Queridísimos verdugos
empieza en 1973[1]
con la imagen de una huella dactilar. Pertenece a Antonio López Sierra[2],
mano ejecutora de la justicia del Régimen Franquista que de su propia boca y
farfullando de forma casi incomprensible nos explica como llegó al mundo y pasó
por él a base de hambre, malvivir y pobreza en general hasta conseguir darle
esquinazo haciéndose verdugo a cambio de una paga más generosa que le permite a
día de hoy vivir más o menos holgadamente.
Basilio Martín
Patino, el director de este magnífico documental sitúa a López Sierra vino con
vino al lado de otro compañero de profesión que no tarda en asomar la cabeza en
el film; Vicente López Conde[3]
es visitado por su colega y las cámaras de improviso en su casa, situado en una
calle solitaria de Badajoz en el que la única persona que pasea por ahí acelera
el paso para alejarse de allí. Ambos son gente sencilla, ejemplos de lo que a
decir de sus palabras que muy bien podrían haber suscrito nuestros abuelos era
España durante y después de la guerra civil que asoló el país dejando a su paso
una sombra que parece revolverse en su tumba a cada telediario emitido. Un país
presentado, además de por la consabida miseria a todos los niveles mezclado con
el folclore más reconocible de España que abarca desde estampitas de la virgen
a mesones como el que sirve de escenario a una de las entrevistas, y
sevillanas.
El tercer y supuesto
último verdugo del tardofranquismo no tarda en aparecer; Bernardo Sánchez
Bascuñana[4]
antiguo Guardia civil y poeta, es también el más articulado de todos ellos, el
más culto y el más consciente de sí mismo, aunque como los demás no demasiado
del efecto que provocan sus palabras. Bascuñana es el único también en ser
presentado como un personaje más que como una persona: bajo los acordes a
órgano de Tocata y fuga de Johan
Sebastian Bach y algunas máximas sobre la condición humana de su propia
cosecha, el verdugo contempla el mundo detrás de unas ramas peladas que cubren
el balconcito desde el que mira el pueblo en el que pasa sus días (que son como
los de toda persona que vive en este mundo “un
valle de lágrimas” según él). Su presentación es, por un lado, la más
grotesca de las tres en una película no exenta de atmósfera y a la altura de la
persona retratada (que de existir hoy sería carne de reality show), pero por otro también el más tranquilizador. Tal y
como está planteada, su primera aparición lo convierte en un personaje más
propio de una novela de terror gótica que de una persona de carne y hueso que
viva en la segunda mitad del siglo XX y eso, con todo el interés que pueda
provocar también aplaca un poco la conciencia a base de darle al espectador
cronológicamente ajeno a la dictadura franquista lo que espera ver en un
documental de esta temática.
Los dos
verdugos anteriores, despreocupados y poco dados a sentirse culpables de sus
actos están planteados de forma casi opuesta: son gente aparentemente normal
con un oficio extremadamente siniestro que protagonizaría la más parda de las
comedias negras; El verdugo de Luís
Berlanga, y que, como en aquella lo ven como un oficio más con una temible
herramienta que también tiene su momento de desarrollo y explicación en el film
de Patino: el garrote vil[5].
Más de una vez se oye que si se eligió el oficio de verdugo fue porque no había
nada más, y nada más había que hambre, con lo que si se tenía que hacer pues se
hacía, como si hubiera hecho falta trabajar de camarero o mecánico. Había una
vacante y mucha hambre. Y eso es todo, más o menos.
Lo que rescata
Queridísimos verdugos de lo fácil y
del morbo que acerca a los espectadores de las nuevas generaciones al
documental es dejar hablar a sus protagonistas en sus reuniones y mientras se
dan unas comilonas dignas de considerar y luego ilustrar sus palabras con
imágenes de archivo sobre su oficio, el garrote vil, la sección de sucesos de
periódicos que usan como apoyo a su versión de ser necesarios en la sociedad en
la que viven a base de ejecuciones ya sea de delincuentes o presos políticos y
otros elementos que, sin nunca justificar la pena de muerte sí contextualizan a
sus ejecutores, provocando el efecto de que si bien no se les disculpa parecen
producto de un caldo de cultivo social del que lo político pudo sacar
mercenarios del garrote vil sin demasiado esfuerzo.
A uno se le
pasa por la cabeza que son una panda de insensibles y de idiotas morales pero
también ve que los criminales a los que ponen punto y final pretendían, como
ellos, salir de su paupérrima situación aunque sea llevándose a otro ser
humano, casi siempre tan pobre como ellos mismos, por delante y eso complica de
mala manera el juicio moral que siempre está al caer en una película de estas
características, haciéndola mucho más interesante de lo que cabría esperar. El
difícil rumbo tomado por Patino en esta primera parte del documental es que
nunca vemos un ajusticiado ni las consecuencias de su muerte por garrote vil y
además que la versión de lo que ofrece, opuesta a cualquier tipo de
sensibilidad, es tan impenetrable que lo único que se puede hacer es escuchar.
Los verdugos podrían ser monstruos, pero a decir del documental ¿quién no
podría serlo dadas las determinadas circunstancias?
La naturalidad
de los testimonios de Antonio López y Vicente López Copete roza, a pesar de
todo, lo dantesco en sus momentos más siniestros como en el que ninguno de
ellos parpadea a la hora de recrear una ejecución a garrote vil en un mesón
como críos que juegan a vaqueros sin dejar de corregirse el uno al otro. Pero
aparte de la sorpresa que provoca por su frivolidad también contrasta con los
encargados de responder a esta primera parte del documental con sus propias
armas. Desde despachos, consultas y un léxico más comprensible pero también
mucho más “oficialista”, abogados y médicos explican sus dudas sobre las
palabras que los verdugos dan como verdades como templos por conocer de
primerísima mano en un sentido casi literal. Desmontando mitos como el que reza
que un ajusticiado por garrote vil (agarrotado, que se llama) no siente dolor
en el momento de su muerte o sobre lo lícito de algunas de las ejecuciones sin
llegar a cuestionar nunca la pena capital en sí (lo que les habría costado como
mínimo su puesto de trabajo), Queridísimos
verdugos remata la faena al introducir una entrevista a la familia de un
agarrotado inminente en la casa en la que viven peor que mejor. Así las cosas,
el documental traza la línea que va desde el que se justifica y puede llegar a
convencer de que no tenía más remedio que cometer un “mal necesario” a empezar
a cuestionar sus palabras y luego ofrecer la otra cara de la moneda, la de las
víctimas del asesinato legal que pone punto y final a la escalada de crímenes
con el último de ellos.
Así, y sin
nunca tomar partido más allá de las imágenes seleccionadas (que no es poco,
pero es una buena manera de remover el ambiente sin ponerse del lado de nadie) Queridísimos verdugos abre y hace más
complejo aún un discurso del que sólo deja una cosa clara. Y esa línea que el
director parece marcar sin posibilidad de interpretación lo honra a él y a los
que coincidan con su opinión, pero simplifican un poco el tramo final de un
documental que lleva el no dar las cosas mascadas como estandarte. Si el
extraño equilibrio de Queridísimos
verdugos se debe a la humanidad (en el sentido más amplio, con lo bueno y
lo malo junto y por separado) con que está concebida, pisoteando posibles
simbolismos y personajes metafóricos que reducirían su pegada y
poniéndose/poniéndonos a la altura de los ojos de las personas que desfilan por
delante de la cámara, al final unas palmas de sevillanas que animan el último baile
que se marca el verdugo Bascuñana dan paso a unos aplausos generales que dan,
por fin, paso a la barbarie más generalizada. Aparecen los ejércitos y los
desfiles, cifras de número de muertos durante el siglo XX en periódicos por
muerte violenta, turbas de gente descontrolada y gritando no se sabe si de
miedo o rabia y, en definitiva, la guerra, aplaudida por gente desde despachos
y llevada a cabo por la humanidad en general, más allá de todo folclore o de
límites nacionales o raciales.
Tras situar
tanto temporal como geográficamente a los verdugos y el ambiente en el que
viven, Patino rompe la baraja y eleva la insensibilidad de estos (y la de sus
víctimas, asesinos antes que ellos) a grado antropológico. A Patino, parece
decirnos él mismo en esta última parte, la violencia le repatea venga de donde
venga, y viene de todas partes. Esa tesis es más que respetable, pero la forma
en que se presenta a pesar de ser coherente borra de un papirotazo la
complejidad y turbiedad de la que ha hecho gala hasta entonces el documental. Que
el ser humano es cruel hasta grados inimaginables no es una píldora fácil de
tragar cuando se toma como una realidad y no algo sacado ni de los libros de
historia ni de filosofía, pero precisamente por ello la generalización sobre un
tema como este (que hoy en día más que una afirmación filosófica contrastada
parece una forma intelectualmente respetada de escurrir el bulto) la hace tan
desoladora como rendirse antes de empezar a luchar, lo que puede ser más fácil
que luchar por entender el porque sin llegar nunca a conseguirlo. No es una
cuestión de estar de acuerdo o no con la tesis esgrimida, es que siendo eso,
una tesis pelada sin más matices, parece una simplificación de todo lo
anterior. Hasta ese momento las palabras de los verdugos eran tan impermeables
a la sensibilidad más elemental pero también sus circunstancias tan
comprensibles que desmontaban cualquier intención de teledirigir el discurso.
Sencillamente es imposible igualar la frialdad que en el fondo es naturalidad
de los tres ejecutores sin apoyarlos (cosa que no ocurre) por completo, y del
contraste de todos los elementos resulta algo muy difícil de conseguir y mucho
más de encorsetar. Pero el último tramo, deshaciéndose de cualquier elemento
que pueda contradecirlo, cae en el simplismo del que admirablemente había
conseguido huir hasta entonces en un conjunto que comparativamente tiene muchas
más aristas y nos lo pone mucho más difícil al tratar antes con personas que
con teorías comprobadas.
Si al inicio
Patino nos mostraba a los verdugos como gente cuyo oficio surgía de
determinadas circunstancias, aquí parece decirnos que no sólo podríamos ser
como ellos dadas las circunstancias, sino que el ser humano da cada día
ejemplos de que todos podríamos ser como ellos independientemente de las
circunstancias y que hemos nacido para comernos los unos a los otros, con lo
que la distancia que uno podría poner entre un verdugo y uno mismo desaparece.
Una opinión discutible sobre la que no me veo capaz de pronunciarme pero que
sirve como perfecto y coherente colofón, mostrada de una forma imposible de
debatir con los elementos que se nos dan; la violencia sin ánimo de ser
explicada y por tanto sin nadie que intente defender sus actos, sea su defensa
cierta o pura excusa para dar rienda suelta la crueldad que llevamos dentro.
Efectivo y, repito, coherente, pero demasiado fácil.
Más efectivo
habría sido obviar este tramo (respetable en sus pesimistas y puede que ciertas
teorías quizás desde el punto de vista actual demasiado trilladas cuando no
están lo suficientemente trabajadas) y seguir con las andanzas de los tres
últimos verdugos. Bascuñana desparece del documental al morir fuera de él
durante el rodaje pero es sustituido a ambos lados de la cámara por un joven,
José Monero Renomo, que ajustició después de mucho resistirse a Heinz Ches,
conocido como El Polaco y que lo
primero que hace nada más aparecer ante nuestros ojos es comer con los otros
dos verdugos como si el mundo fuese a acabarse mañana. Mientras, sobre él, una
paloma blanca se esconde en el primer agujero que encuentra en el caserío que
hay a sus espaldas en un improvisado simbolismo que lo dice todo en un único
plano.
Es la historia
que se repite y el círculo que se cierra sobre sí mismo, con lista de espera
para recoger la antorcha de la crueldad llegando a una conclusión similar al
del resto del film, pero haciéndola recurrente y propia de la especie sin
necesidad de podar una gran película que da más a cada visionado y ofrece más
cuanto más tupida es. Y también, y pocas cosas mejores pueden decirse de un
documental y como se ha dicho en alguna ocasión, da para más de una discusión.
Título: Queridísimos
verdugos. Dirección y guión: Basilio
Martín Patino. Fotografía: Acacio de
Almeida, Alfredo F. Mayo y Augusto Balbuena. Montaje: Eduardo Biurrún. Música:
Antonio Gamero. Año: 1973.
[1] El rodaje del documental tuvo lugar entre 1973 y 1974, aunque no
sería estrenado hasta 1977 por cuestiones de censura. Como muchos otros
trabajos del director, considerado uno de los renovadores de la publicidad
española luego reconvertido a director de ficción y documentalista, se rodó de
forma clandestina.
[2] Nacido en Badajoz, contrae matrimonio a los 17 años y para salir
adelante trabajó como albañil y participó en el robo a una gasolinera que le lo
llevó a ingresar en prisión. Se alistó en el bando nacional durante la guerra
civil y luego se prestó voluntario para viajar a Rusia con la División Azul,
yendo a parar después a Berlín, donde trabajó como barrendero. Volvió a Badajoz
y trabajó como vendedor de caramelos, participó en algunas pequeñas estafas,
pasando artículos de contrabando y estraperlo con, cosas de la vida, Vicente
López Copete. Entró en el oficio de verdugo bajo el ala del tercer verdugo en
discordia; Bernardo Sánchez Bascuñana. Su primer reo ejecutado fue el Monchito de 22 años de edad y uno de
los más famosos fue el conocido delincuente El
Jarabo, cuya ejecución se dice que llevó a cabo con unas copas de más que
hicieron que el difunto agonizara durante veinte minutos entre convulsiones
antes de morir. Su última ejecución fue también la última en ser mediante
garrote vil y una de las más célebres de la historia del franquismo: Salvador
Puig Antich fue ejecutado el 2 de marzo de 1974 por López Sierra aunque era
Vicente López Copete quien debía haberlo hecho inicialmente. Una vez más el
verdugo no consiguió ajustar bien el garrote vil y la agonía de Puig Antich se
alargó inhumanamente.
Al retirarse del oficio, trabajó
como portero en Madrid, ciudad en la que vivió en el barrio de Malasaña con su
mujer hasta su muerte en 1986 y a los 73 años.
[3] Nació en Badajoz en 1914. Verdugo titular de las Audiencias
Territoriales de Barcelona, Aragón y Navarra entre 1953 y 1974, aunque su
última ejecución tuvo lugar en 1966 al ser retirado del servicio tras ser
acusado y condenado por estupro. Residía en Badajoz y se trasladaba al lugar de
la ejecución cuando esta tenía lugar.
[4] Nacido en Sevilla en 1905, fue Verdugo Titular de la Audiencia
Territorial de Sevilla desde 1949 hasta 1972. Huérfano de madre desde niño,
abandonó su hogar a los doce años para buscarse la vida hasta que estalló la
guerra y se hizo guardia civil y sirvió en el bando nacional. En 1949, cuando
quedó vacante la plaza de verdugo de Sevilla solicita el puesto, siendo la
primera ajusticiada por él su propia cuñada, condenada por robo… Tras
ajusticiar a un total de 17 reos, murió el 25 de marzo de 1972 de cáncer.
[5] Vigente en España desde
1820 gracias a Fernando VII que dio la oportunidad a los españoles de “morir sentados” al sustituir la pena de
muerte por ahorcamiento por el garrote vil, fácil de fabricar por herreros y de
transportar por los verdugos que anteriormente ejecutaba a los reos en público.
Fue abolida en 1978 gracias a la Constitución Española que desterraba la pena
de muerte en general, el último condenado fue Jose Luís Cerveto, el Asesino de
Pedralbes que protagonizó un buen documental dirigido por Gonzalo Herralde en
1980 con mismo nombre y que finalmente recibió el indulto.
El Garrote Vil consiste
en un collar de hierro atravesado por un tornillo acabado en una bola de hierro
que al girar la manivela a la que estaba adosado todo el mecanismo, aplastaba
el cuello del condenado. Si la lesión aplasta el bulbo o rompe la cervical con
corte medular, el ajusticiado entra en coma cerebral y muere al instante. La
media vuelta de manivela que a decir de los tres verdugos era necesaria para
acabar con la vida del condenado a muerte dependía de la fuerza física de
estos, con lo que la infalibilidad del mecanismo era constantemente puesta en
entredicho y eran muy numerosas las muertes entre largas agonías que terminaban
cuando el reo moría de un largo y muy doloroso estrangulamiento.
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