Un apretado
párpado se abre para mostrarnos un ojo, inquieto habitante de su cuenca, que se
revuelve al primer atisbo del mundo exterior, buscando algo a lo que agarrarse.
Pero el plano de apertura de esta bizarra y desasosegante película no es lo
bastante amplio como para permitir que el ojo, órgano vital para su propietario
Mark Lewis (interpretado por un muy inquietante Carl Bohem), encuentre algo que
llevarse a la retina y saciar su angustia. Es esta turbadora y perturbada
mirada, planteada ya desde el inicio del film y de forma aislada carente de
contexto, la auténtica protagonista de la película de Michael Powell[1]
El fotógrafo del pánico. Film que
prácticamente inicia su turbia andada sobre una toma subjetiva desde el
interior del ojo, situado a nuestra altura, mostrando a una prostituta subiendo
las escaleras mientras le pisamos los talones previo pago viendo como la mujer
se gira y finalmente grita aterrada sin dejar de mirarnos con los ojos como
platos. Una mirada que obliga a mirar siempre adosada a su propietario físico,
el mentado Mark Lewis, y solapada hasta lo indivisible con la traumática y
enfermiza existencia de su apéndice humano gracias al frío mecanismo de la
pequeña cámara de filmación que siempre lo acompaña y sin la cual, Mark se
siente irremisiblemente indefenso.
Pulcro, de una frialdad que encubre bajo una simpática pátina de timidez y
buena educación Lewis es, pese a su patológica introversión, capaz de
interactuar con aquellos que componen su día a día entre platós de rodaje,
talleres clandestinos de fotografía ligeramente eróticas y transeúntes que
cruzan ante su cámara durante sus compulsivas filmaciones documentales a pie de
calle. Pero en la soledad de su hogar paterno, situado en el piso superior de
la mansión familiar de la que ha ido realquilando una por una todas sus
habitaciones a numerosas familias con las que evita todo contacto, el huérfano Mark
se dedica a una perturbadora afición: la de contemplar, una y otra vez y con
una mezcla de placer y culpabilidad muy similares a los del más puritano
onanismo, las terribles imágenes con las que el joven concluye sus días a modo
de nocturno tentempié audiovisual. Aquellas filmadas en días y noches
anteriores en las que recoge en imágenes, mediante un angustioso uso de la
cámara subjetiva tan desapasionada como la ausente mirada de su dueño, el
asesinato de algunas mujeres con el único elemento en común de haber cruzado
sus pasos con los del asesino cuando este sentía el impulso de matar no (o no
sólo) con el fin de exterminar una vida, sino de filmar el auténtico terror que
se dibuja en el rostro de alguien cuando sabe que va a morir.
Así, y
escudado tras la cámara que Powell muestra ya en el tercer plano de la
magnífica colección de coloristas estampas de composición casi pictórica que el
realizador va poniendo ante los ojos de la audiencia de El fotógrafo del pánico, el psicótico voyeur protagonista se distancia primero de lo horrendo de sus
actos, y también de un arquetipo del cine de horror -el del asesino en serie-
para el que aún faltaban, en el 1960 de su realización[2],
años y filmes para cristalizar, a través del objetivo de su pequeña cámara
portátil. La bastante obvia motivación sexual de los crímenes -siempre con
mujeres como víctimas, y mediante una pata del trípode de la cámara que oculta
un afilado punzón de reminiscencias rematadamente fálicas- o la convencionalidad de una trama
prototípica, con escasas sorpresas vista en perspectiva, es dinamitada por el
factor asumidamente voyeurístico o fílmico de los crímenes, que llevan El fotógrafo del pánico a terrenos
próximos a un misterioso tratado cinematográfico visto desde una narración que
se sostiene muy especialmente por el buen hacer de su máximo responsable[3].
Así, y llevando a lo que se diría es la construcción de El fotógrafo del pánico como película al meollo de su argumento y al
desarrollo narrativo de su historia, Powell logra hacer del impulso asesino del
protagonista, que cosifica convirtiendo
en imágenes a las mujeres por las que parece sentir un atisbo de atracción sexual
a modo de necrófilo casting, algo casi
indistinguible a la propia imagen cinematográfica, manipulable, desechable y
siempre muerta frente a la vida que refleja
sin llegar a suplantarla. O lo que es lo mismo: si, como parece ocurrirle al
protagonista de esta película que de tan expositiva nunca llega a ser
concluyente en ninguna de sus posibles lecturas, la muerte parece ser el
inevitable resultado de los “experimentos” de Mark con el cinematógrafo ¿no lo
es porque eso es lo que ocurre con toda imagen en comparación con lo filmado?
De esta manera, la enferma mente del fotógrafo y cámara que se solaza cada
noche ante sus propias atrocidades buscando “la
perfección” en el máximo terror ajeno, se erige en una cámara-humana ambulante que sustrae de toda vida aquellas mujeres
que ocupan su espacio de encuadre, mezclando en la perturbada percepción del
fotógrafo el valor únicamente simbólico
de una imagen (la de las chicas dentro del encuadre como reflejo de la imagen
de una vida real) y el valor de una vida real, que sólo sirve como cantera fílmica en la que hallar el plano perfecto que
dará sentido a la lamentable existencia de Mark Lewis. Así, Powell confronta la
visión del espectador de la película con la peligrosamente ensimismada visión
del protagonista de El fotógrafo del
pánico no sólo situándolo a la altura de sus ojos en numerosas ocasiones
mediante unas malvadas tomas subjetivas que arrastran al público a filmar unos
asesinatos que nunca vemos consumarse por completo, sino mediante una atmósfera
visual muy particular que hace imposible de discernir que puede ser real y que
no dentro del universo de la película.
Planteada así,
el plano que sigue al ya mencionado del párpado abriéndose a modo de
contraplano, es también el primero tomado con la amplitud de un plano general en
El fotógrafo del pánico, mostrando
una artificial avenida desierta, un decorado que no parece esconderse de serlo,
por el que deambulan algunas prostitutas que serán carne de cañón para la
mirada del fotógrafo protagonista. Lo que sería una posible opción estética
basada en revelar el artificio que es toda película, o una muestra del paso del
tiempo para con la película de Powell se transforma pronto en una extraña (pero
coherente) estrategia, al mostrar algo más tarde en el film las mismas calles
en las que el primer crimen ha tenido lugar pero ahora filmados en escenarios
sino reales, sí mucho más reconocibles como tales. La falta de explicación
respecto a las motivaciones psicológicas, pese a una trama familiar que
explicaré algo más adelante y que en mi opinión va por otros derroteros mas
metafóricos, de un asesino que nunca llegamos a comprender sus crímenes podría
descartar la posible cualidad expresionista
del film de Powell, pero no su validez como retrato de una época (o una
circunstancia plasmada en la película de una considerable actualidad) en la que
los referentes de lo que consideramos una imagen real o una imagen de ficción,
con todo lo que estas contienen, han desaparecido. La ingente cantidad de
encuadres dentro de encuadres, o la mencionada plasticidad de la puesta en
escena repleta de colores pastel, por no hablar de lo anticlimática que resulta
la película en sí debido a su casi absoluta falta de catarsis y lo artificioso
(o falso) de algunas de sus situaciones, provocan la sensación de que todo lo
que se ve podría ser mentira o fruto de la perturbada mente del protagonista…
aunque nunca pueda asegurarse debido a que la verdad parece haberse diluido por
completo. Quizás por eso, y rematando la enfermiza jugada orquestada por Powell
desde el primer plano, la tremenda sensación de irrealidad del decorado que
sigue al primer plano del film se concreta rápidamente tras la aparición de un
plano muy similar al que abre el film y esta entrada… pero que sustituye el
nervioso globo ocular del protagonista por la desapasionada cámara que todo lo
filma. Y que en este caso, al situarse como la primera toma subjetiva de la
película parece ser un instrumento a través del cual no sólo se tranquiliza la
mirada de Mark, sino que hace de lo irreal del plano general que precede a este
uno mucho más reconocible, como si lo real sólo existiera tras haberse filtrado
a través de la cámara.
Esta similitud
y ocasional solapamiento entre el mundo que plasma la película y la que se
supone es la sensibilidad del asesino respecto a él, va un paso más allá cuando
El fotógrafo del pánico parece
articularse, a su vez, bajo los mismos funestos propósitos que el distante
hombre que la protagoniza. Pese a lo escabroso del inflamable material de base
del film, a Michael Powell no parece interesarle la sangre o la casquería sino,
como al propio Mark, provocar horror para conseguir la mejor muestra de “el miedo” barriendo de la historia todo
elemento que no resulte más o menos perturbador para el público. Esta
instrumentalización, flagrante en los asesinatos, de todo lo que compone El fotógrafo del pánico barre toda
emoción posible de una película a excepción del terror y un poso de amargura
que funcionan como un rumor de fondo que ocasionalmente suben a la superficie
bajo la forma de la obsesión por mirar
lo cotidiano con distancia y regodearse en lo morboso, filmándolo. Una habitual
sesión fotográfica subida de tono adquiere un cariz algo enfermizo cuando Mark
ve en una de las chicas que posan para él semidesnudas (sin que eso parezca
turbarle o atraerle lo más mínimo) un corte en el labio que ocultaba poniéndose
de perfil, y que despierta las ansias (sexuales) de filmarla. Del mismo modo,
la poco halagüeña historia de amor entre un emocionalmente virginal Mark y su
dulce vecina y realquilada Helen (Anna Masey) sólo parece fruto de las ansias
del guionista y el director de enaltecer aún más la enfermiza existencia de
Mark, en contraste con la alegría de la chica de la que se enamora y con la que
aspira a tener una existencia menos torturada. La primera cita de ambos es
elidida por Powell que funde sobre las escasas imágenes de ambos jóvenes
sentados a la mesa la maquina de revelado trabajando automáticamente en el
ático de Mark, esperando a que este vuelva. En un film sin apenas banda sonora,
resulta muy llamativo que esta sólo aparezca, como una enloquecedora y
desagradable tonadilla al piano, en los momentos en los que Mark da rienda
suelta a su obsesión durante la filmación y asesinato final de sus víctimas y
su posterior visionado de ecos masturbatorios. Vista así, no es de extrañar que
la investigación policial que persigue al asesino no tenga el más mínimo
interés, pese a lo talentoso de su envoltorio audiovisual al mismo nivel que el
resto de una película excelentemente planificada, iluminada e interpretada,
dentro de la historia, como todo aquello que no haga referencia a la obsesión
del criminal, que se desparrama por toda la película con los numerosísimos
instantes en los que un personaje espía u observa a otro muchas veces sin que
este lo sepa, ya sea a través de una cámara, desde un mostrador o a través de
las fotografías que permiten mirar a chicas jóvenes en cueros. Estos numerosos
paralelismos entre la enfermiza escoptofilia
del protagonista y la natural curiosidad de los que lo rodean tienen,
evidentemente, un último paralelismo entre el mirón[4] que personifica Mark y el que se halla
en mayor o menor medida en todo espectador cinematográfico, estableciendo un
último y perturbador paralelismo del personaje con el público.
No resulta
casual que el único motivo puesto en
pantalla a modo de trauma impulsor de los males que aquejan a Mark y lo
convierten en un desabrido verdugo sea la omnipresente figura de un padre,
afamado médico e investigador (significativamente como pocas veces,
interpretado por el propio realizador del film Michael Powell) que destrozó la
vida de su retoño al hacerlo partícipe de su mayor experimento: aquel que,
mediante la continua filmación de la desde entonces desgraciada vida del niño
(interpretado por el hijo del realizador, Columba Powell) incluso en sus
momentos más íntimos y que sigue durmiendo en la misma habitación que entonces,
pretende escarbar en los efectos del terror en el sistema nervioso
de un sujeto… con el plus de crueldad
de hacerlo con su propio hijo[5].
Las terribles imágenes mudas que
ilustran las incontables perrerías que el progenitor hacía caer sobre su
desdichado benjamín del calado de meterle lagartos en la cama para despertarle,
o robarle toda posibilidad de intimidad ante el lecho de muerte de su madre son
de una crueldad enervante, pero también la demostración de los numerosos
paralelismos entre lo que ocurre en el desarrollo del film desde un punto de
vista narrativo (su historia, por
decirlo así) y su construcción y objetivo último: angustiar primero para luego
provocar una muy conseguida desazón. No en vano, en el instante en el que Helen
observa algunos de los instantes de la vida de Mark enumerados más arriba, este
no pretende consolarla, sino plantarse frente a ella con su inseparable cámara
para vampirizar el comprensible estupor de la chica. Y algo más adelante,
cuando Helen logra, en una ausencia de Mark, ver una de las snuff-movies de su maltrecho novio, el
director de El fotógrafo del pánico
jamás ofrece un plano de la pantalla, sino que sostiene una larga toma de la
toma de conciencia por parte de la chica que pronto acaba en terror puro y
duro, similar al de las mujeres que hemos visto horrorizarse antes de morir
mirándonos desde el otro lado de la cámara subjetiva con que Powell mostraba
los asesinatos de su protagonista…
Así, más que
un film expresionista desde la óptica de Mark Lewis, se diría que El fotógrafo del pánico es una película
expresionista sobre su propia condición de película, o de la percepción que
Michael Powell como director tiene de la misma y su papel en ella como
realizador y manipulador de todos los elementos que la componen[6].
Siendo todos los personajes de su film peones al servicio de una película
marcada por una distancia que sería clínica de no ser por su exuberante puesta
en escena y la impresionante interpretación de Carl Bohem como Mark Lewis, ésta
parece moverse antes como diálogo con la realidad que se enfrenta a su reflejo
deformado desde otro lado de la pantalla que como ficción autónoma -cosa que
logra con resultados tan lánguidos y morosos como muy inquietantes- creíble como tal. No hay que olvidar el
oficio de Mark, director de fotografía en el rodaje de una película desde la
que Powell parece reírse de una parte del negocio del cine[7],
y en la que el joven fotógrafo aspira a terminar siendo el que grita ¡acción! desde detrás de la cámara
mientras se mueve como un rey por el plató, obsesionado por documentarlo todo
convirtiendo su ojo en una cámara y su cuerpo y voluntad en elementos prestos a
mejorar la puesta en escena del escenario
en que parece haberse convertido el mundo para él, alcanza sus mayores picos
emocionales (¿cinematográficos?) cuando alguien es asesinado. O simplemente
muestra algún tipo de anomalía o sexualidad desde el punto de vista del
puritano Mark[8]
que filma perversión y sordidez allí
donde mira, controlando hasta el último detalle de todo lo que le envuelve… tal
y como hace Michael Powell con objetivos prácticamente idénticos desde su
posición de director de El fotógrafo del
pánico.
Esta obsesiva
búsqueda de reflejar el horror provocándolo a ambos lados de la película, ya
sea dentro y/o fuera de ella con métodos muy parecidos, hace de magníficas
escenas como el duelo dialéctico entre Mark y la madre ciega de Helen (la
actriz Maxine Audley) unas especialmente jugosas, no sólo desde el punto de
vista emocional, tensas, muy inquietantes y con un inesperado punto tierno casi
inaudito en todo el film, sino desde un punto de vista digamos más discursivo sin resultar nunca dogmático.
En una película como esta en la que el terror se retroalimenta al ser
contemplado -como las víctimas son obligadas a mirar su reflejo deformado en el
instante en el que son asesinadas, aumentando así su horror ante su final- por
los personajes del film y por sus espectadores, completando el “proyecto
Lewis”, la anciana ciega (capaz de ver
la maldad de Mark, notándola en los momentos más inquietantes de la película)
salva la vida debido a su ceguera, y a que por tanto no sirve a los propósitos del fotógrafo ni a los del director al no
poder contemplar su rostro desencajado por el miedo antes de morir… o una
película como espectadora. A cambio, ésta toma una “instantánea” del rostro de
Mark tocándolo con los dedos de las manos, como una forma de aprehender al otro, que tanto se le escapa al
protagonista, de forma mucho más intuitiva (o instintiva, como asegura la
mujer) y personal de lo que el desnortado personaje logrará jamás, atrapado en
una existencia que es pura pesadilla de visos conductistas que resultaría
moralista de no ser por la frialdad de la puesta en escena que la deja en una
de sus múltiples lecturas posibles. Así, la película de Powell, que sabiamente
no muestra la muerte de Mark de forma subjetiva, como sí había mostrado todas
las demás hasta ese momento solapando la mirada del Voyeur asesino con la del público -revelando así su absoluta
condición de voyeur- inquietándolo al
mostrarle las aterradas mujeres que nos
miran desde la pantalla y nos chillan a
nosotros como lo hacían con Mark, sino que en este caso se mantiene en un
distante (y una vez más, anticlimático) alejamiento, como si la muerte fuese
algo representable en una película, pero jamás equiparable a su modelo real, a pesar de que su paso a través de
la cámara pueda confundir, en el caso del film hasta lo patológico, hasta el
más absoluto caos perceptivo en el que poco parece claro y nada abandonado al
azar. Componiendo una de las más desasosegantes muestras del cine de horror que
puedan recordarse y una de las escasas demostraciones, apasionante y
perturbadora a partes iguales, de que muy de vez en cuando, al mirar una
película como El fotógrafo del pánico,
la película te mira a ti.
Título: Peeping Tom. Dirección: Michael Powell. Guión: Leo Marks. Producción: Nat Cohen. Dirección
de fotografía: Otto Heller. Montaje: Noreen Ackland. Música: Brian Easdale. Año:
1960.
Intérpretes: Carl Boehm (Mark Lewis), Anna
Massey (Helen), Maxine Audley (Madre de Helen), Pamela Green (Milly), Esmond
Knight (Arthur Baden).
[1]Nacido Michael Latham Powell el 30 de septiembre de 1905, segundo
y último hijo del matrimonio de Thomas William Powell y Mabel Corbett en
Worcester, Inglaterra. Pasó su infancia atendiendo en la King’s School para
luego asistir a sus clases en el college
de Dulwich y trabajar en un banco en 1922. Rápidamente abandonó su puesto al
darse cuenta de que aquella no era la manera con la que pensaba ganarse la vida
para entrar en la industria del cine en 1925 en la francesa ciudad de Niza,
gracias a los contactos de su padre, como chico
para todo, llevando cafés arriba y abajo y barriendo suelos. Con el tiempo
Powell ascendió a cargos como escritor de intertítulos para hacer más
comprensibles las tramas de un cine que por entonces aún era mudo, y fotógrafo,
además de hacer sus pinitos como actor cómico en algunos cortometrajes. Volvió
a su Inglaterra natal en 1928 y trabajó para algunos directores como Alfred
Hitchcock, con el que se labró una buena amistad que duraría hasta el final de
la vida del realizador de Vértigo. Tras participar en algunos guiones, Powell
recibió sus primeros encargos como director: la realización de una serie de
películas cortas, de una hora de duración aproximadamente, necesarias para
cumplir la legalidad que obligaba a los cines ingleses a proyectar un número
determinado de cine hecho en Inglaterra. Gracias a esta obligatoriedad legal,
Powell comenzó a adquirir sus maneras audiovisuales y a aprender a bregarse con
el equipo técnico y artístico de una película, llegando a dirigir la friolera
de 23 películas entre los años 1931 y 1936. Su última película bajo estas
condiciones, Edge of the World, llamó
la atención del productor Alexander Korda que contrató a Powell para dirigir
una serie de proyectos que jamás se llevaron a cabo, pero en aquella época tuvo
lugar uno de los más importantes acontecimientos en la vida profesional de
Powell: conocer a Emeric Pressburger. Fue al serle encargado el proyecto The spy in Black, protagonizada por dos
estrellas de Korda para las que el film hacía de vehículo para su lucimiento
Conrad Veidt y Valerie Hobson, cuando el realizador inglés y el guionista
húngaro, que llegó a los EEUU huyendo del nazismo, entraron en contacto. Sus
próximos filmes juntos fueron Contrabando
en 1940 y Paralelo 49, tras la
cual, y al ver que pese a tener formas de ser muy diferentes, decidieron firmar
las películas en las que ambos colaborarían bajo el lema de un film de Michael Powell y Emeric
Pressburger desde 1942 a
1957. Bajo la marca de ambos firmaron películas como El narciso negro, o
impepinables obras maestras del tamaño de Las zapatillas rojas, pero en 1960, el film que nos ocupa en esta
entrada truncó su carrera cinematográfica haciéndo casi imposible a este
admirador de Walt Disney y Luís Buñuel (y que dijo en una ocasión que “todo el cine es surrealista, porque es algo
que parece real, pero no lo es”) volver a dirigir. Durante esos años algo
oscuros, Powell trabajó como guionista, productor y director de programas y
películas de televisión. En 1984 y recuperado por la crítica y los reputados
miembros del Nuevo Hollywood tales
como Martin Scorsese, Brian De Palma o Francis Ford Coppola, Powell contrajo
matrimonio con Thelma Schoonmaker, habitual montadora de Scorsese al que
aconsejó en algunos instantes de su carrera como en Jo, que noche (película comentada en este blog en mayo de 2013 y
con una nota al pie que desarrolla esta curiosidad) y que fue su última
compañera sentimental hasta su muerte, el 19 de febrero de 1990.
[2]Este film de Michael Powell, variable del cine de terror con psycho-killer de por medio, vio la luz
el mismo año en que otra película más afamada variaría el rumbo del cine de
horror tal y como se conocía hasta entonces entre el público masivo que por
entonces acudía a ver las magníficas visiones de la productora Hammer Films
sobre el mito de Drácula o el Doctor Frankenstein que representaron una de las
épocas doradas del género. Fue el mismo año de Psicosis, clásico entre clásicos de la mano de Alfred Hitchcock,
hecha en un blanco y negro y un magnífico sensacionalismo que contrasta
sobremanera con el colorido y la incómoda calma chicha del film de Powell que
nos ocupa. De estas dos películas, que muy probablemente ofrecieron una nueva
manera de acercarse al cine de terror y a la forma en que este era narrado
además de la relación que mantiene con el espectador cada una a su muy
particular manera, sólo Psicosis ha
logrado hacerse un hueco entre una parte importante del público contemporáneo.
Se ha comentado que el éxito de una y el fracaso comercial que sufrió la otra,
que además destrozó la continuidad de la carrera de Powell como realizador, fue
debido a que El fotógrafo del pánico
se estrenó tres meses antes que Psicosis…
y el espabilado de Hitchcock, viendo como la prensa se merendaba el film de su
colega y amigo, decidió estrenar la película sin mostrarla a la crítica, que
cuando empezó a despedazarla en suelo inglés ya no podía impedir que fuese el
éxito de taquilla que hizo involuntaria sombra económica e histórica al film de
Powell. Y es una lástima, porque en muchos aspectos, El fotógrafo del pánico, y quizás por ser vilipendiada y censurada
en su día resulta más turbadora, vista hoy, que el excelente film de Hitchcock,
con el que guarda algunas similitudes argumentales. Pese a todo, y tras la
censura que ninguneó al film de Powell en numerosos países (en el caso de
Finlandia, El fotógrafo del pánico no
vio la luz de proyector hasta 1981), las ansias del público por las películas
con asesinos seriales del por medio propició su reestreno, por mucho que los
paralelismos con los incontables Viernes
13 o en menor medida, La noche de
Halloween de John Carpenter (película con numerosos puntos en común desde
el punto de vista formal y su uso de la cámara subjetiva con la que nos ocupa,
y que fue comentada en este blog en octubre del 2012) sean más fruto de la
coincidencia o la demanda que de una verdadera herencia, de mayor acogida entre
directores como Brian De Palma o Michael Haneke que en el cine considerado (con
antipático paternalismo por parte de algunos) de género, aunque no faltan relativos herederos colaterales como pueden ser Arrebato de Iván Zulueta, una parte de
la saga Rec de Jaume Balagueró y Paco
Plaza, o incluso Videodrome de David
Cronenberg.
[3]El protagonista interpretado por Carl Bohem no aparece físicamente
ante los ojos del público hasta unos cinco minutos después de que El fotógrafo del pánico haya empezado a
andar, aunque su presencia es continua, ya sea con el primer plano que muestra
su ojo abriéndose antes comentado, denotando su presencia con la toma subjetiva
(el tercer plano de la película) que acaba con el primer asesinato del film, o
desde la distancia de espaldas mientras observa sus crímenes en un estado de
éxtasis muy similar al de la masturbación… Para luego mostrarlo sin más
dilación, por lo que difícilmente puede considerarse El fotógrafo del pánico como una película de suspense (aunque sí de
terror, o de suspense profundamente perverso, por lo perturbador que resulta
ver y angustiarse a través de un protagonista tan enervante), pero sí el
retrato de una patología cuyo afectado coherentemente no es mostrado sino
después de un buen tramo de imágenes que salen de él, pero no lo muestran. La
cámara es la verdadera protagonista.
[4]No por nada el título original de El fotógrafo del pánico es Peeping
Tom, o Tom el mirón, expresión
inglesa que califica a aquellos que miran sin ser vistos a los demás, ajenos a
su presencia. La aparición de este personaje, convertido más tarde en sinónimo
de voyeur, se remonta a una leyenda,
supuestamente basada en un hecho real, datada en el siglo XIII. En ella se
explica la historia de Lady Godiva, mujer de un rico terrateniente que replicó
a su marido por las severas tasas que este imponía a sus súbditos. Molesto por
las quejas de su esposa, este accedió a bajar los impuestos con la condición de
que Lady Godiva paseara por todo el pueblo completamente desnuda y a lomos de
un caballo. La mujer accedió, pero pidió a los habitantes del lugar que se
encerraran en sus casas y cerraran a cal y canto sus ventanas por respeto a su
intimidad. Y todos cumplieron a excepción de Tom, el sastre del pueblo, que no
pudo contener su calenturienta curiosidad y espió por una rendija para ver a la
noble desnuda… El castigo recibido, que varía según la versión a la que se
quiera hacer caso, oscila entre la ceguera o de forma más contundente, la
muerte. Pese a la inspiración en hechos reales que recoge esta leyenda, el
simple hecho de que la figura del grotesco Tom el mirón o Peeping Tom, se añadiera posteriormente alrededor del siglo XVIII
al parecer asimilando una versión oral de la historia más popular que la
escrita en el siglo XII, hacen dudar seriamente de la veracidad de todo lo
demás. A pesar de todo, la expresión Peeping
Tom, además de bautizar alguna banda musical y merecer alguna escultura en
su honor, ha calado lo suficiente en la cultura popular anglosajona como para
describir cualquier mirón.
[5]Este aspecto de la película, que ilustra la transmisión entre la
malvada e insensible curiosidad del padre y la psique del niño que crecerá como
producto de la castrante ideología paterna, es uno de los numerosos elementos
psicoanalíticos que pueden encontrarse en El
fotógrafo del pánico. El más claro de todos ellos es el evidente complejo
edípico que arrastra Mark no sólo suplantando la figura paterna repitiendo una
y otra vez su trauma sobre los demás, culminando su visión y experimentos llevados un punto más allá en su particular
escala de sadismo, también por el hecho de vivir en el mismo hogar en el que creció
y sufrió hasta ser quien es: un hombre del que algunos aseguran sin saber hasta
que punto tienen razón, tiene “los ojos
de su padre”. Seguramente es algo más que un detalle atmosférico el que su
enamorada Helen viva en la habitación que pertenecía a su madre, como también
será algo más que un acto violento el que Mark asesine a todas las mujeres por
las que parece sentir un impulso sexual (por algo será que la primera víctima
es una prostituta a la que Mark asesina mientras ella se desnuda) que sólo se
satisface al hacer de ellas una imagen y matarlas… a excepción de la algo
feúcha Helen, con la que mantiene una relación de un recato casi infantil, y en
la que poco sexo parece verse en el horizonte. Por otra parte, el voyeurismo compulsivo de Mark, al que el
enloquecido psiquiatra aparecido en el film define como escoptofilia y que es una cualidad nada peligrosa en sí misma
considerada, no entraría en la categoría de patología psicológica de no ser por
la crueldad que sustenta en el caso de Mark.
[6]No por casualidad El
fotógrafo del pánico marcó sobremanera y a decir de ellos, a directores del
calado de Roman Polanski, Brian De Palma o Martin Scorsese. El director de Taxi driver, gran admirador de la obra
de Powell en general y cuya montadora habitual fue la esposa del realizador de El fotógrafo del pánico, Thelma
Schoonmaker, pudo ver la película en su estreno en 1960 en el único cine de
Nueva York en que se proyectó. Tras este pase, extrañamente en blanco y negro,
Scorsese no volvió a ver el film hasta 1970 gracias a la copia, esta en color,
que le facilitó un amigo. Y fue en 1978 cuando propició un reestreno más amplio
que el original gracias a una aportación económica del director de Uno de los nuestros con este título de
culto entre sus compañeros de generación. No en vano Scorsese ha asegurado en
numerosas ocasiones que el visionado del film que nos ocupa junto con 8 y ½ de Federico Fellini es todo lo que
uno necesita ver para saberlo todo sobre el oficio de dirigir películas y la
personalidad que se oculta tras dicho oficio. Según él, 8 y ½ lo dice todo sobre el glamour y el disfrute de hacer cine,
mientras que El fotógrafo del pánico
lo dice todo sobre la agresión que resulta dirigir un film y como la cámara viola la realidad y a todos los que
trabajan en la película que uno esté dirigiendo.
[7]El amable retrato de las miserias del cine, en este caso inglés,
da pie a algunas de las pocas notas de humor en una película que da poco pie a
la risa más despreocupada. Un director incapaz de controlar ni su rodaje ni sus
nervios, una actriz que sólo sabe ser guapa pero no interpretar, y un equipo de
rodaje que se mira la escena con una mezcla de diversión y vergüenza ajena, son
los elementos con los que Powell encara esta pequeña y dulce sátira a costa de
su propio oficio de la que no se escapa ni el egocentrismo de la doble de luces
(interpretada por Moira Shearer, bailarina que ya había trabajado con Powell en
el papel de protagonista de esa obra maestra llamada Las zapatillas rojas), que recibirá su desproporcionado castigo a
su soberbia por parte de Mark.
[8]El puritanismo en la mirada de Mark Lewis se ve resaltada por su
tendencia a ver morbosidad y decadencia allí donde en la mayoría de ocasiones
sólo hay sexo. Una sexualidad a la que el mismo Mark se encarga de poner palos en las ruedas
distanciándose a través del objetivo de su cámara cada vez que se despereza en
él un impulso de excitación, ya sea contemplando a una chica con un tajo en la
boca o a una pareja besándose en la calle. Y que por supuesto no encuentra su
lugar, como se ha comentado algo más arriba, en la figura de una Helen por la
que no parece sentir ningún deseo que no sea el de la más casta compañía,
personificada en la educada y buena chica
que es Helen ante las “descocadas” mujeres a las que Lewis fotografía ligeras
de ropa a cada sesión fotográfica. Y que son asesinadas a modo de
moralista/autodestructivo castigo por el reprimido placer que producen en Mark.
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