Lo primero que
llama la atención de Powaqqatsi[1]
es que, pese a ser la segunda parte de Koyaanisqatsi
(comentada el mes pasado en este blog) resulta algo más compleja que
aquella y abre un tanto su reflexión sobre la vida que llevamos los seres
humanos, más mal que bien, sobre la superficie de “nuestro” (las comillas son
mías pero podrían ser del director del film) sufrido planeta. A pesar de
conservar los rasgos distintivos de su predecesora, tales como el hecho de ser muda,
con la música de nuevo de Philip Glass[2]
en un interminable bucle (aunque esta vez sólo una voz gutural al final del film nos
dice “Powaqqatsi” y algunas infantiles hacen lo mismo al inicio) como único
acompañamiento sonoro, aparecen las afortunadas diferencias. Si Koyaanisqatsi describía nuestra sociedad
tecnológicamente desarrollada reduciendo a la mayoría de la población del
hemisferio norte a un bullicioso y aceleradísimo hormiguero humano rodeado de
paredes grises que no dejaban ver el sol y cuyo único contacto con la agreste naturaleza
que nos vio nacer como especie era a través de la pantalla de un televisor, con
Powaqqatsi se giran las tornas. No
quiero decir con esto que sea muy diferente a Koyaanisqatsi; si empezaron a ver esta última y desistieron o no
les gustó al terminar no se esfuercen con esta, porque es a pesar de todas sus
variaciones más de lo mismo presentado de una forma muy similar. Y sigue siendo
como su antecesora una película de tesis, aunque en esta ocasión esa tesis tiene
más recovecos y claroscuros, lo que la hace más interesante.
Ahora es el
turno del hemisferio sur y, comparativamente, se produce una curiosa inversión
en sus formas (en lo que respecta al fondo no creo que vaya a sorprender a
nadie la visión del director Godfrey Reggio sobre la situación). Si el
documental precedente abría con imágenes de montañas y desiertos que
permanecían incólumes al paso del tiempo, el que nos ocupa comienza de forma
turbulenta: una montaña casi literal de gente, trabajadores de una mina en
Brasil, cargan con sacas de tierra mientras suben interminablemente por una
enorme construcción. Sus miradas de cansancio parecen acusadoras para la
placidez del visionado y probablemente también la de los responsables del film,
a salvo de la esclavitud y el agotador hastío del trabajo que alimenta las
primeras imágenes del documental. Pero esa tensa y triste armonía casi musical
se rompe en el momento en el que una imagen nos muestra a un grupo de hombres
cargando con uno de ellos a hombros. El hombre parece inconsciente y con los
brazos extendidos como en una pietá
multitudinaria. Es la punta de toque, la víctima sacrificial de todo un modo de
vida basado en devorar a otra supuestamente más atrasada. Parece que vamos a
asistir de nuevo a una justa y discutible lección de cómo el malvado hombre
civilizado ha construido su hábitat físico y cultural sobre las cenizas de
otros que no necesitan de la esclavitud ajena para subsistir. Y sí, la película
va por esos derroteros, pero se abre un poco, no demasiado pero lo suficiente,
para no ser tan sólo una continuación en toda regla de las tesis que sustentaban
Koyanisqatsi de la que más que una
fotocopia del fondo bajo nuevas imágenes, deviene una ampliación.
Siguiendo con
ese inicio, la armonía visual de los mineros brasileños se rompe y somos
bombardeados por imágenes de fuego, rostros y otras imágenes, inesperadas por
la parsimonia del prólogo, pero también reveladoras: la lasitud del inicio da
paso al conflicto, a la guerra no declarada por ninguno de los dos bandos
aunque deje atrás vencidos que jamás podrán recuperar su paraíso perdido. Y
este es mostrado por Reggio de forma diametralmente opuesta y complementaria a
como mostraba el hemisferio norte en su anterior documental. En aquel éramos
pequeños en un mundo gris que devoraba el plano y se hacía con todo,
avanzábamos a toda velocidad sin llegar a ningún sitio al que pareciese merecer
la pena llegar, pero las cosas son distintas en el hemisferio sur. Aquí hay
color, explosiones de rojo, azul y ocre, el color de la tierra, del cielo y del
fuego. También vemos los ojos de sus habitantes, contenedores de miradas de
todo tipo; tristeza, resignación, atención y también, sorpresa, alegría. La
alegría y las ganas de vivir parecen ser el auténtico motor de una gente que
desde según que estándares viven en la más absoluta miseria. Pero no es así
para Reggio y, consecuentemente, no sólo cierra el plano igualando al ser
humano con la majestuosidad de la naturaleza que lo rodea interactuando con
ella sino que, dándole la vuelta a la tortilla, ralentiza la velocidad de casi
todas las imágenes que conforman el documental consiguiendo que cada gesto
tenga su importancia. El objetivo está claro y se cumple a la perfección: lo
importante es el ser humano y todas sus acciones que tienen consecuencias en su
entorno natural porque forma parte de él y viceversa. El estilo, antagónico al
esgrimido en Kooyaniqatsi, pone los
puntos sobre las íes: si en el hemisferio sur manda el humanismo, lo telúrico,
lo ritual o lo comunitario y se nos muestra en una forma que respalda y
sobretodo provoca ese punto de vista, está claro que en el hemisferio norte
reina el desapego, la frialdad, la embrutecedora rutina y que la humanidad ha
caído en un segundo plano respecto a un medio artificial que fagocita a los
humanos que lo sustentan, alienándolos y
sometiéndolos.
Pero Powaqqatsi avanza, y con ella la temida
civilización empieza a levantar su fea cabeza. La mirada de tranquila
fascinación de una niña oriental es el puente entre ambos mundos a punto de
colisionar. Desde el interior del coche en el que viaja, la niña contempla unos
neones que se alzan sobre ellas y se reflejan sobre el cristal trasero del
coche, seduciéndola a ella y a nosotros… Poco a poco las construcciones de
barro dan paso a los vehículos que traen el progreso: un niño es sepultado por
una nube de polvo que emerge del suelo al paso de enormes camiones, aparecen
los edificios, las consabidas aglomeraciones, los peatones que miran a cámara
(una cámara que sólo es posible gracias a la tecnología de la sociedad tan
criticada por el film[3])
con aire amenazador en contraste con lo amigable de la gente de los humildes
poblados que hemos dejado atrás en el documental y al poco rato, la miseria en
sentido estricto. Hay imágenes impactantes, algunas terribles como la de un
niño que rondará los cinco años de edad, desgreñado y sucio, llevando un carro
tirado por dos borricos y un adulto derrumbado sentado a su lado con las manos
cubriéndole la cara cuyo cuerpo baila al ritmo del traqueteo del carro. La
imagen resulta preocupante, pero lo es más ver como el crío blande un tronco
con el que empieza a dar brutales leñazos al asno más cercano para que se meta
en el denso tráfico que los rodea. La expresión del niño al golpear al burro
que no parece inmutarse lo más mínimo es un poema, casi se diría que se trata
de un adulto que ha llevado la peor de las vidas y se ha visto encerrado en el
cuerpo de un niño de la calle. Las imágenes de miseria urbana se multiplican,
aparecen pintadas en las paredes que rezan “Viva la guerra de guerrillas” y nos
vemos en territorio norte. La velocidad de las imágenes no varía, siempre al
ralentí, pero su contenido ha variado radicalmente. No hay pasotismo en ellas,
ni siquiera una alienación que en algún caso podría ser hasta balsámica: aquí
hay dolor y confusión. Son los residuos humanos rechazados por un cuerpo social
y cultural que ha dejado de necesitarlos y no los asimila, condenándolos.
Unos judíos
ortodoxos rezan en el muro de las lamentaciones y parecen pedir ayuda por todo
lo malo que hemos visto hasta ese momento, una amnistía para las pobres almas
que moran por allí. Y entonces se produce un curioso efecto por montaje; un
mendigo sentado en la calle se ve con total definición, pero la gente que anda
a su alrededor es casi translucida, como fantasmas. Esto se repite en una
autopista en la que un coche desguazado es lo único físico en un lugar en el
que los coches que aún pueden circular son transparentes y flotan sobre el
cielo azul como si no estuvieran allí… en una enigmática solución visual con la
que Reggio parece advertirnos que la ruina, humana y tecnológica, es lo único
que nuestro estilo de vida deja en herencia tras de sí. La última vez que vemos
algo similar a una sonrisa es la de una boca sin dientes (bueno, con uno, le
queda uno en pie) de una mujer que mira a cámara, sonríe e inmediatamente nos mira
con una sorpresa cercana al estupor. Su expresión es un turbador punto final a
una idea que deja el peor de los sabores de boca; ha pasado de la alegría al
horror de quien se da cuenta de que todo se ha perdido en un abrir y cerrar de
ojos sin posibilidad de retorno.
Título: Powaqqatsi. Dirección: Godfrey Reggio. Guión: Godfrey Reggio y Ken Richards. Producción: Shyam Benegal, Francis Ford
Coppola, Tom Garret, Yoram Globus, Menahem Golan, Marcel Kahn, Mandeep Kakkar,
Mel Lawrence, George Lucas, Tom Luddy, Kurt Munkacsi, Godfrey Reggio y Lawrence
Taub. Fotografía: Graham Berry y Leonidas Zourdoumis Montaje: Iris Cahn, Miroslav Janek y
Alton Walpole.
Música: Philip Glass. Año: 1988.
[1] Powaqqatsi: de la lengua hopi, powak, brujo+qatsi, vida.
N. Entidad o forma de vida que consume la fuerza vital de otros seres para
reforzar la propia.
[2] En esta ocasión la tonadilla que se escucha casi constantemente
durante el documental sería reutilizada en El
show de Truman de Peter Weir en 1998.
[3] El propio director se ha defendido de esta acusación argumentando
que él no pretende dar lecciones sobre donde están los “buenos” y los “malos”.
Según él, es una contradicción el hecho de que necesitemos la tecnología para
cuestionar su supuesto poder civilizador, pero la vida es compleja y
contradictoria, y ni él ni por ende su trabajo están libres de esas
contrariedades.
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