jueves, 16 de octubre de 2014

EL REY DE LA COMEDIA



Existen buenas comedias, malas comedias, y comedias que no tienen puñetera gracia. Pero prácticamente todas ellas, y especialmente las pertenecientes a los dos primeros grupos, cuentan dramas personales tergiversados y recompuestos a un ritmo que los distancia de la tragedia que les sirve de base para hacerlos más tragables y divertidos, más ingeniosos para un público lícitamente amante de píldoras más azucaradas. Un bizarro Orden de la alegría muy mal repartido en el que para que algunos puedan sonreír, otros deberán sufrir con contención, sin alterar los ánimos del respetable con llantos o gritos de dolor. Porque desde el tartazo en la cara, el enredo que acaba con alguien siendo furiosamente perseguido por los motivos más absurdos, o la más torpe caída escaleras abajo, el humor se divide en dos frentes que co-existen en desigualdad de condiciones: el de los que sufren para hacer reír, y el de los que se carcajean seguros ante el dolor ajeno  premeditadamente estilizado y anestesiado para ser servido en bandeja. El ambicioso Rupert Pupkin (Robert De Niro) es un hombre que vive en ambos mundos simultáneamente: es chiste y público, personaje y -en menor medida- persona. Pero ante todo un luchador, un emprendedor convencido de la genialidad de una bis cómica pulida durante años en monólogos repetidos mentalmente una y otra vez, esperando el momento en el que surja una oportunidad, quince minutos de fama que lo catapulten al anhelado estrellato. Pupkin es, básicamente, un soñador habitante de la fértil y norteamericana tierra de las oportunidades a la espera de una clarificadora señal que le de una ruta a seguir. Y esta señal, y reflejo de las ambiciones de Pupkin, es Jerry Langford (Jerry Lewis), divertido presentador de Jerry, un afamado programa de variedades que lo convierte en televisivo protagonista de las veladas de miles de norteamericanos que lo consideran un ídolo, pero que representa la punta de un iceberg mediático perfectamente engrasado que oculta una abúlica burocracia y funcionalidad que respira y existe exclusivamente para los índices de audiencia. Gente que idolatra la imagen pública de Langford por ser precisamente eso, pública y extremadamente popular, y que en los casos más extremos, logra convocar verdaderas marabuntas de admiradores a las puertas de la cadena de televisión en la que cada noche el presentador llega a miles de hogares por la vía catódica. Una jauría humana con la que Pupkin convive sin dificultad aunque siempre con evidentes aires de superioridad, gracias a una contención que lo sitúa en las antípodas del histerismo que se adueña de su amiga Masha (Sandra Bernhard) o sus ávidos compañeros de callejón mientras esperan que una sonrisa cómplice, un gesto, o una palabra por parte de Langford los convierta en elegidos.

Pero esta serenidad, que podría verse como un síntoma de educación o hasta de raciocinio por parte de Pupkin, es parte de una conducta mucho más siniestra e inquietante. Porque el personaje encarnado por Robert De Niro se cree un Genio con mayúsculas, un tipo divertidísimo que sin embargo no logra despertar la más mínima sonrisa en sus inquietos interlocutores, un hombre que asegura ser capaz de mantener una conversación pero más bien actúa como un divo obsesionado en desplegar una batería de chistes que hagan de él una compañía irresistible, y en líneas generales, un ser humano ciego y miope que cree vivir en un mundo en el que si todavía no ha logrado triunfar, es porque nadie le ha ofrecido una oportunidad. Pero Pupkin no es sólo un simple pesado, ni un graciosillo con hambre de aplausos con los que paliar su soledad, es un hombre aislado en sí mismo, impermeable a todo lo que le rodea y pueda contradecir su visión del mundo y de su lugar y destino en él. Pupkin, alienadísimo protagonista de El rey de la comedia, es un emprendedor con un sueño que la puesta en escena del director Martin Scorsese[1] desnuda hasta mostrarlo bajo la luz de una enloquecida y fría obsesión por alcanzar la fama. Un venenoso personajillo, que pivota sobre la paradoja de resultar amenazadoramente inocente y educadamente hostil, contemplado por Scorsese desde una relativa y muy sorprendente distancia casi clínica. No se dejen engañar por el regusto a facilota sentencia moral que desprende el argumento de El rey de la comedia alrededor del fantasmal mundo del espectáculo y las miserias de la fama, esta película protagonizada casi en términos absolutos, por Robert De Niro desprende incomodidad por todos sus poros, desde el momento en que hace del espectador un mero convidado de piedra que es arrastrado por los vericuetos del film por un personaje absolutamente impenetrable[2].

Una impermeabilidad al ojo del público que surge de una estrategia narrativa un tanto  desmarcada de algunas de las marcas estilísticas más reconocibles del cine de Scorsese,  lo que hace de El rey de la comedia un film aparentemente manso en sus formas, pero  que gracias a eso acaba por erigirse como el más enervante e inquietante de toda su filmografía. Con una muy llamativa falta de dinamismo o de la furia formal muchas veces considerada marca de la casa del realizador, El rey de la comedia se basa en un desapego narrativo para con lo que cuenta que poco a poco va enrareciendo la atmósfera del film hasta evaporar toda la comicidad que pueda albergar en su seno. Mediante una planificación de escasos primeros planos pero abundante en planos medios, americanos o generales, o algunos travellings muy llamativos por su excepcionalidad dentro del conjunto del film, El rey de la comedia se distancia enormemente de la comicidad que late bajo muchas de sus escenas por la sombría y algo desencajada tonalidad pergeñada por Scorsese a través de su puesta en escena. Situaciones tan arquetípicas como puedan ser la que muestra a un Jerry Langford incapaz de zafarse de Pupkin a las puertas de su casa, debido a que sus buenas maneras le impiden enviar al carajo a su recién conocido admirador, las horas y horas que el aspirante a humorista pasa en la sala de espera de la cadena de televisión donde trabaja Langford sin darse cuenta de que en realidad nadie le espera allí, o lo cochambroso del secuestro de la estrella de la televisión por parte de Pupkin y Masha, resultarían cómicas en un contexto formal más vitalista o próximo a la bufonesca mentalidad de su protagonista, pero Scorsese opta por el camino opuesto al esperable en estas circunstancias, abrazando una frialdad que no contento con desarticular el humor que se adivina detrás de estas secuencias las convierte en escenas muy inquietantes que definen frontalmente a Pupkin como un lunático con el que todo intento de empatía resulta imposible. Esta estratagema parte de una contención formal construida sobre varios frentes como pueden ser un ritmo demasiado moroso como para permitir un crescendo humorístico que nunca llega a producirse o una planificación, que como se decía busca inequívocamente el distanciamento y que además resulta ocasionalmente brusca y carente de la musicalidad necesaria para provocar un mínimo de hilaridad en El rey de la comedia que sea capaz de contextualizarla en un mundo tan enloquecido como el que parece existir en la mente de su protagonista. Contrariamente, Scorsese describe un mundo en el que Pumpkin no tiene cabida si no es primero como pintoresco personaje, y posteriormente como psicópata incapaz de ver, no se sabe si por incapacidad o por falta de voluntad, las cosas como son. Lo más preocupante de Pupkin, y en parte gracias al tratamiento del personaje planteado por la película, reside en que es imposible saber a ciencia cierta si está tan loco como parece ser, o todo se reduce a una impostura en la que la cabezonería y la falta de escrúpulos se confunden con los delirios de grandeza de un hombre mucho más consciente del mundo que le rodea de lo que podría parecer. Scorsese es un experto en construir relatos que pervierten ambiguamente algunos de los lugares comunes del Sueño Americano sumergiéndolos en una moralidad mucho más turbia y contradictoria de lo gustarían determinados discursos oficiales, pero es probable que nunca haya llegado tan lejos como en El rey de la comedia y a buen seguro jamás de manera tan frontal e inequívoca[3]. Si antes se ha comentado que en Pupkin habitan tanto el emprendedor como el soñador que pueden convertirlo en un triunfador en la tierra de oportunidades, no es menos cierto que El rey de la comedia se plantea como un venenoso espejo deformado de una escala de valores fácilmente condenables que, por fortuna y gracias a la pericia de Scorsese y sus colaboradores, desborda su potencial moralismo para componer una película áspera e inquietante[4] que no cede ante los embates de lo aleccionador que se vislumbra por los contornos del psicótico periplo de Rupert Pupkin. Así, si en una de las escenas de la película vemos a Langford paseando por Nueva York bajo los vítores de sus admiradores, a los que despacha con una amabilidad no siempre bien recibida, en otra podemos contemplar como una pelea a gritos entre Masha y Pupkin en plena calle es recibida por algunos de los transeúntes como un verdadero espectáculo. Lo humillante y desagradable de la escena supone algo más que un cruel conato cómico más o menos al uso, también denota un cambio de sensibilidad generalizado capaz de encajar con éxito el triste humor de Pupkin basado en la autohumillación. Gracias a ello, el narcisismo victimista de Pupkin deja de pertenecer a lo patológico para alcanzar lo cultural[5]. Scorsese muestra el progreso de un hombre que asciende de la pura nada hasta el estrellato pese a quien le pese, pero lo hace con la suficiente mala intención como para fundir en uno la ambición que se le presupone a un emprendedor con la obsesión propia de un enajenado que acaba por encontrar su lugar en un mundo idiota. Sobre esto último, no parece casual que Scorsese se esmere en hacer un retrato sobrio y hasta aséptico del mundo del espectáculo tan idolatrado por Pupkin y Masha. Langford es una estrella sobre el escenario, pero en su vida privada es retratado como un solitario que pasa sus días cenando cada noche en su silencioso apartamento y jugando al golf igualmente a solas, antes de regresar a un hogar tremendamente aséptico y desprovisto de toda personalidad. Para más inri, y pese a la simpatía que parece desprender como presentador del programa que lleva su nombre, Langford resulta moderadamente antipático, aburrido y hasta agotado de ser una estrella de aparente poder, pero que se sabe parte de un gigante mediático capaz de quitarle la fama ganada durante años en un abrir y cerrar de ojos.

Bajo este punto de vista, podría decirse que El rey de la comedia funciona por pura y desigual oposición entre la puesta en escena de Scorsese, que plantea una realidad distante mostrada de forma poco artificiosa, y la caricaturesca presencia de Pupkin, un ser humano que parece vivir en una dimensión  paralela muy alejada de la que habita el resto de la humanidad. Un universo gris, pero bien educado y hasta considerado con Pupkin, poblado por secretarias eficientes (Shelley Hack y Margo Winkler) y amables con el protagonista de El rey de la comedia, afables agentes de seguridad que no utilizan la violencia para hacer valer sus argumentos, o mujeres como Rita (Diahnne Abbot), que acceden a cenar con Pupkin por pura compasión… pero que son percibidos por Pupkin como profesionales sin criterio, incapaces de comprender la genialidad de su humor, maleducados gorilas que le faltan al respeto, o mujeres que caerán en sus brazos antes de llevarlas al altar en una boda televisada que será seguida y ovacionada por millones de personas alrededor del globo. Un estado mental que orbita a mucha altura de lo que entendemos por realidad, y que es evidenciado una y otra vez por Scorsese gracias a la asepsia, casi realista, con la que muestra la Nueva York en la que tiene lugar El rey de la comedia, una película que en contadísimas ocasiones se doblega ante su protagonista y su particular forma de entender las cosas. Una corta escena, situado al principio del film, que muestra un plano de Pupkin contemplando a Langford y que es inmediatamente correspondido por un contraplano de la celebridad televisiva a cámara lenta, establece la obsesiva admiración que el personaje encarnado por Robert De Niro siente por el que interpreta Jerry Lewis[6], que es detallistamente observado por Pupkin como un objeto idealizado, supone un tímido atisbo a la mente del protagonista de El rey de la comedia, que en líneas generales se asienta parsimoniosamente en una puesta en escena mayoritariamente expositiva despojando a  Pupkin y su visión de las cosas de todo apoyo argumental o tonal que pueda justificarlo desde un punto de vista más o menos racional.
Así, las ínfulas de superioridad del aspirante a cómico, que pretende suplantar en los escenarios a Langford con la naturalidad propia de quien lo ve como un derecho inalienable, son respondidas por Scorsese mediante una elipsis permanente que impide que el público vea ni escuche ninguno de los espectáculos llevados a cabo por el personaje interpretado por Jerry Lewis, invalidando una competitividad que a partir de ese instante sólo existe en la cabeza de Pupkin. Una mentalidad que también asume como unilaterales verdades irrefutables una supuesta amistad entre Pupkin y Langford, mágicamente surgida en los escasos cinco minutos que comparten en la limusina del primero, una inexistente admiración por parte de Rita, y una ficticia invitación a cenar en la mansión de Langford en la que tiene lugar la escena más incómoda de una película plagada de situaciones que bajo otra óptica podrían resultar risibles, pero que la puesta en escena de Scorsese convierte en claustrofóbicas y muy violentas. Vista así, El rey de la comedia funciona a varios niveles que prácticamente en ningún momento entran en contradicción entre ellos, sino que se suman los unos a los otros complementándose: una envenenada visión del sueño americano, la omnipotencia de los medios de comunicación para regurgitar ídolos intercambiables y crear una determinada escala de valores, o la locura que se amolda y surge de dichos entornos culturales, son parte de la temática de un film que, sin embargo, resulta mucho más valioso por la manera en que plasma y muestra dichos temas y motivos argumentales que, afortunadamente, por la fácil denuncia que late bajo ellos en sí misma considerada. A la mentada visión del sueño americano, que prácticamente se erige en motor dramático de la película, Scorsese opone maliciosamente una estructura circular que hace de El rey de la comedia una película alrededor de un mundo extremadamente competitivo, pero sobretodo retrata a los mass-media como generadores de personalidades artificiales que amenazan con devorarlo todo y convertirlo en un mero espectáculo siempre de cara a la galería. No resultan extrañas las constantes apariciónes de espejos y reflejos en el fondo de muchos de los planos de El rey de la comedia, no sólo como metafórico planteamiento de la relación de suplantación existente entre Pupkin y Langford, sino del existente entre un sujeto y su imagen pública o privada como una pura cuestión de identidad. Respecto a esto, y al contrario de Langford, del que Scorsese informa tiene una vida privada en las antípodas de una imagen pública que de forma harto intencional el director sisa al público a base de elipsis, Pupkin no parece tener otra versión de sí mismo que aquella con la que se exhibe durante veinticuatro horas al día como una especie de anacrónica caricatura. O por decirlo de otro modo, Langford es un hombre con dos naturalezas, la alegremente pública y la íntima, solitaria y triste, pero Pupkin es un hombre que sólo funciona como espectáculo, y parece contemplar el mundo y aquellos que lo habitan como parte de un show que como Scorsese se encarga de aclarar una y otra vez sólo existe en su cabeza.

Las numerosas y coloristas fugas mentales en las que Pupkin parece sumergirse en un universo onírico en el que, esta vez sí, su histrionismo e impostado ingenio encuentran la horma de su zapato gracias a una puesta en escena mucho más entonada para con la mímica de un estupendo Robert De Niro y la narcisista escala de valores de su personaje, suponen una clara plasmación de esta visión espectacularizada de la vida del soñador protagonista de El rey de la comedia que chocan frontalmente con una realidad  planteada como mucho más gris. Muchas veces intercaladas con planos que muestran a Pupkin hablando solo en su casa, manteniendo conversaciones que sólo tienen lugar en los planos en los que Scorsese lo presenta tratando con paternalismo a un Langford mucho más afable y probablemente más cercano a su imagen pública -aunque este extremo jamás llegue a confirmarse al no mostrarse prácticamente nada del programa que regenta el personaje interpretado por Jerry Lewis- que el visto durante toda la película, o casándose con la guapa Rita ante una legión de televidentes que ovacionan una unión matrimonial introducida por un manso Langford que no deja de dorarle la píldora a un endiosado Pupkin, estas secuencias hacen las veces de ventana a una mentalidad gobernada por un ego absolutamente desmesurado, pero tampoco dejan de ser un trazo más en el retrato de un personaje que jamás cae en ninguna contradicción que pudiese humanizarlo, encapsulándose aún más en su impenetrable psique. Es en estos momentos cuando Scorsese saca pecho formalista y compone las escenas más extrañas, por descontextualizadas y abstractas, de todo el metraje de El rey de la comedia: una secuencia que muestra a Pupkin sentado en una butaca, entre un Langford y una Liza Minnelli de cartón, dejándose querer por la muda pareja que sólo parece hablar en su cabeza, resulta tan inquietante como contundente en la descripción de un personaje que se complementa en una escena posterior. En ella, y frente a un mural en blanco y negro con la imagen de una sonriente multitud, Pupkin comienza el monólogo que más tarde lo llevará al estrellato mientras la cámara se aleja, las risas aumentan de volumen y la voz de Pupkin se apaga bajo el peso de los aplausos de un público que, efectivamente, no está allí… pero cuya presencia tampoco importa, ya que no hay lugar en el universo de Rupert Pupkin para otra persona que no sea el propio Rupert Pupkin. Todo y todos los demás son un mero decorado, descartes que sólo existen para él pero que por sí mismas resultan intercambiables y desechables. Bajo este punto de vista, Langford, Liza Minnelli, o el público están ausentes o reducidos a meras imágenes sin vida en sus fantasías porque también lo están en una realidad que para Pupkin se reduce a una sola cosa con una mayor presencia de lo imaginado que de lo verdadero. La madre de Pupkin (interpretada por la madre del director, Catherine Scorsese) cuya presencia en la película se reduce a una voz que presumiblemente interrumpe los delirios de su hijo, no sólo marca al personaje interpretado por Robert De Niro como el de un niño mayor, sino que, terminada la película, ratifica que para Rupert no existe ninguna diferencia entre fantasía y realidad. Y quizás por ello, todo lo que no encaja en su forma de ver las cosas deviene como algo absolutamente imposible o, en el mejor de los casos, una afrenta que el tiempo se encargará de corregir. Probablemente por eso, Pupkin sueña como en el día de su boda, en el que contrae matrimonio con una joven camarera con la que compartió sus años de instituto desde la distancia, el hombre encargado de oficiar su unión es uno de sus profesores, que lo alaba y le pide disculpas por no haber sabido ver la valía de Pupkin durante sus años de estudiante. Algo antes, en el mundo real, Scorsese muestra a Pupkin culminando su primera cita con Rita, tras prácticamente acosarla de forma tan educada como irritante, con un casto beso y rechazando la obvia invitación de la chica a “tomar una última copa” en su apartamento… completando el retrato de un hombre que en un contexto menos realista parecería un inocente o un caballero, pero que bajo la estrategia formal de Scorsese parece un crío inquietantemente tullidito. Planteadas estas escenas como fantasías infantiloides, que aparecen durante el primer tramo del film para luego desaparecer hasta prácticamente su final y que suponen uno de los escasos rasgos de Pupkin capaces de generar un mínimo de trasnochada (por infantil) empatía para con el personaje, Scorsese aclara que el mundo del espectáculo sólo existe en la mente del protagonista de El rey de la comedia pero no en la realidad planteada en el film, en el que lo único que puede verse de los programas televisivos tan amados por Pupkin es la pesada burocracia llevada a cabo por secretarias de cara larga y empresarios con escaso sentido del humor. Pero precisamente por eso, la búsqueda de aceptación social que late bajo los deseos de ser famoso que llevan de cabeza a Pupkin, se sostienen en El rey de la comedia sobre la pura nada. Pupkin o la histérica Masha podrían generar un mínimo de compasión por su evidente falta de autoestima u oportunidades de amar y ser amados que hayan podido tener durante sus vidas, pero Scorsese los convierte en monstruos una vez se ha negado a darles la razón en ningún momento haciendo de su película una nada complaciente.

Así, la mentada estructura cíclica de El rey de la comedia combinada con la puesta en escena de la película pone en tela de juicio la autojustificación que esporádicamente entonan tanto Masha como Pupkin, cada uno a su propia escala. Si Masha es una mujer con una energía desbordante incapaz de encauzar la admiración que siente por Jerry Langford, el mucho más frío y sibilino Pupkin parece tener las cosas mucho más claras: más que amar a Langford lo que pretende es suplantarlo o, mejor dicho, suplantar su imagen mediática, que Pupkin parece entender como la única y real. En este aspecto los personajes de Masha y Pupkin marcan sus relativas distancias entre ellos: mientras la aniñada e irritante Masha está atrapada en su propia locura, Pupkin es capaz de vehicularla en un mundo en el que su modo de actuar, ya sea acorde a los ilusorios términos del sueño americano o en lo que se refiere a lo mediático, resulta aceptable. El maravilloso plano congelado sobre el que se van deslizando los títulos de crédito iniciales de El rey de la comedia supone una verdadera declaración de principios al respecto: en él pueden verse las manos de Masha, encerrada en la limusina que iba a llevar a Langford a su casa, apretadas contra el cristal de la ventana. Al otro lado del vidrio, un sereno Pupkin parece contemplarla a través del resquicio que dejan los dedos de las manos de la chica sobre la luna que, probablemente no por casualidad, se asemeja sobremanera a la luminosa pantalla de un televisor. Este símil permite, ya desde el principio de la película, establecer las líneas generales que sitúan la relación que existe  entre los diferentes personajes y su entorno: Masha es una mujer visiblemente desquiciada que pretende entrar en un mundo,  el mediático, al que no pertenece. Pero Pupkin, tanto o más perturbado que ella aunque de manera aparentemente más mansa, no sólo aparece en esta imagen dentro de lo que parece un televisor a modo de avanzadilla narrativa de la que será la conclusión de la película, sino que también su percepción del mundo se produce en términos y motivos puramente televisivos. Coherentemente con esta percepción del mundo, Scorsese finiquita la película con unas imágenes televisivas que muestran el auge de Pupkin como figura mediática de primer orden tras su paso por el programa de Jerry Langford que se salda con un impepinable éxito de público. Estas imágenes, que muestran como Pupkin escribe su autobiografía durante su corta estancia en prisión mientras su cara inunda las portadas de todos los periódicos y magazines culturales cuando se anuncia que el texto será adaptado para la gran pantalla, mantienen una ambigua relación con otras imágenes, de formato muy similar, que ilustraban algunas de las fugas mentales del protagonista más arriba comentadas. Esta similitud, estimulada por lo igualmente parecido de su contenido, casi apologético, sobre las bondades de Pupkin y su desmesurada fama, siembran la duda: ¿Son imágenes televisivas reales? ¿O fruto de la narcisista imaginación de su protagonista? La imposibilidad de diferenciar las unas de las otras rematan la jugada de Scorsese, pergeñada desde la propia estructura de la película y de la distribución de los elementos formales que la componen, capaces de reflotar fríamente la bilis que anida en las profundidades de lo cómico. Y gracias a ellos, el final de El rey de la comedia resulta creíble como alucinación y como realidad, dándole la definitiva victoria a Pupkin y su visión de un mundo en el que los aplausos pueden convertir al bufón en Rey, y la realidad más terrible y la peor experiencia íntima y personal regurgitadas en un narcisista chiste malo.

Título original: The king of comedy. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Paul Zimmerman. Producción: Arnon Milchan. Dirección de fotografía: Fred Schuler. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Robbie Robertson. Año: 1982.
Intérpretes: Robert De Niro (Rupert Pupkin), Jerry Lewis (Jerry Langford), Sandra Bernhard (Masha), Diahnne Abbot (Rita).


[1]Se desean leer una somera biografía del mítico realizador de El rey de la comedia, pueden hacerlo en una de las notas al pie pertenecientes a la entrada sobre El lobo de Wall Street, analizada en este mismo blog en el mes de febrero de este año 2014.

[2]Esta falta de humanidad en la historia que se narra en El rey de la comedia fue el elemento que provocó que la dirección del film por parte de Scorsese tuviese lugar ocho años después de que le fuese ofrecido por primera vez al realizador. El guión, escrito por Paul Zimmerman en 1974, fue rechazado por el por entonces flamante director de Alicia ya no vive aquí por considerarlo interesante pero demasiado desagradable para su gusto. A decir de Scorsese, El rey de la comedia funcionaba como comedia que no pretendía tener la más mínima gracia, pero estaba vehiculada por una serie de personajes a cual más antipático y temible, cuyos actos resultaban incomprensibles para el que sería su futuro realizador. Fue en 1982, tras el monumental éxito de crítica de Toro salvaje, cuando Robert De Niro le planteó a Scorsese la idea de retomar El rey de la comedia, después de que el guión de Zimmerman pasase por las manos de Michael Cimino, quien finalmente se descolgó del proyecto por los interminables problemas que se le presentaban con su célebre, magnífica y algo fallida La puerta del cielo. Cimino, que tras haber rodado con De Niro El cazador contaba con el actor para encarnar a Pupkin, pasó el testigo a Scorsese a través del actor, quien se asentó en su papel de amigo de Scorsese en un momento en la vida del director en el que el director no pasaba por sus horas más enérgicas. Sus desmanes con todo tipo de drogas pero muy especialmente con la cocaína durante la década anterior, y que prácticamente acabaron con su vida, habían dejado a Scorsese en un estado de debilidad del que logró recuperarse parcialmente gracias al rodaje de Toro salvaje, proyecto que le fue propuesto por De Niro durante la convalecencia del realizador en el hospital donde se salvó de una muerte más que probable. Arrastrando aún algunos achaques, que limitaron un tanto las jornadas de rodaje de El rey de la comedia con el objetivo de no cansar excesivamente a un director que sin pese a todo dio algunas muestras de agotamiento en el plató, Scorsese aceptó el proyecto viéndolo como una película diferente a lo esperable de la pareja creativa De Niro-Scorsese tras sus fructíferas Malas calles, New York, New York o, en mayor medida Taxi driver o la mencionada Toro salvaje, y también porque se encontró con unos personajes mucho más familiares que al leer por primera vez un guión del que no se había cambiado una coma. Durante esta segunda lectura, Scorsese comprendió mucho mejor tanto a Pupkin como, sobretodo, a Langford, por la condición de director estrella adjudicada al realizador de Taxi driver que lo había convertido en una pequeña celebridad más o menos pública, así como en un mayor conocedor de los laberintos de la fama y la falsedad que esta es capaz de provocar en propios y extraños.

[3]Películas como Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street, o en menor medida Casino o El aviador pueden ser vistas como más o menos vitriólicas visiones sobre el Sueño Americano que alienta la idea de que todo Norteamericano puede ser quien desee con algo de esfuerzo. Ya sean gangsters con las manos manchadas de sangre o de activos tóxicos, turbios reyes de Las Vegas u obsesos de la aviación con dotes para la dirección cinematográfica, la visión de Scorsese de al menos uno de los mitos que sustenta la cultura yanqui (y unas cuantas más) cuenta generalmente con áreas oscuras que reciben algo de luz por parte de una puesta en escena más dinámica que en el caso de El rey de la comedia, que la estrategia formal de Scorsese convierte en una claustrofóbica y presunta comedia tan negra que no puede considerarse como tal.

[4]Quizás por eso la película obtuvo una fría acogida en taquilla, aunque no fueron pocas las voces a favor de El rey de la comedia entre la crítica, y muy especialmente entre la europea. Tras ser presentada en el Festival de Cine de Cannes en 1983, el mítico director Sergio Leone le comentó en un aparte a Scorsese que esa era su “película más madura”, aunque el director de El rey de la comedia asegura (y en mi opinión con toda la razón del mundo), que la quietud y la invisibilidad del realizador quizás es síntoma de clasicismo, pero no necesariamente de madurez en ningún sentido. En cualquier caso el relativo prestigio labrado por el buen hacer, maduro o no, de Scorsese no sirvió para reflotar la carrera económica de un film que antecedió el retorno del director a territorios más familiares, sobretodo en lo formal, para un creciente número de seguidores.

[5]Resultan sorprendentes las similitudes que existen, entre ellas esta ambigua confusión entre locura y cultura por mera aceptación social, entre películas aparentemente tan dispares como la que nos ocupa y uno de los filmes más justamente insignes de su director: Taxi driver. De estructura y hasta discurso de fondo muy similar, se diría que si bien Taxi driver resulta más agresiva para la vista por sus dosis de violencia y está dotada de un ritmo aún más moroso que el de El rey de la comedia, ésta última puede resultar más incómoda de contemplar desde el instante en el que mientras la locura de Travis Bickle podía ser, dentro de unos límites, comprensible para el público, en el caso de la de Rupert Pupkin no hay posibilidad de empatía posible. Ambos hombres, siendo interpretados por el mismo magnífico actor en dos registros muy diferentes, tienen en común su papel inicial de espectadores, de mirones de la vida ajena que contemplan sin intervenir hasta que, ya sea por un iluminado sentido de la justicia que se codea ambiguamente con el fascismo urbano o por pura ambición, se ven obligados a intervenir. Preguntado por los posibles paralelismos entre Travis y Rupert, Scorsese declaró en el momento del estreno de El rey de la comedia que puestos en una balanza sería incapaz de asegurar cual de los dos es el más peligroso y perturbado.

[6]Un papel que necesitaba ser interpretado por un actor lo suficientemente famoso como para hacer del personaje de Langford uno inmediatamente reconocible para el público de El rey de la comedia. Inicialmente, El guionista Paul Zimmerman escribió El rey de la comedia teniendo en mente a Dick Cavett, presentador de un famoso talk-show norteamericano que, como Jerry Langford, lleva el nombre de su cabeza visible, pero Scorsese declinó el consejo y intentó que fuese otro presentador, el mítico Johnny Carson, el que encarnara a Langford. Pero Carson, quien no por casualidad para lo que las intenciones de Scorsese se refiere es considerado por muchos como el padre del formato televisivo del talk-show, rechazó la oferta por ver el mundo del cine como uno demasiado trabajoso y constreñido para alguien acostumbrado a la libertad de movimientos que concede, al menos en su caso, la televisión. Pero el director de El rey de la comedia no se arredró, y propuso a gente del calado de Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. o incluso a Orson Welles el papel de Langford… hasta dar en el clavo con Jerry Lewis. Lewis, internacionalmente mucho más famoso que cualquiera de los anteriormente citados, representaba así la quintaesencia de lo cómico, con el añadido de llevar a sus espaldas la suficiente experiencia en el mundillo como para conocer a la perfección a un personaje a priori tan alejado de su habitual imagen cinematográfica. Además, actor y director se entendieron a la perfección durante el rodaje de El rey de la comedia, y Lewis se puso al servicio de Scorsese sin ningún asomo de divismo y siempre teniendo en mente la por entonces frágil salud del realizador. Por otro lado, la contratación de Sandra Bernhard como la descontrolada Masha fue debida a la profesión original de la improvisada actriz: la de deslenguada monologuista capaz de prácticamente improvisar la mayoría de sus diálogos siempre según unas mínimas instrucciones por parte de Scorsese, con quien mantuvo una relación más que cordial que no se extendió al resto del equipo por parte de una actriz tan temperamental como el personaje que interpreta en la película. A modo de curiosidad en lo que al elenco de El rey de la comedia se refiere, puede verse al líder del grupo The Clash, Joel Strummer, entre la pequeña comitiva que se crea alrededor de Masha y Pupkin durante una de sus ruidosas discusiones que mantienen a pie de calle.

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