Los ricos
también lloran. Aunque sean lágrimas de cocodrilo, atrincherados en sus
mansiones por las que rondan como almas en pena ajenas a las veleidades de un
mundo menos lujoso pero más terrenal por el que moramos el resto de los
mortales. O eso se diría de Nicholas Van Orton (Michael Douglas), gélido hombre
de negocios, heredero de la todopoderosa firma de inversores que lleva su
apellido y fortuna familiar, y niño sin infancia tras el trauma que supuso el
suicidio de su progenitor en el día en que alcanzó los cuarenta y ocho años de
edad. Un plutócrata déspota y amargado que recibe, al cumplir estoicamente la
edad en que su padre se quitó la vida ante amigos y familiares, un regalo de
manos de su hermano menor Conrad (Sean Penn). Un juego, del que no sabrá ni
normas ni objetivo último, pero que le asegura le cambiará la vida,
haciéndosela “divertida”. Un
entretenimiento pertrechado por una críptica organización al servicio de los
más acaudalados oculta tras sus siglas CRS (del inglés Consumer Recreation Service),
que comenzará con una serie de pistas con visos de juego de rol en vivo pero
que poco a poco irá poniendo la lujosamente insalubre existencia de Van Orton
patas arriba… hasta límites insospechadamente peligrosos para su cordura y
hasta para su vida.
Aunque esa amenazante
sospecha ya se asienta en el ánimo del espectador de The Game, tercera y modesta incursión del hoy reputadísimo director
David Fincher[1]
en el campo del largometraje[2],
desde el primer plano del film que muestra a modo de desvencijada película
casera a un jovencísimo y sonriente Nicholas (interpretado por Scott Hunter
McGuire) en el día del fatídico aniversario de su padre (Charles Martinet), así
como la muerte de éste al arrojarse desde una ventana. Las minimalistas y
quebradizas notas al piano que acompañan la secuencia, otorgando una triste
pátina de sobriedad a una tragedia de la que no se contemplan muestras de
horror por parte de los congregados a la celebración, ni tampoco de dolor de
los más allegados al patriarca Van Orton, siembran la fértil semilla de
resignada angustia que se irá desarrollando durante todo el metraje de la
película. La frialdad tonal, repleta de tonos gélidamente azulados y apagados, un
ritmo lánguido y casi contemplativo que aborta cualquier exceso de espectacularidad
en prácticamente todas las secuencias, una banda sonora por cortesía de Howard
Shore que suma a la minimalista tonadilla de notas agudas antes mencionada una
serie de tonos graves que jamás se desatan completamente, tejen una red de
contención emocional que por un lado puede resultar algo frustrante para un
público quizás a la espera de un desarrollo más trepidante, pero también marca
sobremanera la turbia (y más tibia de lo deseable) personalidad de The Game así como la del hombre que la
protagoniza de forma casi solipsista.
Vista así, y
sin abandonar nunca esa distancia tonal con la que Fincher observa de forma
casi clínica a Van Orton mientras juega una solitaria y agresiva partida de
squash encerrado en un cubículo acristalado reveladoramente de idéntica escala
al plano con el que se recoge su furiosa sesión deportiva, The Game supone un descenso a los infiernos del protagonista con
visos redentores. Un esmerado tren de la bruja en el que la oscura CRS atiza
los temores que el protagonista creía haber enterrado bajo una vida férreamente
controlada, haciendo saltar todas las
alarmas de una existencia que ha pasado de la comodidad a la abulia más autosatisfecha. Bajo este punto de vista, la
narración o lo que cuenta The Game
sobre el papel es un cuento moral que bordea el precipicio de lo
antipáticamente aleccionador, mantenido a distancia por la sobriedad formal
cortesía de un David Fincher tan replegado en sí mismo que a veces puede
resultar un tanto descafeinado en sus oscuras maneras. Y bajo esta perspectiva,
podría pensarse que la contención formal de The
Game responde a una ilustración, casi expresionista, de la tumefacta sensibilidad
del poderoso hombre que la protagoniza, que además es el epicentro absoluto de
una película construida, muy reveladoramente al igual que el juego que le da
título, a su alrededor. Pero en el fondo, y aunque considerablemente bien
jugada, esta posible estrategia se entremezcla con otra presuntamente menos
honrosa, aunque por sí misma no implique un peor resultado: la supeditación
absoluta de The Game a la estrella de
cine que la protagoniza. La presencia de Michael Douglas, que cumple
sobradamente con su papel sin esfuerzo aparente, en prácticamente todos los
planos de la película, marca sobremanera el film de Fincher de más que disputada autoría entre actor y realizador. Y
eso que, en cualquier caso, el astuto director de The Game juega hábilmente sus cartas en aras de hacer oír su voz.
Siendo este un film sometido a la imagen de su protagonista, Douglas representa
una curiosa elección dentro del star-system
hollywoodiense, más allá de sus dotes interpretativas en sí mismas
consideradas. Alguien que ha construido una parte importante de su carrera en
base a personajes protagonistas marcados por rasgos desagradables y depravados[3],
otorgando a Fincher una relativa comodidad (por libre de unas ataduras morales
más recatadas que otras estrellas del firmamento de Hollywood a buen seguro
habrían requerido) y más aún, gozando de una permisividad poniéndolo a prueba en base a situaciones más o menos
turbias de la que difícilmente habría gozado bajo otros parámetros comerciales.
Además, su constante y obligada presencia resulta más o menos lógica tenida en
cuenta la naturaleza de una película que bajo otro punto de vista que no fuese
el del subjetivismo más salvaje haría aguas por todas partes. Pero este
aprovechamiento mutuo por parte del realizador y del sistema de estudios que se
beneficia de sus más jóvenes, y en cuanto a experiencia menos poderosos,
talentos, es sólo una de las muchas contradicciones bien salvadas por Fincher.
Porque The Game pretende ser una película de entretenimiento, pero al mismo tiempo
lucha por demostrar una cierta personalidad en lo formal que llega a diluir
excesivamente la tensión que sería de esperar en un film de estas
características, resulta gélida y al mismo tiempo intenta ser emocionante, pero esa frialdad que tan bien
funciona espesando los instantes más turbios hasta lograr una conseguida
sensación de inasible amenaza, choca frontalmente durante gran parte del film
con un protagonista no sólo antipático, sino prácticamente exento de rasgos con
los que uno pueda identificarse. La extraña y no siempre equilibrada estrategia
formal que hace de The Game una
película distante y al mismo tiempo construida de forma puramente subjetiva,
hace del personaje interpretado por Douglas un amargo señor Scrooge que malvive
en su lujoso caserón -prácticamente vacío y con el eco como perpetua banda
sonora- como un ser maldito con alergia a toda compañía que no sea la de su
abogado (Peter Donat) o su sirvienta Ilsa (Carroll Baker)… y que se relaciona
con los demás casi siempre mediante llamadas telefónicas sin prácticamente beber
ni comer en su desprecio por todo lo que haga de él un ser humano. Siempre
atrincherado en su despacho, o en reuniones de negocios de las que sólo parece
relajarse ante su televisor, Nicholas actúa como un zombi ajeno al mundo que lo
rodea, pero es también un personaje raquítico que no alcanza el grado de
abstracción -ni el énfasis dramático- que haría de él una figura simbólica o
digna de compasión. Visto así, el Nicholas Van Orton que pulula como
inconsciente sujeto de un experimento, es una alma en pena que vaga por los
vericuetos de una película que funciona como trampantojo de una realidad
convertida en un opaco laberinto para su protagonista. Van Orton es poco más
que un arquetipo del que sólo el algo postizo trauma infantil, afortunadamente
muy atenuado por la desvaída opción formal establecida por Fincher, otorga algo
de entidad. A cambio, el director se siente considerablemente más cómodo
componiendo una atmósfera en la que los cabos sueltos, como lo que se refiere a
casi todas las peregrinas y macabras pruebas
puestas en solfa por la CRS, resultan mucho más interesantes por su capacidad
de sembrar duda que lo que desde el guión se pretende atado y bien atado. Ya
que, visto el saldo final, ni todo lo que parece
ser parte del juego lo es realmente ni lo que pertenece a la esfera de lo real
está fuera de toda sospecha. Vista así, The
Game contiene en su interior una película de acción sobre la que la
antiépica puesta en escena de Fincher va sumando capas de deprimente negrura en
forma de una tenebrosa iluminación que recorta las siluetas de los personajes
casi siempre sumidos en penumbras y la tristeza que rezuma todo el conjunto, aproximando
la película a las tormentosas proximidades del género de terror… Pero que a pesar
de la presencia de amenazadores personajes y una muy inquietante aparición de
un payaso de juguete, tampoco funciona según los más trillados parámetros de
dicho género, ya que su extrema contención dramática, rayana en lo insípido en
algunos momentos, evita que el terror estalle, condensándolo en una angustia
que jamás, y para bien, se libera. Y es en este punto de intersección entre la
potencialidad del fondo y su forma definitiva, en el que la efectividad de The Game se resiente de un libreto que
parte de un muy interesante punto de partida, pero que incluye su propia
semilla de autodestrucción, regada por la puesta en escena de Fincher y su
apuesta por la duda como motor
dramático y generador de interés antes que por el suspense en su acepción
genérica y cinematográfica. Su atonal planificación, considerablemente
convencional y siempre anclada al actor y al personaje principal que interpreta,
no pretende -o en caso de que así sea, no lo consigue- establecer escaladas de
tensión, sino ilustrar la caótica y angustiosa vorágine en que se ve empujado
Nicholas. Así, The Game, extraña
película de suspense que aboga conscientemente a no provocar tensión mediante
el uso del lenguaje cinematográfico más o menos convencional, juega
más a sorprender a un espectador pegado a los talones de un protagonista
víctima de nuevos giros que a su vez abren puertas a otros giros que descartan
los anteriores en una escalada conspiranoica en la que todo puede ser falso o
cierto, pero cuyo objetivo último siempre queda oculto.
Siendo The Game una película que plantea una
realidad en constante deconstrucción
de sí misma, revelando como falso (o
parte del juego) lo que pocos minutos antes había sido presentado como real, y basada en una plasmación formal
más volcada en la atmosférica distancia y la inasible sensación de amenaza
provocada por la duda y la impresión
de descontrol por parte de un hombre que creía tenerlo todo bajo su aburrido
mando, el suspense se diluye dejando cuajar una leve angustia que florece
durante -y se sostiene después de- el visionado del film. La oscura, pero
paradójicamente leve, atmósfera impresa por Fincher a The Game consigue lo que bajo una intencionalidad más remarcada
habría sido imposible: hacer de lo real
algo siempre sospechoso de acabar siendo una mentira más, en un nuevo giro
argumental tanto en la película como en la propia vida de Van Orton, conceptos
que se solapan debido al subjetivismo sobre el que se arma The Game. La sobriedad del film, perpetuado por Fincher gracias a
la gelidez que desprende su puesta en escena
hasta en los más mínimos detalles, ya sean estos la aséptica pulcritud de
los decorados en los que transcurre la acción (que a su vez, pronto se
convierten en decorados visibles para
los propios personajes de la película), o la elección de la fría belleza de
Deborah Kara Unger como Christine, enigmática comparsa femenina del millonario,
logra que la diferencia entre realidad y mentira sea inexistente. O que lo sea,
en el mejor de los casos, en cuestión de tiempo y de punto de vista, sin que
jamás y en una estrategia muy bien planteada por el director, se establezca
ninguna diferenciación formal entre realidad y juego. Además, este último aspecto,
el más interesante de The Game y
perfectamente integrado (o camuflado) en sus imágenes, no empantana su
naturaleza de película destinada al más frontal de los entretenimientos de
tarde de domingo, ya que The Game carece,
por lo recién comentado, de toda ambición o pretensión intelectual. Pero esto,
lejos de ser una rémora, la hace no sólo menos antipática que de haber optado
por una óptica más pretenciosa sino también mucho más efectiva.
De forma tan
despreocupada como contundente, The Game
se muestra como una película que deja ver su propia tramoya sin dar muestras de
autoconciencia o de mostrar un discurso metalingüístico: todo en ella responde
a la manipulación de lo que
entendemos como real dentro de la película
para acabar demostrando -con escasos detalles sembrados como minas contra la
credibilidad del relato narrado en el film- que no lo es. Así, las peores
pesadillas de Nicholas, capaces de echar por tierra su agresiva compra de las
acciones del pudiente Armin Mueller-Stahl (Anson Baer) amigo de la familia Van
Orton, toman forma en una de las habitaciones de hotel en las que se hospeda el
protagonista en sus viajes de negocios y que se encuentra… nevada de cocaína,
una película porno a todo volumen emitiéndose en su televisor y fotografías en
las que puede verse una mujer sin rostro pero desnuda y exhibiendo su ropa
interior de un intenso color rojo. Esta prenda, idéntica a la que lleva la
camarera Christine y que Van Orton reconoce después de observarla cambiándose
de ropa en su despacho tras huir los dos de los sicarios del CRS, siembra una
asociación en la mente del multimillonario que identifica en la joven camarera
a una de las implicadas en el juego. Una asociación idéntica a la que el
espectador de The Game crea ante
estas dos escenas. Y ambos, tanto Nicholas como el público, reciben su cura de
humildad ante la despreocupada reacción de la ambigua Christine cuando, más
avanzada la trama, el protagonista le espeta la presunta prueba de su relación
con la CRS obteniendo las más lógica y desarmante de las respuestas ¿cuántas
mujeres llevan sujetadores rojos? En otro instante, el inevitable Nicholas ve
en el llavero de un hombre el diabólico rictus del payaso de juguete que unas
secuencias antes ha encontrado ante la puerta de su casa, imaginando una
relación entre el propietario del manojo de llaves y una CRS reconvertida en
castigadora providencia que nunca llega a ser concluyente. Y hay más, la manía
persecutoria que sufre Nicholas acaba contagiándose, coherentemente, al
espectador, incapaz como el protagonista de discernir una pista real, dentro
del universo de la película, de otra que no lo es. Vista así, la figura de
Fincher como director se fusiona con la de CRS, tal y como la del millonario
-vector a través del cual transcurre todo el film- se solapa con la del público.
Resultan bastante ilustrativas al respecto las irónicas secuencias que muestran
a todos aquellos que participan en el juego de Nicholas Van Orton finalmente
reunidos en un gran edificio, como intérpretes en un descanso de un rodaje a la
espera de que el juego requiera de sus servicios o, sobretodo, que gran parte
de la manipulación a la que se somete tanto el protagonista como el público sea
a partir de una serie de lugares comunes propios del lenguaje cinematográfico
como los mencionados algo más arriba, y que son constantemente cuestionados por
el film de Fincher. Astuto realizador que plantea y muestra su película y el
juego que la alberga como lo mismo: puro conductismo capaz de tergiversar la
percepción, la identidad o la iniciativa
de sus últimos destinatarios, ya sean estos Nicholas Van Orton o cualquiera de
los espectadores de The Game. Con
esta hábil pirueta, probablemente la mejor resuelta de toda la película, el
director pone en picota la capacidad de aprehender la realidad por parte del
espectador y también lo voluble de una narrativa, la basada en la causalidad,
que ha dejado de tener sentido tanto dentro como, por tanto, fuera de la
pantalla en la relación que el espectador mantiene con la película que está
viendo. Pero esta fragilidad de lo que entendemos por real, que podría verse como una antipática -por obvia- perogrullada,
es afortunadamente sumergida en una coraza narrativa que si bien tiene su única
base dramática en el angustioso sentimiento de que la realidad está fuera de
control, resulta lo bastante hábil como para no situarse en un primer y discursivo
plano en The Game, siendo así mucho
más productiva[4].
Una tentación mantenida a raya desde el instante en el que el protagonista,
pese a lo parco de su retrato, se mantiene como seguro y único islote ante un
mundo en el que reina lo incomprensible y el descontrol.
Tal y como se
desprende de las reacciones de Van Orton, lo único que en The Game está fuera de toda sospecha por estar construida a partir
de su punto de vista, todo es
potencialmente falso e incomprensible para él a su recién descubierta pequeña
escala. Todo, menos él.
La autenticidad de Van Orton es el único
elemento mostrado como incuestionable por un Fincher que debido a este único
elemento sólidamente asentado, recoge convencionalmente un punto de partida que
si bien corría el más que plausible riesgo de diluirse hasta la nada, hace
reflotar la última contradicción sobre la que asienta The Game: ser una película forzadamente anticonvencional pero
siempre dentro de unos parámetros, los de la estructura de un guión bien
plasmado en imágenes por Fincher, mucho más rígidos que lo que las ideas que se
desprenden del film necesitarían para desarrollarse en toda su amplitud.
Aunque así, y
gracias a ello, la historia narrada en de The
Game evita hacer aguas y se recoge en un personaje protagonista que traza
un arco de humanización que va desde
lo insalubre de sus primeros pasos en la película, despreciando a todo y todos
aquellos que intentan mantener algún contacto mínimamente civilizado con él,
hasta su resurgimiento en la cripta
de un cementerio mejicano. Este simbólico renacimiento, después de que un
antiguo Van Orton es sedado y encerrado vivo en un ataúd, es visualmente
subrayado por Fincher mediante un sencillo cambio de vestimenta del
protagonista, de los grises y negros anteriores al blanco, y también mediante
el contraste entre la oscura ciudad en la que transcurre gran parte de The Game y los soleados paisajes del
Méjico al que ha ido a parar el multimillonario. Un hombre cuya fortuna se ha
esfumado y que se ve obligado a hacer lo que jamás habría imaginado: implorar a
un grupo de desconocidos que lo lleven hasta los Estados Unidos. Su ex esposa
(Anna Katerina) hace físico acto de presencia,
dejando de ser una voz al otro lado del teléfono para el público, y Van Orton
pierde los estribos en más de una ocasión sin la vergüenza que antes le habría
acarreado por su pertenencia a la alta sociedad. Así, Nicholas pasa de cínico
poderoso siempre atrincherado tras las lunas de su lujoso coche a paria y
peatón a la fuerza, recobrando por el camino su precaria humanidad. Cerrando un
círculo tan moralista como afortunadamente enturbiado por la habitual querencia
de Fincher por hacer del Caos un agente finalmente más curativo que destructivo
ante un Orden casi siempre sinónimo de podredumbre vital[5].
Como parte de esta toma de conciencia del mundo que lo rodea por parte del
multimillonario, mendigos que le imploran malhumorados una limosna en las
cercanías del aeropuerto (Tommy Flanagan), desconocidos sin rostro que piden
papel higiénico desde el otro lado de la fina pared que separa los inodoros del
mismo edificio (Harry Savides), o simples transeúntes que se desploman de
pronto presos de un ataque al corazón (André Brazeau) son algunos de los hombres y mujeres que se
cruzan en el camino de un Van Orton mucho más atento a su entorno… e incapaz de
comprenderlo y, peor aún, discernir en él lo real de lo que no lo es, lo que le
atañe y lo que no, y evidenciando su falta de iniciativa y de verdadera influencia en un mundo
tremendamente voluble y una realidad desmembrada.
Así, The Game deja atrás posibles lecturas
metalingüísticas, igualmente incluidas dentro de otras que desbordan los
límites de la película, para tender puentes con el mundo a este lado de la
pantalla. La abisal paranoia que inunda la fortificada vida de Van Orton, la
imposibilidad de entender un mundo que se descompone en un caos sólo sostenible
mediante una fe ciega en una realidad que paradójicamente ha dejado de ser auténtica, son algunos de los temas que laten
pausadamente como un venenosos rumor de fondo bajo la piel de una película
planteada, pese a todo, como un vehículo estelar para su actor protagonista, y
sin más ambiciones que entretener al respetable rizando el rizo sobre las más
peregrinas situaciones, sostenidas sobre la pura nada argumental[6].
Pero en su modestia, la acritud formal de Fincher es capaz de dar esquinazo a
toda seguridad respecto a lo visto en pantalla. Ni siquiera el prototípico happy ending es capaz de borrar la
sospecha alrededor de todo lo que transcurre en The Game[7],
film tan bien interpretado como entretenido, pero cuya tendencia a los giros
más o menos inesperados la convierte en un respetable entretenimiento de un
solo uso, aunque dotado de unas muy interesantes cargas de profundidad capaces
de desbordar lo agradablemente modesto de su recipiente.
Título: The Game. Dirección: David Fincher. Guión: John Brancato y
Michael Ferris. Producción: Steve
Golin y Ceán Chaffin. Dirección de
fotografía: Harris Savides. Montaje:
James Haygood. Música: Howard Shore.
Año: 1997.
Intérpretes: Michael
Douglas (Nicholas Van Orton), Sean Penn (Conrad Van Orton), Deborah Kara Unger
(Christine), James Rebhron (Jim Feingold), Peter Donat (Samuel Sutherland).
[1]Para los interesados en leer una muy somera biografía y, de forma
algo más pormenorizada, filmografía de David Fincher, pueden hacerlo en una de
las notas al pie de la entrada dedicada a la que en opinión del que firma es la
mejor de sus películas: El club de la
lucha, publicada en este mismo blog en el mes de junio de 2013.
[2]A pesar de que The Game
iba a ser inicialmente la segunda película de la carrera del realizador, y Seven la tercera. Pero un hueco en la
agenda de su actor protagonista Brad Pitt provocó que el ya mítico film
alrededor de la persecución de un brutal asesino con los siete pecados
capitales como fuente de inspiración tomara la delantera al film que nos ocupa.
Inicialmente, el guión escrito por John Brancato y Michael Ferris en 1991
estaba pensado para ser producido por la Metro Goldwyn Mayer, estando cerca de
ser la opera prima del realizador Jonathan Mostow (que más tarde se estrenaría
con Breakdown y seguiría su carrera
con título como U-571 y la olvidable
tercera entrega de la saga Terminator)
con los intérpretes Kyle MacLahan y Bridget Fonda en los papeles protagonistas.
Pero un año más tarde, el proyecto fue adquirido por Polygram y Mostow relegado
al papel de productor ejecutivo. Polygram acababa de comprar Propaganda films,
la productora de videoclips y anuncios de David Fincher, sobre el que recayó la
dirección del guión de The Game tras
serle propuesto por Steve Golin, uno de los fundadores de la compañía. Tras una
serie de reescrituras llevadas a cabo por Andrew Kevin Walker (guionista de Seven y uno de los más recurrentes
colaboradores del realizador muchas veces sin acreditar) durante las seis
semanas posteriores a la finalización de Seven
destinadas a hacer del personaje de Van Orton uno más desagradable y el tono
general del liberto más sombrío, Fincher quedó definitivamente satisfecho con
el resultado. Gracias al éxito de su película anterior, el film de Fincher gozó
de un presupuesto más holgado al inicialmente previsto, lo que probablemente
hizo posible la presencia del actor Michael Douglas como protagonista, cuya
implicación en la distribución del film palió la falta de experiencia de
Polygram -productora pero no distribuidora- en este campo.
[3]Especializado en personajes con lo turbio como denominador común,
Douglas ha hecho particular carrera interpretativa, para más inri y en muchas
ocasiones en papeles protagonistas, encarnando a personajes tan míticos como el
tiburón de las finanzas Gordon Gekko en Wall
Street (y también en su secuela, aunque por el bien de todos mejor pasemos
un tupido velo sobre ella y su lamentable recuerdo) u otro Nicholas, este
policía y turbulento protagonista de Instinto
básico entre muchas otras películas que han ido componiendo una imagen
cinematográfica bastante peculiar dentro de la puritana industria del cine
norteamericano. Siendo Douglas la piedra angular no sólo del aspecto actoral
del film sino también su mayor reclamo para los inversores y distribuidores de The Game, el resto del reparto orbitó
alrededor de las decisiones tomadas por el actor a la par con Fincher. Sean
Penn, en el papel del hermano menor Conrad, retomó un personaje que
inicialmente iba a ser interpretado por Jodie Foster y que en algunas versiones
del guión osciló entre ser la hermana de Nicholas o la hija de este. Pero, y
pese a que Douglas y Foster ya habían actuado como padre e hija en Napoleon y Samantha en 1972, al actor
protagonista no acababa de agradarle la impresión de vejez que provocaría en el
público el que su personaje tuviese una hija de la edad de Foster en el momento
del rodaje de The Game. Inicialmente,
la actriz intentó hacerse con el personaje de Christine, que más tarde recaería
sobre Deborah Kara Unger, pero el realizador lo desestimó al considerar que la
presencia de Foster como equívoco personaje llamaría demasiado la atención del
público, desconcentrándolo de la trama. Y más tarde, y tras numerosos retoques
al gusto de todos, la apretada agenda de Foster hizo amistosamente imposible su
participación en la película, con lo que Penn, tras el rechazo de Jeff Bridges
a la oferta de Fincher, recogió el testigo entendiéndose con Douglas a las mil
maravillas. En el caso de Kara Unger, la actriz tuvo una curiosa manera de
hacerse notar: no acudió a la audición sino que envió a Fincher y Douglas una
grabación con sus más calenturientas secuencias de Crash, la turbia y fascinante adaptación del libro homónimo de J.G.
Ballard dirigido por David Cronenberg… y que impactó lo suficiente a actor y
director para reconocerla como la Christine ideal que acabaría demostrando en
la audición que algo más adelante hizo en persona.
[4]Numerosas películas con el tema de la percepción de la realidad
como núcleo dramático vieron la luz casi al mismo tiempo que The Game. Desde la interesante Abre los ojos, del muy irregular y
castigado Alejandro Amenabar, hasta la mítica Matrix de los hermanos Wachowsky, pasando por la más ambiciosa El show de Truman (que sí ponía en
primerísimo plano los dilemas de una vida puramente mediatizada, como se
intenta argumentar en la entrada dedicada a ese film en este blog, publicada en
el mes de noviembre de 2013) dirigida por Peter Weir o incluso la excelente y
olvidada Dark city de Alex Proyas,
certifican el interés por este tema en un periodo de tiempo sorprendentemente
reducido. En un registro diferente, algo de todas esas películas hay en la
magnífica película dirigida por David Lynch en el mismo año de The Game: Carretera perdida, de la que también se ha hablado aquí, en una
entrada publicada en el mes de septiembre del pasado año 2013.
[5]Nada que no se desarrollara, de forma mucho más exagerada y
brutal, en El club de la lucha y cuyo
rastro se encuentra diseminado por toda la filmografía del realizador de The Game. Emparentados con Nicholas Van
Orton y el esquizoide narrador anónimo de El
club de la lucha, ambos hombres increíblemente aislados en sí mismos respecto
al mundo que los envuelve, podríamos encontrar al detective Sommerset
interpretado por Morgan Freeman en Seven,
así como su reflejo deformado ,el asesino encarnado por Kevin Spacey en la
misma película, o al Mark Zuckerberg de La
red social, la Lisbeth Salander de Millennium
I, la Megan interpretada por Jodie Foster en La habitación del pánico… todos ellos con una carencia emocional
que los hace universales y, por tanto, plenamente contemporáneos: la
incapacidad para establecer vínculos con aquellos que los rodean, con todo lo
que eso implica para cada uno de ellos.
[6]A pesar de lo dicho aquí, Fincher reniega de todo intento de
hablar de otra cosa que no sea del cine y su lenguaje a través de The Game. Según sus palabras: “Esta película era, para mí, un interesante
estudio no alrededor de la conducta humana, ni de la manera en que nos tratamos
los unos a los otros, o qué esperar de la vida, ni nada de eso… Era más bien
¿qué es lo que el público espera de una película y qué es lo que necesita de
ella? ¿Hasta donde puedes llegar? Tienes el control absoluto sobre lo que una
persona va a ver y escuchar durante un par de horas, el público sabe que puedes
enseñarle lo que quieras –tienes ordenadores que pueden crear un Tiranosaurio
capaz de devorar un coche- así que la
cuestión es ¿qué es lo que NO enseñas? Cada vez que muestras algo en un plano
corto, la gente entiende de forma inconsciente que has tomado una decisión por
montaje, que les has dicho “Mirad esto, es importante” así que cada vez que subrayas algo y por tanto lo catalogas, cada vez
que haces eso la gente se da cuenta y lo cataloga… Con todo, y a pesar de
que Fincher demuestra así, como en muchas otras ocasiones, ser un director
perfectamente consciente de su poder sobre el público y de la narración
cinematográfica como forma de manipulación (por algo será que durante una parte
de su carrera audiovisual, Fincher llevó a cabo numerosos anuncios) lo dicho
por el realizador de The Game es
igualmente aplicable a la vida real.
Y más aún teniendo en cuenta lo brutalmente mediatizada que se encuentra,
voluntaria e involuntariamente y esto último con intenciones claramente
conductistas, hoy en día. Probablemente por eso Fincher abogó por rebajar la
mayoría de subrayados dramáticos más o menos obvios propios del cine de
Hollywood a fin de eliminar la diferenciación formal entre juego y realidad en
la visión del mundo de Van Orton y por tanto también de la nuestra como
espectadores de la película que protagoniza y en la sobriedad de los títulos de
crédito iniciales sólo hizo uso de un ilustrativo elemento: un puzzle. A cambio
y de forma mucho más sutil, ofrece otros lugares comunes como el colorido que
envuelve a Christine -ya sea en el cálido apartamento en el que vive o en su
vestimenta- en contraste con la grisácea existencia de Nicholas, o la afable
apariencia de James Rebhorn, el actor que interpreta a Jim Feingold, el agente
de ventas de CRS que convence a Van Orton para que se apunte al juego… todo
ello tan convincente desde el punto de vista perceptivo como finalmente falso,
en un juego de conductistas muñecas rusas que Fincher remataría de forma más
lograda y contundente en su inmediatamente posterior El club de la lucha.
[7]Dentro de las múltiples revisiones del guión -que despojaron al
original y primero de todos ellos de prácticamente todo sentido del humor,
envejecieron al protagonista por encima de la treintena inicialmente prevista y
recortaron varias secuencias que no encajaban en la visión que Fincher tenía
del film- se planteó un final diferente que incluía el que acabó prevaleciendo.
Estirando algo más el metraje, la película dejaba a Van Orton embelesado por la
posibilidad de un romance con Christine como certificado de que una nueva etapa
de su vida acababa de empezar, pero la cámara se alzaba sobre el edificio en el
que tiene lugar la fiesta final rompiendo el subjetivismo del film y poniendo
al público por delante del protagonista por primera vez hasta mostrar un cartel
luminoso que indicaba que se había llegado a la Segunda Fase… con lo que el juego, que jamás se había detenido,
continuaba. Algo innecesario teniendo en cuenta que el film de Fincher juega lo
bastante bien su imposible diferenciación entre lo real y lo falso como para
tener que plantearlo de forma tan explícita.
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