El pirata
Sherman llegó a la ciudad portuaria de Savannah tras su incendiario paso por
Atlanta. También intentó prenderle fuego a la ciudad en la que tiene exclusivamente
lugar la película de Clint Eastwood[1]
Medianoche en el jardín del bien y del
mal, pero los lugareños lo ahogaron en ponche y fiestas extravagantes hasta
que decidió perdonar tan hermosa localidad portuaria.
Esta historia,
sin otras imágenes que la ilustren que no sean las de las bonitas calles de la
ciudad bajo la luz del sol vistas desde las ventanas de un autobús local, es
narrada por un conductor del transporte público del lugar, reconvertido en guía
turístico, a todos aquellos que acaban de llegar desde el mundo exterior como
visitantes de la acogedora localidad del sur de los Estados Unidos[2].
Entre ellos se encuentra John Kelso (John Cusack), periodista neoyorquino
enviado a Savannah por una publicación que pretende cubrir una de las más
famosas festividades de un lugar pródigo en placeres: la que tiene lugar bajo
los dominios de uno de los prohombres de la ciudad, Jim Williams (Kevin
Spacey), y en la que tendrá lugar la muerte de un joven amante del anfitrión
llamado Billy Hanson (Jude Law), asesinado por el propio Williams según sus
palabras en defensa propia. Esta declaración por parte de uno de los miembros
más poderosos de la comunidad sureña y la consecuente investigación y juicio
sobre su inocencia o culpabilidad abrirá una amable caja de los truenos en una
sociedad puramente norteamericana que el film de Eastwood se encarga elegantemente
de diseccionar, con el crimen como excusa argumental y turbio contrapunto a la
contemplativa exquisitez de los habitantes de Savannah.
Así, y a
través de la seducida mirada del personaje interpretado por Cusack, Medianoche en el jardín del bien y del mal
muestra durante todo su metraje los exuberantes encantos de la ciudad. Cálidos
cantos de sirena bajo la forma de limpias calles flanqueadas por enormes
mansiones, repletas de árboles y pobladas por encantadores lunáticos, pudientes
bohemios que pasan sus días y sus noches al piano en lujosas casa ajenas, dando
y yendo a fiestas de sociedad en las que todo el mundo parece encantado de
conocerse a sí mismo… sin por ello dejar de entrever, aunque sea con idéntico
espíritu bohemio o como parte del añejo encanto, casi artístico, de Savannah el indisimulado placer, casi como si fuera
otra deliciosa y encantadora
atracción, carne de chascarrillo popular, la muerte del gigoló encarnado por
Jude Law y el consiguiente juicio a Jim Williams acusado de asesinato del joven
en primer grado. De este modo, y ya desde el instante en que el film de
Eastwood jamás abandona la ciudad de Savannah en toda la película, evitando
establecer cualquier comparación con otro lugar del mundo, aislando al vacío la localidad portuaria dentro del film, como un
aparte autosuficiente y ajeno a la realidad una construcción ficticia, y por
tanto una ilusión, Medianoche
en el jardín del bien y del mal juega sus elegantes cartas, cercanas a una
muy lograda sensación de irrealidad[3],
a favor del festivo modo de vida que llevan los habitantes de Savannah, la base
de cuya convivencia parece ser una alegre hipocresía acordada y conocida por
todos. Porque entre el evidente conservadurismo social del lugar, y cierta
apertura digamos progresista, más
digna de un narcisista y conservador cosmopolitismo de escaparate que de un
verdadero respeto (o constructivo pasotismo) por las opciones vitales de sus
congéneres, la comunidad de Savannah encuentra en Medianoche en el jardín del bien y del mal el perfecto retrato no
del pozo de miserias que parece (como todo dentro de la difícil ambigüedad que
destila toda la película) ser realmente si nos dejamos guiar por la
desconfianza que despierta la excesiva
simpatía de sus habitantes, sino de la refinada apariencia que entre unos y
otros han acabado por convertir en la única realidad aceptable para que el
lugar, y las mentiras que lo sustentan, sigan adelante convirtiéndose en la
única realidad posible.
De esta manera,
y de forma considerablemente sibilina pese a lo discursivo de algunas líneas de
diálogo, la película de Eastwood muestra a los espectadores del film una
versión edulcorada, reconvertida en elegancia gracias a las atemperadas maneras
fílmicas del realizador que evita hacer de la población de Savannah una
especialmente antipática, de un panorama humano que acaba dando un saldo tan
deplorable como, tal y como se plantea y de forma muy ambigua en la película,
comprensible dramáticamente y, de nuevo, romántica y seductoramente decadente.
A la mencionada elegancia de la puesta en escena de Eastwood, aderezada por un
acompañamiento musical jazzístico que
mece el film hasta llevarlo a terrenos propios del sueño húmedo de todo
bohemio, y la algo forzada simpatía de los lugareños sin llegar a cargas las
tintas, capaces de lanzar el más hiriente dardo sin perder jamás sus preciados
modales ni su estilizada pose, hay que sumar el elemento más importante del
film para con el discurso que acaba componiendo: la omisión.
Del mismo modo
que Eastwood no se abandona en ningún momento al triunfalismo barato con
subrayados sonoros dentro del sentido de lo maravilloso que se desprende de la
película, tampoco muestra nada demostrable
dentro de la realidad de Medianoche en el
jardín del bien y del mal que contradiga la impresión de que efectivamente
Savannah es el mejor lugar de la tierra… y la perfecta destilación de todo lo
que es, en líneas generales, una Norteamérica capaz de minimizar sus aspectos
más tétricos cuando se pone ante el espejo. Más allá de todo localismo sudista evocado por una Savannah que
acoge en su edénico seno las más despendoladas fiestas sociales y rituales
vudúes, Medianoche en el jardín del bien
y del mal, gracias a su abstracción y la cualidad fantasmagórica (y
posible) de lo que se ve en ella, parece un fresco social de las
contradicciones que laten bajo la pátina civilizadora y exquisita de Norteamérica
siendo una complemento indivisible de la otra, quedando la más desagradable
siempre oculta en aras de la perpetuación de ambas gracias a un mito folclórico
encantador, del que el film de
Eastwood parece una autoconsciente muestra ya parcialmente desde su envoltorio
genérico, una amalgama de melodrama gótico en su variable sureña y cine
judicial que la brillante puesta en escena del realizador sitúa en un nuevo y
muy particular estadio.
A la
hechizante atmósfera de la película, digna del mejor y más inasible realismo mágico hecho de los elementos
más cotidianos sin exagerarlos se suma la sospechosa, e indispensable de cara a
seducir al público y al protagonista del film, extracción de todo aquello que
ponga en tela de juicio la versión de Jim Williams, erigido refinado representante
de un orden social que actúa como amable demiurgo pero también frío déspota con
mucho que ocultar. Visto así, no es de extrañar que la información que alumbra
el caso Williams venga de la boca del
acusado y no de las insuficientes pruebas que pretenden incriminarle: toda la
verdad pasa a través de él, gestor de la romántica realidad que impera en
Savannah y lucha por seguir existiendo. Pero lo anterior, ni el suspense que se
desprende de ello y que hace mínimamente interesante la larga trama judicial,
no podría funcionar de ningún modo sin la aquiescencia del director, que como
decíamos no sólo poda los elementos más perturbadores del cuerpo social de
Savannah hasta convertirlos en divertidamente pintorescos -como en el caso de
un lunático que se pasea por la ciudad con moscas atadas con cordeles rondando
por su cráneo y con un potecito con el que se rumorea podría envenenar a toda
la población si tuviese un mal día- sin caer en lo grotesco, sino que también
se dedica a obviar todo elemento de duda que pueda cuestionar el discurso
digamos oficial mediante el uso de la
elipsis cinematográfica. La evidente segregación racial que revela la
existencia de dos camposantos, uno para los fallecidos blancos y otro para los
negros, cariñosos y amables sirvientes de los más pudientes miembros de la
sociedad (blancos, por supuesto) incapaces de levantar la voz a sus amos, el clasismo existente entre la
clase baja a la que pertenece Billy Hanson en contraste con la paternalista
clase opulenta capitaneada por Jim
Williams por la que Kelso va dejándose hipnotizar poco a poco, o todo lo
referente a la bisexualidad del personaje interpretado por Kevin Spacey o al
divertido exhibicionismo de Lady Chablis (Lady Chablis) que reciben el
tratamiento de excentricidad o atracción de lado de una parte
importante de algunos de sus conciudadanos[4]… Nada de lo anterior, parte de una escala
de valores muy contradictoria que supone las bases humanas de Savannah, es
especialmente tenido en cuenta como contrapeso a la lujosa exquisitez del
conjunto del film en cuanto son tratados con la misma romántica delicadeza con
que Jim Williams muestra sus obras de arte por parte de Eastwood, y en aras a
la pervivencia de la comunidad en
boca de algunos de los lugareños. Pero hay más: la estancia en prisión de
Williams es resuelta por Eastwood mediante un tono cómico que anula toda
sensación de peligro amén de elidir, una vez más la violencia del lugar
situándola fuera de plano. Y tomando como ejemplo paradigmático, ya en el largo
tramo del juicio al prohombre Williams, la presentación del abogado de la
acusación y el de la defensa, Eastwood vuelve a marcar las distancias: sólo
comenzar su discurso el letrado acusador que podría enviar a prisión al
refinado miembro de la localidad mentando al filósofo Hobbes y catalogándose
automáticamente como un intelectual
aburrido, el director introduce el plano del reloj de la sala de juicios y
por fundido muestra la larguísima duración (¡casi una hora y media!) de la
cháchara del letrado que por tanto nunca llegamos a oír. Pero, contrariamente,
el director deja hablar al carismático abogado de la defensa mostrando su
intervención por completo, sin cortes, fundidos o reducciones de ningún tipo
mediante montaje. Y el discurso del letrado, amigo y defensor del acaudalado
acusado es una componenda de los lugares comunes del populismo made in USA más reconocibles: la familia
amenazada, la propiedad de armas como método de defensa ante dicha amenaza, el
eterno podríamos haber sido ustedes o yo,
o la referencia, algo más adelante, a la unidad comunitaria como bien supremo y
a la teleserie Perry Mason, calan no
sólo ante el jurado popular que se ocupa
de decidir sobre el destino de Jim Williams, sino también ante un público, el
de la película, desprovisto de un contrapeso que sólo se encuentra, en muy
desiguales condiciones, en el protagonista del film y su distancia, cada vez
menor, propia de un extranjero ante las zalameras formas de Savannah.
Ciudad en la
que, a decir de la película, mito y realidad son inseparables y deben ser
preservadas para conservar la ilusión. Una ilusión en la que, quizás de forma
deliberada, los únicos elementos intrusivos son precisamente los más -y
prácticamente los únicos- manieristas dentro de un conjunto gobernado por un clasicismo que fusiona el discurso
oficial de Savannah/Norteamérica con el mito que lo sustenta que ,de paso y
gracias a su falta de énfasis, lo hace aparentemente objetivo, como si no hubiese ni trampa ni cartón en lo que expone… mediante
una puesta en escena transparente que funciona gracias a una especial atención
a los detalles y los gestos del excelente elenco actoral, que sugiere más de lo
que muestra alimentando la difícil ambigüedad que corroe por todo el film, o a
la asociación de ideas basada en una atenta pero imperceptible planificación y
estructura de guión que otorga una encomiable unidad a la película. Así, a los
continuos comentarios sobre obras de arte falsificadas o cuya superficie oculta
una estampa bien diferente, pero cuyos propietarios se encargan de dejar claro que
la prefieren a saber la vulgar verdad, orgullosos de su frivolidad y decadencia
propias de dandis, o la hipocresía
generalizada respecto a la sexualidad de Wilson, usada como un añadido
cosmopolita por parte de los que se suponía eran sus amigos, se suma la
incapacidad por parte de la civilizada
Norteamérica de asumir sus crímenes ante sus propios ojos.
No es de
extrañar que la primera vez que vemos a dos seres vivos -en una película en la
que los muertos por asesinato o recordados por las ceremonias vudúes siempre
están en boca de todos- sean un policía y una mendiga que más tarde se revelará
como una hechicera que casi parece conjurar la presencia del periodista John
Kelso. En un solo plano Eastwood convoca los dos elementos entre los que
basculará su película: la justicia civilizada
personificada en el policía montado y la justicia sobrenatural o previa a la civilización de la vieja Minerva (Irma
P. Hall), precedidos ambos por una misteriosa secuencia introductoria en la que
la cámara deambula por un camposanto, se posa sobre una tumba y luego muestra
la estatua de una joven sosteniendo dos urnas, a modo de balanza, en las que se
simbolizan el Bien y el Mal al que hace referencia el título… y que la figura
mantiene en equilibrio[5].
Quizás por eso, y gracias a lo encomiablemente poco épico o dramáticamente
intenso -que no insípido- del juicio a Williams (que, como se entenderá a estas
alturas, es también a la cara más cosmopolita y refinada de los nuevos ricos de
Norteamérica) ocultando como se decía
antes todo lo cuestionable pero sin ensalzar lo que queda, Eastwood hace suya
la rimbombante frase puesta en boca del relamido acusado de asesinato que
asegura que “la verdad, como el arte,
está en el ojo del que la mira”. Y, ni que decir tiene viendo Medianoche en el jardín del bien y del mal,
también la denuncia.
A partir de
esa relativista premisa, Eastwood se encarga de ponerlo todo en tela de juicio
al mostrar la escena del crimen, lo que realmente
ocurrió, explicado por el personaje interpretado por Kevin Spacey primero al
periodista y luego, en una versión muy diferente, al jurado. Siendo las dos
versiones, al igual que la respetabilidad de las gentes de Savannah, una visión, convenientemente dramatizada y
aprovechada, la operística planificación que resulta coherente desde el momento
en que la historia es contada por Williams como una pieza artística, acorde con su relamida personalidad (y también variando
un poco según la mentalidad de sus oyentes) llama la atención el que éstas sean
igualmente canjeables por la realidad de
la película, cuestionada desde ese momento. De este modo, y tanto como la
inocencia o culpabilidad de un hombre que mueve los elementos que componen su
misteriosa imagen en aras de manipular a su audiencia, Eastwood muestra la
tramoya de la ficción de su película para, con algo más de distancia, evidenciar
la ilusión en forma de relamido
discurso que sostiene a su propio país en Medianoche
en el jardín del bien y del mal. Film cuya historia y la primigenia
inocencia que muestra parecen igualmente condenadas a estar bajo sospecha desde
el momento de la confesión, primero como construcción dramática (como película)
y luego como mito o, de forma indistinguible en un país como los Estados Unidos
pero igualmente extrapolable a otros territorios, como identidad. Y es en ese punto en el que la película de Eastwood deja
caer su ambigua -y, en el contexto que nos ocupa, coherente- pelota política
del lado de la muda resignación[6]
que hace de Kelso un habitante más en una ciudad que es pura mentira hecha
realidad, absorbido por las edénicas delicias de Savannah en la que decir la
verdad sería una forma de traición… y a la que, muy significativamente, no le
vemos ir sino llegar, como si la ciudad lo estuviera esperando tal y como parece
hacer la hechicera Minerva, risueña testigo del primitivo, violento, y sobrenatural,
equilibrio que sustenta su tremendamente contradictorio hogar y una parte
importante de la noción de justicia
en la filmografía del máximo responsable de Medianoche
en el jardín del bien y del mal. La misma, aunque de forma mucho menos
violenta o espesa y por ello también
mucho menos revulsiva que lo que suele ser habitual en el cine de Eastwood, que
exige una vida a cambio de otra, y que irónicamente se toma su revancha bajo
una forma invisible y espiritual, contra un hombre que basa su existencia en lo
aparente o lo superficial… acción que logra sostener el maravilloso jardín estadounidense
a modo de ritual. Tal y como muestra la recurrente imagen de la estatua
sosteniendo los platillos de una balanza en la que parece dirimirse el
conflicto de esta misteriosa película, cerrándose en círculo sobre sí misma. Y prevaleciendo
así el dionisíaco Orden del que, como el pirata Sherman literalmente borracho
de sugestivos placeres, ni un enamorado Kelso ni un hipnotizado público podrán apearse
fácilmente.
Título: Midnight in the garden of good and
evil. Dirección: Clint Eastwood. Guión: John Lee Hancock, basándose en la novela homónima
de John Berendt. Producción: Clint
Eastwood y Arnold Stiefel. Dirección de
fotografía: Jack N. Green. Montaje:
Joel Cox. Música: Lennie Niehaus. Año: 1997.
Intérpretes: John Cusack (John Kelso), Kevin
Spacey (Jim Wilson), Lady Chablis (La Lady), Mandy (Allison Eastwood), Jack
Thompson (Sonny Seiler), Minerva (Irma P. Hall), Jude Law (Billy Hanson).
[1]Mítico actor y director norteamericano donde los haya y paradigma
de la virilidad, Clinton Eastwood Jr. (Clint
Eastwood, en adelante) nació el 31 de mayo de 1930 en la ciudad
californiana de San Francisco, en los Estados Unidos de América. Hijo de un
trabajador de la metalurgia y una trabajadora de una fábrica, apodado Sansón por parte de las enfermeras que
asistieron a su parto debido a su considerable tamaño y peso (algo más de cinco
kilos), la familia Eastwood viajó por toda la Costa Oeste durante la infancia
del futuro realizador, guionista, productor, músico y actor, en busca de
sustento. Finalmente se asentaron en Piedmont, en California, donde Eastwood
curso sus estudios de primaria. Algo más adelante, y ya en el Instituto Técnico
de Oakland, Eastwood fue tentado por el mundo del teatro, aunque lo rechazó
para dedicarse a los más variados empleos. En 1951 fue reclutado por el
Ejército de los Estados Unidos y destinado a Ford Ort, donde conoció a un
empleado de la serie televisiva Rawhide
que le facilitó una audición con el director Artur Rubin, quien recomendó al
primerizo actor que fuese a clases de interpretación para corregir una serie de
defectos que con el tiempo fueron algunos de sus más característicos rasgos,
como murmurar diálogos entre dientes y su imperturbabilidad. Pese a todo, Rubin
le dio su primer trabajo en aquel año 1954, y Eastwood logró su primer papel
para la gran pantalla en el film Revenge
of the creature, en 1955. En 1958, y tras numerosos papeles secundarios,
Eastwood alcanzaría una ligera celebridad gracias a su interpretación de un
personaje secundario en la mentada serie Rawhide,
que sería cancelada en 1963. Y gracias a un compañero de rodaje de la teleserie
que rechazó la oferta del director Sergio Leone pero informó de ella a
Eastwood, este entraría en el panteón de los antihéroes del western (más particularmente su variable
italiana, el spaghetti western) con
su papel protagonista en la mítica Por un
puñado de dólares, estableciendo las bases del arquetipo de tipo duro que pronto sería casi
indivisible de la imagen cinematográfica del actor. Amén de otras
participaciones en varias otras películas, Eastwood se reafirmaría con Leone en
La muerte tenía un precio, y algo más
adelante en El bueno, el feo, y el malo, completando
la llamada Trilogía del dólar. Tras
estrenarse en algunos westerns norteamericanos del momento, Eastwood enconaría
su primera colaboración con el director Don Siegel con La jungla humana, considerablemente polémica en su día por su
violencia, y en 1968 fundaría su productora Malpaso Productions. A partir de
ahí, y gracias a la amistad que formó con Don Siegel (con el que colaboraría en
algunas de sus más conocidas películas como actor como el primer Harry el sucio, El seductor, o la no
menos magnífica Fuga de Alcatraz) los
proyectos se fueron amontonando, siendo quizás el mejor de los que un servidor
ha podido ver -y dejando a un lado sus colaboraciones con Don Siegel- Los violentos de Kelly, que consta
además como el último de los filmes en los que participó como actor que no
fuera producido por Malpaso. En 1971, el mismo año en que se pondría bajo la
piel de Harry Calahan por primera vez, dirigiría su primera película: Escalofrío en la noche, entretenido film
que narra las desventuras de un Don Juan (interpretado, como no, por él mismo)
que pone voz a un programa nocturno de radio y que es acosado por una violenta
y enfermiza admiradora. Mientras proseguía con su carrera como actor a órdenes
de otros con Joe Kidd, Eastwood
dirigiría e interpretaría Infierno de
cobardes, western más o menos inspirado pero con algunas imágenes muy
potentes. Más tarde llegarían, ya ciñéndonos a su carrera como director, Licencia para matar, o El fuera de la ley, tomando el relevo a
un Phillip Kauffman que fue despedido a mitad de rodaje de la película
igualmente protagonizada por Eastwood que se puso finalmente tras la cámara
para llevarla al muy relativo buen puerto que puede verse en el no muy
inspirado saldo final del film, pese a la gran acogida que tuvo entre la
crítica. Su siguiente película, tras
rechazar intervenciones como actor en otras como Apocalypse now, fue la muy entretenida Ruta suicida y, algo más adelante la delirante Duro de pelar en la que compartía pantalla con Sandra Locke y un
orangután con el que se repartía su cada vez más habitual saldo de porrazos,
aunque en esta ocasión bajo un prisma mucho más cómico de lo que ya se
consideraba un clásico Eastwood. Más
tarde vinieron Bronco Bill, la
secuela de Duro de pelar llamada La gran pelea, El aventurero de medianoche,
Firefox, o la cuarta entrega de la fascistoide saga de Harry el sucio que se estrenó entre nosotros bajo el título de Impacto súbito. Una de sus más célebres
réplicas (Alégrame el día) fue
utilizada en campaña electoral de las presidenciales de 1984 por el entonces
candidato republicano Ronald Reagan. A su incontable experiencia como director
se sumarían aquella misma década El
jinete pálido, la mítica y desarmante El
sargento de hierro, encargada por el mismísimo Ejército de los EEUU con
objetivos propagandísticos y que al ver el resultado final se retiró
cautelosamente de los títulos de crédito y la interesante Bird, biografía del músico de jazz
Charlie Parker. Comenzó la década de los noventa con la magnífica y misteriosa Cazador blanco, corazón negro, inspirada
en las experiencias de John Huston durante el rodaje del clásico La reina de África, y la divertida El novato, película de acción al uso tan
ultraviolenta y alegremente protofascista que resulta hasta risible en sus
excesos, vistos desde la más pacata y repulida actualidad. 1992 sería el año de
una de sus mejores películas como director: Sin
perdón, western crepuscular que le supuso un buen puñado de premios Oscar,
y una de las primeras en comenzar a desmitificar su propio arquetipo de tipo duro… para acabar creando uno nuevo
no menos mítico. Su casi ya estereotipada virilidad sería torpedeada por él
mismo en la muy interesante Un mundo
perfecto y en la maravillosa Los
puentes de Madison. Es quizás la película que se comenta en esta entrada, Medianoche en el jardín del bien y del mal
la que menos se identifica, a mi modo de ver equivocadamente, con el resto de
la filmografía del realizador tal vez debido a la escasa violencia que muestra,
lo remilgado de sus ambientes, y muy especialmente a su ausencia como actor en
la misma. Pero su imparable proceso de desmitificación no sólo de su propio
arquetipo, sino de la conservadora ideología que lo apoya la hacen
perfectamente asumible dentro del corpus
fílmico del director. Ese mismo año, preso de la hiperactividad que demostraría
casi siempre durante esa década y a partir de ella, volvería a la carga con la
estupenda Poder absoluto, nueva
muestra de su talento como actor y director, amén de su habitual y estilizado
narcisismo encarnando tipos duros… pero ahora profundamente carismáticos. El
mismo arquetipo que volvería a encarnar en la estupenda y injustamente olvidada
Ejecución inminente, y no digamos ya
en la castigada y muy reivindicable Space
cowboys, ya en el año 2000. Dos años más tarde llegaría la muy
decepcionante Deuda de sangre,
aburrida revisión a la Harry Calahan
del cine policiaco más estereotipado llevado a cabo de forma muy descafeinada.
Nada que ver con esa oscura maravilla llamada Mystic river, que de nuevo recaudó numerosas estatuillas doradas de
la Academia y supuso la definitiva consagración, si es que aún hacía falta, de
Eastwood no sólo como autor, sino
como último autor clásico. Ante esta
percepción de la crítica establecida como lugar común que parece validar todo
ensalzamiento de su obra sin el más mínimo matiz (vamos, que para mal),
llegaría otra película de Oscar que aunque muy respetable, y con momentos muy
potentes, hacía gala de un guión digno de (mal) telefilm: Million dolar baby. En el año 2006 llegaría el díptico bélico situado
en la Segunda Guerra Mundial formado por Banderas
de nuestros padres y Cartas de Iwo
Jima, planteadas desde los bandos norteamericano y japonés respectivamente.
En el año 2008 llegaría la a veces algo desabrida, otras muy perturbadora El intercambio, film de aires casi
kafkianos por lo alucinante de su punto de partida argumental que palidecería
en la memoria ante un film muy irregular pero perfectamente acorde con los
lugares comunes del cine del realizador y actor planteado como el definitivo
ocaso del perfil de masculinidad encarnado en hombres como Harry Calahan o el
propio Eastwood: Gran Torino. Tras
esta supuesta despedida del mundo de la interpretación (algo más adelante el
director volvería a sus foros cascarrabias con Un golpe de efecto, que no dirigiría pero sí protagonizaría)
Eastwood llevaría a cabo uno de los mayores chascos de su carrera con Invictus, azucarada loa a uno de los
hombres más justamente celebrados del pasado siglo que el paso del tiempo ha
elevado a la antipática -e innecesaria, y casi diría que contraproducente-
categoría de semi-dios, el gran Nelson Mandela. Tras este traspiés, al menos
para los que generalmente nos aburrimos con el deporte y el cine sin aristas,
Eastwood estrenaría Más allá de la vida,
de la que nada puedo decir por no haberla visto, y su última película hasta el
momento: J.Edgar, interesante retrato
de Edgar Hoover, cabeza visible de la oscura Agencia de Seguridad FBI,
protagonizada por Leonardo Di Caprio. Ha dirigido múltiples películas para
televisión, documentales musicales y compuesto la mayoría de bandas sonoras de
sus películas. A día de hoy, Eastwood está considerado, y con razón, un conservador capaz de mirar con un admirable sentido crítico -ya nos gustaría ver a muchos progresistas capaces de algo similar- su propia forma de ver el mundo. Y por encima todo, un gran cineasta y un mito viviente del séptimo arte.
[2]Ciudad perteneciente al estado de Georgia, Savannah está
considerada la ciudad hechizada de
los EEUU por excelencia, con más de 80 cementerios en su haber, así como
alrededor de 50 edificios considerados encantados.
Fue fundada por el general James Edward Oglethorpe en 1733 como parte de la
colonización escocesa de América del Norte, siendo la ciudad de más antigua
fundación dentro del estado al que pertenece y acreedora de uno de los mayores
puertos del sur de los Estados Unidos. Está considerada una de las ciudades más
bellas de Norteamérica, y una de las más cosmopolitas de los EEUU actuales, por
herencia de los colonizadores escoceses e ingleses primero, y luego de las familias
judías españolas y portuguesas que encontraron allí un hogar en el que
instalarse. Algo más adelante, ya en el siglo XIX, su población se benefició
una oleada migratoria proveniente de Irlanda, y una menor pero igualmente
considerable de ciudadanos franceses, algunos de ellos provenientes de Haití.
Según se dice, Savannah fue la primera ciudad estadounidense cuya planificación
urbanística responde a un esquema previo pensado por su propio fundador, y su
declive se inició con la Guerra de Secesión para intentar remontar su
decadencia en 1955, mediante un plan de recuperación de patrimonio cultural. Su
fuerte personalidad a todos los niveles se ve reforzada por el hecho de que
gran parte de sus edificios sobrevivieron a dicha Guerra, siendo su muy antigua
arquitectura un elemento que la hace muy apetitosa a nivel turístico, una de
sus mayores fuentes de ingresos especialmente durante la década de los noventa,
como ciudad típicamente del sur…
aunque a buen seguro con menos encanto del que Clint Eastwood logra transmitir
en su película.
[3]Y eso que Medianoche en el
jardín del bien y del mal tiene su base en hechos reales ocurridos en la
localidad de Savannah, donde un joven llamado Denny Hansford murió a manos de
su amante y jefe, un afamado restaurador llamado James Williams, en 1981. Este
último fue juzgado hasta cuatro veces y declarado inocente. Este caso, según
parece muy famoso entre los habitantes de la ciudad, fue la base literaria del
libro que sirvió de inspiración para el guión de la película homónima dirigida
por Clint Eastwood. La novela, considerada mayoritariamente como no ficción, fue escrita por John
Berendt, que se trasladó a la propia Savannah en los años 80 y quedó prendado
de la muy particular atmósfera que parece respirarse allí. Tomando notas de
todo aquel con el que hablaba o de las rocambolescas situaciones que presenció
durante su estancia, Berendt asegura que el resultado final es un apaño a
caballo entre la pura realidad de Savannah y ciertas licencias artísticas destinadas a proteger la identidad de algunos
de los personajes aparecidos en el libro, que fueron rebautizados al ser puestos
en negro sobre blanco. Después de su publicación hubo un fuerte incremento de
turistas en la ciudad, atraídos por las descripciones que de ella se hacía en
la novela. Sin haberla leído ni saber de su publicación a este lado del
Atlántico, se comenta que las mayores diferencias respecto a la película de
Eastwood son una mayor preponderancia de la investigación criminal en el libro
y el cambio de nombre del personaje principal, de Berendt a Kelso. En otros
aspectos, como la aparición de Lady Chablis y su relación con el caso Williams,
fue tan fiel a lo escrito que contó con la participación en el film que nos
ocupa de la verdadera Chablis, igualmente fuente de inspiración para la Chablis
literaria.
[4]Aunque en el caso de Lady Chablis, que se interpreta a sí misma,
muy probablemente sea debido a su forma de ser, más que debido a prejuicios que
hagan de ella una atracción turística similar al ayuntamiento de Savannah.
Chablis, nacida Benjamin Edward Knoxs en 1957 (aunque en la película asegura
haberse llamado Frank) en la ciudad de Quincy en el estado de Florida, dio sus
primeros pasos como artista de variedades drag-queen
como bailarina y presentadora en clubs nocturnos, ganando numerosos premios y
obteniendo un gran reconocimiento como humorista por parte de crítica y
público. Su carácter festivo y abierto, según dicen los que la han conocido o
visto en un escenario, hacen suponer que la interpretación de la Lady es siendo
generosos, inexistente y casi siempre la misma, ya sea sobre el escenario o
fuera de él… y ante la cámara o fuera de su alcance.
[5]Ese equilibrio entre fuerzas destructivas y las
creativas que laten bajo las límpidas formas de Savannah tienen su eco horario en
la medianoche del título, particularmente en la media hora que precede el fin
de un día y la media hora en que el siguiente da comienzo. Durante esos sesenta
minutos partidos en dos mitades, la primera dedicada al Bien, y la segunda al
Mal, los espíritus parecen tener una mayor presencia en el plano terrenal,
llegando incluso a poder contactar con los vivos. O al menos eso aseguran los
rituales vudúes que el personaje de Minerva en el film de Eastwood, siguiendo
al parecer ritos auténticos, lleva a cabo para entrar en contacto con el difunto
Billy Hanson. Por otro lado, la figura de la niña sosteniendo dos platillos a
modo de balanza en la que se dirime el peso del Bien y el Mal ha sido
trasladado del cementerio, tal y como se ve en la película, al museo de la
ciudad. Y por lo visto los platillos no simbolizaban ningún equilibrio
espiritual o moral, sino que sencillamente servían para que los pájaros del
lugar pudiesen alimentarse con lo que pudiese caer allí, o beber agua de lluvia
estancada. Una muestra más de la capacidad de sugestión del film de Eastwood basándose en una realidad preexistente que poco o nada tiene que ver con el saldo final de la película.
[6]Amén de una curiosa pincelada que demuestra una
vez más el conservadurismo inherente del cine de Eastwood: en una de las
últimas conversaciones entre el
difunto Hanson y la médium Minerva, esta le espeta al muerto lo fácil que lo ha tenido en la vida, ya que no ha
tenido que trabajar, ni responsabilizarse nunca por nada, antes de zanjar la
discusión yéndose de allí dejando plantado al espíritu. Por mucho que se pueda
estar de acuerdo con las palabras de la médium, no dejan de ser algo pasmosas
teniendo en cuenta la miseria vital que se intuye tras la vida del chapero y
drogadicto Hanson, al que casi no se le ve sonreír en toda la película pero
parece constantemente enfadado y amargado, como para pensar que esa es una
forma de vida fácil.
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