Existen buenas comedias, malas
comedias, y comedias que no tienen puñetera gracia. Pero prácticamente todas
ellas, y especialmente las pertenecientes a los dos primeros grupos, cuentan dramas
personales tergiversados y recompuestos a un ritmo que los distancia de la
tragedia que les sirve de base para hacerlos más tragables y divertidos, más
ingeniosos para un público lícitamente amante de píldoras más azucaradas. Un
bizarro Orden de la alegría muy mal repartido en el que para que algunos puedan
sonreír, otros deberán sufrir con contención, sin alterar los ánimos del
respetable con llantos o gritos de dolor. Porque desde el tartazo en la cara,
el enredo que acaba con alguien siendo furiosamente perseguido por los motivos
más absurdos, o la más torpe caída escaleras abajo, el humor se divide en dos
frentes que co-existen en desigualdad de condiciones: el de los que sufren para
hacer reír, y el de los que se carcajean seguros ante el dolor ajeno premeditadamente estilizado y anestesiado para
ser servido en bandeja. El ambicioso Rupert Pupkin (Robert De Niro) es un
hombre que vive en ambos mundos simultáneamente: es chiste y público, personaje
y -en menor medida- persona. Pero ante todo un luchador, un emprendedor
convencido de la genialidad de una bis cómica pulida durante años en monólogos
repetidos mentalmente una y otra vez, esperando el momento en el que surja una
oportunidad, quince minutos de fama que lo catapulten al anhelado estrellato.
Pupkin es, básicamente, un soñador habitante de la fértil y norteamericana
tierra de las oportunidades a la espera de una clarificadora señal que le de
una ruta a seguir. Y esta señal, y reflejo de las ambiciones de Pupkin, es
Jerry Langford (Jerry Lewis), divertido presentador de Jerry, un afamado programa de variedades que lo convierte en televisivo
protagonista de las veladas de miles de norteamericanos que lo consideran un
ídolo, pero que representa la punta de un iceberg mediático perfectamente
engrasado que oculta una abúlica burocracia y funcionalidad que respira y existe
exclusivamente para los índices de audiencia. Gente que idolatra la imagen
pública de Langford por ser precisamente eso, pública y extremadamente popular,
y que en los casos más extremos, logra convocar verdaderas marabuntas de
admiradores a las puertas de la cadena de televisión en la que cada noche el
presentador llega a miles de hogares por la vía catódica. Una jauría humana con
la que Pupkin convive sin dificultad aunque siempre con evidentes aires de
superioridad, gracias a una contención que lo sitúa en las antípodas del
histerismo que se adueña de su amiga Masha (Sandra Bernhard) o sus ávidos
compañeros de callejón mientras esperan que una sonrisa cómplice, un gesto, o
una palabra por parte de Langford los convierta en elegidos.
Pero esta serenidad, que podría
verse como un síntoma de educación o hasta de raciocinio por parte de Pupkin,
es parte de una conducta mucho más siniestra e inquietante. Porque el personaje
encarnado por Robert De Niro se cree un Genio con mayúsculas, un tipo
divertidísimo que sin embargo no logra despertar la más mínima sonrisa en sus
inquietos interlocutores, un hombre que asegura ser capaz de mantener una
conversación pero más bien actúa como un divo obsesionado en desplegar una
batería de chistes que hagan de él una compañía irresistible, y en líneas
generales, un ser humano ciego y miope que cree vivir en un mundo en el que si todavía
no ha logrado triunfar, es porque nadie le ha ofrecido una oportunidad. Pero
Pupkin no es sólo un simple pesado, ni un graciosillo con hambre de aplausos
con los que paliar su soledad, es un hombre aislado en sí mismo, impermeable a
todo lo que le rodea y pueda contradecir su visión del mundo y de su lugar y
destino en él. Pupkin, alienadísimo protagonista de El rey de la comedia, es un emprendedor con un sueño que la puesta
en escena del director Martin Scorsese[1]
desnuda hasta mostrarlo bajo la luz de una enloquecida y fría obsesión por
alcanzar la fama. Un venenoso personajillo, que pivota sobre la paradoja de resultar
amenazadoramente inocente y educadamente hostil, contemplado por Scorsese desde
una relativa y muy sorprendente distancia casi clínica. No se dejen engañar por
el regusto a facilota sentencia moral que desprende el argumento de El rey de la comedia alrededor del fantasmal
mundo del espectáculo y las miserias de la fama, esta película protagonizada
casi en términos absolutos, por Robert De Niro desprende incomodidad por todos
sus poros, desde el momento en que hace del espectador un mero convidado de
piedra que es arrastrado por los vericuetos del film por un personaje
absolutamente impenetrable[2].
Una impermeabilidad al ojo del
público que surge de una estrategia narrativa un tanto desmarcada de algunas de las marcas
estilísticas más reconocibles del cine de Scorsese, lo que hace de El rey de la comedia un film aparentemente manso en sus formas,
pero que gracias a eso acaba por
erigirse como el más enervante e inquietante de toda su filmografía. Con una
muy llamativa falta de dinamismo o de la furia formal muchas veces considerada marca
de la casa del realizador, El rey de la
comedia se basa en un desapego narrativo para con lo que cuenta que poco a
poco va enrareciendo la atmósfera del film hasta evaporar toda la comicidad que
pueda albergar en su seno. Mediante una planificación de escasos primeros
planos pero abundante en planos medios, americanos o generales, o algunos travellings muy llamativos por su
excepcionalidad dentro del conjunto del film, El rey de la comedia se distancia enormemente de la comicidad que
late bajo muchas de sus escenas por la sombría y algo desencajada tonalidad
pergeñada por Scorsese a través de su puesta en escena. Situaciones tan
arquetípicas como puedan ser la que muestra a un Jerry Langford incapaz de
zafarse de Pupkin a las puertas de su casa, debido a que sus buenas maneras le
impiden enviar al carajo a su recién conocido admirador, las horas y horas que
el aspirante a humorista pasa en la sala de espera de la cadena de televisión
donde trabaja Langford sin darse cuenta de que en realidad nadie le espera
allí, o lo cochambroso del secuestro de la estrella de la televisión por parte
de Pupkin y Masha, resultarían cómicas en un contexto formal más vitalista o
próximo a la bufonesca mentalidad de su protagonista, pero Scorsese opta por el
camino opuesto al esperable en estas circunstancias, abrazando una frialdad que
no contento con desarticular el humor que se adivina detrás de estas secuencias
las convierte en escenas muy inquietantes que definen frontalmente a Pupkin
como un lunático con el que todo intento de empatía resulta imposible. Esta
estratagema parte de una contención formal construida sobre varios frentes como
pueden ser un ritmo demasiado moroso como para permitir un crescendo humorístico que nunca llega a producirse o una planificación,
que como se decía busca inequívocamente el distanciamento y que además resulta
ocasionalmente brusca y carente de la musicalidad necesaria para provocar un
mínimo de hilaridad en El rey de la
comedia que sea capaz de contextualizarla en un mundo tan enloquecido como
el que parece existir en la mente de su protagonista. Contrariamente, Scorsese describe
un mundo en el que Pumpkin no tiene cabida si no es primero como pintoresco
personaje, y posteriormente como psicópata incapaz de ver, no se sabe si por
incapacidad o por falta de voluntad, las cosas como son. Lo más preocupante de
Pupkin, y en parte gracias al tratamiento del personaje planteado por la
película, reside en que es imposible saber a ciencia cierta si está tan loco
como parece ser, o todo se reduce a una impostura en la que la cabezonería y la
falta de escrúpulos se confunden con los delirios de grandeza de un hombre
mucho más consciente del mundo que le rodea de lo que podría parecer. Scorsese
es un experto en construir relatos que pervierten ambiguamente algunos de los
lugares comunes del Sueño Americano sumergiéndolos en una moralidad mucho más
turbia y contradictoria de lo gustarían determinados discursos oficiales, pero
es probable que nunca haya llegado tan lejos como en El rey de la comedia y a buen seguro jamás de manera tan frontal e
inequívoca[3].
Si antes se ha comentado que en Pupkin habitan tanto el emprendedor como el
soñador que pueden convertirlo en un triunfador
en la tierra de oportunidades, no es menos cierto que El rey de la comedia se plantea como un venenoso espejo deformado
de una escala de valores fácilmente condenables que, por fortuna y gracias a la
pericia de Scorsese y sus colaboradores, desborda su potencial moralismo para
componer una película áspera e inquietante[4]
que no cede ante los embates de lo aleccionador que se vislumbra por los
contornos del psicótico periplo de Rupert Pupkin. Así, si en una de las escenas
de la película vemos a Langford paseando por Nueva York bajo los vítores de sus
admiradores, a los que despacha con una amabilidad no siempre bien recibida, en
otra podemos contemplar como una pelea a gritos entre Masha y Pupkin en plena
calle es recibida por algunos de los transeúntes como un verdadero espectáculo.
Lo humillante y desagradable de la escena supone algo más que un cruel conato
cómico más o menos al uso, también denota un cambio de sensibilidad
generalizado capaz de encajar con éxito el triste humor de Pupkin basado en la
autohumillación. Gracias a ello, el narcisismo victimista de Pupkin deja de
pertenecer a lo patológico para alcanzar lo cultural[5].
Scorsese muestra el progreso de un hombre que asciende de la pura nada hasta el
estrellato pese a quien le pese, pero lo hace con la suficiente mala intención
como para fundir en uno la ambición que se le presupone a un emprendedor con la
obsesión propia de un enajenado que acaba por encontrar su lugar en un mundo
idiota. Sobre esto último, no parece casual que Scorsese se esmere en hacer un
retrato sobrio y hasta aséptico del mundo del espectáculo tan idolatrado por
Pupkin y Masha. Langford es una estrella sobre el escenario, pero en su vida
privada es retratado como un solitario que pasa sus días cenando cada noche en
su silencioso apartamento y jugando al golf igualmente a solas, antes de
regresar a un hogar tremendamente aséptico y desprovisto de toda personalidad.
Para más inri, y pese a la simpatía que parece desprender como presentador del
programa que lleva su nombre, Langford resulta moderadamente antipático, aburrido
y hasta agotado de ser una estrella de aparente poder, pero que se sabe parte
de un gigante mediático capaz de quitarle la fama ganada durante años en un
abrir y cerrar de ojos.
Bajo este punto de vista, podría
decirse que El rey de la comedia
funciona por pura y desigual oposición entre la puesta en escena de Scorsese,
que plantea una realidad distante mostrada de forma poco artificiosa, y la
caricaturesca presencia de Pupkin, un ser humano que parece vivir en una
dimensión paralela muy alejada de la que
habita el resto de la humanidad. Un universo gris, pero bien educado y hasta
considerado con Pupkin, poblado por secretarias eficientes (Shelley Hack y
Margo Winkler) y amables con el protagonista de El rey de la comedia, afables agentes de seguridad que no utilizan
la violencia para hacer valer sus argumentos, o mujeres como Rita (Diahnne
Abbot), que acceden a cenar con Pupkin por pura compasión… pero que son percibidos
por Pupkin como profesionales sin criterio, incapaces de comprender la
genialidad de su humor, maleducados gorilas que le faltan al respeto, o mujeres
que caerán en sus brazos antes de llevarlas al altar en una boda televisada que
será seguida y ovacionada por millones de personas alrededor del globo. Un
estado mental que orbita a mucha altura de lo que entendemos por realidad, y
que es evidenciado una y otra vez por Scorsese gracias a la asepsia, casi realista, con la que muestra la Nueva
York en la que tiene lugar El rey de la
comedia, una película que en contadísimas ocasiones se doblega ante su
protagonista y su particular forma de entender las cosas. Una corta escena,
situado al principio del film, que muestra un plano de Pupkin contemplando a
Langford y que es inmediatamente correspondido por un contraplano de la
celebridad televisiva a cámara lenta, establece la obsesiva admiración que el
personaje encarnado por Robert De Niro siente por el que interpreta Jerry Lewis[6],
que es detallistamente observado por Pupkin como un objeto idealizado, supone un tímido atisbo a la mente del
protagonista de El rey de la comedia,
que en líneas generales se asienta parsimoniosamente en una puesta en escena
mayoritariamente expositiva despojando a
Pupkin y su visión de las cosas de todo apoyo argumental o tonal que
pueda justificarlo desde un punto de vista más o menos racional.
Así, las ínfulas de superioridad
del aspirante a cómico, que pretende suplantar en los escenarios a Langford con
la naturalidad propia de quien lo ve como un derecho inalienable, son
respondidas por Scorsese mediante una elipsis permanente que impide que el
público vea ni escuche ninguno de los espectáculos llevados a cabo por el
personaje interpretado por Jerry Lewis, invalidando una competitividad que a
partir de ese instante sólo existe en la cabeza de Pupkin. Una mentalidad que
también asume como unilaterales verdades irrefutables una supuesta amistad
entre Pupkin y Langford, mágicamente surgida en los escasos cinco minutos que
comparten en la limusina del primero, una inexistente admiración por parte de
Rita, y una ficticia invitación a cenar en la mansión de Langford en la que
tiene lugar la escena más incómoda de una película plagada de situaciones que
bajo otra óptica podrían resultar risibles, pero que la puesta en escena de
Scorsese convierte en claustrofóbicas y muy violentas. Vista así, El rey de la comedia funciona a varios
niveles que prácticamente en ningún momento entran en contradicción entre
ellos, sino que se suman los unos a los otros complementándose: una envenenada
visión del sueño americano, la omnipotencia de los medios de comunicación para
regurgitar ídolos intercambiables y crear una determinada escala de valores, o
la locura que se amolda y surge de dichos entornos culturales, son parte de la
temática de un film que, sin embargo, resulta mucho más valioso por la manera
en que plasma y muestra dichos temas y motivos argumentales que,
afortunadamente, por la fácil denuncia que late bajo ellos en sí misma
considerada. A la mentada visión del sueño americano, que prácticamente se
erige en motor dramático de la película, Scorsese opone maliciosamente una
estructura circular que hace de El rey de
la comedia una película alrededor de un mundo extremadamente competitivo,
pero sobretodo retrata a los mass-media
como generadores de personalidades artificiales que amenazan con devorarlo todo
y convertirlo en un mero espectáculo siempre de cara a la galería. No resultan
extrañas las constantes apariciónes de espejos y reflejos en el fondo de muchos
de los planos de El rey de la comedia,
no sólo como metafórico planteamiento de la relación de suplantación existente
entre Pupkin y Langford, sino del existente entre un sujeto y su imagen pública
o privada como una pura cuestión de identidad. Respecto a esto, y al contrario
de Langford, del que Scorsese informa tiene una vida privada en las antípodas de
una imagen pública que de forma harto intencional el director sisa al público a
base de elipsis, Pupkin no parece tener otra versión de sí mismo que aquella
con la que se exhibe durante veinticuatro horas al día como una especie de
anacrónica caricatura. O por decirlo de otro modo, Langford es un hombre con
dos naturalezas, la alegremente pública y la íntima, solitaria y triste, pero
Pupkin es un hombre que sólo funciona como
espectáculo, y parece contemplar el
mundo y aquellos que lo habitan como parte de un show que como Scorsese se
encarga de aclarar una y otra vez sólo existe en su cabeza.
Las numerosas y coloristas fugas
mentales en las que Pupkin parece sumergirse en un universo onírico en el que,
esta vez sí, su histrionismo e impostado ingenio encuentran la horma de su
zapato gracias a una puesta en escena mucho más entonada para con la mímica de
un estupendo Robert De Niro y la narcisista escala de valores de su personaje,
suponen una clara plasmación de esta visión espectacularizada
de la vida del soñador protagonista de El
rey de la comedia que chocan frontalmente con una realidad planteada como mucho más gris. Muchas veces
intercaladas con planos que muestran a Pupkin hablando solo en su casa,
manteniendo conversaciones que sólo tienen lugar en los planos en los que
Scorsese lo presenta tratando con paternalismo a un Langford mucho más afable y
probablemente más cercano a su imagen pública -aunque este extremo jamás llegue
a confirmarse al no mostrarse prácticamente nada del programa que regenta el
personaje interpretado por Jerry Lewis- que el visto durante toda la película,
o casándose con la guapa Rita ante una legión de televidentes que ovacionan una
unión matrimonial introducida por un manso Langford que no deja de dorarle la
píldora a un endiosado Pupkin, estas secuencias hacen las veces de ventana a
una mentalidad gobernada por un ego absolutamente desmesurado, pero tampoco
dejan de ser un trazo más en el retrato de un personaje que jamás cae en
ninguna contradicción que pudiese humanizarlo, encapsulándose aún más en su
impenetrable psique. Es en estos momentos cuando Scorsese saca pecho formalista
y compone las escenas más extrañas, por descontextualizadas y abstractas, de
todo el metraje de El rey de la comedia:
una secuencia que muestra a Pupkin sentado en una butaca, entre un Langford y
una Liza Minnelli de cartón, dejándose querer por la muda pareja que sólo
parece hablar en su cabeza, resulta tan inquietante como contundente en la
descripción de un personaje que se complementa en una escena posterior. En
ella, y frente a un mural en blanco y negro con la imagen de una sonriente
multitud, Pupkin comienza el monólogo que más tarde lo llevará al estrellato
mientras la cámara se aleja, las risas aumentan de volumen y la voz de Pupkin
se apaga bajo el peso de los aplausos de un público que, efectivamente, no está
allí… pero cuya presencia tampoco importa, ya que no hay lugar en el universo
de Rupert Pupkin para otra persona que no sea el propio Rupert Pupkin. Todo y
todos los demás son un mero decorado, descartes que sólo existen para él pero
que por sí mismas resultan intercambiables y desechables. Bajo este punto de
vista, Langford, Liza Minnelli, o el público están ausentes o reducidos a meras
imágenes sin vida en sus fantasías porque también lo están en una realidad que
para Pupkin se reduce a una sola cosa con una mayor presencia de lo imaginado
que de lo verdadero. La madre de Pupkin (interpretada por la madre del
director, Catherine Scorsese) cuya presencia en la película se reduce a una voz
que presumiblemente interrumpe los delirios de su hijo, no sólo marca al
personaje interpretado por Robert De Niro como el de un niño mayor, sino que,
terminada la película, ratifica que para Rupert no existe ninguna diferencia
entre fantasía y realidad. Y quizás por ello, todo lo que no encaja en su forma
de ver las cosas deviene como algo absolutamente imposible o, en el mejor de
los casos, una afrenta que el tiempo se encargará de corregir. Probablemente
por eso, Pupkin sueña como en el día de su boda, en el que contrae matrimonio
con una joven camarera con la que compartió sus años de instituto desde la
distancia, el hombre encargado de oficiar su unión es uno de sus profesores,
que lo alaba y le pide disculpas por no haber sabido ver la valía de Pupkin
durante sus años de estudiante. Algo antes, en el mundo real, Scorsese muestra
a Pupkin culminando su primera cita con Rita, tras prácticamente acosarla de
forma tan educada como irritante, con un casto beso y rechazando la obvia
invitación de la chica a “tomar una
última copa” en su apartamento… completando el retrato de un hombre que en
un contexto menos realista parecería un inocente o un caballero, pero que bajo
la estrategia formal de Scorsese parece un crío inquietantemente tullidito. Planteadas
estas escenas como fantasías infantiloides, que aparecen durante el primer
tramo del film para luego desaparecer hasta prácticamente su final y que
suponen uno de los escasos rasgos de Pupkin capaces de generar un mínimo de
trasnochada (por infantil) empatía para con el personaje, Scorsese aclara que
el mundo del espectáculo sólo existe en la mente del protagonista de El rey de la comedia pero no en la realidad
planteada en el film, en el que lo único que puede verse de los programas
televisivos tan amados por Pupkin es la pesada burocracia llevada a cabo por
secretarias de cara larga y empresarios con escaso sentido del humor. Pero
precisamente por eso, la búsqueda de aceptación social que late bajo los deseos
de ser famoso que llevan de cabeza a Pupkin, se sostienen en El rey de la comedia sobre la pura nada.
Pupkin o la histérica Masha podrían generar un mínimo de compasión por su
evidente falta de autoestima u oportunidades de amar y ser amados que hayan
podido tener durante sus vidas, pero Scorsese los convierte en monstruos una
vez se ha negado a darles la razón en ningún momento haciendo de su película
una nada complaciente.
Así, la mentada estructura
cíclica de El rey de la comedia
combinada con la puesta en escena de la película pone en tela de juicio la
autojustificación que esporádicamente entonan tanto Masha como Pupkin, cada uno
a su propia escala. Si Masha es una mujer con una energía desbordante incapaz
de encauzar la admiración que siente por Jerry Langford, el mucho más frío y
sibilino Pupkin parece tener las cosas mucho más claras: más que amar a
Langford lo que pretende es suplantarlo o, mejor dicho, suplantar su imagen
mediática, que Pupkin parece entender como la única y real. En este aspecto los personajes de Masha y Pupkin marcan sus
relativas distancias entre ellos: mientras la aniñada e irritante Masha está
atrapada en su propia locura, Pupkin es capaz de vehicularla en un mundo en el
que su modo de actuar, ya sea acorde a los ilusorios términos del sueño
americano o en lo que se refiere a lo mediático, resulta aceptable. El
maravilloso plano congelado sobre el que se van deslizando los títulos de
crédito iniciales de El rey de la comedia
supone una verdadera declaración de principios al respecto: en él pueden verse
las manos de Masha, encerrada en la limusina que iba a llevar a Langford a su
casa, apretadas contra el cristal de la ventana. Al otro lado del vidrio, un
sereno Pupkin parece contemplarla a través del resquicio que dejan los dedos de
las manos de la chica sobre la luna que, probablemente no por casualidad, se
asemeja sobremanera a la luminosa pantalla de un televisor. Este símil permite,
ya desde el principio de la película, establecer las líneas generales que
sitúan la relación que existe entre los
diferentes personajes y su entorno: Masha es una mujer visiblemente desquiciada
que pretende entrar en un mundo, el
mediático, al que no pertenece. Pero Pupkin, tanto o más perturbado que ella
aunque de manera aparentemente más mansa, no sólo aparece en esta imagen dentro de lo que parece un televisor a
modo de avanzadilla narrativa de la que será la conclusión de la película, sino
que también su percepción del mundo se produce en términos y motivos puramente
televisivos. Coherentemente con esta percepción del mundo, Scorsese finiquita
la película con unas imágenes televisivas que muestran el auge de Pupkin como
figura mediática de primer orden tras su paso por el programa de Jerry Langford
que se salda con un impepinable éxito de público. Estas imágenes, que muestran
como Pupkin escribe su autobiografía durante su corta estancia en prisión
mientras su cara inunda las portadas de todos los periódicos y magazines
culturales cuando se anuncia que el texto será adaptado para la gran pantalla,
mantienen una ambigua relación con otras imágenes, de formato muy similar, que
ilustraban algunas de las fugas mentales del protagonista más arriba
comentadas. Esta similitud, estimulada por lo igualmente parecido de su
contenido, casi apologético, sobre las bondades de Pupkin y su desmesurada fama,
siembran la duda: ¿Son imágenes televisivas reales?
¿O fruto de la narcisista imaginación de su protagonista? La imposibilidad de
diferenciar las unas de las otras rematan la jugada de Scorsese, pergeñada
desde la propia estructura de la película y de la distribución de los elementos
formales que la componen, capaces de reflotar fríamente la bilis que anida en
las profundidades de lo cómico. Y gracias a ellos, el final de El rey de la comedia resulta creíble
como alucinación y como realidad, dándole la definitiva victoria a Pupkin y su
visión de un mundo en el que los aplausos pueden convertir al bufón en Rey, y
la realidad más terrible y la peor experiencia íntima y personal regurgitadas
en un narcisista chiste malo.
Título original: The king of comedy. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Paul Zimmerman. Producción: Arnon Milchan. Dirección de fotografía: Fred Schuler. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Robbie Robertson. Año: 1982.
Intérpretes: Robert De Niro (Rupert Pupkin),
Jerry Lewis (Jerry Langford), Sandra Bernhard (Masha), Diahnne Abbot (Rita).
[1]Se
desean leer una somera biografía del mítico realizador de El rey de la comedia, pueden hacerlo en una de las notas al pie
pertenecientes a la entrada sobre El lobo
de Wall Street, analizada en este mismo blog en el mes de febrero de este
año 2014.
[2]Esta
falta de humanidad en la historia que se narra en El rey de la comedia fue el elemento que provocó que la dirección
del film por parte de Scorsese tuviese lugar ocho años después de que le fuese
ofrecido por primera vez al realizador. El guión, escrito por Paul Zimmerman en
1974, fue rechazado por el por entonces flamante director de Alicia ya no vive aquí por considerarlo
interesante pero demasiado desagradable para su gusto. A decir de Scorsese, El rey de la comedia funcionaba como
comedia que no pretendía tener la más mínima gracia, pero estaba vehiculada por
una serie de personajes a cual más antipático y temible, cuyos actos resultaban
incomprensibles para el que sería su futuro realizador. Fue en 1982, tras el
monumental éxito de crítica de Toro
salvaje, cuando Robert De Niro le planteó a Scorsese la idea de retomar El rey de la comedia, después de que el
guión de Zimmerman pasase por las manos de Michael Cimino, quien finalmente se
descolgó del proyecto por los interminables problemas que se le presentaban con
su célebre, magnífica y algo fallida La
puerta del cielo. Cimino, que tras haber rodado con De Niro El cazador contaba con el actor para
encarnar a Pupkin, pasó el testigo a Scorsese a través del actor, quien se
asentó en su papel de amigo de Scorsese en un momento en la vida del director
en el que el director no pasaba por sus horas más enérgicas. Sus desmanes con
todo tipo de drogas pero muy especialmente con la cocaína durante la década
anterior, y que prácticamente acabaron con su vida, habían dejado a Scorsese en
un estado de debilidad del que logró recuperarse parcialmente gracias al rodaje
de Toro salvaje, proyecto que le fue
propuesto por De Niro durante la convalecencia del realizador en el hospital
donde se salvó de una muerte más que probable. Arrastrando aún algunos
achaques, que limitaron un tanto las jornadas de rodaje de El rey de la comedia con el objetivo de no cansar excesivamente a
un director que sin pese a todo dio algunas muestras de agotamiento en el
plató, Scorsese aceptó el proyecto viéndolo como una película diferente a lo esperable de la pareja
creativa De Niro-Scorsese tras sus fructíferas Malas calles, New York, New York o, en mayor medida Taxi driver o la mencionada Toro salvaje, y también porque se
encontró con unos personajes mucho más familiares que al leer por primera vez
un guión del que no se había cambiado una coma. Durante esta segunda lectura,
Scorsese comprendió mucho mejor tanto a Pupkin como, sobretodo, a Langford, por
la condición de director estrella adjudicada
al realizador de Taxi driver que lo
había convertido en una pequeña celebridad más o menos pública, así como en un
mayor conocedor de los laberintos de la fama y la falsedad que esta es capaz de
provocar en propios y extraños.
[3]Películas
como Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street, o en menor
medida Casino o El aviador pueden ser vistas como más o menos vitriólicas visiones
sobre el Sueño Americano que alienta la idea de que todo Norteamericano puede
ser quien desee con algo de esfuerzo. Ya sean gangsters con las manos manchadas
de sangre o de activos tóxicos, turbios reyes de Las Vegas u obsesos de la
aviación con dotes para la dirección cinematográfica, la visión de Scorsese de
al menos uno de los mitos que sustenta la cultura yanqui (y unas cuantas más)
cuenta generalmente con áreas oscuras que reciben algo de luz por parte de una
puesta en escena más dinámica que en el caso de El rey de la comedia, que la estrategia formal de Scorsese
convierte en una claustrofóbica y presunta comedia tan negra que no puede
considerarse como tal.
[4]Quizás
por eso la película obtuvo una fría acogida en taquilla, aunque no fueron pocas
las voces a favor de El rey de la comedia
entre la crítica, y muy especialmente entre la europea. Tras ser presentada en
el Festival de Cine de Cannes en 1983, el mítico director Sergio Leone le
comentó en un aparte a Scorsese que esa era su “película más madura”, aunque el director de El rey de la comedia asegura (y en mi opinión con toda la razón del
mundo), que la quietud y la invisibilidad
del realizador quizás es síntoma de clasicismo, pero no necesariamente de
madurez en ningún sentido. En cualquier caso el relativo prestigio labrado por
el buen hacer, maduro o no, de Scorsese no sirvió para reflotar la carrera
económica de un film que antecedió el retorno del director a territorios más
familiares, sobretodo en lo formal, para un creciente número de seguidores.
[5]Resultan
sorprendentes las similitudes que existen, entre ellas esta ambigua confusión
entre locura y cultura por mera aceptación social, entre películas
aparentemente tan dispares como la que nos ocupa y uno de los filmes más
justamente insignes de su director: Taxi
driver. De estructura y hasta discurso de fondo muy similar, se diría que
si bien Taxi driver resulta más
agresiva para la vista por sus dosis de violencia y está dotada de un ritmo aún
más moroso que el de El rey de la comedia,
ésta última puede resultar más incómoda de contemplar desde el instante en el
que mientras la locura de Travis Bickle podía ser, dentro de unos límites,
comprensible para el público, en el caso de la de Rupert Pupkin no hay
posibilidad de empatía posible. Ambos hombres, siendo interpretados por el
mismo magnífico actor en dos registros muy diferentes, tienen en común su papel
inicial de espectadores, de mirones
de la vida ajena que contemplan sin intervenir hasta que, ya sea por un
iluminado sentido de la justicia que se codea ambiguamente con el fascismo
urbano o por pura ambición, se ven obligados
a intervenir. Preguntado por los posibles paralelismos entre Travis y Rupert,
Scorsese declaró en el momento del estreno de El rey de la comedia que puestos en una balanza sería incapaz de
asegurar cual de los dos es el más peligroso y perturbado.
[6]Un
papel que necesitaba ser interpretado por un actor lo suficientemente famoso
como para hacer del personaje de Langford uno inmediatamente reconocible para
el público de El rey de la comedia.
Inicialmente, El guionista Paul Zimmerman escribió El rey de la comedia teniendo en mente a Dick Cavett, presentador
de un famoso talk-show norteamericano
que, como Jerry Langford, lleva el nombre de su cabeza visible, pero Scorsese
declinó el consejo y intentó que fuese otro presentador, el mítico Johnny
Carson, el que encarnara a Langford. Pero Carson, quien no por casualidad para
lo que las intenciones de Scorsese se refiere es considerado por muchos como el
padre del formato televisivo del talk-show,
rechazó la oferta por ver el mundo del cine como uno demasiado trabajoso y
constreñido para alguien acostumbrado a la libertad de movimientos que concede,
al menos en su caso, la televisión. Pero el director de El rey de la comedia no se arredró, y propuso a gente del calado de
Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. o incluso a Orson Welles el papel
de Langford… hasta dar en el clavo con Jerry Lewis. Lewis, internacionalmente
mucho más famoso que cualquiera de los anteriormente citados, representaba así
la quintaesencia de lo cómico, con el añadido de llevar a sus espaldas la
suficiente experiencia en el mundillo como para conocer a la perfección a un
personaje a priori tan alejado de su habitual imagen cinematográfica. Además,
actor y director se entendieron a la perfección durante el rodaje de El rey de la comedia, y Lewis se puso al
servicio de Scorsese sin ningún asomo de divismo y siempre teniendo en mente la
por entonces frágil salud del realizador. Por otro lado, la contratación de
Sandra Bernhard como la descontrolada Masha fue debida a la profesión original
de la improvisada actriz: la de deslenguada monologuista capaz de prácticamente
improvisar la mayoría de sus diálogos siempre según unas mínimas instrucciones
por parte de Scorsese, con quien mantuvo una relación más que cordial que no se
extendió al resto del equipo por parte de una actriz tan temperamental como el
personaje que interpreta en la película. A modo de curiosidad en lo que al
elenco de El rey de la comedia se
refiere, puede verse al líder del grupo The
Clash, Joel Strummer, entre la pequeña comitiva que se crea alrededor de
Masha y Pupkin durante una de sus ruidosas discusiones que mantienen a pie de
calle.
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