Bajo los
juguetones compases de una ligera y obsesiva tonadilla vemos pasar ante
nuestros ojos las peladas copas de los árboles con sus retorcidas ramas en la
noche sólo iluminada por los faros de un automóvil. En su interior, y sin que
jamás lleguemos a ver el vehículo transitando por la negra carretera, una mujer
mira por el retrovisor a su acompañante, que se diría un hombre cubierto por un
sombrero de ala ancha, bufanda y gabardina, derrumbado sobre el asiento
trasero. Tras furtivas y tensas miradas de nuevo por el retrovisor, pero esta
vez a los faros de otros automóviles que
aparecen intermitentemente tras ella, el paseo llega a su fin. La mujer saca el
cuerpo inerte que la acompañaba con toda naturalidad del coche, revelando por
sus piernas desnudas que se trata del de una mujer, y lo lanza a un pantano en
el que se hunde… Así, mediante una exquisita planificación que poco a poco va
desplegando la historia que narra, intentando dejar atrás algunos de los
lugares comunes de lo gótico pero sin dejar nunca de echarles una somera
ojeada, da comienzo Los ojos sin rostro,
film extraño y bizarro hasta lo inasible dirigido por George Franju[1].
Película rodada en un precioso y turbador blanco y negro de apabullante
precisión formal que despierta las más
ambivalentes sensaciones[2],
centrada en las idas y venidas del hierático Doctor Géneisser (un magnífico Pierre
Brasseur), afamado y respetado hombre de ciencias que concentra sus esfuerzos
en hallar la formula perfecta que le permita injertar el tejido dérmico de un
organismo en otro, a modo de trasplante al que llama heteroinjerto. Pero la respetabilidad que despiertan sus
intervenciones públicas ante lo más pudiente de la sociedad parisina ocultan
una ansia más desesperada: Christiane Génessier (Edith Scob), hija del poderoso
cirujano, malvive en una habitación sin espejos del caserón de la familia
situada en las afueras de la ciudad, como una presa desfigurada tras un
terrible accidente de coche en el que Géneisser iba al volante… y que impulsa a
este último, con la ayuda de su consorte Louise (Alida Valli), a secuestrar
jovencitas de facciones similares a las que recuerda de su hija para
transplantarles el rostro y aguardar a que no se produzca el rechazo que, una y
otra vez, los señala y hunde a todos en la más absoluta miseria humana.
Ante este
folletinesco argumento -dicho esto con todo el respeto del mundo- tan sencillo
en su planteamiento y desarrollo como escabroso en su dramatismo[3],
Franju plantea una trabajadísima y compleja estructura formal que entremezcla
algunos elementos de los más oscuros cuentos de hadas (con una joven encerrada
en una habitación en lo alto de un caserón, prisionera de los designios un
padre posesivo como un ogro) y algunos lugares comunes propios, como se
comentaba algo más arriba, de las tradiciones del mad-doctor o científico loco cinematográfico y del gótico que en
líneas generales se desmarcan de los fastos visuales, rebajándolos hasta el realismo para hacerlos aún más
poderosos. Ya que Los ojos sin rostro
es una de esas rarísimas películas que hacen buena la percepción y asimilación
de lo gótico no como una estética, sino como un sentimiento, despertado y provocado por un punto de vista que
transforma la manera de ver el mundo, dentro y fuera del film[4].
Todo ello evocado, pero jamás subrayado, en el aire que respiran los personajes
del film y, por ende, la percepción que el espectador tiene de la película de
Franju como un lugar en el que el tiempo parece haberse detenido y el pasado
-en uno de los virajes góticos del film que de nuevo poco tiene que ver con su
aspecto audiovisual- se ha vuelto una maldición que los atrapa a todos en su,
paradójicamente ligera pese a lo enrarecida que se percibe, atmósfera.
Siendo
esencialmente una película rodada en interiores, la opresiva atmósfera de Los ojos sin rostro acorrala a sus habitantes
en una planificación tan precisa y cortante como relajado es su ritmo… hasta
lograr el objetivo de inquietar sin exabruptos, con los mínimos elementos
expresivos posibles. La práctica ausencia de banda sonora, la inexpresividad
-muy bien jugada en cuanto no se confunde con neutralidad o falta de
sentimientos- de los actores que moran por el film y una indudable distancia generalizada respecto a lo que
se narra, sin que ello implique falta de emoción sino paradójicamente todo lo
contrario, provocan la inasible sensación de estar ante un cuento de horror en
el que el más mínimo sobresalto hubiese sido un consuelo, una válvula de
escape. Pero, a cambio, Franju alimenta la angustia que subyace bajo las enigmáticas
imágenes del film gracias a un casi obsesivo seguimiento de sus personajes: Los ojos sin rostro se diría una
película conformada por tiempos muertos -de hecho podría funcionar
perfectamente como una película muda, tal es su pureza narrativa, o quizás la
rematada simplicidad de su libreto… o ambas cosas a la vez- que acaban
resultando tremendamente expresivos en el devenir de la historia y el retrato
de los terribles personajes que la conforman. Así, la silenciosa y solitaria
entrada del Doctor Génessier en el enorme caserío que hace le las veces de
hogar y inhumano laboratorio, es recogida y proseguida por Franju con un
continuo seguimiento, que se diría en tiempo real[5],
del paseo del Doctor desde el garaje en el que aparca su coche hasta su llegada
a la habitación en la que una desconsolada Christiane llora por su desgraciada
vida… a la que, añadiendo más leña al fuego de la extrañeza planificación
mediante, nunca le veremos la cara hasta que se haya encasquetado su
inquietante máscara. Lo cinematográficamente antinatural -por desacostumbrado en su ritmo- de la secuencia, que
no será ni mucho menos la única de Los
ojos sin rostro que haga uso de esta extraña y distante estratagema
dramática, muestra al desnudo una cotidianeidad inquietante, ensalzada por ligeras angulaciones de plano y
unos pocos elementos que provocan un considerable misterio, siempre asentada en
lo reconocible como real, a la larga preocupantemente normalizada a ojos
del espectador, y finalmente monstruosa una vez el argumento del film se ha
desplegado por completo.
Así, el
apabullante talento de Franju divide Los
ojos sin rostro en pequeñas piezas perfectamente cohesionadas en el todo
que es el film, en secuencias que muy
bien podrían haber sido perfectos cortometrajes con su planteamiento, nudo y
desenlace, articulados en base a una cuidadísima planificación e iluminación
que hacen de la película que nos ocupa un festín para los ojos en el que todo
parece milimétricamente calculado. El resultado es uno capaz de ser
narrativamente efectivo y al mismo tiempo introducir constantemente numerosos
elementos en la puesta en escena que sugieren múltiples significados de una historia
que se expone, con una pasmosa naturalidad, en pantalla. Ya sea un velado amor
de tintes incestuosos entre Génessier y su hija o la contenidísima, tras una
máscara que más que esconder grita a los cuatro vientos lo insostenible de la
situación, tragedia que se adivina en la desesperada mirada de Christiane… que
halla su perfecto símil visual en las numerosas jaulas de pájaros y perros que
habitan, no por casualidad, en las oscuras profundidades del sótano del lujoso
hogar de Génessier y que sirven de cobayas para sus experimentos. Sin que nada
de lo anterior implique que Los ojos sin
rostro sea una película fría o puramente esteticista sin más
intencionalidad que la de regodearse, lo que ya sería admirable de por sí visto
el resultado, en su composición visual.
La distancia,
sin subrayados dramáticos obvios aunque
con una férrea planificación que está lejos de ser descuidada, con la que
Franju parece recoger la acción más inocente, convierte lo mundano de los
gestos de algunos de sus personajes en gestos mecánicos y casi flotantes, y su
ausencia de efectismos o pinceladas barrocas en el apartado audiovisual del film
rematan la jugada provocando una atmósfera onírica tan lograda, por próxima y
distante al mismo tiempo, como perturbadora. Pesadillesca y calma atmósfera que
toca techo en el instante más polémico, en su día, del film: aquel que muestra,
con idéntica parsimonia y falta de afectación que lo que ocurre en el resto de
la película y precisamente por ello mucho más enervante, la grotesca operación
que el Doctor somete a una de las chicas secuestradas y en la que la piel de la
cara de la joven sobre la mesa de operaciones es extraída y mostrada como una máscara… Y que define por
completo el carácter acostumbrado y perfectamente asumido de dicho acto por
parte de un hombre que, en aras de un bien mayor, ha perdido el rumbo moral en
su aspecto más básico, igualando Los ojos
sin rostro lo cotidiano con lo inhumano hasta el más inquietante ritual.
Imágenes
recurrentes como los espejos que se encuentran diseminados por los diferentes
escenarios, relaciones establecidas entre diferentes escenas mediante
iluminación muy similar, la insistente tonadilla que abre la película y que se
repite a modo de mantra sonoro cuando la caza de jóvenes y sus
rostros da comienzo, y la inherente sensación de inevitabilidad de los actos, que se exponen sin explicarse,
justificarse o juzgarse, de unos personajes mecanizados y distantes en sus
reacciones y acciones, otorgan a Los ojos
sin rostro una sensación de obsesivo fatalismo, sin salidas de tono ni
afectaciones, reforzada por la inhumanidad de sus personajes, vista por Franju
con un anómalo desapasionamiento que deja muy pocos asideros emocionales (y
constructivamente humanos) a su público. Si tomamos como ejemplo paradigmático
de lo anterior la llegada del Doctor Génessier a la morgue en la que recibe la
noticia de la supuesta muerte de su hija, de la que el espectador no sabe nada
aún, lo más llamativo de la secuencia es el modo en que Franju la planifica y
marca sus sosegados y amenazadores ritmos internos. A la llegada del negro
coche de Génessier, en un plano de nuevo antinaturalmente largo y de ritmo tan
lento como las maniobras del vehículo y los gestos del hombre que sale de él,
Franju prosigue la escena con un plano frontal que muestra al impertérrito
Génessier recibiendo la noticia con una indiferencia que sorprende al espectador,
pero ni de lejos parece asombrar ni al policía (Alexandre Rignault), ni al
forense (Michel Etcheverry) que le dan la mala nueva al reputado cirujano.
Esta falta de
emotividad o empatía para con emociones propias y ajenas, que conducen la
historia por derroteros dramáticos poblados de personajes aislados en sí
mismos, es un síntoma (y también un elemento atmosférico de primer orden) que
aqueja prácticamente a la totalidad de las pobres almas que deambulan por Los ojos sin rostro. El matizado,
gracias a la magnífica labor interpretativa de Pierre Braseur, hieratismo del
Doctor Génessier, con algún leve pero significativo apunte humanizador[6],
es complementado y hasta dignificado por comparación con el pasotismo del
amante de su hija, Jacques (François Guerin), cuya presencia en el (falso)
entierro de su fallida esposa parece más formularia que emotiva… por no hablar
de la pareja de policías que pretende
tender una trampa al secuestrador y asesino de jóvenes parisinas poniendo
despreocupadamente en peligro la vida de una joven ladrona de poca monta
(interpretada por Béatrice Altariba), utilizada como cebo humano para excitar
al criminal, componen en su totalidad un deplorable fresco que se sobrepone a
su cualidad de denuncia, de retrato de un grupo humano deshumanizado, para acabar,
también, formando parte de la pesadillesca atmósfera de la película.
Sólo un personaje, paradójicamente el de apariencia más irreal, parece capaz de
remontar la inhumanidad generalizada. La trágica figura de Christiane, la chica
encerrada que aguarda ambiguamente la llegada de un nuevo rostro que le permita
llevar una vida normal, aunque sea a
costa de convertir su monstruosidad
física en una más abisal y infinitamente peor, parece la única capaz de
demostrar un mínimo de empatía por aquellos que la rodean y una mínima
conciencia de lo aberrante de su entorno.
No deja de
resultar curioso que precisamente el personaje a través del cual el espectador
es capaz de encontrar una diminuta y más o menos limpia esclusa emocional real
ante tanta ensoñadora frialdad, sea el que esté planteado de manera más
artificiosa: la máscara que porta Christiane, que sólo deja entrever sus muy
expresivos ojos y sus cabellos pero no la terriblemente desfigurada cara que se
muestra en una ocasión, la transforma en una especie de muñeca viviente y su
careta en una segunda piel siniestramente exenta de facciones. Esta distancia
que otorga la máscara, minada por la trágica mirada de la joven que expresa un
gran abanico de emociones que abarcan desde la ensimismada locura hasta la
compasión más elemental, atrapa tanto a su portadora como al resto de
personajes en sus respectivos roles. Uno de los únicos momento de razonable
duda, o de culpabilidad de nuevo por parte de los personajes más miserables del
film, germina en la ayudante del Doctor, Louise, en una visita al cementerio en
el que el cirujano profana el sepelio de una de las chicas a la que han hecho
pasar por Christiane para arrojar un nuevo cadáver que tampoco sirve a los propósitos del médico,
siendo tratado como un fardo. Es una escena en la que el sonido del pico que
esgrime el Doctor, cayendo una y otra vez sobre la tumba, provoca un irreal
efecto en la mente de la mujer -en la que se intuye una atracción no
correspondida por su mentor que sobrepasa lo profesional- que casi quiebra su
monstruosa entereza. Curiosamente, el mentado sonido del pico sobre la piedra
del mausoleo, se ahoga en otro todavía más irreal por ser mucho más distante,
el de un avión que surca el cielo en ese instante y que parece aliviar la
torturada mente de la mujer, devolviéndola a su aislamiento respecto al resto
de la humanidad. Un aislamiento que Franju no sólo expresa a través de la inasible
irrealidad de su impresionante puesta en escena, sino que también marca en el
espacio físico en el que se mueven los personajes.
Si antes se ha
comentado el hecho de que gran parte del film transcurre en interiores, también
es cierto que el París -y sus afueras- mostrado en Los ojos sin rostro está dotado de una irrealidad ejemplar en base
a un elemento tan sencillo como efectivo: la imposible blancura de su cielo.
Pero, más aún, el deambular de los protagonistas de la película se produce
igualmente de forma aislada al del
resto de seres humanos que se muestran en el film como una masa anónima. A la
casi continua y vistosa aparición de tranvías, trenes u otros vehículos públicos, que implican no sólo la idea
de comunidad, ya que en ellos
efectivamente conviven varias personas durante la duración del trayecto al
destino que hayan elegido, sino también de ruta
preestablecida, se contraponen los viajes en coche (o en vehículo privado) del Doctor y su ayudante. Y
que, por lo tanto, pertenecen a una clase (¿social?) de personas que se mueven aparte del resto del mundo y con una
libertad de movimientos exclusivo de su vehículo, libre de ir por caminos
inexplorados y sólo a su alcance. Esta dicotomía, que se diría, por su grado de
abstracción formal, más narrativa y expresiva que propia de un comentario
social o antropológico, se refuerza al situar el caserón de Génessier en una
zona boscosa, en las afueras de París. O lo que sería lo mismo, en los confines
de la civilización que Génessier
representa en sus simposios ante la clase opulenta de la ciudad, pero que
oculta a su vez una monstruosidad inaceptable para la humanidad, representada
aquí en una abstracta y desdibujada sociedad.
Es en el
transito de la civilización parisina hasta los dominios de Génessier donde
tiene lugar una de las mejores secuencias de Los ojos sin rostros, aquella que muestra el abandono de Paris por
parte de una de las futuras víctimas de la locura del Doctor, dejando atrás las
vías del tren que parecen servir como cerco y frontera a partir de la cual los
contornos de lo real se difuminan. La amenazante llegada de la chica (Juliette
Mayniel) a la mansión, que sirve de epicentro a un maravilloso contraplano que
muestra al bosque que rodea al edificio como un lugar sugerente y surrealista,
cuyas luces se encienden como si notaran su presencia, sitúa la película en el
terreno en el que nunca deja de moverse como personal vehículo conducido por
una muy particular personalidad. La finísima y poco transitada frontera entre
lo posible y lo maravillosamente
irreal, sin trampa ni cartón y sin artificios dramáticos evidentes, pero igualmente
sin parangón en nuestro mundo, reorganizado por la sorprendente mirada de
George Franju, hacen de Los ojos sin
rostro una película de inclasificable poética, capaz de hallar -y más
aún, transmitir-
lo surreal en lo terrenal[7]
y que, como el rostro de su protagonista trufado por sus dos alucinados ojos
desde los que se asoma al mundo que ya no le pertenece difícilmente, o jamás,
podrá reconstruirse algún día[8].
Y que consigue además aunar en su lirismo belleza y horror, ternura y crueldad
hasta lo perturbadoramente indivisible, tal y como muestra el gesto final de
Christiane, un acto que bajo la mirada de Franju pasa de deus ex machina a pura e irresistible justicia poética. El que
muestra a una jauría de perros que parecen obedecer a la ira justiciera de
Christiane cayendo sobre el cirujano libres de su cautividad, mientras la chica
deja libre a otros presos más afables, los pájaros encerrados que se pierden
canturreando en la noche seguidos por la espectral figura de la joven, en el
broche final a una película irrepetible.
Título: Les yeux sans
visage. Dirección: George Franju. Guión: Pierre Boileau, Thomas Narcejac,
Jean Redon, Claude Autet y Pierre Gascar, basándose en la novela homónima
escrita por Jean Redon. Producción:
Jules Borkon. Dirección de fotografía:
Eugen Schuftan. Montaje: Gilbert Natot. Música: Maurice Jarre. Año: 1960.
Intérpretes: Pierre
Brasseur (Doctor Génessier), Edith Scob (Christiane Génessier), Alida Valle
(Louise), Alexandre Rignault (Inspector Parot), Béatrice Altariba (Paulette), Juliette
Mayniel (Edna Gruber), François Guérin (Jacques Vernon).
[1]Georges Franju nació el 12 de abril de 1912 en Fougères, Bretaña.
Se considera el inicio de su verdadera educación sentimental y vital la primera
toma de contacto como lector, a los quince años de edad, con historias de
Fantomas, escritos de Sigmund Freud y del divino Marqués de Sade. Trabajó
durante un tiempo en una compañía de seguros, oficio que abandonó para ayudar a
un fabricante de sopa a construir su casa, bajo la tapadera de falso cajero,
trabajo inventado con el fin de aplacar la ira paterna. Durante ese tiempo,
Franju fue aprendiz de decorador y decorador teatral hasta ser enrolado en el
servicio militar, que llevó a cabo en Argelia y del que fue relevado en 1932. De
carácter tímido y soñador hasta lo patológico (por lo visto Franju se perdía
con una facilidad anormal y en ocasiones sufría ataques de ansiedad ante
situaciones que podía no controlar), conoció a Henri Langlois en una imprenta,
y junto a él fundó el “cércle du cinéma”, cuya primera proyección fue
subvencionada por la familia de su nuevo amigo, por el coste de 500 francos. En
1934, los dos hombres codirigieron el cotrometraje Le métro. Poco más tarde, en 1937, ambos fundaron la imprescindible
Cinemateca Francesa -sin la que la Historia del Cine y su percepción hubiesen
sido muy diferentes- junto con Paul-Auguste Harlé, y algo más adelante, la
revista Cinématographe. En 1938,
Franju se erigió como secretario ejecutivo de la Féderation International des
Archives du Film, cargó del que se apeó en 1954, tras la liberación de la
Francia ocupada y de tomar la decisión, un año antes, de dedicarse por completo
a la realización cinematográfica. Cinco años antes había llevado a cabo su
primera experiencia en solitario como realizador con el cortometraje La sangre de las bestias, excelente
documental corto tan seco y duro en algunos instantes como lírico en otros sin
que apenas se denote una distinción entre ambos aspectos de esta pequeña gran
película. A La sangre de las bestias,
seguiría un buen número de cortometrajes más, para finalmente enfrentarse a su
primer largometraje en 1959: La cabeza
contra la pared, adaptación de una novela de Hervé Bazin. Un año más tarde,
Franju daría la campanada entre público y crítica gracias al polémico film que
nos ocupa, Los ojos sin rostro. Tras
él llegarían Pleins feux sur l’assassin,
Relato íntimo, Judex (de la que, sin haberla visto a excepción de algún
fragmento, sólo puedo decir que algunas de sus imágenes hacen la boca agua), Thomas l’imposteur, El pecado del padre
Mouret y Nuits rouges, en 1974.
Entremedias de estos trabajos, de los cuáles sólo he podido ver Los ojos sin rostros y La sangre de las bestias, Franju fue
usado por los servicios secretos marroquíes en el año 1965, que inventaron un
falso productor con el nombre de George Figon. Este hombre de paja convenció a
Franju sobre la realización de un documental alrededor de la descolonización
con el objetivo de secuestrar a uno de los participantes de la película, el opositor
Mehdi Ben Barka, que hacía las funciones
de asesor y que desapareció mientras acudía a una cita con el realizador y el
falso productor… En un registro menos turbio, Franju también llevó a cabo
varios trabajos para el medio televisivo y alguna que otra incursión en el
cortometraje documental. Murió el 5 de noviembre de 1987, a los 75 años de
edad.
[2]Probablemente por eso Los ojos sin rostro fue un film polémico
desde su estreno, siendo su fragmento más fríamente escabroso -el de la
operación que extrae el tejido facial como una máscara a una de las pacientes
de Génessier- el que comprensiblemente levantó más ampollas entre el público.
Su presentación en el Festival de Cine de Edimburgo rozó el desastre desde el
principio: debido a su adscripción a la sección oficial del festival, antes de
la proyección sonó la Marsellesa… y como el disco estaba rallado, se convirtió
en una interminable tonadilla que puso a prueba los nervios del público.
Durante la proyección, siete hombres de entre el público se desmayaron, e
intentando quitarle hierro al asunto, Franju lanzó en una entrevista posterior
que por fin comprendía porque los escoceses llevaban falda. La prensa escocesa
rechazó Los ojos sin rostro casi en
bloque, llegando al parecer a la agresión física de uno de los pocos críticos
que defendió el film de Franju, al igual que gran parte de la francesa pese a
algunas voces disidentes como la de Jean Cocteau, que la alabó como una obra
maestra de primera magnitud, o la de Allan Resnais. Opiniones a las que, poco a
poco pero de forma inexorable, se fueron sumando gran parte de la crítica
especializada, marcando las distancias de Franju con sus colegas -por lo
general admiradores de su obra- de generación. Lo que no impidió que su llegada
a Norteamérica fuese bajo múltiples recortes y un extraño y aprovechado
bautismo bajo el título La cámara de los
horrores del Dr. Faustus, como parte de un programa doble junto con el film
norteamericano y nipón The Manster en
1962. Fuere como fuere, Los ojos sin
rostro goza de un indudable status de película de culto más allá de toda
discusión sobre sus bondades fílmicas.
[3]Elementos muy atenuados respecto a la
novela original de 1959 en que se basa la película, igualmente titulada Los ojos sin rostro, y que fue escrita
por uno de sus futuros adaptadores cinematográficos: Jean Redon, que llevó a
cabo su traslación al libreto para la gran pantalla con la ayuda de Pierre
Boileau , Thomas Narcejac y Claude Sautet, y con la colaboración de Pierre
Gascar como dialoguista. Las diferencias respecto al original literario son, al
parecer de los que han leído la novela, considerables: necrofilia, alcoholismo,
un ayudante drogadicto sometido por Génessier debido a su adicción, una
investigación más trabajada que la que puede verse en pantalla (y por lo tanto
probablemente más aburrida) un tiroteo a modo de enfrentamiento final y,
otorgando uno de los grandes hallazgos del film a Franju en detrimento del
novelista Redon, la presencia de la máscara que Christiane porta como una
segunda piel facial, parecen ser algunas de las variaciones existentes entre
película y novela. Algunos de estos cambios, que no todos, se atribuyen a los
deseos del productor Jules Borkon de no incluir sacrilegios porque podrían
ofender a los españoles, ni mujeres desnudas porque los espectadores italianos
podrían enarcar una ceja de desagrado, ni tampoco sangre porque los franceses
no podrían tolerarlo, ni animales heridos porque los ingleses protestarían… Sea
por los motivos que sea, y sin pretender aunar castidad con calidad, los
cambios hechos sobre el original de Los
ojos sin rostro la hacen mucho más natural, y precisamente por ello tan
excepcional.
[4]De hecho, se dice que fue el productor Jules Borkon quien encargó
a Franju el llevar a cabo Los ojos sin
rostro visto el éxito que estaban teniendo las incipientes producciones de
la justamente mítica productora inglesa Hammer Films, hogar de los góticos Dracula protagonizados por Christopher
Lee y el igualmente revisado mito del Doctor
Frankenstein con resultados ocasionalmente sublimes y casi siempre más que
apreciables… Pese a que Franju optó por un sendero estético quizás deudor de
algunas de las constantes morales que latían bajo las coloristas imágenes de
los films de la Hammer, pero muy atemperado por comparación en lo que a su
envoltorio visual se refiere. Aunque hablar de envoltorio en el caso de Los
ojos sin rostro es de un reduccionismo notable para cualquiera que haya
visto el film, ejemplo paradigmático de cómo la forma y el fondo se ven
sellados indivisiblemente.
[5]Resulta curioso que la mayor elipsis del film se produzca
igualmente en términos casi científicos. El instante en que, mediante unas
fotografías y la monocorde voz de Génessier a modo de explicación, vemos el
deterioro del nuevo implante hecho a la abnegada Christiane (¿desde su propio
nombre, como una derivación de Cristo?) hasta certificar el fracaso definitivo
sigue, como hace el resto del film y muy coherentemente, con su ambición casi
documentalista que intenta dar una pátina de realismo a Los ojos sin rostro.
[6]El más plausible de los cuales es el que muestra al cirujano en su
rutina diaria atendiendo a un niño en el hospital. En esta escena de
apabullante sencillez, Génessier demuestra un punto de humanidad, sin
afectaciones ni salidas de tono, inaudito en el resto de la película, que sin
embargo sí consigue dotarlo de más matices que los desabridos personajes al
otro lado de la ley y de sentido de la humanidad más próximo al del público.
Hay que añadir que el hecho de que Génessier se oculte del resto de la sociedad
así como sus experimentos ya implica un grado de conciencia sobre la maldad de
sus actos que lo distancia de la figura del enajenado que se cree por encima
del bien y del mal, línea que el cirujano cruza una y otra vez sin que parezca
-aunque como digo podría ser sólo en apariencia- distinguir uno del otro.
[7]Probablemente debido a que Los
ojos sin rostro es un film rodado en escenarios naturales o reales y no en estudio, a petición expresa del propio
Franju que antes que crear una atmósfera determinada, buscaba en lo cotidiano
lo que él llamaba lo insólito. Término
que, al contrario que lo fantástico,
que a decir de Franju no perturbaba el ánimo como sí hace lo insólito, implicaba
una suerte de investigación y de indagación en el punto de vista bajo el que
ver el mundo para descubrir en él lo que parecía invisible. Ya sea por herencia
de su pasado como documentalista en el momento en que encaró Los ojos sin rostro o por afinidad con
algunos de sus compañeros de generación, que como él rodaban ya fuese por
voluntad o por obligaciones presupuestarias en exteriores, esta búsqueda de lo
insólito se diría de importancia capital para hacer de Los ojos sin rostro la película que es.
[8]Pese a todo, la influencia de Los ojos sin rostro en el cine posterior
al 1960 de su estreno es ocasionalmente sutil y, a veces, tremendamente obvio.
Desde La noche de Halloween de John
Carpenter (comentada en este blog el mes de octubre del año 2012), cuyo
protagonista Michael Myers se parapeta -o se muestra, según se mire- tras una
máscara que recuerda en su deshumanización del portador a la de la heroína de Los ojos sin rostro amén de algunos
planos calcados de la película de Franju, hasta la referencia más directa de
parte del director Leos Carax en su célebre Holy
Motors, pueden encontrarse aquí y allá rastros de cine bajo la influencia
del film que nos ocupa. Hasta donde he podido ver con mis propios ojos, Cara a cara de John Woo, Abre los ojos dirigida por Alejandro
Amenabar y su consiguiente remake
norteamericano de la mano de Cameron Crowe Vanilla
sky, son algunos de los filmes que superficialmente parecen más deudores
del film que nos ocupa. Por no hablar de la fallida La piel que habito de Pedro Almodovar, que cita el film de Franju
como una de sus fuentes de inspiración… aunque ni esta ni de lejos ninguna de
las anteriores consiguen transmitir el grado de perturbación que se desprende
de Los ojos sin rostro ni dotar de su
uso del heteroinjerto del mismo
sentido que en la película de 1960.
No hay comentarios:
Publicar un comentario