Max Renn (James Woods) es un
hombre que vive de la carne ajena. O de su imagen. Presidente de la pequeña
cadena televisiva que responde al paradójico nombre de Civic TV, y resignado a
sostener a duras penas la atención de una diminuta parcela de la audiencia
desde las ondas UHF que reverberan en el aire, la tranquila existencia de Renn
gira alrededor de un esforzado rédito económico logrado gracias a una
programación basada en el erotismo blandurrio y la violencia chabacana hasta
que sus pensamientos se cruzan con una señal pirata de contenido ultraviolento
y altamente sexualizado. Un canal clandestino de televisión cuyos programas
carecen tanto de argumento como de intérpretes ya que, a pesar de su
salvajismo, lo que en ellos puede verse no es ficción… sino realidad. Porque
Videodrome, enigmático nombre al que responde el morboso y fascinante canal que
de forma inexorable va literalmente absorbiendo el mundo de Renn, se presenta
como la televisión del futuro que pelea silenciosamente por convertirse en el
futuro mismo desde un presente deshumanizado, en el que el horizonte se ve recortado por
unos ominosos rascacielos que ya anuncian el advenimiento de un poder sin cara
ni nombre en el que la humanidad tal y como la conocemos ni siquiera hace acto
de presencia. Un mundo siniestramente familiar en el que, permanentemente
adosados a una pantalla de la que manan imágenes de creciente contenido erótico
y violento, todo ser humano perciba como una experiencia real lo visto en televisión.
Y en el que regresando al presente de entonces y de ahora, la televisión sea la
realidad y la realidad menos que la televisión… parafraseando las catódicas
palabras del profesor Brian O’bivlion (Jack
Creley) durante uno de los numerosos monólogos televisados desde los que se
postula como inquietante vocero de la turbulenta visión del mundo -real y/o
mediático- que propugna esta película dirigida por David Cronenberg[1],
Videodrome.
Film y canal que no por casualidad comparten nombre, desde el momento en que
Renn y espectador comparten a su vez una idéntica percepción de la realidad que
se despliega fría y morosamente bajo la batuta del director canadiense desde
una óptica tan elegantemente distante como implacable. El inicio de Videodrome es, bajo este punto de vista,
muy revelador: una pantalla de televisión, reconocible por su acusada pobreza
de formato e iluminación, ocupa por completo el perímetro del plano de apertura
del film de Cronenberg, albergando en su interior la imagen de una mujer (Julie
Kahner) que, mirando coqueta y directamente a los ojos del público, llama a
despertar lentamente al mundo consciente dejando atrás el de los sueños. Un
sueño -el de una realidad más o menos
estable- en el que viven, gracias a la planificación de la escena y su
situación cronológica dentro de Videodrome,
tanto al espectador como un Max Renn todavía físicamente ausente de la
película. Pero poco a poco, la cámara con la que Cronenberg plasmará durante
unos escasos hora y veinte minutos de metraje las dudosas fronteras entre una
supuesta realidad y una no menos
presunta irrealidad, se separa de la luminosa
pantalla de televisión que señorea la oscura sala de estar de la morada del
presidente de Civic TV, revelando no sólo la naturaleza televisiva de la muy
significativa primera imagen de la película, sino su vínculo con un
protagonista efectivamente dormido, derrumbado sobre un sofá encarado hacia un
aparato, el televisor, que durante el desarrollo de Videodrome se planteará como algo más que un mero electrodoméstico,
alcanzando la categoría de nuevo hábitat para algunos de los personajes que se
cruzan en el errático camino de Renn, una zona en la que trascender su
existencia física para prolongarla en otra hecha de imágenes y sonido.
Es el caso del mentado Profesor O’bivlion,
cuyas apariciones en Videodrome
tienen siempre lugar en una pantalla de televisión en la que asegura “existir” sin necesidad de un cuerpo
físico o, más adelante en la trama, de Nicki Brand[2]
(Deborah Harry), amante de Max a la que el controvertido presidente de Civic TV
conoce en una pobre tertulia televisiva y que la primera vez que aparece en el
film de Cronenberg… es en la pantalla de un televisor que ya advierte de la
futura naturaleza mediática de sus apariciones en la película. Tímidos flecos expresivos que,
vistos más adelante en perspectiva, se convierten en visibles síntomas de un
discurso de fondo que poco a pooco se adueña de la película en su totalidad, pero
que inicialmente se postulan -equivocadamente, aunque haya que esperar para que
el metraje de sentido último a estos encuadres- como curiosos recursos que
planean vistosa pero gratuitamente sobre una trama más próxima a algunos
lugares comunes del cine negro que a la
más o menos abstracta virulencia narrativa que acaba por ser el definitivo
marchamo genérico de Videodrome. La
figura de Max, descreído y cínico, entablando negocios de aire turbio en
cochambrosas habitaciones de hotel en las que Cronenberg lo muestra comprando
series eróticas soft como quien lleva
a cabo algún negocio turbio en los bajos fondos, retrotraen a una serie de
constantes -las del thriller
cinematográfico y literario- que parecen echar raíces con el descubrimiento que
revela que la ultraviolenta señal de Videodrome proviene de territorio
norteamericano, por parte de Renn y su remunerado compinche e ilegal pirata de
las ondas televisivas Harlan (Peter Dvorski). Atraído por los enfermizos cantos
de sirena, captados por una enorme antena parabólica que rebusca entre las
ondas que inundan el aire un canal de contenido lo suficientemente sádico como
para atraer la atención del suficiente número de espectadores que puedan
reflotar las precarias finanzas de Civic TV, Max comienza a investigar los
orígenes de una señal tan opaca en su funcionamiento y sistema de producción
como estimulantemente morbosa para la hasta ese momento abúlica mentalidad del
empresario, que pronto se convierte en un fértil panteón en el que Videodrome,
canal y película, puedan desplegarse en todo su patógeno, y no necesariamente
malévolo, esplendor. Más adelante, y durante una de las numerosas uniones
sexuales que Renn mantiene con Nicki Brand, siempre bajo la fría luz de un
televisor que premonitoriamente parece actuar como afrodisíaco tecnológico,
Cronenberg introduce un plano en el que ambos retozan sobre una especie de superficie
oscura que parece suspirar literalmente bajo los movimientos y caricias de los
dos amantes, en una corta secuencia que es finiquitada mediante un plano
ralentizado del rostro de Max, subrayando la importancia del fugaz instante, el
primero de toda una serie de alucinaciones que acabarán por componer una nueva
realidad para el protagonista, por fortuna perfectamente integrado en una
película con lo enrarecido como tónica formal.
Así, la puesta en escena de
Cronenberg, que iguala en condiciones formales lo que, al menos inicialmente,
Renn identifica como realidad y lo
que percibe como alucinación, tiende
puentes entre ambas parcelas de la percepción tratándolas de idéntica forma durante todo el metraje. De esta manera, y gracias
a una fotografía ocasionalmente antinatural de colores agresivamente saturados,
lentos y precisos movimientos de cámara y una grave y atmosférica banda sonora
cortesía del compositor Howard Shore, no sólo se subraya la imposibilidad de
discernir lo real de lo irreal cuando ambas son percibidas, como en el caso de
Max -y por extensión de toda la humanidad- como partes complementarias de un
todo, sino también la cualidad subjetiva de Videodrome
como película al servicio de la progresivamente extraña visión del mundo de su
protagonista[3]. A pesar
de ello Cronenberg logra, mediante un estatismo formal considerable con escasos
movimientos de cámara y aún más escasos primeros planos de los intérpretes,
imprimir una distancia casi clínica al periplo de Max por una jungla perceptiva
sexualmente violenta que provoca emoción y reflexión a partes iguales, gracias precisamente
a esta distancia tonal. Además, y debido a esta ambivalencia que sitúa al
espectador a la altura de los ojos del protagonista sin dejar de contemplarlo
como un sujeto experimental, Videodrome
esquiva el potencial moralismo que bulle bajo el argumento de la película y que
haría las delicias de cualquier censor que quisiera asegurar que una serie de imágenes violentas y
sexuales provocan en su audiencia el impulso de recrear esa violencia y
sexualidad en la vida real.
Cronenberg consigue relativizar esa moralizante, por sesgada aunque no del todo
equivocada, perspectiva gracias a la desapegada visión que Videodrome ofrece de su argumento, logrando llevarla a un nivel superior[4]
muy ambiguo y hasta contradictorio en algunos instantes.
Dado lo altamente sexualizado de
las alucinaciones de Max, que se confunden con la realidad en un todo
indivisible en Videdrome, la
distancia con la que Cronenberg las plasma en pantalla provoca por un lado la atracción
del público ante un espectáculo venenosamente entremezclado con unas agresivas
dosis de violencia perfectamente coreografiadas en aras, se diría, de provocar
un placer si no sexual, sí perturbadoramente estético, pero por otro también
permite observar simultáneamente la
fascinación que ejerce dichas imágenes en las que el sexo y la violencia se
entremezclan sin orden ni concierto. No existe el dolor puro y frontal ante los
golpes, quemaduras de cigarrillo o latigazos que se propinan a propios y
extraños los hombres y mujeres que deambulan por el film de Cronenberg, todo en
Videodrome está sazonado con una fina
capa de sensualidad en ocasiones difícil de asimilar pero siempre bien apoyada
por un director que muestra a víctimas y verdugos en un perpetuo estado de
aturdimiento ante un conjunto de agresiones que como mucho llega a sorprender
o, en el mejor de los casos, a indignar tanto a aquellos que las sufren como a
los que las propinan. Gracias a esta ambivalente distancia y lentitud de
reacciones y movimientos que por su ambigua involuntariedad dotan al conjunto
del film de una efectiva irrealidad casi pesadillesca por inexorable,
Cronenberg brinda escenas tan fascinantes como la que muestra a Max siendo
atraído por su televisor, que suspira su nombre entre sensuales jadeos y se revuelve
al tacto de los dedos de Renn reaccionando físicamente ante él, hasta el punto
en que el excitado protagonista de Videodrome
sumerge su cabeza en los carnosos labios que ocupan la pantalla, combándola
lujuriosamente mientras se agarra a sus ahora hinchados y voluptuosos bordes.
Una corta secuencia que puede parecer simple desde un punto de vista
discursivo, pero a buen seguro resulta hipnótica desde una perspectiva puramente
sensorial. Bajo este punto de vista, el difícil equilibrio entre morbosidad y
contención de la que hace gala Cronenberg en esta película se dirime por tanto
entre lo racional, con el rechazo que puedan provocar en el espectador una
serie de imágenes violentas presentadas además sin el más mínimo ánimo de
resultar catárticas por su extraña frialdad, y lo emocional, conducido por la
fría pero seductora sexualidad que exudan los mejores y más perturbadores
instantes del film y que dificultan establecer cierta distancia con lo visto en
pantalla. Vista así, Videodrome se
plantea como una película subjetiva pero analítica, capaz de entretejer un
discurso que perturba sin aleccionar y que simple y llanamente expone una serie
de hechos o pensamientos sin juzgarlos con otra óptica que no sea su mera exposición
por muy repelentes que puedan ser los actos planteados en pantalla.
Aunque, y relacionado con lo
anterior, cabalgando sobre una trama cada vez más enrevesada y opaca, aunque no
necesariamente compleja, Cronenberg halla su mejor baza estilística en esta materialización o corporeización de una serie de cuestiones que abarcan desde la
percepción de lo real hasta su posterior evolución a partir del creciente
poderío de los medios de comunicación como interesados creadores de realidades
salvaje e inevitablemente mediatizadas. Dos aspectos habitualmente
diferenciados en muchas producciones cinematográficas -el discurso o tesis
fílmica por un lado y las imágenes que los ilustran y construyen por el otro-
que en Videodrome aparecen en
pantalla de forma indivisible, y quizás precisamente por eso, de forma
inevitablemente obvia y unidireccional en la mayoría de ocasiones. Aunque
también hay sitio en el film de Cronenberg para un grado de reflexión más
sugestiva y menos virulenta en sus formas. Las actividades de una organización, hilarante
e inquietante a partes iguales, creada por O’bivlion y dirigida por su hija
Bianca (Sonja Smiths) bajo nombre de Misión del Rayo Catódico, de
significativas similitudes con asociaciones de cariz religioso y que atrae a un
ingente número de sin techo a los que se postra individualmente ante un
televisor con el humanitario objetivo
de prepararlos para su reincorporación a la “mesa
de mezclas del mundo” son la punta del iceberg de una determinada
sensibilidad que tiene en el propio Brian O’bivlion su máximo estandarte y
profeta. Un hombre hecho imagen planteado como una figura pura y exclusivamente
mediática que sólo existe, como se decía algo más arriba, en una pantalla, y sobre
el que Cronenberg riza el rizo elegantemente al mostrar un pequeño archivo,
situado junto al despacho de la hija de O’bivlion en las oficinas de la Misión
del Rayo Catódico, que alberga incontables cintas de video grabadas por el
Profesor que no se plantean como un ingente legado audiovisual, sino como el
propio O’bivlion, que simple y llanamente ha logrado mediatizarse. Un cambio de estado que ha eludido la muerte física
para trascender en una nueva
existencia en imágenes y sonido que supone uno de los elementos más
interesantes de la película y que poco a poco irá invadiendo la cómoda parcela
perceptiva que Max interpreta como la realidad
que no deja de ser, por su subjetividad, Videodrome
en su conjunto. Pero la película de Cronenberg dista de ser una fantasía siniestra
de visos derrotistas alrededor de la omnipotencia del medio televisivo: el mentado
desapasionamiento del realizador, acorde con el perpetuo aturdimiento en el que
parece sumido el personaje encarnado por James Woods, acaba por componer un
ambicioso fresco sobre los dimes y diretes de la percepción humana en un
entorno mediático que quizás la haga evolucionar hasta un nuevo y desconocido
estadio y no una acusadora mirada sobre la perniciosa influencia de
determinados, y por tanto ideológicamente menos preferibles, contenidos televisivos. No hay en Videodrome una mirada moral sobre la imagen violenta y su
influencia sobre el espectador desde el momento en el que el realizador se
oculta tras una peregrina explicación pseudocientífica, que incluye una rebuscada
relación entre señales televisivas que provocan alucinaciones que producen
tumores que a su vez provocan nuevas alucinaciones, mientras muestra la
voluntad de determinados poderes fácticos tan opacos en sus motivaciones
últimas como contundentes son sus acciones vistas por Cronenberg. Hacia el
último tercio del film Renn averigua quien está detrás de la señal de
Videodrome, el todopoderoso empresario de la industria óptica llamado Barry
Convex (Leslie Carlson), que se presenta con un irónico doble apunte: la
primera vez que aparece en las imágenes de Videodrome
es, como en el caso de Nicki Brand, en la pantalla de un televisor y, por su
modo de vida, se presenta además como alguien capaz de manipular y reconducir la visión humana aunque sea con fines
socialmente constructivos. Pero más allá de estas pequeñas y sugerentes ironías,
Convex ofrece a Max la posibilidad de grabar sus alucinaciones mediante un
aparatoso casco (que el paso del tiempo respecto al 1982 en que se rodó la
película ha hecho que envejezca fatal) que el presidente de Civic TV acepta
ponerse de forma incomprensiblemente mansa. La escena, peregrinamente
justificada desde un punto de vista narrativo, sirve sin embargo para situar al
público tras los ojos de Max mediante una toma subjetiva de Renn que funde la
mirada del personaje con la del espectador, traspasando la barrera de lo
subjetivo hasta alcanzar el más alucinado solipsismo. Y de paso justificar el
avance del film hacia un tramo del
metraje considerablemente confuso en sus giros argumentales, recargado de
impresionantes imágenes sexuales de aliento surrealista y visualmente brillante
como plasmación de un discurso de nuevo más descriptivo que, a falta de una
palabra mejor, crítico con la
mediatizada realidad en que vivimos, pero también mucho más simple que lo
abigarrado y agresivo del apartado formal de sus secuencias pudiese sugerir. De
este modo, la capacidad del director de convertir una serie de teorías más o
menos filosóficas en expositivas (y cárnicas) imágenes, brindan una serie de
simbolismos fascinantes en pantalla mientras plantea una cuestión que late bajo
la trama de Videodrome: la capacidad
de las imágenes, ya sean estas televisivas o cinematográficas, de componer un
discurso que incluye, por supuesto, una vertiente ideológica o política que tenga
una repercusión real, que en Videodrome se traduce como fascinante,
pura y descontroladamente física.
Pocas veces se ha plasmado de
manera más contundente en una pantalla la instrumentalización de la percepción
de un ser humano a través de los medios de comunicación como en la escena que
muestra a Max siendo violado por
Barry Convex. Así, si una misteriosa y enervante secuencia, cronológicamente
anterior a la que nos ocupa, muestra a Max contemplando con estupor una
palpitante grieta de aires vaginales que ha aparecido en su estómago despierta
un grado de interés quizás efectista pero al menos libre de lecturas concretas,
la escena cronológicamente posterior y comentada algo más arriba muestra a
Convex introduciendo literalmente una
cinta de video en el cuerpo de Max a través de esa hendidura en un plano
terrible y de evidentes connotaciones sexuales… e ideológicas. A partir de ese
momento, y después de que Convex y un traicionero Harlan justifiquen sus
acciones con un contundente e integrista “América
se está ablandando y el resto del mundo se está endureciendo”, Max se
convierte en un soldado al servicio de Videodrome, un hombre con el objetivo de acabar con todo aquel que
pretenda poner palos en las ruedas del Plan Maestro que pretende llevar a la
humanidad a un nuevo estadio perceptivo. Armado con una pistola literalmente
fundida con su mano en un viscoso y fálico conglomerado entre carne y
tecnología, un alienado Renn asesina a sangre fría a dos de sus colaboradores
por supuesta traición a la causa de
Videodrome, con una falta de escrúpulos muy llamativa teniendo en cuenta que
unas secuencias antes Cronenberg ha mostrado a Max como un patoso inútil en lo
que a armas se refiere. Poco después, esa misma noche, ataca a Bianca O’bivlion
en las instalaciones de la Misión del Rayo Catódico por su oposición a los
objetivos de Convex. Pero Cronenberg, astuto y negándose a ceder a una visión
ideológicamente parcial, vuelve a dinamitar el fácil moralismo latente en este
tramo mediante una serie de imágenes simbólicas tan interesantes en lo
audiovisual como evidentes en lo argumental. Tras una corta persecución en la
Misión del Rayo Catódico y atraído por la voz de Bianca, Max rasga uno de los
biombos que aíslan a los mendigos que acuden allí cada mañana para recibir su
ración catódica como sinónimo de pertenencia a un mundo (y el discurso que lo
vertebra) completamente mediatizado y contempla atónito el asesinato de Nicki
Brand en un televisor como parte de uno de los programas de Videodrome. La
estupenda y siempre hierática interpretación de James Woods deja entrever en
este instante lo que Cronenberg plantea sin ambages en el inmediato contraplano
del actor: la pantalla del televisor, que adquiere una textura rosada similar a
la de la piel humana, se comba con la presión ejercida desde dentro por una
pistola que abre fuego sobre Renn, hiriéndolo en el pecho. Pero sus heridas no matan
al perturbado presidente del Civic TV, sino que se hacen visibles en la
pantalla del televisor que recién acababa de disparar sobre Max, y que ahora
emula un torso humano que sangra copiosamente por numerosos agujeros de bala.
Algo más calmado y con la ayuda de la hija de O’bivlion, Max se recompone del shock y recibe nuevas instrucciones, en
este caso por parte de Bianca, tras las que se lanza a una nueva matanza en
esta ocasión dirigida contra Harlan y Brian Convex, reconvertidos en nuevos
enemigos de una guerra puramente mediática en la que la mente humana (y su
cuerpo) es usada como arma arrojadiza, reprogramada o remezclada continua e independientemente
de la ideología que ostente el medio de comunicación de turno.
Una situación que hace buena en
imágenes y argumento las palabras de Brian O’bivlion que plantean un mundo en
el que “la batalla por la mente de
Norteamérica se debatirá en la videoarena. En Videodrome”, y que la
estrategia formal de Cronenberg aupa hasta un punto amoral (que no inmoral) que
encuentra su perfecta prolongación en el final de una película que por la
desprejuiciada frialdad con la que contempla lo que en ella acontece desde una
perspectiva casi resignada resulta, vista hoy, visionaria. Renn es, desde el
principio de la película, un hombre vacío y carente de algo que Videodrome sí
tiene: una filosofía capaz de rellenar las
mentes que como las del presidente de Civic TV flotan en un mar de aturdimiento
presuntamente neutral. Así, bajo la inherente atracción a la violencia
sexualizada y a la necesidad de mirar que ilustran los momentos más turbios y
memorables de la película, Videodrome
es un film construido como una algo
esquemática pero muy efectiva y fascinante ilustración de la permeabilidad de
lo considerado real y la imposibilidad
de aprehenderlo por completo de forma pura.
Probablemente por eso el ambiguo final de Videodrome, que se debate entre lo conservadoramente trágico para
el espectador y lo evolutivamente necesario según los científicos postulados formales
de Cronenberg, muestra a un Max Renn desvalido e implorando una guía con la que continuar
vagando por un mundo sin sentido, contemplando su propio suicidio en una
pantalla de televisión que estalla cuando la imagen de Renn se dispara en la
sien. Acto seguido, y en un plano casi idéntico al mostrado en el televisor,
Renn se dispara en la realidad de Videodrome
antes de que un estilizado Cronenberg aproveche el sonido del disparo para
cortar al fondo negro que termina, coherentemente, con Max y el mundo que sólo
existía dentro de una audiovisión, desapareciendo abruptamente. Pero la
frialdad del momento, con la consecuente falta de asideros emocionales que
sirvan de guía tonal para el espectador, catapulta la suerte de Max Renn a un
estadio de iluminación que, por elíptico e incomprensible muestra como la
realidad, tal y como creemos conocerla, ha enfermado hasta dar a luz a un nuevo
mundo que Videodrome, en su última
paradoja, se guarda mucho en mostrar… ¡Larga vida a la Nueva Carne!
Título: Videodrome. Dirección
y guión: David Cronenberg. Producción:
Claude Héroux. Dirección de fotografía:
Mark Irwin. Montaje: Ronald Sanders.
Música: Howard Shore.
Año: 1982.
Intérpretes: James Woods (Max Renn), Deborah
Harry (Nicki Brand), Jack Creley (Brian O’bivlion), Sonja Smiths (Bianca
O’bivlion), Peter Dvorsky (Harlan), Leslie Carson (Barry Convex).
[1]David
Cronenberg nació en la ciudad canadiense de Toronto el 15 de marzo de 1943, en
el seno de una familia judía de padre librero, que también editó un periódico y
ejerció de columnista para el Toronto
Telegram, y madre pianista, que
además colaboraba con diferentes asociaciones de ballet de la ciudad. Pese a
que durante sus primeros años de vida, que pasó inmerso en un clima hogareño
culturalmente inquieto, Cronenberg asistió a una escuela semita, sus padres se
negaron a educarlo en la religión judía enfrentándose así al resto de la
familia Cronenberg, que deseaba que el pequeño David se instruyese en los
principios que habían regido a los suyos durante generaciones. Durante su
infancia y primera juventud, Cronenberg vivía entre libros, generalmente de
ciencia ficción, y una afición por la música que lo llevó a estudiar la
friolera de once años de guitarra, mientras crecía en su interior la sensación
de estar fuera de lugar dentro de los parámetros de la sociedad canadiense y la
enfermedad llamaba a la puerta de la hasta ese momento muy feliz familia de los
Cronenberg, cuando el padre del futuro realizador sufre una colitis que poco a
poco degenera en una extraña enfermedad que incapacita al cuerpo para procesar
el calcio. Postrado en la cama, su cuerpo se debilita hasta un irremediable
deterioro que sin embargo no le impide razonar con la misma lucidez que antaño
hasta su fallecimiento en 1973. Podría pensarse que este triste acontecimiento
supuso para Cronenberg no sólo una experiencia traumática, sino prácticamente
el nacimiento de una de sus constantes temáticas… aunque, y puede que debido a
la habitual renuncia del director a analizar el contenido de sus propias
películas desde una perspectiva autiobiográfica, Cronenberg siempre ha negado
este extremo. Durante su adolescencia, y como no deja de ser lo más normal del
mundo en esta época de la vida de una persona, la asfixia que Cronenberg
percibe en el mundo que lo rodea se acentúa y se refugia en su naciente afición
por los automóviles y la lectura que le ofrece una válvula de escape a
realidades social y moralmente más libres y menos constreñidas que la del
Toronto de la segunda mitad de la década de los cincuenta. Esta pasión por la
literatura, con una especial predilección por el buen hacer de Vladimir Nabokov
y el escritor beat William Burroughs,
que sería una considerable influencia en su obra posterior, hacen de él un
aspirante a escritor a la temprana edad de dieciséis años, escribiendo algunos
relatos cortos originales e intentando imitar el estilo de sus autores
predilectos sin demasiada fortuna. En 1963 Cronenberg se matricula en la
especialidad de Ciencias en la Universidad de Toronto, impulsado por un
creciente interés por la materia y muy especialmente por todo lo relacionado
con la biología y la entomología, de cuyos mejores profesionales aseguró más
adelante “son tan creativos, excéntricos
y enloquecidos como cualquier escritor o artista”. Aunque la ilusión se
diluye pronto, y tras cursar un año de sus estudios entre profesores incapaces
de transmitir un ápice de creatividad o entusiasmo a su alumnado y un entorno
estudiantil escasamente estimulante, Cronenberg abandona la carrera y comienza
sus estudios de Literatura inglesa, donde se encuentra con un ambiente
estudiantil mucho más inquieto en el que se siente rápidamente integrado. Allí,
y tras ganar un premio al Mejor Estudiante del Año, Cronenberg siente por
primera vez la llamada de la que sería su futura profesión como director de
cine, y curiosamente no a través de un cineclub o de los recuerdos de una
infancia cinéfila que el futuro realizador de Videodrome jamás tendría. Fue en el año 1965, cuando un estudiante
del último año de carrera llamado David Secter reunió 8.000 dólares para filmar
la película Winter keep us warm, que
con su argumento fresco y desprejuciado alrededor de un trío de amigos y las
relaciones amistosas y sexuales que se producen entre ellos cautiva a
Cronenberg, abriéndole la puerta a una nueva perspectiva laboral desde la que
poder aportar todo aquello que no había logrado con sus limitadas dotes
literarias. Así, y alejado de toda cinefilia, Cronenberg contempla la
posibilidad de ejercer como director por la proximidad que le ofrece el medio,
por su capacidad para decir y plasmar lo que le venga en gana más allá de lo
social y moralmente establecido, y en el que además puede desarrollar una
mirada tan propia y exclusiva como la de un escritor sin dejar nunca de
experimentar narrativamente. Entusiasmado por Winter keep us warm y las posibilidades que se presentan ante él,
Cronenberg empieza a frecuentar el
Canadian Motion Picture Equipment Company, un local de alquiler de material
cinematográfico en el que charla con clientes, dependientes y propietaria
aprendiendo a pasos agigantados las normas más básicas del lenguaje y técnica
cinematográficas, mientras complementa su autoformación con la lectura de
numerosos libros sobre cine y narrativa que le permiten embarcarse en sus
primeros proyectos. El primero de los cuales fue el cortometraje Transfer, que ya introduce la figura
médica que con el tiempo sería una de las constantes del cine de su realizador,
y que costó alrededor de 500 dólares, una cantidad muy similar a la que se
elevaría el parco presupuesto de From the
drain, su segundo trabajo que al igual que el anterior roza lo amateur y consta de una trama que abraza
lo surreal y coquetea con el absurdo propio de las obras del dramaturgo Bertolt
Brecht. Poco a poco y en parte gracias a estos dos primeros trabajos,
Cronenberg empieza a entrar en contacto con el cine underground norteamericano en gran parte asentado en Nueva York y
alrededor de las figuras de Andy Warhol y su factoría y el productor Jonas
Mekas. Ni corto ni perezoso, y en colaboración con Bob Fotherhill, Ian Ewing y
el más adelante exitoso director Ivan Reitman (responsable de taquillazos como
las dos entregas de Cazafantasmas y
padre del realizador Jason Reitman, a su vez firmante de filmes como Juno), Cronenberg crea Toronto Film
co-op. una especie de equivalente canadiense al cine experimental que llegaba
desde el otro lado de la frontera. Y gracias a Willem Poolman, un distribuidor
cinematográfico para circuitos de arte y ensayo en suelo canadiense, Cronenberg
entra en contacto con el cine experimental de Europa del Este, empapándose de
una serie de anticonvenciones que con el tiempo se convertirían en otras nuevas
convenciones no siempre lo suficientemente discutidas. Fue entonces cuando el
director tomó conciencia del problema que se le planteaba al escribir una
novela: la influencia y respeto que sentía por autores que admiraba le impedían
encontrar su propia voz. Algo que, gracias a una mirada mucho más virgen en lo
que al cine se refiere, no le ocurría cuando se sentaba a escribir alguno de
sus guiones… con lo que la ecuación se presentaba pura y cristalina para un
Cronenberg que tras este reconocimiento rodaría sus dos primeros trabajos en
35mm. En 1969 rodó Stereo, film algo
críptico y de una gelidez y estatismo que rememora algunos de los lugares
comunes del mentado cine underground
norteamericano pero cuyo argumento y escenarios cobran todo el sentido posible
desde una perspectiva puramente autoral. El tremendo ruido que causaba la
cámara durante el rodaje provocó la decisión de Cronenberg de anular la pista
de sonido del film y sobreponer al vacío sonoro restante una voz en off que
confiere al conjunto una rara atmósfera clínica que sin embargo no rescata a
esta corta película del aburrimiento. Poco más tarde llegaría Crimes from the future, esta en 1970 y
que como la anterior constaba de una duración próxima al mediometraje de
resultados similares a Stereo y que,
vista hoy, detenta un mayor interés histórico que cinematográfico pese a
algunas áreas interesantes de su argumento. El relativo éxito de crítica de Crimes from the future fuera de la
fronteras canadienses animó al director, que hasta ese momento nunca se había
planteado la posibilidad de ganarse la vida como cineasta ni tampoco hacer
carrera tras la cámara, a abandonar la Universidad para ganarse el pan en el
campo de lo audiovisual. Ya con 27 años, y casado con Margaret Hindson, Cronenberg
está a dos años de tener su primera hija y a escasos momentos de verse en la
tesitura de tener que elegir un sustento que estabilice su vida. Viaja al sur
de Francia para aclarar sus ideas, coquetear con el mundo de la escultura, y
escribir la que jamás será su primera novela, además de entrar en contacto con
la industria y tejemanejes del cine gracias al Canadian Film Development, que
le facilita la entrada al Festival de Cine de Cannes. Repelido por el ambiente,
Cronenberg regresa a Canadá para poco después arrepentirse y regresar, para
comprobar definitivamente si el cine es lo que le interesa como forma de
sustento económico y, por tanto, si será capaz de tolerar todo lo que la
industria esconde entre bambalinas. Su experiencia allí, sumada a la imposibilidad
de terminar su novela satisfactoriamente convencen definitivamente a
Cronenberg: encarará sus energías artísticas hacia el llamado séptimo arte,
mientras se foguea como free-lance y
trabaja esporádicamente para el canal televisivo canadienes CBC. Allí se gana
la vida rodando pequeños cortometrajes con música que hacen las veces de
elementos de continuidad audiovisuales entre programas y algunos documentales
que rueda con una recién adquirida cámara de 16mm. con la que rueda un
cortometraje de imposible localización llamado Secret weapons en 1972. En el mismo año en que el padre de David
Cronenberg muere entre rencores hacia una familia que le ha cuidado entre
reproches y una atmósfera cada vez más enrarecida que ha acabado por
deshacerla, el futuro director de Videodrome
lleva a cabo el que está considerado por muchos como cortometraje-puente entre
la relativa -por estar hecha a su vez a base de convenciones del cine underground- experimentación de sus
primeros trabajos con la obra que todavía estaba por venir. Y que daría
comienzo con un sueño del realizador en el que Cronenberg vio “unna araña saliendo de la boca de una mujer
mientras ella dormía” y que sería la semilla del guión que acabaría siendo
su primer largometraje: la muy interesante Vinieron
de dentro de…. Película asfixiante donde las haya, dotada de un ritmo
moroso y un par de escenas inolvidables por sexualmente perturbadoras,
Cronenberg planteaba ya en esta opera
prima no sólo algunas de sus constantes temáticas, sino también estilísticas.
Frialdad, frontalidad y desdramatización eran algunos de los recursos formales
planteados por un director que, paradójicamente, dio la campanada en taquilla
con una película considerada por muchos como enferma. El revuelo causado por el contenido sexual del film,
teñido de una atmósfera de extrañeza que lo hace muy particular, provocó por un
lado que el nombre de Cronenberg estuviese en boca de todos, algo impensable
teniendo en cuenta los problemas que el realizador tuvo para recaudar fondos
por tratarse de un film relativamente adscrito a un género (el de terror) que
nunca ha gozado de los parabienes de una parte -la más miope- de la crítica.
Refugiándose del temporal en la CBC, para la que realizó algunos mediometrajes
durante los dos años siguientes, Cronenberg encaró su siguiente guión,
inicialmente titulado Mosquito, y que
acabaría siendo la algo floja aunque con cierto interés Rabia. Protagonizada por la actriz porno Marilyn Chambers, Rabia reincidía en los aspectos sexuales
que tanto habían llamado la atención sobre Vinieron
de dentro de…, amén de prolongar la obsesión por la medicina, la
enfermedad, o la represión de lo sexual y lo violento que ya era patente en la
opera prima del director pero que aquí se veía recubierta de una pátina algo
menos enfermiza, y por lo tanto menos efectiva, que pese a todo mantenía la
suficiente frialdad tonal como para no convertir en una astracanada lo que en
algunos de los elementos argumentales de la película se perfilaba como un
chiste. El nuevo escándalo que acompañó la película marcó a un Cronenberg que
empezó a recibir apodos del calado de “Depravado
Dave” pero que dio un ligero cambio de rumbo con su siguiente film: Fast Company, de 1979, alrededor de
carreras de automóviles filmadas con una naturalidad casi documental, que
constó de un presupuesto muy superior al de sus dos películas anteriores, y de
la que poco más puedo decir por no haberla visto todavía, aunque a decir de
muchos, supone una película que se distancia de algunos de los temas
recurrentes de la filmografía del director, pese a que éste la considera tan
suya como la personal e inmediatamente posterior Cromosoma 3. Significativamente escrita durante el divorcio del
cineasta con su esposa y madre de la hija de ambos, Cromosoma 3 amplia hasta cierto punto lo ya apuntado en Vinieron de dentro de… o Rabia, mediante una puesta en escena más
rica en matices y sobretodo un guión en el que se exploran algunos de los temas
vectores de las películas recién mencionadas, con un especial hincapié en la
somatización de emociones y pensamientos que tan buen resultados le daría al
realizador en gran parte de su obra posterior. En este caso, y mediante una
trama de considerable contenido autobiográfico vista en perspectiva, Cronenberg
arma un relato de terror convencional en algunos aspectos, pero muy muy
inquietante en otros, siendo una de sus películas más logradas hasta ese
momento de su carrera, además de suponer la primera de sus colaboraciones con
el compositor Howard Shore, autor de una magnífica y temible banda sonora capaz
de alterar al más pintado. Dos años después, en 1981, Cronenberg lograría su
mayor éxito de taquilla con una de sus películas más blandas, aunque en ella
puedan encontrarse algunas de las imágenes más impactantes de toda su carrera: Scanners, que ya anunciaba algunos de
los temas que se desarrollarían en la inmediatamente posterior Videodrome y, en menor medida, en eXistenZ (comentada en este blog en el
mes de marzo del año 2013), pero a través de una puesta en escena muy superior
al muy irregular argumento que la sustenta, fruto en parte de una producción
caótica que llevaba a Croneberg a reescribir por la noche las escenas que iban
a rodarse a la mañana siguiente. Pese a todo, y gracias en parte a un grado de
humildad no demasiado habitual en la filmografía de un director
considerablemente ambicioso en sus intenciones, Scanners no deja de ser un curioso entretenimiento más subido de
tono de lo que sería esperable de haber acabado en manos de otro realizador que
no fuese el canadiense. El gran éxito de taquilla de la película hizo que
prácticamente al terminar el rodaje el director ya se pusiese a escribir el
guión de la que acabaría siendo la película de la que se ocupa esta entrada, y
que sería estrenada en 1982. Pero el batacazo económico es tal que Cronenberg
se aproxima por vez primera a la industria del cine, rebajando hasta cierto
punto algunas de sus constantes con la adaptación de La zona muerta, según la novela original firmada un Stephen King
por entonces en boca de todos. Prácticamente producida durante la posproducción
de Videodrome y estrenada a un año
escaso de ésta, La zona muerta es una
entretenida película muy beneficiada por la presencia de Cristopher Walken
encarnando al protagonista y por una distancia tonal que, por una vez y puede
que debido a lo relativamente convencional de su trama, no se traduce en una
absoluta frialdad en pantalla. El relativo éxito del film, que a pesar de su
nada molesta convencionalidad tampoco estaba excesivamente alejado de algunos
de los temas recurrentes del director, abrió las puertas a Cronenberg como
posible director de películas como Único
testigo, Superdetective en Hollywood, Top Gun o Flashdance, que el director rechazó por no considerarlas próximas a
sus intereses, así como involucrándose en dos proyectos que si bien le
interesaban, acabaron por resultar fallidos o en manos de otros, como en el
caso de Six Legs o la mucho más
conocida Desafío total, que tan bien
acabó llevando a cabo el mucho más versátil (y para nada impersonal) Paul Verhoeven.
En el ínterin, Cronenberg llevó a cabo sus primeros pinitos como actor para la
película Cuando cae la noche,
dirigida por su amigo John Landis y tras el chasco que supuso para él la
cancelación de su participación en la mentada Desafío total, para la que llegó a escribir hasta doce versiones
del guión, recibió de las manos del director y atrevido productor Mel Brooks el
guión de un remake de la película La mosca protagonizada por Vincent Price
en la década de los cincuenta. Escaldado por la mala experiencia que supuso la
producción de Dino de Laurentiis Desafío
total, Cronenberg exige a Brooks libertad absoluta para hacer lo que le
venga en gana con el guión y la película que se haga a partir de él, y ante la
sorpresa del director, Brooks acepta todas sus condiciones asegurándole que de
no ser así no habría pensado en contratarlo en primer lugar. Estrenada en 1986,
y a años luz de la película y el libro en los que supuestamente se basa, La mosca va considerablemente bien en
taquilla, y aproxima algunas de las obsesiones del realizador a un público más
amplio impresionado y enervado por la fisicidad de unos impresionantes efectos
especiales y de maquillaje que muestran a un científico que tras mezclar
accidentalmente su adn con el de una mosca pasa de un estado de éxtasis a uno
de rápida y terrible descomposición física. Siendo la que por ahora es la más
(si no la única) romántica película jamás filmada por su director, La mosca funciona más que bien a varios
niveles y no tanto en lo que a justificar científicamente lo que en ella ocurre
se refiere, además de ser una de las películas más influyentes de su director,
que la resume certeramente como “una
historia de amor de cuarenta años comprimida en tres semanas combinada con el
progresivo envejecimiento –o enfermedad, según se quiera- de uno de los
amantes” Con evidentes ecos, siempre negados por Cronenberg, del triste
final del matrimonio de sus progenitores, La
mosca cuenta además con una operística y magnífica banda sonora de un
Howard Shore que explora registros hasta ahora inauditos en sus colaboraciones
con el canadiense. Y si La mosca fue
un éxito de taquilla, dos años después llegaría la película que lo dignificaría para una parte de la
crítica: Inseparables, estrenada en
1988, supuso un prestigioso empujón hacia las mieles de esa más que antipática
etiqueta de “cine respetable”, y
también una buena y enfermiza película alrededor de la dependiente relación
establecida entre dos hermanos gemelos dedicados a la ginecología y que fueron
magistralmente interpretados por un solo actor, Jeremy Irons. Tras esta
prolongación, más aceptable desde determinadas ópticas presuntamente cultas, de
muchos temas aparecidos en sus películas precedentes, Cronenberg adaptaría, en
lo remotamente posible, a su querido William Burroughs y su El almuerzo desnudo en una película de
idéntico nombre que combinaba elementos del antinarrativo libro original con
otros referentes a la vida del escritor y de su proceso creativo. Siendo un
film muy desigual, este El almuerzo
desnudo de 1991 es una magnífica película cuyos efectos especiales han
envejecido un tanto pero que no ha perdido un ápice de efectividad y arrojo.
Algo que ocurre intermitentemente en su siguiente film, estrenado en 1993 y
protagonizado por Jeremy Irons en su segunda colaboración con el realizador,
llamada M. Butterfly, algo desvaída
durante una parte de su metraje pero con un tramo final magistral capaz de
retomar algunos de los temas típicamente cronenbergianos
desde una óptica más natural, y por ello mucho más efectiva. Así, y tras un
corto periodo de revalorización para una parte de la crítica, Cronenberg
volvería a levantar ampollas con la adaptación de la retorcidísima novela
escrita por J.G. Ballard Crash¸en una
película de idéntico título que sembró la polémica y devolvió al realizador la
etiqueta de enfant terrible que ya
empezaba a perder su provocativo color ante los aplausos de la crítica y
público. Siendo un film excelente aunque difícil de asumir en muchos de sus
aspectos más turbios, Crash devolvía
al Cronenberg más virulento, que se prolongaría de forma mucho más convencional
con eXistenZ, que se podría verse
como un film-compendio y que pese a sus indudables valores fue visto como una
muestra de sequía creativa que demandaba un cambio. Y el cambio, siempre
relativo en el caso del canadiense, vino de la mano de un sobresaliente Ralph
Fiennes como protagonista de Spider,
del año 2001, y que retomaba serenamente el camino más o menos marcado por el
cine del realizador durante la década anterior. Ninguneada pese a tratarse de
una película excelente, Spider haría
las veces de puente entre el cine precedente de Cronenberg y el posterior,
mucho más endiosado y respetado por una crítica que había tardado tanto en
despertar que ahora parecía haber pasado al otro extremo. Con la inestimable
colaboración de un excelente Viggo Mortensen, llegarían Una historia de violencia (en el año 2005) y poco después, la más
irregular pero también más estimulante Promesas
del este (en el 2007), siendo ésta última la mejor película de esta última
etapa del realizador que hasta cierto punto repliega algunas de sus obsesiones
bajo las formas de un cine algo más convencional pero excelentemente narrado.
La posterior Un método peligroso en
el año 2011, muy interesante pese a lo excesivamente moroso de su ritmo, supuso
un curioso viraje a la verbalización de un discurso sobre la carne, la psique,
la sexualidad y la violencia, que hasta ese momento se había mostrado casi sin
excepción en imágenes y sonido, pero que aquí se exponía de forma casi teatral
y bastante creíble gracias en parte al buen hacer del siempre excelente Michael
Fassbender en el papel de Carl Jung y de Viggo Mortensen como Sigmund Freud.
Pero la palabra se convertiría en lastre en la siguiente película del
realizador, la adaptación de la novela Cosmopolis,
de Don Delillo protagonizada por el ídolo juvenil Robert Pattinson, que por una
vez lograba integrar su inexpresividad en una película protagonizada por un yuppie absolutamente aislado del mundo
que lo rodea desde el otro lado del elevalunas de su limusina. De un ritmo algo
cansino y un discurso demasiado obvio, Cosmopolis
fue recibida con división entre aquellos que la alababan sin medida y los que
la vieron como una tomadura de pelo con ínfulas trascendentes. Ni tanto ni tan
poco en opinión del que escribe, Cosmopolis
puede ser vista como una relativa decepción que sin embargo recupera algo de
las atmósferas enfermizas que años ha fueron marca de la casa del realizador,
que aquí se muestra tan frío que resulta difícil interesarse por una trama no
demasiado elaborada poblada por personajes emocionalmente incapaces. Su
siguiente y por ahora última película Mapa
de las estrellas, filmada en este 2014 y que no podido ver, ha sido
saludada por la crítica como una ácida mirada al mundo de Hollywood, y aún
espera para ser estrenada entre nosotros.
[2]Nombre
tan sonoro como el de Max Renn, aunque de connotaciones algo más polémicas:
Cronenberg bautizó así el morboso y lánguido personaje encarnado por Harris por
las lesiones que ella misma se provoca en una muestra de sadomasoquismo que
hace de ella una espectadora propicia de Videodrome. Así, y siempre según
Cronenberg, Nicki sería una forma de disimular la palabra inglesa Nick que se traduciría al castellano
como muesca o mella,
en referencia a los cortes que el personaje exhibe en su hombro, y su apellido Brand -o Marca al fuego vivo- remitiría a las quemaduras de cigarrillo que
el personaje interpretado por la cantante de Blondie se aplica en un momento de
la película. Otro apellido con un significado para nada aleatorio en Videodrome sería el del Profesor Brian
O’bivlion (que sonoramente recuerda mucho a un Oblivion que traducido al castellano significaría Olvido) y que, en cualquier caso,
traería mucho menos cola que la provocada por Nicki Brand, cuyo nombre,
apellidos y rol en la película encendió las iras de algunas asociaciones
feministas que creyeron ver en Brand una representante de todo el género
femenino entendido por David Cronenberg, al que le cayó por enésima vez el sanbenito
de misógino.
[3]Una
extrañeza que sin embargo reclutó a algunos inesperados compañeros de viaje. El
taquillazo que supuso Scanners puso
el nombre de Cronenberg en boca de todos, y la participación del actor James
Woods, encandilado por el guión, y de Deborah Harry ( ex conejita Playboy y
líder vocal del mítico grupo Blondie), hicieron de Videodrome la primera película del director que contaba con la
participación de algún estudio de Hollywood. El productor del film, Pierre
David, llevaba un tiempo estableciendo contactos con algunos miembros de los
estudios, y fue finalmente la Universal Pictures la que se llevó el gato al
agua tras leerse una sola hoja que resumía el enloquecido argumento de una
película que terminaría co-produciéndo y distribuyéndo ante la atónita mirada
de un Cronenberg que no acababa de creerse que una major confiara en la viabilidad de una película con las
características de Videodrome. El
rodaje fue considerablemente caótico: el director improvisaba numerosas
secuencias y gran parte del equipo vivía bajo el miedo de que algún agente de
la productora visitara la filmación y, viendo el panorama, cancelara la
película. En algunos momentos, se levantaban decorados y se iluminaban escenas
que eran desmontadas justo antes de comenzar a rodar porque el director no se
sentía seguro de querer filmarlas, enrareciendo el ambiente del rodaje y entre
un equipo de colaboradores que acabaron por desconfiar constantemente del
director, que finalmente llevó el filme a buen puerto con un coste de cinco
millones setecientos cincuenta mil dólares canadienses. Pero los problemas no
terminaron ahí, y de la mano de las primeras proyecciones de prueba para ver un
montaje que por entonces aún no tenía banda sonora, se había reducido a los 75
minutos de duración, y que a decir del director resultaba “incomprensible”
para todo aquel que no hubiese participado en el proyecto comenzó un nuevo
periplo para Cronenberg: la distribución de su película. La proyección fue un
desastre y no hubo un solo comentario alentador en la sala pero, aprendiendo
del error, Cronenberg añadió planos y algunas escenas con la finalidad de hacer
su película (un poco) más entendible para el público. Pese a la mala respuesta
de los espectadores, Videodrome se
proyectó en 900 salas en los EEUU, una cifra inferior, pero en todo caso nada
desdeñable para un film que se salía de determinados cauces propios de una
película de los grandes estudios, a las por entonces habituales 1100 o 1200
salas destinadas a la proyección de una película de gama media de interés.
Aunque la buena y leal inversión de la Universal Pictures no sirvió de nada
cuando las salas se quedaron prácticamente desiertas desde el día del estreno.
No gustó a los aficionados al terror y la ciencia ficción que tanto habían aplaudido
Scanners en su día, ni tampoco a la
(presunta) intelectualidad que la consideró demasiado burda y depravada como
para tenerla en cuenta, con lo que la película ni siquiera tuvo la suerte de
durar el tiempo suficiente como para llamar la atención de la crítica y así
arañar algunos espectadores atraídos por la aureola de prestigio que pudiese
generar Videodrome. Pero la corta
vida del film en las salas, una semana escasa, remató la jugada y relegó a Videodrome a un olvido del que el
renovado, y algo antipático por tardío, prestigio de Cronenberg sumado a la
casi inevitable naturaleza de su película como film de culto ha ido desenterrando con los años.
[4]De
hecho, Cronenberg desarrolló el guión de Videodrome
inspirándose en las mentalidades de una serie de profesionales, los censores
cinematográficos, que el realizador siempre ha definido como “psicóticas”. Pese a que sólo en Cromosoma 3 y en menor medida la
película que nos ocupa Cronenberg ha tenido que enfrentarse a las juntas
censoras, es la paternalista figura del censor en sí lo que enciende el ánimo
del realizador de Videodrome. Según
él “Sólo puedo explicar ese sentimiento
por una analogía: mandas al colegio a tu precioso hijo y cuando vuelve a casa
le falta una mano (…) Telefoneas al colegio y te dicen que realmente les
pareció, teniendo en cuenta la situación, que el niño será socialmente más
aceptable sin esa mano (…) El censor tiene tendencia a hacer lo que sólo hace
un psicópata: confundir la realidad con la ilusión”. En cualquier caso, y
teniendo en cuenta que el mecanismo a través del cual se justifica la censura
fue uno de los gérmenes del guión definitivo de Videodrome, no existía ninguna referencia a la violencia sexual que
inunda la película en el argumento original ideado por Cronenberg años atrás
bajo el título de Red de sangre. En
él, se narraba la historia de un hombre común que una noche descubría una
extraña señal de televisión, aparecida después de que las cadenas que
señoreaban las ondas hubiesen terminado su emisión. La idea se le ocurrió a
Cronenberg a partir de una serie de recuerdos de su infancia, en los tiempos en
los que los televisores captaban las frecuencias de los diferentes canales
gracias a las antenas que encabezaban el aparato, y que salían a flote cuando
los canales de mayor potencia, que hasta ese momento habían devorado el espacio
disponible en las ondas, interrumpían su emisión. Según recuerda el canadiense,
esos canales resultaban muy evocadores debido a que por su débil transmisión
tanto su imagen como su sonido resultaban difíciles de definir, con lo que el
sentido de la emisión acababa recayendo sobre el televidente. Partiendo de esta
idea, Red de sangre enfrentaba a su
protagonista con una señal muy extraña y violenta, que termina por obsesionarlo
y empujarlo a investigar sobre su origen. Pero atrincherado en su despacho,
Cronenberg vio como el guión se adentraba en territorios más turbios, el
protagonista (ya con el nombre de Max Renn) comenzaba a alucinar, a sufrir
cambios físicos e incluso a dudar de su propia identidad. De nuevo según
Cronenberg, el guión llegó a ser tan extremo que le pareció demasiado para una
película pese a que el resultado final, o la primera versión del guión ya
titulado Videodrome, sería
posteriormente reescrito con la finalidad de hacerlo más “filmable”. Esta primera versión,
que atrajo uno de los reyes de los magos especiales y de maquillaje Rick
Baker a Videodrome, incluía escenas que mostraban a Max y Nicki
fundiéndose en un beso, cuya baba resultante llegaba hasta el suelo, avanzaba
hasta un hombre que los observa, subía por su pierna, y se fundía con él. El
guión fue igualmente atenuado durante el rodaje del film y hasta durante su
proceso de posproducción, cuando aún existía la posibilidad de un final
alternativo que nunca llegó a rodarse pese a que sí se llevaron a cabo los
preparativos para hacerlo: después de que Max se dispare en la cabeza, una
cámara de Videodrome recogía una orgía de transexuales entre los que podía
verse a Max Renn retozando con Nicki Brand y Bianca O’Bivlion, dotadas a su vez
de penes que encajaban perfectamente en la recién aparecida vagina en el
vientre de Max… Un final que fue descartado por el propio director, que pese a
lo dicho hasta aquí volvió a ser castigado por algunos sectores de la sociedad
por misógino y violentista. Incluso llegaron a organizarse piquetes en las
calles de Ottawa para impedir que la película fuese vista por sus potenciales
espectadores, y una sala acabó por retirar la película de su cine ante la
agresiva avalancha de críticas que se le echaron encima. En lo que algunos
consideran una prueba de la naturaleza profética del film de Cronenberg, tres
años después del estreno de Videodrome
aterrizó en la Gran Bretaña la Ley de Grabaciones en Video, que con la
intención de controlar el rumoreado lanzamiento de cintas snuff (que mostraban violencia y asesinatos supuestamente reales) a
través del mercado videográfico acabaron por prácticamente ilegalizar gran
parte del cine de horror surgido durante la década de los setenta, pese a que
su agresividad estaba muy por detrás de las imágenes que se pretendían
controlar en un país en el en ese 1985 la proporción de aparatos reproductores
de video era de alrededor del 20% de la población, la mayor de todo el planeta
por aquel entonces. En cualquier caso, resultaría infantil pensar que en una
sociedad tan ultramediatizada como, al menos, la occidental un conjunto de
imágenes no son capaces de vertebrar un discurso y manipular a su audiencia impulsados bajo determinados intereses
morales, económicos, sociales o, en una palabra culturales. Y sin que ello implique que, nos parezcan adecuados o
perniciosos según nuestra forma de entender el mundo, deban prohibirse en
ningún caso.
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