En 1916 el
director Louis Feuillade y el guionista Arthur Bèrnede dieron a luz al
justiciero enmascarado Judex, en un conjunto de pequeñas películas de idéntico
nombre[1]
al del enigmático aventurero siempre en incansable lucha contra el Mal. Estos
cortometrajes, con Judex como centro de todas las inocentes batallas entre
buenos y malos retratadas en un silente blanco y negro, redondearon el carácter
folletinesco de un héroe tan misterioso en sus apariciones como plano en sus
intenciones. Abrazando una simplicidad moral, reforzada por la inocencia
cinematográfica aún en estado casi virginal del público francés que acudía a
verlo en las salas oscuras en el ecuador
de la Primera Guerra Mundial, Judex hacia gala de una primitiva pero eficaz
narrativa que con el tiempo y aún a día de hoy se ha convertido en una especie
de Santo Grial para algunos exégetas del cine
puro, no tanto desde un punto de vista del cine como lenguaje como de el
cine como experiencia emocional sin
parangón. Un Edén cinematográfico que las consecutivas (y discutidas, y
cuestionables) mayorías de edad del cine han enterrado con la complicidad de un
público mucho más bregado en juegos narrativos y situaciones tan manidas que
desembocaron en un previsibilidad a caballo entre lo cansino y lo encantador. Pero
esa inocencia fue y es un estado al que, desde la inevitable distancia, muchos
directores y espectadores de todas las épocas, siendo la que nos ha tocado
vivir una de las más prolíficas al respecto, se han negado a renunciar[2],
mitificando en ocasiones material cinematográfico considerado por algunos, y ya
desde su estreno, como innoble. Un
sentimiento similar al que debió de poseer al director George Franju[3]
para que cincuenta y siete años más tarde, en un mucho más cínico 1963,
decidiera resucitar a un embalsamado Judex como embajador de un pasado cinematográfico,
el de un sacralizado cine clásico, menos consciente y pagado de sí mismo que el
de la época moderna[4]
desde el que este Judex se llevó a
cabo.
Un diálogo entre
modernidad y clasicismo invocado ya desde los títulos de crédito iniciales de
este Judex con la longitud de un largometraje
en bellísimo blanco y negro, en los que pueden verse los nombres de los
participantes de este viaje al pasado impresos sobre marcos idénticos a los que
contenían los intertítulos de tantas producciones mudas como las que en su día
fueron el hogar del primer y mentado Judex,
en 1916. Esta decisión por parte de Franju supone algo más que un mero
juego metalingüístico, es también una soberana declaración de principios hacia
un público que, por poco conocedor que pueda ser de los lugares comunes de un
cine tan joven que ni siquiera hablaba,
ya puede barruntarse por donde van a ir los tiros disparados por el Judex que nos ocupa con la nostalgia
como diana… sólo hasta escasos minutos más tarde. La ilusión de estar
asistiendo a una regurgitación del cine de la época muda se rompe
instantáneamente: el acaudalado Favraux (Michel Vitold) lee de viva voz una
carta que lo amenaza con atenerse a las consecuencias sino devuelve, antes de
esa misma medianoche, todo lo que ha robado durante su vida como banquero
corrupto. La carta viene escuetamente firmada por Judex (Juez, en latín), y la
secuencia en general filmada por Franju con una opulenta elegancia que ya
quisieran para sí muchos directores anteriores y posteriores al director de
este Judex, visiblemente dotado de
una sofisticación formal en las antípodas del cine en que se inspira.
Todo lo
contrario a lo que puede decirse de su guión: puro (y lógico) folletín poblado por
personajes a cual más estereotipado y monocorde. Desde el banquero que primero
será acusado por carta de saquear a todos aquellos que depositaron su confianza
en él, y después demostrará una sangre fría capaz de llevarlo al asesinato más
gratuito, hasta su heroica némesis Judex (un imperturbable Channing Pollock),
silencioso y con una fe ciega en lo justiciero de su misión, todos los hombres
y mujeres que se alían y enfrentan entre ellos en Judex responden a una moral hecha del mismo cartón piedra que el
agradablemente rudo blanco y negro cinematográfico
que los vio nacer en 1916. Este aspecto de la película -uno de los más
sorprendentes de Judex por su
fidelidad a unos arquetipos que uno espera que utilice como base a desarrollar
para después darse cuenta de que sencillamente los ha trasladado de una época a
otra sin la más mínima variación- se reafirma aún más por la renuncia a Franju a
mirar las situaciones mostradas en su película por encima del hombro, o con un
mínimo de paternalismo. No hay ni rastro de ironía en su mirada sobre un
argumento que incluye secuestros, una inesperada historia de amor casto entre
Judex y la hija del banquero Jacqueline (interpretada por una de las caras más habituales
y particulares del cine de Franju, Edith Scob), pasadizos secretos, heroes y
malvados enmascarados y ridículas persecuciones y peleas en las más peligrosas azoteas: el director de Judex se toma el trabajo de su admirado
Feuillade muy en serio, aunque parece consciente de la presencia de un
espectador cinematográfico muy diferente al que tuvo que seducir el creador de
Judex a principios del siglo XX.
Porque el Judex que nos ocupa en esta entrada es
una película que, si bien es lo bastante respetuoso como para no hacer burla de
sus orígenes, se presenta como un artefacto cinematográfico plenamente
consciente de su condición de anacronismo, de ejercicio de nostalgia que cuando
mejor funciona es al encontrar su propio eco en el marasmo de sensuales
imágenes que componen gran parte de la película. Mucho mejor que cuando se ciñe
a un texto que si ya podía ser divertidamente sobado por entonces, a día de hoy
resulta de una simplicidad curiosa, pero a veces sonrojante en su ramplonería. Y
eso que la contagiosa pasión que se desprende del resultado final del film podría
hacer pensar que quizás Franju ha hecho, más que un homenaje, una recreación
del sentimiento que le provocó en su día el visionado del folletín original[5],
siendo antes una visión personal y apasionada que intenta emular la pureza del
primer Judex que un mero guiño a un
público cómplice de los envejecidos logros del original. Pero hay en su
particular versión numerosos elementos que apuntan hacia una especie de actualización del personaje (y del
sentimiento de inmediatez sin formalismos ni distancia propia del cine clásico
más escapista) no sólo como un placer personal, sino también de cara al público
del film. Instantes en los que el film se plantea como un homenaje consciente,
casi a modo de avergonzada disculpa en sus peores momentos, de su naturaleza de
folletín.
Este aspecto
del film, el que revela la autoconciencia con la que se ha llevado a cabo la
película, se ve revelado a través de la infantil, y algo irritante, figura de
Cocantin (Jacques Jouanneau), aniñado policía que se pasa el día con la cabeza
metida en un libro y que podría muy bien ser el soñador doble en la ficción del
realizador de Judex, decisivo en sus
gustos cuando Franju lo muestra leyendo un tomo de Fantomas, personaje de folletín igualmente creado por… Louis
Feuillade. Este momento, subrayado por un voluptuoso movimiento de cámara que
se desplaza por el despacho del policía hasta que el nombre del malvado
Fantomas impreso en la portada del libro ocupa toda la pantalla, denota un
grado de conciencia que se va asomando durante todo el metraje bajo la forma de
numerosas referencias a clásicos de la literatura del calado (y el surreal estilo)
de Alicia en el país de las maravillas
o el mentado Fantomas, y una reveladora serie de primitivos
intertítulos que explicitan por escrito el paso del tiempo transcurrido de una
secuencia a otra. Recurso importado del cine mudo, completamente prescindible a
nivel narrativo vista la sofisticación formal de la que hace gala Judex pero muy ilustrativo de las
cualidades de homenaje del film de Franju y de las posibilidades de que este film
de 1963 podría haber llevado este aspecto un poco más allá y ser completamente
muda, dada la impresionante narrativa a base de elementos (y arquetipos)
esencialmente visuales que hacen de los diálogos algo puramente accesorio en
una historia comprensible sin ellos.
Pero en una
película basada en un texto tan raquítico como es el caso de la que nos ocupa,
es algo más que una buena noticia la apabullante atmósfera laboriosamente
tejida por un Franju y su equipo en plenitud de facultades. Siendo Judex un film perfectamente narrado,
sorprende la inquietante sensación de extrañeza que se desprende de unos
ambientes retratados con una distancia de poso onírico que cuanto más
estereotipada es la trama que ilustran, más evidente y misteriosa resulta en
pantalla. A personajes de motivaciones y actitudes a cual más trillada, Franju
y sus guionistas contraponen las más rebuscadas situaciones y los equívocos más
retorcidos, que se sostienen sobre una nada, la de su modelo, en ocasiones
apasionante gracias a los delirios formales servidos en bandeja de plata por el
realizador, tales como una exquisita composición de plano que rozaría lo
pictórico de no ser por el dinamismo de su puesta en escena, o la intermitente
turbiedad que despide la paradójicamente apasionada distancia con la que está narrada lo que
ocurre en toda la película. Este desequilibrio existente entre la rígida autoconciencia
que demuestra el film, construido como homenaje,
y la pasión con la que Franju logra reanimar una pureza sentimental y
cinematográfica perdida, es la misma que existe entre el fondo y la arrebatada forma de Judex, en el que la segunda devora
alegremente, y por fortuna, al primero. Esta ambivalencia a veces puede resultar
frustrante, pero otras se diría que Franju aprovecha los incontables huecos y
tiempos muertos fruto de un pobre desarrollo dramático para despertar una
sensualidad y una inquietud impensable en un libreto tan desabrido. Así como la
malvada Diana (la atractiva Francine Bergé), disfrazada de monja, se despoja de
su atuendo religioso dejando al descubierto su escultural cuerpo antes de
lanzarse al agua en una imagen fugaz que deja intuir como la ropa húmeda se
adhiere a su impresionante figura, el Judex
de Franju tira por el camino de lo sugestivo hasta desperezar una seductora y
rica melodía a partir de la más trillada y conservadora de las letras.
Así, y bajo la
batuta del realizador francés, hasta lo más estereotipado puede tornarse en oro
puro cinematográfico: ahí está el caserón en el que viven el banquero y su hija
reconvertido en otro puramente gótico por el mero paso del día a la noche, no
tanto por la cantidad de pasadizos que alberga en sus tripas como por la
sensación de extrañeza que impregna la dirección de Franju, al igual que
imágenes tan arquetípicas como las de un grupo de hombres escalando una pared
enfundados en monos negros de camuflaje, o el trágico final de algunos de los
personajes, parecen dotadas de un extraño e inasible lirismo, impensable visto
la pobreza del material de partida. Un raquitismo dramático que se suspende en
el momento más justamente recordado del film, que representa además el
paradigma de esa turbadora sensualidad que reviste Judex y que en sus mejores instantes consigue asfixiar su trama
hasta hacerla olvidar a su público. Alcanzando un equilibrio entre
autoconciencia y pureza sin igual en el
resto del metraje, la escena de un baile nocturno cuyos invitados ataviados con
disfraces dotan de un aire fantasmal un momento situado pocos minutos antes de
la medianoche, sería agua de borrajas de no ser por la cadencia que Franju dota
a la secuencia, como también se quedaría en nada de no contar con la presencia del
propio Judex, oculto tras una turbadora máscara de pájaro que catapulta el
momento, y a partir de ahí la atmósfera de casi todo el film, al más fascinante
surrealismo.
Probablemente
no es casual que el papel de Judex -el enmascarado de aires más grotescos de
toda una colección de caras falsas cargadas de simbolismo que ocultan las de
los más pudientes de la sociedad francesa- en la festividad, es el de mago que
para más inri aparece en el plano que da inicio a la secuencia en una
panorámica ascendente desde sus zapatos hasta su máscara tras la que parece
mirar al espectador de Judex a través
de la pantalla. Este perturbador y sorprendente inicio de una secuencia que irá
desplegando sus encantos con la entrada del justiciero en el recinto del baile
con la cámara y por tanto la mirada del espectador pegado a él, no sólo supone
una inmersión del público en la magia
que tiene lugar tanto dentro de la película (haciendo aparecer palomas blancas
de pañuelos del mismo color que se suponían vacíos) como fuera de ella, como
película mágica en sí[6].
Esta imagen de ribetes pesadillescos también supone la demostración, por vía de
un Judex erigido como Maestro de Ceremonias que mira al espectador de Judex
que a su vez lo mira a él, de una ficción que se sabe observada y que por tanto
es consciente de su naturaleza. Una naturaleza que en las talentosas manos de
Franju se revela misteriosa, sugerente y mágica, tal y como certifica el paseo
posterior del público por unos parajes que se despliegan durante todo el
metraje, y que parecen más propios del mundo de los sueños proyectados en una
pantalla que aglutina elementos propios
del cine policíaco, el misterio criminal, el terror y una elevadas dosis de
inasible fantasía que dan sentido a todo lo anterior, que de nuestra realidad
cotidiana.
Y que también
certifica la inversión de papeles que no deja de repetirse una y otra vez
durante todo el metraje: la que juegan el guión y todos los elementos que
participan en el aspecto audiovisual de la película, siendo estos últimos los
auténticos cimientos de la experiencia que supone el visionado de Judex, y el libreto que emula la trama
de los de 1916 un simple armazón, un contenedor capaz de acotar lo
vigorosamente inasible que bombea las poderosas imágenes del film de Franju.
Quizás, o al menos en opinión del director de este Judex de 1963, debido a
que los nuevos espectadores desde los tiempos de Feuillade eran (y somos)
incapaces de regresar a ese preciado estado de inocencia románticamente
solapado con el cine de los orígenes, Franju se obliga a forzar, y para bien, la
pegada poética de su película en una graduación mucho más elevada de la que
hacía gala su objeto de inspiración,
inyectando unas más que considerables raciones de magia cinematográfica quizás con
el objetivo de paliar el creciente cinismo del público. Y siempre con el resultado
de una pletórica fantasía capaz de encandilar espectadores de ayer y de hoy.
Una opción más
satisfactoria, o capaz de dotar de mayor unidad al film, habría sido optar por
un desarrollo de la trama y sus personajes menos esclavizada por una inocencia premeditada
que sólo hace que ponerle palos en las ruedas a un film que cuanto más
inconsciente es de sus modelos precedentes, más alto vuela. Así, y por
comparación, la inocencia se vuelve ocasionalmente impostada y hasta capaz de
ahogar la validez de sus ideales justicieros por hacerlos monumentos
pertenecientes a épocas pasadas[7],
descompensando además los elementos más turbios de la trama, en los que Franju
parece sentirse muy cómodo. Ya sea una bizarra relación entre los dos hermanos
criminales (interpretados por la mentada Francine Bergé y Theo Sarapo) que bordea
el incesto o el agresivo erotismo que surge entre Judex y Diana, surgidos de un
virtuosismo visual que no recibe ningún apoyo ni desarrollo desde un guión demasiado
anclado en la nostalgia personificada en el propio Judex y su casi infantil
visión del mundo, resulta revelador el reducido papel del personaje que da
título al film dentro de la acción, como si el realizador tuviese más interés
en otros elementos de la trama. Una sensación que en los mejores momentos de Judex, es olvidado por la seductora capacidad
de sugerencia de Franju, capaz de aunar
lo sensual con lo onírico hasta lo indistinguible, dotando de necesaria magia
un film rebosante de talento, aunque a veces demasiado encadenado a la sosa
virtud de su protagonista.
Título: Judex. Dirección: George Franju. Guión: Jacques Champreaux y Francis
Lacassin. Producción: Robert de
Nelse. Dirección de fotografía:
Marcel Fradetal. Montaje: Gilbert Natot. Música: Maurice Jarre. Año:
1963.
Intérpretes: Channing Pollock (Judex/Vallieres),
Édith Scob (Jacqueline), Michel Vitold (Favraux), Francine Bergé (Diana),
Jacques Jounneau (Cocantin), Théo Sarapo (Morales).
[1]Pese a que las primeras aventuras de Judex fueron filmadas en
1914, el estallido de la Primera Guerra Mundial retrasó su estreno dos años,
considerándose 1916 como año oficial de nacimiento del justiciero enmascarado.
Huérfano tras el suicidio de su padre, arruinado por el malvado banquero
Favraux, Jacques de Trémeuse adopta el nombre de Judex (Juez), y parapetado
tras su antifaz y capa negra recluta un grupo de antiguos delincuentes y
saltimbanquis circenses para combatir el crimen personificado en Favraux y la
malvada Marie Verdier. La idea del serial Judex
nació como respuesta a las protestas de algunos sectores del público sobre un trabajo
anterior de Feuillade: Fantomas, de
1913, que según algunos enaltecía a los criminales, dejando en un peligroso
ridículo a la ley y el orden. El éxito de Judex,
que para muchos supuso la primera piedra de un género que cristalizaría en el
de los superhéroes enmascarados, provocó la edición de una serie de libros
alrededor de las aventuras del personaje que empezaron a aparecer a partir de
1917, ya sea en forma de novela, o de forma más continuada en el tiempo, de
historias cortas o de tebeo (o cómic, al gusto de cada uno).
[2]Jamás sabremos lo que habría opinado Franju si hubiese podido
asistir a la evolución de una parte del cine legado por realizadores de cine
digamos de evasión, como Steven
Spielberg o George Lucas hasta alcanzar a Quentin Tarantino, el mejor Tim
Burton, los Hermanos Coen o un área importante del Hollywood actual, de enorme
influencia en algunos sectores cinematográficos del resto del mundo. Los
mentados Tarantino y Burton, por poner dos de los ejemplos más evidentes al
respecto, se dirían dignos herederos del impulso hedonista de recoger modelos
muy queridos por ellos y muchas veces despreciados por la crítica, generalmente
asociados a la infancia y al cine como verdadera tierra de sueños, para retorcerlos y potenciarlos con un vigor del
que a veces carecen los filmes originales en los que se inspiran. De todos
modos, se diría que el director en activo más afín en cuanto a modelos se
refiere con el George Franju de Judex
es Guy Maddin, aunque sus curiosas resurrecciones del cine tal y como era en la
época silente poco tienen del arrebato del que hace gala Franju en su ánimo de
devolver a Judex todo su esplendor.
[3]Pueden encontrar una muy somera biografía del director de este Judex, en la entrada dedicada a la que
seguramente es la más célebre de sus películas: Los ojos sin rostro, publicada en este blog en el mes de diciembre
del año 2013.
[4]Un modernismo
cinematográfico que contempla el cine hecho hasta su aparición, el llamado y
endiosado a partir de entonces cine
clásico, desde la distancia, promoviendo la complicidad con un público que
ya ha tomado nota de las estrategias narrativas y genéricas del clasicismo
prácticamente establecidas como un nuevo canon. Así, el manierismo, la
perversión o referencia al cine clásico, utilizado tanto como espejo,
inspiración o modelo a derribar por los más diversos motivos, al igual que una
serie de estrategias que revelan la cualidad de construcción de un film, de discurso creado con mucho o poco que
ver con el mundo real, son algunos, que ni de lejos todos, de los rasgos
definitorios del cine moderno. Todos
ellos, junto con uno de los mayores avances al respecto como es la política de los autores célebre y algo
devaluada por la compulsión con la que se aplica, responden al mismo
sentimiento: la conciencia y la distancia que se desprende de ella antes de
volver a crear nuevos mitos sobre otros antiguos. Algo que muy bien puede
aplicarse a este Judex firmado por
Franju en 1963. No en vano, el realizador de Judex fue uno de los co-fundadores de la Cinemateca Francesa,
Tierra Santa de la tropa de la revista Cahiers
du Cinema, con el germen de la Nouvelle
Vague macerándose en su interior… hasta eclosionar en el grupo de jóvenes
realizadores que junto con el resto de Nuevos
cines del mundo cambiarían la forma de entender primero la crítica
cinematográfica, y más tarde la percepción del cine y su realización en general
catapultándolo a su edad moderna.
[5]Ya antes de 1963 era conocida la afición y admiración de Franju
por el cine folletinesco en general y el llevado a cabo por Lois Feuillade y el
personaje de Fantomas a la cabeza en particular, pero una serie de
coincidencias provocaron que acabara siendo Judex, “El Feuillade menos Feuillade”, en palabras del director de Los ojos sin rostro, el personaje finalmente
adaptado. El articulista cinematográfico Francis Lacassin tuvo la idea de
resucitar el serial de Judex durante
la escritura de un artículo alrededor del cine francés más popular, para lo que
contactó con uno de los herederos naturales de uno de sus creadores: Jacques
Champreux, nieto de Lois Feuillade y gran admirador de Los ojos sin rostro y su director, George Franju. Tras algunas
reticencias debido al relativo interés que despertaba en el director el recto
Judex en comparación con los más jugosos Fantomas o los criminales
protagonistas de Los vampiros, otro
serial de Feuillade fechado en 1915, aceptó el encargo para hacerlo suyo.
[6]Esta es una escena que habría tenido mucho más sentido tal y como
había sido planteada inicialmente por Franju y el guionista Champreux: como la
primera de toda la película y por tanto como una declaración de principios, de
la mentada inmersión en un universo cinematográfico en el que todo es posible y
la magia es el común denominador. En cualquier caso, y aparte de una impresionante
muestra del mejor cine, esta escena
inspirada en la estética del dibujante francés J.J. Grandville (muy aficionado
a caricaturizar a sus personajes haciéndoles llevar cabezas de pájaro) recuerda
vagamente a una de las más célebres del film de Stanley Kubrick Eyes wide shut (comentada en este blog
en el mes de noviembre de 2013), la de la orgía. Aunque curiosamente, la del
film de Franju logre ser mucho más sensual pese a no ser erótica en absoluto y
contar con unas gotas bufonescas ausentes en la adaptación del magnífico Relato soñado de Arthur Schnitzler
llevada a cabo por un gélido Kubrick. A modo de curiosidad, comentar que el
intérprete de Judex, Channing Pollock, se ganaba la vida como prestidigitador
en un cabaret antes de ser contratado por Franju para protagonizar el film, por
lo que muchos de los números de magia que aparecen en esta escena muy
probablemente fueron llevados a cabo por él mismo y sin más trucajes, por parte de Franju, que los
propios de su oficio como mago.
[7]Algo que visto ahora y en plena crisis económica, resulta de lo
más curioso. Tomemos por ejemplo el efecto y la popularidad de una película con
muchos puntos en común con la que nos ocupa en esta entrada como es V de Vendetta, dirigida por Lewis
McTiegue. Célebre adaptación del cómic anarquista de Alan Moore, y que al igual
que su original dibujado y escrito bebía del folletín a conciencia ya desde su
trama y algunos de los gustos cinematográficos de su protagonista, la sombra de
Judex planea sobre los pasadizos
subterráneos que llevan a la guarida del relamido V, sus ideales de justicia,
lo teatral de sus apariciones y muchos de sus diálogos, y hasta la historia de
amor, llena de juegos de máscaras, entre el V que habla con la voz de Hugo
Weaving y el personaje interpretado por Natalie Portman, recuerda en muchos
aspectos a la que mantienen Judex y Jacqueline. Aunque en el caso de la
adaptación del cómic de Moore, el aspecto político de la trama, lúcido y
panfletario a partes iguales, es sin duda lo que más ha calado entre el público
ninguneando algunos otros elementos de la película igualmente interesantes,
aunque no resistan comparación con la impecable atmósfera del film de Franju,
que se sostiene sólo por sus ingentes cualidades cinematográficas, muy por
encima de las (pobres) políticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario