Se considera espigar
al acto de recoger después de la cosecha. Y a aquellos hombres y mujeres que
recogen el grano abandonado a su suerte por los terratenientes, espigadores y
espigadoras. Gente corriente, con el espinazo siempre doblegado, que rebusca con
la mirada en el suelo patatas, pan, verduras y todo tipo de objetos descartados
por otros previamente, a la espera de una segunda, tercera, o cuarta
oportunidad. En campo o en ciudad. Pero antes de los movimientos migratorios
que vaciaron las calles de los pueblos y llenaron los asfaltos urbanos, no
había hombres entregados a la labor de recoger del suelo lo que otros menos
necesitados no querían. Ese era un trabajo para mujeres. O al menos eso se
deduce de las pinturas, grabados y dibujos recogidos por la directora Agnès Varda[1]
en Los espigadores y la espigadora,
película que comienza hurgando en la Historia echando mano de la enciclopedia
para poner nombre a un gesto contemporáneo. Pero ahora bien, no existe en la
mirada de la realizadora francesa un ápice de nostalgia por una figura que coge
su nombre del pasado para definir una actitud, a veces forzosa pero muchas
otras voluntaria, de ayer y de hoy. Mendigos y hambrientos, pero también
artistas, maestros, vendedores y famosos chefs
de alta cocina, son algunos de los hombres y mujeres que pasean por
viñedos, mercados populares, campos, monumentales sedes de cadenas de
supermercados o vertederos antes del toque de queda anunciado por la aparición
de los barrenderos. Todos, ya sea para comer o buscando la frescura alimenticia
y artística que la profusión de invernaderos y estética estandarizada han
relegado a los márgenes de la sociedad, recogidos por Varda sin un ápice de
épica melodramática en su mirada. Aunque tampoco, y por fortuna, sin una pizca
de compasión.
La realizadora, a través de su inquieta cámara digital casi siempre temblorosa en su mano, los sigue a todos ellos en sus personales periplos, pregunta por sus causas e intercala diferentes respuestas tejiendo un tapiz de espigadores por la periferia cultural (y no siempre geográfica) del liberalismo económico francés. Planteada así, no existe en Los espigadores y la espigadora una planificación precisa o narrativa, como tampoco una historia en continua evolución hacia delante, sino una concatenación de ejemplos que van ensanchando a base de matices y contradicciones un paisaje humano tan variopinto como respetado por la mirada de Varda. Una mirada y una presencia, que vira Los espigadores y la espigadora del cine de género documental del que extrae sus imágenes y testimonios a terrenos más propios del cine-ensayo. De la reflexión -a través de las imágenes y viceversa- de la propia Varda alrededor de su lugar tanto en el mundo como dentro de una película que pretende reflejar y a conciencia una parte del mismo. De este modo, en una de las reflexiones en voz alta entonadas por la realizadora de Los espigadores y la espigadora, Varda asegura no tener memoria, definiéndose como una persona sólo capaz de recordar un viaje por los objetos y fotografías recogidas durante el mismo… y por tanto como una persona capaz de concebir el mundo a partir de los más mínimos elementos, como los recogidos en rastros y como obsequio de algunos de los hombres y mujeres aparecidos en su film, entre los que Los espigadores y la espigadora ocupa un humilde y honroso lugar. Vista así, Varda es Los espigadores y la espigadora, desde el momento en el que la película se solapa con su mirada, y ésta hace lo mismo con la realidad que capta con la cámara. Esta racionalización, que muta en diferentes ejemplos y motivos visuales, encuentra su perfecta síntesis en las situaciones recogidas por Varda en su película, a través de la que se mimetiza con sus protagonistas: si estos últimos recogen del suelo lo que nadie quiere ya por considerarlo inservible o residual, la directora de Los espigadores y la espigadora recoge a los propios espigadores y espigadoras del año 2000 de su cualidad de seres humanos socialmente invisibles o considerados, por necesitados o por moverse en los márgenes de la sociedad de la opulencia, residuales. Y de ellos, como hacen los diferentes artistas aparecidos en Los espigadores y la espigadora que construyen sus obras a partir de lo considerado desechable, Varda aprende y, de forma automática, crea. Aunque este símil cosificador entre objetos y seres humanos socialmente repudiados por una repelente (y peligrosa) visión mercantilista del mundo y los que lo habitan queda, dentro de la película, en su área simbólica. Así, y si bien Los espigadores y la espigadora ilustra una realidad que sí respira al compás del utilitarismo económico más rampante, ni Varda ni, en consecuencia, su película se agacha para contemplar a aquellos que transitan por sus imágenes. Ni siquiera se hinca de rodillas para intentar comprender a aquellos que la sociedad parece haber rechazado tal y como hemos visto hacer a algunas grandes superficies con su material excedente, considerado por su nula productividad económica como detritus. El paralelismo entre seres humanos y mercancía, descartados no sólo de la sociedad sino -yendo a lo que a Varda, a través de Los espigadores y la espigadora parece interesarle- del discurso oficial de la misma una vez su capacidad de generar riqueza ha sido exprimida, es enfrentado por la realizadora gracias a una estrategia formal que rehuye todo sensacionalismo en su nada melodramático retrato de una vida ajena de la que poco a poco asimila algunas de sus actitudes.
La realizadora de Los espigadores y la espigadora aparece numerosas veces en plano -a veces con desigual fortuna, dependiendo de lo interesante de sus reflexiones- pero jamás y en un gesto que la honra se coloca como centro de su película, sino tras ella, como un filtro a través del cual se organiza conscientemente todo lo que pasa ante los ojos del espectador. Siendo una presencia constante por sus comentarios y reflexiones sobre el propio acto de filmar, Varda pregunta, sigue, persigue y se interesa, pero no juzga en su asepsia formal sólo traicionada por esporádicos acompañamientos musicales hip-hop que sitúan Los espigadores y la espigadora en la denuncia lúcida pero también vergonzosamente fácil de lo expuesto en sus sencillas imágenes. Más allá de estos molestos subrayados sobre un conjunto de situaciones cuya mayor o menor gravedad las sitúa en el lugar que la moral de cada espectador quiera atribuirles, Los espigadores y la espigadora destaca entonces no por la forma (invisible) con la que recoge lo filmado, sino en las personas escogidas y en la construcción de su discurso a partir del factor más determinante de la película de Varda: su montaje. Un edición de imágenes y sonido muy atemperado, que como el resto de los elementos del film carece de exabruptos, y que funciona por asociación de un conjunto de ideas que parecen contradictorias, pero que acaban por conformar una forma de aprehender la realidad como discurso incompleto en el que nada resulta concluyente. Y, más aún, de articular ese discurso no (o no sólo) como testigo espontáneo, sino de modo completamente consciente hasta sobrepasar sus aspectos políticos y explorar otros derroteros, introduciendo reflexiones alrededor de la naturaleza del cine como creador de un discurso combinadas con imágenes de la vida cotidiana de la realizadora, una más entre aquellos a los que filma en campos, caravanas o restaurantes. Desde las múltiples escenas en las que Varda juega de forma infantil a encerrar camiones en el hueco de su mano gracias a la perspectiva y la distancia con la que los filma, o la visita a una exposición de artilugios precedentes al cinematógrafo popularizado por Edison y los Lumiere, Los espigadores y la espigadora se convierte en un documento filmado que se reafirma en su capacidad de crear una realidad a partir de las imágenes cuestionando a la vez el verismo de su propio discurso y por tanto también el discurso capitalista depredador, por desgracia de mayor calado, al que se opone desde su renuncia a hacer de los hombres y mujeres que aparecen en el film un espectáculo melodramático.
Esta condición dignificante, y antiética, del film parece sustentada en una curiosa deriva de Los espigadores y la espigadora en la que las referencias a diferentes pinturas, algunas de ellas analizadas histórica y políticamente por Vardà, con la figura de la espigadora como tema principal se sitúan como piedra angular. Al igual que constantes correcciones sobre la exacta definición y aplicación del término espigador y su puesta en práctica por parte de algunos que ni siquiera saben de su existencia. Acorde con esta estrategia, los espigadores contemporáneos filmados por Vardà, cuya pose agazapada resulta prácticamente idéntica a la que puede verse en las pinturas revisadas por la realizadora, sitúan el film al final de una cadena de medios de representación de la que el cine es quizás el más completo, pero no necesariamente el menos sesgado. Haciendo una comparación, resulta bastante revelador el símil entre las espigadoras pintadas encorvadas recogiendo los restos de la cosecha en una posición resignadamente sumisa y los espigadores de la actualidad, de idéntica pose aunque de menor reconocimiento social. Y no digamos ya si se los compara con dos figuras igualmente semejantes: las de la propia Vardà, orgullosa y mirando a cámara, desafiante para con el espectador y la de la erguida y decidida espigadora pintada por Jules Breton[2]. La naturaleza documental de la que bebe Los espigadores y la espigadora y consistente en los apacibles pero algo abatidos espigadores filmados por Vardà, es filtrada por una mirada, la de Vardà, que se ve a sí misma como la espigadora pintada por Breton, consciente y orgullosa de su condición[3]. Y de esta forma, el qué, potencialmente derrotista, es alzado a hombros de un como, que se identifica con lo que filma sin compadecerlo.
Así, una imagen, la de una patata en forma de corazón que los supermercados descartan por no ceñirse a la medida ni a la forma considerada correcta para la venta, se convierte en una repipi punta del iceberg del humanismo que se desborda, sin demasiados aspavientos ni juicios de valor, de Los espigadores y la espigadora.
La realizadora, a través de su inquieta cámara digital casi siempre temblorosa en su mano, los sigue a todos ellos en sus personales periplos, pregunta por sus causas e intercala diferentes respuestas tejiendo un tapiz de espigadores por la periferia cultural (y no siempre geográfica) del liberalismo económico francés. Planteada así, no existe en Los espigadores y la espigadora una planificación precisa o narrativa, como tampoco una historia en continua evolución hacia delante, sino una concatenación de ejemplos que van ensanchando a base de matices y contradicciones un paisaje humano tan variopinto como respetado por la mirada de Varda. Una mirada y una presencia, que vira Los espigadores y la espigadora del cine de género documental del que extrae sus imágenes y testimonios a terrenos más propios del cine-ensayo. De la reflexión -a través de las imágenes y viceversa- de la propia Varda alrededor de su lugar tanto en el mundo como dentro de una película que pretende reflejar y a conciencia una parte del mismo. De este modo, en una de las reflexiones en voz alta entonadas por la realizadora de Los espigadores y la espigadora, Varda asegura no tener memoria, definiéndose como una persona sólo capaz de recordar un viaje por los objetos y fotografías recogidas durante el mismo… y por tanto como una persona capaz de concebir el mundo a partir de los más mínimos elementos, como los recogidos en rastros y como obsequio de algunos de los hombres y mujeres aparecidos en su film, entre los que Los espigadores y la espigadora ocupa un humilde y honroso lugar. Vista así, Varda es Los espigadores y la espigadora, desde el momento en el que la película se solapa con su mirada, y ésta hace lo mismo con la realidad que capta con la cámara. Esta racionalización, que muta en diferentes ejemplos y motivos visuales, encuentra su perfecta síntesis en las situaciones recogidas por Varda en su película, a través de la que se mimetiza con sus protagonistas: si estos últimos recogen del suelo lo que nadie quiere ya por considerarlo inservible o residual, la directora de Los espigadores y la espigadora recoge a los propios espigadores y espigadoras del año 2000 de su cualidad de seres humanos socialmente invisibles o considerados, por necesitados o por moverse en los márgenes de la sociedad de la opulencia, residuales. Y de ellos, como hacen los diferentes artistas aparecidos en Los espigadores y la espigadora que construyen sus obras a partir de lo considerado desechable, Varda aprende y, de forma automática, crea. Aunque este símil cosificador entre objetos y seres humanos socialmente repudiados por una repelente (y peligrosa) visión mercantilista del mundo y los que lo habitan queda, dentro de la película, en su área simbólica. Así, y si bien Los espigadores y la espigadora ilustra una realidad que sí respira al compás del utilitarismo económico más rampante, ni Varda ni, en consecuencia, su película se agacha para contemplar a aquellos que transitan por sus imágenes. Ni siquiera se hinca de rodillas para intentar comprender a aquellos que la sociedad parece haber rechazado tal y como hemos visto hacer a algunas grandes superficies con su material excedente, considerado por su nula productividad económica como detritus. El paralelismo entre seres humanos y mercancía, descartados no sólo de la sociedad sino -yendo a lo que a Varda, a través de Los espigadores y la espigadora parece interesarle- del discurso oficial de la misma una vez su capacidad de generar riqueza ha sido exprimida, es enfrentado por la realizadora gracias a una estrategia formal que rehuye todo sensacionalismo en su nada melodramático retrato de una vida ajena de la que poco a poco asimila algunas de sus actitudes.
La realizadora de Los espigadores y la espigadora aparece numerosas veces en plano -a veces con desigual fortuna, dependiendo de lo interesante de sus reflexiones- pero jamás y en un gesto que la honra se coloca como centro de su película, sino tras ella, como un filtro a través del cual se organiza conscientemente todo lo que pasa ante los ojos del espectador. Siendo una presencia constante por sus comentarios y reflexiones sobre el propio acto de filmar, Varda pregunta, sigue, persigue y se interesa, pero no juzga en su asepsia formal sólo traicionada por esporádicos acompañamientos musicales hip-hop que sitúan Los espigadores y la espigadora en la denuncia lúcida pero también vergonzosamente fácil de lo expuesto en sus sencillas imágenes. Más allá de estos molestos subrayados sobre un conjunto de situaciones cuya mayor o menor gravedad las sitúa en el lugar que la moral de cada espectador quiera atribuirles, Los espigadores y la espigadora destaca entonces no por la forma (invisible) con la que recoge lo filmado, sino en las personas escogidas y en la construcción de su discurso a partir del factor más determinante de la película de Varda: su montaje. Un edición de imágenes y sonido muy atemperado, que como el resto de los elementos del film carece de exabruptos, y que funciona por asociación de un conjunto de ideas que parecen contradictorias, pero que acaban por conformar una forma de aprehender la realidad como discurso incompleto en el que nada resulta concluyente. Y, más aún, de articular ese discurso no (o no sólo) como testigo espontáneo, sino de modo completamente consciente hasta sobrepasar sus aspectos políticos y explorar otros derroteros, introduciendo reflexiones alrededor de la naturaleza del cine como creador de un discurso combinadas con imágenes de la vida cotidiana de la realizadora, una más entre aquellos a los que filma en campos, caravanas o restaurantes. Desde las múltiples escenas en las que Varda juega de forma infantil a encerrar camiones en el hueco de su mano gracias a la perspectiva y la distancia con la que los filma, o la visita a una exposición de artilugios precedentes al cinematógrafo popularizado por Edison y los Lumiere, Los espigadores y la espigadora se convierte en un documento filmado que se reafirma en su capacidad de crear una realidad a partir de las imágenes cuestionando a la vez el verismo de su propio discurso y por tanto también el discurso capitalista depredador, por desgracia de mayor calado, al que se opone desde su renuncia a hacer de los hombres y mujeres que aparecen en el film un espectáculo melodramático.
Esta condición dignificante, y antiética, del film parece sustentada en una curiosa deriva de Los espigadores y la espigadora en la que las referencias a diferentes pinturas, algunas de ellas analizadas histórica y políticamente por Vardà, con la figura de la espigadora como tema principal se sitúan como piedra angular. Al igual que constantes correcciones sobre la exacta definición y aplicación del término espigador y su puesta en práctica por parte de algunos que ni siquiera saben de su existencia. Acorde con esta estrategia, los espigadores contemporáneos filmados por Vardà, cuya pose agazapada resulta prácticamente idéntica a la que puede verse en las pinturas revisadas por la realizadora, sitúan el film al final de una cadena de medios de representación de la que el cine es quizás el más completo, pero no necesariamente el menos sesgado. Haciendo una comparación, resulta bastante revelador el símil entre las espigadoras pintadas encorvadas recogiendo los restos de la cosecha en una posición resignadamente sumisa y los espigadores de la actualidad, de idéntica pose aunque de menor reconocimiento social. Y no digamos ya si se los compara con dos figuras igualmente semejantes: las de la propia Vardà, orgullosa y mirando a cámara, desafiante para con el espectador y la de la erguida y decidida espigadora pintada por Jules Breton[2]. La naturaleza documental de la que bebe Los espigadores y la espigadora y consistente en los apacibles pero algo abatidos espigadores filmados por Vardà, es filtrada por una mirada, la de Vardà, que se ve a sí misma como la espigadora pintada por Breton, consciente y orgullosa de su condición[3]. Y de esta forma, el qué, potencialmente derrotista, es alzado a hombros de un como, que se identifica con lo que filma sin compadecerlo.
Así, una imagen, la de una patata en forma de corazón que los supermercados descartan por no ceñirse a la medida ni a la forma considerada correcta para la venta, se convierte en una repipi punta del iceberg del humanismo que se desborda, sin demasiados aspavientos ni juicios de valor, de Los espigadores y la espigadora.
Un humanismo que hace las veces de cajón de sastre repleto de instantes que se dirían fruto del azar, como el “baile de la tapa” consistente en la cámara de Varda que filma el suelo que pisa la realizadora, despistada y sin saber que el artilugio sigue grabando… con la tapa del objetivo danzando al ritmo de los pasos de Varda, o la visión de un hombre contemplando el horizonte, imagen que tienta a la realizadora para mantener una conversación que se descarta un par de segundos más tarde. La agradecidamente amorfa naturaleza de Los espigadores y la espigadora, fruto de esta mixtura entre documental, diario fílmico y cine social, todo ello rebozado por una autoconciencia que acaba siendo el latido que marca el ritmo de la película, contiene desde lo más interesante hasta lo más innecesariamente aburrido, pero siempre en aras de ilustrar la vida como algo incontenible y difícilmente codificable al menos desde el respeto que se desprende de la visión de Varda. Así, y en natural oposición a la categorización de toda experiencia humana propia de determinados discursos, ya sean mayoritarios o minoritarios, de naturaleza tecnócrata, Los espigadores y la espigadora se encara contra el mundo del neoliberalismo económico, prácticamente ausente de la pantalla, mostrando lo invisible. La pormenorizada cotidianeidad de los hombres y escasas mujeres que rondan calles y caminos, de variadísima clase social y económica, así como sus estrategias y principios que les permiten sobrevivir y al mismo tiempo no caer en el robo por hambre o sencillamente vivir mejor y más acorde con sus principios, compone un muy interesante tapiz humano del que como se decía algo más arriba, Varda contempla respetuosamente sin por ello resultar paternalista[4]. Erosionando de paso los clichés propios del cine político -entendido como sinónimo de izquierdista- más panfletario aunque desgraciadamente lúcido, personificado con cierto sentido del humor en las figuras de los jueces que defienden como legal la actitud de los espigadores y espigadoras contemporáneos, o la temible aparición de un representante de una cadena de supermercados que evita que algunos puedan alimentarse con “productos” caducados pero aún aprovechables ¡echando lejía en los contenedores de basura en los que los tira!
Pero más efectivas, y entroncando con el humanismo basado en el ejemplo antes que en el lúcido eslogan de izquierdas recién comentado, son estrategias formales más sibilinas, puestas en marcha en Los espigadores y la espigadora. Dentro de la parte de la película consistente en entrevistas, dotada de una relativa espontaneidad como única norma más o menos clara, resulta bastante revelador la opción de Varda de dar comienzo a varias de sus calmadas charlas mediante un primer plano de la persona entrevistada para dar paso, bastante después, a una toma más abierta que muestre el lugar en el que la entrevista está teniendo lugar. Como si la persona fuese, como se desprende una y otra vez de Los espigadores y la espigadora, la piedra angular de los lugares que habita y del film en sí mismo considerado. De esta manera, Varda no sólo sitúa la figura humana en el centro de su película, y por lo tanto del mundo tal y como ella lo concibe, sino que también esquiva todo fatalismo dentro de su película, al poner en manos de los hombres y mujeres que pueden verse en ella su capacidad de crear (y reinventar) el mundo que todos habitamos, pero también se sitúa a sí misma como respetuosa demiurga de cuya personalidad y sensibilidad fluye todo lo visto en pantalla. Muy probablemente por eso, Varda parece utilizar Los espigadores y la espigadora a modo de esporádico espejo, siendo esa “mano que filma la otra mano hasta adentrarse en lo tenebroso” en palabras filmadas de su realizadora. Posible nuevo símil (y un nuevo posible en una película en la que nada, y para bien, es del todo concluyente) entre su película y una mitad invisible de la sociedad, que ve la luz en Los espigadores y la espigadora tal y como simboliza la imagen que cierra la película, con una nueva pintura de espigadoras saliendo a la calle, fuera del museo y a la vista de todos. Ambas caras de la sociedad, la reflejada en un formato artístico y la real, la materialmente opulenta y la residual, parte de un mismo cuerpo social que se retroalimenta tal y como las viejas manos de Varda en pantalla suponen un testimonio de su vejez a través de los surcos y arrugas que, tras la cosecha del tiempo, han ido ganando terreno sobre la piel de la directora. Visto así, el cine se convierte en un instrumento de espigo de primer orden en forma de imágenes que petrifican el momento para ser luego puestas movimiento hasta cobrar (falsa) vida ante nuestros ojos[5]. Es la propia Varda analizándose a sí misma a imagen y semejanza de los espigadores de ayer y de hoy, y como aquellos dando fe de la cosecha de la opulencia a través de su personal recogida de todos los seres humanos descartados, viendo una calmada humanidad donde otros veían simple miseria en esta pequeña y sencilla película de considerable y compleja magnitud teórica y social.
Título: Les glaneurs et la glaneuse. Dirección, guión y producción: Agnès Varda. Dirección de fotografía: Stéphane Krausz, Didier Doussin, Pascal Sautelet, Didier Rouget y Agnès Varda. Montaje: Laurent Pineau y Agnès Varda. Música: Joanna Bruzdowicz, Isabelle Olivier, Agnès Bredel y Richard Klugman. Año: 2000.
Intérpretes: Bodan Litnaski (Él mismo), François Wertheimer (Él mismo), Agnès Varda (Ella misma).
[1]Nacida Arlette Varda en Bruselas el 28 de mayo de 1928, de padre
griego y madre francesa, Agnès Varda, la llamada “abuela de la Nouvelle vague” pasó su infancia en
Bélgica, rodeada de sus cuatro hermanos y hermanas hasta que en 1940, el avance
de la Segunda Guerra Mundial obligó a la familia Varda a refugiarse en el sur
de Francia. Pasó unos años en la población de Sète antes de mudarse
definitivamente a París, donde cursó sus estudios artísticos en la École du
Louvre para algo más tarde centrarse en una de sus grandes pasiones: la
fotografía, que estudió en la escuela nocturna de Vaugirard. En 1948 comenzó a
trabajar como fotógrafa para el Teatro Nacional, mientras empezaba a
interesarse por el cine y sus posibilidades como lenguaje y forma de plasmación
de sus ideas políticas de izquierda. Llevó
a cabo su primera exposición en 1954, en su propia casa en la calle Daguerre, y
prosiguió su carrera como fotógrafa en sitios como China y Cuba, haciéndose un
pequeño nombre como retratista de gente corriente y famosa de todos los lugares
que visitó durante sus años como reportera. De forma completamente autodidacta,
Varda empezó a coquetear con la realización cinematográfica, fundando Tamaris,
una pequeña productora a través de la cual ha armado buena parte de su
filmografía. En el mentado 1954, Varda ayudaría a un amigo deseoso de conocer la
Sète, pero incapacitado para hacerlo
debido a una enfermedad terminal, filmando las calles de un barrio de la ciudad
llamado Pointe Courte. Al poco tiempo completaría la experiencia filmando más
material hasta dar su primera película: La
Pointe Courte, de 1956, considerada una de las precursoras de la Nouvelle vague. Después de ésta
llegarían Cleo de 5 a 7 (1961), La felicidad (1965), Respuesta de mujeres (en 1975), Daguerréotypes (1975), Una canta, la otra no ()1977), Sin techo ni ley (1985), Kung-fu matser (1987), Jacquot de Nantes (1991), Las cien y una noches (1995), para
llevar a cabo cinco años más tarde la película que nos ocupa en esta entrada y
en 2002, Dos años después,
prolongación de Los espigadores y la
espigadora, para volver a sumirse en el silencio cinematográfico hasta el
año 2008 con Les plages d’Agnès. A
pesar de los numerosos vacíos existentes entre película y película, muchas de
ellas documentales con una importante carga autobiográfica, Varda no ha dejado
de trabajar en instalaciones fotográficas y videográficas, viajado a diferentes
países en calidad de fotógrafa y con el tiempo se ha convertido en una
respetada personalidad dentro del mundo del cine y de la imagen en general.
Estuvo casada con el realizador Jacques Demy, con el que tuvo dos hijos, desde
1962 hasta la muerte de éste en 1990 viviendo con él en la mentada casa de la
calle Daguerre, en la que Agnès Varda aún vive a día de hoy.
[2]Figura que, al decir de Los
espigadores y la espigadora, destaca por algunos otros elementos que la
hacen similar a la de Varda. La espigadora reflejada por Breton es una mujer
solitaria en el cuadro, en oposición a las estampas grupales igualmente
mostradas en la película, que ya en su inicio establece esa curiosa diferencia
entre las espigadoras de antaño con los espigadores y espigadoras de ahora, que
casi siempre actúan en solitario. Sea una probable muestra del carácter
marginal, y hasta mal visto, del que reutiliza lo ya usado fuera del irritante
paraguas de lo cool o no, la figura
de la espigadora ha quedado igualmente eclipsada por una mayoría de espigadores
hombres. Esto último enaltece más aún la excepcionalidad de Varda, feminista
tan sensata como militante, como espigadora y cierra el orgulloso círculo
artístico de dos mujeres (la realizadora de Los
espigadores y la espigadora y la pintada por Breton), vinculadas por su
dignidad.
[3]De ahí la espigadora del
título, autoadjudicada por la directora y que establece una diferenciación y un
diálogo entre el grueso de espigadores mostrados, la mayoría hombres, y la
propia realizadora. Nada que ver con lo que ocurriría con su prolongación Dos años más tarde, que como su título
indica tuvo lugar en el 2002, y sobre la que el espectador menos suspicaz no
podía preveer ningún vínculo con Los
espigadores y la espigadora. Más corta, pero igualmente interesante, esta
especie de “segunda parte” tuvo lugar tras el paso por las salas de la película
que nos ocupa, convertida en un pequeño fenómeno de culto que aún pervive a día
de hoy como puede comprobarse por las numerosas cartas de admiradores que Varda
muestra en Dos años después, perfecto
broche a dos películas tan complementarias que podrían ser una sola.
[4]Esta estrategia goza además de un sabio reenfoque de la fortaleza
social que late bajo Los espigadores y la
espigadora, situando el conflicto no en una supuesta lucha de clases -lo
que habría implicado señalar como miserables a aquellos que rebuscan entre los
excedentes de nuestra sociedad- sino en un área mucho más pantanosa y
complicada: la de la cultura.
[5]Algo que dada la filmación en digital de Los espigadores y la espigadora deja de tener sentido en este caso.
Quizás por eso la imagen del reloj sin manecillas, como si el tiempo se hubiese
detenido o directamente dejado de existir, refleja tanto la posibilidad del
cine de encapsular el tiempo en imágenes como la confirmación de que el cine
digital, creado a partir de códigos binarios que plantean la imagen de cero una
y otra vez, poco tiene que ver con el mecanismo del que era en celuloide,
basado en un movimiento que en el digital ha dejado de existir.
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