Una familia
formada por padre, madre e hijo es asaltada en un oscuro callejón de la
degradada urbe Gotham City. Pese a las amenazas, las armas y los golpes que
dejan inconsciente al cabeza de familia y paralizada por el miedo a la madre
del niño, los atracadores huyen sin derramar sangre, ajenos a la presencia que
los vigila sigilosamente desde las alturas y que no tardará en caer sobre ellos
como violenta mano justiciera.
Esta escena
inicial, que juega a dar gato por liebre a los seguidores del cómic original de
Bob Kane, abre la adaptación a la gran pantalla del turbio superhéroe que le da
título[1].
Batman, dirigida por un incipiente
Tim Burton en 1989, supuso en su día la culminación de un proceso industrial conformado
por un sinnúmero de negociaciones, bailes de nombres de posibles directores, actores y derechos de
autor, que cristalizarían en un premeditado blockbuster,
un producto manufacturado con la intención de hacer saltar por los aires todo
lo dicho hasta entonces sobre recaudaciones de taquilla buscando ponerse en
boca de todos gracias a una exhaustiva campaña publicitaria[2]…
y que, vista en perspectiva y sin invalidar lo anterior, supuso la muestra de
una personal autoría aún por solidificar.
Fuere como
fuere y considerando el film de Burton por sí mismo y más allá de toda
consideración más (desde una perspectiva mercantil) o menos (desde un punto de
vista autoral) extracinematográfica, Batman
supone el retrato de un superhéroe enmascarado cuyo indudable sentido de la épica no logra
ocultar los numerosos y gozosos claroscuros que la conforman y le dan razón de
ser como película dramática que soporta un magnífico espectáculo sobre sus
hombros.
Así como los
créditos iniciales del film suponen un abstracto, por descontextualizado, paseo
por las sombras que se esconden dentro del propio emblema de Batman, la
afectada figura del superhéroe huérfano y vengativo (excelentemente
interpretado por Michael Keaton) es tratada por Burton como parte
complementaria de su Némesis natural: el desfigurado, tanto en su exterior como
en su interior, y bufonesco Joker (un perfecto Jack Nicholson). Personaje surgido de las calcinadas cenizas de
Jack Napier (Nicholson), mano derecha del más poderoso líder de la mafia de la
ciudad, que se precipita en un tanque lleno de ácido corrosivo en su primer
encuentro con el hombre murciélago, quedando brutalmente desfigurado y
condenado tras una perenne sonrisa a ser un chiste ambulante del que siempre
será el último en reírse, obsesionado con vengarse del hombre enmascarado que
lo ha hecho como es ahora. Por el contrario, Batman lleva una doble vida
como diurno plutócrata que responde al nombre de Bruce Wayne (Keaton), huérfano
a muy corta edad durante el transcurso de un atraco que le hizo reorientar toda
su fortuna en una personalista guerra contra el crimen.
La lucha a
muerte entre ambos, mostrados en múltiples ocasiones como personajes muy
similares pero a lados opuestos del status
quo -y, muy relativamente, de la ley- y una particular visión del mundo,
supone el cuerpo principal de este Batman,
oscuro tanto visualmente como en un fondo que se beneficia sobremanera de un
guión considerablemente abstracto más expositivo y sugerente que explicativo[3].
Un libreto cuyos numerosos agujeros en cuanto a la lógica del relato se refiere
son hábilmente cubiertos en la mayoría de ocasiones (aunque no en todas, como
en lo que a la gris y mecánica subtrama romántica se refiere) por el envoltorio
visual de un film que hace creíble lo imposible y extrae relaciones simbólicas,
impensables en un contexto más realista,
gracias a su magnífico y operístico sentido de la irrealidad.
El colosalismo
visual del film de Burton, de un barroquismo que aúna los lugares comunes
visuales del cine negro, el fantástico, el horror y el goticismo sin distinción
de continuidad crea un mundo con nombre de ciudad. Una Gotham City situada en
un instante histórico indeterminado dentro del siglo XX, un lugar tan oscuro y
lleno de imposibles sombras y ocre cromatismo que la figura de un hombre
enmascarado y siempre oculto en las sombras dispuesto a castigar el crimen
resulta menos llamativa que la de un payaso asesino al mando de la mayor
organización criminal que consume la ciudad reconvertida en su particular taller
artístico. Vista así, Gotham city resulta no sólo un buen hogar para un
superhéroe que se encuentra como pez en el agua en sus áreas más oscuras, ya
sean físicas como medio de ocultación o morales como violento modo de vida, en las
que desatar su siempre incompleta venganza, sino que también parece ser el
caldo de cultivo perfecto en el que alguien con las enfermizas características
de Batman encuentra terreno abonado para su existencia. Por el contrario, y en
el film gracias a la buena labor de Burton y su equipo, la exhibicionista figura
del Joker acaba siendo la que más y mejor representa la del marginado y outsider que el hombre murciélago parece
querer para sí como alma torturada escondiéndose en las tinieblas.
Siempre
enfundado en coloristas atuendos, de tez blanca, labios pintados resiguiendo su
artificiosa sonrisa y pelo verde, el Joker acaba por ser la verdadera figura
trágica del film de Burton: un ser incomprendido, reprobable por lo homicida de
su conducta pero patético en su sufrimiento, incapaz de traspasar su
paradójicamente sonriente deformidad. No resulta extraño que Burton parezca
sentir mayores simpatías por el antagonista de su película que por el
protagonista que le da nombre, haciendo de este último un personaje harto
cuestionable en su monstruosidad normalizada,
siendo uno de los aspectos en los que Batman
deja intuir más de lo que acaba mostrando en su resultado definitivo, algo
empantanado por su lograda naturaleza de entretenido producto mercadotécnico.
Si el cuestionable, por fascistoide, sentido de la justicia de Batman es puesto
en entredicho por su alegalidad y lo
expeditivo de sus métodos -puestos a la vez en entredicho por la trepidante
espectacularidad del film- la maldad de Joker se ve subrayada por la cualidad
integrista de su modo de ver el mundo. De este modo, el archienemigo del hombre
murciélago levanta compasión y sonrisas cómplices como contrapunto cómico que
oxigena el adusto narcisismo del traumatizado superhéroe, hasta que su
anarquista figura se oscurece al ofrecerse no sólo como obra de arte viviente y,
según sus palabras, artista homicida,
sino en ver el mundo que le rodea y aquellos que lo habitan como lienzos en
blanco dispuestos a ser reformados a
contracuerpo y a deformada imagen y semejanza del histriónico personaje
interpretado por Jack Nicholson… No por casualidad, cuando Joker conoce por fin
y en persona a su amada Vicky Vale (Kim Basinger), le espeta condescendiente
que su innegable belleza es “algo
anticuada” respecto al futuro que
para el Joker sólo es sinónimo de la muerte y deformidad que él mismo
representa.
Siendo este
uno de los elementos más interesantes apuntados por el film de Burton, su
escueto desarrollo dramático o teórico en cuanto a lo artístico de las actividades terroristas de Joker no deja de lado
la idea narrativa que late como objetivo último del sonriente asesino: que todo
el mundo sea como él, nuevo y narcisista paradigma de la belleza. Objetivo que,
bien mirado, no se halla muy lejos del que parece haber alcanzado el héroe
enmascarado desde preceptos menos invasivos para con los ciudadanos de Gotham. Si este último es un hombre que se vale de las
sombras que ya existían en la ciudad para fundirse y confundirse, otra vez
tanto en lo físico como en lo moral, con ellas, Joker pretende hacer de Gotham
City un lugar en el que alguien como él deje de ser considerado un monstruo.
O por decirlo de otro modo, mientras Batman respalda al status quo imperante mediante una violencia que castiga, pero
difícilmente previene haciendo de su figura algo imprescindible en aras de un
determinado orden, a los criminales,
Joker se enfrenta rebeldemente al orden del mundo y a su máximo representante;
el héroe enmascarado que parece posar en cada una de sus apolíneas apariciones
sin que ello resulte, muy significativamente, llamativo. No parece casual que
uno de los mantras del dionisiaco enemigo número uno de Gotham City haga
referencia a lo espurio de su existencia, que combinado con su obsesión
necrófila, como una extensión de sí mismo
en un mundo en el que no se ve reflejado, lo convierte en un muerto viviente
consciente de su fragilidad, que no deja de ser la de todos. Joker parece verse
a sí mismo como un residuo tan tóxico como el que introduce en productos
cosméticos cuya combinación provoca la muerte en aquellos que los usan, dejando
en sus rostros inertes un rictus sonriente muy similar al del líder criminal y,
más aún, como un muerto en vida que no pertenece al mundo por el que moran los
ciudadanos de Gotham… y que precisamente por ello es libre (¿como Batman?) de
toda atadura social, moral o humana. Todo lo contrario a un superhéroe que, ya
desde su alter-ego Bruce Wayne, es
medianamente aceptado por la opulenta y muy desigual sociedad que le ha dado a
luz y que él mismo se dedica a perpetuar tras su negra máscara de orejas
puntiagudas que lo asemejan a un demonio… Con lo que la guerra de un solo
hombre, maquillado como un payaso y con un sentido del humor psicótico contra
el mundo que lo rodea y lógicamente lo condena por su violencia parece
condenado al fracaso por lo descompensadas que se presentan las fuerzas en
juego. O por decirlo de otro modo, Batman está predestinado a la supervivencia
como lo está lo que lo rodea, un mundo en el que mejor que peor encaja, pero Joker, al contrario, está
condenado a ser expulsado por una
realidad que ni lo entiende ni refleja sus sentimientos ni su desquiciada forma
de pensar. Todos estos elementos, más intuidos que concretados en el mapa de un
film que siembra ideas que como estas se intuyen más de lo que cristalizan en
su algo embarullado y trepidante conjunto, dan una idea de lo que Batman podría haber sido de haberse
concebido como pieza de cámara, pero que se diluyen, y no necesariamente para
mal, en un conjunto basado antes en la emoción que en una reflexión algo ninguneada
por el apabullante espectáculo visual del film de Burton, aunque nunca ausente
por completo.
Los fastos de
la excelente dirección artística y decorados de Anton Furst, tan artificiosos
como imprescindibles para hacer creíble el campo de batalla más o menos
simbólico entre Batman y Joker, algunos toques de humor de estética propia de
dibujos animados, la rimbombante y
portentosa banda sonora firmada por Danny Elfman -con la esporádica
colaboración del cantante Prince[4]-
y un magnífico trabajo de planificación del realizador, muy especialmente en
los tiempos muertos (pero
dramáticamente más vivos) existentes entre escena de acción y escena de acción,
hacen de Batman un espectáculo de
primer orden tan aparentemente teledirigido como producto industrial como
honrosamente peleado por un realizador cuyo sentido de la magia cinematográfica
crea un elemento indispensable para su película, ya sea en el terreno más
quietamente introspectivo o en el más dinámico: una atmósfera.
Atmósfera,
repleta de detalles de puesta en escena que enriquecen disimuladamente el conjunto,
que logra evocar misterio hasta en sus instantes narrativamente más gratuitos y
soslayar hasta cierto punto algunos de los más evidentes boquetes en la lógica narrativa
del guión. Y en este aspecto, el talento de Burton para pergeñar las sensaciones
más ambivalentes rescata de lo risible el envejecimiento que achacan sus
agradablemente añejos pero algo inocentes instantes que hacen referencia al
mundo del crimen y el periodismo, lo desangelado de algunas escenas de acción
que se dirían encajadas con calzador, y de la peor convencionalidad peajes
mercantiles en el desarrollo de la historia gracias a imágenes tan hipnóticas
como el cadáver de un Joker del que no dejamos de escuchar una mecánica risa
mientras nos contempla inerte con los ojos abiertos, o el viaje y posterior
entrada del batmóvil en la batcueva como un lugar fuera del tiempo
del que nunca se verá la entrada ni la salida y en el que aparece la mejor
elipsis del film, aquella en la que Batman alza su capa y aparecen unos
imposibles murciélagos invadiendo la pantalla… instantes que catapultan Batman más allá de su aparente condición
de película de acción para lanzarla
al terreno de lo fantástico y lo
terrorífico. Buenas muestras de esto último son sin duda la “operación” de
cirugía plástica llevada a cabo en un mohoso sótano y que completan la
conversión de Jack Napier en Joker, siendo esta escena una articulada mediante
una planificación ejemplar que reserva para otra posterior mostrar el nuevo
aspecto del criminal que abandona el lugar a oscuras, tras romper un cristal y
estallar en enajenadas carcajadas, la extraña forma de dormir de Bruce Wayne,
boca abajo y con los brazos cruzados como
un murciélago… O la primera aparición de Batman, cuyo sentido de la
teatralidad que encaja con naturalidad en un entorno tan artificioso como la
ciudad en la que transcurre la acción, bastante similar aunque mucho menos
espontáneo, recuerda al de Joker y es reforzado por un Burton que lo muestra,
mediante la planificación, como una amenaza lejana para los atracadores y luego
como un ser invencible que se regodea en asustar a los delincuentes. Escenas
todas ellas, que no las únicas, dotadas de un atmosférico sentido
cinematográfico tan sólido como renqueante en las logradas escenas de acción,
tan caóticas como trepidantes, sostenidas por igual por su espectacularidad y
el sugerente desarrollo del drama que late bajo la lujosa fachada de Batman como juego de espejos, que hace
de cada uno de sus dos protagonistas deformes reflejos el uno del otro como
intermitente corriente subterránea que hacen del film de Burton uno dividido en
el que es más interesante lo que deja
intuir que lo que más o menos hábilmente muestra sin ambages. Momentos
destinados a subrayar ad nauseam los
paralelismos entre héroe y villano, como la entrada de ambos en el apartamento
de la mujer de la que dicen estar enamorados (pese a que su cometido en la
película no deja de ser decorativo) repitiendo exactamente las mismas frases,
resultan un tanto forzadas en comparación con su común afición por incontables gadgets, la mentada Vicky Vale o la cena
en la que Joker suplanta a Wayne para poder verse con la guapa periodista. Lo
que no anula el verdadero nexo de unión, de nuevo sugerido, entre ambos
hombres: su naturaleza obsesiva que lleva a Batman a ver el crimen que le hizo
quien es en toda la ciudad y otra, muy similar y por parte de Joker, de forzar
a los demás a ser como él ya que Gotham City ahora le es tan extraña como lo es
él a los ojos de sus habitantes.
Pero es el
propio Bruce Wayne, como personaje cuya enfermiza esquizofrenia es rebajada por
la convencionalidad estructural de la película, quien deviene el mejor ejemplo de esta capacidad de Burton para
sugerir cierta complejidad psicológica dentro de un conjunto quizás demasiado
constreñido en el aspecto dramático del film. El doble diurno de Batman es
presentado por Burton no como un hombre astuto que elabora una compleja doble
vida bajo la apariencia de un riquísimo hombre de negocios con un plan para
acabar con el crimen, sino como un absoluto inútil que sólo sobrevive gracias a
la atención de su mayordomo Alfred (un venerable Michael Gough). Tímido,
siempre con aire ausente y aparentemente incapaz de llevar las riendas de su
propia vida, el Wayne de Burton interpretado por Keaton es un hombre inane que
sólo cobra espesor y conciencia al ponerse la máscara tras la que se oculta (o
se muestra realmente, como el Joker, en toda su monstruosidad) para aterrar a
los maleantes. Esta naturaleza psicótica del personaje, que sólo funciona como matón o siguiendo la pista
a criminales pero no como pudiente civil,
reforzada por la incomprendida pero magnífica e inquietante mímica de Keaton
tras la máscara[5],
encuentra sus apoyos en algunos de los instantes más ambiguos y turbios de la
película. El primero de ellos, un auténtico salto al vacío moral por parte de
los responsables de Batman, es la
escena en que tras ser malherido en la cara por Batman, Jack Napier cae sobre
el tanque de ácido que acabará con él y dará luz a Joker. Pero justo antes de
precipitarse el mafioso es agarrado por Batman en lo que parece un intento de
salvarlo. Es en unos pocos planos, en los que un inexpresivo enmascarado
contempla al delincuente a su merced antes de que este caiga definitivamente,
donde se produce una duda que jamás llega a resolverse: ¿Napier se escurre por
efecto de su propio peso de la mano del supuesto héroe que intentaba salvarlo?
¿O sencillamente Batman cambia de opinión y… lo suelta? La frialdad expresiva de Batman, que no parece inmutarse
ante lo que parece el final de la vida del mafioso, hacen temer antes lo
segundo que lo primero, abriendo un soberbio -por ambiguo- lamparón en la causa
presuntamente justiciera del alter ego
de Bruce Wayne. Así, el afable multimillonario de día reconvertido en nocturno
revanchista enajenado se aproxima arriesgada y lúcidamente al psicópata, de la
mano de un Burton que no acaba de hacer cuajar sus intenciones pero que va
sembrando por todo el metraje interesantes semillas de la duda que, pese a
todo, acaban siendo estériles en el sólido mecanismo industrial en el que se
implantan. Algo más adelante, y llegando al segundo instante que hace pensar en
esa película paralela que Batman podría ser pero nunca acaba de concretarse,
el film muestra a Wayne viendo y oyendo a Joker invitando a Batman a un “enfrentamiento final” que tendrá lugar
durante un desfile orquestado por la propia organización criminal haciendo llover
dinero del cielo sobre la miserable ciudad de Gotham, a los pies de Joker como
salvador[6].
Terminada la invitación catódica, Wayne congela la imagen que muestra a Joker y
en ese instante Burton introduce un conseguidamente irreal flashbacks que muestra al pequeño Bruce Wayne acompañado por sus
padres a la salida de un cine, para más tarde mostrar el atraco en el que ambos
perderán la vida, dejando a Wayne huérfano y traumatizado. Justo al terminar
este hábil segmento, cuyo uso del sonido y la ralentización de la imagen logran
un gran dramatismo, Wayne identifica en Joker al asesino de sus padres, y por
tanto en el origen del propio Batman. Una determinada forma de entender el cine
comercial[7],
categoría en la que Batman se integraría
sin problemas, aseguraría que efectivamente el Jack que asesinó a los Wayne
llevaba como apellido Napier, pero también podría ser, en una posibilidad que
será finalmente abortada, que un traumatizado Wayne ve al hombre que dio muerte
a sus padres en todo criminal con el que se cruza. Esta posibilidad, que como
recién se ha dicho es descartada posteriormente, otorgaría a la primera escena
del film, la de cuya descripción abre también esta entrada, una cualidad mucho
más obsesiva de lo esperado y haría de Bruce Wayne/Batman un hombre partido en
dos que se retroalimenta de sus neurosis como forma de dar rienda suelta a la
rabia resultante de haber perdido a sus seres más queridos. Pero la concreción
se acaba apoderando de Batman y algo
más adelante, Joker confiesa -pese a estar recibiendo una paliza que podría
hacer de sus palabras una excusa para tomar algo de aire- haber asesinado a los
Wayne años atrás, dando la razón a un Batman tan torturado como su antagonista
que asegura que “yo te hice, pero tú me
hiciste primero”… llevando el abstracto drama que corroe la figura del
superhéroe y su relación con su mortal enemigo a territorios emocionalmente más
seguros para el público.
Más aún, las
frenéticas escenas de acción que inundan de épica el film de Burton, sitúan a Batman más cerca de la epopeya
superheroica que se ve a sí misma con sus claroscuros pero sin cuestionarse por
completo, que del miserable retrato que podría haber sido bajo unos parámetros
de producción algo diferentes. Afortunadamente ello supone quizás un lastre
desde una perspectiva autoral, pero no dentro de una película que funciona muy
bien como un elaborado entretenimiento al que sólo cabe achacarle un tramo
final tan trepidante como atolondrado es su clímax y el que Burton se esmere
más en los momentos dedicados a la descripción de sus personajes que a los
numerosos instantes de acción. Sólo hace falta comparar el monumental barullo
que supone la excelente secuencia en que Batman literalmente vuela sobre Gotham city a los mandos de
su batnave intentando impedir que
Joker lleve a cabo su asesinato en masa que convierte a los habitantes de
Gotham, hambrientos de dinero, en sonrientes cadáveres que harán de la urbe una
ciudad fantasma, y la que presenta al criminal entrando en el museo de la
ciudad, representantes de las dos visiones que conviven en la película. La
primera, que precede al algo torpe clímax del film[8],
es aparatosa, trepidante, ruidosa, dramática y maravillosamente absurda desde
todos los puntos de vista; la segunda, mucho mejor planificada y más artística, como consecuentemente ocurre
con casi todas las escenas en las que
participa Joker, contiene una energía inocentemente anárquica muy efectiva, que
se muestra a modo de macabra coreografía compuesta de cadáveres, un Jack
Nicholson en su salsa, e irreverencia artística que no cae en lo gratuito ya
que parece articularse alrededor de la forma de entender el mundo de Joker y su
desaforado e inmoral sentido del humor. Así, y al igual que Joker decide disculpar un único cuadro del museo -una
pintura de Francis Bacon, cuyos inquietantes retratos, de un muy particular bizarrismo
visual no podrían ser más del gusto del artístico
asesino- de su particular reconversión al nuevo canon estético del que él mismo
es su máximo exponente, Burton parece pasárselo mejor, coreografiando
formalmente su juerga y sus crímenes, del lado del colorista criminal y su
anárquico, peligroso y solipsista sentido de la realidad que del supuesto
justiciero, poniéndolo en tela de juicio antes de ceñirse a lo establecido por
lo que mandan los rígidos códigos de una superproducción tan entretenida como Batman y desaparecer[9].
Pero parafraseando a Joker a propósito de Batman,
interesantísima película de la que por momentos parece adueñarse, podría
decirse que el resultado final, trampantojo de cine de personal y soterrada
caligrafía y blockbuster al uso, no
se sabe si es Arte, pero…
Título: Batman. Dirección: Tim Burton. Guión: Sam Hamm y Warren Skarren sobre
los personajes originales creados por Bob Kane. Producción: Jon Peters y Peter Guber. Dirección de fotografía: Roger Pratt. Montaje: Ray Lovejoy. Música:
Danny Elfman. Año: 1989.
Intérpretes: Michael Keaton (Bruce
Wayne/Batman), Jack Nicholson (Jack Napier/Joker), Kim Basinger (Vicky Vale),
Michael Gough (Alfred), Pat Hingle (Comisario Gordon), Robert Wuhl (Alexander
Knox), Jack Palance (Grissom).
[1]La primera aparición de Batman en un cómic fue en 1939, en el
número 27 de la revista Detective Comics de la mano de dibujante Bob Kane y el
guionista sin acreditar Bill Finger. El título de la historieta fue The case of the Chemicals syndicate y el
origen del personaje fue explicado seis meses más tarde, cuando el número 33 de
Detective Comics ponía en la pérdida de sus padres durante la infancia de Bruce
Wayne el origen de Batman. Su aspecto, por otro lado, tuvo un origen
cinematográfico: The bat, dirigida
por Roland West en 1926, como también lo tuvo el de su archienemigo Joker a
partir de El hombre que ríe, el
magnífico melodrama dirigido por Paul Leni en 1928 y con Conrad Veidt como
deformado protagonista incapaz de dejar de sonreír. En 1940 el personaje se
hizo con un tebeo propio en rivalidad con otro mítico personaje del cómic
norteamericano: Superman, también bajo el amparo de la compañía DC. Tras muchos
vaivenes a merced, como siempre, de la Historia, Batman, el cómic, tuvo sus momentos de gloria y otros en los que
pareció caer en el olvido, pero su vida se extendió más allá de las páginas
entintadas en formatos tan diversos como los seriales radiofónicos, una tira
diaria en la prensa y por último pero ni de lejos menos importante, la serie
emitida por la cadena BBC Batman
entre 1966 y 1968. Este descacharrante serial televisivo protagonizado por un
inolvidable Adam West, alzado con la perspectiva del tiempo a monumento de lo kitsch, popularizó definitivamente al
personaje colando en los hogares de Norteamérica una versión del mismo que rozaba
la parodia, haciéndola apta para todos los públicos con sentido del humor. Pese
a todo, las raíces del Batman
dirigido por Tim Burton que nos ocupa remiten de forma consciente más a
posteriores versiones del personaje que a los cómics originales. La broma asesina de Allan Moore y Brian
Bolland o Batman: el señor de la noche
de Frank Miller, surgidas bajo el padrinazgo de la DC y como conmemoración del
cincuenta aniversario del personaje, son miradas mucho más oscuras, violentas y
complejas que lo que el hombre murciélago había deparado jamás, más próximas en
más de un aspecto a la versión cinematográfica de Burton, que no obstante hace
aparecer a Bob Kane en un instante del film: como dibujante de la tira cómica
del Gotham Globe en el que trabaja el personaje interpretado por Kim Basinger y
firmando un dibujo de su puño y letra.
[2]Las primeras tentativas de llevar a cabo una versión
cinematográfica más o menos “respetable” (el mentado serial televisivo
protagonizado por Adam West tuvo su risible y merecido largometraje en 1966) se
remontan a diez años antes del estreno de Batman.
En 1979, y tras el éxito de taquilla de la adaptación del cómic Superman, dirigida por Richard Donner,
removió algunas de las mentes y bolsillos inquietos de los trabajadores de la
DC. La más afortunada de todas fue la de Michael Uslan, que recibió del
presidente de la compañía los derechos de explotación exclusivamente
cinematográfica del tebeo… y que tuvo la mala idea de cederle el concepto al
productor Jon Peters y su socio Peter Guber, que en 1982 y mediante un pacto
con la Warner Brothers apartaron a Uslan de toda responsabilidad creativa en el
proyecto hasta el punto de que este se enteró de la definitiva puesta en marcha
de Batman, la película, a través de
la prensa. Peters y Guber empezaron a moverse buscando un capitán de barco que
pudiese llevar Batman a buen puerto y
dejar un buen saldo si no “artístico”, sí económico. Se cotejaron nombres como
los de Ivan Reitman o Joe Dante, y los guionistas iban y venían mientras un joven
Tim Burton arrasaba en taquilla en el primer fin de semana del estreno de su
segundo film: Bitelchús. Interesados
en el joven director, pero a la espera de ver si su particular estilo calaba
entre el público, la recaudación del film protagonizado por Michael Keaton fue
todo lo que necesitaban los productores para encomendarle el carísimo proyecto
al director. Este, a su vez, contrató al definitivo guionista del film Sam
Hamm, que alejó el libreto del concepto de “Superman
oscuro” que pretendían las altas esferas de la Warner y barajó como
posibles protagonistas a Mel Gibson, Charlie Sheen, Bill Murray o Pierce
Brosnan, mientras que para meterse bajo la piel de Joker, pasaron por su agenda
algunos nombres propuestos por la productora como Steve Martin, Robin Williams
o… Peter O’Toole. Keaton se llevó el gato al agua pese a las numerosas quejas
de los fans del cómic, y Nicholson, propuesto por el propio Bob Kane, fue
aceptado como megalómano criminal sin reservas. Ante la presión que suponía
llevar a cabo uno de los proyectos dorados de la compañía, Burton rodó el film
en Inglaterra, mientras en suelo norteamericano la Warner ponía en marcha un
monumental aparato mediático y publicitario que inundó el globo a base de
camisetas, disfraces, batemblemas en
todo tipo de refrescos e incluso condones con la intención de recuperar su
inversión a costa de la paciencia de la población que acudió en masa a ver un
film planteado en su estreno más como un acontecimiento social que nadie debía perderse que como una
película.
[3]Todo lo contrario a lo que ocurriría cuando, años más tarde y tras
las risibles secuelas dirigidas por Joel Schumacher, Batman Forever y Batman y Robin, el director Christopher
Nolan diera un lavado de cara al hombre murciélago y pusiese en marcha la
trilogía iniciada por Batman Begins,
seguida de la célebre El caballero oscuro
y El caballero oscuro: la leyenda
renace. Tres películas excelentemente interpretadas, con sus virtudes y
defectos, que pecan todas ellas de un supuesto realismo que a veces hace aún más inverosímil lo que ocurre en
pantalla, y una sobrecarga explicativa en la que numerosas líneas de diálogo,
en su mayoría bastante rimbombantes, se dedican a subrayar lo que el espectador
ya ha podido entender de antemano. De este modo, lo que en el film de Burton,
lo expositivo que es, otorgaba el beneficio de la duda en algunas secuencias,
en el caso de la trilogía de Nolan lo que se ve es lo que hay. Para más inri, y
teniendo en cuenta lo tremendamente turbio del fondo del personaje de Batman,
si en Batman, Tim Burton pasaba de
puntillas ante los asuntos política y socialmente más espinosos del personaje
protagonista (un multimillonario que prefiere invertir su fortuna en corregir el crimen a puñetazos que en prevenirlo promoviendo causas o iniciativas
que puedan evitar su aparición o las circunstancias y desigualdades sociales
que lo produzcan), el de Nolan no deja de cuestionarse a sí mismo logrando lo
contrario de lo que quizás se pretendía: justificarse sin dejar lugar para la
duda de la necesidad de alguien como Batman y la pureza de sus abnegados y
fascistoides principios.
[4]La colaboración del excéntrico músico pop ahora conocido como The artist (cuyo nombre completo es,
vivir para ver, El artista anteriormente
conocido como Prince) debido a problemas de derechos de imagen, dentro del
film de Burton debía reducirse a dos temas musicales que se multiplicaron hasta
conformar una banda sonora paralela a la compuesta por Danny Elfman.
Inicialmente, los temas de Prince, Party
man y Trust, debían acompañar las correrías de Joker primero al entrar en
el museo y mientras lo destroza y en el segundo caso mientras reparte dinero a
espuertas por las calles de Gotham, pero el músico se implicó en el proyecto
con una inesperada energía que Guber y Peters decidieron aprovechar. El
resultado fue la existencia de una divertida banda sonora enteramente compuesta
por Prince y otra, muy superior, por un Danny Elfman que estuvo a punto de
pasar a ser un mero coordinador de música ajena. Sobre este tema, Burton afirmó
sentirse algo disgustado no por las canciones, sino por no verles un encaje en
su película de las que sólo aparecen tres de las muchas grabadas por Prince, a
veces usando material sonoro del film, como diálogos o efectos sonoros.
[5]Interpretación que, sin duda alguna al menos para el que escribe,
lo sitúa como el mejor Batman de todos los aparecidos hasta el momento en
pantalla. Si ni Val Kilmer ni George Clooney (no entraremos a hablar sobre Adam
West) lograron hacerle sombra ni como héroe enmascarado ni como
multimillonario, un gran actor como Christian Bale sólo lo consiguió respecto a
lo que la cara diurna del personaje se refiere. Mientras el Wayne de Keaton se
mantiene en babia, siempre distraido, el de Bale muestra unos matices inauditos
hasta entonces en la plasmación del
personaje en pantalla, amén de ser un Bruce Wayne con capacidad para fingir ser
no dos personas (Bruce Wayne y Batman) sino hasta tres (Bruce Wayne el frívolo
y estúpido playboy, Bruce Wayne el calculador que finge ser un nuevo rico sin
principios pero que en el fondo es sumamente inteligente, y Batman)… Aunque una
vez enmascarado, la increíblemente turbia mirada de Keaton supera con mucho la
voz grave de un Bale competente como hombre murciélago, pero mucho menos
inquietante que el del film de Burton.
[6]La escena a la que se refiere el Joker en esta recién comentada, y
que tiene lugar un poco después, muestra al mayor enemigo del hombre murciélago
repartiendo dólares a diestro y siniestro sobre la pobre población de la ciudad
de Gotham para, una vez congregada, intentar aniquilarla liberando una gas
letal oculto en los enormes globos que flanquean la cabalgata liderada por el
payaso asesino. La escena, “reducida” a un buen espectáculo, oculta una
preocupante situación no desarrollada en el film, la que muestra a un poderoso
y desquiciado mafioso haciéndose con lo
público (no en vano, la cabalgata se hace en honor del aniversario de la
ciudad) y suplantándolo con la peor de las intenciones, aprovechándose de lo
paupérrimo de la estructura social de Gotham. Para acabarlo de rematar, la
aparición de Batman, presto a defender la integridad vital y física -el gas
provoca, además de la muerte, que la cara de las víctimas se deforme hasta
mostrar una siniestra sonrisa- de los gothamitas, se alza como solución a corto
plazo, pero jamás a años vista. Más enervante resulta todo lo anterior si se
tiene en cuenta que las riquezas que Joker entrega a la población no parecen
muy superiores a las que podría ceder el propio Bruce Wayne a cambio de reducir
costes en su cruzada contra el crimen… con lo que ambos colaboran, el uno
haciendo las veces de estado del bienestar que pretende aniquilar a aquellos
que lo siguen y el otro como monumental capital privado que se erige como
policía del mundo que defiende el estado de las cosas sin llegar a cambiarlo.
Quizás por eso, el final del film, y sin ánimo de hacer lecturas psicologistas
sobre la trama (con Joker como ello o
lo reprimido y Batman como represor superyo social), que muestra a un Batman
asumiendo sus definitivas y socialmente aceptadas funciones de Guardián de
Gotham, de un triunfalismo que decide de que lado de la red cae la pelota
ideológica del film, sirve de broche a la historia de un hombre que necesita al
criminal, y su permanencia en el status
quo, para completarse a sus propios
ojos y validarse a sí mismo. Y mientras, y de forma bastante reveladora, los
políticos de Gotham son absolutamente ninguneados.
[7]Término usado por lo general, y a veces con razón, de forma
peyorativa debido a una algo cerril visión de un cine hecho, sin duda, con la
única intención de recaudar el máximo de dinero, independientemente de la
calidad del producto final. En cualquier caso, no deja de resultar algo pasmosa
la percepción de algunos sectores del público -curiosamente con más frecuencia
entre el autoconsiderado intelectual-
que claudican en su visión crítica ante una película cuando ésta es presentada,
o vendida, como comercial a modo de
interruptor crítico en base a estructuras comerciales previas que no surgen de
la percepción del público, sino del mercado. Y como preocupante corolario, se
produce también el efecto contrario, el hecho de asumir como cine cultural determinadas películas por
el mero hecho de ser consideradas (y, de
nuevo, vendidas) como tales por unas
supuestas élites intelectuales y comerciales. Generalmente las mismas que
aseguran que una de las mejores cosas que tiene el cinematógrafo es
precisamente su capacidad para generar tantas lecturas como espectadores tiene.
[8]El que tiene lugar en la catedral de la ciudad, al borde del
colapso y que se va literalmente cayendo a pedazos durante el enfrentamiento
entre Batman y Joker. No deja de ser una buena metáfora de algunos aspectos de
la producción del film: esta misma escena se iba escribiendo sobre la marcha y
mientras los actores interpretaban la escena en la que subían por los vetustos
escalones del descomunal y ruinoso edificio, algunos preguntaron al director el
por qué de su huída hacia las alturas… A lo que Burton se encogía de hombros y
les dijo que se lo preguntaran otra vez cuando llegaran allí, ya que aún se lo
estaban pensando. Tal vez eso explicaría la aparente desgana con que parece
estar rematado el final de este Batman,
pese al agradable aroma gótico de la secuencia.
[9]Todo lo contrario a lo que el propio Burton haría en la primera
secuela de este Batman que aparecería
en 1992. Producción navideña inauditamente siniestra, Batman vuelve supuso la confirmación de una autoría en el seno del
Hollywood de los mayores presupuestos: Burton fue, en ese caso, la estrella
indiscutible de la película y se la recibió como tal. Tras el merecidísimo
prestigio que le reportó una de sus mejores películas, Eduardo Manostijeras, bajo el padrinazgo de la 20th Century Fox, la
Warner concedió plenos poderes al realizador sobre la cara secuela del éxito de
taquilla Batman, incluido un
impensable derecho al final cut, o a
tener la última palabra sobre el montaje por encima de cualquier otra
consideración. Así, y con un Tim Burton pasando una época oscura de su vida
personal, Batman vuelve se distancia
de su modelo en casi todos los aspectos dando como resultado una película fría,
oscurísima, retorcida y deprimente, que convierte la teatralidad operística de
la primera en una especie de ópera filmada en base a cuatro personajes a cuál
de ellos más monstruoso: Bruce Wayne/Batman de nuevo interpretado por Michael
Keaton, Selina Kyle/Catwoman encarnada por una impresionante Michelle Pfeiffer,
el grotesco Pingüino con Danny De Vito bajo capas de maquillaje y Max Shreck,
único monstruo de todos ellos aceptable
por la sociedad y, quizás por ello, el más peligroso de todos ellos. La ciudad
de Gotham vira a preceptos decididamente góticos, abandonando los aires
suciamente industriales de la primera entrega, la épica banda sonora de Danny
Elfman recupera el leitmotiv original
con ecos y ululantes coros que dotan al film de una cualidad espectral, Batman
pasa decididamente al papel de rémora del resto de personajes que pueblan una
ciudad reconvertida en patético zoológico humano en el que la figura del héroe
es constantemente puesta en tela de juicio, el tono fantástico se adueña de la
función de forma aún más plausible, y algunas escenas terroríficas y
angustiosas hacen de Batman vuelve,
un film navideño imposible desde el punto de vista industrial… pero apasionante
desde cualquier otra perspectiva. Además, supuso la definitiva apropiación por
parte de Burton del mito del hombre murciélago en una de las películas más
descompensadas, pero también más interesantes, de su carrera. Una oscura
maravilla.
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