunicación peleando por su parte un pastel con la forma de la percepción del
mundo de sus receptores… y a estos luchando por conservar su idiosincrasia perceptiva,
convertidos en perseguidos piratas perceptivos por su fe en una realidad que ya
no les pertenece hasta el agotamiento que confunde todas las posibles maneras
de entender el mundo con los sentidos atiborrados hasta la saturación.
Y todo esto se
nos muestra, con la excepción de algunos instantes más efectistas (y en Miedo y asco en Las Vegas es difícil
establecer esa diferenciación entre los que lo son más y los que lo son menos,
porque coherentemente no hay ninguno que no lo sea en mayor o menor medida) de
lo habitual, con las gentes que deambulan por Las Vegas; planteados bajo un
prisma tan caricaturesco pero certero que dudosamente puede separarse el grano
de la alucinación de la paja de la realidad de Miedo y asco en Las Vegas. Los fascistoides policías como cabezas visibles
de unas instituciones que oprimen a los perdedores de la lucha contra la
Norteamérica de Richard Nixon, vistos bajo una asustada paranoia persecutoria,
no parecen muy diferentes a lo que, desde el cine y la literatura de entonces,
se ha perfilado bajo una visión más realista
de este tipo de personajes; el aire enloquecidamente belicista de algunos
instantes parece tanto fruto del caldo social que respiraba la guerra contra el
Vietcong desde la anestesiante comodidad del sofá (y que en esta película sale literalmente de la pantalla para
invadir el espacio físico de los protagonistas) como de posibles grupúsculos
militaristas; y lo garrulesco y estúpido de algunos de los hombres y mujeres (incluyendo
la bizarra e inolvidable imagen de una niña armada con una ametralladora siendo
animada por un mono ataviado con una capucha del ku kux klan…) que transitan
por la película resultan tan reconocibles, y sobretodo tan posibles pese a lo
surreales que pueden llegar a ser, que no requieren de la toma de drogas para
revelar su monstruosidad. La huida de los personajes del mundo real revela, a
ojos del espectador, la Verdad que subyace bajo las aparentemente civilizadas
maneras del norteamericano medio contra el que Miedo y asco en Las Vegas lanza sus envenenados dardos hasta el
punto en que la fusión entre lo caricaturizado y su modelo acaban con toda
posible división entre una realidad más o menos consensuada y su parodia,
estrechando el cerco hasta la asfixia.
Esta falta de
significado, o de fondo oculto más allá de la superficie de las imágenes, se
extiende como mancha de aceite por toda la película, de manera mucho más incómoda,
pegajosa y brutalmente opresiva que en el caso de su modelo literario. Lo más
llamativo y coherente de Miedo y asco en
Las Vegas resulta también, para muchos, su talón de Aquiles. El vacío
alrededor del cual orbitan los protagonistas, incapaces de huir de su
perniciosa influencia, con epicentro en Las Vegas como devorador y paciente
agujero negro se traspasa a la propia estructura de la película. Tras un
eléctrico primer cuarto de hora de metraje, sazonado con buena música, un ritmo
endiablado y unos diálogos tan ásperos como contundentes, el músculo narrativo
de un Thompson propulsado por la puesta en escena de Gilliam y los excelentes actores
de Miedo y asco en las Vegas choca de
frente con la Ciudad del Juego convertida en un paralizante lugar que muestra
lo peor de Norteamérica y saca a la luz todos sus demonios… Y nada más.
Finiquitada la carrera de motocicletas, excusa para el lisérgico viaje a Las
Vegas, el espectador se enfrenta al tuétano de la película en toda su desnudez.
En Miedo y asco en Las Vegas no hay
trama. Ni psicologismos que puedan explicar algunas de las conductas de sus
personajes, que ven sus correrías limitadas a encuentros con otros, tanto o más
desnortados que ellos y representantes de una Norteamérica estupidizada que se
va al carajo corriendo con todos los gastos. Miedo y asco en Las vegas hace ejercicios de funambulita entre el
retrato del vacío que pretende hacer y la película vacía que prácticamente es
sin acabar de de caer nunca a ninguno de los dos lados.
Este precario
pero constante equilibrio se envuelve en una atmósfera visualmente tan
apabullante que sólo hace que sumar en su pisoteo del sistema nervioso del
público, agotado de todo intento de penetrar en ella en igualdad de
condiciones. La indudable y asfixiante armonía de todos los elementos que
conforman el brillantísimo empaque audiovisual del film no se da en un intento
de poetizar las correrías de sus personajes, sino más bien todo lo contrario,
maximizando los elementos más grotescos y siendo demasiado dinámico para ser
considerado pictórico, pero no carente de una muy particular melodía. El exuberante
barroquismo de Miedo y asco en Las Vegas,
que evidencia aún más lo minúsculo y absurdo de su argumento, está planteado
bajo un vigoroso y logradísimo intento de noquear al espectador, de golpearlo
una y otra vez hasta ponerlo en la misma situación de absoluto hartazgo que los
sobrepasados Duke y el Dr. Gonzo. En este aspecto, el constante y siempre agresivo
deambular de los protagonistas a ninguna parte, suma una capa más de coherencia,
y de identificación para el espectador, que en este caso se mantiene hasta el
agotamiento: la búsqueda deviene inútil y el romanticismo de la búsqueda de un
sentido a la vida (en este caso, el Sueño Americano, o una estructura soporte
la luz al final del túnel) en forma de viaje se impone en forma de un poco
resignado nihilismo: sólo queda dar irritantes vueltas en círculos
preguntándose qué narices están haciendo allí y qué les impide irse sin poder
nunca ir a ningún lado que no les recuerde a lo que acaban de dejar atrás, con
tanta paradójicamente lujosa miseria humana.
Una miseria a
la que Duke y su abogado combaten y provocan con sus propias armas,
retroalimentándola de manera muy ambivalente. Tanto en el momento de su estreno
como ahora no han faltado voces que acusan Miedo
y asco en Las Vegas de regodearse en sus excesos y miserias y, sin negarles
algo de razón, no deja de ser una combativa estrategia que combina una agresiva
degeneración con una desesperada guerra contra el mundo. Si Raoul Duke y el Dr.
Gonzo parecen dedicarse a agitar el cadáver del mundo que podría haber sido
pero nunca fue de la forma más escandalosa y soez posible, Gilliam parece
darles su apoyo en cuanto el humor de la película se sustenta en maneras muy
similares. La espontánea caricatura que las mentes de los protagonistas hacen
de su entorno revela su absoluta fealdad interior, lo podrido de sus principios
y aterrada visión del mundo en contraste con los ideales que presuntamente
deberían defender. Lo que lleva al realizador a resaltar, prácticamente
ninguneando cualquier aspecto constructivo, lo más desagradable de sus
personajes, pese a estar siempre de su lado en su lucha contra la mediocridad
que los rodea. A su descarnado consumo de drogas se suma una agresividad y
falta de principios que pone muy en cuestión la herencia de la Generación del
Amor de la que sólo parece quedar su estética, muy degradada, y un uso de las
drogas en las antípodas de lo recreativo. En el momento más desagradable de
todo el film, desprovisto además de todo sentido del humor, el Dr. Gonzo
humilla implacablemente a una camarera que no parece sentir demasiado respeto
por la etnia de su cliente: es un instante que aúna todos los sueños de
igualdad, paz y justicia tal y como se entendían en los sesenta y los deja caer
hechos jirones escenificando la derrota total, no ya de unos ideales en
particular sino del mundo que se pretendía erigir sobre ellos, como toma de
conciencia de que la batalla ha sido irremisiblemente perdida, y del que sólo
queda huir con una sonrisa ausente e impermeables al mundo que los rodea
encerrados en sí mismos.
La voz en off
sobre las espesísimas imágenes saturadas de música y color, haciendo más obvio
lo que es innecesario subrayar como una experiencia tan radicalmente subjetiva
como la toma de drogas o la más sobria percepción de la realidad, o el insomnio
del propio Raoul Duke fruto de la paranoia y/por la ingesta de drogas aproximan
a Miedo y asco en Las Vegas, la
película, a un retrato de un estado mental, que en este caso es subrayado por un último tramo en que las
secuencias se siguen las unas a las otras con una lógica más propia del ensayo,
por reflexivo, fílmico que de una
narrativa más o menos al uso en su percepción del tiempo y el espacio, que del
retrato social, polos no necesariamente excluyentes entre los que sí basculaba
el texto escrito. Mucho más cercano en su humor en la pantalla a la risotada
masoquista del que se divierte ardiendo, que a la sátira social y cultural más
salvaje y liberadora, hasta cierto punto justificada en la máxima que abre
tanto el reportaje como el film que reza “el
que se convierte en un animal se libra del dolor de ser un hombre”, dolor
que en la película sólo se atenúa con algunos ramalazos satíricos a modo de
bocanadas de oxígeno, insuficientes para soportar una atmósfera irrespirable.
Tal vez debido a su condición de recreación
de una visión del mundo que ha tocado a su fin, la vitalidad del libro parece
haber sido embalsamada en su trasvase a la pantalla, encerrada en sí misma y
como sus personajes, queriendo saber poco del mundo de hoy porque en el fondo
el dilema que plantea Gilliam, habiendo asimilado por completo el texto en el
que se basa su película es más universal que concreto, y muy despolitizado
respecto al reportaje original. Afortunadamente los avasalladores resultados de
Miedo y asco en Las Vegas consiguen
que las referencias al contexto histórico, ya sea debido a algunos lugares
comunes estéticos, mediante la magnífica banda sonora, o en base a comentarios respecto a figuras
públicas del momento, que quedan relegados a la periferia del potente grueso
formal y dramático del film, no parezcan prefabricados sino la mínima parte de
un todo tan virulento como, en ocasiones y retroalimentándose de lo anterior,
irritante.
Por todo lo
anterior, y ya sea desde la admiración por la agresiva y vivificante energía
que desprende la película por parte del que escribe, o desde el rechazo que
despertó y despierta desde numerosos frentes[10],
Miedo y asco en Las Vegas se erige
por consenso como una película a veces enervante, otras exhibicionista en su
autoasumida singularidad, pero para todos aquellos que la han experimentado con
mayor, en grado de masoquista disfrute, o ningún placer en absoluto, una
terapia de choque contra la dictadura de lo tibio bajo la forma de un film
inolvidable.
Título: Fear and loathing in Las Vegas. Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry
Gilliam, Toni Grisoni, Tod Davies y Alex Cox sobre la novela-reportaje escrita
por Hunter S. Thompson. Producción: Patrick Cassavetti, Laila Nabulsi y
Stephen Nemeth. Fotografía: Nicola Pecorini. Dirección artística: Alex McDowell. Montaje: Lesley Walker. Música: Ray Cooper y Michael Kamen. Año: 1998.
Intérpretes: Johnny Depp (Raoul Duke), Benicio Del Toro (Dr. Gonzo), Craig Bierko (Lacerda), Tobey Maguire (Autoestopista), Christina Ricci (Lucy), Ellen Barkin (Camarera), Gary Busey (Policía).
Intérpretes: Johnny Depp (Raoul Duke), Benicio Del Toro (Dr. Gonzo), Craig Bierko (Lacerda), Tobey Maguire (Autoestopista), Christina Ricci (Lucy), Ellen Barkin (Camarera), Gary Busey (Policía).
[1]Sobre el mítico concierto en Woodstock en 1969 poco hay que decir
que no pueda verse en el no menos mítico (si no más aún) documental del mismo
nombre. A un impresionante cartel musical en el que brillan por méritos propios
tanto los Who como Jimmy Hendrix sin desmerecer a sus talentosos acompañantes
de escenario, hay que sumar el buen ánimo del público, lugareños y
organizadores, que dada la masiva afluencia de gente hacia el recinto en el que
tenía lugar el festival musical decidieron dejar entrar gratuitamente a todo el
que quisiera con considerables pérdidas económicas causadas por esta decisión.
La buena organización y una serena visión de la toma de drogas contrasta
sobremanera con uno de los conciertos más negros de la historia de la música norteamericana:
el que tuvo lugar en la localidad de Altamont ese mismo año. Con un cartel que
aunaba, entre otros, a los Jefferson Airplane con el plato fuerte de la noche;
los Rolling Stones, y con la desafortunada decisión por parte de estos últimos
de encargar a los Ángeles del Infierno norteamericanos la seguridad del
recinto, el nocivo cóctel de drogas, tendencias violentas y un cúmulo de
coincidencias dio como saldo el asesinato de un miembro del público a manos de
los Ángeles del Infierno, que también tuvo su interesantísimo y muy perturbador
documento audiovisual bajo el revelador título de uno de los temas de los
Stones: Gimme shelter.
[2]Curiosa denominación del sector de la ciudadanía que con su voto
dio la presidencia a Richard Nixon (y que Mariano Rajoy adoptó no hace
demasiado en una de sus ruedas de prensa, quizás olvidando lo altamente
impopular que es Nixon en el país que gobernó antes de dimitir), bestia parda
de la Generación del Amor y la contracultura, que sofocó políticamente las
ansias de cambio de una parte de la población estadounidense proclive a un
estilo de vida más laxo y contestatario que sencillamente no se acercaba a las
urnas ni por accidente, dándoles la victoria legal a aquellos que pretendían
combatir pacífica y, craso error visto las consecuencias, apolíticamente. El
propio Thompson tomó nota del suceso y haciendo honor a su inteligente máxima,
más al día que nunca, que aseguraba que la política no le interesaba por otro
motivo que no fuese la defensa personal, fundó un partido político con el
impresionante nombre de Poder Freak,
que estuvo a unos pocos votos (algunos aseguran que a seis papeletas a favor…
otros que sólo a una) de hacerse con el control de la población de Aspen, de la
que, de haber vencido, Thompson habría sido Sheriff. Para más información y
conocimiento de un ideario político a considerar en muchos de sus aspectos,
lean el capítulo dedicado al último tramo de la campaña electoral por Aspen en La gran caza del tiburón escrito por
Thompson y editado por Anagrama.
[3]Por aquel entonces, Thompson se encontraba enfrascado en un
reportaje sobre la muerte de un líder de opinión de la comunidad mejicana en la
ciudad norteamericana de Aztlan llamado Rubén Salazar. Este fue un caso de
importante resonancia mediática al ser el asesinato, puede que involuntario,
fruto de la brutalidad policial más despreocupada la causa más plausible de su
muerte en un instante en el que los disturbios raciales prendían con gran
facilidad en los Estados Unidos y el Caso Salazar no fue una excepción. Fue
entonces cuando Thompson conoció al abogado Oscar Acosta, con el que, poco
después y con el objetivo de airearse de un reportaje que parecía estancado,
viajó a Las Vegas para cubrir la carrera Mint 400. Siendo Thompson el Raoul
Duke de Miedo y asco en Las Vegas, no
es muy difícil entrever la bastante siniestra figura del mejicano Acosta en el
samoano Dr. Gonzo literario, cambio hecho por Thompson para hacerlo algo más
agradable a ojos del lector norteamericano, que por algún incomprensible motivo
sentía más aprecio por los originarios de Samoa antes que por los de Méjico.
Pueden leer el reportaje escrito por Thompson sobre el Caso Salazar en el libro
La gran caza del tiburón, en el que
el periodista narra su relación con Acosta, la comunidad mejicana y las
consecuencias del asesinato así como parte de la investigación. El segundo
viaje de Raoul Duke a Las Vegas, consecutivo en el reportaje en unas pocas
horas respecto al primero, fue motivado, al igual que en el texto por una
convención republicana que Thompson se emperró en cubrir pero que en la
realidad tuvo lugar bastante tiempo después del primer viaje del periodista.
Este adosó el segundo al primero para engrosar las páginas del libro sin que
este perdiese coherencia en su retrato de una Norteamérica cada vez más
conservadora. Y lo consiguió.
[4]En el caso de Thompson y Miedo
y asco en Las Vegas, tal y como también lo fue Los Ángeles del Infierno y sus escritos posteriores, enmarcado en
lo que se conoce como Nuevo periodismo.
Surgido durante los años sesenta del siglo pasado, se considera este tipo de
periodismo el eslabón perdido entre la novela y el artículo periodístico,
suponiendo a grandes rasgos una inmersión en el hecho explicado en la noticia
por parte del periodista a modo de experiencia casi autobiográfica, amén de
echar mano de un estilo literario más novelístico que lo que hasta entonces era
mera exposición de los hechos. A los interesados les recomiendo la lectura de
la compilación de reportajes cortos llevada a cabo por Tom Wolfe, a cargo de
una larga e interesantísima introducción sobre el fenómeno periodístico que nos
ocupa, bajo el título de El Nuevo
Periodismo, editado por Anagrama, que atribuye la paternidad de este género
literario a Terry Southern. Dentro de las, por lo visto, diversas categorías de
Nuevo Periodismo, Thompson se erige como único representante del denominado Gonzo. Esta categoría, popularizada al
igual que su autor gracias al éxito de Miedo
y asco en Las Vegas, tiene su origen en el que era director del Boston Global Magazine a finales de los
sesenta, Bill Cardozo. Colaborador y amigo de Thompson, usaba la palabra
(posiblemente inventada) gonzo para
definir algo estrambótico y alocado. Adjetivos que le iban como anillo al dedo
al artículo The Kentucky derby is decadent
and depraved, encargado a Thompson por la revista Scalan en 1969. El firmante de Los
Ángeles del infierno acompañado por el talentoso ilustrador Ralph Steadman
que más tarde pondría en dibujo varios de los reportajes de Thompson, viajo a
Kentucky, se hizo con un par de pases de prensa in extremis y también con un spray de pimienta con el que, por
motivos que desconozco (y que según parece ni siquiera Thompson termina de
tener claros) roció la tribuna en la que estaba el gobernador antes de huir con
Steadman sin mirar atrás. Con casi o toda la revista lista para ser impresa en
San Francisco, los dibujos de Steadman listos y un asustado Thompson en Nueva
York habiendo escrito tan solo un par de páginas, poquísimo para lo que se
esperaba desde la redacción del Scalan,
el periodista entró en un estado de ansiedad y empezó a enviar sus apuntes
repletos de acotaciones y notas para su posterior reconstrucción en forma de
noticia… lo que, para sorpresa de propios y extraños, encandiló a los
responsables de la revista. Al poco, un atónito Thompson comenzó a recibir
llamadas y cartas felicitándolo por lo que algunos consideraban “un avance del periodismo”. Entre esas
cartas se encontraba una de Bill Cardozo que aseguraba entusiasta que “Aquí está. Esto es puro gonzo. Si esto es
el principio, sigue así”… Y vaya si lo hizo. Respecto a las nebulosas
constantes del Periodismo Gonzo, se distancia respecto al resto del Nuevo
Periodismo en cuanto no pretende tanto reconstruir la noticia como aderezarla
con opiniones personales y impresiones particulares. O así lo ha entendido uno
tras la lectura del magnífico libro de entrevistas a Hunter S. Thompson editado
por Gallo Nero bajo el título de El
último dinosaurio, recientemente publicado.
[5]La segunda vez sería en el año 2011 en la película Los diarios del ron, adaptación de la
estupenda novela escrita por Thompson en sus años de juventud y que aquí nos
llegó editada por Anagrama con el título en singular de El diario del ron que fue dirigida por Bruce Robinson. Esta injustamente
menospreciada película ha sido comentada en este blog en una entrada publicada
el mes de julio del año pasado. En esa misma entrada, en uno de las notas al
pie pueden encontrar un bosquejo biográfico del propio Thompson que no repetiré
en la entrada que nos ocupa para no repetirme.
[6]Este divertidísimo y amargo reportaje puede encontrarse editado en
castellano por Anagrama. El lector podrá comprobar como a excepción de algunos
pasajes (entre los que se halla uno que se echa de menos en el film: la compra
de un orangután enloquecido que escapa al control de sus drogados dueños y
siembra el pánico atacando a los peatones) la apropiación del texto por parte
de Gilliam es, sobre el papel, considerablemente ejemplar y su puesta en
imágenes, totalmente intransferible. El personal realizador llegó a la
producción como la enésima oportunidad para Miedo
y asco en Las Vegas de hacerse película. Martins Scorsese, Oliver Stone (no
faltó quien dijo que tanto Casino como Giro
al infierno parecían beber en parte del libro Miedo y asco en Las Vegas) o Alex Cox, entre otros, habían
acariciado en mayor o menos medida el llevar a la pantalla el reportaje de
Thompson y sólo el último de los tres estuvo realmente cerca de conseguirlo,
pero una absurda discusión con el periodista que se emperró en que querían
convertir su más popular trabajo en una película de dibujos animados dio al
traste con el buen entendimiento con Cox. Depp, amigo personal de Thompson, que
vivió con él (durmiendo en el sótano de la casa del periodista, rodeado de
dinamita y armas, una de las pasiones del autor de Miedo y asco en Las Vegas) durante un largo tiempo hasta asimilar
todos sus tics y particular forma de murmurar, contactó con Gilliam, que se
interesó por el proyecto y por trabajar con el por entonces uno de los mejores
y más coherentes actores norteamericanos de finales de siglo.
[7]Único miembro norteamericano del mítico grupo humorístico inglés Monty Python, responsables de uno de los
hitos de la historia de la televisión Monty
Python’s Flying circus, del que Gilliam se encargaba de los alocados
collages que hacían de intermedio animado entre sketch y sketch, amén de los
títulos de crédito de la serie. Pese a escribir algunas secuencias en algunos
episodios y actuar en algunos de ellos, Terry Vance Gilliam, nacido en
Minnesota en 1940, brilló con luz propia ya en el campo de la imagen real con
su segmento de El sentido de la vida
en que un grupo de viejos ejecutivos se alzaban como piratas financieros en el
sentido más literal. Posteriormente, y aún bajo el paraguas de los Python,
dirigiría su primer largometraje: Jabberwocky:
la bestia del reino, parafraseando a Lewis Carroll y su poema de idéntico
nombre sobre la que no me pronuncio por no haberla visto todavía. Más tarde
llegaría la magnífica e imaginativa Los
héroes del tiempo, antes de dar la campanada con el título que lo situaría
definitivamente en el mapa y presentaría sus más reconocibles constantes: la
tan irritante como fascinante Brazil.
Luego vendrían la maravillosa Las
aventuras del Barón Munchausen, la irregular El rey pescador y la excelente Doce
monos, todas ellas recargadas fantasías protagonizadas por quijotescos
personajes, enajenados a ojos de la mayoría pero no al parecer de Gilliam ni de
su público, de parte de un reducido grupo de hombres y mujeres con una visión
del mundo más rica y fantasiosa que la de la mayoría parapetada tras una
segura, gris y autoritaria realidad,
torpedeada por Gilliam desde sus películas. Tras el film protagonizado por
Bruce Willis, Gilliam asumiría la responsabilidad de llevar a la pantalla Miedo y asco en Las Vegas, siendo el
último de una larga lista de directores implicados en el proyecto de adaptación
que fueron entrando y saliendo de él durante años. Después del film que nos
ocupa, llegaría la menospreciada pero muy interesante El secreto de los hermanos Grimm, la escandalosa y excelente Tideland y la que por ahora es la última
de sus películas, y casi un compendio de sus obsesiones más recurrentes: El imaginario del Dr. Parnassus,
película que requirió del ingenio del realizador para terminarla al morir uno
de sus actores principales: Heath Ledger. La muerte del último actor que ha
encarnado brillantemente al archienemigo del hombre murciélago, el Joker en El caballero oscuro, es sólo la última muestra
de los numerosísimos problemas que Gilliam ha sufrido durante los rodajes,
preproducciones y estrenos de sus películas. La lista es tan larga que les
recomiendo a los más interesados que lean Terry
Gilliam: El soñador rebelde, escrito a cuatro manos por los clarividentes
Jordi Costa y Sergi Sánchez en este libro editado por el Festival de Cine de
Donostia-San Sebastián en el que encontraran pormenorizados ejemplos de las
pequeñas y grandes miserias que han hecho de Gilliam el director maldito que la peculiaridad de su cine
no ha hecho sino amplificar. También pueden revisar el catálogo de los horrores
de cualquier director que se precie en el documental Lost in La Mancha, sobre el frustrado rodaje de una película con el
mismísimo Don Quijote como protagonista aunque sin ser una adaptación directa
de la obra de Cervantes. Los increíbles problemas que se sucedieron durante el
rodaje quedaron registrados en el que iba ser el making off de una película que
jamás llegó a concluirse, clausurándose para horro de Gilliam al poco de haber
comenzado. A día de hoy, uno de los mejores documentos que reafirma la ley que
asegura que si en un rodaje algo puede ir mal, irá todavía peor.
[8]Sólo el penúltimo monólogo parece traicionar esa libertad de
dopaje en la mirada de Gilliam, en un inesperado viraje moralista por repentino
y carente de matices que tal vez sólo es una manera más de ilustrar el fracaso
de una parte de una generación que se creía invulnerable en su fe en el futuro,
amén de una puya al gurú del LSD Timothy Leary, que pretendía, según parece, la
institucionalización de la cultura del ácido como algo tan natural como
inconsecuente, cosa con la que Thompson jamás estuvo de acuerdo por considerar
que las drogas, pese a que deberían ser legalizadas, no deberían ser consumidas
por todo el mundo ya que, efectivamente, su toma tiene consecuencias.
[9]Para los que quieran leer un pequeño ensayo en profundidad sobre
este aspecto, a mi modo de ver más complementario que básico, de Miedo y asco en Las Vegas, les recomiendo
que echen un vistazo al libro Terry
Gilliam: Un desafío a la imaginación, compendio de once textos sobre el
realizador recogido por Juan Agustín Mancebo. En dicho libro, interesante de
cabo a rabo, encontrarán el capítulo dedicado a Miedo y asco en Las vegas escrito por José Manuel Sánchez
Borrajeros que comenta y amplia, con mayor conocimiento de causa y hasta
situarla como prácticamente su único valor, esta vertiente del film.
[10]A día de hoy, Miedo y asco
en Las Vegas es la única adaptación cinematográfica de un texto de Thompson
que goza de división de opiniones. Las otras dos; la entretenida aunque
insustancial Where the buffallo roams
y la muy reivindicable Los diarios del
ron, no gustaron prácticamente a nadie, aunque tampoco despertaron odios del
calibre que Miedo y asco en Las Vegas
provoca en sus detractores.
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