En 1985 la
Unión Europa oficializó la adopción de la pieza Himno de la alegría, perteneciente a la Novena Sinfonía compuesta
por Ludwig van Beethoven, como Himno del Viejo Continente[1].
Cuatro años más tarde caería el nefasto muro de Berlín[2]
y, con él los habitantes del llamado Berlín oriental abandonaban el yugo de
raigambre comunista que los gobernaba para disfrutar de los parabienes
materiales que sus convecinos del Berlín occidental disfrutaban a unas pocas
calles, países, aranceles, y muchos años en el tiempo, de distancia. Hans
Grüber (Alan Rickman) y sus secuaces, antagonistas del film dirigido por John
McTiernan[3]
en 1988 -en el ocaso de la era política más desmantelada que gobernada por el
presidente Ronald Reagan- bajo el nombre de Jungla
de cristal[4],
se adelantaba desde el otro lado de la pantalla y tomaba por la fuerza lo que
sus sufridos compatriotas aún tardarían algo más en acariciar. Así, y bajo la
omnipresente tonadilla puesta en negro sobre blanco en partituras por
Beethoven, el grupúsculo terrorista conformado por antiguos miembros del
Movimiento Fox Frey y bajo mando del
refinado hasta lo ridículo líder Grüber entra en la torre Nakatomi Plaza, sede
en la ciudad de Los Angeles de un poderosísimo lobby económico (la compañía
Nakatomi), y secuestra a sus huéspedes interrumpiendo los festejos navideños
regados con champán barato con el objetivo último de hacerse con los
acaudalados fondos de la empresa, protegidos en su caja fuerte. Pero también interrumpen
la reconciliación entre el policía neoyorquino John McClane (un icónico Bruce
Willis) y su esposa Holly (Bonnie Bedelia), mano derecha del dueño del imperio
económico Joe Takagi (James Shigeta). La irrupción de los doce asaltantes en el
edificio concluirá con la mencionada toma de rehenes por parte de Grüber y sus
hombres… y con un fugitivo McClane, apresuradamente armado con una pistola,
vestido con camiseta imperio y pantalones, pero sin tiempo de ponerse los
zapatos, atrapado en una ratonera de cuarenta plantas huyendo de sus
perseguidores en un constante y desigual juego del gato y el ratón.
Bajo esta
premisa y con el personaje interpretado por Willis como epicentro de la
tormentosa acción que recoge el film, Jungla
de cristal transita por los pasajes y personajes propios del thriller en su vertiente hard-boiled[5]
más desenfadadamente violenta, lo trepidante del buen cine de acción, y un socarrón sentido del
humor que parece olvidar a conciencia todo poso intelectual que pueda
interrumpir el verdadero motor vital de la película de McTiernan: la emoción.
Del mismo modo
que ante la impotencia en que se ve sumido McClane ante la ofensiva terrorista
el personaje perfectamente encarnado por Willis intenta concentrarse y pensar desde uno de los pisos aún en
construcción de la Nakatomi Plaza, ofreciendo el director McTiernan un
contraplano desde el punto de vista del
policía de una chica desnudándose en un acristalado apartamento a una manzana
de distancia, Jungla de cristal
parece seguir la misma filosofía en su conjunto: la resumida en la línea que
divide pensar y sentir como equivalentes a disfrutar la película en su conjunto
o rechazarla de pleno.
Así, y
amplificando sorprendentemente desde la rotunda habilidad formal del realizador
la escasa pegada de un guión estereotipado, todo lo que el libreto pueda llegar
a sugerir o plantear en términos intelectuales, es barrido por un planteamiento
fílmico que tiene en una inesperada tensión y un vivificante sentido del humor
negro sus mejores aliados. Vista así, Jungla
de cristal se plantea como un entretenimiento sin otro objeto que dejar a
su público pegado a la butaca, cosa que logra sin aparente esfuerzo gracias a
un magnífico control del espacio cinematográfico cuando la acción se ciñe a las
metalizadas entrañas de Nakatomi Plaza. Sobre una fotografía de
tonos azulados y lleno de sombras y claroscuros que hacen barrocas
localizaciones sin matices -en duro contraste con la luz anaranjada que parece
inundar el californiano mundo exterior antes de que caiga la noche- dentro del
edificio, se apuntala una planificación precisa que busca provocar antes la
emoción que una narración que pueda contradecir lo planteado desde el guión.
McTiernan juega a fondo una de las grandes bazas de su película: la
claustrofobia y la tensión, muy por encima de una espectacularidad bastante
atenuada, que se desprende de un aparentemente casual marcaje del espacio que pone
al público en conocimiento de los lugares por los que deambula, en muchas
ocasiones en planos de seguimiento de amplio encuadre y largamente sostenidos,
el sufrido policía protagonista gracias a pequeños detalles visuales tan
reveladores como absolutamente imprescindibles para transmitir la impresión de
gigantesca ratonera en la que se ha visto convertido el edificio, un frío
laberinto en el que cada rincón se parece endiabladamente al anterior. Manchas y
regueros de sangre, elementos decorativos como pósters eróticos, cristales y
ventanales rotos, o cadáveres abandonados, son algunos de las miguitas de pan
que McTiernan va dejando por el camino sin retorno por el que McClane y el
público van de la mano, haciendo de cada nuevo paseo por despachos y escaleras
ya transitados una nueva vuelta de tuerca al desasosiego del espectador.
Espectador que, gracias a la tensión de todo lo que rodea a la huida de McClane
de sus perseguidores, logra desperezarse en Jungla
de cristal de un primer tramo efectivo a modo de presentación de personajes
dibujados mediante un par de brochazos que a veces son suficientes, pero otras
no logran disimular lo mecánico de su funcionalidad. El policía neoyorquino
interpretado por Bruce Willis se presenta, ya desde el primer plano y acorde
con su pose taciturna propia de un hombre de acción y pocas palabras,
visualmente, pero también sin matices: una alianza de matrimonio en el dedo
anular y una pistola bajo la axila son los únicos elementos necesarios para
situarlo como marido y policía que baja del avión con el nerviosismo del que se
sabe extranjero en el suelo que ahora pisa. Del mismo modo, su acompañante y
chófer Argyle (De’voreaux White), hace las veces de comparsa cómico sin que
prácticamente nada más se sepa de él, y los miembros del estereotipadísimo grupúsculo
terrorista alemán, de aspecto ario y fortaleza hercúlea, son casi
indistinguibles los unos de los otros tanto físicamente como en su considerable
estupidez escondida bajo una orgullosa pátina de supuesta cultura y buenos
modales, más propios de una visión ajena -y deshumanizadora- a la ideología
alemana que a un retrato de personajes con cara y ojos.
Ante tal
panorama, y con la más que bienvenida intervención de elementos como tensión
dramática y suspense en un conjunto que se preveía -equivocadamente- como
rutinario, McTiernan juega la más memorable baza de Jungla de cristal, su sentido del humor y la poca seriedad, que no
rigor, con la que ocasionalmente se mira a sí misma. Una comicidad negra pero
liberadora ante instantes tan tensos como peleas y tiroteos resueltos con una
violencia y una sequedad considerables, que sirven no sólo de válvula de escape
ante la tensión creada sino como pírrica pero efectiva victoria de McClane
sobre sus perseguidores. Las humoradas revanchistas del personaje de Willis,
chascarrillos que lo sitúan como vencedor en cuanto siempre tiene la última e
irreverente palabra en una situación en la que en lo físico tiene sin duda las
de perder, también sitúan al ya mítico John McClane en una esfera algo
diferente de lo habitual en el cine de género propio de la década de los
ochenta. Fornido, pero de físico algo más enclenque y corriente que sus
anabolizados compañeros de género cinematográfico, el McClane de Willis es un
hombre vulgar que pretende antes salir con vida del atolladero en el que se ha
visto volcado que en actuar heroicamente, un cualquiera que se beneficia de la
sobrehumana resistencia a golpes, disparos y caídas que le otorgan sus
creadores, y el desbordante carisma del actor que lo interpreta, pero de nulas
cualidades didácticas o ejemplarizantes. Su patosa propensión a meterse en
camisas de once varas que pueden costarle el pellejo, su incapacidad para
llevar la vida que anhela junto con su cada día más distante esposa, su
carácter gruñón, el mero hecho de que sangre, se retuerza de dolor, pierda
constantemente los papeles, sude como un descosido o se desgañite de impotencia
en duro contraste con sus elegantes perseguidores, humanizan sobremanera, y de forma divertidamente bruta, un
personaje que sobre el papel es tan anodino que casi resulta inexistente. Más
aún, la interpretación de Willis, que logra levantar una sonrisa cómplice
gracias a una pose chulesca que por una vez no resulta enervante, a caballo
entre la cómica burla de los que quieren acabar con él y la dramática humorada
del que ríe de pura desesperación, desprende una juguetona ironía que irradia
una particular alegría al conjunto de la película. Porque si algo destaca por
encima de todos los elementos estilísticos de Jungla de cristal, con permiso de su logradísimo tratamiento del
espacio, es su contagiosamente lúdico sentido de la destrucción[6].
A las incontables explosiones que hacen de la Nakatomi Plaza una especie de
zona de guerra a punto de ser reducida a escombros y la estereotipada
naturaleza de los personajes del film, meros peones dentro del desarrollo de la
historia por los que es difícil sentir, con alguna excepción, algo de afinidad,
se suma sin dificultad el tratamiento que McTiernan hace, en gran parte de la
película, de la banda sonora.
Una magnífica
composición obra de Michael Kamen que juega,
se diría que literalmente, con el drama que pasa en la pantalla hasta reducir
algunos de los actos más bárbaros que tienen lugar en el film -muchos de ellos,
los más brutales y desproporcionados, de la mano del propio protagonista[7]-
a meras travesuras. Sangrantes chiquilladas a las que el propio McTiernan, en
calidad de realizador, parece sumarse en cuanto su película ridiculiza no sólo
a los terroristas que se quisieran sofisticados, sino a todo bicho viviente que
aparece en pantalla y lo fútil de sus actos. Sólo así puede entenderse el que
un instante presuntamente tan dramático como el que muestra a una tanqueta
policial intentando entrar en el edificio tomado por los terroristas tenga su
punto final sonoro con un pletórico subrayado, muy similar al tema principal de
Cantando bajo la lluvia, mientras el
vehículo y sus pasajeros son calcinados por un mísil... Por no hablar del
oxidado y renqueante estribillo navideño que va dejándose oír por la película a
modo de irónico recordatorio de que, pese a la matanza, el griterío, y las más
lamentables actitudes por parte de hombres y mujeres que tiene lugar en la
Nakatomi Plaza y sus aledaños, rebajadas en su agresividad por el sentido del
humor que se desprende del film, es Navidad. Este tono juguetón, que tan bien
funciona mientras la acción se constriñe al interior del edificio en el tramo
más claustrofóbico -y emocionante- de la película, se ve sobredimensionado
cuando la película echa mano de personajes ajenos a la trama inicial,
engordando en tamaño al film de McTiernan pero oxigenando excesivamente un
ambiente enrarecido que funciona mejor en interiores. A cambio, Jungla de cristal carga sus tintas, en
un último tramo excesivamente largo que pierde algo de la tensión que hacía
grande su parte central, contra todo estamento social, ya sea el policial
conformado por un cuerpo lleno de inútiles, el de las oscuras fuerzas
representadas aquí por un FBI que exhibe una alarmante y caricaturesca falta de
humanidad, o el de la prensa que manipula bajo las estrategias más rastreras en
aras de un pobre pico de audiencia una realidad convertida en espectáculo,
todos ellos tanto o más peligrosos para la integridad del protagonista que los
propios terroristas.
El resultado
de tan lamentable fresco social, bordeando la autoparodia y a caballo entre la
sátira y la apología no logra sustituir la violenta tensión que le precede en
cuanto deja de ser un gozoso contrapunto a la violencia y la impostada seriedad
de Grüber, dando paso a un intermitente y siempre estilizado retrato de la
mezquindad de parte de la sociedad norteamericana por un lado y de la relación
de camaradería entre McClane y un afable agente de policía (Reginald Vel
Johnson) a ambos lados de los gruesos muros del edificio, por otro, acaba
siendo comparativamente algo, aunque no mucho, insatisfactorio. Siendo estos
últimos momentos que no siempre logran remontar el vuelo debido al peso de unos
personajes que son puro estereotipo y que funcionan mejor en constante
movimiento que durante unos algo antipáticos, por sentimentaloides, tiempos
muertos. Aunque este tramo también es el retrato, afortunadamente más intuido
que explicado, de un hombre atrapado en un mundo que ha dejado de funcionar y
que lo ha dejado solo y a merced de todo aquel que pretenda destruirlo. Las
insistentes comparaciones que muchos personajes hacen de John McClane con el de
un vaquero del lejano oeste, acaba por validarse ante lo divertidamente
asalvajado de la situación que se muestra en Jungla de cristal. No en vano, McClane es un producto
cinematográfico de la era política dirigida con mano férrea por Ronald Reagan[8],
cuyo progresivo desmantelamiento de lo
público hizo reflotar imprevistos héroes que tuvieron que alzarse sobre las
cenizas del sistema para enfrentarse a amenazas imprevistas sin la ayuda de una
sociedad colapsada y económicamente exangüe. Con todo, el desvaído machismo del
film (lícito, como todo lo demás, desde el momento en que forma parte de una
ficción) y la épica que late bajo la exagerada resistencia de McClane contra el
mundo que parece aplastarlo, que enaltece su fortaleza de solitario individualista a la fuerza mientras deja en ridículo
estereotipos que lejos de acusar un conjunto de malas conductas, condenan sin
sutileza ni matices determinados sectores sociales al completo, sopla las velas
más a favor que en contra de las política esgrimida desde la Casa Blanca por
entonces. Ya en un apunte en absoluto paródico, el más exageradamente ridículo
-por desproporcionadamente espectacular y rimbombante dentro del conjunto de la
película- momento de Jungla de cristal
completa la redención de un agente de policía, el mencionado único aliado
sensato de McClane en el exterior, traumatizado por haber asesinado
accidentalmente a un niño de trece años durante una ronda años atrás…
recuperando su orgullo como agente del orden al coser a tiros a uno de los más
sanguinarios terroristas de cuantos han invadido la Nakatomi Plaza (Alexander
Godunov), y todo bajo los repelentes compases sonoros que enaltecen sin sombra
de duda la redención, por presentarse carente de matices y tremendamente
estereotipada, más fascistoide posible
No es de
extrañar que, en un revelador golpe de efecto que ya advierte de la derrota del
comunismo pero también de la aparición de un nuevo e incontestable Orden, la
humanidad de la causa de McClane (la supervivencia) tenga frente a él los
objetivos de Grüber y sus hombres, que disfrazan de política y bajo soflamas
revolucionarias su verdadera meta: robar todo el dinero posible y vivir de la
renta para disfrutar de todos los lujos que el capitalismo, cuyos símbolos para
más inri conocen al dedillo y al que tanto aseguran despreciar, pueda
ofrecerles. Y que parece tener como mantra sonoro, desarrollado como subrayado
triunfante al logro de los terroristas, a veces como acompañamiento de la
fiesta navideña en la que todo tiene comienzo, otras en los labios silbantes de
los cuasi paródicos malvados, el Himno de la Alegría… Pieza que tanto embellece
los instantes más violentos de la película a modo de trepidante ballet para
placer de los sentidos, como posible e inconsciente[9]
transfondo político que no deja de palpitar bajo Jungla de cristal para aquellos que quieran verlo. Aunque, para
ambos posibles espectadores, la magnífica película dirigida por John McTiernan,
es una fiesta cinematográfica que se regodea divertidamente en su pletórica
falta de escrúpulos para todo lo que no implique mantener al espectador pegado
a la butaca en un juego tan frívolo y cínico como conseguido en el que el que
piensa lleva las de perder, mientras el ganador arrasa con todo lo que se le
pone por delante sin perder nunca su merecida sonrisa burlona paseándose por los escombros
en una lujosa limusina...
Que tengan
unas felices fiestas.
Título: Die hard. Dirección: John McTiernan. Guión: Steven E. de Souza y Jeb Stuart,
basándose en la novela Nothing lasts
forever, escrita por Roderick Thorp. Producción:
Lawrence Gordon y Joel Silver. Dirección
de fotografía: Jan de Bont. Montaje:
John F. Link y Frank J. Urioste. Música:
Michael Kamen. Año: 1988.
Intérpretes: Bruce Willis (John McClane), Alan
Rickman (Hans Grüber), Bonnie Bedelia (Holly Gennaro), Reginald Vel Johnson
(Sargento Al Powell), Alexander Godunov (Karl), De’voreaux White (Argyle), Hart
Bochner (Harry Ellis), Paul Gleason (subjefe de la policía Dwayne T. Robinson).
[1]Llamada An die Freude en
su alemán original, esta pieza escrita por Friedrich von Schiller en 1785 y
posteriormente adaptada por Ludwig van Beethoven en 1824 para el cuarto y
último movimiento de su Novena sinfonía.
Más de un siglo y medio más tarde, en 1971, la Asamblea Parlamentaria del Consejo
de Europa, que abarca tanto a los países miembros de la Unión Europea como a
los que no lo son pero forman parte del continente, propuso el famoso fragmento
de la Novena sinfonía como himno
continental, retomando la sugerencia del
conde austríaco Richard Nikolaus Graf von Coudenhove-Kalergi en 1955. Debido a
los numerosos idiomas que se hablan en el continente, se optó por una
plasmación instrumental y sin letra de la pieza, cosa que se llevó a cabo con
la ayuda del reputado director de orquestra Herbert von Karajan, que escribió
tres arreglos instrumentales para un solo de piano, viento y orquestra
sinfónica. La pieza se oficializó como himno de la Unión en 1985,
interpretándose oficialmente como tal, el 29 de mayo de ese año. De un tiempo a
esta parte, y siendo apropiada por la propia Jungla de cristal como tema musical propio para algunos de sus
espectadores, se ha intentado dotar la pieza una letra acorde con los
principios (al menos teóricos) de la Unión Europea, tales como la paz y la
diversidad.
[2]Simplificando mucho, el llamado oficialmente Muro de Protección
Antifascista por parte de la República Democrática Alemana y popularmente
conocida -no sin razón- como Muro de la Vergüenza desde el punto de vista
occidental, el Berliner Mauer dividió
no sólo el Berlín en el que se alzó el 13 de agosto de 1961 sino todo el
territorio alemán en dos facciones desde entonces físicamente aisladas: la
República Federal Alemana (bajo las siglas de RFA, de ideología y política
capitalista) y la República Democrática Alemana (bajo las siglas de RDA de
ideología y política comunista). De más de 120 kilómetros de
longitud, y progresivamente mejorado-
siempre desde el punto de vista funcional, nunca desde el humano- el Muro de
Berlín supuso uno de los símbolos de la Guerra Fría más famosos de la historia
y también la frontera entre la Comunidad Económica Europea (antecedente de la
Unión Europa) y el Consejo de Ayuda Mútua Económica, con constantes salidas de
la población desde la RDA a la RFA durante los primeros años de división
fronteriza que dio comienzo en 1949. Siendo en su mayoría jóvenes de buena
formación, el éxodo de una nación ideológica a otra supuso una considerable
sangría económica para la RDA implicó la construcción del Muro (que tuvo lugar
de forma traicionera de la noche del 12 de agosto a la mañana del día 13 del mismo mes y año
por parte del gobierno de Berlín Oriental y ante las impotentes quejas del lado
occidental), cuyo punto fronterizo -el Checkpoint Charlie- fue lugar de
confrontación entre tropas soviéticas y estadounidenses en 1961, durante un
silencioso enfrentamiento de un día de duración y la amenaza de una guerra
atómica. A partir de 1962 se prohibió la entrada en la RDA desde la RFA, con
intermitentes y controladísimas excepciones por fechas señaladas. Desde su
alzamiento se contabilizaron 5000 fugas a Berlín Occidental, murieron 192
personas en su ánimo de cruzar la frontera y 200 resultaron heridas en el
intento. Pese a todo, 57 consiguieron huir mediante un túnel subterráneo. El
Muro de Berlín cayó el día 9 de noviembre de 1989, debido a una feliz malinterpretación de una nueva legislación:
la llamada Ley de Viajes cuya confusa difusión había producido un éxodo masivo
de alemanes a través de Checoslovaquia y Hungría. Un malentendido por parte de
un representante de la política comunista durante una entrevista televisada en
directo produjo que miles de personas acudieran a las fronteras de la RDA, con
intención de cruzarla. Aturdidos, los guardias fronterizos no se atrevieron a
abrir fuego y se abrieron los accesos. El entusiasmo de todos los habitantes de
Berlín, independientemente de su lado
del muro, sobre este hecho, se completó cuando empezó la demolición, por
iniciativa popular, de un muro no sólo inservible sino ahora también legalmente
absurdo. Con él, cayó uno de los símbolos del comunismo y la guerra fría. Y
también se produjo la errónea impresión de asistir a un supuesto ocaso de las
ideologías, por mucho que algunos se emperren en ello.
[3]John Campbell McTiernan nació el 8 de junio de 1951 en Albany,
Nueva York. De padre cantor de ópera, McTiernan se inició en el mundo de la
interpretación a la edad de ocho años y, tras su paso por el instituto, pasó a
estudiar cine en Julliard & New York University para más tarde ganarse la
vida como diseñador y director técnico en la Manhattan School of Music. En
1986, escribió y dirigió su primera película: Nómadas. Pese a su escaso éxito, McTiernan recibió un año más tarde
el encargo de dirigir una de las películas del género de acción más justamente
recordadas de su década: Depredador,
protagonizada por Arnold Schwarzenegger. Este film, con resonancias del clásico
El malvado Zaroff y pese al tufillo militarista que desprende,
resulta un brillante ejercicio fílmico en el que ya se advierten algunas de las
constantes de su realizador tales como el tratamiento del espacio y su
habilidad para con el montaje… y supuso un considerable éxito de taquilla que
le otorgó la responsabilidad de llevar a cabo el film que se analiza en esta
entrada en 1988. La caza del octubre rojo
fue su siguiente película: protagonizada por Sean Connery, esta excelente (y
argumentalmente imposible) película de suspense bajo el océano supuso un nuevo
acierto en lo que a recaudación se supone, probablemente llevó al realizador a colaborar
de nuevo con el actor en la muy reivindicable Los últimos días del Edén. Tras ella, en 1993, llegaría uno de los
grandes fiascos económicos de su carrera: la divertida El último gran héroe, de nuevo contando con Arnold Schwarzenegger y
con algunas brillantes escenas de acción dentro de un conjunto
metacinematográfico e irónico que ni de lejos merecía la tibieza con la que fue
recibida. Probablemente este primer trompazo en taquilla fue el que llevó a
McTiernan a refugiarse en la imprevista secuela -cuyo guión inicial estaba
pensado como una nueva entrega de otra saga del cine de acción, Arma Letal- de uno de sus éxitos anteriores. Jungla de cristal: la venganza, supuso
el éxito estival esperado en su año 1995, pero McTiernan no volvió a ponerse tras
las cámaras hasta el año 1999 con El
guerrero número 13. Esta adaptación de la novela original del desaparecido
Michael Crichton, igualmente guionista y productor con el que el director tuvo
numerosos encontronazos durante el rodaje y la posproducción de la película, es
aún a día de hoy una de las últimas grandes películas de aventuras, algo
lastrada por el protagonismo de un esforzado pero insuficiente Antonio Banderas
y un final tan atmosférico como el resto del metraje, pero algo anticlimático.
Quizás por la prolongada posproducción que implicó la intervención del escritor
del best-seller original y que redujo
considerablemente la duración de El
guerrero número 13, ese mismo año McTiernan estrenó El caso de Thomas Crown, remake
del film original dirigido por Norman Jewison y protagonizado por Steve Mcqueen
en 1968, de la que nada puedo decir por sólo haber visto algunos apetitosos
pero escasísimos fragmentos. Sería otra película dirigida por Jewinson, ésta en
1975, la que serviría de inspiración, y desgraciadamente de poco o nada más de
su próximo film, el horrendo remake de
Rollerball perpetrado en el 2002. Mal
filmada, montada, escrita e interpretada, la lamentable película de McTiernan
casi convierte en magistral la buena película distópica dirigida por Jewinson,
siendo tan olvidable en resultados que hoy día casi nadie, o al menos
voluntariamente y para bien, la recuerda. Un año después, McTiernan dirigiría
la que a día de hoy, y por motivos que se explicarán algo más adelante,n es su
última película: Basic, protagonizada
por John Travolta y Samuel L. Jackson, que funcionó bien en taquilla y de la
que, una vez más, nada puedo decir por no haberla podido ver. El 3 de abril del
año 2006, McTiernan fue acusado de
mentir al FBI sobre la contratación del turbiamente afamado Anthony Pellicano
(protagonista del llamado Caso pelícano)
con el objeto de llevar a cabo escuchas ilegales a actores y productores del
mundo del cine. El 17 de abril de ese mismo año fue hallado culpable de dichos
cargos. Desde entonces, las numerosas citaciones y dimes y diretes entre
defensa y acusación sobre el caso no han impedido el ingreso en prisión, de
doce meses de duración y en una prisión de mínima seguridad, de McTiernan, que
si todo va como está previsto, será puesto en libertad en abril de 2014.
[4]Curiosa -por una vez- traducción del Die hard original, que en Sudamérica recibió una traducción mucho
más acorde como Duro de matar. En
cualquier caso, y opiniones aparte, esta variable pseudopoética del original
debió suponer verdaderos quebraderos de cabeza con la aparición de las secuelas
de Jungla de cristal, especialmente
debido a la falta de motivación en lo que al título en español se refiere. Así,
tanto La jungla 2, Jungla de cristal la venganza, Jungla 4 o Jungla
de cristal: un buen día para morir poco o nada tienen que ver con la
acepción de la traducción del primer título, que aún podía tener un relativo
sentido dada la temática, acción y entorno en el transcurría su acción.
[5]Agresiva variante de la Novela Negra americana -y por tanto
también de su homólogo cinematográfico, el Cine Negro- que recoge algunos de
los elementos más sórdidos de su código narrativo tales como la violencia o los
diálogos secos y despectivos, para exagerarlos hasta lo desagradable,
incorrecto y muy disfrutable en su absoluta falta de prejuicios para con lo
bienpensante. Mi ignorancia sobre dicho género hard-boiled, del que sólo conozco al autor Jim Thompson y a algunas
de sus variables cinematográficas, me impide saber si la novela en que se basa Jungla de cristal -escrita por Roderick
Thorp bajo el título de Nothing lasts
forever, y que no he podido leer- tiene alguna relación con dicha
corriente, y cuánto de ella hay en la película de McTiernan… y por tanto cuánto
mérito pertenece a sus adaptadores Steven E. de Souza y Jeb Stuart.
[6]Idea, la de la destrucción en pantalla como gamberra forma de
humor, que muchas lamentables películas de acción de ahora y entonces no han
logrado comprender, aunque siempre ha acompañado las secuelas de esta Jungla de cristal. La primera de ellas,
llamada La jungla 2, ya implicaba una
más-difícil-todavía al situar la
acción en un espacio mayor: un aeropuerto. Y pese a que su transcurso tiene
lugar igualmente en navidad y que el protagonismo de Willis sigue manteniendo
parte de su carisma, este film dirigido por Renny Harlin dos años después del
original no alcanza ni de lejos la pegada del original. No puede decirse lo
mismo de la tercera entrega, Jungla de
cristal: la venganza, excelente film de inagotable ritmo, de nuevo con
McTiernan al timón, que amplía la acción por toda Nueva York. Esta incansable buddy-movie, co-protagonizada por Samuel
L. Jackson y acusada ocasionalmente, y
con razón, de funcionar en base a una estructura más propia de un videojuego
que de un arquetipo cinematográfico, es, en competición con la película que nos
ocupa, la mejor película de la saga. Cosa que confirma su algo descafeinada
pero muy entretenida secuela, La jungla 4,
que se suma a las múltiples películas de la década del 2000 que pretenden
erigir a héroes propios de la década de los ochenta como reductos de una
virilidad y una forma de entender el género de acción tan añoradas por algunos
como a buen seguro perdidas. Sobre la última entrega de la saga, Jungla de cristal: un buen día para morir,
estrenada en este año que ahora termina, mejor correr un tupido velo: la
cantidad de despropósitos cinematográficos que acumula tamaña patraña fílmica,
con el único objetivo de saquear el buen nombre de la saga con ánimo de vaciar
los bolsillos del respetable sin ofrecer absolutamente nada a cambio debería
perderse y olvidarse en el sueño de los justos.
[7]No deja de resultar curiosa la apropiación de algunos de los
lugares comunes del cine de terror por parte del cine de acción de los ochenta.
La única distinción entre ambos géneros, estereotipos y logradas atmósferas
aparte, acaba siendo una vez más una cuestión política: la que separa la violencia del asesino que con sus actos
perpetúa el status quo de la que lo
perturba. Además, el grado de violencia, generalmente más limpia en el caso del cine de acción que en el de horror, y la
falta de épica en las escenas en las que se produce un asesinato, al menos en
lo que al que lo provoca se refiere, en el caso de este último género,
distancian mucho dos formas de entender el asesinato aparentemente distintas,
pero muy, muy similares en su fondo.
[8]Ronald Wilson Reagan (1911-2004), presidente de los Estados Unidos
de América entre los años 1981 y 1989, tiene el dudoso honor de ser, a día de
hoy, una de las figuras políticas más despreciadas de la época contemporánea.
De profesión anterior actor de Hollywood, el republicano Reagan implementó
durante sus mandatos atrevidas reformas que recortaban fondos públicos -bajo el
famoso mantra de menos es más referido
al ya de por sí muy débil o inexistente estado del bienestar norteamericano-
dejando en manos de iniciativas privadas lo que antes era de patrimonio social
financiado a base de impuestos. Sus recetas fueron la desregularización del
mercado, propiciando la aparición de la figura del yuppie y los nuevos ricos,
y una considerable bajada de impuestos que tuvo una repercusión directa en
aquellos cuya remuneración, en caso de existir, resultaba insuficiente para su
subsistencia y el mantenimiento de lo considerado básico para la pervivencia.
En su primer periodo presidencial sobrevivió a un intento de asesinato, y fue
reelegido con una muy amplia mayoría en el segundo, durante el que se encargó
de demonizar al frente comunista como “El
mal en la tierra”, aunque logró el desmantelamiento de armamento nuclear
con la URRSS junto con su homólogo Mijail Gorbachov, para abandonar el cargo en
1989. A
su sombra, y en un sentido más cinematográfico, surgieron los Rambo y demás héroes de acción propios
de los ochenta, tipos duros abandonados por una sociedad incapaz de
cumplimentar sus ansias de venganza y prevenir el crimen que los espolea. Signo
de los tiempos, el cine de acción de la era
Reagan no dejaba de ser el reflejo, revestido de una épica que descartaba
toda crítica sobre la situación social que le daba crédito, de unos tiempos en
los que el individualismo se imponía ante la debacle de lo colectivo,
considerado, no sin intenciones propagandísticas, inútil para hacer frente a
las depredadoras circunstancias… En un marco a veces demasiado familiar como
para no resultar inquietante.
[9]A decir de McTiernan, la confluencia de la Novena sinfonía y de algunos acordes del tema principal de Cantando bajo la lluvia en su película
es debida a su admiración por la película La
naranja mecánica, dirigida por Stanley Kubrick en 1971, en cuya banda
sonora se encontraban igualmente ambos temas musicales, asimismo ilustrando
escenas violentas… Tal y como, más o menos y desde una base más prototípica,
puede encontrarse de forma menos perturbadora pero más hilarante y festiva en Jungla de cristal. En cualquier caso, no
deja de resultar revelador el que Jungla
de cristal, pese a los múltiples elementos que harían de ella una película política vista desde el otro lado del
telón de acero, sea vista prácticamente desde su estreno como una película de entretenimiento. Cosa que
indudablemente, y de forma brillante en la mayoría de ocasiones, Jungla de cristal es pero que también
incluye esa otra cualidad, tan normalizada ideológicamente que resulta
prácticamente inadvertida.
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