miércoles, 30 de abril de 2014

VAMPIROS, DE JOHN CARPENTER



No son románticos. 
No son maricones con ropa de etiqueta, 
que seducen a todo el mundo con su acento europeo. 
No son murciélagos. 
Los crucifijos no funcionan.
 ¿Ajo? Ponte un collar de ajos alrededor del cuello 
y te la endiñará por el culo mientras te chupa la sangre. 
Y no duermen en ataúdes forrados.

Jack Crow. Cazador de vampiros.


Quien se expresa con esta contundencia es Jack Crow (un magnífico James Woods), sicario a sueldo del Vaticano con una opinión muy terrenal sobre unas peligrosísimas criaturas, desmitificadas de un papirotazo por su cotidianeidad para este rudo mercenario: los vampiros. Feroces no-muertos a los que Crow persigue incansablemente durante el día, sacándolos a rastras de los caserones en los que se ocultan mientras esperan que se apague la luz del sol que los convierte en fosfatina al posarse sobre su pálida piel, la caza del vampiro es su pan de cada día. Su trabajo, en peligrosas y bien remuneradas jornadas, finiquitado mediante una estaca en el corazón de sus víctimas, sin importar el que estas sean miembros de su familia o viejos y buenos camaradas. A los que después hay que decapitar. Un modo de vida más relacionado con el aprovechamiento del cumplimiento del deber en aras de dar rienda suelta a la violencia que se desprende de sus palabras y su agresiva pose, que con la fe religiosa o la salvaguarda de una humanidad feamente retratada en esta Vampiros,  de John Carpenter, dirigida, valga la redundancia, por John Carpenter[1] según el argumento y personajes de la novela original de puño y letra de John Steakley[2]. Una visión asalvajada tanto de los chupadores de sangre como de aquellos que les dan  caza, intercambiando con la caída y salida del sol los difusos papeles de presas y cazadores en una guerra de guerrillas inadvertida, pero en sangrienta marcha desde tiempo inmemorial, para la inmensa mayoría de la humanidad. Una raza humana a duras penas defendible en el retrato de la figura de Crow, hombre malcarado, frío y violento, sólo humanizado por el talento del actor que lo interpreta en pantalla como capitán de un particular Grupo Salvaje. Una especie de comando paramilitar formado por la más variopinta fauna humana, en contraposición a los uniformemente apolíneos y blancuzcos vampiros a los que se enfrentan día sí y día también, unidos por una actitud común: el más absoluto desprecio por los pordioseros no-muertos de aspecto sucio y mirada hueca que amenazan con despedazarlos o, peor aún, convertirlos a su causa mordiéndolos.

Una repulsa que sella la primera secuencia de Vampiros, de John Carpenter, astutamente situada en el inicio del film de Carpenter, y que se desborda hasta pasar de la que los cazadores humanos sienten por sus presas hasta la que el público acaba sintiendo por los crueles exterminadores de vampiros y la brutalidad de sus actos. La matanza que desatan los humanos, acompañados por un sacerdote, el padre Giovanni (Gregory Sierra), que los santigua antes de ponerse manos a la obra a modo de ritual convertido en mera rutina laboral, y que tiene lugar en un caserón abandonado en la frontera que separa los EEUU de Méjico[3], no sólo resulta especialmente enervante al surgir de la nada, por ser la primera de toda la película, sino que carga las tintas en la violencia, la frialdad y la humillación a la que Crow y los suyos someten a un grupo de vampiros que son masacrados, a veces entre risitas, por el grupúsculo humano. Si la secuencia comienza con la que probablemente sea la planificación más vistosa de toda la película, usando diferentes escalas de plano para recoger un único gesto o acción de los cazadores de vampiros, mientras la melodía compuesta por el propio Carpenter subraya la fuerza del momento envalentonando a sus supuestos héroes, finaliza en las antípodas de lo heroico. Tan pronto como el grupo de mercenarios entra en el caserón a la caza de los vampiros que se ocultan allí de la luz solar, la planificación se contrae hasta pergeñar una logradísima sensación de tensión, la música se apaga hasta extinguirse y la más desproporcionada violencia se desata, siendo mucho más perturbadora que catártica pese a suponer el punto y final a una creciente claustrofobia excelentemente transmitida. Así, y sin escatimar ni la sangre ni la mugre que se va acumulando plano a plano, tanto las patadas como los disparos a bocajarro, o las puñaladas que preceden a torturas que si bien no se llegan a ver en pantalla, sí se deducen del estado de algunos de los cuerpos de los no-muertos, o el definitivo arrastre mediante cables sujetos a coches que llevan a los vampiros pataleando y chillando hasta su muerte bajo un ardiente sol, ponen en guardia al espectador más mínimamente sensible sin cargar nunca las tintas ni alzar la voz a modo de desoladora visión moral, que cae por su propio peso.
A Carpenter le basta con situar la especialmente virulenta matanza perpetrada por Crow y los suyos antes de mostrar la que llevará a cabo Valek (Thomas Ian Griffith) el Maestro Vampiro, percibida entonces como una venganza igualmente sanguinaria pero dramática y moralmente más comprensible que la llevada a cabo por los humanos, expuestos como seres gratuitamente violentos que se jactan entre risotadas de su falta de escrúpulos. Tan deplorable panorama, contenido en esta electrizante secuencia y suavemente subrayado por el realizador al mostrar a la mano derecha de Crow, Montoya (Daniel Baldwin), silbando despreocupadamente mientras a sus pies agonizan chisporroteantes vampiros o al propio Crow encendiendo una cerilla en uno de los cráneos de los no-muertos exterminados que adornan el capó de su coche a modo de trofeo de caza, es prolongado por Carpenter en el trato que se propinan entre ellos los hombres que aparecen en Vampiros, de John Carpenter, siempre al borde de la más violenta bronca por pura diversión. 

Siendo esta una película esencialmente masculina, tanto por la amplia mayoría de personajes de idéntico género en comparación con una única aportación femenina,  encarnada en la prostituta Katrina (Sheryl Lee), Vampiros de John Carpenter se reafirma como tal en su vertiente más virulenta y ruda por su sorprendente condición de film a caballo entre el spaghetti-western  y el cine de terror en el que el primer género y sus arquetipos acaban por asimilar a los del segundo. 
La taciturna figura de Crow, enfundado en su chupa de cuero y siempre con un puro en los labios, responde considerablemente bien al arquetipo de una pieza de hombre duro hecho a sí mismo que ha protagonizado tantas y tantas películas del oeste bajo las caras de los más variados intérpretes. Sus réplicas atiborradas de tacos y agresividad[4], su expeditiva rudeza, impermeable a cualquier tipo de sentimentalismo, se ve correspondida por la chulesca camaradería de sus compañeros de trabajo, todos parte de una caótica hermandad consciente de que todo puede acabar para ellos, literalmente, de la noche a la mañana. Hispanos (Thomas Rosales Jr), orientales (Cary Hiroyuki-Tagawa) o blancos, tan variados en su aspecto y etnia como igualados en sus vicios idénticos a los de Crow, fumadores, bebedores, y marrulleros que sólo viven para matar vampiros, cobrar por ello, y fundirse los pingües beneficios enviados desde Roma en farras alcohólicas en las que no faltan ni prostitutas ni la festiva destrucción de las habitaciones de hotel en las que duermen la mona entre matanza y matanza. Su machismo, muy llamativo por su despreocupado descaro para los tiempos que corren, y la desaforada chulería, sólo dignificada por la elegante puesta escena de Carpenter, hace de Vampiros, de John Carpenter, capaz de llevar a algunos de ellos a cauterizarse las heridas quemándoselas con un mechero, hacen de esta película prácticamente un anacronismo en tiempos de repelente corrección político, aunque Carpenter logra que jamás parezca vestusta sino, quizás por su falta de distancia o por negarse a ser una recreación o un divertido juego a costa de un género considerado exangüe[5], sorprendentemente fresca.

Pero no es solo esta visión carente de ironía lo que aproxima Vampiros, de John Carpenter al western más sucio en lo visual y -muy especialmente- en lo moral, como denota su herencia a la italiana rebozada del itinerante espíritu de la road movie puramente norteamericana: los terrosos paisajes desérticos de Nuevo Méjico, por los que rondan los mercenarios conduciendo sus caravanas y roñosos cuatro por cuatros entre hombres con sombrero vaquero, botas y chalecos con flecos, o el sorprendente equilibrio entre escenas diurnas y nocturnas tratándose de una película de temática vampírica, así como la constante aparición de armas de fuego entre el arsenal de los cazadores, acaban por hacer del film de Carpenter un violento y estilizado western de ribetes góticos en el que los humanos asumen el papel de vaqueros con escaso respeto por otra ley que no sea la suya propia, y los vampiros el de feroces indios[6]. Ambos mostrados en ocasiones en secuencias que alternan planos y contraplanos que se diría emulan los arquetípicos duelos propios del género. Como ocurre en la primera secuencia, mediante la alternancia de planos de Crow cada vez más cortos y planos de idéntica escala de la casa en la que se esconden los vampiros, que comienza ilustrando el grado de concentración del cazador en su objetivo, pero que al rato se diría que ofrece el retrato de un hombre contemplando, afortunadamente de forma inconsciente, la sucia moralidad que alberga en su interior y que se refleja en el salvajismo de aquellas criaturas a las que persigue desde que asesinó a su padre, convertido en un violento vampiro, siendo él un niño.

Dos bandos de moral tan turbia como violentas son sus actitudes, en muchas ocasiones igualados por Carpenter en su particular retrato de una batalla que enfrenta fuego con fuego. O Mal con Mal. Bajo ese punto de vista, ahí quedan dos escenas: la apuntada algo más arriba, que muestra al Maestro Vampiro masacrando a los mercenarios capitaneados por Crow,  y otra mostrando al líder de los cazadores de vampiros regresando al lugar de la matanza clavando estacas en los corazones de los que eran sus compañeros, y cortando sus cabezas para evitar así el riesgo a que se conviertan en vampiros. Ambas relacionadas gracias a un sencillo recurso formal: el fundido por montaje. Así, la imponente figura del líder no-muerto Valek asesinando a aquellos que antes han dado una muerte no menos cruel al grupo de vampiros que descansaban en el mohoso caserón mejicano, es mostrado por Carpenter en una secuencia cuyos planos no están unidos por cortes, sino por unos muchos más sinuosos fundidos[7] que restan espectacularidad a una escena que gana en fuerza gracias a este curioso recurso. Pero esta opción dista, o así lo parece, del logrado esteticismo recién comentado, cuando unas secuencias más tarde y con el regreso de Crow al lugar de la sangría sufrida por el deshumanizado bando humano, Carpenter usa de nuevo el fundido como nexo de unión de gran parte de los planos ahora con Crow como protagonista de la escena. Vista así, y mediante un recurso tan sencillo que resultaría prácticamente inadvertido de no ser por que la localización de la escena es la misma en ambos casos, Carpenter vincula ambos hombres -el uno vivo y el otro no, pero ambos con una misión cuyo extremismo los iguala- en un plano visual (y moral) muy similar. Y hace de la posible transformación de los hombres de Crow en vampiros casi una posible conversión religiosa de una fe (o una especie) a otra, siendo  brutalmente enfrentadas a espaldas del resto del mundo, pero unidas por el integrismo de su visión del mundo. Así, los vampiros atacan a dentelladas y zarpazos a todo aquel que se cruza en su camino por su destructiva naturaleza, por una especie de imperativo natural, y los cruzados mercenarios actúan con idéntico sentido de la destrucción por un aprovechado sentido del deber auspiciado desde las cloacas de la Iglesia Católica.

En este aspecto, resulta bastante curioso el retrato de la religión y sus instituciones resultante de Vampiros, de John Carpenter: el cardenal Alba (Maximilliam Schell), máxima autoridad eclesiástica presente en el film y al que Crow respeta con cansada resignación, traiciona por miedo a la muerte su compromiso con un Dios que de todos modos jamás hace acto de presencia en la película. Una deidad a la que ni Crow ni los suyos parecen tener demasiado en cuenta desde el momento en el que uno de los mercenarios (Mark Boone Junior) apunta que “A ese no lo entendemos”, y el trato que recibe el joven padre Adam, encargado de sustituir al fallecido Padre Giovanni, se resume en una desconfianza transmitida a base de amenazas verbales, cuando no agresiones físicas. Para más inri, el origen del Mal focalizado en los vampiros como máximos representantes del infierno en la Tierra, tiene su origen en Vampiros de John Carpenter en el seno de la propia iglesia, al ser Valek víctima de un exorcismo llevado a cabo bajo particulares condiciones astronómicas, haciendo de él el primer vampiro de la Historia. Erigiéndose en líder de una malvada especie a la que los símbolos religiosos, habituales revulsivos según la mitología forjada a la lumbre de una parte del cine y la literatura tal y como se comenta en las desmitificadoras líneas de diálogo que introducen esta entrada, no les importan un carajo, así como la vinculación de la Iglesia Católica con el vampirismo se debe más a la subsanación de un imperdonable error propio que no debe salir a la luz pública, que a una confrontación entre el Bien y el Mal... Ni siquiera la forzadísima conversación que tiene lugar entre Crow y el Padre Adam, en el que este último asegura que no están solos en su lucha ya que Dios “siempre nos acompaña” logra empapar de un mínimo de espiritualidad la película del siempre pragmático (y ateo) Carpenter. Acorde con esta pesimista pincelada alrededor de la religión como institución, muy en la línea habitual del realizador de Vampiros, de John Carpenter, a lomos del nihilismo moral que impregna toda la película, el film de Carpenter se asienta como una vigorosa película física, cimentada tanto en todo lo anterior como en unos efectos especiales que rehuyen el apoyo de lo digital y el rodaje del film mayoritariamente en escenarios naturales. Pero su materialista puesta en escena, sin dobleces ni juegos metalingüísticos es afortunadamente más proclive a la furia y el gruñido constante que a la abulia derrotista en la que se habría estancado el pobre guión sobre el que el realizador da una nueva muestra de buen hacer cinematográfico.

La pétrea narrativa fílmica de Carpenter, capaz de hacer una intensa maravilla del bastante deplorable material de base sobre el que se alza, es tan aparentemente sencilla que resulta gozosamente inanalizable: ni la atenuada fotografía en tonos rojizos y ocres, capaz de ocultar en su falta de énfasis las incontables veces que Crow y los suyos son iluminados parcialmente siendo definidos como personajes con claroscuros no sólo visuales sino (y por tanto) morales, ni una planificación capaz de transmitir un importante grado de tensión por la suerte de un grupo de hombres que en ningún momento despiertan la simpatía del público, se separan un centímetro de la historia plasmada en el paradójicamente desabrido libreto de Don Jakoby. Todo lo comentado hasta aquí, desde la turbia visión de los presuntamente justicieros cazadores de vampiros hasta la leve denuncia de los estamentos eclesiásticos, se incorpora hasta lo indivisible en el cuerpo narrativo de Vampiros, de John Carpenter, película en la que el fondo es forma y en la que a excepción de un tramo final muy precipitado, Carpenter presenta una narración de fortaleza rocosa. Nada falta y poquísimo -como mucho pulir algunos diálogos explicativos sólo sirven para ahorrar tiempo- sobra. Todo lo que se ve en pantalla es, valga la redundancia y además del goce que supone una historia tan bien contada que es capaz de sobredimensionar la modestia de su punto de partida, todo lo que hay, sin necesidad de ser discursiva. 
Una totalidad que engloba bajo su calmo virtuosismo imágenes tan impepinables como la de Valek y otros poderosos Maestros Vampiros surgiendo de su escondite bajo tierra, a modo de muertos vivientes momificados, o la que muestra al mentado líder vampiro observando a la atractiva Katrina desde la esquina superior de la habitación de hotel en la que la joven prostituta aguarda a Crow para prestarle sus servicios, prácticamente colgando del techo en una imagen mostrada por el realizador con una sencilla panorámica que logra invocar lo extraño y lo amenazador en lo grismente cotidiano con un mero movimiento de cámara. Todo ello bajo un manto de aparente sobriedad que describe y narra simultáneamente,  mostrando el arsenal de los cazadores de vampiros formado por una amplia gama “instrumental” que van desde la prototípica estaca hasta el subfusil insinuando lo ancestral de una lucha que va incorporando nuevas tecnologías para un mismo y mortífero fin, o demorándose agradablemente en los tiempos muertos haciendo de una visita a un pueblo aparentemente abandonado la descripción de un pueblo fantasma de día y más agitado de noche. Esta opción estilística, tan asumida que ni parece opcional, descarta una posible austeridad a ultranza por parte del realizador y marca considerablemente el tempo de la película, cómodamente tranquilo y al compás del ritmo impreso en la película por una mayoría de planos por lo general bastante distantes y una banda sonora de aires country, que aporta un peculiar y agradable sello sudista a los impresionantes paisajes naturales, mostrados como ocurre con el resto de elementos del film, sin exabruptos ni salidas de tono. Ni la cruel violencia, el lenguaje soez, o las actitudes de sus personajes, hacen de Vampiros, de John Carpenter una película vulgar en ningún instante sino, sorprendentemente y gracias a su excelente puesta en escena, muy elegante pese a los broncos elementos que contiene y que nunca son suavizados.

Esta falta de afectación, que no debería confundirse, al menos por una vez, con desdramatización, combinada con la visión casi nihilista tanto de los vampiros como de aquellos que les dan caza, confieren a Vampiros, de John Carpenter una rara cualidad de cine de acción para nada espectacular pero sí muy emocionante, e igualmente capaz de aguijonear la razón del espectador. A la escasez de acompañamiento sonoro en las incursiones del grupo humano en territorio enemigo, minando la prácticamente nula entidad épica de unos hombres que difícilmente podrían ser considerados héroes, se contrapone la que sí envuelve los ataques de los vampiros al progresivamente diezmado bando de los mercenarios, no en vano protagonistas de una película que los contempla con recelo.  Mediante esta difícil distancia moral, que como todo en este film, en manos del realizador parece fácil, Carpenter no perdona pero tampoco ensalza a sus personajes. Viendo Vampiros, de John Carpenter, se tiene la sensación de que su máximo responsable  no hace nada en particular, que  se mantiene como un invisible maestro (en más de un sentido) de ceremonias, “limitándose” a narrar una película cuyos elementos se ven organizados de forma que caen por su propio peso, aportando sus propios matices de forma tan aparentemente despreocupada que parece imposible un ordenamiento diferente al que acaba dando este film. Así, la puya humanista se redondea, ajena a toda ínfula filosófica, desde el contrapunto más o menos romántico que poco a poco crece entre una Katrina que ha sido infectada por Valek, y que por tanto se va convirtiendo paulatinamente en una vampira, y el cazador Montoya, que a su vez ha sido mordido por Katrina y oculta su mala suerte al resto del grupo por miedo a ser preventivamente ejecutado. 
Las esporádicas y afortunadamente atenuadas muestras de afecto entre ambos suponen un oasis de parca sensibilidad, pero sensibilidad al fin y al cabo, en un mundo chulescamente viril en el que sólo parece haber lugar para pegar primero o caer bajo los golpes del otro, pero también reafirman su nihilismo al hacer de los dos personajes más visiblemente empáticos de la película aquellos que precisamente están abandonando su condición de seres humanos. Y que si quizás se quieren por obligación (obligados por la totalitaria naturaleza del vampiro que los obliga a protegerse los unos a los otros como una colmena), no dejan de hacerlo bajo un afecto que pone en tela de juicio la brutalidad de los humanos y los vampiros digamos completos. Éste último apunte crítico para con la parte más brutal del ser humano, basado en una leve pincelada romántica, y que nunca llega concretarse dentro de un conjunto esencialmente narrativo y sin ínfulas discursivas, encuentra su complemento en la otra especie en el instante en que Crow decide perdonarle la vida a Montoya, dándole un día de tiempo para que huya antes de que el personaje excelentemente interpretado por James Woods le de caza como a un vampiro más. Mostrando entonces  la que quizás es la única muestra de constructiva humanidad dada por el bando de los mercenarios, y respaldada por la escena en la que un padre Adam amenaza con poner fin a su vida, enviando según sus creencias su alma al infierno, para impedir la ceremonia que permitirá a Valek andar bajo la luz del sol: la autonomía basada en el voluntario desacato y en la capacidad de contrariar los propios principios en aras de un bien considerado mayor. Un bien humano preciado y revalorizado en la filmografía de Carpenter, director que ha representado paulatinamente dicha tesis desde su posición de realizador al margen de unas modas y un modelo industrial que lo ha dejado, sólo en lo que a rentabilidad se refiere, atrás. 

Todo en Vampiros, de John Carpenter se desprende de lo visto y oído en pantalla, impermeable a todo retruécano teórico que no se dé en la película misma y a través de una narración que jamás pretende empantanarse haciendo visible un discurso que sólo habría puesto palos en las ruedas al film de Carpenter. Un raro ejemplo de excelente cine que no requiere ningún elemento externo a lo que en la película puede verse para validar sus posibles lecturas abstractas, ancladas en lo agrestemente físico de lo que narra. 
En el fondo, nada nuevo bajo el sol. Pero pocas veces, y desde hace mucho tiempo, visto con tanta brillantez. 

Título: John Carpenter’s Vampires. Dirección: John Carpenter. Guión: Don Jacoby, a partir de la novela original Vampiros, escrita por John Steakley. Producción: Sandy King. Dirección de fotografía: Gary B. Kibbe. Montaje: Edward A. Warschilka. Música: John Carpenter. Año: 1998.

Intérpretes: James Woods (Jack Crow), Daniel Baldwin (Tony Montoya), Sheryl Lee (Katrina), Thomas Ian Griffith (Valek), Tim Guinee (padre Adam), Maximilliam Schell (cardenal Alba).





[1]Para los que quieran leer una somera biografía de este realizador, uno de los más asiduamente comentados en este blog, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a Asalto a la comisaría del distrito 13, publicada aquí el pasado mes de julio de 2013. Sobre la antipática coletilla de John Carpenter, una sorprendente muestra de narcisismo en alguien que rehúye la sobada etiqueta de autor para abrazar orgullosamente la mucho menos reputada de artesano, he decidido dejarla por formar parte no sólo del título original, sino también de su traducción al castellano. Aunque hay que reconocer que, pese a lo irritante que resulta que alguien se arrobe todo el mérito de un film que como cualquier otro parte de un trabajo hecho en equipo, nadie podría haber hecho esta película como Carpenter. Algunos se habrían atrevido a llevar a la pantalla un argumento tan peregrino como el del film que nos ocupa, tal y como certifican sus secuelas, pero muy pocos, por no decir ninguno, habría caído de pie con el aplomo y estilo de un Carpenter que aunque sea sólo por eso dignifica la etiqueta de John Carpenter. Visto el resultado, ¿de quién sino iba a ser?.


[2]Novela publicada en castellano por Plaza y Janes en 1999 a rebufo del estreno del film, este libro escrito por John Steakley publicado en 1990 bajo el título original de Vampire$ a modo de subrayado de la condición de matarifes a sueldo de Crow y los suyos, mantiene numerosas diferencias con su bastante superior adaptación cinematográfica. La más llamativa es sin duda la que hace de Crow un hombre necesariamente endurecido por lo sanguinario de su trabajo, pero también con un fondo vulnerable y terriblemente traumatizado por sus bien remuneradas acciones. Sesiones de hipnosis que hacen desbordar la ansiedad enquistada en la psique no sólo del líder de los cazadores de vampiros sino en toda la tropa que lo sigue alegremente mientras arrastran profundas heridas psíquicas y emocionales, o adicciones para paliar el dolor y el insomnio provocado por todo el terror acumulado en sus incursiones son algunos de los síntomas del mal que aquejan los hombres del Vampiros escrito por Steakley. Una novela que además incluye una mucho mayor presencia femenina, a modo de amantes y madres protectoras que consuelan a los hombres asustados como niños tras su batalla con las fuerzas del Mal, y que tiene lugar por ciudades y pueblos de todo el globo al que los mercenarios acceden viajando escandalosamente en primera clase y en cualquier medio de transporte. Esta grado de humanidad y de comprensible desesperación vital en tiempos descritos como si fuesen bélicos, es sustituido en el film de Carpenter por una visión mucho más arquetípica y de una pieza de los rudos cazadores de vampiros que poco o nada tienen de vulnerable y mucho de la prototípica masculinidad propia de los antihéroes del western. En cualquier caso, la novela de John Steakley, pese a distar mucho de ser un gran libro, no deja de ser una lectura muy entretenida, aunque difícil de encontrar.


[3]Sería posible hacer una lectura de Vampiros, de John Carpenter como parábola de determinadas políticas migratorias, con los cazadores de vampiros a modo de guardas fronterizos y los sucios depredadores de afilados colmillos como emigrantes intentando entrar en territorio norteamericano, quizás con la finalidad de infectar la esencia de Norteamérica… pero, en mi opinión, esa hinchada posibilidad le va algo grande a un film que si bien contiene elementos que apuntan en esa dirección, probablemente sea más por pertenecer a un género que ha hecho de la frontera estadounidense su patio de recreo, y no por voluntad de un siempre cínico Carpenter de dar su opinión al respecto. Aunque vista la desproporcionada virulencia de los agentes del Orden, esta posible y fascistoide lectura sería todo lo cínica que podría esperarse viniendo de quien viene.


[4]Quizás la más mítica de todas las incontables perlas, algunas de ellas brillantes y otras ni mucho menos, salidas de la boca de Crow sea un “si me dices lo que quiero te invito a una cerveza y a un polvo. Y si no, te rajo”, entonada sin pestañear y sin un gramo de humor por un James Woods perfecto en la piel del amenazador, y curiosamente carismático, cazador de vampiros. El actor, que a decir del realizador de Vampiros, de John Carpenter -con quien compartía agente en el momento en que a ambos se les propuso la película- se enamoró del proyecto al leer el guión, llegó hasta a improvisar algunas de las menos afortunadas líneas de diálogo de toda la película. Muestra de la confluencia de personalidades entre intérprete y personaje son el diálogo entre Crow y un maltratado  padre Adam en el que el primero le pregunta al otro “Mientras te estaba pateando el culo antes ¿Te has empalmado?”… línea que Carpenter decidió conservar vista la coherencia que mantenía con las chulescas formas del personaje y que debería hacer callar a los adalides de la improvisación como valor en sí mismo considerado.


[5]Esta falta de distancia con unas poses chulescas consideradas por muchos como caducas, vistas sin el más mínimo asomo de condescendencia ni disculpa por parte del realizador de Vampiros, de John Carpenter, fueron quizás el germen del desprecio hacia la película por parte de un sector importante del público. Las feministas concretaron sus comprensibles iras en un machismo como decía de un descaro considerable que muestra a la única mujer que aparece en el film como una rémora a la que se puede descartar (tratándola como un trapo o argumentando que lo mejor sería matarla para que no estorbe) cuando se convierta en vampiro, pero a la que se conserva con vida por el mero hecho de que su conversión en chupa sangre la hace capaz de ver a través de los ojos de Valek y por tanto detectar su posición y darle caza. Por otro lado,  los puristas de todo pelaje vieron en el film de Carpenter una película que si tenía que ver con algo, ni mucho menos era con los vampiros que copaban el título, estando para más inri desprovista de cualquier conato humorístico o paródico. En cualquier caso, y a excepción de una parte de la crítica, Vampiros, de John Carpenter sigue siendo a día de hoy un grandísimo título bastante despreciado e injustamente considerado una película menor en la filmografía de su director.


[6]Carpenter regresa aquí a uno de sus modelos creativos más queridos: el implantado por el director de Río Bravo, Howard Hawks, cuya influencia es notable en muchos títulos del realizador. Siendo Asalto a la comisaría del distrito 13, prácticamente un remake del mentado film de Hawks, el adjetivo hawksiano ha sido probablemente el más manido para referirse a la filmografía de John Carpenter. Grupos de hombres de intereses antagónicos o a ambos lados de la ley que deben unir fuerzas para enfrentarse a una amenaza que los supera a todos ellos por separado es, sin duda, uno de los lugares comunes tanto de Hawks como de Carpenter, amén de un cacareado (y relativo en el caso de Carpenter, pese a la apabullante solidez de su puesta en escena) clasicismo formal, emparenta el cine de ambos realizadores. A pesar de lo anterior, en Vampiros, de John Carpenter se produce una curiosa inversión de términos en algunas secuencias. En la primera de ellas, comentada anteriormente en esta entrada, que muestra la cacería de vampiros por parte de los mercenarios en un oscuro caserón abandonado, invierte (quizás de forma inconsciente) los hawksianos papeles entre agresores y víctimas. Si en Río Bravo o la propia Asalto a la comisaría del distrito 13 eran los agentes del bien, para entendernos, los que se atrincheraban en un lugar progresivamente reducido ante los embates de las fuerzas del Mal que pretendían entrar para acabar con ellos, en Vampiros, de John Carpenter, son los vampiros los que se ocultan en el interior de un caserón de la mecánica invasión de las fuerzas del Orden, personificadas en el grupúsculo capitaneado por Crow. ¿Inversión del modelo hawksiano perpetuado por Carpenter? ¿O quizás no y son sencillamente los papeles del “Bien” y el Mal los que han cambiado de especie?
En cualquier caso, Hawks es directamente citado también en la primera secuencia del film, la que muestra a un James Woods avistando el caserón que sirve de refugio a los vampiros a través de sus prismáticos, en una imagen muy similar a la que podía verse en ¡Hatari! dirigida por Hawks, que mostraba a John Wayne avistando a un grupo de animales también desde sus prismáticos. Otras influencias/homenajes/plagios rastreables en Vampiros, de John Carpenter hacen referencia al género de terror, especialmente al popularizado por la productora inglesa Hammer Films: el enfrentamiento final entre Valek y Crow recuerda considerablemente a la contienda entre el Drácula y el Van Helsing interpretados por Christopher Lee y Peter Cushing respectivamente, en la igualmente excelente Drácula, dirigida por Terence Fisher en 1958.
Más allá de las influencias o rastros cinéfilos que puedan encontrarse por aquí y por allá en Vampiros, de John Carpenter, la ruda atmósfera de la película y muy especialmente la turbiedad moral que se desprende de ella, así como la brutalidad de sus escenas violentas, echan raíces no tanto en el western  clásico invocado a través del mentado Hawks, como en el más sucio y electrizante spaghetti-western o en las turbulentas variables norteamericanas del género original llevadas a cabo por el polémico Sam Peckinpah. Es de esas fuentes de aguas turbias de donde el fondo de Vampiros, de John Carpenter saca sus pletóricas energías, reflejadas en una superficie que rememora e iguala al mejor cine clásico.




[7]Recurso que el propio John Carpenter usaría hasta el más cansino abuso en su posterior film Fantasmas de Marte, otro western en este caso espacial y de raíz genérica aún más obvia que en el caso de Vampiros, de John Carpenter en el que los fundidos tienen lugar incesantemente aunque, a mi modo de ver, de forma más gratuita que en el film que nos ocupa aquí. Pese a algunos puntos en común entre ambas películas, Fantasmas de Marte no deja de ser una película entretenida por su desparpajo y su falta de vergüenza que a veces raya en lo psicotrónico, pero muy inferior a esta Vampiros, de John Carpenter.

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