Muy poco se
sabe de Cayo Julio César Germánico. Tercer emperador del Imperio Romano durante
los cuatro años que van del 37 de la Roma Pagana en que heredó el trono hasta el
41 en que fue asesinado, alternó una primera época de prosperidad económica y
respaldo popular con otra posterior de hambrunas y penurias pecuniarias, fruto de una mala gestión y una gravísima
enfermedad que supuso un nefasto golpe de timón primero en su cordura y más
tarde en su regencia. Sus arrebatos de locura, y la lógica megalomanía que
acompañaba a los de su cargo, sumada a la pésima relación que mantenía con los
miembros del senado, a los que en la última etapa de su mandato no dejaba ni a
sol ni a sombra, provocaron su temprana caída en vida, catapultándolo a las más amarillistas mieles de la Historia[1].
Es de ellas de donde emerge la figura de Calígula, apodo real que ha devorado el
verdadero nombre del tercer César tal y como su leyenda lo ha hecho con una
Verdad imposible de demostrar, encontrando su lugar como paradigma de la depravación,
el apetito sexual más desenfrenado, y la violencia más despótica como única
forma de caprichoso gobierno. Cierta o no, la leyenda de Calígula certifica,
por sus numerosos huecos históricos, una opacidad de potencial inspiración para los más variados retratos,
capaces de hacer de su figura un pernicioso modelo al que usar como divertido
terrorista que ataca todo lo considerado digno, como moralista y revulsivo
retrato de los supuestos vicios inherentes al poder… o, como consecuencia de
los dos anteriores y en las manos adecuadas, como atractiva atracción de feria.
En esta
nebulosa histórica, difuminada por la aureola de depravado malditismo que
arrastra Cayo Julio César Germánico, se contornea el guión de Gore Vidal que
más tarde sería corporeizado por Tinto Brass[2],
cogiendo una pizca de las tres vías dramáticas antes planteadas, bajo un título
tan absolutista como su protagonista. Calígula,
generosamente financiada y desvirtuada por la revista Penthouse, supone no sólo el retrato de un alegre y sádico
pervertido que se alimenta de su inmenso grado de poder y viceversa, sino de
una superproducción que logra aunar pornografía, los fastos de películas
históricas peplum con marchamo
europeo y una curiosa y envejecida pátina arty,
que sitúa el film de Brass en una excitante, en más de un sentido, y muy
irregular tierra de nadie cinematográfica que seduce y repele a partes iguales,
cuando no ambas cosas a la vez.
El Calígula (encarnado
por un encasillado y perfecto Malcom McDowell) ideado por guionista Vidal[3],
es un joven que vive entre oropeles y constantes escarceos sexuales en la Roma
Pagana asediada por una viciada civilización que corrompe a sus habitantes y
clases dirigentes devorándose a sí misma entre luchas intestinas por el poder
del Imperio. Una Roma gobernada con mano férrea en la que el sexo es un
intercambio fluido y habitual entre sus súbditos, y en la que el emperador
Tiberio (Peter O’Toole, de aspecto repugnante) vive recluido en Capri, en una
suerte de exilio de visos mortuorios, rodeado de ninfas y efebos que le cantan
alabanzas y sólo parecen respirar para agradar a su amo. Espoleado por las
tenebrosas visiones de su fiel consejero Nerva (John Gielgud), enfermo de
sífilis y físicamente tan tumefacto como el fin de etapa que representan sus andares
de paranoico moribundo que ve fantasmas que conspiran contra él en todos los
que le rodean, la vida y el régimen del segundo emperador romano llega a su fin
por iniciativa de su sobrino adoptivo Calígula, temeroso de que la locura de su
tío lo sitúe en el punto de mira. Asesinado el emperador por asfixia, Calígula
alcanza el poder, se hace con Roma y la voz del dios Júpiter, haciendo de su
voluntad y sus actos la nueva medida de todas las cosas. ¿Y en qué consiste esa
medida? Pues en la desmesura a rebufo del puro capricho, en las desnortadas
ideas propias de un niño que hace de todo y todos los que lo rodean juguetes
con los que jugar hasta romperlos por accidente o propia y sádica voluntad, en
la megalómana visión de un anarquista que al alcanzar la cima del poder
institucional se convierte en un tirano que amenaza con quemar todo lo que lo
sustenta por el puro placer de verlo arder.
A partir de
ahí, e ilustrando todo lo que el inmenso poder del César puede dar de sí, Calígula se plantea como una
concatenación de secuencias más o menos inspiradas, que ilustran los desmanes
del flamante emperador ya sea barriendo a aquellos que puedan revelarlo como el
asesino de su predecesor bajo la acusación de traición, arrumbando con todo el
que ose hacerle sombra. Pero también se jacta como todopoderoso y malnacido déspota
capaz de interrumpir una boda para violar a marido (Giancarlo Badessi) y mujer (Mirella
D’Angelo) cerciorándose de que ambos son, tal y como obliga la ley, vírgenes, u
ordenando prostituir a todas las esposas de los miembros del senado para que el
pueblo pueda humillar a aquellos que los gobiernan gozando de sus mujeres por
cinco monedas de oro. Y esta es sólo una pequeña muestra del descocado grado de
invulnerabilidad del que se regodea el personaje interpretado por McDowell con
un divertido, y contagioso, entusiasmo. Porque en Calígula hay espacio para todo: la traición y el engaño se codean
con sexo de toda orientación y pelaje entremezclado con un grado de sórdida
violencia más que considerable, incesto en la alegre relación sexual que
mantiene el emperador con su hermana Drusilla (Teresa Ann Savoy) que también se
entiende, a veces juntos y otras por separado, con la esposa del nuevo César
(interpretada por Helen Mirren), a la que éste elige como madre de sus hijos
por las malas lenguas que le adjudican la peor reputación de Roma…
Un hedonismo, morboso
por inmoral, que se ve muy reforzado por la seductora puesta en escena de Tinto Brass, de
un colorismo tan irreal, predominantemente en tonos rojizos y siempre con una
paleta cromática muy contrastada, que en ocasiones resulta falso a ojos del espectador. Tan artificioso como puede ser el
contraste entre el suave barroquismo de todos los elementos visuales de Calígula, impregnados de una imaginería
sexual que atiborra el perímetro del plano mediante una escenografía en la que
los falos, vaginas, o cualquier elemento mínimamente sexual son el común
denominador, que pergeñan la atmósfera morbosa, y sucia, que se respira por todo el metraje, y la algo forzada fisicidad de los personajes que deambulan
por él. Hombres y mujeres de los que prácticamente ninguno se nos ahorran ni
desnudos integrales, que la mayoría de las veces desembocan en escenas repletas
de sexo explícito, la mentada decadencia física cimentada en pústulas, costras
y suciedad como sinónimo de decadencia política y/o moral, ni tampoco la
abundante casquería que brota de sus cuerpos, salpicando la pantalla en forma
de tortura o asesinato. Así, esta celebración de lo físico, en toda su
pletórica escatología que abunda en vómitos, pis y excrementos como sinónimo de
vida, consigue distanciarse del
retrato de la miseria a la que podría haberse visto reducida la película de
Brass gracias al algo forzado esteticismo del que hace gala Calígula. Un esteticismo que, por
fortuna aunque puede que de forma involuntaria o debido al tiempo transcurrido
desde su fugaz estreno, se contempla como lujoso y elaborado, pero que en su
feísmo bordea lo hortera y a veces lo directamente cutre, componiendo una
visión de Roma decadente en el fondo y en la forma. Haciendo de Calígula, un
film menos antipáticamente culto de
lo que podría haber sido, evitando su establecimiento como una película respetable cuando su fuerza reside más
bien en lo contrario: en su virulento rechazo, equivalente al de su personaje
principal, por las buenas costumbres, el más mínimo recato, o el buen gusto en
líneas generales. Pero nada de lo anterior implica que Calígula este falta de una particular armonía entre gran parte de
sus elementos audiovisuales que llega a dar instantes visualmente muy
poderosos. Tanto como el que muestra una pared roja convertida en un mecánico instrumento mortal dotado de lanzas, bayonetas
y guillotinas que se desliza implacable por
el suelo matando a todos aquellos a los que encuentra a su paso, todos ellos
traidores al César y de forma indistinguible, a la patria. O la grotesca
secuencia del nacimiento del primogénito del emperador, exhibido ante el pueblo
romano como si de una obra teatral se tratase, con su esposa Caesonia atada de
pies y manos, gritando tras una horrenda máscara por el dolor del parto, en una
imagen de composición casi pictórica y muy angustiosa en su equilibrio formal
evidenciando así el profundo desequilibrio del emperador, o la que muestra a un
enajenado Calígula marchando solo y desnudo, completamente ido tras la muerte
de su amada hermana, mientras sobre él se desata una tormenta… son instantes de
un tenebroso y desagradable lirismo que acaricia una épica que poco tiene que
ver con una visión más o menos realista de una Historia que ya de por sí es de
imposible reconstrucción.
Gracias a este
feo y poderoso esteticismo, mediante una planificación más contemplativa que
narrativa, y mediante la distancia que se gesta en el uso y abuso de
envejecidos zooms, antinaturales
colores, y un personaje central que hace de vector de toda la película pero del
que jamás se justifican sus actos, Calígula
difícilmente podría considerarse un retrato.
Abortando Brass todo ánimo de hacer de su Calígula
una película realista, lo
artificioso, en algunos momentos cercano a lo alucinado, convierte su película
en una enloquecida fantasía que encuentra su razón de ser en el contagio de la
consciente inmoralidad que se desprende de sus imágenes y en su particular
sentido del espectáculo.
Seguramente
por eso abunda en Calígula la figura
del Voyeur del mirón a veces
voluntario, otras cuya mirada se ve forzada[4]
o violada, y los instantes en los que
un personaje es espiado con fines onanistas o criminales son tan habituales
como el que esa vigilancia conduzca a la muerte por mandato imperial,
equiparable al divino dentro de la ficción… y al de la figura del director
fuera de ella. Se diría que el acto de mirar en Calígula, voluntario o no, equivale al de saber, en ocasiones
demasiado, sobre los tejemanejes de la desdibujada política romana tal y como
es mostrada en el film, y sobre una desaforada sexualidad más incitadora que,
menos mal, acusadora. Y si bien en este último aspecto, el que hace de la
mirada sobre un acto sexual el preludio del onanismo, tal y como Calígula es una estilizada película
pornográfica[5]
que muestra sexo sin ambages que efectivamente contagia esa excitación a su público, es el
más cómodo para el espectador, la visión que ofrece sobre el Imperio Romano y
su César presenta numerosos claroscuros. En este ámbito, Calígula se define, a duras penas, como una muy ambigua, y
desgraciadamente algo diluida tragedia, una invitación al cuestionamiento de un
sistema político despótico y degradado, desde el momento en el que el propio
Calígula representa simultáneamente su azote y también su perpetuación, ganando
lo segundo -según parece por problemas de montaje e intrusiones en el resultado
final de la película por parte de los productores- el pulso a lo primero. Este
estira y afloja entre la visión del poder como antesala de lo inmoral y de lo
inmoral como muy discutible prolegómeno del placer encuentra su lugar, bajo la
disputada batuta de la dirección, en escenas como la ya comentada que muestra al
emperador ordenando a los miembros de una pareja en plena celebración de su
matrimonio, que contemplen con “los ojos
bien abiertos” como viola primero a una y luego con el puño untado de
mantequilla a otro… mientras es capaz de echar por tierra la engolada y falsa
dignidad del régimen romano que dirige ridiculizando a todos sus estamentos o
instituciones. Así, la película que lleva nombre de emperador podría verse como
una perturbadora, por atractiva, apología al desenfreno humanamente más inmoral
gracias a la sexualidad que exuda la violencia de la película, en cuyos crímenes
siempre aparece algún desnudo o elemento claramente sexual, pero la ausencia de
un contrapeso moral lastra considerablemente la denuncia -que en estos términos
habría resultado considerablemente incómoda- a la brutal corrupción del poder corporeizado
en un endiosado y enloquecido Calígula.
El motivo de
ese desequilibrio de fuerzas entre la apología de lo inmoral y la denuncia moralista
que juntos habrían podido dar una experiencia cinematográfica más particular,
morbosa e interesante, podría ser debida a que la mirada del emperador
entusiastamente encarnado por McDowell, que asegura llevar existiendo desde
antes que su lo hiciera su cuerpo, que es todos los hombres y ninguno, y por lo
tanto es un Dios, y más concretamente Júpiter, acaba por ser la mirada a través
de la cual el público se asoma al mundo mostrado por Brass, que en ocasiones se
solapa en su visión con el protagonista de su película. Más allá de los
paralelismos existentes entre personaje y director –ambos en el papel de un autoritario
Dios que obliga a mirar por muy
perturbador que esa acción pueda llegar a ser- más arriba comentados, no deja
de ser lógico que Calígula, la
película, se ponga a la altura de los ojos de su protagonista absoluto a fin de
hacerla mínimamente comprensible dado lo diluido de su estructura dramática.
Una dispersión que si bien, y meritoriamente, no se hace largo pese a su
duración cercana a las dos horas y media, da un saldo igualmente más diluido en
su salvajismo de lo deseable… y curiosamente a causa del elemento más llamativo
de la película, que empobrece el guión por obtener una excesiva importancia en Calígula. La sorprendentemente ingente
cantidad de escenas de alto voltaje sexual que se encuentran repartidas por Calígula provocan un doble efecto: por
un lado resulta vivificante, por la libertad que exhibe Brass en este aspecto,
el grado de explicitud de dichas escenas, en las que abundan los primeros planos
de penetración sin importar orificio, género, o número de personas implicadas.
Pero en otras, y sin desmerecer lo que en tiempos oficialmente tan puritanos como
los que nos ha tocado vivir (o al menos lo suficiente como para considerar el
coste económico destinado a un film como Calígula
totalmente inconcebible, y no tanto por motivos artísticos como obscenos)
puede verse como una apuesta económicamente muy arriesgada, acaba anegando la
pegada anarquista de una película que, en ocasiones, parecía planteada como una
comedia negrísima capaz de helar la sonrisa al más pintado que acaba por dar un
saldo final más próximo a una inocua, por muy excitante que pueda resultar,
muestra de cine pornográfico.
De esta
manera, la constante ridiculización de algunos de los valores de la sociedad
romana por parte del emperador Calígula se reduce, desde el momento en el que
llega al trono tras asesinar a un Tiberio cuya repugnante presencia supone un
apunte mucho más punzante que la mayoría de barbaridades cometidas por su
sucesor, a esporádicos y bufonescos momentos en los que el personaje que da
título a la película se burla de su absurdo grado de poder. Pero en otros
instantes más perturbadores, instala al espectador en la incómoda posición de
ver Roma, como una transposición del mundo de entonces con el de ahora, desde los ojos de un desalmado que
no da tregua a sus pobres súbditos, pero que manipula y acostumbra a su
audiencia a placer para reconducirla a sus propios fines sin ofrecer jamás el
contrapunto moral (y morboso) que necesariamente deberá poner el espectador.
Existe en Calígula, gracias a lo poco
concreto de su guión y a la irrealidad de su estética, una película que habla
de la decadencia de la Roma Pagana de forma tan universal y abstracta, que muy
bien podría verse como una desdibujada parábola de una decadente sociedad
occidental, tal y como era vista en el momento en que se llevó a cabo la
película[6].
Y no digamos ya si la comparamos, tanto en su deprimente visión del poder como
de la sociedad, con la actual. Por algo será que el instante que reúne más
elementos de interés de todo el film, el de la memorable orgía en la que el
pueblo de Roma fornica con las esposas de los miembros del senado tras
apoquinar sus cinco monedas de oro, es el que logra aunar el erotismo
generalizado de la película con el desvaído discurso político que subyace bajo
la catarata de genitales que aparecen en pantalla, logrando además que la
humillante revancha a la que el emperador somete a la clase política sea tan
salvajemente divertida como en el fondo premeditadamente catártica a ambos
lados de la pantalla. La humillación a la que los miembros del senado se ven
estoicamente sometidos, sirve al emperador para meterse en el bolsillo al
pueblo de Roma, pero también al público de Calígula
que se divierte con la socarronería del peligrosísimo César. Inmediatamente
después de esta tórrida y gratuitamente larga escena, que condensa todos los
defectos y virtudes de la película de Brass que no lleva su firma, Calígula pasa astutamente a una presunta
incursión militar sin enemigos que más tarde veremos han calmado las agitadas
aguas políticas romanas. Es la muestra de la política peligrosamente
identificada como estafa, revelada como tal una y otra vez por el mayor tahúr
de todo el film: un Calígula que se ve a sí mismo como una civilización, la de Roma, que bajo su mirada acaba por
autodestruirse para dar paso a su estúpido sucesor. Es en estos momentos, en
los que el divertido espíritu salvaje de Calígula
funciona como circo (con el sexo como atracción principal) en tiempos de escaso
pan, mostrándose como el descomunal engendro mecánico que rebana cabezas de
traidores políticos enterrados hasta los hombros en la arena mientras el pueblo
les tira piedras y huevos antes de verlos morir. Una salvaje afición sobre la
que un infantil Calígula se lamenta imaginando el disfrute de sus súbditos si
todos y cada uno de ellos tuviese un huevo que lanzar a aquellos a los que
odian con su aquiescencia. Una revancha tan teledirigida, efectista, y en el
fondo tan superficial como la que acaba ofreciendo esta fascinante Calígula, película que primero obliga a
mirar a la cara más desagradable del poder para después abandonarse a la
voluntad de un público que difícilmente podrá cerrar los ojos ante lo que tiene
en pantalla, sin que estos nos escuezan demasiado.
El Pan y Circo de toda la
vida, aunque sea como nunca.
Título: Caligola. Dirección: Tinto Brass (sin acreditar),
con Bob Guccione y Giancarlo Lui como directores de material adicional. Guión: Gore Vidal (y Malcom McDowell,
Masolino D’Amico, Ted Whithead y Tinto Brass sin acreditar para la versión de
1979, y Bob Guccione, Giancarlo Lui y
Franco Rossellini para la versión de 1984) Producción:
Bob Guccione y Franco Rossellini. Dirección
de fotografía: Silvano Ippoliti. Montaje:
Nino Baragli y Russell Lloyd (y Enzo Micarelli para la versión de 1984). Música: Bruno Nicolai (y Renzo
Rosellini para la versión de 1984). Año: 1979.
Intérpretes: Malcom McDowell (Calígula), Helen
Mirren (Caesonia), Peter O’Toole (Emperador Tiberio), John Gielgud (Nerva),
John Steiner (Longinus), Teresa Ann Savoy (Drusilla).
[1]Nacido el 31 de agosto de 12 en Anzio, el hijo de Germánico, que
era a su vez hijo adoptivo del César Tiberio y por lo tanto el sobrino adoptivo
del emperador, recibió su apodo Calígula (literalmente botitas), cuando marchaba por Germania con su padre -uno de los más
importantes generales de la Historia de Roma- a la tierna edad de dos o tres
años. Tras la muerte de su padre en Antioquía, Calígula regresó a Roma con su
madre, Agripina, y sus cinco hermanos, causando una creciente incomodidad en su
tío y emperador. Se dice que fue muy probablemente esta inquietud la que
provocó la muerte por asesinato de algunos tíos de Calígula por decreto de
Tiberio, y el hecho de que este evitara que la madre del futuro César volviera
a casarse por miedo a que su nuevo marido supusiese una amenaza para él. Pese a
las crecientes enemistades entre ambos, las aguas se calmaron una vez este se
confinó en Capri y el futuro emperador pasó seis años en su compañía. La
relación entre ambos mejoró tanto que en su muerte, Tiberio ordenó que fueran
Calígula y Tiberio Gemelo los encargados de dirigir el Imperio. Una vez muerto
el César por motivos y culpabilidades que aún siguen bajo discusión, Calígula
-del que se dice se ganó la simpatía del difunto emperador escondiendo el odio
que sentía por él- se deshizo de Gemelo para regentar en solitario.
Inicialmente fue muy querido por el pueblo de Roma, al que convenció al quemar
los documentos que contenían los nombres de los acusados por traición,
permitiéndoles volver a Roma libres de toda culpa. También recompensó a la
Guardia Pretoriana, y a tropas urbanas y fronterizas por sus leales servicios,
expulsó a todos los delincuentes sexuales de Roma y orquestó numerosos combates
de gladiadores para ganarse el favor de un pueblo que pronto se puso a sus
pies. Pero en el año 37, y fruto de los excesos en los que reincidía una y otra
vez desde que alcanzó el título de Emperador, Calígula cayó muy gravemente
enfermo, temiéndose por su vida. Por suerte para él, logró recuperarse aunque
su plenitud física dejó de corresponderse con su lucidez mental, asesinando,
muy precavido él, a aquellos que habían jurado dar su vida si el César lograba
sobrevivir a su enfermedad. Obligó al suicidio a aquellos que se habían
exiliado durante su reinado y empezó a ver conspiraciones por doquier, a las
que ponía fin de la manera más violenta. Abrió una época democrática en Roma
que fue muy criticada, y empezaron las ejecuciones sin juicio previo,
igualmente muy mal vistas tanto por el pueblo como por el senado, con el que ya
por entonces mantenía una pésima relación. Si durante el exilio de Tiberio en
Capri, los miembros del senado gozaban de una considerable libertad de
movimientos, la llegada de Calígula cambió las tornas hasta el punto en el que
el emperador desconfiaba constantemente de las actividades de aquellos que
decían servir a sus intereses y a los de Roma. En el 39 dio comienzo la crisis
económica con origen en el vaciado de las arcas públicas por un manirroto
Calígula, que a su vez acusó al senado multando y ejecutando a algunos de sus
miembros para así poder hacerse con sus riquezas. Se establecieron impuestos en
juicios, bodas y prostíbulos, como también se llevaron a cabo subastas de
gladiadores al finalizar sus espectáculos. Los testamentos de muchos ciudadanos
romanos que habían dejado sus riquezas a Tiberio fueron reinterpretados para
que Calígula pudiese disfrutarlos. Para acabarlo de rematar, algunas
prohibiciones de Calígula en lo que respecta al transporte generalmente usado
para trasladar alimentos provocó una hambruna sin precedentes aumentando el
malestar de Roma para con su figura. Intentando paliar el creciente desapego de
la población, Calígula mandó construir nuevas carreteras y ampliar los puertos
de Regium y Sicilia, lo que permitió almacenar una mayor cantidad de cereales
traídos desde Egipto. En el 40 puso en marcha una serie de polémicas
iniciativas que situaban la religión en un primer plano político, apareciendo
públicamente vestido a la manera de dioses como Hércules, Mercurio, Venus y
Apolo, haciéndose llamar Júpiter en documentos públicos y erigiéndose tres
templos en su propio honor. Y al contrario que sus predecesores, haciéndose
adorar como a un Dios en vida por toda Roma. En el 41, y mediante una
conspiración llevada a término por la Guardia Pretoriana, el senado, y la
soldadesca, Calígula fue asesinado. Se intentó utilizar su muerte para
reinstaurar la república, pero las múltiples acusaciones populares contra el
senado y los asesinos del Emperador terminó con la muerte de todos los
implicados en el complot. Su herencia militar dio el saldo de la anexión de
Mauritania al Imperio. Sus locuras y crueldades para todos los que lo rodeaban
por entonces creció como la espuma, y el paso de los muchísimos años
transcurridos desde entonces no ha hecho sino amplificar esta tendencia. Más
aún si tenemos en cuenta que gran parte de lo que se sabe del tercer emperador
del Imperio Romano proviene de dos fuentes que además no sentían ninguna
simpatía por el César, los escritos de Suetonio y Dion Casio, que fueron
puestos en negro sobre blanco ochenta y ciento ochenta años más tarde de la
muerte de Calígula respectivamente.
[2]Si poco se sabe del César Calígula, menos aún del realizador de la
película que lleva su nombre: Tinto Brass, nacido Giovanni Tinto (de Tintoretto,
apodo que recibió por parte de su abuelo) Brass nació en Milán el 26 de marzo
de 1933. Inició su carrera cinematográfica, tras cursar sus estudios de
derecho, como colaborador de la Cinemateca Francesa y ayudante de directores de
nombre tan justificadamente reputado como el de Roberto Rosellini. Su primer
film como director llegó en 1963, con Chi
lavora è perduto, el primero de una etapa en la que coquetearía con la
vanguardia cinematográfica en películas como la posterior Il disco volante, Col cuore in gola o Nerosubicano entre otros, y en los que ya era notable su querencia
por un contenido sexual mostrado con sana desvergüenza. Unas películas más
tarde, y ya en 1975, llegaría el célebre Salón
kitty, que empezaría a situar el nombre de Brass en el firmamento del cine
erótico europeo de los setenta, honor que detentaría durante el resto de su
carrera. Más tarde llegarían Action, la
película que se analiza en esta entrada, de cuya turbulenta producción y
estreno se hablará en una nota al pie más adelante, La llave, Miranda, Amor y pasión, Snack Bar Budapest, Los burdeles de
Paprika, Todas lo hacen, El hombre que mira, Monella, Tra(sgre)dire, Relaciones
impropias, ¡Hazlo! y el que por ahora es el último de sus filmes: Monamour, del año 2005. Durante un
tiempo se rumoreó que Brass estaría al mando de una película X filmada mediante
la renovada tecnología 3D que ha hecho posible películas como la exitosa Avatar de James Cameron, lanzando una
nueva piedra contra una sociedad que a decir de Brass (y de forma bastante
certera en mi opinión) se muestra aún muy hipócrita con la visión del sexo en
pantalla. Su mezcla de esteticismo y erotismo, progresivamente ensamblado
durante su carrera, los filmes de época
habitualmente situados en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, y la
figura del mirón, son algunas de las constantes de su cine. Constantes que le
han hecho merecedor de la etiqueta de autor,
rara en un género, el erótico, en el que no abunda esta clasificación por parte
de algunos sectores de la crítica autodenominada seria.
[3]Inicialmente, Gore Vidal escribió el libreto de Calígula teniendo en mente que el
resultado final sería una película hecha para televisión bajo la batuta de
Roberto Rossellini, con el nieto de este como productor. Pero la imposibilidad
de encontrar fondos para pagar el proyecto (que acabó costando 17 millones de
dólares) llevó a Vidal a entrar en contacto con el empresario Bob Guccino,
propietario de la revista Penthouse,
que aceptó con la condición de llevar la historia de Calígula a un lugar estéticamente
próximo a las producciones peplum
norteamericanas que un par de décadas antes hacían las delicias del público.
También exigió la inclusión de numerosas escenas de alto contenido sexual con
fines promocionales para la venta de Penthouse.
Al poco tiempo Guccione ya había conseguido la participación de Malcom
McDowell, Peter O’Toole, John Gielgud, o Helen Mirren como parte del reparto,
pero aún tenía que confirmar al realizador. Tras la baja de Rossellini, Vidal
intentó convencer a John Huston, que también declinó la oferta, hasta decidirse
por Tinto Brass tras ver su anterior película Salón Kitty. Bajo las instrucciones del definitivo director, el
escritor norteamericano de novela y ensayo trabajó en el guión de Calígula durante numerosas versiones
siempre -a decir del director Tinto Brass- con una impecable profesionalidad,
pese a que realizador y guionista nunca se pusieron de acuerdo en sus
respectivas visiones sobre el personaje interpretado por Malcom McDowell, al
que el escritor veía como la personificación de todos los males de la política
y el poder en general, y Brass, en una visión compartida con el actor que
interpreta al emperador, veía como un anarquista. Para acabarlo de adobar, la
opinión de Vidal sobre los directores de cine no podía estar más en las
antípodas de la de Brass: si el escritor creía que un realizador era un
parásito que se aprovechaba del auténtico autor de una película, que era el
guionista, Brass era un firme creyente de la política de los autores promulgada por los miembros de la Nouvelle
Vague, que situaba al director como único y determinante autor de una película. A pesar de todo, el autor del libreto de Ben-Hur (mítica película dirigida por
William Wyler cuya velada homosexualidad enfadó lo suficiente a la estrella protagonista
Charlton Heston como para que la productora ninguneara el trabajo de Vidal
retirando su nombre de los títulos de crédito), mantuvo una relación bastante
cordial con Brass hasta que éste, a espaldas del guionista y con la ayuda de
McDowell, Massolino D’Amico y Ted Whitehead, reescribió la última versión del
libreto sin consultárselo. A partir de ahí, y sintiéndose lógicamente
despreciado, Vidal se apeó del proyecto y lo dejó en manos de Brass. Pero el
realizador tendría su importante conflicto particular con otro miembro del
equipo: Bob Guccione, promotor de un proyecto hasta entonces conocido como Gore Vidal’s Caligula, y que aún daría
numerosos problemas a muchos de sus implicados.
[4]No en vano el diseño del cartel del film dirigido por Brass, que
aparece en la secuencia de créditos de la película, muestra el perfil dibujado
de Calígula con el único ojo que su posición nos deja ver, sangrando
copiosamente. Ya sea un símbolo de la voluntad del director de hacer de su film
una experiencia tan agresiva para el
público que el simple hecho de mirar resulte doloroso, la participación de
Malcom McDowell como protagonista de la película hace pensar en Calígula como una película con puntos en
común con una de las más célebres películas de Stanley Kubrick de polémico
estreno siete años antes: La naranja
mecánica. Igualmente protagonizada por McDowell, en un registro casi
indistinguible del de Calígula,
también abundaban en La naranja mecánica los
momentos en los que un personaje era obligado a mirar (la violación, por parte del nefasto Alex DeLarge y sus drugos, de una mujer que su marido es
forzado a contemplar, o la escena en la que el propio Alex siente una idéntica
violación de la mirada él mismo, incapaz de cerrar sus párpados durante su
mítico tratamiento contra la violencia propia y ajena, mediante el Método
Ludovico), poniendo al espectador en una situación bastante turbadora como
testigo que es invitado
impotentemente (o no) a presenciar las barbaridades llevadas a cabo por
McDowell en ambos filmes.
[5]Sin entrar a debatir las fronteras existentes entre el género erótico y el pornográfico más allá del lugar común que asegura que la diferencia
estriba en que el segundo necesita de primeros planos de penetraciones para ser
considerado porno, el resultado final de muchas escenas se deben a la
intervención del productor Guccione como representante en la producción y el
rodaje debida a la gran inversión económica hecha por Penthouse. Así, la visión que Brass tenía en mente, y que a decir
del productor rodó una desproporcionada cantidad de metraje, ni era la del
guionista ni tampoco la que acabaría viéndose en pantalla, ya que fue
desvirtuada posteriormente en la sala de montaje, siendo esta parte del proceso
de la película una sobre el que el realizador no tuvo un control definitivo. De
esta manera, escenas tan gratuitas como la que muestra a dos de las sirvientes
de Calígula en plena faena lésbica tras espiar a su amo teniendo relaciones
sexuales con su hermana, no fueron ideadas ni rodadas por Brass, sino por un
equipo especialmente escogido por Guccione, que echaba de menos una mayor
cantidad de sexo en pantalla, tal y como esperaría el público potencial de la
revista Penthouse que estaba pagando
gran parte del film. También incorporó a algunas de las chicas aparecidas en la
revista al elenco de intérpretes, reservándolas para papeles sin diálogo y
apariciones en orgías y escenas de sexo varias, embelleciendo, según sus palabras, dichas secuencias, pero también
alargándolas más allá de lo que Brass creía necesario. La inclusión de estos
momentos, amén de subvertir el sentido que el realizador quería imprimir a la
película (“de la orgía del poder a la
orgía de los poderosos”), descompensa de mala manera el tono satírico del
film, muy rebajado por los productores que cortaron varias escenas destinadas a
ilustrar el festivo sentido de la anarquía de Calígula, hasta hacer mucho más
visible e importante todo lo relacionado con el sexo. Así, las incontables
felaciones (que curiosamente estaban muy mal vistas en la Roma en que tiene
lugar la acción) y largas escenas de sexo acaban por actuar en detrimento de
los numerosos elementos políticos hasta reducirlos a mero subtexto. Aunque el
consiguiente cabreo de Brass, visto el resultado final, tuvo su contrapartida
con el estreno de Calígula, que tras
una semana en salas -suficiente para llevarse un considerable varapalo por
parte de la crítica que no se redujo a territorio italiano- fue prohibida en Italia por obscenidad,
amenazando con llevar a prisión al realizador Tinto Brass como máximo
responsable del film, calificado X en los lugares en los que no fue censurada
por completo. Brass no se arredró y, dada su formación como abogado, se
representó a sí mismo ante tales acusaciones arguyendo que él no había
controlado el resultado final de la película, de modo que no podía ser
considerado culpable por obscenidad. Finalmente el asunto se saldó con un Brass
tan desmoralizado que tardó un tiempo en reincorporarse a la industria del
cine, y con su nombre relegado al de Director de Fotografía Principal, mientras
Guccione y Ganciarlo Lui aparecerían como Directores de Material Adicional. El
análisis llevado a cabo en esta entrada corresponde al visionado de Calígula según el montaje original
llevado a cabo en 1979, aunque he decidido hacer de los títulos de crédito que
pueden leerse algo más arriba el berenjenal que pueden ver por si alguien
quiere tener una visión más completa de lo explicado hasta aquí.
[6]El montaje correspondiente a la versión extendida del film parece
responder a esta idea mostrando al empezar Calígula
al futuro emperador en pleno escarceo sexual en medio del bosque, pero con la
alegría de un niño y desprovisto de todo morbo. Esta bastante horrenda
secuencia, cuya estética remite a la del más desabrido cine erótico soft-core sin que falte ni un caballo
blanco paseando por el plano, relativamente salvada por la magnífica banda
sonora compuesta por Prokofiev, supone una especie de descripción edénica de un
joven que se convertirá en un monstruo al entrar en contacto con la “brutal
civilización” que más tarde lo barrerá cuando deje de servir a sus intereses.
En cualquier caso esta escena estaba ausente en las primeras versiones del
guión de Vidal, en las que el film empezaba cuando Calígula despertaba junto a
Drusilla, de un sueño en el que era asesinado por su tío.
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