Érase una vez un niño encontrado
en medio de un huerto de lechugas, que fue recogido por una afable anciana que
se encargó de cuidarlo y educarlo hasta el fin de sus días. Huérfano y sin
nadie a quien acudir, el joven Totò pasó su adolescencia en un internado hasta
que cumplidos los dieciocho años de edad salió al mundo y se unió a una pequeña
comuna de amables sin techo que lo acogieron como uno más… Aunque podría
decirse que la historia del bueno de Totò (interpretado por Gianni Branduani
durante el tramo del film en el que el personaje cuenta con once años de edad),
protagonista de la película dirigida por Vittorio De Sica[1],
Milagro en Milán, es la de un niño
abandonado a su suerte, rescatado por Lolotta (Emma Gramatica) una mujer de tan
buenas intenciones como escasas parecen tanto sus luces como su equilibrio
mental que, tras su muerte, deja tras de sí a un bondadosísimo joven sin
recursos que acaba en una de las muchas chavolas que rodean una reconstruida
y progresivamente opulenta Milán durante
los inicios de la década de los cincuenta, poco después del fin de la Segunda
Guerra Mundial que arrasó Europa entre 1939 y 1945. Pero no, porque Milagro en Milán es un cuento, una
mágica farsa que se refugia de la cruenta realidad de la que surge, parapetada
tras un arquetípico “érase una vez” que
exorciza la terrible miseria que palpita bajo las imágenes blanquinegras que
componen este inesperadamente optimista film de De Sica. Una lamentable
realidad que en su traslación cinematográfica parece armarse de algunos de los
lugares comunes propios del llamado neorrealismo[2],
que a su vez se ven reformulados por una contagiosa e inocente bondad que,
vista en perspectiva desde el final de Milagro
en Milán, construyen una inasible pero férrea atalaya desde la que abrazar
un sentido de la maravilla que convierte el film en uno más próximo al delirio fantástico que a un ambiguo retrato de
un buen hombre que el desarrollo de la trama de la película revele como un
idealista iluminado... Pese a que la estructura dramática de Milagro en Milán acabe dejando un saldo
más ambivalente respecto a lo anterior de lo que a primera vista pudiese
parecer.
Y es que no faltan en Milagro en Milán estampas tristes o
directamente miserables: la muerte de la anciana que cuida de Totò durante los
primeros años de vida de este, la materialmente paupérrima existencia de la
colonia de mendigos que viven prácticamente a la intemperie en un solar en las
afueras de la pudiente Milán, o la malintencionada condescendencia con la que
el plutócrata Mobbi (Guglielmo Barnabò) trata la comunidad de sin techos que
viven sobre los terrenos con los que el todopoderoso empresario pretende hacer
negocio, plantean situaciones dramáticas cuya orientación claramente política, siempre a favor de los
económicamente más desfavorecidos, las hace especialmente proclives a componer
un film de denuncia a través de un determinado retrato social. Pero si bien
todo lo anterior está presente en Milagro
en Milán, De Sica logra voltear lo potencialmente dramático de dichas situaciones
mediante una estrategia idéntica a la utilizada por Lolotta para demostrarle al pequeño Totò como la enormidad del mundo
puede ser vista y admirada desde la más modesta de las escalas. La escena da
comienzo cuando la anciana contempla excitada como la leche que había dejado
calentándose en un cazo puesto al fuego se ha desbordado desparramándose por el
suelo como un riachuelo, mientras Totò contempla a su tierna y alborozada
cuidadora construyendo un diminuto poblado hecho con pequeñas casas de juguete.
Acto seguido, Lolotta se levanta y contemplando unas casitas unas aún más
diminutas por la altura desde la que las contempla, sentencia estar ante un
mundo tremendamente vasto que habita en el nuestro sin que la mayoría de la
gente sea consciente de ello. Un plano de corta duración, situado a la altura
de los ojos de la mujer a modo de cámara subjetiva, introduce la estrategia
dramática a seguir por parte de De Sica que, gracias a la familiaridad que se
da tanto dentro como fuera de la película respecto a muchas de las situaciones
y personajes que la componen, contagia el ánimo a este lado de la pantalla: todo, tanto en Milagro en Milán como fuera de ella, depende del punto de vista. Y
en consecuencia con esa silenciosa sentencia, nunca enunciada de viva voz en la
película aunque sí demostrada a través de sus imágenes constantemente, Milagro en Milán se articula a través de
una narrativa capaz de extraer humor donde sólo parece haber miseria y, de
manera algo más forzada pero finalmente triunfal, magia de donde únicamente
parecía haber pura (y siguiendo uno de los más básicos lugares comunes del cine
de denuncia, también cruda) realidad.
De este modo, la mentada muerte de Lolotta, anunciada mediante una algo
irritante por almibarada escena en la que la anciana le pide a un lloroso Totò
que recite la tabla de multiplicar mientras ella lo escucha débilmente postrada
en la cama, es esquivada visualmente por De Sica mediante una elegante elipsis,
que pese a todo no ignora el dolor que supone el fallecimiento para el niño. Pero
algo más adelante De Sica sitúa al protagonista de su película en una tesitura
puesta en imágenes de forma tan evidente que a duras penas puede considerarse
una metáfora: en su tortuoso camino por una lluviosa Milán tras los pasos del
carromato que transporta el cadáver de Lolotta hacia el cementerio, Totò se
detiene frente a otra comitiva, mucho más alegre, y duda ante la posibilidad de
cambiar su rumbo y seguir a aquellos que prometen la felicidad a través de
pancartas… antes de que el coche fúnebre vuelve a reclamar su atención. Es el
primer atisbo de esperanza que se verá prontamente corroborado gracias a una
nueva escena, cronológicamente consecutiva a la recién mencionada, y que vuelve
a albergar en su interior un conato de divertida esperanza cuando un fugitivo
de la policía del Régimen dictatorial de Benito Mussolini se une a la solitaria
comitiva mortuoria y finge llorar la muerte de una mujer a la que ni siquiera
conoce para pasar inadvertido ante las fascistas autoridades que lo persiguen.
Así, la amable irresponsabilidad
para con lo real que otorga la naturaleza de cuento de Milagro en Milán, tanto por algunos de sus elementos y estructura
como sobretodo por su lograda atmósfera de optimista ilusión, empapa la propia
médula de la historia que se narra en la película, narrada de forma puramente
expositiva pero, precisamente por ello, nada aleccionadora para con su público.
Desde ese momento, y casi siempre esquivando una complacencia que en muy
escasas ocasiones se asoma en la película y que siempre se percibe como un
rumor de fondo potencialmente temible pero controlado, De Sica plantea un
universo fílmico en el que no hay una desgracia que no aporte una oportunidad
de esperanza, ni tragedia que el sentido del humor no pueda diluir no gracias a
la autocompasión, sino a una visión de las cosas más amplia que termina por
relativizarlo todo hasta hacerlo más vitalista. Seguramente por ello, ya desde
su salida del orfanato en el que ha pasado diez años de su vida hasta alcanzar
la mayoría de edad necesaria para abandonar la institución y valerse legalmente
por sí mismo, Totò (que desde ese momento en adelante será interpretado por
Francesco Golisano[3]) parece
flotar en un ininterrumpido estado de beatitud que no abandonará durante todo el
metraje de Milagro en Milán, y que un
entregado De Sica jamás deja en ridículo. Y eso que Totò podría ser visto sin
demasiado esfuerzo como un iluminado o un niño demasiado crecido como para no
ser consciente del mundo que lo rodea, pero gracias a la opción formal y tonal
de De Sica y al desarrollo de la película ya desde su guión, acaba adquiriendo
los rasgos de un revolucionario rematadamente pacífico, capaz de desmontar una
determinada escala de valores y dotarlos de un nuevo sentido social y, sobretodo,
emocional, altamente contagioso. Porque Milagro
en Milán es, ante todo, un film tierno planteado a través de una visión del
mundo que, como la del propio Totò, nunca resulta hiriente y cuando es
mínimamente malpensada, lo es con un espíritu más travieso que ácido pese a
echar raíces en una serie de circunstancias que orientan la película hacia una
dirección política muy determinada que terminan por componer una sátira certera
pero igualmente amable, acorde con la bondadosa visión del mundo de su protagonista.
Seguramente por eso, los diez
años de la vida de Totò, transcurridos entre su entrada y salida en el
orfanato, jamás nos son mostrados por De Sica, que oculta al público la
violencia y destrucción fruto de la Segunda Guerra Mundial hasta provocar la sensación
de que el protagonista de Milagro en
Milán ni siquiera ha vivido en el país durante la contienda, tal es su
estado de beatitud. Este extremo, absolutamente imposible desde una perspectiva
mínimamente realista, apoya una
visión de la vida voluntariosamente amable, aunque como se decía más arriba de
considerable calado político y social, que sólo puede ser posible con la
aquiescencia del público y, por lo tanto, gracias a la indispensable magia
blanca que se condensa en resto del metraje de Milagro en Milán, y que se despliega en todo su esplendor en su
segundo tramo. La llegada de Totò a la comuna de indigentes que se esfuerzan en
llevar la mejor vida posible desata lo fabulesco de la película, que se detiene
en su desarrollo argumental para así permitir una descripción más o menos
pormenorizada de una serie de rutinas y personajes que convierten el solar
abandonado por el que moran los mendigos en una especie de Nuevo Edén en el que
no hay prácticamente nadie que no pueda ser feliz con un mínimo esfuerzo. Y ni
que decir tiene que Totò encuentra allí el lugar perfecto donde desarrollar sus
bondadosas dotes: el personaje interpretado por Francesco Golisano ánima a los
mendigos acomplejados por su escasa altura poniéndose de rodillas ante ellos,
retuerce la cara en muecas imposibles
ante los más feos del campamento para que así no se sientan solos en su
fealdad, y cambia los nombres de las improvisadas calles del lugar por las
tablas de multiplicar para que los niños aprendan matemáticas… La mentada estrategia
expositiva del realizador para con sus optimistas tesis alcanza aquí su techo
hasta bordear lo peligrosamente baboso, pero De Sica logra diluir el temible
almíbar que se avecina sobre la película gracias a una serie de personajes
secundarios que hacen del solar en el que tiene lugar parte de la acción de Milagro en Milán uno especialmente festivo
como para no caer en la cursilería. Así como los indigentes del lugar
encuentran una bonita estatua entre los detritus que rodean su pequeña
comunidad, De Sica extrae cariñosos instantes cómicos de lo que fácilmente
podría haberse resuelto de modo dramático: la pelea entre dos sin techo por la
propiedad de la mentada estatua es resuelta cuando al más bruto de ellos se le
entrega un silbato que aplaca sus ansias posesivas, un avispado mendigo alquila
una hilera de sillas cada atardecer para que quien pueda pagarlo pueda ver
cómodamente la puesta de sol y cuando uno de sus congéneres se niega a pagar
termina por apartar una de las casas precariamente construidas para no perderse
un acontecimiento que tiene lugar a diario pero que ellos contemplan como si
fuese la primera y última vez que lo presencian son dos piezas de un humanista
rompecabezas tan sencillo como, sobretodo, contagiosamente divertido.
Todo en Milagro en Milán destila un regusto feérico, subrayado por una banda sonora que elude el melodrama y
abraza lo cuasi circense, asentándose en un punto intermedio entre lo imposible
y lo más o menos reconocible en base a personajes de aspecto estereotipado, característica
que, por una vez, aporta más de lo que resta pese a extenderse a prácticamente
todos los elementos de la película. Una serie de personajes considerablemente
planos, la mentada división moral que se produce entre los sin techo que
protagonizan el film desde entonces en adelante y los opulentos empresarios que
en su falta de matices deviene pura demagogia, o la previsible y casta historia
de amor que se produce entre Totò y Edvige (Brunella Bovo) son algunos de los
arquetípicos elementos que conforman este tramo de Milagro en Milán, que pecan además de una falta de profundidad o
matiz que habrían podido hundir al film de De Sica en un antipático mar de
obviedades para conversos. Pero con unas inesperadas y muy logradas dosis de
buen hacer cinematográfico, De Sica construye una catarata de segmentos que no
sólo sirven como generadores de un discurso político reconocible gracias a lo
mentadamente estereotipado de sus elementos, sino que hacen de Milagro en Milán una verdadera perla
cinematográfica por ser una película esencialmente visual[4],
basada en instantes que intercalan un
sentido del humor basado en situaciones más o menos ingeniosas cuyo buenismo sólo
deviene creíble gracias a la pegada poética de Milagro en Milán.
Secuencias como la que muestra a
un grupo de mendigos buscando el calor del sol sobre el desértico solar sobre
el que poco a poco irán construyendo una especie de precaria urbanización hecha
con chavolas de latón y madera bordean lo paternalista, pero gracias al
contagio que la visión del mundo de Totò provoca en el público logran convencer
de la esperanzadora capacidad de hallar vitalidad donde aparentemente sólo
parece haber una miseria y, en definitiva, poesía en el lugar más inesperado.
Porque poco a poco, y siempre a base de situaciones resueltas con optimismo
gracias a esa reorientación del punto de visita que permite descubrir una
belleza que parecía haber sido expulsada de las cosas más sencillas, Milagro en Milán va articulando una muy
particular, digamos, poética de la pobreza material, que
gracias a esa aureola de fantasía que desprende la película no supone un canto
al conformismo, sino una ineludible demostración de vitalismo que en ausencia de un contrapunto a la
alegría de vivir propia de Totò y los demás, no contempla la magia como algo
ajeno a la realidad, sino como la única realidad posible en la película de De
Sica. Lo que no implica, ni por asomo, que la irrealidad del film no resulte
reconocible. El alto valor simbólico de la película en su conjunto, pero muy especialmente
de los personajes puestos en liza por De Sica no sólo a ambos lados del
espectro económico y social sino sobretodo ético y moral, lleva Milagro en Milán primero por los
derroteros del más demagógico panfleto sobre la guerra de clases, planteado en
este caso desde un punto de vista carente de los matices necesarios para
hacerlo mínimamente creíble, y más adelante por la senda de la fábula moral
alrededor de la avaricia humana, siempre según una ordenación de sus elementos
claramente politizada, acorde con la mentalidad del realizador. Pero esta
simplicidad, férreamente asentada sobre una serie de lugares comunes, confirma
dos cosas: la primera es la codificación de una serie de constantes, las del
llamado cine realista, que al menos
vistas hoy resultan lo suficientemente reconocibles para el público como para
funcionar y ser comprensibles en un contexto más fantasioso que real. La
segunda es el hecho de que el contrapunto racional
(como sinónimo de razonable o posible) al optimismo postulado por Milagro en Milán no se encuentra en el
film sino, tristemente, a este lado de la pantalla, carente del apabullante
despliegue de magia cinematográfica puesta en imágenes y sonido por De Sica,
aunque de forma tan consciente que logra esquivar el paternalismo en el que muy
fácilmente podría haber caído.
Habrá quien vea Milagro en Milán como una
condescendiente humorada sobre la pobreza que sólo logra anestesiar la presunta
mala conciencia del espectador a base de dorar una píldora difícil de tragar
sin tiernos aderezos cómicos, pero esa aunque a mi entender equivocada visión del
film de De Sica, dudosa desde el momento en que éste se plantea bajo los
parámetros propios de una fábula, pronto queda sepultada por la valentía de un
realizador que no sólo apoya la visión de su protagonista, sino que la potencia
hasta llevar Milagro en Milán a un
estadio próximo al del cine desaforadamente fantástico cuyo único vínculo con
la realidad es su capacidad para erigirse como amable fresco de una sociedad
históricamente algo distante, pero plenamente reconocible desde un punto de
vista actual.
El descubrimiento de un
yacimiento petrolífero en el solar en el que los mendigos pasan apaciblemente
sus días dispara la avaricia de Mobbi, que intenta expulsarlos para así hacerse
con el oro negro que brota del subsuelo y amasar una fortuna aún mayor de la
que ya posee. Gracias a la ocultación de cualquier rasgo de humanidad del empresario
por parte de De Sica, la violencia ejercida por las fuerzas del Orden al
servicio legal de un Mobbi que no en vano se ha hecho con el solar en disputa
aprovechándose de la buena fe de los sin techo, resulta absolutamente gratuita
en su desproporcionada crueldad, y más aún en oposición al mimo con el que De
Sica ha plasmado la alegre y autosuficiente vida de los mendigos, más afables y
vitalistas que los empresarios que se jactan de una fortuna que sin embargo
parece haber anestesiado su capacidad para disfrutar de la vida. Pero, y una
vez más gracias a lo estereotipado de su retrato que supone la piedra angular
del espíritu fabulesco de Milagro en
Milán, tiene lugar el último y definitivo salto de la película a
territorios de puro ensueño, en el que se diría que todo parece posible. Tras
una serie de estampas de fuerte pegada poética pero que echan raíces en tristes,
por reconocibles, realidades como las bombas de humo lanzadas por la policía para
desalojar a los mendigos, que la puesta en escena de De Sica convierte en una
sugerente bruma que enaltece la irrealidad del campamento, Milagro en Milán utiliza el impulso ganado con las buenísimas
intenciones demostradas durante el metraje precedente y se lanza a un vacío
capaz de liquidar la suspensión de incredulidad del espectador poco dado a
soñar despierto, además de suponer una oda al cine como fábrica (presuntamente sin
ánimo de lucro) de sueños. En un instante en el que la película parece estar a
punto de ceder ante el peso de una realidad demasiado terrible como para ser
ignorada, De Sica propina un arriesgadísimo corte de mangas a un derrotismo
que, llegado este punto, parece insoslayable. Implorando clemencia por sus
amigos y conocidos tanto a Mobbi como al cielo, y sujeto a un poste que
sobresale tímidamente sobre el solar, invisible bajo el manto de humo dejado por los agentes
antidisturbios, Totò recibe la visita del espíritu de Lolotta que se ha
escapado del Otro Mundo para obsequiar a su bondadoso protegido con una paloma
blanca capaz de conceder todo lo que Totò desee, en una apabullante salida de
tono argumental que no desgarra la lógica del film gracias a la atmósfera de
irrealidad pergeñada por De Sica durante todo su metraje. Y que será la primera
de las muchas que, a partir de ese momento, se concatenan sin cesar hasta el
delirante final de Milagro en Milán,
inmerso hasta las cejas en un festival de ideas fantasiosas capaz de echar por
la borda todo el realismo que hasta ese momento pueda habérsele adjudicado al
film.
Nada de lo que tiene lugar desde
ese momento, ni los sin techo haciendo cola para que la paloma les conceda todo
lo que puedan desear aunque prácticamente todos ellos solo deseen ser un poco
más ricos que sus ahora riquísimos vecinos, ni la pareja de espíritus que
descienden de lo Alto tras los flotantes pasos de Lolotta para recuperar el ave
y devolverlo a su divino lugar lejos de las avariciosas manos de los mortales,
tienen lugar en un contexto con mínimos visos de realidad, sino precisamente y
de forma alegremente despreocupada, dentro de un contexto regido por la pura
fantasía. En este último tramo de la película el latente sentido de la
maravilla de Milagro en Milán se
desata por completo, brindando imágenes tan brillantes como la salida del sol
en plena noche, el sensual y onírico baile de la estatua que alegraba las
calles del solar tras cobrar vida (y pasando a ser interpretada con una muy
meritoria irrealidad por Alba Arnova), que conviven sin problema con otras, de
contenido algo más pesimista, como la que muestra a los mendigos, convertidos
en nuevos ricos con sombrero de copa y abrigos de pieles, aplastándose contra
las ventanas de la casa en la que Totò se esconde de una repentinamente
avariciosa turba. Escenas que componen una deriva argumental, sólo creíble (o
posible) gracias a una plasmación formal capaz de conferir la atmósfera
necesaria para que Milagro en Milán no
devenga una astracanada, y que potencia definitivamente la máxima de Lolotta
recogida por De Sica durante el desarrollo tonal de su película. Efectivamente,
todo en esta fábula es posible, ya
sea lo físicamente impensable, lo anímicamente insoportable o… lo socialmente
imposible. Porque gracias a esta coherente pero arriesgada pirueta final, Milagro en Milán logra la proeza de
convertir su optimismo en una arma de doble filo por su exultante irrealidad,
que no embellece lo triste ni lo miserable de las realidades en las que se
inspira, sino que se basta a sí misma para componer un fresco social y económico
cuyos puentes para con la miseria existente este lado de la pantalla se reducen
a lo puramente simbólico. O lo que es lo mismo: pura ficción. Evocando una capacidad de ensueño que, vista en
perspectiva, ha sido la tónica generalizada de todo el film pese a que es en su
tramo final cuando su condición de fantasía se hace más evidente, De Sica pone
la guinda a su particular pastel al trasladar a la muchedumbre de sin techo a
las calles de una Milán completamente reconstruida tras los estragos de la
guerra. Allí, y mediante un marcadísimo contraste entre el desértico horizonte
del solar y el cielo de una ciudad que se diría asediada por carteles que publicitan
todo tipo de marcas comerciales desde lo alto, Milagro en Milán hace honor a su nombre y oficia el milagro que
tiene lugar frente a la Catedral, y que hace buena la máxima bíblica que reza
que de los pobres es el reino de los cielos[5].
Aplicada literalmente en una escena que ha envejecido mal pero aún conserva su
capacidad de sorprender, De Sica da el puñetazo definitivo sobre la mesa: la pacífica
victoria contra una visión del mundo que antepone el beneficio económico al
bienestar de las personas corresponde al mundo de lo maravilloso, es
exclusivamente fantástico y, por lo tanto, irreal.
En un gesto que le honra como director amante de sus personajes, pero que
también lo postula como taimado comentarista social de visión mucho más
derrotista que la esgrimida en las imágenes de esta excelente Milagro en Milán, De Sica logra hacer de
la simbólica huida de sus criaturas algo tan evidentemente imposible a este
lado de la pantalla que su visionado resulta un delicioso caramelo envenenado
que sentencia sin alzar la voz que con los ojos adecuado todo es posible
mientras, simultáneamente, asegura que los sueños, como Milagro en Milán, sueños son.
Título: Miracolo a Milano. Dirección:
Vittorio De Sica. Guión: Cesare
Zavatinni, Vittorio De Sica, Suso Cecchi d’Amico, Mario Chiari y Adolfo Franci,
basándose en la novela escrita por Cesare Zavatinni, Tottò il buono. Producción:
Vittorio De Sica. Dirección de
fotografía: Aldo Graziati. Montaje:
Eraldo Da Roma. Música: Alessandro
Cicognini. Año: 1951.
Intérpretes: Francesco Golisano (Totò), Emma Gramatica (Lolotta),
Paolo Stoppa (Rappi), Brunella Bovo (Edvige), Guglielmo Barnabò (Mobbi).
[1]Vittorio
De Sica nació el 7 de julio de 1902 en la ciudad italiana de Sora, en el seno
de una familia pobre que sobrevivía gracias al modesto salario de empleado de
banca de su padre. Dignos y muy honrados en su pobreza, los De Sica se
trasladaron a Florencia y más adelante a Roma, donde el futuro director de Milagro en Milán encararía
desganadamente sus estudios en contabilidad para así poder ayudar
económicamente a su familia de un total de ocho miembros y a duras penas un
solo sueldo para alimentarlos a todos. Pero cuando contaba con dieciséis años
de edad, en 1918, De Sica consiguió un pequeño papel en la película El proceso Clemenceau, que supuso su
primera aproximación dentro del medio cinematográfico que más adelante sería su
sustento. Tras una corta etapa de relativa bonanza económica para los De Sica,
fruto de un nuevo trabajo del padre del realizador en una compañía de seguros
que le reportaba un sueldo respetable, volvió la miseria. La aseguradora
quebró, pero el hambre que acosó a los De Sica durante ese tiempo tuvo su
contrapartida: la extrema delgadez del futuro director le hizo merecedor de
interpretar el papel de la Muerte en una obra teatral que abrió brecha en las
inquietudes artísticas del joven Vittorio De Sica, que a partir de entonces
comienza a hacerse un nombre como mujeriego, cómico, actor dramático y de
music-hall hasta que, finalmente, empezó a actuar frente a una cámara. Y el
éxito no tarda en llegarle: la película dirigida por Mario Camerini en 1932
titulada ¡Qué sinvergüenzas son los
hombres! pone su nombre en boca de todos y le abre las puertas a un sinfín
de trabajos que por un lado espantan el fantasma del hambre de la vida de De
Sica y por el otro aprende todo lo posible de la técnica y narrativa
cinematográfica durante los rodajes de una serie de películas de relativo éxito
pero escasa repercusión a largo plazo. En 1935, De Sica se pone a las órdenes
de Mario Camerini para protagonizar Daré
un millón, película que contaba con un guión escrito por Cesare Zavattini,
quien un tiempo más tarde se convertiría en la mano derecha del futuro
realizador cinematográfica. Pero por entonces tanto su vida como su carrera
interpretativa va viento en popa: sus filmes recaudan considerables sumas de
dinero, De Sica se vuelve tremendamente popular en Italia, y al poco tiempo
contrae matrimonio con la actriz Giuditta Rissone, con la que tiene una hija.
Tres años después, la pareja se separa pese a que la prohibición existente en
la Italia de entonces hace imposible un
divorcio con todas las de la ley. Poco después, aunque las malas lenguas
aseguran que fue bastante antes, De Sica conoce y se enamora de la actriz María
Mercader, con la que tendría dos hijos y pasaría el resto de su vida, pese a
los continuos amoríos del cada día más popular actor que poco a poco se
acostumbró a un opulento tren de vida cuya manutención le obligaba a trabajar
incesantemente. En 1939 y mientras superaba una afición por el juego que puso
en riesgo su estabilidad económica, Cesare Zavattini vuelve a su vida y le
ofrece la posibilidad de dirigir un guión llamado Demos a todo el mundo un caballo de madera, que quedaría archivado
hasta que en 1951 se rodaría y estrenaría como Milagro en Milán. Así, su
primera realización llegaría en 1940 bajo el título de Rosas escarlatas, adaptación de una obra
de teatro de Aldo Benedetti, y según parece, no era mucho más que una simple
comedia de vodevil intercambiable con la mayoría de filmes que se hacían por
entonces en la Italia totalitaria de Mussolini. Alternando su carrera como
actor con sus pinitos como director, De Sica lleva a cabo Magdalena, cero en conducta en 1941, y Recuerdos de un amor en 1942, siempre con la ayuda de un Zavattini
que revisaba los guiones para así hacerlos mínimamente estimulantes para el
director. Un De Sica que, por aquel entonces, estaba a punto de tirar la toalla
como realizador, visto el parco panorama artístico que se planteaba ante sus
ojos, pero que siguió en la brecha gracias a la insistencia de Zavattini y la inesperada benevolencia de los censores
para con Los niños nos miran,
dirigida por De Sica en 1943 y que supuso una de las primeras muestras de su
talento y, para muchos, uno de los primeros síntomas de cambio de un cine
italiano muy necesitado de un recambio generacional, temático y estilístico.
Pero el aparato estatal aún ofrecía resistencia: La puerta del cielo, dirigida en 1944, tuvo serios problemas para estrenarse
tal y como De Sica hubiese deseado, pero la seguridad personal y económica se
sobrepusieron a una sensibilidad cinematográfica que al cabo de un año, y con
el fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de Mussolini, pudieron salir
por fin a la luz pública. Juntando sus ahorros, De Sica se lanza y dirige uno
de sus más emblemáticos filmes: El
limpiabotas, de 1946, para la que trabajó codo con codo con Zavattini, en
una colaboración laboral que se repetiría durante prácticamente toda la carrera
del realizador. Y si El limpiabotas
supuso una buena muestra de lo que poco a poco conformaría el llamado neorrealismo cinematográfico, De Sica y
Zavattini darían la campanada en 1947 con la magistral adaptación de la novela
de Luigi Bartolini El ladrón de bicicletas,
brindando una sencilla y tristísima película que aún hoy se ve con el corazón
en un puño. Tras esta genial muestra de cine de denuncia hecha con sencillez y
sin ánimo aleccionador, un De Sica en la cumbre de su popularidad como
realizador encara la película que se analiza en esta entrada, que le vale la
Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Un año más tarde, e inspirándose
en la figura de su padre, De Sica vuelve al ruedo de la dramática seriedad con
la magnífica Umberto D, que desgraciadamente
no podrá ser vista por el hombre que la inspiró al fallecer poco antes de que
De Sica lograra reunir los fondos necesarios para poder hacer la película. En
1953, y acuciado por una economía cada vez más ajustada, De Sica rueda Estación Termini, de capital americano y
producida por David O’Selznick con los actores Montgomery Clift y Jennifer
Jones como protagonistas y cuya mayor virtud fue la de haber puesto sobre el
mapa internacional el nombre de De Sica como director tan reputado como
solvente. Ese mismo año De Sica protagonizaría la exitosa Pan, amor y fantasía, que propiciaría las posteriores Pan, amor y celos en 1954, Pan, amor, y… en 1955 y finalmente Pan, amor y Andalucía en 1958, siendo
esta última un aprovechamiento por parte del cine español del tirón comercial
de la saga protagonizada por un carabinieri (interpretado por el propio De
Sica), que iba siendo destinado a diferentes regiones primero de Italia y, en
este último caso, de España. Durante los años siguientes, en los que intercalaba
sus participaciones como actor con sus proyectos como director, De Sica realizó
El oro de Nápoles en 1954, película
de sketches escrita por su
inseparable Zavattini a la que seguiría El
techo, de 1956, ese vehículo de lucimiento para la despampanante Sofía
Loren llamado Dos mujeres en 1960, y El juicio universal en 1961. Ese mismo
año dirige uno de los capítulos pertenecientes a la película Bocaccio ’70 y dirige una adaptación de
la obra de Jean Paul Sartre, Los
secuestrados de Altona, prácticamente todas ellas hechas con la loable
intención de ganarse el pan más allá de los, según dicen los que las han podido
ver, discretos resultados artísticos de estas películas. Bajo una idéntica
motivación llegarían Matrimonio a la
italiana, de nuevo con Sofia Loren o una serie de películas que fueron
vistas como el definitivo agotamiento de la formula
neorrealista, como El especulador,
Ayer, hoy y mañana, o un episodio de la película Le streghe llamado Las brujas,
rodadas en 1962 las dos primeras películas y en 1964 esta última. Tras ellas
llegan Un mundo nuevo, de 1965, que
fue ignorada y mal estrenada en los pocos países en los que lo hizo, y Tras la pista del zorro, de 1966 y que
contaba con la presencia de los actores Victor Mature y el célebre Peter
Sellers. 1967 fue el año de Siete mujeres,
y 1968 el de Amantes, con la que
buscaba remontar económicamente una carrera en horas bajas. Los girasoles, de 1969, contaba con la
presencia de Marcelo Mastroianni y Sofía Loren que consiguió arrastrar a una
parte del público a las salas, haciendo anímicamente posible el rodaje de El jardín de los Finzi Contini en 1972,
película muy alejada de los postulados éticos y estéticos de De Sica pero que
sin embargo le valió un Oscar de la Academia a la mejor película de habla no
inglesa. El mal estado de las finanzas del realizador lo llevó a partir de ese
momento a aceptar cualquier proyecto con tal de subsistir económicamente: ¿Y cuándo llegará Andrea? de 1972, Amargo despertar de 1973 o El viaje, rodada en 1974 por un De Sica
en claro declive tanto cinematográfico como vital no suponen ningún acierto
destacable en la carrera del director. Sólo El
viaje logró recaudar una cantidad más o menos respetable en taquilla,
sanando en lo posible el ego herido de un hombre enfermo que murió el 13 de
noviembre de ese mismo año, durante una intervención quirúrgica.
[2]Nacido
en Italia poco después de la posguerra y la caída del Régimen dictatorial de
Benito Mussolini, el llamado Neorrealismo italiano fue una corriente
cinematográfica que rompió con un cine, el perteneciente a la dictadura y sus
postulados, basado en el escapismo. Combinando la improvisación interpretativa
de elencos muchas veces no profesionales con una visión del mundo especialmente
inclinada a mostrar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sin el más
mínimo asomo de triunfalismo, el Neorrealismo pivotaba sobre una paradoja
imposible: filmar la realidad tal y como era. Conscientes de esa contradicción,
directores como Roberto Rossellini o el propio De Sica intentaron acercarse a
ese ideal despojando algunas de sus películas de toda posible artificiosidad
capaz de poner en duda la veracidad de lo que se narraba en ellas. Siendo un
fenómeno originalmente italiano, pueden rastrearse sus influencias en algunas
películas de directores tan dispares como puedan ser Martin Scorsese, Luís
Buñuel o, de forma más habitual aunque siempre con un sentido del humor negro
poco afín a los filmes más representativos de este movimiento iniciado en 1945
con Roma, ciudad abierta, Luís García
Berlanga. Respecto a Milagro en Milán,
se ha hablado mucho de su supuesta afiliación a un teórico neorrealismo mágico en el que podrían enmarcarse algunas de las
primeras películas de Federico Fellini como El
jeque blanco, aunque a mi entender esta película de Vittorio De Sica juega
sus cartas en un terreno más propio del mejor cine fantástico que del
neorrealismo del que, sin duda, extrae gran parte de sus elementos y
orientación política.
[3]Inicialmente,
tanto de De Sica como Zavatinni tentaron al verdadero Totò para que
interpretara al personaje que lleva su nombre, dada la enorme popularidad del
actor, quebrantando así uno de los más fructíferos lugares comunes del cine
neorrealista que postulaba, no sin razón, que la presencia de estrellas
cinematográficas reconocibles para el público fácilmente podía romper la
proximidad o el realismo deseado.
Pero ante la negativa del célebre actor, al que el guión de Milagro en Milán no acabó de convencer,
director y guionista tuvieron que acudir a un Golisano sin el que esta película
difícilmente sería la misma, y que aportó una mayor credibilidad por su escasa
fama. Gran parte del resto del elenco fue, siguiendo el patrón más arriba
comentado, reclutado cerca de las localizaciones en las que tuvo lugar el
rodaje, y muchos de ellos jamás habían actuado ni ante una cámara ni sobre un
escenario.
[4]Esta
narrativa puramente visual de la película, que podría prescindir del uso de
diálogos y seguiría siendo igualmente comprensible para el público, entronca
con una de las mayores y conscientes influencias del neorrealismo italiano: el
cine mudo y su capacidad para transmitir ideas y contar historias sólo desde
sus imágenes. No resulta muy difícil ver en la figura de Totò y el sentido del
humor de la película un trasunto del personaje de Charlot y de la visión del
mundo de su creador, Charlie Chaplin, del que Milagro en Milán no sólo toma la esperanzadora visión del mundo
propia de algunas de las comedias del director de Tiempos modernos o El gran
dictador, sino también su espíritu crítico y apoyo a los socialmente más
desfavorecidos, muchas veces inocentes protagonistas de sus películas.
[5]Máxima
enunciada por Cristo en los evangelios, y cuya aplicación literal en Milagro en Milán llevó a muchos a
considerar a Totò como un trasunto de Jesús, dada su extremada bondad, que para
más inri lo lleva a “poner la otra
mejilla” amablemente una y otra vez, a dudar de su visión del mundo a causa de la
crueldad de sus congéneres, tal y como Cristo se sintió abandonado en la cruz
y, muy especialmente, por los milagros llevados a cabo en la película. De ser así, el tránsito de Totò en el solar en el que tiene lugar gran parte de la película, y en la que tiene lugar una degradación de las relaciones entre los mendigos por avaricia, podría hacer pensar en la figura de Moisés y en la paloma como un símbolo equiparable al falso ídolo adorado en el Monte Sinaí, que haría de los sin techo una parábola del pueblo judío. Pero por fortuna, y pese a que el final de Milagro
en Milán tiene lugar frente a la Catedral de Milán y por lo tanto adquiere
un matiz indudablemente religioso, el olor a sotana o adoctrinamiento ideológico que podría emanar de la
película queda inmediatamente acallado gracias a una visión de la vida y el
mundo tan festiva y desprovista de esfuerzo que no sólo no llega a molestar,
sino que pone seriamente en duda la posibilidad de que De Sica se planteara una
lectura religiosa de su película más allá de algunas casualidades y de hacer creíble un final que sólo podría tener lugar como milagro. Un milagro, menos mal, sin mandamientos.
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