miércoles, 1 de enero de 2014

BIENVENIDOS AL FIN DEL MUNDO





Yo, por él,
Sustituye mi coca-cola por ginebra
Te sustituiré por mi madre,
Al menos así mi colada se hará.

Pero soy el sustituto de otro tipo,
Parezco bastante alto, pero mis plataformas los son,
Las cosas que tú ves sencillas son complicadas,
Parezco muy joven, pero he falseado mi fecha de nacimiento.

Substitute. The Who. 1966.


Todo el mundo conocía a Gary King. Rebelde sin causa, rey sin corona de los más desarrapados soñadores, vitalista, egocéntrico hasta lo amoral, alcohólico y amigo de las más diversas sustancias que puedan transportarle a la altura de sus anhelos de adolescente. Ahora, anclado en un pasado lleno de esperanzas cuyo pico más alto tuvo lugar hace ya veinte años, King (Simon Pegg), encarna la quintaesencia de la inmadurez a niveles casi patológicos: vestido idénticamente que por aquellos lejanos años noventa, emperrado en hacer de su vida una juerga ininterrumpida so pena de enfrentarse sobrio a la vida adulta más adocenada, y conduciendo aún el mismo cochambroso coche que en su adolescencia, al que apoda La bestia y que contiene en sus tripas la misma cinta de ahora antiguos hits musicales, Gary es un ser tan patético y carismático como admirable en su narcisista resistencia contra el resto de un mundo ahogado en lo gris… y que no siempre fue así. El protagonista de Bienvenidos al fin del mundo, última y por ahora más ambiciosa película dirigida por Edgar Wright[1], sitúa ese emocionante edén lleno de posibilidades del que Gary se siente expulsado en un lugar: la pequeña localidad inglesa de New Haven, hogar de King y su pandilla formada por Oliver (Martin Freeman), Peter (Eddie Marsan), Steven (Paddy Considine) y la mano derecha de King, su mejor amigo Andy (Nick Frost), pero también en una noche determinada, la que impulsó al adolescente quinteto a batirse en la llamada Milla de Oro, una ruta de doce pubs con la ingesta obligada de una pinta por local. Ante la friolera de doce pintas como alcoholizada ruta, el grupo fracasó en su periplo al octavo pub, y poco a poco y con los años fue disgregándose mientras dejaba atrás New Haven, el cada vez más dudoso liderazgo de Gary, y su vivaracho espíritu. Aunque King, rondando los cuarenta años de edad, decide reunirlos de nuevo para rehacer el camino hasta el último de los pubs: El Fin del Mundo.

Con esta inesperada variante del Apocalipsis, situada entre jarras a medio vaciar, dianas de dardos y apacibles mesas de billar, Bienvenidos al fin del mundo abre sus puertas a la nostalgia, emotivo motor del primer tramo del film subido a los hombros de su mayor representante: un Gary King que parece destilar el difícil y muy logrado tono que aúna el mencionado patetismo del personaje, la ternura que inspira pese a lo irritante que puede llegar a ser, y unas gotas de triste inquietud desde el instante en que la película parece suscribir su estado de ánimo. Wright juega magníficamente sus cartas desde el principio: la historia de aquella gran noche del 22 de junio 1990 que empezó de forma improvisada -como sólo lo hacen las mejores- es narrada como una historia explicada por King como parte de su proceso de recuperación en un grupo de drogodependientes en busca de una mejora. O dicho de otro modo, no como algo real sino como un recuerdo indemostrable dentro de la realidad del film, del que sólo uno de sus personajes tiene tan buena y definitiva impresión. Tras ese instante, puesto en imágenes por Wright mediante estampas granuladas y de aspecto “sucio” a modo de documental, Bienvenidos al fin del mundo despliega un virtuosismo formal tan apabullante en su elegancia como llamativo dada la temática en la que parece integrarse inicialmente. Mucho más cerca de la íntima crónica del desencanto vital -que parece venir inevitablemente ligado al paso de la adolescencia a una supuesta madurez de un tiempo a esta parte- que del espectáculo más propio de una forma audiovisual basada en el montaje rápido, la composición de plano premeditadamente antinatural o la coreográfica concatenación de diálogos, cómicas repeticiones y movimientos de cámara Bienvenidos al fin del mundo oscila entre lo teatral y lo formalmente virtuoso sin resultar nunca forzado.
Vista así, Bienvenidos al fin del mundo resulta asombrosamente dinámica pese a lo potencialmente depresivo de lo que narra, confundiendo hasta lo indivisible la estilización de la película que también es la del personaje decadente y casi icónico que es Gary King, con la de un amargo poso social cuya reflexión deja poco halagüeñas alternativas entre el seductor vitalismo suicida y tronado de King y la abulia vital en la que parecen haber caído el resto de adultos que pueblan el film[2]. Y en este sentido, la simpatía que Wright siente por su peterpanesco protagonista es indudable: la película pertenece a King desde el instante en que su descolgada figura, siempre bajo ropa oscura en entornos blancamente luminosos o cromáticamente cálidos, es mostrada como la de alguien con un inconfundible estilo dentro del apagado mundo por el que deambula, más contrastado aún en cuanto el propio estilo visual del film apoya su irreverencia al hacer de su banda sonora una conformada por temas musicales propios de la adolescencia[3] del personaje muy bien interpretado por Simon Pegg, y enfocar todos sus cotidianos elementos en la misma dirección que la máxima vital de King, pasar un buen rato. Así, y mediante una triste complicidad inicialmente generacional que más tarde es elevada a términos casi políticos, y que quizás no hace estallar carcajadas pero sella una sonrisa permanente en los labios del público, el humor de Bienvenidos al fin del mundo, muy agradable en su retrato de la camaradería, algo por encima de su simpático sentido del humor, se apoya en una visión del mundo que exprime en lo posible lo inane de lo que muestra, en un revelador repliegue hacia una mirada vitalista sobre una realidad que no lo es en absoluto, gracias a como lo muestra.

Un como cincelado por el recuerdo y realzado por el entusiasmo que si bien resulta perfecto durante los primeros tres cuartos del hora de Bienvenidos al fin del mundo, mediante un extraño y difícil  equilibrio entre lo cómico y ligero de lo que se ve y lo terriblemente triste y oscuro de lo que se intuye tras su estilización formal, se ve algo vaciado de su pegada emotiva cuando el film entra en su segundo y definitivo tramo a través de un coherente -y memorable- giro argumental. En una pirueta considerablemente arriesgada, Wright instala cerca del ecuador de una película que a partir de ahí acaba pareciendo algo alargada una escena que comienza con una pelea de bar de coreografía cercana al cine de artes marciales y acaba en la surrealista imagen de una cabeza seccionada sobre un charco de tinta azulada como corriente sanguíneo, viva pese a haber sido accidentalmente separada del resto de su cuerpo, sobre el suelo del baño del pub de turno. A partir de ahí, el blanco absurdo parece adueñarse del film, pero lo planteado por Wright está conscientemente lejos de ser una astracanada, lo que desgraciadamente no implica que esté todo lo bien desarrollado posible. De este modo, la naturalidad del inicio se enturbia al revelarse la verdad sobre lo que los personajes del film llaman starbuckización, palabro usado para ilustrar la homogenización que parece haber sufrido New Haven desde la partida del grupo de amigos cada uno por su lado en busca de pastos más verdes, que en realidad oculta (o muestra descaradamente, según se mire) un utilitarismo y falta de matices frío y generalizado que traspasa las fronteras inglesas para apoderarse de todo el planeta, preso de… una paternalista invasión alienígena. Extraterrestres, miembros de una unión intergaláctica superior con el fin de adoctrinarnos, que pretenden elevar a la humanidad de sus conocidas cenizas y todo tipo de miserias podándola de toda autonomía y insatisfacción, que han reconvertido a los huraños moradores de New Haven en alegres compatriotas felices sin motivo y sonrientes conformistas con todo lo que les rodea. Es a partir de ahí cuando Bienvenidos al fin del mundo alza el vuelo desde la magnífica crónica personal más o menos íntima hecha sin alzar la voz para situarse en el terreno de la parábola social[4] que al menos en principio integra muy bien el primer tramo del film, pero que se ve algo anegado en una aparatosa espectacularidad tan simpática como comparativamente algo desabrida. Probablemente el mayor inconveniente al que se enfrenta Bienvenidos al fin del mundo en su segunda mitad es el de establecer un tono que no acaba de cuajar pese a la indudable habilidad con que están servidas las peleas, estupendamente filmadas y coreografiadas, y el acoso de los cada vez más ingentes aliens que ansían educadamente civilizar a una humanidad alegremente idiota que tiene en King uno de sus más abnegados y desesperados  miembros en suelo inglés, y en sus más fervientes seguidores gran parte de la población de New Haven y al maestro de instituto de los ya cuarentones hombres Guy Shepperd (Pierce Brosnan).

El film no varía en gran medida su estilo formal, pero sí pone en primer plano el conflicto que latía bajo la tardía excursión por doce pubs del resignado grupo de viejos amigos arrastrados por King, con un inconveniente añadido: que carece de una atmósfera que llegue a perturbar. La más que lícita orientación de Wright a divertir a la platea -y a hacerla reflexionar- hace que todo lo visto hasta el instante en que los aliens revelan su artificiosa y repelentemente educada naturaleza -a modo de autómatas cuyos miembros pueden arrancarse y volverse a ensamblar como si fueran muñecos articulados- cobre un nuevo sentido. La globalización a la que el film hace referencia más o menos velada como un paternalista imperio silencioso que apaga, para lo bueno y para lo malo, el lado más beligerante de la humanidad no sólo dota de sentido el desconocimiento de los aledaños que no saben quien es Gary King porque no lo reconocen, sino que le da la razón al personaje: el mundo podría ser mejor, o más vívido, de lo que es, y la diferencia entre el mundo normal y uno poblado por aburridamente satisfechos  autómatas es imperceptible gracias a una ideología que ha encontrado en los desarrolladísimos medios de comunicación de hoy día el instrumento ideal de propagación masiva para adueñarse de la realidad. Pero esta lúcida parábola sobre el anestesiado estado de las cosas, carente como se decía de una atmósfera que inquiete mínimamente o que aporte algo de tensión a lo que cuenta, acaba siendo debido a lo anterior una sorprendente ocurrencia que se razona, pero no se siente como una amenaza. Bienvenidos al fin del mundo abandona a partir de ahí el contundente calado emotivo de su primera ronda para lanzarse de cabeza a un continuo debate, desproporcionadamente grande para las dimensiones del film (de este y de cualquiera) de Wright, sobre la libertad del ser humano y su derecho a ser un inofensivo imbécil con ganas de vivir antes que un plácido conformista, entremezclando de forma bastante discutible belicismo, adicciones, madurez con estandarización, y humor de brocha gorda… y casi siempre mediante la palabra hablada, en largas peroratas a veces demasiado explicativas, antes que mediante la acción física… quedando ésta última reservada para las exultantes escenas de acción tan impresionantes en su ejecución como poco emocionantes por increíbles y, de nuevo, más (efectivamente) chistosas que inquietantes y por tanto carentes de tensión[5].
Esta asumida falta de densidad por parte de los máximos responsables del film acaba yéndole un tanto a la contra al restarle sensación de riesgo a momentos que por tanto resultan, siendo Bienvenidos al fin del mundo una película siempre entretenida, poco emocionantes, y que además hacen algo incomprensible la integrista causa de Gary King de visitar igualmente cada uno de los doce bares de la lista pese a la amenaza alienígena que les pisa los talones. Así, las bondades de una estrategia que no hace sino llevar al terreno físico el conflicto emocional de Gary y los demás, más que con su pasado -con el que tienen cuentas pendientes que los aliens aseguran poder solucionar mediante una pastosa reconciliación- con lo insalubre de su presente y su vida supuestamente adulta, chirrían un poco cuando todo ha sido revelado proponiéndose como una revancha contra el mundo algo diluida, con esporádicas visiones de la terrible desesperación de King entre trepidantes escenas de acción.

Con todo, la moraleja final de Bienvenidos al fin del mundo dista de ser fácil o complaciente con la visión de King y sus insatisfechos seguidores que incluyen en sus filas a los espectadores: todo termina para empezar de cero y la estupidez humana continúa incólume al Apocalipsis tecnológico que asola a la civilización y que el propio King ha provocado con su narcisista y necesario orgullo, sin que ello arregle nada. La humanidad no cambia a partir del fin de nuestro mundo, sin llegar a verse las más mínimas mejoras en su recuperado salvajismo, causa de nuestro propio desastre. No hay aprendizaje, ni tampoco victoria, sólo la necesidad de seguir adelante cuando todo ha sido salvajemente destruido y ya no es posible regresar. No debe ser casual que el narrador de la historia que explica el ocaso de la civilización sea por parte del responsable adulto desencantado que es Andy, así como la primera que abría el film era en boca del enloquecido e infantiloide King, completando el arco moral de una película (y desde un punto de vista externo al film, un director[6] y un público cómplice) que narra  el enfrentamiento físico al pasado y a un presente insostenible. Todo mediante un protagonista que se da cuenta, finalmente y llegando al punto de acabar con una simulación de él mismo cuando estaba en su cénit que le asegura un nuevo comienzo con un final a la altura de Gary King, de que ya no es el mismo como para poder saborear la vida como la primera vez y de que la irresponsabilidad, a la que todos los hombres del film se atan como forma de identidad ante la insalubre intemperie del mundo moderno, tiene sus consecuencias. Un triste (y lúcido, y moralista) mea culpa que pone en tela de juicio el valor de la nostalgia para dar el paso a una madurez que afortunadamente rehuye los aburridos lugares comunes que la hacen especialmente repelente dentro y fuera de la pantalla. Y que contrariamente a lo que es habitual, se reivindica como una transformación en un curioso y algo descolgado epílogo de una película que funciona mejor en las distancias cortas pero que igualmente aporta una teoría a la inmadurez generalizada sin llegar a disculparla: la desidia sobre un presente estandarizado que no aporta nada que retenga a sus resignados e infelices habitantes, empeñados en refugiarse en el pasado o huir de la lujosa miseria vital en el fondo de una jarra. Idea que corroe Bienvenidos al fin del mundo y que tiene su techo en la escena que mejor sintetiza a todos los niveles y sólo gracias a la imagen y la banda sonora, el largo paréntesis vital en el que vive el autodestructivo Gary King, voluntariosamente impermeable al paso del tiempo. Aquella en la que King y sus acólitos, de camino al primer pub, pasean por la ciudad que los vio crecer en una coreografía perfecta (que luego sabremos premeditada y falsa) con el resto de los habitantes de New Haven, al compás de So Young de la banda musical Suede, que bien podría salir de la reblandecida pero peleona mente del protagonista, realzada por una ralentización de la imagen que no sólo dota de épica el instante, sino que también evidencia lo tristemente inaprensible del paso del tiempo tan luchado por King, y un instante vital y una época que no regresarán...pero darán paso a otras.

Título: The world’s end. Dirección: Edgar Wright. Guión: Simon Pegg y Edgar Wright. Producción: Nira Park, Tim Bevan y Eric Fellner. Dirección de fotografía: Bill Pope. Montaje: Paul Machliss. Música: Steven Price. Año: 2013.

Intérpretes: Simon Pegg (Gary King), Nick Frost (Andy Kinghtley), Paddy Considine (Steven Prince), Martin Freeman (Oliver Chamberlain), Eddie Marsan (Peter Pagge), Rosamund Pike (Sam Chamberlain), Guy Shepherd (Pierce Brosnan).





[1]Edgar Howard Wright nació el 18 de abril de 1974 en la localidad de Poole, Inglaterra. Durante la década de los ochenta y principios de los noventa, Wright comenzó a rodar pequeños cortometrajes mediante cámaras de Super-8 -regalo de un familiar- primero, y luego con una cámara de 8 mm. ganada en un programa de televisión.  Con la mixtura genérica y la comedia como moneda de cambio, Wright fue creciendo en habilidad formal hasta su primer y limitadísimo estreno: A fistful of fingers, parodia del género western que se advierte ya desde el título que también tuvo su pase por las televisiones. Pese a que, según parece, Wright no quedó nada satisfecho con el resultado final, A fistful of fingers le valió cierto reconocimiento y la adjudicación del puesto de director de programas como Mash and Peas y Sir Bernard’s Stately Homes para la británica Paramount Channel, y que durante ese periodo de tiempo Wright también trabajase como director en algunos programas de la cadena BBC. Fue en 1996, durante el rodaje de Asylum, para la mentada Paramount Channel, donde Wright conoció al actor Simon Pegg, que lo reclutó como realizador de su proyecto Spaced, para Channel 4 y que por entonces no contaba todavía con un director. El éxito de la serie supuso el salto a la gran pantalla del dúo creativo conformado por Pegg y Wright en el año 2004. El resultado fue la magnífica Zombies party -pésima supuesta traducción del intraducible original Shaun of the dead- equilibradísima comedia que logra parodiar algunos elementos propios del cine de horror con muertos vivientes de por medio al ponerlos en contacto con un estilo más cercano a la comedia inglesa en su vertiente cotidiana, además de poner sobre el mapa la divertida pareja cómica formada por Simon Pegg y Nick Frost. Este hábil trampantojo que jamás cae en la bufonada ni la distancia que mataría toda emoción y tensión alrededor del destino de sus personajes, acaba por erigirse contra todo pronóstico en la película de muertos vivientes más realista (y divertida) de los últimos años. Tres años más tarde, Wright volvería a las andadas con Arma fatal, película con muchos elementos en común con Zombies party, y de nuevo con el protagonismo de Pegg y Frost, pero enfocando su ironía hacia el género de acción y con resultados considerablemente inferiores al reducirse antes a una concatenación de gags más o menos inspirados que carecen de la parábola, cariño y humanidad que hacían grande el film anterior del realizador. Ese mismo año, Wright colaboraría en el proyecto Grindhouse llevado a cabo entre Quentin Tarantino y Robert Rodríguez con la aportación de un divertido corto trailer del inexistente film Don’t. Mientras hacía algunas fugaces apariciones como actor y sus pinitos en el mundo de la publicidad, Wright dio el salto al Hollywood de los grandes presupuestos y dio la campanada con Scott Pilgrim contra el mundo, maravilloso espectáculo estéticamente cuidadísimo con la diversión por la diversión como bandera en el año 2010. Un año más tarde Wright entraría en la nómina de guionistas de la superproducción dirigida por Steven Spielberg que adaptaba a la gran pantalla el mítico personaje de Hergé Tintín en la entretenida película Tintín y el secreto del unicornio, y también produciría la excelente película de su compatriota y colaborador Joe Cornish Attack the block, comentada en este blog en el mes de junio de 2012. Se rumorea que, tras el retorno a su tierra y cinematografía natal con la película que ocupa esta entrada, Wright llevará la voz cantante como director en la adaptación del cómic del superhéroe de la factoría Marvel, Antman, presumiblemente de nuevo en suelo hollywoodiense.


[2]Uno de los aspectos más curiosos de Bienvenidos al fin del mundo, que no afecta al juicio del film, es su capacidad para aunar diferentes géneros y formas visuales del cine british, sin que el conjunto se resienta lo más mínimo bajo la mirada de Wright. Desde un cierto realismo social a la  Ken Loach o Mike Leigh (cuya estupenda película Naked tenía como protagonista un antisocial de tintes similares al mucho más cómico y de estilización próxima a la de un personaje de anime interpretado por Pegg en Bienvenidos al fin del mundo), bajo una estética próxima al cine de Danny Boyle o Guy Ritchie, el film que nos ocupa hunde sus raíces en algunas de las constantes de la obra de Thomas Nigel Kneale y su más famosa creación, el Doctor Quatermass. Su capacidad para crear extrañeza ante lo cotidiano, que tan bien se plasmó en el film ¿Qué sucedió entonces?, comentado en este blog el mes de mayo de 2013 y que tiene varios puntos en común con la película que nos ocupa, se ve en Bienvenidos al fin del mundo algo atemperado por lo juguetón de la propuesta de Wright, que diluye con mucho la perturbadora atmósfera del film de Roy Ward Baker


[3]Comenzando por la triunfal canción Loaded de Primal Scream que abre los créditos del film y define a la perfección el tono inicial, o el I’m Free de Soup Dragons que el personaje de Pegg escucha compulsivamente en su coche, la banda sonora de Bienvenidos al fin del mundo parece hacer del mundo que rodea a King uno hecho a su medida. Hasta los visitantes que lo erigen como Rey (por King) de los humanos se muestran proclives al debate bajo los coros celestiales de un tema, This corrosion, de Sisters of Mercy, grupo emblema de King, que lleva tatuado su nombre en el pecho… Del mismo modo, temas como Alabama song de The Doors quedan algo descolgados al subrayar (con toda la efectividad) la comicidad de algunos momentos sin que aporten ningún dramatismo o unidad al film.


[4]Parábola bastante similar a la que latía bajo las películas más referenciadas desde Bienvenidos al fin del mundo. Desde el primer y original film de Don Siegel, el excelente La invasión de los ladrones de cuerpos, su igualmente magnífico primer remake de la mano de Philip Kauffman en 1978, o el más desabrido llevado a cabo por Abel Ferrara, y dejando a un lado un cuarto remake llamado escuetamente Invasión del que nada puedo decir por no haberlo visto, los alienígenas que suplantan a los lugareños igualándolos de forma totalitaria bajo una única ideología tienen su obvio eco en los que se han apoderado de New Haven y presumiblemente otras zonas del globo. De todos modos, la película de Wright, por su sentido del humor y aparente ligereza, se aproxima un paso a la película de Robert Rodriguez que también bebía de la saga iniciada por Don Siegel en 1956, en ese caso como ambigua parábola sobre el comunismo trasplantable a cualquier situación de totalitarismo ideológico y deshumanizador, con la entretenida The Faculty, situada en un prototípico instituto norteamericano. En el caso de Bienvenidos al fin del mundo, la inconcreción de la parábola planteada abre varias posibles interpretaciones: desde la más obvia, la de la globalización, hasta la de la reescritura de la historia por parte de unas élites tecnócratas o, basándonos en la organización intergaláctica que pretende educar a la humanidad y hacerla formar parte de una Unión de planetas, quizás también en la equívoca relación entre el Reino Unido y la Unión Europea. Aunque muy probablemente se reduzca -ahí es nada- a la lucha del individuo por preservar sus ilusiones y su visión de la vida ante un mundo que se dedica a decidir por él para tranquilizarlo hasta la más completa abulia vital.


[5]Las piruetas coreográficas de dichas escenas de acción, planteadas en magníficos planos secuencia, muestran lo que deberían ser ruidosas peleas de bar bajo términos visuales más cercanos a los del cine de artes marciales. Lo que, si bien hace ganar en espectacularidad dichos momentos, difícilmente hace creíbles las borracheras que llevan encima los personajes, cuyos efectos se esfuman momentáneamente durante los largos barullos en los que hacen gala de una agilidad, reflejos y fuerza que aproximan a Bienvenidos al fin del mundo a la película anterior del director: Scott Pilgrim contra el mundo, y que en esta ocasión rompen un tanto la unidad de la película por hacerla demasiado artificiosa. De muestra un botón: justo antes de comenzar las dos primeras peleas en el baño de uno de los pubs, los alienígenas encienden -de forma completamente gratuita- el secador de manos, cuyo ruido se deja oír durante toda la escena como un elemento atmosférico curiosamente activado desde dentro de la ficción… Esta artificiosidad se refuerza al rebajar la violencia del film al sustituir la sangre de los hombres y mujeres de New Haven que caen ante la ira del quinteto de amigos por la tinta azulada de los no-robots que los han sustituido, deshumanizándolos por completo.




[6]Con esta película Wright cierra la llamada Trilogía Cornetto, que abarca Zombies party, Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo. El curioso nombre que recibió la trilogía que recoge estas tres películas con numerosos elementos en común, como el protagonismo de hombres de mediana edad incapaces de entrar en la llamada vida adulta, surgió durante una conversación entre un periodista inglés y Wright en la que este último fue preguntado sobre la presencia de los helados Cornetto en Zombies party y Arma fatal, propuesta como método para quitar la resaca matutina. El realizador comentó que ese era (y, según dice, sigue siendo) su manera de enfrentarse a las mañanas posteriores a sus noches de borrachera y ante la pregunta del periodista sobre si ambas películas formaban parte de una trilogía por entonces inconclusa, Wright respondió que si Kieslowski había llevado a cabo su Trilogía de los tres colores, él estaba en proceso de culminar su Trilogía de los tres sabores Cornetto… Helado cuya aparición en Bienvenidos al fin del mundo tiene lugar fugazmente ante los hambrientos ojos de Nick Frost, que ve impotente como su  envoltorio se le escapa de los dedos antes de desaparecer por un golpe de aire en el vertedero en el que se ha convertido Inglaterra. ¿Despedida de una forma de hacer cine antes de encarar una nueva etapa en su filmografía por parte de Wright o un simple guiño a los espectadores? El tiempo lo dirá.

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