viernes, 31 de agosto de 2012

1997: RESCATE EN NUEVA YORK



 La primera vez que oímos a Serpiente Plissken de la boca del actor que lo interpreta , Kurt Russell, es en una conversación mantenida con Bob Hauk, autoritario personaje que se muestra bajo la algo ajada piel de Lee Van Cleef. Es una escena dialogada en la que se marcan las directrices de Serpiente: un parche en el ojo izquierdo como si fuese lo que no deja de ser: un pirata, sin afeitar, greñudo, ataviado bajo una chaqueta de cuero y con un tono de voz a medio camino entre el siseo sarcástico y el susurro que pocas veces sale de su boca que a la que puede rellena con un cigarrillo. Es el antihéroe, el pasota o el disidente cansado de un mundo al que ha servido anteriormente (según nos dice Van Cleef, fue el hombre más joven jamás condecorado por el Presidente de los Estados Unidos) pero del que intenta permanecer alejado todo lo que puede. Su ética es la propia de algunos de los malhumorados personajes del cine del oeste que tanto gusta al director John Carpenter, del superviviente que sólo quiere que le dejen fumarse sus cigarrillos en paz (¡que gusto da ver a gente fumando en una película americana!) y su uso de la violencia se ve tan generalmente limitada a esa máxima que tarda un buen rato en hacer uso de ella[1]. Erigido Plissken como personaje principal alrededor del cual gira todo el film y que está en cuerpo presente o ausente pero siempre en el centro de toda la atención, Carpenter pone las formas de 1997: Rescate en Nueva York a la altura de su único ojo.

Y esta se desenvuelve con el ritmo pausado y con el temple de un personaje de andares tan pesados y algo tristones como la tonadilla sonora compuesta por el mismo Carpenter que abre la película con los títulos de crédito, en un sobrio blanco sobre fondo negro. Un personaje de una pieza llevado al cínico terreno de la generación de directores que marcaron su territorio a mediados de los años setenta, con la resaca del hippismo haciéndose cada vez más evidente sin encontrar amparo de unas instituciones puestas en solfa durante la década anterior sin recuperar el terreno perdido en esa época, acentuándose aún más en los ochenta del reaganismo a base de encogerse sobre ellas mismas hasta casi desaparecer[2]. Es la quintaesencia del personaje carpenteriano, director que gusta de los rebeldes y de jugar incuestionablemente con arquetipos para ahorrarse explicaciones y trasfondos psicológicos: “Cuando John Wayne aparecía en pantalla, no te hacía falta saber quienes eran sus padres ni que motivaciones tenía. Sabías todo lo que necesitabas saber”[3]. Estas palabras del director norteamericano suscriben la sensación no sólo de cierto (agradable) regusto a terreno conocido pero lo bastante amplio como para poder jugar con él, sino que además se extienden sobre todo el guión de la película. No estamos ante un juego cómplice con los conocimientos cinematográficos que pueda tener el espectador, sino en la asunción de unos estereotipos tomados completamente en serio. No hay ironía en el retrato del solitario Plissken, ni tampoco en la historia que protagoniza ni en la forma en que se nos cuenta[4].

Y es que con una simplicidad bien arropada por la realización que hace que uno pase por alto los agujeros de guión sin darse cuenta (por la magia del cine o de las buenas películas en general, vamos), 1997: Rescate en Nueva York presenta un interesante punto de partida desarrollado de forma bastante sencilla:
En el año del título, la criminalidad en suelo norteamericano se ha alzado un 400%, con lo que su gobierno toma la medida de convertir la ciudad que nunca duerme en una especie de vertedero social en el que los criminales son metidos allí y abandonados a su suerte y a las leyes de una sociedad creado por los asesinos, ladrones y proscritos que llegaron allí antes que ellos bajo el lema de que “una vez se entra, no se vuelve a salir”. Pero un pequeño comando terrorista secuestra el Air Force One, el avión en el que viaja el Presidente (interpretado por Donald Pleasance) de los EUA y lo lanza contra la ciudad de Nueva York en un plano que eleva al film a la categoría de visionario o de generador de las peores ideas. El Presidente consigue saltar a tiempo del avión pero es hecho prisionero por una de las bandas de Nueva York que pretende llevar a toda la ciudad de apestados hasta la libertad como condición de no acabar con la vida de un líder del que depende tomar la decisión que salve al planeta de la guerra nuclear. Ante este panorama, Plissken es enviado como infiltrado para rescatar a un Presidente que ni parece caerle bien ni definitivamente le importa un carajo el que viva o muera. Además de la amnistía por sus crímenes y como salvaje incentivo, se le inyecta un veneno que acabará con su vida en unas 22 horas a menos que se le inyecte el antídoto, cosa que sólo se le otorgará si consigue sacar de la isla de Manhattan al Presidente con vida.

Como se ve, el que la idea dé mucho o poco de sí depende de como se desarrolla dentro de unos parámetros que tal y como los plantea Carpenter no son demasiado elásticos cuando se cuenta con un personaje que se mueve espoleado por un entorno con el que no comulga en absoluto, pero del que ni aprende nada ni tampoco evoluciona, sino que se reafirma en su forma de ver el mundo. La acción es puramente externa a él, que sólo reacciona ante los peligros que se le echan encima. Así, Carpenter se dedica a rellenar la trama que tiene lugar en una Nueva York sombría gracias al excelente trabajo del equipo de fotografía y dirección artística (el vestuario se ve un poco más anticuado) que pasa de la calma chicha de la resaca que viene después del caos a estallidos de miseria mostrados con un aire más amenazador que trepidante. Y el relleno se basa en persecuciones, alguna pelea y algunos disparos. Pero pese a las numerosas escenas de acción que trufan la película, el género de tiros y puñetazos se mantiene atrincherado en el fondo del film, en su historia y su guión. Su plasmación en pantalla tiene a veces mucho más de cine de terror que de acción y eso visto el resultado, acaba siendo tremendamente significativo.
Esto no implica un juicio de valor pero sí un punto de vista que rebaja la épica de la historia a base de una atmósfera de miseria generalmente nocturna y muy trabajada que parece mostrar más los restos después de una batalla que la guerra en sí. No fue la primera vez ni sería la última en la carrera de John Carpenter que fundiría el cine del oeste, el de terror y el de denuncia social (sin dar la tabarra con discursos) en un solo film, ya lo había hecho con su carta de presentación en sociedad fue su segunda película Asalto a la comisaría del distrito 13, excelente película de acción rodada cinco años antes de la que nos ocupa. Y como entonces, Carpenter realza lo contestatario de un fondo algo adormilado en su conjunto[5] con una atmósfera tétrica y desolada que compone escenas tan memorables como la de un grupúsculo de mendigos saliendo de un humeante subsuelo buscando algo (o alguien) que llevarse a la boca, momentos que ponen en duda lo lícito y entran a trapo en la falta de humanidad de las autoridades que en la película tienen muchas caras y una víctima principal: Serpiente Plissken. Su taciturno protagonismo y su condición de antihéroe, recalcada en un instante en el que un grupo de macarras arrancan la ropa a una mujer noqueada con obvias intenciones ante la impasible mirada del solo ojo de Serpiente que sigue su camino sin entrometerse a pesar de empuñar una arma, sirven de ejemplo del cinismo imperante en el film, del que Plissken acaba siendo, con todos sus claroscuros, el personaje con más dignidad humana. El final de la película supone un cínico y gozoso broche, un sobrio corte de mangas a unas autoridades que no merecen menos que la serena y inofensiva burla que reciben.

Pero no sólo de elementos escénicos y algunos apuntes de guión se nutre el nihilismo resignado de la película que acaba siendo una de sus más marcadas señas de identidad. Antes he comentado la falta de épica de que hace gala el film y ello se debe, a mi entender, de la distancia con que nos muestra los hechos. Hasta donde puedo recordar, los primeros planos son escasísimos en el film, cuya planificación prefiere mantenerse en un discreto plano medio y su ritmo marcado por un montaje bastante pausado. Estamos lejos de la férrea planificación de uno de los más trabajados en ese aspecto films del realizador como es La noche de Halloween, de 1978. Si en aquella el espacio quedaba acotadísimo por el plano y los movimientos de cámara eran muy precisos, en el caso de esta aventura de Serpiente Plissken la cámara se mueve de forma más inestable, siguiendo arriba y abajo a los personajes que pueblan la película marcando las distancias con el primer film con Michael Myers como protagonista. Si en aquel clásico del cine de terror la planificación estaba planteada para crear tensión y una amenaza que se aproxima cada vez más hasta hacer imposible la huída (y algunas reflexiones sobre el espectador, las víctimas y demás en las que ahora no voy a entrar), en 1997: Rescate en Nueva York se crea una atmósfera mucho más libre sin que la planificación sea “visible”, aunque el combinado con todos los elementos anteriores ponga la película muy por encima de lo que su guión haría esperar.  
Podría decirse que su aparente sencillez en cuanto a planificación y sus largos planos es debido a una hipotética falta de presupuesto y para abaratar costes, pero el de 1997: Rescate en Nueva York es (pese a que el tiempo lo ha alzado como un clásico de la serie B)uno de los más elevados de la filmografía del director, con lo que parece una opción más consciente que obligada que aporta el plus de situar, gracias a lo amplio del plano, a los personajes en un entorno del que nunca se libran como le ocurre tanto al protagonista como aquellos que lo acompañan. De muestra un botón y usando como ejemplo la escena con la que abría esta entrada; la amplitud del plano y contraplano que recoge la conversación entre Plissken y Hauk combinado con un detalle de puesta en escena ya nos pone en situación: la pared que hay tras Hauk está repleta de meritorios diplomas y lo que parece una antigua pistola igualmente enmarcada  como única arma a la vista en contrapunto con la que está detrás de Plissken, forrada de armas, muchas de ellas de uso en cuerpo a cuerpo… El hombre que decide detrás de un escritorio como autoridad burocrática (pese a tener puntos en común con el que está al otro lado de la mesa) confrontado al luchador hombre de acción que es, a pesar de su lánguida y reposada agresividad, Serpiente.
Podríamos decir que la épica se encuentra en la banda sonora que pese a no haber envejecido demasiado bien en las escenas de acción marca los distintos tonos de las secuencias, filmadas todas ellas con la misma calma y buen hacer sean estas más o menos dramáticas o (en el guión) trepidantes dando una sensación de solidez y unidad que quizás frustre las expectativas de los que esperen una película más espectacular, pero que condiciona mucho tanto su genial atmósfera (que por sí sola ya sería digna de aplauso) como el resultado final que queda en la memoria, ligero pero para el recuerdo. De su forma se desprende un fondo contestatario mucho más potente que el que había en el guión, sin pisarlo en ningún momento.

A todo lo anterior hay que sumar la buena dirección de actores acostumbrada en su cine y que en esta ocasión sacan buen partido de gente tan ajena al medio como el cantante funk Isaac Hayes como el Duque de Nueva York, antagonista en Manhattan de Serpiente y que es pura presencia (y voz) paseándose con un mercedes con un diseño propio de los sueños húmedos de un macarra cualquiera (con fastuosas lámparas de techo colgando de los retrovisores ) y que conduce en plena noche ¡con gafas de sol! y acompañado de un sicario con un aspecto que parece un cruce entre David Bowie y Sonic el erizo cuyo aspecto y la gestualidad que le confiere el actor Frank Doubleday (y que según Kurt Russell marcó el tono que se intentó alcanzar en la película), entre risible y grimoso, siempre tremendamente bizarro, resulta memorable. También aparecen caras habituales del cine de Carpenter como Donald Pleasance como cobarde al principio y finalmente estúpido Presidente de los Estados Unidos, la turgente Adriene Barbeau, un Ernest Borgnine que humaniza un personaje cercano a lo estúpido, un Harry Dean Stanton tan bien como siempre o, sobretodo, un Kurt Russell en su primera colaboración para la gran pantalla con el relizador que aguanta sobre sus hombros una parte importante de la película encarnando a un personaje mítico para muchos espectadores (entre los que me encuentro) con el cansancio del que hace demasiado tiempo que pelea contra un mundo que cada día lo acorrala un poco más desde todos los frentes.

1997: Rescate en Nueva York contiene, además, una rara escena en la carrera del director: El aeroplano que permitirá introducir a Serpiente dentro de la ciudad de Nueva York sobrevuela la ciudad desde las alturas, con calma y sigilo conducido por Serpiente desde las tripas del aparato. La música y la cadencia de las imágenes nocturnas de la ciudad que parece abandonada de vida humana sirven para que Carpenter nos brinde un bonito remanso de paz en una filmografía no demasiado pródiga en ellos.

Título: Escape from New York. Dirección: John Carpenter. Guión: John Carpenter y Nick Castle. Producción: Larry Franco, Debra Hill, Barry Bernardi y Aaron Lipstadt. Fotografía: Dean Cudney. Diseño de producción: Joe Alves. Montaje: Todd Ramsay. Música: John Carpenter y Alan Howarth. Año: 1981.
Intérpretes: Kurt Russell (Serpiente Plissken), Donald Pleasance (Presidente), Isaac Hayes (el Duque de Nueva York), Ernest Borgnine (Taxista), Harry Dean Stanton (Harold “Cerebro”), Lee Van Cleef (Bob Hauk), Adrienne Barbeau (Maggie).



[1] Aunque sin llegar a usar la violencia comentada, existe una escena que puede visionarse en Youtube en calidad algo pobre ( en http://www.youtube.com/watch?v=36EVy2hEAxU)  que servía como prólogo a toda la película pero que finalmente fue descartada. En ella se nos muestra a un Plissken cometiendo el fallido robo que lo acabará enviando a la isla prisión que es Nueva York concluyendo esta buena escena con Serpiente con los brazos en alto en señal de rendición. Su eliminación puede que sea debida a la prolongación de lo mítico de un personaje sobre el que se juega la carta de no dar demasiada información para hacerlo más legendario, o para no hacerlo culpable de un delito que ha cometido y que a ojos de algunos espectadores podría justificar su condena en Nueva York, diluyendo la denuncia a las autoridades y dándoles legitimidad, a pesar de que los imágenes nos ponen de parte del ladrón y no de los expeditivos representantes del orden. Por otro lado, puede ser por el hecho de que pese a que Plissken recibe golpes una y otra vez nunca le vemos rendirse, dotándole de una “épica de la resistencia” que no tendría con el prólogo por suerte (en mi opinión la película gana sin él) finalmente desterrado del montaje final.

[2]Y que hizo emerger la figura del Vigilante en el cine, personaje de cariz fascista que se toma la justicia por su mano cuyo mayor representante cinematográfico serían los personajes encarnados por Charles Bronson durante los ochenta. Algo lógico teniendo en cuenta que se encuentra ante un estado tan débil que es incapaz de brindar un mínimo de cojín a los sectores de población más desfavorecidos, con lo que el ciudadano se ve a merced de aquellos tan hambrientos como él que intentarán sobrevivir sea como sea en una sociedad cuyos miembros están desprotegidos tanto de los vaivenes del mercado y la demanda como de las víctimas de estos, reconvertidos en nuevos verdugos. A pesar de que Serpiente Plissken aún está lejos de ese grado fascistoide, su desconfianza y hostilidad hacia todo lo que huela a autoridad no deja de ser un precedente que evidencia un caldo de cultivo social bastante desmoralizado que se agarró como un clavo ardiendo al culto al dinero por encima de todo lo demás.  Bajo este punto de vista, el que Serpiente nos parezca ahora y desde un punto de vista europeo un modelo inspirador es algo tan revelador como preocupante.

[3] Opinión recogida en un libro maravilloso para cualquier aficionado al cine de terror surgido a finales de los años sesenta en territorio norteamericano: Sesión Sangrienta, escrito por Jason Zinoman publicado en nuestras tierras en 2011 por T & B Editores.

[4] No ocurriría lo mismo en la secuela/remake/parodia de este film de Carpenter, rodado por él mismo en 1996. 2013:Rescate en Los Ángeles supone una revisión mucho más colorista, divertidamente cutre y mucho más irreverente hasta la sátira de los EUA del film que nos ocupa. La película (cuya acción tiene lugar 15 años más tarde que la de 1997: Rescate en Nueva York, los mismos que separan un film de otro en su producción) coge los momentos más recordados de la primera aventura de Serpiente Plissken y les da una vuelta de tuerca a medio camino entre el cachondeo nostálgico y una reversión trepidante en sus escenas de acción, además de un rebozado político poco profundo pero lúcido y sobretodo muy divertido. Su final no tiene desperdicio.

[5] Aunque premeditadamente más a favor de los delincuentes de la isla que no son precisamente unos mirlos que de las autoridades que los tienen allí confinados. No es hasta algo avanzada la película que aparecen los primeros actos de violencia perpetrados por los habitantes de Nueva York, pero antes hemos podido ver algunas muestras por parte de la policía, ya sea bombardeando una balsa llena de presos que intentan huir de la isla de Manhattan o obligando a Plissken a ir a rescatar al Presidente con las más bajas artimañas sin preocuparse lo más mínimo por su vida o su voluntad.


jueves, 23 de agosto de 2012

QUERIDÍSIMOS VERDUGOS

Queridísimos verdugos empieza en 1973[1] con la imagen de una huella dactilar. Pertenece a Antonio López Sierra[2], mano ejecutora de la justicia del Régimen Franquista que de su propia boca y farfullando de forma casi incomprensible nos explica como llegó al mundo y pasó por él a base de hambre, malvivir y pobreza en general hasta conseguir darle esquinazo haciéndose verdugo a cambio de una paga más generosa que le permite a día de hoy vivir más o menos holgadamente.

Basilio Martín Patino, el director de este magnífico documental sitúa a López Sierra vino con vino al lado de otro compañero de profesión que no tarda en asomar la cabeza en el film; Vicente López Conde[3] es visitado por su colega y las cámaras de improviso en su casa, situado en una calle solitaria de Badajoz en el que la única persona que pasea por ahí acelera el paso para alejarse de allí. Ambos son gente sencilla, ejemplos de lo que a decir de sus palabras que muy bien podrían haber suscrito nuestros abuelos era España durante y después de la guerra civil que asoló el país dejando a su paso una sombra que parece revolverse en su tumba a cada telediario emitido. Un país presentado, además de por la consabida miseria a todos los niveles mezclado con el folclore más reconocible de España que abarca desde estampitas de la virgen a mesones como el que sirve de escenario a una de las entrevistas, y sevillanas.
El tercer y supuesto último verdugo del tardofranquismo no tarda en aparecer; Bernardo Sánchez Bascuñana[4] antiguo Guardia civil y poeta, es también el más articulado de todos ellos, el más culto y el más consciente de sí mismo, aunque como los demás no demasiado del efecto que provocan sus palabras. Bascuñana es el único también en ser presentado como un personaje más que como una persona: bajo los acordes a órgano de Tocata y fuga de Johan Sebastian Bach y algunas máximas sobre la condición humana de su propia cosecha, el verdugo contempla el mundo detrás de unas ramas peladas que cubren el balconcito desde el que mira el pueblo en el que pasa sus días (que son como los de toda persona que vive en este mundo “un valle de lágrimas” según él). Su presentación es, por un lado, la más grotesca de las tres en una película no exenta de atmósfera y a la altura de la persona retratada (que de existir hoy sería carne de reality show), pero por otro también el más tranquilizador. Tal y como está planteada, su primera aparición lo convierte en un personaje más propio de una novela de terror gótica que de una persona de carne y hueso que viva en la segunda mitad del siglo XX y eso, con todo el interés que pueda provocar también aplaca un poco la conciencia a base de darle al espectador cronológicamente ajeno a la dictadura franquista lo que espera ver en un documental de esta temática.

Los dos verdugos anteriores, despreocupados y poco dados a sentirse culpables de sus actos están planteados de forma casi opuesta: son gente aparentemente normal con un oficio extremadamente siniestro que protagonizaría la más parda de las comedias negras; El verdugo de Luís Berlanga, y que, como en aquella lo ven como un oficio más con una temible herramienta que también tiene su momento de desarrollo y explicación en el film de Patino: el garrote vil[5]. Más de una vez se oye que si se eligió el oficio de verdugo fue porque no había nada más, y nada más había que hambre, con lo que si se tenía que hacer pues se hacía, como si hubiera hecho falta trabajar de camarero o mecánico. Había una vacante y mucha hambre. Y eso es todo, más o menos.

Lo que rescata Queridísimos verdugos de lo fácil y del morbo que acerca a los espectadores de las nuevas generaciones al documental es dejar hablar a sus protagonistas en sus reuniones y mientras se dan unas comilonas dignas de considerar y luego ilustrar sus palabras con imágenes de archivo sobre su oficio, el garrote vil, la sección de sucesos de periódicos que usan como apoyo a su versión de ser necesarios en la sociedad en la que viven a base de ejecuciones ya sea de delincuentes o presos políticos y otros elementos que, sin nunca justificar la pena de muerte sí contextualizan a sus ejecutores, provocando el efecto de que si bien no se les disculpa parecen producto de un caldo de cultivo social del que lo político pudo sacar mercenarios del garrote vil sin demasiado esfuerzo.
A uno se le pasa por la cabeza que son una panda de insensibles y de idiotas morales pero también ve que los criminales a los que ponen punto y final pretendían, como ellos, salir de su paupérrima situación aunque sea llevándose a otro ser humano, casi siempre tan pobre como ellos mismos, por delante y eso complica de mala manera el juicio moral que siempre está al caer en una película de estas características, haciéndola mucho más interesante de lo que cabría esperar. El difícil rumbo tomado por Patino en esta primera parte del documental es que nunca vemos un ajusticiado ni las consecuencias de su muerte por garrote vil y además que la versión de lo que ofrece, opuesta a cualquier tipo de sensibilidad, es tan impenetrable que lo único que se puede hacer es escuchar. Los verdugos podrían ser monstruos, pero a decir del documental ¿quién no podría serlo dadas las determinadas circunstancias?

La naturalidad de los testimonios de Antonio López y Vicente López Copete roza, a pesar de todo, lo dantesco en sus momentos más siniestros como en el que ninguno de ellos parpadea a la hora de recrear una ejecución a garrote vil en un mesón como críos que juegan a vaqueros sin dejar de corregirse el uno al otro. Pero aparte de la sorpresa que provoca por su frivolidad también contrasta con los encargados de responder a esta primera parte del documental con sus propias armas. Desde despachos, consultas y un léxico más comprensible pero también mucho más “oficialista”, abogados y médicos explican sus dudas sobre las palabras que los verdugos dan como verdades como templos por conocer de primerísima mano en un sentido casi literal. Desmontando mitos como el que reza que un ajusticiado por garrote vil (agarrotado, que se llama) no siente dolor en el momento de su muerte o sobre lo lícito de algunas de las ejecuciones sin llegar a cuestionar nunca la pena capital en sí (lo que les habría costado como mínimo su puesto de trabajo), Queridísimos verdugos remata la faena al introducir una entrevista a la familia de un agarrotado inminente en la casa en la que viven peor que mejor. Así las cosas, el documental traza la línea que va desde el que se justifica y puede llegar a convencer de que no tenía más remedio que cometer un “mal necesario” a empezar a cuestionar sus palabras y luego ofrecer la otra cara de la moneda, la de las víctimas del asesinato legal que pone punto y final a la escalada de crímenes con el último de ellos.

Así, y sin nunca tomar partido más allá de las imágenes seleccionadas (que no es poco, pero es una buena manera de remover el ambiente sin ponerse del lado de nadie) Queridísimos verdugos abre y hace más complejo aún un discurso del que sólo deja una cosa clara. Y esa línea que el director parece marcar sin posibilidad de interpretación lo honra a él y a los que coincidan con su opinión, pero simplifican un poco el tramo final de un documental que lleva el no dar las cosas mascadas como estandarte. Si el extraño equilibrio de Queridísimos verdugos se debe a la humanidad (en el sentido más amplio, con lo bueno y lo malo junto y por separado) con que está concebida, pisoteando posibles simbolismos y personajes metafóricos que reducirían su pegada y poniéndose/poniéndonos a la altura de los ojos de las personas que desfilan por delante de la cámara, al final unas palmas de sevillanas que animan el último baile que se marca el verdugo Bascuñana dan paso a unos aplausos generales que dan, por fin, paso a la barbarie más generalizada. Aparecen los ejércitos y los desfiles, cifras de número de muertos durante el siglo XX en periódicos por muerte violenta, turbas de gente descontrolada y gritando no se sabe si de miedo o rabia y, en definitiva, la guerra, aplaudida por gente desde despachos y llevada a cabo por la humanidad en general, más allá de todo folclore o de límites nacionales o raciales.

Tras situar tanto temporal como geográficamente a los verdugos y el ambiente en el que viven, Patino rompe la baraja y eleva la insensibilidad de estos (y la de sus víctimas, asesinos antes que ellos) a grado antropológico. A Patino, parece decirnos él mismo en esta última parte, la violencia le repatea venga de donde venga, y viene de todas partes. Esa tesis es más que respetable, pero la forma en que se presenta a pesar de ser coherente borra de un papirotazo la complejidad y turbiedad de la que ha hecho gala hasta entonces el documental. Que el ser humano es cruel hasta grados inimaginables no es una píldora fácil de tragar cuando se toma como una realidad y no algo sacado ni de los libros de historia ni de filosofía, pero precisamente por ello la generalización sobre un tema como este (que hoy en día más que una afirmación filosófica contrastada parece una forma intelectualmente respetada de escurrir el bulto) la hace tan desoladora como rendirse antes de empezar a luchar, lo que puede ser más fácil que luchar por entender el porque sin llegar nunca a conseguirlo. No es una cuestión de estar de acuerdo o no con la tesis esgrimida, es que siendo eso, una tesis pelada sin más matices, parece una simplificación de todo lo anterior. Hasta ese momento las palabras de los verdugos eran tan impermeables a la sensibilidad más elemental pero también sus circunstancias tan comprensibles que desmontaban cualquier intención de teledirigir el discurso. Sencillamente es imposible igualar la frialdad que en el fondo es naturalidad de los tres ejecutores sin apoyarlos (cosa que no ocurre) por completo, y del contraste de todos los elementos resulta algo muy difícil de conseguir y mucho más de encorsetar. Pero el último tramo, deshaciéndose de cualquier elemento que pueda contradecirlo, cae en el simplismo del que admirablemente había conseguido huir hasta entonces en un conjunto que comparativamente tiene muchas más aristas y nos lo pone mucho más difícil al tratar antes con personas que con teorías comprobadas.
Si al inicio Patino nos mostraba a los verdugos como gente cuyo oficio surgía de determinadas circunstancias, aquí parece decirnos que no sólo podríamos ser como ellos dadas las circunstancias, sino que el ser humano da cada día ejemplos de que todos podríamos ser como ellos independientemente de las circunstancias y que hemos nacido para comernos los unos a los otros, con lo que la distancia que uno podría poner entre un verdugo y uno mismo desaparece. Una opinión discutible sobre la que no me veo capaz de pronunciarme pero que sirve como perfecto y coherente colofón, mostrada de una forma imposible de debatir con los elementos que se nos dan; la violencia sin ánimo de ser explicada y por tanto sin nadie que intente defender sus actos, sea su defensa cierta o pura excusa para dar rienda suelta la crueldad que llevamos dentro. Efectivo y, repito, coherente, pero demasiado fácil.

Más efectivo habría sido obviar este tramo (respetable en sus pesimistas y puede que ciertas teorías quizás desde el punto de vista actual demasiado trilladas cuando no están lo suficientemente trabajadas) y seguir con las andanzas de los tres últimos verdugos. Bascuñana desparece del documental al morir fuera de él durante el rodaje pero es sustituido a ambos lados de la cámara por un joven, José Monero Renomo, que ajustició después de mucho resistirse a Heinz Ches, conocido como El Polaco y que lo primero que hace nada más aparecer ante nuestros ojos es comer con los otros dos verdugos como si el mundo fuese a acabarse mañana. Mientras, sobre él, una paloma blanca se esconde en el primer agujero que encuentra en el caserío que hay a sus espaldas en un improvisado simbolismo que lo dice todo en un único plano.

Es la historia que se repite y el círculo que se cierra sobre sí mismo, con lista de espera para recoger la antorcha de la crueldad llegando a una conclusión similar al del resto del film, pero haciéndola recurrente y propia de la especie sin necesidad de podar una gran película que da más a cada visionado y ofrece más cuanto más tupida es. Y también, y pocas cosas mejores pueden decirse de un documental y como se ha dicho en alguna ocasión, da para más de una discusión.

Título: Queridísimos verdugos. Dirección y guión: Basilio Martín Patino. Fotografía: Acacio de Almeida, Alfredo F. Mayo y Augusto Balbuena. Montaje: Eduardo Biurrún. Música: Antonio Gamero. Año: 1973.


[1] El rodaje del documental tuvo lugar entre 1973 y 1974, aunque no sería estrenado hasta 1977 por cuestiones de censura. Como muchos otros trabajos del director, considerado uno de los renovadores de la publicidad española luego reconvertido a director de ficción y documentalista, se rodó de forma clandestina.
[2] Nacido en Badajoz, contrae matrimonio a los 17 años y para salir adelante trabajó como albañil y participó en el robo a una gasolinera que le lo llevó a ingresar en prisión. Se alistó en el bando nacional durante la guerra civil y luego se prestó voluntario para viajar a Rusia con la División Azul, yendo a parar después a Berlín, donde trabajó como barrendero. Volvió a Badajoz y trabajó como vendedor de caramelos, participó en algunas pequeñas estafas, pasando artículos de contrabando y estraperlo con, cosas de la vida, Vicente López Copete. Entró en el oficio de verdugo bajo el ala del tercer verdugo en discordia; Bernardo Sánchez Bascuñana. Su primer reo ejecutado fue el Monchito de 22 años de edad y uno de los más famosos fue el conocido delincuente El Jarabo, cuya ejecución se dice que llevó a cabo con unas copas de más que hicieron que el difunto agonizara durante veinte minutos entre convulsiones antes de morir. Su última ejecución fue también la última en ser mediante garrote vil y una de las más célebres de la historia del franquismo: Salvador Puig Antich fue ejecutado el 2 de marzo de 1974 por López Sierra aunque era Vicente López Copete quien debía haberlo hecho inicialmente. Una vez más el verdugo no consiguió ajustar bien el garrote vil y la agonía de Puig Antich se alargó inhumanamente.
Al retirarse del oficio, trabajó como portero en Madrid, ciudad en la que vivió en el barrio de Malasaña con su mujer hasta su muerte en 1986 y a los 73 años.
[3] Nació en Badajoz en 1914. Verdugo titular de las Audiencias Territoriales de Barcelona, Aragón y Navarra entre 1953 y 1974, aunque su última ejecución tuvo lugar en 1966 al ser retirado del servicio tras ser acusado y condenado por estupro. Residía en Badajoz y se trasladaba al lugar de la ejecución cuando esta tenía lugar.
[4] Nacido en Sevilla en 1905, fue Verdugo Titular de la Audiencia Territorial de Sevilla desde 1949 hasta 1972. Huérfano de madre desde niño, abandonó su hogar a los doce años para buscarse la vida hasta que estalló la guerra y se hizo guardia civil y sirvió en el bando nacional. En 1949, cuando quedó vacante la plaza de verdugo de Sevilla solicita el puesto, siendo la primera ajusticiada por él su propia cuñada, condenada por robo… Tras ajusticiar a un total de 17 reos, murió el 25 de marzo de 1972 de cáncer.
[5] Vigente en España desde 1820 gracias a Fernando VII que dio la oportunidad a los españoles de “morir sentados” al sustituir la pena de muerte por ahorcamiento por el garrote vil, fácil de fabricar por herreros y de transportar por los verdugos que anteriormente ejecutaba a los reos en público. Fue abolida en 1978 gracias a la Constitución Española que desterraba la pena de muerte en general, el último condenado fue Jose Luís Cerveto, el Asesino de Pedralbes que protagonizó un buen documental dirigido por Gonzalo Herralde en 1980 con mismo nombre y que finalmente recibió el indulto.
El Garrote Vil consiste en un collar de hierro atravesado por un tornillo acabado en una bola de hierro que al girar la manivela a la que estaba adosado todo el mecanismo, aplastaba el cuello del condenado. Si la lesión aplasta el bulbo o rompe la cervical con corte medular, el ajusticiado entra en coma cerebral y muere al instante. La media vuelta de manivela que a decir de los tres verdugos era necesaria para acabar con la vida del condenado a muerte dependía de la fuerza física de estos, con lo que la infalibilidad del mecanismo era constantemente puesta en entredicho y eran muy numerosas las muertes entre largas agonías que terminaban cuando el reo moría de un largo y muy doloroso estrangulamiento.