Un Ícaro
mecánico sobrevuela vapores y espesas nubes que recubren el cielo haciendo imposible ver la tierra bajo ellas, oscurecida
y ajena a la brillante luz del sol que se refleja en la dorada armadura y
metálicas alas del hombre volador. Una mujer, de belleza borrosa tras un manto
transparente, lo llama sensualmente, flotando a su altura: ¡Sam! Y el Ícaro, tras dar una majestuosa vuelta de campana en el
aire, desciende hasta desaparecer bajo las nubes… Para despertar embutido en su
pijama, encapsulado en su aséptico apartamento y llamado a las filas del mundo
real por el animalesco zumbido de su teléfono. Al otro lado de la línea, Mr. Kurtzmann
(un repelente Ian Holm), su superior le recuerda que ha vuelto a quedarse
dormido y llega tarde a presentarse en su aburrido puesto de trabajo en el oscuro Ministerio de Información, y
también a su cita diaria con su madre
(Katherine Helmond), una mujer en perpetuo y grotesco reciclaje físico gracias
a la todopoderosa cirugía plástica, cuyos designios, siempre al grito de: ¡Sam!, acompañan al miserable Sam Lowry
(un espléndido Jonathan Pryce) en sus lánguidos paseos por una ciudad en
perpetua tiniebla bajo un cielo cubierto por descomunales edificios, cuyas
cumbres resultan invisibles para el ojo humano y sus cabizbajos porteadores.
Una paupérrima existencia física, que se adivina común a la de todos los conciudadanos, y que es incapaz de tender, además, puentes con una realidad vertebrada por el puro absurdo y lo feamente aleatorio. Porque uno de los mundos de Brazil, el que tristemente más se apercibe como real, por próximo al nuestro a este lado de la pantalla, en el que hombres y mujeres viven para trabajar y se ganan el sustento a base de acatar órdenes fragmentadas que les impiden ver o sentir sus consecuencias, y en el que cada acción se valida no por su sentido último sino mediante un recibo que deja constancia de la misma, es el más desagradable de todos los que se reflejan, los unos en los otros, en esta película dirigida por Terry Gilliam[1]. Pero ni es el único, ni tampoco, y pese a lo que puede parecer, el más real para la fortificada mente de su protagonista, Sam Lowry. Más bien al contrario. Lowry, un hombre tan gris como su propia rutina diaria, de aspecto enclenque y mirada perdida en una nada que no le satisface y que espolea su constante huida a mundos de fantasía de ribetes artúricos, se atrinchera a diario, siempre a camino entre el sueño y la vigilia, en visiones en las que se pertrecha con una brillante armadura volante liberando a etéreas princesas del yugo de unos seres infernales cuyo imperio ha cubierto el sol y convertido la tierra en un sitio inhóspito e inhabitable. Casi tanto como el lamentable fresco social puesto ante los ojos del público por Terry Gilliam en forma de urbe infernal interconectada por intestinales cañerías que lo relacionan todo entre sí traspasando oficinas, despachos, calles y hogares, sin que sus habitantes parezcan ceder un centímetro en su cómodo individualismo. Un monumento al sinsentido siniestramente familiar que se sustenta en una inenarrable burocracia, lógicamente opaca pero de terribles consecuencias, capaz de condenar a un inocente por un error fruto de la caída del aplastado cadáver de un moscardón sobre el mecanismo de una máquina que expele sentencias sobre ciudadanos considerados terroristas, es sólo una de las monedas de cambio de la movediza confusión en la que se anega un Lowry en continuo, infantil y perfectamente comprensible repliegue hacia sí mismo ante lo críptico y amenazador del mundo que lo rodea. Así, y sirviéndose de una tonta confusión que convierte el nombre de un fuera de la ley llamado Archibald Tuttle (Robert De Niro) en el de Archibald Buttle (Brian Miller), un apacible padre de familia que ve truncada su víspera navideña en familia con la irrupción de un violento comando militar que arrasa su hogar, encañona a su familia y lo inmoviliza a él en un calcetín de esparto que lo aísla del mundo, Gilliam plantea sus ácidas cartas en la diluida descripción de un universo regido por una lógica absurda, y totalitario para los que lo habitan en su incomprensión.
Así, en contraposición a las límpidas, y algo envejecidas, imágenes de los sueños de Lowry, que se irán enrareciendo durante el transcurso del film al irse contagiando del tono y algunos elementos de la vida diurna del funcionario, que a su vez verá como algunos de los elementos de su vida cotidiana cobran sentido a partir del contacto con el mundo de sus sueños, Brazil acuña unos fastos artísticos de lo más variopinto, cuya aturullada combinación torna en eficazmente opresivos. De este modo, un vestuario que se diría saca fuerzas de algunos de los lugares comunes del cine negro, se combina con una arquitectura aséptica y descomunal con el gris como tibio común denominador y unos pálidos rayos solares de tonos ocres como excepcionales matices cromáticos, de la mano de esporádicas explosiones de antinaturales colores agresivamente saturados. La planificación, puesta en solfa por un entregado Gilliam enamorado de un armónico desequilibrio formal generalizado, aglutina en su seno contrapicados, imágenes deformadas y carentes de profundidad y apelmazando en un mismo plano focal todos los elementos que las componen, encuadres dentro de encuadres y movimientos de cámara tan vigorosos como de múltiples significados… o ninguno en absoluto. El exceso audiovisual de Brazil empuja al rechazo absoluto por empacho (y a decir de sus detractores por vacuidad abarrotada) o la entrega a la borrachera visual que propone. La mixtura genérica, que hace bullir en la olla a presión de Brazil el terror, sátira social, la fantasía, el romance o la comedia escatológica y absurda, anula las diferencias entre unos y otros hasta reflotar un particularísimo tono basado en lo bizarro. Conjugando así una extrañísima melodía visual en el que ninguno de los géneros anteriores destaca sobre los demás, sometiéndose a una muy particular armonía con lo surreal, cuando no lo pesadillesco, como estribillo. El incansable e irritante griterío proferido por muchos de sus histéricos personajes, un sentido del humor que resulta demasiado bufonesco y sangrante -a tono con todo lo demás- como para suponer una válvula de escape ante la fetidez social planteada por la feísta distopia vista por Gilliam[2], incrementan la sensación de amenaza en lugar de diluirla. Lo carnavalesco de su comicidad -apoyada en numerosas ocasiones en recursos propios del cartoon, cuyo histérico espíritu parece emular en carne y hueso[3]- acaba por resultar más irritante y productivamente desconcertante, en cuanto acentúa la absurdidad del mundo en el que vive Lowry, que divertido en su sangrante negrura. Abundan en Brazil los cambios de tono, los derrapes genéricos del terror a la comedia y viceversa hasta que acaban por ser inadvertidos en un marasmo grotesco de visos coherentemente alucinógenos. Una agresiva e irreverente combinación, que con lo barroco de su puesta en escena, que asfixia hasta el más mínimo resquicio del perímetro del plano con incontables detalles que llegan a hacer irrespirables algunos instantes, confluye hasta sellar en Brazil un universo deprimente y opresivo. Pero también, y afortunadamente, dar una película tan fascinante como ambiciosa, en la que lo irritante funciona como atractivo y ambivalente revulsivo… hasta alcanzar una muy particular armonía entre todos sus (muchos) elementos.
Porque el abigarrado arsenal audiovisual del film no concluye ahí: la alucinada atmósfera pergeñada por Gilliam y sus colaboradores, trufada hasta el más puro horror vacui saldado ingeniosamente por elementos grotescos como las terribles caretas de bebé tras las que se ocultan los matarifes del Estado, o la malsana afición de la madre del protagonista por remodelar su cuerpo a su gusto entre muchos, muchos otros, consigue introducir un muy considerable grado de paranoia que se asienta en el cuerpo de un guión muy diluido en su primer tramo, pero con un filtro a través del cual se plantea toda la película, ordenándola en un discurso con un conflicto de base tan sencillo como complejas son sus posibles lecturas. La inicial oposición entre fantasía (el escapista mundo en el que Lowry se protege de las inclemencias de su vida diaria como caballero volante) y realidad (asimilada como tal por el espectador debido a numerosos puntos en común con la vida de parte del público de Brazil a este lado de la pantalla, tales como la desinformación, la burocracia o el fuego cruzado entre autoridades y terroristas de motivaciones igualmente crípticas), poco a poco va derivando en un terreno de nadie en el que ambos universos confluyen en uno sólo y, más aún, cobran sentido puestos el uno frente al otro. Un único y romántico eje sobre el que se articula todo lo visto e intuido en pantalla, dotando de armonía audiovisual al conflicto que late en el apocado protagonista de Brazil y que se desparrama por toda la película.
Sin llegar a ser un film en primera persona, la mentalidad de Lowry -personificación del soñador que bajo las más variados nombres y actores ha sido el centro de la filmografía del realizador de Brazil- deviene el pivote sobre el que se sostiene no ya el argumento de un film que contiene escenas en las que el protagonista está ausente física o sobretodo mentalmente, sino su soñadora sensibilidad y su bizarra escala de valores dramáticos, capaz de tornar el malestar cotidiano en pura pesadilla, y las más pírricas victorias en pura épica revolucionaria. Así se explica el que la aparición de Tuttle, considerado un terrorista por las más altas esferas de un poder basado en la burocracia que obliga a los actos más bárbaros y a la vez exime de toda responsabilidad a los que los ejecutan, sea vista como la de un héroe antisistema cuyo mayor delito consiste en… arreglar sistemas de ventilación sin permiso. Su absurdamente heroica figura, subrayada por un triunfal acompañamiento musical y su pose despreocupada, digna de admiración al situarla junto a la del pusilánime Lowry, define la infantil visión que el protagonista tiene del heroísmo, haciendo de él un meapilas sólo estimable por sus humanos anhelos de una vida completamente diferente. Además, Tuttle contrasta sobremanera con la agresiva rudeza de la pareja de operarios oficiales (Bob Hopkins y Derrick O’Connor) de calefacción y aires acondicionados enviados por el Estado. Desagradables, autoritarios y chulescos, su repetitiva aparición en diferentes instantes de Brazil jamás supone un avance narrativo dentro de la amorfa historia del film, pero sí denota la importancia que revisten para la insípida existencia de Lowry, “perturbada” por los desvaríos térmicos de su sistema de calefacción, aunque nunca por su pasivo (y cómodo e interesadamente inconsciente) papel dentro del macabro engranaje del Ministerio de Información. Así, y puestas junto a la escena que muestra el atentado terrorista que tiene lugar en el restaurante en que el protagonista y su madre acuden a cenar un repugnante mejunje con sabor a comida en angustiosa compañía de una amiga de ésta (Barbara Hicks), otra grotesca víctima de la incompetencia de su cirujano plástico, y su hija (Katherine Pogson), las secuencias que ilustran los desmanes de los “profesionales” de los sistemas de ventilación cobran una dimensión emocional mucho mayor, lo que sobredimensiona su importancia narrativa, al menos en lo que a duración se refiere, dentro de la película. De este modo, su ligero peso dentro del desarrollo de la historia, pero considerable dentro de la cómoda vida define a Lowry y su profundamente egoísta (e infantil) escala de intereses, que sobredimensiona hasta la exageración todo síntoma de autonomía hasta convertirlo en revolucionario. Bajo ese punto de vista, la esquiva psique de Lowry se convierte en la medida de todas las cosas en Brazil, así como su grado de densidad, pergeñando definitivamente el extraño tono de una película en el que a veces lo nimio recibe más atención que lo importante, y que sólo la pericia audiovisual de Gilliam, con la inestimable ayuda de su equipo técnico y artístico, rescata del naufragio. Dando una visión del arquetípico soñador personificado en Lowry una tan poco halagüeña como, finalmente, comprensible.
En base a lo anterior, y con Sam y su hipersensible imaginación como epicentro dramático y único elemento del film capaz de tender algo de empatía con el espectador, Brazil da vueltas sobre sí misma en un primer y largo tramo del la película -el que muestra a Lowry como sujeto pasivo- que sólo arranca cuando este se obliga a sí mismo a encararse al mundo, ensuciándose las manos al profundizar en la siniestra maquinaria estatal que le permitirá encontrar a su idolatrada Jill Layton (Kim Greist[4]). La inesperada aparición de la joven y temperamental mujer, de aspecto idéntico a la que aparecía llamándolo seductoramente en sus sueños, en la vida física de Lowry, provoca la implicación y muy relativa, por interesada, toma de conciencia de Sam del mundo que le rodea. Así, y estableciendo un curioso -por el material desde el que se establece- arco de personalidad del personaje, Brazil abarca un proceso que tiene su punto de partida en un Lowry molesto con todo aquello que interrumpa su sueño diurno -ya sea un sangriento ataque terrorista, un jefe incompetente que requiere de sus servicios día sí y día también, una madre que sueña con el ascenso laboral de su retoño, o un desajuste en el sistema de calefacción que convierte su automatizado apartamento en un horno incandescente- que culmina con un Lowry capaz de intervenir, por amor, en el mundo que le rodea. Aunque este incremento de implicación no implica que su egoísta visión de las cosas varíe excesivamente… Producto de un sistema social y cultural que ha dividido el mundo entre Opresivo Orden y un Caos Destructor que adquiere características fatales, sin el más mínimo matiz, sólo por oponerse a un Orden que funciona solo, extirpando y demonizando todo elemento humano que pueda perturbarlo, el funcionario Lowry ve el mundo del modo en que le ha sido inculcado: O estás con nosotros, seamos quienes seamos, o eres uno de ellos, sean quienes sean. Y en base a ello, su amada Jill -a la que ama más por lo que representa como símbolo libertario que por quien es como ser humano- se convierte a sus iluminados ojos en una posible terrorista cuando en realidad… es alguien con una capacidad de protesta tan corriente como inaudita para el anulado Lowry, aunque Gilliam acabe dándole la razón apoyando su terrible visión del mundo pasto de la burocracia y del más férreo Control.
Bajo esta insalubre dicotomía entre una pesadillesca realidad filtrada por la sensibilidad de Lowry y los delirios fantasiosos del funcionario del Ministerio de Información, Sam se humaniza en el periplo contenido entre la mentada escena del atentado en el restaurante, en el que Gilliam muestra distante a un protagonista más molesto por el ruido de la explosión y los agónicos quejidos de las víctimas que por la matanza que tiene lugar un par de mesas más allá, y otro atentado mostrado mucho más adelante en el que la posibilidad de que su Jill haya podido perecer bajo fuego terrorista, obliga a Lowry a buscar entre una ensangrentada maraña humana de hombres y mujeres al borde de una dolorosa muerte, y cuya agonía es atrozmente subrayada por el realizador. Podría pensarse en una toma de conciencia por parte de un hombre que descubre lo que es la empatía con sus congéneres al entrar en contacto con su máxima expresión, el Amor, pero Gilliam rehúye lo explícitamente carrinclón sin por ello invalidar el romanticismo de su propuesta. Ni siquiera da el brazo a torcer cuando se trata de rebajar su película a la (posible, pero incompleta) categoría de cuento moral. El pedregoso sendero vital de Lowry trazado por Gilliam lleva al funcionario de un lado a otro de la legalidad como antónimo de la humanidad más elemental, primero como despreocupado y acomodado azote parte del monstruoso engranaje de una enorme maquinaria digna del más perfecto de los totalitarismos, y luego como víctima de dicha maquinaria debido a una fantasía cristalizada en el romance que busca y persigue junto a Jill como símbolo de libertad. Visto así, su estima por la aguerrida mujer está revestida antes de admiración y hasta de ciego fanatismo que de un posible amor que hubiese podido darse a primera vista, haciendo de la figura de Jill una criatura onírica que de pronto aparece en el mundo real y desencalla una existencia ahogada en su propio pasotismo. Este simbolismo, que solapa fantasía con amor y libertad y esta última con terrorismo, recogido por Gilliam sin el mínimo asomo de disculpa para con su protagonista o su no se sabe si lúcida y/o demencial escala de valores, aproxima Brazil a los lugares comunes del romanticismo más alejado de su acepción amorosa, reconvertido éste en uno de los muchos Santos Griales que tan de cabeza han llevado a gran parte de los personajes que habitan la filmografía del realizador. Símbolo o humanidad, realidad o fantasía, Orden o Caos, no existe la moraleja explícita en la ambigüedad que reina en Brazil, pese a que precisamente debido a su renuncia a ser explícita permite extraer lecciones morales de ella. Así, podría decirse que Lowry siempre se mueve por propio interés, delegando su responsabilidad en otros, tal y como se desprende de la terrible escena en que el funcionario visita a la mujer de Buttle, víctima de un error burocrático que lo ha condenado a muerte, y esta rompe en una histeria apenas contenida recibiendo como única respuesta del desabrido protagonista un “no es culpa mía” cerrando la discusión con una firma al final de un documento que acredita su presencia allí. Y hasta cuando se rebela contra aquellos que amenazan el amor de su vida, responde con una desproporción y una actitud casi infantiles. A decir del Gilliam de Brazil, Lowry ansía la libertad… pero para sí mismo, aunque sea en un mundo tan salvajemente opresivo que otra actitud sea impensable. Quizás por ello, la película toma sus relativas distancias con la parábola social fruto del momento en el que se llevó a cabo Brazil, para acabar componiendo el posible retrato de un pobre (y en su ineptitud, peligroso) hombre con alergia a un mundo real contemplado como anulador y muy destructivo para su vida y sus anhelos. Así, Brazil muestra simultáneamente un mundo espantoso e insalubre y una sensibilidad, la de su protagonista, perfectamente amoldada a lo aplastante de unos Poderes Fácticos que gobiernan su interesadamente indiferente existencia. Tomando la imagen en que Lowry se ve reflejado a sí mismo con la cara contra un espejo un espejo esquivando los puñetazos de otro como si se estuviese golpeando a sí mismo, la puesta en escena de Brazil es todo lo poco complaciente con un soñador que se pueda imaginar, mostrándolo en perpetua huida a pastos más verdes dejando hacer y deshacer a unas fuerzas que se aprovechan del pasotismo de los durmientes. Aunque, y ahí es donde Gilliam remueve aún más unas bases ya de por sí muy pantanosas, su actitud no podría resultar más comprensible dentro de la asfixia vital a la que se ve sometido por el autoritarismo del mundo que amenaza con aplastarlo de un papirotazo.
Unos Poderes -ya sean económicos, políticos o ambos a la vez- sinónimo, al menos en Brazil, de una realidad sólo asumible y a duras penas combatible desde la fantasía, siendo Lowry el ring en el que se disputa tan desigual combate. De este modo, el anacronismo visual del film, capaz de aunar vestimenta y tecnología de todo pelaje surgido en “algún lugar del siglo XX”, tal y como rezan las líneas que abren la película y que suponen el único elemento de contextualización más o menos explícito de todo el film, o lo ecléctico de su estética, sitúan Brazil por encima de su sátira más o menos coyuntural para plantar bandera sobre un terreno más universal y también más peliagudo.
Quizás por eso, Brazil funciona mejor cuanto más opaca resulta en su retrato de una realidad más o menos reconocible para el público y se centra en una muy básica, y fértil, dicotomía que contrapone una realidad y una fantasía complementarias. Diferenciación afortunadamente bombardeada por un Gilliam que riza el rizo hasta provocar un empate técnico a base de relativizar ambos conceptos. De otra forma, Brazil habría sido una hábil y visualmente estilizadísima distopia que se refleja en los miedos de la sociedad occidental de los ochenta que la vio nacer, pero la película de Gilliam saca fuerzas de una opacidad creciente durante el desarrollo del metraje que sitúa el film en un estadio superior. Más allá de simbolismos y metáforas rematadamente obvias que se hallan vistosamente desperdigadas por todo el metraje[5], bien utilizadas para establecer los paralelismos entre realidad y fantasía, excelentemente plasmados en pantalla, que acaban por debilitar las fronteras entre una y otra hasta derribarlas, la amenaza del film de Gilliam se desprende precisamente de los momentos más crípticos del mismo. Siendo estos no sólo impenetrables e incomprensibles y por tanto más amenazadores y aislantes para un Sam seguro en su mundo de fantasía pero a su merced fuera de él, sino tremendamente frágiles ante las imponentes fuerzas que gobiernan el mundo real. Es al final del mejor tramo del film (el último) cuando se zafa de toda causalidad para mostrar un fascinante delirio visual y sonoro espoleado por un ritmo endiablado, cuando el realizador de Brazil fuerza más la maquinaria hasta salir afortunadamente airoso del callejón sin salida en el que aparentemente se mete de cabeza. Una impresionante catarata de viscosidades e imágenes ensambladas con una lógica de pesadilla, se entremezcla con una inesperada épica con la que Gilliam echa definitivamente toda la carne en el asador. El broche final a la persecución de las fuerzas del Orden tras Sam y el inesperado grupo revolucionario que lo rescata de las garras del temible torturador Jack Lint (Michael Palin) hasta llevarlo al repelente Edén planteado por Gilliam como ilustración de la visión de la vida libre de Lowry, es de pronto echado por tierra por un realizador que se enroca en su terriblemente pesimista visión del mundo. Mediante un sopapo de visos casi metalingüísticos, una terrible realidad reduce a Sam a un diminuto espacio, tan trillado en sus parámetros cinematográficos como catártico a todos los niveles, encerrándolo (o liberándolo, al gusto de cada cual) en una locura definida como feliz por la irreverente tonadilla que sale de sus labios. ¿Ha dado el definitivo esquinazo a la realidad sumergiéndose en su feliz fantasía sin posibilidad de volver atrás? ¿Es eso una victoria? En cualquier caso, y gracias a esta pirueta final, Terry Gilliam da el definitivo portazo al escapismo propio del happy-ending cinematográfico como paliativa forma de vida más o menos sostenible[6], y con ello, también a un espectador expulsado de una fantasía que termina con la imagen de un hombre balbuceante, con la mirada perdida en un horizonte inexistente, soñando con un ilusorio mañana en el que todo sea diferente. ¿Quién no se ha sentido así al terminar una película, antes de volver a la más gris de las rutinas?
Título: Brazil. Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry Gilliam, Charles McKeown y Tom Stoppard. Producción: Arnon Milchan y Patrick Cassavetti. Dirección de fotografía: Roger Pratt. Montaje: Julian Doyle. Música: Michael Kamen. Año: 1985.
Intérpretes: Jonathan Pryce (Sam Lowry), Kim Greist (Jill Layton), Michael Palin (Jack Lint), Katherine Helmond (Ida Lowry), Ian Holm (Mr. Kurtzmann), Robert De Niro (Archibald Tuttle), Bob Hoskins (Spoor).
Una paupérrima existencia física, que se adivina común a la de todos los conciudadanos, y que es incapaz de tender, además, puentes con una realidad vertebrada por el puro absurdo y lo feamente aleatorio. Porque uno de los mundos de Brazil, el que tristemente más se apercibe como real, por próximo al nuestro a este lado de la pantalla, en el que hombres y mujeres viven para trabajar y se ganan el sustento a base de acatar órdenes fragmentadas que les impiden ver o sentir sus consecuencias, y en el que cada acción se valida no por su sentido último sino mediante un recibo que deja constancia de la misma, es el más desagradable de todos los que se reflejan, los unos en los otros, en esta película dirigida por Terry Gilliam[1]. Pero ni es el único, ni tampoco, y pese a lo que puede parecer, el más real para la fortificada mente de su protagonista, Sam Lowry. Más bien al contrario. Lowry, un hombre tan gris como su propia rutina diaria, de aspecto enclenque y mirada perdida en una nada que no le satisface y que espolea su constante huida a mundos de fantasía de ribetes artúricos, se atrinchera a diario, siempre a camino entre el sueño y la vigilia, en visiones en las que se pertrecha con una brillante armadura volante liberando a etéreas princesas del yugo de unos seres infernales cuyo imperio ha cubierto el sol y convertido la tierra en un sitio inhóspito e inhabitable. Casi tanto como el lamentable fresco social puesto ante los ojos del público por Terry Gilliam en forma de urbe infernal interconectada por intestinales cañerías que lo relacionan todo entre sí traspasando oficinas, despachos, calles y hogares, sin que sus habitantes parezcan ceder un centímetro en su cómodo individualismo. Un monumento al sinsentido siniestramente familiar que se sustenta en una inenarrable burocracia, lógicamente opaca pero de terribles consecuencias, capaz de condenar a un inocente por un error fruto de la caída del aplastado cadáver de un moscardón sobre el mecanismo de una máquina que expele sentencias sobre ciudadanos considerados terroristas, es sólo una de las monedas de cambio de la movediza confusión en la que se anega un Lowry en continuo, infantil y perfectamente comprensible repliegue hacia sí mismo ante lo críptico y amenazador del mundo que lo rodea. Así, y sirviéndose de una tonta confusión que convierte el nombre de un fuera de la ley llamado Archibald Tuttle (Robert De Niro) en el de Archibald Buttle (Brian Miller), un apacible padre de familia que ve truncada su víspera navideña en familia con la irrupción de un violento comando militar que arrasa su hogar, encañona a su familia y lo inmoviliza a él en un calcetín de esparto que lo aísla del mundo, Gilliam plantea sus ácidas cartas en la diluida descripción de un universo regido por una lógica absurda, y totalitario para los que lo habitan en su incomprensión.
Así, en contraposición a las límpidas, y algo envejecidas, imágenes de los sueños de Lowry, que se irán enrareciendo durante el transcurso del film al irse contagiando del tono y algunos elementos de la vida diurna del funcionario, que a su vez verá como algunos de los elementos de su vida cotidiana cobran sentido a partir del contacto con el mundo de sus sueños, Brazil acuña unos fastos artísticos de lo más variopinto, cuya aturullada combinación torna en eficazmente opresivos. De este modo, un vestuario que se diría saca fuerzas de algunos de los lugares comunes del cine negro, se combina con una arquitectura aséptica y descomunal con el gris como tibio común denominador y unos pálidos rayos solares de tonos ocres como excepcionales matices cromáticos, de la mano de esporádicas explosiones de antinaturales colores agresivamente saturados. La planificación, puesta en solfa por un entregado Gilliam enamorado de un armónico desequilibrio formal generalizado, aglutina en su seno contrapicados, imágenes deformadas y carentes de profundidad y apelmazando en un mismo plano focal todos los elementos que las componen, encuadres dentro de encuadres y movimientos de cámara tan vigorosos como de múltiples significados… o ninguno en absoluto. El exceso audiovisual de Brazil empuja al rechazo absoluto por empacho (y a decir de sus detractores por vacuidad abarrotada) o la entrega a la borrachera visual que propone. La mixtura genérica, que hace bullir en la olla a presión de Brazil el terror, sátira social, la fantasía, el romance o la comedia escatológica y absurda, anula las diferencias entre unos y otros hasta reflotar un particularísimo tono basado en lo bizarro. Conjugando así una extrañísima melodía visual en el que ninguno de los géneros anteriores destaca sobre los demás, sometiéndose a una muy particular armonía con lo surreal, cuando no lo pesadillesco, como estribillo. El incansable e irritante griterío proferido por muchos de sus histéricos personajes, un sentido del humor que resulta demasiado bufonesco y sangrante -a tono con todo lo demás- como para suponer una válvula de escape ante la fetidez social planteada por la feísta distopia vista por Gilliam[2], incrementan la sensación de amenaza en lugar de diluirla. Lo carnavalesco de su comicidad -apoyada en numerosas ocasiones en recursos propios del cartoon, cuyo histérico espíritu parece emular en carne y hueso[3]- acaba por resultar más irritante y productivamente desconcertante, en cuanto acentúa la absurdidad del mundo en el que vive Lowry, que divertido en su sangrante negrura. Abundan en Brazil los cambios de tono, los derrapes genéricos del terror a la comedia y viceversa hasta que acaban por ser inadvertidos en un marasmo grotesco de visos coherentemente alucinógenos. Una agresiva e irreverente combinación, que con lo barroco de su puesta en escena, que asfixia hasta el más mínimo resquicio del perímetro del plano con incontables detalles que llegan a hacer irrespirables algunos instantes, confluye hasta sellar en Brazil un universo deprimente y opresivo. Pero también, y afortunadamente, dar una película tan fascinante como ambiciosa, en la que lo irritante funciona como atractivo y ambivalente revulsivo… hasta alcanzar una muy particular armonía entre todos sus (muchos) elementos.
Porque el abigarrado arsenal audiovisual del film no concluye ahí: la alucinada atmósfera pergeñada por Gilliam y sus colaboradores, trufada hasta el más puro horror vacui saldado ingeniosamente por elementos grotescos como las terribles caretas de bebé tras las que se ocultan los matarifes del Estado, o la malsana afición de la madre del protagonista por remodelar su cuerpo a su gusto entre muchos, muchos otros, consigue introducir un muy considerable grado de paranoia que se asienta en el cuerpo de un guión muy diluido en su primer tramo, pero con un filtro a través del cual se plantea toda la película, ordenándola en un discurso con un conflicto de base tan sencillo como complejas son sus posibles lecturas. La inicial oposición entre fantasía (el escapista mundo en el que Lowry se protege de las inclemencias de su vida diaria como caballero volante) y realidad (asimilada como tal por el espectador debido a numerosos puntos en común con la vida de parte del público de Brazil a este lado de la pantalla, tales como la desinformación, la burocracia o el fuego cruzado entre autoridades y terroristas de motivaciones igualmente crípticas), poco a poco va derivando en un terreno de nadie en el que ambos universos confluyen en uno sólo y, más aún, cobran sentido puestos el uno frente al otro. Un único y romántico eje sobre el que se articula todo lo visto e intuido en pantalla, dotando de armonía audiovisual al conflicto que late en el apocado protagonista de Brazil y que se desparrama por toda la película.
Sin llegar a ser un film en primera persona, la mentalidad de Lowry -personificación del soñador que bajo las más variados nombres y actores ha sido el centro de la filmografía del realizador de Brazil- deviene el pivote sobre el que se sostiene no ya el argumento de un film que contiene escenas en las que el protagonista está ausente física o sobretodo mentalmente, sino su soñadora sensibilidad y su bizarra escala de valores dramáticos, capaz de tornar el malestar cotidiano en pura pesadilla, y las más pírricas victorias en pura épica revolucionaria. Así se explica el que la aparición de Tuttle, considerado un terrorista por las más altas esferas de un poder basado en la burocracia que obliga a los actos más bárbaros y a la vez exime de toda responsabilidad a los que los ejecutan, sea vista como la de un héroe antisistema cuyo mayor delito consiste en… arreglar sistemas de ventilación sin permiso. Su absurdamente heroica figura, subrayada por un triunfal acompañamiento musical y su pose despreocupada, digna de admiración al situarla junto a la del pusilánime Lowry, define la infantil visión que el protagonista tiene del heroísmo, haciendo de él un meapilas sólo estimable por sus humanos anhelos de una vida completamente diferente. Además, Tuttle contrasta sobremanera con la agresiva rudeza de la pareja de operarios oficiales (Bob Hopkins y Derrick O’Connor) de calefacción y aires acondicionados enviados por el Estado. Desagradables, autoritarios y chulescos, su repetitiva aparición en diferentes instantes de Brazil jamás supone un avance narrativo dentro de la amorfa historia del film, pero sí denota la importancia que revisten para la insípida existencia de Lowry, “perturbada” por los desvaríos térmicos de su sistema de calefacción, aunque nunca por su pasivo (y cómodo e interesadamente inconsciente) papel dentro del macabro engranaje del Ministerio de Información. Así, y puestas junto a la escena que muestra el atentado terrorista que tiene lugar en el restaurante en que el protagonista y su madre acuden a cenar un repugnante mejunje con sabor a comida en angustiosa compañía de una amiga de ésta (Barbara Hicks), otra grotesca víctima de la incompetencia de su cirujano plástico, y su hija (Katherine Pogson), las secuencias que ilustran los desmanes de los “profesionales” de los sistemas de ventilación cobran una dimensión emocional mucho mayor, lo que sobredimensiona su importancia narrativa, al menos en lo que a duración se refiere, dentro de la película. De este modo, su ligero peso dentro del desarrollo de la historia, pero considerable dentro de la cómoda vida define a Lowry y su profundamente egoísta (e infantil) escala de intereses, que sobredimensiona hasta la exageración todo síntoma de autonomía hasta convertirlo en revolucionario. Bajo ese punto de vista, la esquiva psique de Lowry se convierte en la medida de todas las cosas en Brazil, así como su grado de densidad, pergeñando definitivamente el extraño tono de una película en el que a veces lo nimio recibe más atención que lo importante, y que sólo la pericia audiovisual de Gilliam, con la inestimable ayuda de su equipo técnico y artístico, rescata del naufragio. Dando una visión del arquetípico soñador personificado en Lowry una tan poco halagüeña como, finalmente, comprensible.
En base a lo anterior, y con Sam y su hipersensible imaginación como epicentro dramático y único elemento del film capaz de tender algo de empatía con el espectador, Brazil da vueltas sobre sí misma en un primer y largo tramo del la película -el que muestra a Lowry como sujeto pasivo- que sólo arranca cuando este se obliga a sí mismo a encararse al mundo, ensuciándose las manos al profundizar en la siniestra maquinaria estatal que le permitirá encontrar a su idolatrada Jill Layton (Kim Greist[4]). La inesperada aparición de la joven y temperamental mujer, de aspecto idéntico a la que aparecía llamándolo seductoramente en sus sueños, en la vida física de Lowry, provoca la implicación y muy relativa, por interesada, toma de conciencia de Sam del mundo que le rodea. Así, y estableciendo un curioso -por el material desde el que se establece- arco de personalidad del personaje, Brazil abarca un proceso que tiene su punto de partida en un Lowry molesto con todo aquello que interrumpa su sueño diurno -ya sea un sangriento ataque terrorista, un jefe incompetente que requiere de sus servicios día sí y día también, una madre que sueña con el ascenso laboral de su retoño, o un desajuste en el sistema de calefacción que convierte su automatizado apartamento en un horno incandescente- que culmina con un Lowry capaz de intervenir, por amor, en el mundo que le rodea. Aunque este incremento de implicación no implica que su egoísta visión de las cosas varíe excesivamente… Producto de un sistema social y cultural que ha dividido el mundo entre Opresivo Orden y un Caos Destructor que adquiere características fatales, sin el más mínimo matiz, sólo por oponerse a un Orden que funciona solo, extirpando y demonizando todo elemento humano que pueda perturbarlo, el funcionario Lowry ve el mundo del modo en que le ha sido inculcado: O estás con nosotros, seamos quienes seamos, o eres uno de ellos, sean quienes sean. Y en base a ello, su amada Jill -a la que ama más por lo que representa como símbolo libertario que por quien es como ser humano- se convierte a sus iluminados ojos en una posible terrorista cuando en realidad… es alguien con una capacidad de protesta tan corriente como inaudita para el anulado Lowry, aunque Gilliam acabe dándole la razón apoyando su terrible visión del mundo pasto de la burocracia y del más férreo Control.
Bajo esta insalubre dicotomía entre una pesadillesca realidad filtrada por la sensibilidad de Lowry y los delirios fantasiosos del funcionario del Ministerio de Información, Sam se humaniza en el periplo contenido entre la mentada escena del atentado en el restaurante, en el que Gilliam muestra distante a un protagonista más molesto por el ruido de la explosión y los agónicos quejidos de las víctimas que por la matanza que tiene lugar un par de mesas más allá, y otro atentado mostrado mucho más adelante en el que la posibilidad de que su Jill haya podido perecer bajo fuego terrorista, obliga a Lowry a buscar entre una ensangrentada maraña humana de hombres y mujeres al borde de una dolorosa muerte, y cuya agonía es atrozmente subrayada por el realizador. Podría pensarse en una toma de conciencia por parte de un hombre que descubre lo que es la empatía con sus congéneres al entrar en contacto con su máxima expresión, el Amor, pero Gilliam rehúye lo explícitamente carrinclón sin por ello invalidar el romanticismo de su propuesta. Ni siquiera da el brazo a torcer cuando se trata de rebajar su película a la (posible, pero incompleta) categoría de cuento moral. El pedregoso sendero vital de Lowry trazado por Gilliam lleva al funcionario de un lado a otro de la legalidad como antónimo de la humanidad más elemental, primero como despreocupado y acomodado azote parte del monstruoso engranaje de una enorme maquinaria digna del más perfecto de los totalitarismos, y luego como víctima de dicha maquinaria debido a una fantasía cristalizada en el romance que busca y persigue junto a Jill como símbolo de libertad. Visto así, su estima por la aguerrida mujer está revestida antes de admiración y hasta de ciego fanatismo que de un posible amor que hubiese podido darse a primera vista, haciendo de la figura de Jill una criatura onírica que de pronto aparece en el mundo real y desencalla una existencia ahogada en su propio pasotismo. Este simbolismo, que solapa fantasía con amor y libertad y esta última con terrorismo, recogido por Gilliam sin el mínimo asomo de disculpa para con su protagonista o su no se sabe si lúcida y/o demencial escala de valores, aproxima Brazil a los lugares comunes del romanticismo más alejado de su acepción amorosa, reconvertido éste en uno de los muchos Santos Griales que tan de cabeza han llevado a gran parte de los personajes que habitan la filmografía del realizador. Símbolo o humanidad, realidad o fantasía, Orden o Caos, no existe la moraleja explícita en la ambigüedad que reina en Brazil, pese a que precisamente debido a su renuncia a ser explícita permite extraer lecciones morales de ella. Así, podría decirse que Lowry siempre se mueve por propio interés, delegando su responsabilidad en otros, tal y como se desprende de la terrible escena en que el funcionario visita a la mujer de Buttle, víctima de un error burocrático que lo ha condenado a muerte, y esta rompe en una histeria apenas contenida recibiendo como única respuesta del desabrido protagonista un “no es culpa mía” cerrando la discusión con una firma al final de un documento que acredita su presencia allí. Y hasta cuando se rebela contra aquellos que amenazan el amor de su vida, responde con una desproporción y una actitud casi infantiles. A decir del Gilliam de Brazil, Lowry ansía la libertad… pero para sí mismo, aunque sea en un mundo tan salvajemente opresivo que otra actitud sea impensable. Quizás por ello, la película toma sus relativas distancias con la parábola social fruto del momento en el que se llevó a cabo Brazil, para acabar componiendo el posible retrato de un pobre (y en su ineptitud, peligroso) hombre con alergia a un mundo real contemplado como anulador y muy destructivo para su vida y sus anhelos. Así, Brazil muestra simultáneamente un mundo espantoso e insalubre y una sensibilidad, la de su protagonista, perfectamente amoldada a lo aplastante de unos Poderes Fácticos que gobiernan su interesadamente indiferente existencia. Tomando la imagen en que Lowry se ve reflejado a sí mismo con la cara contra un espejo un espejo esquivando los puñetazos de otro como si se estuviese golpeando a sí mismo, la puesta en escena de Brazil es todo lo poco complaciente con un soñador que se pueda imaginar, mostrándolo en perpetua huida a pastos más verdes dejando hacer y deshacer a unas fuerzas que se aprovechan del pasotismo de los durmientes. Aunque, y ahí es donde Gilliam remueve aún más unas bases ya de por sí muy pantanosas, su actitud no podría resultar más comprensible dentro de la asfixia vital a la que se ve sometido por el autoritarismo del mundo que amenaza con aplastarlo de un papirotazo.
Unos Poderes -ya sean económicos, políticos o ambos a la vez- sinónimo, al menos en Brazil, de una realidad sólo asumible y a duras penas combatible desde la fantasía, siendo Lowry el ring en el que se disputa tan desigual combate. De este modo, el anacronismo visual del film, capaz de aunar vestimenta y tecnología de todo pelaje surgido en “algún lugar del siglo XX”, tal y como rezan las líneas que abren la película y que suponen el único elemento de contextualización más o menos explícito de todo el film, o lo ecléctico de su estética, sitúan Brazil por encima de su sátira más o menos coyuntural para plantar bandera sobre un terreno más universal y también más peliagudo.
Quizás por eso, Brazil funciona mejor cuanto más opaca resulta en su retrato de una realidad más o menos reconocible para el público y se centra en una muy básica, y fértil, dicotomía que contrapone una realidad y una fantasía complementarias. Diferenciación afortunadamente bombardeada por un Gilliam que riza el rizo hasta provocar un empate técnico a base de relativizar ambos conceptos. De otra forma, Brazil habría sido una hábil y visualmente estilizadísima distopia que se refleja en los miedos de la sociedad occidental de los ochenta que la vio nacer, pero la película de Gilliam saca fuerzas de una opacidad creciente durante el desarrollo del metraje que sitúa el film en un estadio superior. Más allá de simbolismos y metáforas rematadamente obvias que se hallan vistosamente desperdigadas por todo el metraje[5], bien utilizadas para establecer los paralelismos entre realidad y fantasía, excelentemente plasmados en pantalla, que acaban por debilitar las fronteras entre una y otra hasta derribarlas, la amenaza del film de Gilliam se desprende precisamente de los momentos más crípticos del mismo. Siendo estos no sólo impenetrables e incomprensibles y por tanto más amenazadores y aislantes para un Sam seguro en su mundo de fantasía pero a su merced fuera de él, sino tremendamente frágiles ante las imponentes fuerzas que gobiernan el mundo real. Es al final del mejor tramo del film (el último) cuando se zafa de toda causalidad para mostrar un fascinante delirio visual y sonoro espoleado por un ritmo endiablado, cuando el realizador de Brazil fuerza más la maquinaria hasta salir afortunadamente airoso del callejón sin salida en el que aparentemente se mete de cabeza. Una impresionante catarata de viscosidades e imágenes ensambladas con una lógica de pesadilla, se entremezcla con una inesperada épica con la que Gilliam echa definitivamente toda la carne en el asador. El broche final a la persecución de las fuerzas del Orden tras Sam y el inesperado grupo revolucionario que lo rescata de las garras del temible torturador Jack Lint (Michael Palin) hasta llevarlo al repelente Edén planteado por Gilliam como ilustración de la visión de la vida libre de Lowry, es de pronto echado por tierra por un realizador que se enroca en su terriblemente pesimista visión del mundo. Mediante un sopapo de visos casi metalingüísticos, una terrible realidad reduce a Sam a un diminuto espacio, tan trillado en sus parámetros cinematográficos como catártico a todos los niveles, encerrándolo (o liberándolo, al gusto de cada cual) en una locura definida como feliz por la irreverente tonadilla que sale de sus labios. ¿Ha dado el definitivo esquinazo a la realidad sumergiéndose en su feliz fantasía sin posibilidad de volver atrás? ¿Es eso una victoria? En cualquier caso, y gracias a esta pirueta final, Terry Gilliam da el definitivo portazo al escapismo propio del happy-ending cinematográfico como paliativa forma de vida más o menos sostenible[6], y con ello, también a un espectador expulsado de una fantasía que termina con la imagen de un hombre balbuceante, con la mirada perdida en un horizonte inexistente, soñando con un ilusorio mañana en el que todo sea diferente. ¿Quién no se ha sentido así al terminar una película, antes de volver a la más gris de las rutinas?
Título: Brazil. Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry Gilliam, Charles McKeown y Tom Stoppard. Producción: Arnon Milchan y Patrick Cassavetti. Dirección de fotografía: Roger Pratt. Montaje: Julian Doyle. Música: Michael Kamen. Año: 1985.
Intérpretes: Jonathan Pryce (Sam Lowry), Kim Greist (Jill Layton), Michael Palin (Jack Lint), Katherine Helmond (Ida Lowry), Ian Holm (Mr. Kurtzmann), Robert De Niro (Archibald Tuttle), Bob Hoskins (Spoor).
[1]Para los que deseen leer una somera biografía, filmografía
incluida, del único miembro norteamericano del mítico equipo cómico inglés
Monty Python, pueden hacerlo en una de las notas al pie del análisis de Miedo y asco en Las Vegas, publicado en
este blog en el mes de junio del año 2013.
[2]Una visión tremendamente pesimista del futuro que, pese a lo que pueda parecer, no se planteó jamás como una adaptación surrealista de la novela 1984 de George Orwell. Entre otras cosas debido a que Gilliam ni siquiera había leído el clásico antitotalitario novelado por el autor de Rebelión en la granja cuando Brazil empezó su tortuosa andadura. A cambio, Gilliam siempre ha defendido su película como un cruce entre la angustia abisal del grueso de la literatura de Franz Kafka y sus despóticos poderes fácticos, incomprensibles para los pobres diablos que los sufren en carne y psique propias, y el personaje literario Walter Mitty, creado por James Thurber y paradigma del soñador adaptado para la gran pantalla al menos en un par de ocasiones, la última por parte de Ben Stiller muy recientemente. Quién quizás si habría tomado algunos elementos de la novela de Orwell, como la siniestra habitación en la que tienen lugar terribles torturas sin que nadie sepa nada de ellas, serían los guionistas Tom Stoppard y Charles McKeown, que firmaron el libreto de Brazil al alimón con Gilliam. Stoppard se encargó de las primeras versiones, en las que los elementos dramáticos ninguneaban los oníricos, pero Gilliam sintió que perdía el control sobre su criatura y tras cuatro reescrituras con un Stoppard que escribía por su cuenta y luego le pasaba al realizador los resultados, este último decidió contar con McKeown para escribirlo, ahora sí, a cuatro manos.
[2]Una visión tremendamente pesimista del futuro que, pese a lo que pueda parecer, no se planteó jamás como una adaptación surrealista de la novela 1984 de George Orwell. Entre otras cosas debido a que Gilliam ni siquiera había leído el clásico antitotalitario novelado por el autor de Rebelión en la granja cuando Brazil empezó su tortuosa andadura. A cambio, Gilliam siempre ha defendido su película como un cruce entre la angustia abisal del grueso de la literatura de Franz Kafka y sus despóticos poderes fácticos, incomprensibles para los pobres diablos que los sufren en carne y psique propias, y el personaje literario Walter Mitty, creado por James Thurber y paradigma del soñador adaptado para la gran pantalla al menos en un par de ocasiones, la última por parte de Ben Stiller muy recientemente. Quién quizás si habría tomado algunos elementos de la novela de Orwell, como la siniestra habitación en la que tienen lugar terribles torturas sin que nadie sepa nada de ellas, serían los guionistas Tom Stoppard y Charles McKeown, que firmaron el libreto de Brazil al alimón con Gilliam. Stoppard se encargó de las primeras versiones, en las que los elementos dramáticos ninguneaban los oníricos, pero Gilliam sintió que perdía el control sobre su criatura y tras cuatro reescrituras con un Stoppard que escribía por su cuenta y luego le pasaba al realizador los resultados, este último decidió contar con McKeown para escribirlo, ahora sí, a cuatro manos.
[3]El llamado mickeymousing
(subrayado sonoro de los movimientos de los personajes en plano que cobra su
nombre por su uso habitual en el campo de los dibujos animados, ya sean venido
de la factoría Disney como, sobretodo, de los histéricos cartoons de la Warner Bros) es moneda de cambio en la banda sonora
de Brazil, película que hace de este
recurso un divertido contrapunto -uno de tantos- a la opresión tonal del film…
a la que acaba por reforzar a base de acumular elementos grotescos. No es este
el único contrapunto sonoro, que al menos en una ocasión hace explícita la
sensación del protagonista de ser superado por las circunstancias con la
introducción de algunos compases de El
aprendiz de brujo que ilustraban el más célebre de los skectches de Fantasía ,
también echó mano de la recurrente tonadilla que da título al film. El Brazil de Ary Barroso fue adoptado por
el compositor Michael Kamen como alegre estribillo de las andanzas de Lowry, ya
sea en sus sueños o en algunos instantes de su vida diurna, escuchándolo en su
coche o como refugio final ante las inclemencias de una realidad
definitivamente insoportable. La canción de Barroso estaba además en el germen
del film: durante un paseo dado por Gilliam por la playa de Port Talbot, en
Gales, el realizador observó a un hombre sentado sobre la capa negra que había
convertido lo que algún día había sido una playa paradisíaca en un lugar cuasi
apocalíptico. Aquel individuo contemplaba embelesado la puesta de sol desde una
superficie negra como el carbón que había salido de las minas que rodeaban el
lugar hasta posarse sobre la arena y cambiar su color… y con una radio como
único acompañante. A decir de Gilliam, lo bizarramente bello de la estampa se
completó con la melodía que salía del aparato: Brazil, compuesta por Barroso en 1939, y la fértil imaginación del
realizador se vio ante la situación que mejor ilustraba la figura del soñador,
arrastrado desde el mundo suciamente industrial en el que se encontraba
físicamente hasta otro probablemente mejor gracias a la despreocupada
tonadilla.
[4]La actriz fue probablemente la única de todo el equipo actoral que
no se avino a las mil maravillas con Gilliam, famoso por crear un clima
relajado con todos aquellos que participan en sus rodajes, dejando su desprecio
para aquellos que deciden importunarlo o intentar dirigir por él. Al parecer,
Greist tenía un carácter algo arisco que fue utilizado por Gilliam para acabar
de componer el personaje de Jill. Así, ambas mujeres, la actriz y el personaje
que interpreta, tienen una extraña fobia a todo contacto físico que en la vida
real se extendía a eludir casi toda relación con el equipo, ya sea técnico o
artístico, de Brazil, enfurruñada por
la escasa entidad de su papel al lado del protagónico interpretado por Jonathan
Pryce. Pryce, que entonces tenía 37 años, fue la primera opción de Gilliam para
interpretar a Sam Lowry, en un papel para el que se barajaron varios nombres,
incluido el de un joven Tom Cruise, más afín a la edad que Gilliam tenía
pensado al inicio de la escritura del guión (alrededor de 25 años), pero Pryce
acabó dándole una ingenuidad propia de un personaje de cine mudo que no necesita
abrir la boca para transmitir su eterno desconcierto con el mundo que le rodea,
sin el que la película, y no digamos ya Sam Lowry, difícilmente habría sido la misma. Robert De
Niro acabó siendo una especie de “estrella invitada” a la fiesta de Brazil cuando se le convenció de que el
mejor papel que podía elegir era el de Tuttle, y no el de Jack Lint, rol más
apetitoso que recayó en un viejo amigo de Gilliam y antiguo miembro de Monty
Python: Michael Palin, que merece una mención especial por su impresionante
interpretación. Su perenne sonrisa burlona y sus corteses maneras inglesas, que
difícilmente podrían haber sido igualadas por el talentoso De Niro que a buen
seguro habría dado un Lint completamente diferente y no necesariamente mejor,
exacerban más aún lo terrorífico de su desalmado personaje. Igualmente
histriónico y por ello perfectamente integrado en la excesiva propuesta de
Gilliam, es el personaje interpretado por un Bob Hoskins totalmente desmadrado
y de aires amenazadoramente psicóticos… Uno de tantos personajes tan
excesivamente interpretados, cercanos a la fisicidad propia de los dibujos
animados, en una opción actoral muy adecuada para sellar a cal y canto la
grotesca atmósfera de Brazil.
[5]Las más turbadoras de las mismas son las de carácter, digamos, psicológico. En este aspecto resulta
enervante la aparición final de Ida Lowry -la casi mutante madre de Sam que
rejuvenece a cada nueva aparición gracias a la cirugía plástica- que aparece
seduciendo a un grupo de jovencitos de la edad de su hijo y que ante las
repetidas quejas de este, acaba respondiendo “no me llames madre”… guiñándole el ojo pícaramente en un instante
subrayado además por lo pesadillesco del tramo final de la película. Asimismo,
la terrible vergüenza de Sam al echar por tierra accidentalmente los restos de
su difunto padre, cuya figura planea constantemente sobre sus posibilidades de
ascender en la empresa, resulta no sólo repulsiva por escatológica, también
tremendamente violenta por la carga emocional de la escena. En un registro
completamente diferente, el freelance Tuttle,
convertido en terrorista libertario por la porosa mente de Lowry, perece entre
el papeleo que se adhiere inmisericordie a su cuerpo hasta hacerlo desaparecer
literalmente... Pero más allá de simbolismos más o menos obvios o freudianismos al uso, Brazil usa y abusa de paralelismos entre
el sueño y la realidad entre los que se debate el bueno de Lowry. Así, los
terroríficos hombres con rostros de bebé que persiguen a Sam en sus sueños
encuentran su lugar en el mundo real bajo las facciones de Jack Lint (una
especie de reflejo deformado de lo que Sam podría llegar a ser) ocultas tras
una máscara de bebé para torturar a enemigos
y terroristas, y en el caso más
flagrante, la imponente figura de Samurai que se enfrenta al alado Lowry del
mundo onírico aparece de golpe y porrazo en su vida diurna como sustituto de…
un policía. Y poco antes, dentro del mundo onírico en el que Sam parece
sentirse como pez en el agua, provoca el primer y pequeño terremoto en la impermeable
conciencia de Lowry, el gigantesco samurai revela oculta bajo su máscara al
propio Sam, en una pequeña aportación del mundo de los sueños al retrato de un
hombre que ansía liberarse de las cadenas que el mismo forja voluntariosamente
a diario. Esta figura, la del samurai como símbolo del poder, es además una de
las numerosas referencias cinéfilas que pueden rastrearse en Brazil, siendo en este caso Rashomon de Akira Kurosawa el film
visualmente referenciado aquí. Resultan también evidentes las citas visuales a El acorazado Potemkin -probablemente con
toda la intención política que ello implica, al plantear la cita en los mismos
términos de denuncia que en el film de Eisenstein- o a La naranja mecánica, de Stanley Kubrick -director muy admirado por
Gilliam- en las escenas finales que remiten en algunos aspectos al cruento
Método Ludovico expuesto en el film de Kubrick basado en la novela homónima de
Anthony Burgess. También hay en Brazil
citas explícitas a Casablanca o al
humor de los Hermanos Marx, películas vistas por los trabajadores del
Ministerio de Información cuando el jefe se encuentra en su despacho… y que
explicarían la leve y algo paródica pose de personaje de cine negro á la Humphrey Bogart de Lowry y la
enloquecida lógica que rige el mundo expuesto por Gilliam en su película. Algunos
han rastreado, además, planos muy similares a otros que aparecían en la genial Senderos de gloria, del mentado Stanley
Kubrick, y a un nivel más generalizado y notable, de la arquitectura de Metropolis, dirigida por Fritz Lang, y
la atmósfera de Blade runner de
Ridley Scott… Por su lado, rastros de Brazil
pueden encontrarse en la espectacular y muy irregular El gran salto de los Hermanos Coen, en el ridículo (por ser físico,
pues ya me dirán en que otro aspecto se diferencia de los e-mails
contemporáneos) sistema de mensajería por cañería.
[6]Este último giro, imprescindible para hacer de Brazil la película que es, fue uno de
los muchos puntos de conflicto entre Gilliam y un equipo de producción que
preferían una visión más alegre y esperanzadora (e incoherente con lo planteado
por la película) como saldo final del film. La agotadora carrera para llevar a
cabo el Brazil más próximo a lo que
Gilliam tenía en mente comenzó con los sorprendentes beneficios de su película
anterior, aún a día de hoy una de las mejores de su carrera: Los héroes del tiempo, cuyo éxito
provocó que su nombre fuese la nueva golosina que en el mundillo de Hollywood
todos querían probar, y a ser posible, vender. Paramount Pictures ofreció al
realizador la producción de Brazil,
aunque denegándole la autoridad para decidir sobre el montaje final, por lo que
Gilliam denegó la oferta que fue superada por el pudiente productor israelí
Arnon Milchan. Caracterizado por una muy dudosa fama que incluía hasta el
tráfico de armas como medio de incrementar su fortuna, Milchan se ofreció
encantado a producir la bizarra película que Gilliam le explicó durante una
cena que tuvo lugar en un restaurante de París durante el invierno de 1982.
Pero una vez disipada la euforia, los nubarrones empezaron a dibujarse en el
horizonte: Gilliam estaba entusiasmado y por fin había logrado un contrato que
le aseguraba el preciado derecho al final
cut que tan pocos directores han gozado en un negocio tan corporitivizado
como puede llegar a ser el cinematográfico, pero Milchan estaba algo más
preocupado. Sin comerlo ni beberlo -pese a que probablemente fueran estos dos
elementos los que le llevaron a actuar de forma tan impetuosa- había puesto en
manos de un hombre al que apenas conocía la friolera presupuestaria de entre
diez y quince millones de dólares, y sin posibilidad de obligarle por contrato
a plegarse a sus opiniones. Así, y mientras Milchan producía esa despreciada y
oscurísima joya dirigida por Martin Scorsese con el nombre de El rey de la comedia y Gilliam remataba
su divertidísimo sketch de apertura
de El sentido de la vida, el mentado
Tom Stoppard se sentaba a escribir por interés de un Gilliam que lo exigió como
guionista a un Milchan obligado a soltar cien mil dólares de sueldo para un
hombre que rehusaba todo contacto con mandamases como el productor de Brazil, y al que jamás conoció
personalmente. Sumando a lo anterior, Gilliam rechazó todas las ofertas
propuestas por productoras del poderío de la 20th Century Fox o de nuevo, Paramount Pictures, que se ofrecían a
co-producir la película a cambio de que Gilliam rodase algún film para ellos y
reservándose el derecho a decidir sobre el montaje final que ahora residía
exclusivamente en manos del realizador. Durante el Festival de Cannes de 1983,
en el que Milchan apoyó su El rey de la
comedia y Gilliam hizo lo propio con la premiada El sentido de la vida, ambos entablaron las primeras relaciones con
dos de los estudios que acabarían interviniendo definitivamente en la producción
de Brazil: la Universal Pictures y
20th Century Fox, ambas con caras nuevas en sus más altos cargos y admiradores
del trabajo de los Monty Python en general y de Terry Gilliam en particular.
Pero las turbulentas aguas del establishment
de Hollywood nunca fluyen calmas demasiado tiempo: despidos y sustituciones
varias enturbiaron un acuerdo que ya había sido cerrado previamente. A la Fox
dejó de hacerle gracia una inversión de cinco millones de dólares en una
película arty considerada casi
invendible en territorio norteamericano, y la Universal empezó a mostrar sus
reticencias. En cualquier caso, la película se rodó entre noviembre de 1983 y
febrero de 1984, dejando el rodaje de algunas tomas para agosto de ese mismo
año. El metraje final excedía alrededor de veinte minutos lo estipulado por la
Universal y Milchan le pidió a Gilliam que lo redujera. Fue la primera de una
serie de tiranteces entre ambos hombres respecto a Brazil, que dividió a los implicados en su producción y
distribución en su primer pase en la misma sociedad que la había hecho
económicamente posible. Los test-screening,
que medían la opinión del público antes de que el film llegara a las salas,
tampoco fueron mal: a los dos tercios de los espectadores invitados les gustó
lo que vieron, pero esa estadística no fue suficiente para los productores, que
calentaron motores para reformular Brazil
en aras de alcanzar el agrado del máximo de espectadores posible. El primer
cambio que debía hacerse era, a decir de la productora, el que convirtiese el
final en uno menos deprimente, a lo que Gilliam se negó en redondo. Las
posiciones se enrocaron: la Universal no daba el brazo a torcer, y para más
inri aún debía unos cinco millones de dólares a Milchan, con lo que el aliado
de Gilliam empezaba a derretirse ante la posibilidad de perder su dinero. Pero
el realizador de Brazil jugó su mejor
carta: entrar en contacto con el niño mimado de la Universal, Steven Spielberg,
cuya gran película E.T. El extraterrestre
había llenado las arcas de la productora hasta niveles impensables para una
película considerada inicialmente como infantil
cuyos derechos fueron vendidos por la Columbia a la Universal por ese mismo
motivo. Gilliam proyectó el film a Spielberg, que se enamoró de Brazil y le dijo a su director que no
cambiase nada, ni siquiera un final que debía conservar si quería provocar el
efecto buscado. Aunque según parece Spielberg no intercedió por Gilliam ante
los mandamases de la Universal, Gilliam se sintió envalentonado por las
palabras del Rey Midas de Hollywood pero sus arredros cayeron en saco roto
debido a la deuda que la productor tenía con un amortajado Milchan. Para
recuperar el dinero de este último, director y productor accedieron a reducir
el metraje del film… y cedieron la última palabra sobre montaje final al
estudio. En colaboración con el montador Julian Doyle, Gilliam redujo los
tiempos exigidos, sacrificando algunos instantes y acortando escenas que al
parecer no perturbaban el sentido último del film de Gilliam, tal y como el
director lo había concebido. A cambio, los montadores del estudio intentaron
imponer una versión muchísimo más edulcorada que convertía en realidad el
delirio final de la versión Gilliam,
concluyendo Brazil con un absurdo y
estereotipado happy ending, a la
postre más pernicioso por anestesiante para el público que el afortunadamente
prevaleció. La guerra continuó hasta que los abogados de la Universal
informaron a Gilliam de que el montaje iba a llevarse a cabo sin su
colaboración ni intervención, espoleados por lo que uno de los responsables de
la “buena” marcha del film consideraba su responsabilidad para con el público: “hacer de Brazil la película más comercial posible”. Sin querer entrar en polémicas
alrededor de los mejores o peores resultados en películas con mayor o menor
intervención del equipo de producción (la Historia del Cine está llena de
ejemplos que ponen de relieve las virtudes y defectos de ambas posibilidades),
la escalada verbal culminó con el estreno de la versión de Terry Gilliam de Brazil en el Festival de Deauville, con un clamoroso
éxito entre los asistentes que se hizo eco al otro lado del Atlántico y su más
engoladamente cinéfilo territorio: Francia. Enamorada de los proyectos kamikaze
y siempre dispuesta a plantar cara al peor Hollywood, la crítica francesa lanzó
sus andanadas sobre la Universal, que ante las numerosas solicitudes de estreno
de Brazil en suelo americano, se
batió relativamente en retirada poniendo a la venta los derechos del film de
Gilliam a la mitad de su verdadero precio. Además, la Universal les dijo al
director y su productor que si querían distribuir su película, debían correr
ellos mismos con los gastos, lo que implicaba prácticamente la devolución
íntegra de su salario. Mientras el debate saltaba a las televisiones del país
con Gilliam paseando por platos de diversos programas de variedades exponiendo
su situación, Milchan contactó con algunos de los distribuidores más
importantes de la industria. Y algunos se ofrecieron a pagar el desembolso que
implicaba la distribución de un título, Brazil,
que había alcanzado el status de film de de culto antes de su estreno. Pero la
Universal seguía negándose y optaba por la estrategia del desgaste como lento
pero seguro camino hacia la victoria. Milchan organizó entonces pases clandestinos
para la crítica, que alabó el trabajo de Gilliam hasta cotas inauditas: Brazil fue multipremiada por La
Asociación de Críticos de Los Angeles… ¡sin haberse estrenado todavía! La
campaña mediática orquestrada por Gilliam minó aún más la moral de la
Universal, que ahora se veía acorralada por la crítica y por una opinión
pública que no podía esperar a ver la película que estaba en boca de todos sin
que prácticamente nadie hubiese podido verla. La Universal se tomó la fría
revancha durante la promoción de Brazil
para los premios del Círculo de Críticos de Nueva York que, estos sí, requerían
que las películas que optaban a sus premios estuviesen siendo exhibidas en
salas comerciales en el día de la entrega de galardones. Finalmente se estrenó
en un cine, exhibiéndose durante una semana antes de que la sala fuese ocupada
por el reestreno de 101 dálmatas, y
los críticos acudieron para salir, algo más de dos horas más tarde, de nuevo
divididos. Tras un honroso pase por la ceremonía de la que se fue con las manos
vacías pero la cabeza bien alta al quedar empatado en votos con la maravillosa La rosa púrpura del Cairo, Brazil volvió a estrenarse en enero de
1986, con un relativo éxito de taquilla, y su paso por los Oscars se “redujo” a
dos nominaciones: una para el guión original de la mano de Terry Gilliam, Tom
Stoppard y Charles McKeown y otra para la impresionante dirección artística de
Norman Garwood. Brazil no logró
ninguno de los dos premios, pese a que Gilliam, mediante la 20th Century
Fox, logró imponer su versión ante la
que se fabricaba en los sótanos de la Universal, de 52 (¡52!) minutos menos de
metraje que la llamada versión europea
y que nunca llegó a ver la luz, durmiendo aún a día de hoy el sueño de los
justos. Para los que deseen saber más sobre el tema, no se pierdan el libro
dedicado al director de Brazil, que
abarca toda su carrera hasta el 1998 en que llevó a cabo Miedo y asco en Las Vegas, y que fue escrito por Sergi Sánchez y
Jordi Costa. Su título: Terry Gilliam, el
soñador rebelde, editado por el Festival de Cine de Donostia y San
Sebastián. Prácticamente todas las notas al pie de carácter informativo (vamos,
que prácticamente todas en general) de esta entrada se han llevado a cabo a
partir de lo leído en dicho libro, de forma mucho más resumida. ¡Imaginen!
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