jueves, 29 de mayo de 2014

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS




¿Qué se puede hacer cuando todo va mal? ¡Cantar! Siempre cantar. Y la joven Blancanieves, huérfana adoptada por su malvada y despótica madrastra y Reina de todo y todos los que transitan por esta adaptación a la pantalla del clásico cuento recopilado por los hermanos Grimm y primera producción animada de Walt Disney[1] bajo el idéntico título de Blancanieves y los siete enanitos[2], jamás deja de hacerlo. Vestida con harapos con el malintencionado fin de nublar su belleza a los ojos de los demás, obligada a llevar a cabo las más duras tareas de limpieza de palacio, Blancanieves, mujer tan pura de intenciones y corazón como su propio nombre indica, vive bajo el yugo de los celos de su madrastra. Un mujer que, contrariamente a su heredera del trono, vive en la oscuridad de sus aposentos con la única compañía de su espejo, poseído por un esclavizado espíritu obligado a responder a la narcisista pregunta de su dueña: ¿Quién de todas es la más bella?... Obsesiva pregunta que siempre recibe la misma respuesta hasta el día en que la Reina ve como su incomparable y gélida belleza pasa a un segundo y humillante lugar ante la bondad de su hijastra Blancanieves, cuyo nombre es el pronunciado por el blancuzco rostro del espíritu atrapado en un espejo que al decirle a la malvada Reina lo que jamás habría querido escuchar abre la caja de Pandora, poniendo en grave peligro la vida de la joven.

Así, y tras unos recargados intertítulos planteados como una inmersión en el mundo de los cuentos de hadas clásicos que resumen la precaria situación de la princesa en manos de su madrastra, Blancanieves y los siete enanitos arranca con una narrativa tan sorprendentemente sucinta como excelentemente animada. En la primera de las numerosas secuencias, todas ellas bajo la supervisión del director David Hand[3], que componen el primer largometraje auspiciado por Walt Disney[4] se plantea un mundo dividido en dos, así como dos fuerzas antagónicas en disputa: la Reina, de rasgos inexpresivos y silueta agresivamente puntiaguda, deambula por tenebrosas estancias de tonos sobrenaturalmente verdosos planteando a su espejo mágico preguntas en las que sólo hay lugar para ella como medida de todas las cosas, en duro contraste con su Némesis al otro lado de los muros del castillo. Porque Blancanieves, de silueta más agradablemente redondeada, vive a la luz del sol rodeada de omnipresentes animalitos que corean sus cantos y parece haber encontrado su propio espejo mágico en el acuoso reflejo que obtiene al mirar al fondo de un pozo. Versión pagana y natural del diabólico espejo de la Reina, Blancanieves y los siete enanitos engarza ambas escenas no sólo por ser consecutivas, sino también por los numerosos elementos en común existentes entre ellas, tales como el que ambas mujeres contemplen su reflejo -la Reina de forma enfermizamente egocéntrica y anulada por la presencia del espíritu que habita el espejo  y Blancanieves de forma natural y consciente de estar frente a un mero reflejo de sí misma- y hablen con él, pero también algunas y muy significativas diferencias. Ya que si en el falso reflejo del espejo mágico de la Reina sólo hay lugar para el narcisismo de ésta, el reflejo de Blancanieves enmarcado por los bordes del pozo de palacio deja espacio para la aparición del inevitable y rematadamente insulso Príncipe que se enamora de la cantarina voz de la Princesa. Con este sencillo pero muy contundente paralelismo que subraya y evidencia las diferencias entre la abierta bondad y la rancia maldad de cada una de las mujeres, Blancanieves y los siete enanitos marca una visión moral sobre dos personajes antagónicos en sus maneras y relaciones con los demás que el desarrollo de la película no hará sino confirmar.

Ninguneando la presencia de la Reina en gran parte de la trama del film hasta descompensarlo a favor de Blancanieves sólo con eso, la historia de Blancanieves y los siete enanitos arroja a su joven protagonista a un bosque en el que se refugia de los celos asesinos de su madrastra… convirtiéndola a partir de ese momento en el centro absoluto de toda la película. A través de una secuencia en la que la oscuridad del bosque en el que Blancanieves huye hacia ninguna parte hasta desmayarse ante la atenta mirada de una legión de azucarados animalillos, Blancanieves y los siete enanitos se convierte en un film que si bien no refleja la visión del mundo de la joven del título, si se emperra en reforzar constantemente sus sentimientos, contagiándoselos al público de la película. Tras dicha secuencia, en la que las inocentes ramas de los árboles mecidas al viento se convierten en monstruosas zarpas que atacan a la asustada Princesa y toda zona oscura del plano parece esconder una terrible amenaza, es la propia Blancanieves la que expresa de viva voz la estrategia del director/supervisor de un producto teledirigido por Walt Disney: no es el bosque el que está habitado por seres malignos sino que Blancanieves está asustada… poniendo así al público en su lugar, explicando Blancanieves y los siete enanitos a través de ella. De esta manera, los incontables animalillos que animan y celebran la llegada a sus dominios de una esperanzada Blancanieves que pronto conocerá a los siete carismáticos enanitos que junto con ella dan título a al película, no sólo aportan un elemento con el que la protagonista del film pueda dialogar y expresar sus sentimientos, cubriendo los huecos narrativos que la expositiva planificación del film es incapaz de concretar, sino que modulan hasta el solapamiento las reacciones de los espectadores de Blancanieves y los siete enanitos con el entorno y personajes que orbitan alrededor de su protagonista. Así, todos aquellos que rodean a Blancanieves se erigen en atmosféricos comparsas de la irritante alegría de la joven, bostezando cuando esta declara tener sueño, relamiéndose cuando asegura estar hambrienta y en definitiva arropándola en todo momento. Sólo la afortunada presencia de los enanitos del bosque, los personajes mejor perfilados de Blancanieves y los siete enanitos, que acogen primero inconscientemente a la princesa pero que más tarde la convierten en maternal ama de casa, parece ofrecer cierta resistencia al edulcorado embate de Blancanieves su  supeditación de todos los elementos del film[5]. Sabio, Gruñón, Mudito, Bonachón, Dormilón, Mocoso y Romántico se alzan como tibio pero agradecidamente rudo contrapunto a las remilgadas maneras de la protagonista de una película que se espesa considerablemente con la presencia de los siete pequeños mineros, dando un tramo del film más detallista en su desarrollo que los demás que componen la película provocando que se descompense. Aunque dado el peligro de que Blancanieves y los siete enanitos se diluya en el aburrimiento pese a los presuntamente encantadores números musicales a mayor gloria de la blanca virtud de su protagonista, la aparición de los siete enanitos se agradece sobremanera. Ellos condensan en la parte central y más festiva de esta muy irregular película todo la calidez, humor y vivacidad que hasta ese momento había escaseado en Blancanieves y los siete enanitos, ofreciendo un contrapunto visual aún mayor, tanto en lo cromático como en el afable retrato de los divertidos enanos, a la fría maldad de la Reina, erigida en madre castigadora cuyas malas maneras palidecen ante una Blancanieves que hace las veces de madre y vector moral, en lo que a lo higiénico y las buenas maneras se refiere, para sus vivarachos huéspedes que al igual que todos aquellos que viven en el Reino en el que transcurre la película, lo hacen bajo el tan denostado y temido yugo de la Reina.

Tanto es así que incluso en ausencia de Blancanieves, no hay prácticamente ningún elemento en la película que no subraye la bondad de su protagonista o su evidente toma de partido por ella y su amenazada alegría de vivir: prosiguiendo con la especial atención que la factoría Disney parece prestar a los animales como relamidos generadores de empatía, el oscuro cuervo que contempla los maléficos quehaceres de la Reina malvada da muestras de auténtico terror ante los actos y malas intenciones de su dueña. En la que probablemente sea la mejor secuencia del film -que muestra a la Reina preparando en terrible brebaje que la transformará en una espantosa anciana para así poder engañar a Blancanieves y envenenarla para recuperar su posición como la más bella del reino- dotada de un oscuro lirismo de tono operístico, no hay prácticamente una sola acción de la madrastra que no obtenga como respuesta un contraplano de su aterrada mascota. Sirviendo como guías emocionales de un público quizás considerado demasiado inexperto por infantil por parte de los responsables de Blancanieves y los siete enanitos, estos algo irritantes subrayados que prácticamente no dejan espacio a la más mínima interpretación de lo mostrado en el film obtienen definitivamente su carta de agentes del Orden, entendido como punto de vista moral desde el que se construye la película, en su último tramo. Siendo Blancanieves y los siete enanitos un film con un curioso poso telúrico en el que se diría que la magia blanca de Blancanieves logra encandilar a todos los animales mientras los oscuros hechizos de la Reina sacan fuerzas de tormentas y otros fenómenos naturales adscritos a lo oscuro, lo etéreo o lo que, según Blancanieves y lo siete enanitos¸ carece de voluntad propia, es mediante un curioso y conseguido equívoco al mostrar una pareja de buitres siguiendo a la malvada madrastra, oculta a los ojos de Blancanieves bajo su ahora arrugada y verrugosa piel y una voz estridente y cavernosa pero cuya fealdad es ahora más visible para los espectadores del film, que los animalillos que hasta ahora se habían mantenido en un relativamente divertido segundo plano pasan a la acción, concretando su rematadamente conductista relación con el ánimo del espectador. Ejerciendo de ambivalentes y catárticos agentes de la voluntad del público y siempre pisándole los talones a la protagonista, los animales del bosque ponen en guardia a los siete enanos y atacan a la Reina malvada antes de que ésta se precipite al vacío ante la impertérrita mirada de los buitres que, no por casualidad y transmitiendo una sensación de Orden oculto pero omnipresente, no aguardaban la muerte de Blancanieves… sino la de su asesina.

Siendo esta una película especialmente sucinta y vista en perspectiva tremendamente lineal, en la que lo explicado hasta aquí transcurre en un par de días y una noche, dotada además de una aureola tan clásica como escasamente expresionista capaz de convertir en postiza hasta lo increíble la cursi historia de amor entre la protagonista y un príncipe reducido a mero peón de una historia de visos circulares, resultan especialmente sorprendentes algunas de las muy elaboradas soluciones formales que aparecen esporádicamente en Blancanieves y los siete enanitos. Las intermitentes apariciones de la Reina ocupando todo el perímetro del plano en tomas muchas veces frontales, provocan un curioso contraste con los planos que recogen las apariciones de Blancanieves, siempre angulados como prestos para un diálogo que en el caso de su madrastra es, tanto en la forma como en el fondo, de sordos. Esta estrategia, bastante curiosa, refuerza la inquietud que se desprende de la presencia de la temida Reina al situarla en una posición que le permite clavar sus ojos en los del público… y establecer sus últimas apariciones como vetusta y fea mujer a modo de contraplano de las primeras, como si el reflejo de la Reina en su espejo mágico, siempre arrebatado al público de Blancanieves y los siete enanitos por la intromisión de la potente imagen del espíritu esclavizado en el espejo mágico, tuviese lugar mucho después en la película y bajo las verrugosas facciones que revelan, como se comenta algo más arriba, como la verdadera cara de una mujer tan bella en su superficie como espantosamente fea en su interior. También resulta especialmente llamativa la elipsis que deja en suspenso la muerte temporal de Blancanieves, a la espera del providencial beso de su desde entonces absurdamente amado príncipe, y que muestra la expresión de temible felicidad de la madrastra de la joven contemplando como su hijastra muerde la manzana envenenada que esta le ha ofrecido. La planificación de esta secuencia parece responder a un intento de los responsables de Blancanieves y los siete enanitos de proteger la sensibilidad de sus espectadores más jóvenes ocultándoles los estertores de la protagonista del film, pero acaba por resultar mucho más violenta en su muy inquietante uso de la elipsis que de haber optado por mostrar a Blancanieves sufriendo un simple desmayo que acabaría siendo fatal. A cambio, y sosteniendo en plano la terrible alegría de la Reina ante la agonía de su involuntaria competidora, Blancanieves y los siete enanitos resulta mucho más terrorífica en su plasmación de la crueldad, dejando fuera de campo una Blancanieves de la que sólo se escuchan unos muy inquietantes quejidos, que mostrando las consecuencias de dicha crueldad en sí.

Es en muy estilizados momentos como estos en los que Blancanieves y los siete enanitos da rienda suelta a un narrativamente muy elaborado sentido de la crueldad sobre el que se construye la visión moral de un mundo talentosamente dibujado en pantalla. Un amenazador universo, muy bien narrado y excelentemente planificado por Disney y sus colaboradores pese a cierta arritmia en un desarrollo desprovisto de toda lógica[6] que no sea la de un moralista cuento de hadas que recupera el Orden una vez la maldad de una Reina incapaz de entonar la más pobre de las melodías ha sido literalmente extirpada del film, y en el que sucios y solitarios mineros se consuelan de su mala fortuna del mismo modo en que su joven e idolatrada protagonista: cantando sin cesar como única manera de espantar un deprimente panorama excesivamente edulcorado bajo las amables formas musicales de esta mítica Blancanieves y los siete enanitos.

Título: Snow White and the seven dwarfs. Dirección: David Hand. Producción: Walt Disney. Guión: Ted Sears, Otto Englander, Earl Hurd, Dorothy Ann Blank, Richard Creedon, Merrill de Maris, Dick Rickard y Webb Smith, basándose en el cuento compilado por los Hermanos Grimm. Música: Frank Churchill, Leigh Harline y Paul J. Smith. Año: 1937.
Intérpretes: Adriana Caseloti (voz de Blancanieves), Lucille LaVerne (voz de la Reina), Scotty Mattraw (voz de Romántico), Roy Atwell (voz de Sabio), Pinto Colvig (voces de Gruñón y Dormilón), Otis Harlan (voz de Bonachón), Billy Gilbert (voz de Mocoso), Moroni Olsen (voz del Espejo Mágico), Harry Stockwell (voz del Príncipe).


[1]Walter Elias Disney vino al mundo el 5 de diciembre de 1901, concretamente en Chicago, Illionis, donde su madre biológica lo dio en adopción por ilegítimo. Fue adoptado por una familia de granjeros que se completaría con cinco hijos, siendo Walt el cuarto, y que abandonó la ciudad en 1906, según parece por su creciente peligrosidad, para trasladarse a una granja de Misuri, donde Walt pasaría los años más felices de su vida. Dada su corta edad para dedicarse a faenas de la granja, Walt pasaba sus días jugando y dibujando, y así pasaron los años hasta que su padre Elías cayó enfermo de fiebres tifoideas. La granja se vendió y la familia Disney se trasladó a Kansas, donde el cabeza de familia se ganó el sustento repartiendo el periódico local, un duro empleo en el que recibía la ayuda de sus hijos Walt y Roy. Quizás debido a los intempestivos horarios laborales de sus labores como ayudante de su padre, Disney jamás buen un estudiante brillante: caía dormido durante las clases, tenía problemas para concentrarse y poco a poco se ganó la fama de soñador que más tarde y con la perspectiva del tiempo le irían como anillo al dedo. Tras un nuevo traslado a su ciudad natal por cuestiones laborales, Disney asistió a clases en el Instituto de Arte de Chicago, haciendo sus pinitos como historietista de la revista del instituto antes de que en 1918 se alistara en el ejército, en el cuerpo de ambulancias de la Cruz Roja. Jamás fue al frente, y en 1919 y tras una temporada como conductor de una ambulancia forrada con sus propios dibujos, Disney solicitó la exención y su regreso a suelo estadounidense. Una vez allí, volvió a Kansas -donde residía y trabajaba su hermano Roy- y empezó a ganarse la vida como publicista, creando anuncios para revistas, periódicos y cine. Algo más tarde, y tras una fallida intentona de crear su propia empresa, Disney pasó a formar parte de las filas de la Kansas City Film Ad, para la que elaboró numerosos anuncios de dibujos animados para las salas de cine locales. Muy interesado en las posibilidades de la animación como lenguaje, Disney estudió técnicas promulgadas por Eadweard Muybridge y se pasaba los días experimentando con cámaras y todos los recursos técnicos a su alcance. Un par de años más tarde, en 1922, abandonó la Kansas City Film Ad para fundar Laugh-O-Gram Films Inc. con la que llevó a cabo algunas adaptaciones en forma de cortometraje de cuentos infantiles populares como El gato con botas o La cenicienta. El último coletazo de la productora fue en 1923 con una versión inacabada de Alicia en el país de las maravillas que mezclaba animación y acción real y que supuso el fin de los fondos disponibles para sostener el negocio. Así, y con tan sólo cuarenta dólares en el bolsillo, Disney aterrizó en Hollywood con su última y mentada producción bajo el brazo en busca de fortuna en proyectos de imagen real, dada la dificultad de ganarse la vida mediante el cine de animación. Pero la providencia hizo posible que Disney entrase en contacto con la productora Margaret Winkler y así pudiese terminar su Alicia en el país de las maravillas y con ella comenzar una serie de cortometrajes llamados Alice’s comedies, que igualmente tenían la creación de Lewis Carroll como protagonista y mezclaban animación con imagen real. El relativo éxito de la propuesta, sumado a una petición del marido de Winkle, dio un nuevo y primer éxito animado a la productiva asociación: el conejo Oswald, protagonista de una serie de cortometrajes con su nombre y visible trampantojo de lo que más tarde sería el icónico ratón Mickey, fue un exitoso serial distribuido por la Universal Pictures que algo más tarde exigiría a Disney una reducción de su salario. Ante la negativa de este, la Universal se quedó con parte de su equipo técnico, así como de los derechos del conejo que la futura Walt Disney Company no recuperaría (o estaría en situación de comprar) hasta el año 2008. Pero Disney no se arredró y creó una especie de variable de su éxito anterior con el ratón Mickey, pensado al albur con Ubbe Iwerks, estrecho colaborador de Walt Disney desde los tiempos de Kansas y uno de los nombres más importantes y polémicos de la factoría, esto último por temas relacionados con el pantanoso mundo de la autoría. Pero volviendo a 1928, el divertido Steamboat Willie supuso la carta de presentación de Mickey Mouse en sociedad, en un cortometraje sonoro que supuso la primera experiencia dentro del campo del sonido para un Disney que sonorizó todos sus cortometrajes anteriores y fue la impostada voz de Mickey hasta 1947. Un año más tarde, y con el sonado bombazo del ratón Mickey aún haciéndose eco en boca de todos, llegarían las Silly Symphonies, algunas de las cuales fueron llevadas a cabo por Iwerks, que harto de su posición secundaria dentro de su asociación con Walt Disney, abandonó la empresa y fundó otra por su cuenta. Un desesperado Disney se vio entonces en la tesitura de sustituir a un hombre capaz de dibujar -y más que bien- 700 dibujos al día del ratón Mickey, para lo que hicieron falta más de un par de trabajadores para cubrir el hueco dejado por un Iwerks que poco a poco iba haciéndose un hueco en el mundo de la animación en color. Disney ganaría su primer Oscar en 1932 por el cortometraje Flowers and trees, en el mismo año en el que fue galardonado con un premio honorífico por su más reconocida creación Mickey Mouse. Un par de años más tarde Disney decidió dar el salto al largometraje con la película que nos ocupa en esta entrada, y para la que reestudió todo lo aprendido en sus Silly Symphonies para poder llevarla a un buen puerto que prácticamente nadie en Hollywood era capaz de ver. Así que cuando Blancanieves y los siete enanitos se encaramó hasta el primer puesto del ranking de las películas más vistas de 1938, Disney no tuvo que aguantar las toses de nadie para producir Pinocho (comentada en este blog en el mes de febrero de 2013) y la, esta sí, muy arriesgada Fantasía, en 1940. Las continuas huelgas que se produjeron a partir del año siguiente hicieron mella en la imagen de la productora a ojos de los trabajadores y unos sindicatos pésimamente vistos por Disney, prohibiendo primero la afiliación de sus empleados a estas asociaciones y después de permitir esta afiliación ante las continuas huelgas y piquetes en Walt Disney Company, despidiendo en lo posible a todo afiliado que desde ese momento era considerado un traidor por parte del empresario cuyo nombre era sinónimo cinematográfico de mundos maravillosos. Más aún, durante la Caza de Brujas puesta en marcha en esa misma década, Disney testificó contra algunos de sus antiguos empleados acusándolos de comunismo, y se rumorea que el productor de Blancanieves y lo siete enanitos trabajó como agente encubierto del FBI hasta 1954. Pero antes, y tras la mítica Dumbo, que fue un éxito de taquilla, los EEUU pusieron en marcha su maquinaria bélica, al igual que su aparato cultural al servicio de la causa aliada. La Disney se dedicó entonces a manufacturar cortometrajes educativos de corte belicista o propagandístico que no le reportaron un excesivo éxito. Ni siquiera Bambi salvó la Walt Disney Company de tener que echar mano de cortometrajes para empalmarlos y así conseguir estrenar películas con un metraje lo suficientemente largo. El fin de la guerra y la consecuente bonanza para los EEUU tampoco le hizo levantar el vuelo: la aparición de la televisión hirió considerablemente una industria que buscaba a tientas alternativas económicas a la debacle provocada por la pequeña pantalla. Peter Pan o Alicia en el país de las maravillas no consiguieron el éxito esperado pero sí numerosas críticas sobre el proceso de blanqueado que habían sufrido los originales literarios en manos de Disney. Durante esos años, y en la desesperada búsqueda de expansión económica, la Walt Disney Company llevó a cabo su primera película de imagen real: La isla del tesoro, y pronto echaron mano de la televisión situando un programa llamado An hour in wonderland en la cadena ABC en 1950, al que seguiría Disneyland, pensado como forma de promoción para el flamante parque de atracciones repleto de motivos de Disney, un proyecto largamente acariciado por el productor. A partir de la década de los cincuenta, la compañía entró en un constante arriba y abajo económico en el que se cerró la puerta a la producción de cortometrajes de forma más o menos continuada, el parque temático Disneyland abrió sus puertas, sufrió una brutal sequía durante los ochenta para recuperar el pulso perdido en los noventa, con merecidos éxitos como La sirenita, La bella y la bestia, Aladdin o El rey león entre muchos otros… Además de auspiciar durante años a los estudios de animación Pixar, hacerse con la compañía de cómics Marvel o los derechos de la saga de La guerra de las galaxias en una nueva edad de oro, al menos en lo económico, equivalente a éxitos como Mary Poppins que llenaron las arcas de la productora en los sesenta, década en la que, unos meses después de iniciarse la construcción de un nuevo y mayor parque llamado Disneyworld, el mítico Walt Disney fallecía. Fue el 15 de diciembre de 1966 tras serle diagnosticado un cáncer y morir de un fallo cardiaco respiratorio durante su tratamiento. Aunque, según una leyenda que rebrota intermitentemente, Disney podría regresar de su sueño criogénico cuando la ciencia que lo introdujo en un tanque helado muy poco antes de morir sea lo suficientemente avanzada como para curar su dolencia y devolverlo a la vida.

[2]Este cuento, que como muchos otros fue adjudicado a los Hermanos Grimm cuando estos sólo recopilaban y ponían por escrito lo que hasta entonces era parte de la tradición oral germánica de principios del siglo XIX, fue tomado por Walt Disney como base sobre la que construir su primer largometraje de animación ante la posibilidad de que ninguno de los espectadores infantiles aguantaran más de una hora ante una pantalla, por lo que era necesario plantear una historia que ya conocieran anteriormente. En cualquier caso, poco queda del cuento original de 1812 más allá de su estructura y algunos esporádicos elementos diseminados por la trama de la película. A cambio, el brutal sadismo que corroe de cabo a rabo la historia puesta en negro sobre blanco por los Grimm se suaviza hasta la más insípida (y más o menos comprensible, dado el público al que iba dirigido y la mentalidad de su productor) blancura: la salvaje prenda que la Reina exige al cazador enviado a asesinar a Blancanieves en el film -su corazón- supone una rebaja respecto a la exigida en el cuento escrito, consistente en el hígado y los pulmones de Blancanieves. Para más inri, y pese a ser víctima de un engaño del cazador que deja escapar a una mucho más infantil Blancanieves y a cambio le entrega los pulmones y el hígado de un jabalí a su majestad, la envidiosa monarca encarga al cocinero de palacio que le guise los órganos que cree pertenecientes a su hijastra para comérselos con indisimulado deleite. Además, y una vez ha sido consciente de su engaño gracias a su Espejo Mágico, la literaria madrastra de Blancanieves no intenta acabar con la vida de su hijastra una, sino tres veces y pobremente disfrazada,  aunque sin por supuesto conseguirlo. Por otro lado,  la figura del príncipe, sorprendentemente aún más insípida que la de la adaptación producida por Disney, sólo hace acto de aparición al final de la historia, casándose con ella e invitando a la Reina a un convite en el que, tras asistir ya rendida a la superioridad física de su joven rival, será obligada a calzarse unos zapatos metálicos al rojo vivo, con los que bailará mientras sus pies arden entre terribles dolores que sólo acabarán con su muerte ante la flamante y sádica pareja de enamorados. Además, el Amor que en la película parece ser el motor emocional de la joven protagonista pasa a un segundo plano al no ser un beso lo que devuelve a la vida a Blancanieves, sino un traqueteo en el cortejo fúnebre que lleva el ataúd transparente de la chica arriba y abajo y que saca de su boca el pedazo de manzana envenenada que la mantiene en un estado similar a la muerte que hará que aquellos que adoran a Blancanieves la entierren en vida… Además, y más allá de la brutalidad del cuento, la versión Disney que a día de hoy es prácticamente el modelo comparativo para con el resto de versiones del original escrito por (que no de) los Grimm, marca sus distancias con la Blancanieves literaria al sustraerle gran parte de la trama familiar que explica la muerte de la madre de la protagonista durante su alumbramiento, algo que posteriores versiones cinematográficas como la muy interesante Blancanieves de Pablo Berger, sí recogían.

[3]Hombre cuya autoría no sólo palidece frente al control de la producción por parte de Walt Disney, padre de la criatura, sino también por la larga nómina de directores implicados en la realización de las diferentes secuencias así como de la coordinación de los equipos de animación que les daban vida: Perce Pearce, William Cottrell, Wilfred Jackson, Larry Morey y Ben Sharpsteen fueron los hombres puestos a las órdenes de un Hand atado de pies y manos ante la fuerza mayor que suponía Disney a la hora de tomar decisiones. Nacido en 1900, Hand comenzó su carrera como animador a los 19 años mediante la creación del personaje Andy Gump, para en 1927 establecerse como director de cortos de animación para la J. R. Bray Studios. Más tarde trabajó en los estudios de Max Fleischer donde siguió rodando cortometrajes así como algunas campañas publicitarias para la Kodak. Aterrizó en la Walt Disney Studio en 1931, donde dirigió alrededor de setenta cortos hasta 1945. Su mayor aportación tanto a la compañía como al cine en general fueron la dirección de esta mítica Blancanieves y los siete enanitos y la posterior y traumática Bambi, aunque abandonó el barco de Walt Disney en esa misma década para trabajar a las órdenes de Arthur J. Rank. Tras el cierre del estudio de este último, Hand se estableció como productor de películas propias y ajenas hasta su muerte, en 1986.

[4]También considerado por muchos el primer largometraje de animación de la Historia del Cine, pese a que algunos le adjudican el mérito al film argentino El apóstol dirigido en Quirino Cristiani en 1917 y de 60 minutos de duración… lo que explicaría, por su metraje más propio de un mediometraje que de un largo, su ninguneo por la importantísima influencia del film de Walt Disney, que en cualquier caso sí llevó a cabo el primer film de animación sonoro y en color. Así, y tras haber experimentado con el sonido o el uso del color en los cortometrajes que le habían hecho un hueco en Hollywood, en 1934 Disney se emperró en lo que para muchos era una absoluta locura: llevar a cabo la adaptación de un cuento clásico de la literatura infantil a la gran pantalla y con una duración de largometraje. Por aquel entonces Walt Disney Studio contaba ya con 250 empleados en nómina, pero las enormes proporciones del reto planteado por su mandamás exigía ampliar una plantilla ya de por sí muy amplia. Finalmente, alrededor de 600 dibujantes, 20 directores, 22 animadores, 100 ayudantes de animación, 187 dibujantes para trabajos secundarios, 25 dibujantes de fondos y 85 autores de efectos especiales emplearon sus horas en la adaptación de Blancanieves y los siete enanitos que inmortalizaría, a la manera de Disney, a su protagonista y siete pequeños comparsas para toda una generación de espectadores, con lo que para cuando la película estaba terminada, alrededor de mil personas habían participado en su manufacturación. Menos amables fueron las anécdotas financieras alrededor de la producción de este primer clásico de la ahora todopoderosa Walt Disney Studio: los fondos presupuestarios se extinguieron a los dos años de rodaje y la distribuidora inicial, progresivamente temerosa de lo por aquel entonces arriesgadísima propuesta que tenía entre manos, se desentendió de un proyecto que acabó recayendo sobre los hombros de una mucho más confiada RKO, que desde ese momento y hasta 1954 distribuyó, a modo de contrapartida, todo cortometraje, película o mediometraje producido por la factoría del tío Walt. Pero a pesar del ingente apoyo de la RKO, la factura seguía engordando y hasta el propio Disney empezaba a dudar de sus capacidades para llevar su sueño a buen puerto. Un nuevo golpe de fortuna llevó al showman y director del Radio City Musical Hall, W.G. Van Schmuss, a invertir en el film tras visionar algunos de los fragmentos que estaban a punto de terminarse, pero en la necesidad de 250.000 dólares más para concluir Blancanieves y los siete enanitos Walt Disney y su hermano Roy se vieron en la tesitura de tener que enseñar todo lo logrado hasta entonces a todo banquero que se dignara a escucharlos. Y ese fue finalmente el Banco de América, cuyos mandamases vieron en el material mostrado el taquillazo que la película acabaría siendo. Frente al millón setecientos mil dólares que costó hasta el día de su estreno el 21 de diciembre de 1937, Blancanieves y lo siete enanitos recaudó ocho millones de dólares. La película que se convirtió en objeto de admiración de personajes tan inesperados como el pionero director Sergei Eisenstein y el nefasto Adolf Hitler, que aseguraba que junto con King Kong la película que nos ocupa era la mejor de la Historia del Cine, supuso el definitivo espaldarazo económico a la factoría Disney, puso el cine de animación sobre el tapete artístico e industrial y además mereció un Oscar de la Academia para su máximo responsable, que recibió la estatuilla de manos de la pequeña actriz Shirley Temple. Este Oscar especial, cuya placa rezaba “A Walt Disney, por Blancanieves y los siete enanitos, considerada como una importante innovación cinematográfica que ha hecho las delicias de millones de personas y ha abierto un nuevo e importante campo para las películas de dibujos animados” iba acompañado por siete Oscars más pequeños a modo de divertidos comparsas, y a buen seguro abrió las puertas a la ambición de Disney de llevar a cabo una película de animación al año, para lo cual fue necesaria la construcción de Walt Disney Productions, nuevo estudio de tamaño comparable al de una pequeña ciudad y situado en Burbank, California.

[5]La presencia de los siete enanos que protegen a Blancanieves de la ira de su celosa madrastra y de pasar la noche a la intemperie, se acentuó respecto al original literario a petición expresa del propio Walt Disney, que vio en los siete pequeños mineros una cantera de chistes y situaciones más o menos cómicas que calarían entre el público infantil. En una de las primeras versiones del guión -muy controlado por un Disney que ataba muy corto a sus escritores- Blancanieves y los siete enanitos comenzaba directamente con la llegada de la protagonista al hogar de los enanos, que además y en una nueva diferencia respecto al original que los presenta en grupo y sin nombre o cualquier otro elemento que los diferencie los unos de los otros, tenían un nombre acorde a algunas de sus características físicas o forma de ser. Además, el tono previsto resultaba cómico hasta en los siempre frustrados intentos de asesinato de Blancanieves por parte de la Reina, rizando el rizo sobre equívocos e incluyendo una secuencia en la que la Reina secuestraba al Príncipe y lo encerraba en una mazmorra atiborrada de esqueletos que se desperezaban y comenzaban a cantar y bailar a su alrededor, a la espera de que Blancanieves acudiese al rescate. La Reina fue planteada como un personaje caricaturesco: patosa, gorda y estúpidamente encantada de conocerse, Disney se vio en la tesitura de plantear a la madrastra como un elemento cómico más o ceñirse a una historia en la que la posibilidad de que la Reina fuese elegida por su espejo como la más bonita y guapa del Reino tuviese algún sentido. En cualquier caso, Disney optó por hacer de la Reina un personaje más fuerte con el que la inocencia de Blancanieves pudiese enfrentarse a ojos del espectador, y el protagonismo inicial de los enanos pasó así a un segundo término que podría explicar lo irregular de la construcción de la película, con una parte central de peso mucho mayor en cuanto a duración -que no en cuanto a importancia dramática- que el resto de las secuencias del film.

[6]Una lógica que si bien es capaz de hacer creíble, por puro lugar común mostrado de forma tan frontal que resulta bastante antipático, la forzadísima historia de amor entre el Príncipe y Blancanieves, no tiene tanta suerte cuando se trata de mostrar a los siete enanos deslomándose día sí día también extrayendo diamantes de las profundidades de la tierra y al mismo tiempo viviendo en una relativa modestia, o el que la Reina busque un antídoto al maleficio que envenenará la fatal manzana de visos bíblicos y que dará muerte a Blancanieves… ¡y que además es buscado porque a decir de la madrastra “sin antídoto no hay conjuro”!

miércoles, 21 de mayo de 2014

THE GAME



Los ricos también lloran. Aunque sean lágrimas de cocodrilo, atrincherados en sus mansiones por las que rondan como almas en pena ajenas a las veleidades de un mundo menos lujoso pero más terrenal por el que moramos el resto de los mortales. O eso se diría de Nicholas Van Orton (Michael Douglas), gélido hombre de negocios, heredero de la todopoderosa firma de inversores que lleva su apellido y fortuna familiar, y niño sin infancia tras el trauma que supuso el suicidio de su progenitor en el día en que alcanzó los cuarenta y ocho años de edad. Un plutócrata déspota y amargado que recibe, al cumplir estoicamente la edad en que su padre se quitó la vida ante amigos y familiares, un regalo de manos de su hermano menor Conrad (Sean Penn). Un juego, del que no sabrá ni normas ni objetivo último, pero que le asegura le cambiará la vida, haciéndosela “divertida”. Un entretenimiento pertrechado por una críptica organización al servicio de los más acaudalados oculta tras sus siglas CRS (del inglés Consumer Recreation Service), que comenzará con una serie de pistas con visos de juego de rol en vivo pero que poco a poco irá poniendo la lujosamente insalubre existencia de Van Orton patas arriba… hasta límites insospechadamente peligrosos para su cordura y hasta para su vida.

Aunque esa amenazante sospecha ya se asienta en el ánimo del espectador de The Game, tercera y modesta incursión del hoy reputadísimo director David Fincher[1] en el campo del largometraje[2], desde el primer plano del film que muestra a modo de desvencijada película casera a un jovencísimo y sonriente Nicholas (interpretado por Scott Hunter McGuire) en el día del fatídico aniversario de su padre (Charles Martinet), así como la muerte de éste al arrojarse desde una ventana. Las minimalistas y quebradizas notas al piano que acompañan la secuencia, otorgando una triste pátina de sobriedad a una tragedia de la que no se contemplan muestras de horror por parte de los congregados a la celebración, ni tampoco de dolor de los más allegados al patriarca Van Orton, siembran la fértil semilla de resignada angustia que se irá desarrollando durante todo el metraje de la película. La frialdad tonal, repleta de tonos gélidamente azulados y apagados, un ritmo lánguido y casi contemplativo que aborta cualquier exceso de espectacularidad en prácticamente todas las secuencias, una banda sonora por cortesía de Howard Shore que suma a la minimalista tonadilla de notas agudas antes mencionada una serie de tonos graves que jamás se desatan completamente, tejen una red de contención emocional que por un lado puede resultar algo frustrante para un público quizás a la espera de un desarrollo más trepidante, pero también marca sobremanera la turbia (y más tibia de lo deseable) personalidad de The Game así como la del hombre que la protagoniza de forma casi solipsista.

Vista así, y sin abandonar nunca esa distancia tonal con la que Fincher observa de forma casi clínica a Van Orton mientras juega una solitaria y agresiva partida de squash encerrado en un cubículo acristalado reveladoramente de idéntica escala al plano con el que se recoge su furiosa sesión deportiva, The Game supone un descenso a los infiernos del protagonista con visos redentores. Un esmerado tren de la bruja en el que la oscura CRS atiza los temores que el protagonista creía haber enterrado bajo una vida férreamente controlada, haciendo  saltar todas las alarmas de una existencia que ha pasado de la comodidad a la abulia más  autosatisfecha. Bajo este punto de vista, la narración o lo que cuenta The Game sobre el papel es un cuento moral que bordea el precipicio de lo antipáticamente aleccionador, mantenido a distancia por la sobriedad formal cortesía de un David Fincher tan replegado en sí mismo que a veces puede resultar un tanto descafeinado en sus oscuras maneras. Y bajo esta perspectiva, podría pensarse que la contención formal de The Game responde a una ilustración, casi expresionista, de la tumefacta sensibilidad del poderoso hombre que la protagoniza, que además es el epicentro absoluto de una película construida, muy reveladoramente al igual que el juego que le da título, a su alrededor. Pero en el fondo, y aunque considerablemente bien jugada, esta posible estrategia se entremezcla con otra presuntamente menos honrosa, aunque por sí misma no implique un peor resultado: la supeditación absoluta de The Game a la estrella de cine que la protagoniza. La presencia de Michael Douglas, que cumple sobradamente con su papel sin esfuerzo aparente, en prácticamente todos los planos de la película, marca sobremanera el film de Fincher de más que disputada autoría entre actor y realizador. Y eso que, en cualquier caso, el astuto director de The Game juega hábilmente sus cartas en aras de hacer oír su voz. Siendo este un film sometido a la imagen de su protagonista, Douglas representa una curiosa elección dentro del star-system hollywoodiense, más allá de sus dotes interpretativas en sí mismas consideradas. Alguien que ha construido una parte importante de su carrera en base a personajes protagonistas marcados por rasgos desagradables y depravados[3], otorgando a Fincher una relativa comodidad (por libre de unas ataduras morales más recatadas que otras estrellas del firmamento de Hollywood a buen seguro habrían requerido) y más aún, gozando de una permisividad poniéndolo a prueba en base a situaciones más o menos turbias de la que difícilmente habría gozado bajo otros parámetros comerciales. Además, su constante y obligada presencia resulta más o menos lógica tenida en cuenta la naturaleza de una película que bajo otro punto de vista que no fuese el del subjetivismo más salvaje haría aguas por todas partes. Pero este aprovechamiento mutuo por parte del realizador y del sistema de estudios que se beneficia de sus más jóvenes, y en cuanto a experiencia menos poderosos, talentos, es sólo una de las muchas contradicciones bien salvadas por Fincher.

Porque The Game pretende ser una película de entretenimiento, pero al mismo tiempo lucha por demostrar una cierta personalidad en lo formal que llega a diluir excesivamente la tensión que sería de esperar en un film de estas características, resulta gélida y al mismo tiempo intenta ser  emocionante, pero esa frialdad que tan bien funciona espesando los instantes más turbios hasta lograr una conseguida sensación de inasible amenaza, choca frontalmente durante gran parte del film con un protagonista no sólo antipático, sino prácticamente exento de rasgos con los que uno pueda identificarse. La extraña y no siempre equilibrada estrategia formal que hace de The Game una película distante y al mismo tiempo construida de forma puramente subjetiva, hace del personaje interpretado por Douglas un amargo señor Scrooge que malvive en su lujoso caserón -prácticamente vacío y con el eco como perpetua banda sonora- como un ser maldito con alergia a toda compañía que no sea la de su abogado (Peter Donat) o su sirvienta Ilsa (Carroll Baker)… y que se relaciona con los demás casi siempre mediante llamadas telefónicas sin prácticamente beber ni comer en su desprecio por todo lo que haga de él un ser humano. Siempre atrincherado en su despacho, o en reuniones de negocios de las que sólo parece relajarse ante su televisor, Nicholas actúa como un zombi ajeno al mundo que lo rodea, pero es también un personaje raquítico que no alcanza el grado de abstracción -ni el énfasis dramático- que haría de él una figura simbólica o digna de compasión. Visto así, el Nicholas Van Orton que pulula como inconsciente sujeto de un experimento, es una alma en pena que vaga por los vericuetos de una película que funciona como trampantojo de una realidad convertida en un opaco laberinto para su protagonista. Van Orton es poco más que un arquetipo del que sólo el algo postizo trauma infantil, afortunadamente muy atenuado por la desvaída opción formal establecida por Fincher, otorga algo de entidad. A cambio, el director se siente considerablemente más cómodo componiendo una atmósfera en la que los cabos sueltos, como lo que se refiere a casi todas las peregrinas y macabras pruebas puestas en solfa por la CRS, resultan mucho más interesantes por su capacidad de sembrar duda que lo que desde el guión se pretende atado y bien atado. Ya que, visto el saldo final, ni todo lo que parece ser parte del juego lo es realmente ni lo que pertenece a la esfera de lo real está fuera de toda sospecha. Vista así, The Game contiene en su interior una película de acción sobre la que la antiépica puesta en escena de Fincher va sumando capas de deprimente negrura en forma de una tenebrosa iluminación que recorta las siluetas de los personajes casi siempre sumidos en penumbras y la tristeza que rezuma todo el conjunto, aproximando la película a las tormentosas proximidades del género de terror… Pero que a pesar de la presencia de amenazadores personajes y una muy inquietante aparición de un payaso de juguete, tampoco funciona según los más trillados parámetros de dicho género, ya que su extrema contención dramática, rayana en lo insípido en algunos momentos, evita que el terror estalle, condensándolo en una angustia que jamás, y para bien, se libera. Y es en este punto de intersección entre la potencialidad del fondo y su forma definitiva, en el que la efectividad de The Game se resiente de un libreto que parte de un muy interesante punto de partida, pero que incluye su propia semilla de autodestrucción, regada por la puesta en escena de Fincher y su apuesta por la duda como motor dramático y generador de interés antes que por el suspense en su acepción genérica y cinematográfica. Su atonal planificación, considerablemente convencional y siempre anclada al actor y al personaje principal que interpreta, no pretende -o en caso de que así sea, no lo consigue- establecer escaladas de tensión, sino ilustrar la caótica y angustiosa vorágine en que se ve empujado Nicholas. Así, The Game, extraña película de suspense que aboga conscientemente a no provocar tensión mediante el uso del lenguaje cinematográfico más o menos convencional,  juega más a sorprender a un espectador pegado a los talones de un protagonista víctima de nuevos giros que a su vez abren puertas a otros giros que descartan los anteriores en una escalada conspiranoica en la que todo puede ser falso o cierto, pero cuyo objetivo último siempre queda oculto.

Siendo The Game una película que plantea una realidad en constante deconstrucción de sí misma, revelando como falso (o parte del juego) lo que pocos minutos antes había sido presentado como real, y basada en una plasmación formal más volcada en la atmosférica distancia y la inasible sensación de amenaza provocada por la duda y la impresión de descontrol por parte de un hombre que creía tenerlo todo bajo su aburrido mando, el suspense se diluye dejando cuajar una leve angustia que florece durante -y se sostiene después de- el visionado del film. La oscura, pero paradójicamente leve, atmósfera impresa por Fincher a The Game consigue lo que bajo una intencionalidad más remarcada habría sido imposible: hacer de lo real algo siempre sospechoso de acabar siendo una mentira más, en un nuevo giro argumental tanto en la película como en la propia vida de Van Orton, conceptos que se solapan debido al subjetivismo sobre el que se arma The Game. La sobriedad del film, perpetuado por Fincher gracias a la gelidez que desprende su puesta en escena hasta en los más mínimos detalles, ya sean estos la aséptica pulcritud de los decorados en los que transcurre la acción (que a su vez, pronto se convierten en decorados visibles para los propios personajes de la película), o la elección de la fría belleza de Deborah Kara Unger como Christine, enigmática comparsa femenina del millonario, logra que la diferencia entre realidad y mentira sea inexistente. O que lo sea, en el mejor de los casos, en cuestión de tiempo y de punto de vista, sin que jamás y en una estrategia muy bien planteada por el director, se establezca ninguna diferenciación formal entre realidad y juego. Además, este último aspecto, el más interesante de The Game y perfectamente integrado (o camuflado) en sus imágenes, no empantana su naturaleza de película destinada al más frontal de los entretenimientos de tarde de domingo, ya que The Game carece, por lo recién comentado, de toda ambición o pretensión intelectual. Pero esto, lejos de ser una rémora, la hace no sólo menos antipática que de haber optado por una óptica más pretenciosa sino también mucho más efectiva.

De forma tan despreocupada como contundente, The Game se muestra como una película que deja ver su propia tramoya sin dar muestras de autoconciencia o de mostrar un discurso metalingüístico: todo en ella responde a la manipulación de lo que entendemos como real dentro de la película para acabar demostrando -con escasos detalles sembrados como minas contra la credibilidad del relato narrado en el film- que no lo es. Así, las peores pesadillas de Nicholas, capaces de echar por tierra su agresiva compra de las acciones del pudiente Armin Mueller-Stahl (Anson Baer) amigo de la familia Van Orton, toman forma en una de las habitaciones de hotel en las que se hospeda el protagonista en sus viajes de negocios y que se encuentra… nevada de cocaína, una película porno a todo volumen emitiéndose en su televisor y fotografías en las que puede verse una mujer sin rostro pero desnuda y exhibiendo su ropa interior de un intenso color rojo. Esta prenda, idéntica a la que lleva la camarera Christine y que Van Orton reconoce después de observarla cambiándose de ropa en su despacho tras huir los dos de los sicarios del CRS, siembra una asociación en la mente del multimillonario que identifica en la joven camarera a una de las implicadas en el juego. Una asociación idéntica a la que el espectador de The Game crea ante estas dos escenas. Y ambos, tanto Nicholas como el público, reciben su cura de humildad ante la despreocupada reacción de la ambigua Christine cuando, más avanzada la trama, el protagonista le espeta la presunta prueba de su relación con la CRS obteniendo las más lógica y desarmante de las respuestas ¿cuántas mujeres llevan sujetadores rojos? En otro instante, el inevitable Nicholas ve en el llavero de un hombre el diabólico rictus del payaso de juguete que unas secuencias antes ha encontrado ante la puerta de su casa, imaginando una relación entre el propietario del manojo de llaves y una CRS reconvertida en castigadora providencia que nunca llega a ser concluyente. Y hay más, la manía persecutoria que sufre Nicholas acaba contagiándose, coherentemente, al espectador, incapaz como el protagonista de discernir una pista real, dentro del universo de la película, de otra que no lo es. Vista así, la figura de Fincher como director se fusiona con la de CRS, tal y como la del millonario -vector a través del cual transcurre todo el film- se solapa con la del público. Resultan bastante ilustrativas al respecto las irónicas secuencias que muestran a todos aquellos que participan en el juego de Nicholas Van Orton finalmente reunidos en un gran edificio, como intérpretes en un descanso de un rodaje a la espera de que el juego requiera de sus servicios o, sobretodo, que gran parte de la manipulación a la que se somete tanto el protagonista como el público sea a partir de una serie de lugares comunes propios del lenguaje cinematográfico como los mencionados algo más arriba, y que son constantemente cuestionados por el film de Fincher. Astuto realizador que plantea y muestra su película y el juego que la alberga como lo mismo: puro conductismo capaz de tergiversar la percepción, la identidad  o la iniciativa de sus últimos destinatarios, ya sean estos Nicholas Van Orton o cualquiera de los espectadores de The Game. Con esta hábil pirueta, probablemente la mejor resuelta de toda la película, el director pone en picota la capacidad de aprehender la realidad por parte del espectador y también lo voluble de una narrativa, la basada en la causalidad, que ha dejado de tener sentido tanto dentro como, por tanto, fuera de la pantalla en la relación que el espectador mantiene con la película que está viendo. Pero esta fragilidad de lo que entendemos por real, que podría verse como una antipática -por obvia- perogrullada, es afortunadamente sumergida en una coraza narrativa que si bien tiene su única base dramática en el angustioso sentimiento de que la realidad está fuera de control, resulta lo bastante hábil como para no situarse en un primer y discursivo plano en The Game, siendo así mucho más productiva[4]. Una tentación mantenida a raya desde el instante en el que el protagonista, pese a lo parco de su retrato, se mantiene como seguro y único islote ante un mundo en el que reina lo incomprensible y el descontrol.
Tal y como se desprende de las reacciones de Van Orton, lo único que en The Game está fuera de toda sospecha por estar construida a partir de su punto de vista, todo es potencialmente falso e incomprensible para él a su recién descubierta pequeña escala. Todo, menos él.

La autenticidad de Van Orton es el único elemento mostrado como incuestionable por un Fincher que debido a este único elemento sólidamente asentado, recoge convencionalmente un punto de partida que si bien corría el más que plausible riesgo de diluirse hasta la nada, hace reflotar la última contradicción sobre la que asienta The Game: ser una película forzadamente anticonvencional pero siempre dentro de unos parámetros, los de la estructura de un guión bien plasmado en imágenes por Fincher, mucho más rígidos que lo que las ideas que se desprenden del film necesitarían para desarrollarse en toda su amplitud.
Aunque así, y gracias a ello, la historia narrada en de The Game evita hacer aguas y se recoge en un personaje protagonista que traza un arco de humanización que va desde lo insalubre de sus primeros pasos en la película, despreciando a todo y todos aquellos que intentan mantener algún contacto mínimamente civilizado con él, hasta su resurgimiento en la cripta de un cementerio mejicano. Este simbólico renacimiento, después de que un antiguo Van Orton es sedado y encerrado vivo en un ataúd, es visualmente subrayado por Fincher mediante un sencillo cambio de vestimenta del protagonista, de los grises y negros anteriores al blanco, y también mediante el contraste entre la oscura ciudad en la que transcurre gran parte de The Game y los soleados paisajes del Méjico al que ha ido a parar el multimillonario. Un hombre cuya fortuna se ha esfumado y que se ve obligado a hacer lo que jamás habría imaginado: implorar a un grupo de desconocidos que lo lleven hasta los Estados Unidos. Su ex esposa (Anna Katerina) hace físico acto de presencia, dejando de ser una voz al otro lado del teléfono para el público, y Van Orton pierde los estribos en más de una ocasión sin la vergüenza que antes le habría acarreado por su pertenencia a la alta sociedad. Así, Nicholas pasa de cínico poderoso siempre atrincherado tras las lunas de su lujoso coche a paria y peatón a la fuerza, recobrando por el camino su precaria humanidad. Cerrando un círculo tan moralista como afortunadamente enturbiado por la habitual querencia de Fincher por hacer del Caos un agente finalmente más curativo que destructivo ante un Orden casi siempre sinónimo de podredumbre vital[5]. Como parte de esta toma de conciencia del mundo que lo rodea por parte del multimillonario, mendigos que le imploran malhumorados una limosna en las cercanías del aeropuerto (Tommy Flanagan), desconocidos sin rostro que piden papel higiénico desde el otro lado de la fina pared que separa los inodoros del mismo edificio (Harry Savides), o simples transeúntes que se desploman de pronto presos de un ataque al corazón (André Brazeau)  son algunos de los hombres y mujeres que se cruzan en el camino de un Van Orton mucho más atento a su entorno… e incapaz de comprenderlo y, peor aún, discernir en él lo real de lo que no lo es, lo que le atañe y lo que no, y evidenciando su falta de iniciativa y de verdadera influencia en un mundo tremendamente voluble y una realidad desmembrada.

Así, The Game deja atrás posibles lecturas metalingüísticas, igualmente incluidas dentro de otras que desbordan los límites de la película, para tender puentes con el mundo a este lado de la pantalla. La abisal paranoia que inunda la fortificada vida de Van Orton, la imposibilidad de entender un mundo que se descompone en un caos sólo sostenible mediante una fe ciega en una realidad que paradójicamente ha dejado de ser auténtica,  son algunos de los temas que laten pausadamente como un venenosos rumor de fondo bajo la piel de una película planteada, pese a todo, como un vehículo estelar para su actor protagonista, y sin más ambiciones que entretener al respetable rizando el rizo sobre las más peregrinas situaciones, sostenidas sobre la pura nada argumental[6]. Pero en su modestia, la acritud formal de Fincher es capaz de dar esquinazo a toda seguridad respecto a lo visto en pantalla. Ni siquiera el prototípico happy ending es capaz de borrar la sospecha alrededor de todo lo que transcurre en The Game[7], film tan bien interpretado como entretenido, pero cuya tendencia a los giros más o menos inesperados la convierte en un respetable entretenimiento de un solo uso, aunque dotado de unas muy interesantes cargas de profundidad capaces de desbordar lo agradablemente modesto de su recipiente.

Título: The Game. Dirección: David Fincher. Guión: John Brancato y Michael Ferris. Producción: Steve Golin y Ceán Chaffin. Dirección de fotografía: Harris Savides. Montaje: James Haygood. Música: Howard Shore. Año: 1997.
Intérpretes: Michael Douglas (Nicholas Van Orton), Sean Penn (Conrad Van Orton), Deborah Kara Unger (Christine), James Rebhron (Jim Feingold), Peter Donat (Samuel Sutherland).


[1]Para los interesados en leer una muy somera biografía y, de forma algo más pormenorizada, filmografía de David Fincher, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a la que en opinión del que firma es la mejor de sus películas: El club de la lucha, publicada en este mismo blog en el mes de junio de 2013.

[2]A pesar de que The Game iba a ser inicialmente la segunda película de la carrera del realizador, y Seven la tercera. Pero un hueco en la agenda de su actor protagonista Brad Pitt provocó que el ya mítico film alrededor de la persecución de un brutal asesino con los siete pecados capitales como fuente de inspiración tomara la delantera al film que nos ocupa. Inicialmente, el guión escrito por John Brancato y Michael Ferris en 1991 estaba pensado para ser producido por la Metro Goldwyn Mayer, estando cerca de ser la opera prima del realizador Jonathan Mostow (que más tarde se estrenaría con Breakdown y seguiría su carrera con título como U-571 y la olvidable tercera entrega de la saga Terminator) con los intérpretes Kyle MacLahan y Bridget Fonda en los papeles protagonistas. Pero un año más tarde, el proyecto fue adquirido por Polygram y Mostow relegado al papel de productor ejecutivo. Polygram acababa de comprar Propaganda films, la productora de videoclips y anuncios de David Fincher, sobre el que recayó la dirección del guión de The Game tras serle propuesto por Steve Golin, uno de los fundadores de la compañía. Tras una serie de reescrituras llevadas a cabo por Andrew Kevin Walker (guionista de Seven y uno de los más recurrentes colaboradores del realizador muchas veces sin acreditar) durante las seis semanas posteriores a la finalización de Seven destinadas a hacer del personaje de Van Orton uno más desagradable y el tono general del liberto más sombrío, Fincher quedó definitivamente satisfecho con el resultado. Gracias al éxito de su película anterior, el film de Fincher gozó de un presupuesto más holgado al inicialmente previsto, lo que probablemente hizo posible la presencia del actor Michael Douglas como protagonista, cuya implicación en la distribución del film palió la falta de experiencia de Polygram -productora pero no distribuidora- en este campo.

[3]Especializado en personajes con lo turbio como denominador común, Douglas ha hecho particular carrera interpretativa, para más inri y en muchas ocasiones en papeles protagonistas, encarnando a personajes tan míticos como el tiburón de las finanzas Gordon Gekko en Wall Street (y también en su secuela, aunque por el bien de todos mejor pasemos un tupido velo sobre ella y su lamentable recuerdo) u otro Nicholas, este policía y turbulento protagonista de Instinto básico entre muchas otras películas que han ido componiendo una imagen cinematográfica bastante peculiar dentro de la puritana industria del cine norteamericano. Siendo Douglas la piedra angular no sólo del aspecto actoral del film sino también su mayor reclamo para los inversores y distribuidores de The Game, el resto del reparto orbitó alrededor de las decisiones tomadas por el actor a la par con Fincher. Sean Penn, en el papel del hermano menor Conrad, retomó un personaje que inicialmente iba a ser interpretado por Jodie Foster y que en algunas versiones del guión osciló entre ser la hermana de Nicholas o la hija de este. Pero, y pese a que Douglas y Foster ya habían actuado como padre e hija en Napoleon y Samantha en 1972, al actor protagonista no acababa de agradarle la impresión de vejez que provocaría en el público el que su personaje tuviese una hija de la edad de Foster en el momento del rodaje de The Game. Inicialmente, la actriz intentó hacerse con el personaje de Christine, que más tarde recaería sobre Deborah Kara Unger, pero el realizador lo desestimó al considerar que la presencia de Foster como equívoco personaje llamaría demasiado la atención del público, desconcentrándolo de la trama. Y más tarde, y tras numerosos retoques al gusto de todos, la apretada agenda de Foster hizo amistosamente imposible su participación en la película, con lo que Penn, tras el rechazo de Jeff Bridges a la oferta de Fincher, recogió el testigo entendiéndose con Douglas a las mil maravillas. En el caso de Kara Unger, la actriz tuvo una curiosa manera de hacerse notar: no acudió a la audición sino que envió a Fincher y Douglas una grabación con sus más calenturientas secuencias de Crash, la turbia y fascinante adaptación del libro homónimo de J.G. Ballard dirigido por David Cronenberg… y que impactó lo suficiente a actor y director para reconocerla como la Christine ideal que acabaría demostrando en la audición que algo más adelante hizo en persona.

[4]Numerosas películas con el tema de la percepción de la realidad como núcleo dramático vieron la luz casi al mismo tiempo que The Game. Desde la interesante Abre los ojos, del muy irregular y castigado Alejandro Amenabar, hasta la mítica Matrix de los hermanos Wachowsky, pasando por la más ambiciosa El show de Truman (que sí ponía en primerísimo plano los dilemas de una vida puramente mediatizada, como se intenta argumentar en la entrada dedicada a ese film en este blog, publicada en el mes de noviembre de 2013) dirigida por Peter Weir o incluso la excelente y olvidada Dark city de Alex Proyas, certifican el interés por este tema en un periodo de tiempo sorprendentemente reducido. En un registro diferente, algo de todas esas películas hay en la magnífica película dirigida por David Lynch en el mismo año de The Game: Carretera perdida, de la que también se ha hablado aquí, en una entrada publicada en el mes de septiembre del pasado año 2013.

[5]Nada que no se desarrollara, de forma mucho más exagerada y brutal, en El club de la lucha y cuyo rastro se encuentra diseminado por toda la filmografía del realizador de The Game. Emparentados con Nicholas Van Orton y el esquizoide narrador anónimo de El club de la lucha, ambos hombres increíblemente aislados en sí mismos respecto al mundo que los envuelve, podríamos encontrar al detective Sommerset interpretado por Morgan Freeman en Seven, así como su reflejo deformado ,el asesino encarnado por Kevin Spacey en la misma película, o al Mark Zuckerberg de La red social, la Lisbeth Salander de Millennium I, la Megan interpretada por Jodie Foster en La habitación del pánico… todos ellos con una carencia emocional que los hace universales y, por tanto, plenamente contemporáneos: la incapacidad para establecer vínculos con aquellos que los rodean, con todo lo que eso implica para cada uno de ellos.

[6]A pesar de lo dicho aquí, Fincher reniega de todo intento de hablar de otra cosa que no sea del cine y su lenguaje a través de The Game. Según sus palabras: “Esta película era, para mí, un interesante estudio no alrededor de la conducta humana, ni de la manera en que nos tratamos los unos a los otros, o qué esperar de la vida, ni nada de eso… Era más bien ¿qué es lo que el público espera de una película y qué es lo que necesita de ella? ¿Hasta donde puedes llegar? Tienes el control absoluto sobre lo que una persona va a ver y escuchar durante un par de horas, el público sabe que puedes enseñarle lo que quieras –tienes ordenadores que pueden crear un Tiranosaurio capaz de devorar un coche-  así que la cuestión es ¿qué es lo que NO enseñas? Cada vez que muestras algo en un plano corto, la gente entiende de forma inconsciente que has tomado una decisión por montaje, que les has dicho “Mirad esto, es importante” así que cada vez que subrayas algo y por tanto lo catalogas, cada vez que haces eso la gente se da cuenta y lo cataloga… Con todo, y a pesar de que Fincher demuestra así, como en muchas otras ocasiones, ser un director perfectamente consciente de su poder sobre el público y de la narración cinematográfica como forma de manipulación (por algo será que durante una parte de su carrera audiovisual, Fincher llevó a cabo numerosos anuncios) lo dicho por el realizador de The Game es igualmente aplicable a la vida real. Y más aún teniendo en cuenta lo brutalmente mediatizada que se encuentra, voluntaria e involuntariamente y esto último con intenciones claramente conductistas, hoy en día. Probablemente por eso Fincher abogó por rebajar la mayoría de subrayados dramáticos más o menos obvios propios del cine de Hollywood a fin de eliminar la diferenciación formal entre juego y realidad en la visión del mundo de Van Orton y por tanto también de la nuestra como espectadores de la película que protagoniza y en la sobriedad de los títulos de crédito iniciales sólo hizo uso de un ilustrativo elemento: un puzzle. A cambio y de forma mucho más sutil, ofrece otros lugares comunes como el colorido que envuelve a Christine -ya sea en el cálido apartamento en el que vive o en su vestimenta- en contraste con la grisácea existencia de Nicholas, o la afable apariencia de James Rebhorn, el actor que interpreta a Jim Feingold, el agente de ventas de CRS que convence a Van Orton para que se apunte al juego… todo ello tan convincente desde el punto de vista perceptivo como finalmente falso, en un juego de conductistas muñecas rusas que Fincher remataría de forma más lograda y contundente en su inmediatamente posterior El club de la lucha.

[7]Dentro de las múltiples revisiones del guión -que despojaron al original y primero de todos ellos de prácticamente todo sentido del humor, envejecieron al protagonista por encima de la treintena inicialmente prevista y recortaron varias secuencias que no encajaban en la visión que Fincher tenía del film- se planteó un final diferente que incluía el que acabó prevaleciendo. Estirando algo más el metraje, la película dejaba a Van Orton embelesado por la posibilidad de un romance con Christine como certificado de que una nueva etapa de su vida acababa de empezar, pero la cámara se alzaba sobre el edificio en el que tiene lugar la fiesta final rompiendo el subjetivismo del film y poniendo al público por delante del protagonista por primera vez hasta mostrar un cartel luminoso que indicaba que se había llegado a la Segunda Fase… con lo que el juego, que jamás se había detenido, continuaba. Algo innecesario teniendo en cuenta que el film de Fincher juega lo bastante bien su imposible diferenciación entre lo real y lo falso como para tener que plantearlo de forma tan explícita.