Hay una norma
no escrita de las películas que tienen lugar en épocas diferentes a la nuestra
(el llamado Cine histórico que se refiere a tiempos pretéritos) que reza que dicen más del momento
en el que han sido realizados que del que plasman en la pantalla[1], del cine como parábola del momento en el que la película ha sido realizada y que en el fondo, debería poderse aplicar a cualquier película, cuya acción tenga lugar en cualquier época pasada, futura o presente.
Enemigos públicos, el por ahora
último trabajo de Michael Mann vio su estreno durante el verano de 2009, con el
descalabro y quiebra de Lehman Brothers un año antes, la burbuja del negocio del ladrillo deshinchándose mientras un futuro bastante negro empezaba a configurarse ene l horizonte y términos como activos tóxicos se volvían progresivamente cotidianos... y, en definitiva, se asentaba la
creciente sensación de que las cosas tal y como las conocíamos se estaban yendo
al garete.
La película da comienzo con una cifra: la del año 1933, la era de la Gran Depresión americana. Con
la brecha entre ricos y pobres aumentando a velocidad de vértigo y la
miseria desparramándose por doquier en la tierra de las oportunidades, la quiebra de numerosos bancos a raíz del crack del 29 y con muchos ciudadanos que vieron como los ahorros de toda una vida de trabajo se esfumaban, al igual que la confianza en unas instituciones que parecían más dadas a la estafa que a los constructivos objetivos que decían abanderar.
John
Dillinger, interpretado por Johnny Depp, se dedica a asaltar bancos con su
banda saliendo impune de atracos y codeándose gracias al cuantioso botín con la
alta sociedad, accediendo a placeres que hasta entonces le habían sido vetados.
Todo el film pivota alrededor de su figura, ya sea en su presencia o ausencia;
está en boca de todos y parece estar en los sueños más o menos culpables y las
pesadillas de un pueblo americano que, a decir de la película, se divide entre
las autoridades que intentan sin conseguirlo encerrar a Dillinger y el pueblo
que lo protege y admira. Ante este escenario el director Mann toma revelador
partido no por los fríos representantes del orden, sino por los carismáticos
agentes del caos. Pero lo que podría haber sido, y de hecho así se publicitó,
el nuevo Heat, la mejor película de la carrera del
director norteamericano realizada en 1996, con dos personajes (el otro de parte del orden, bien interpretado por Christian Bale) representando polos opuestos a ambos
lados de la ley. deshace esas expectativas para tirar por una vía no del todo
alejada a ese modelo que se va desdibujando a medida que avanza la película,
sino más interesada en explorar otros terrenos.
La amorfa
columna vertebral del film no parece ser el enfrentamiento entre el asaltador
de bancos y el agente Melvin Purvis (Bale) de la flamante agencia gubernamental reforzada por la inyección de ingresos que propinó Roosevelt ante el aumento de la criminalidad (ya se sabe que dónde hay miseria...) acaecido en aquellos años: el FBI, sino como el
gangster pasa de ser una persona de carne y hueso a ser algo parecido a un icono
cultural en tiempos turbulentos. La propia película parece el broche de oro a
una épica del gangsterismo de la que Dillinger parece ser un buen
representante, más defendible que otros peces más gordos y sanguinarios que el
hombre que personifica Johnny Depp en el film. Poco sabemos de él excepto lo
que hace y lo que dice de sí mismo sin mentir aunque casi siempre de cara a la
galería; le gustan los coches rápidos, el béisbol (deporte que por lo visto se el daba al auténtico Dillinger más que bien), ir al cine, la ropa buena,
el whisky y la preciosa Marion Cotillard, que interpreta a la novia de
Dillinger que escucha toda esta perorata; Billie Frechette. Es un atracador de bancos que se lleva sólo el
dinero que estos tienen en sus arcas y rechaza el de los ciudadanos que lo iban
a ingresar cuando tiene lugar el atrarco, que intenta no matar a nadie ni le
parece atractivo, como sí a sus colegas, un secuestro porque “a la gente no le gusta” y si algo
parece importarle al Dillinger de Mann es la opinión popular. Es, en definitiva
un hombre y personaje público hechos a sí mismos y que son la misma persona, lo
bastante lista además como para jugar la carta ganadora: la de los medios de
comunicación que empiezan a levantar cabeza. Dillinger es una estrella, una
criatura mediática que vive y sobrevive (y finalmente cae) por su fama,
provocando admiración allí donde pasa.
Afortunadamente, y pese a la elegía que
acaba siendo la película, no tiene ribetes mesiánicos ni justicieros[2]
y sí bastantes de diablo seductor: no es un Robin Hood que robe y se ría de las
todopoderosas autoridades para darles el botín a los cada vez más ingentes
pobres. El sentimiento que mueve a la admiración a los americanos que sufrían
la brutal depresión económica es el puro revanchismo y el poder llevar una vida
de rico que se les ha negado desde lujosos despachos aunque sea a punta de
pistola o precisamente por eso, por pura venganza. Poco a poco, vamos viendo
como el personaje se va difuminando en el mito hasta que, poco antes de morir,
él mismo puede ver su legado cultural en una pantalla de cine, concretamente en
el rostro de Clark Gable en El enemigo
público número 1 (Manhattan Melodrama en su título original, estrenada en 1934) inspirada tanto en el propio Dillinger como su estilo de
vida. La película deviene un catálogo de elegías al atracador hasta ser en sí
misma un panegírico de Dillinger, el último escalón de su ascenso al estrellato.
Pero todo ello
tiene su contrapartida, una autoridad que cae cada dos por tres en el ridículo
cuando un solo hombre es capaz de tenerla en jaque no resulta creíble, y se revuelve como un gato panza arriba. Los
medios de comunicación que protegen al atracador también acaban por provocar su
perdición cuando el FBI decide quitarse los guantes y utilizar métodos más
expeditivos rayanos en la tortura y que guardan similitudes con algunos métodos
de según que administraciones en su “guerra contra el terror”. El film se
posiciona en este aspecto, como en todos los demás, del lado de Dillinger hasta
llegar a descuidarse demasiado: si el casi neutral retrato del gangster es perfecto como
la personificación de las fantasías de una sociedad que no tiene que llevarse a
la boca no lo es tanto en el de unas figuras autoritarias mucho más
desdibujadas y muy cerca de un estereotipo que en su caso sabe a demasiado poco.
Podría parecer necesario el potenciar el carisma de Dillinger frente al de sus
perseguidores (sobretodo cuando la autoridad máxima está sublimada en la
patética figura de Edgar Hoover) para decantar la balanza de las simpatías del
público a favor del mito, pero Mann se pasa y aunque el protagonismo absoluto
de John Dillinger (cuya interpretación por parte de Johnny Depp cumple
sobradamente cuando se trata de echarle morro y carisma pero que no alcanza en
los momentos más dramáticos[3])
no empeora la película, lo pequeño del resto de los personajes impiden que sea
mejor.
Esta falta de
psicologismo en los retratos de los personajes a ambos lados de la ley, que tanto beneficia a uno como perjudica
a los otros podría ser debido también a la sensación de realismo a la que
parece aspirar el film de Mann. Pese a su épica, el director utiliza hábilmente
una herramienta que por una vez consigue el objetivo marcado; Mann grabó el
film en formato digital de alta definición, lo que provoca una extraña
sensación de inmediatez. O por decirlo de otra forma; pese a ser una película
en ocasiones no lo parece, con lo que la distancia que podría crearse al
tratarse de una época diferente a la nuestra se rompe ya no sólo por las
evidentes similitudes entre la de entonces y la presente sino por la forma en
que nos es presentada en pantalla. Con la inestimable aportación de una forma
de planificar más atmosférica que narrativa y una cámara nerviosa que contadísimas
veces va por delante de un guión que se limita a poner en imágenes y casi nunca
contradice de algún modo, Mann cuenta una historia que no parece ser algo que ocurrió, sino algo que está ocurriendo, llevando al extremo la
máxima sobre el cine histórico con la que comenzaba esta entrada. Pero, una vez más, aparecen las contrapartidas:
Mann no sólo juega con la falta de psicologismo en su guión, hay otra carta en
la baraja y esa es la de los lugares comunes del cine negro clásico del que Enemigos públicos pretende ser la piedra
de toque además de establecer un forzado diálogo con toda una tradición de la
figura del mafioso en el cine y su efecto en la sociedad. Y es ahí donde la
película hace aguas.
La proximidad
formal acaba envenenando los instantes más peliculeros de un film que funciona
mucho mejor cuando se aleja de convenciones muy válidas y respetables cuando
están bien hechas, pero que parecen en esta ocasión a medio gas o incluso
hechas de forma desapasionada. Instantes como las escenas románticas entre
Dillinger y Frechette, aumentados por horrendos subrayados sonoros cortesía de
Elliot Goldenthal o sobretodo un largo tiroteo que pese a parecer más real que
lo que acostumbramos a ver en las pantallas acaba pareciendo dejado primero y
un Así se hizo cualquiera después… Lo
que se gana en falso “realismo[4]”
muchas veces se pierde en una intensidad que habría sido de agradecer. Los
lugares comunes del cine negro clásico no acaban de encajar en una plasmación
visual que da como resultado el que pese a ir de la mano, el fondo y la forma
sean como el agua y el aceite. Pero la película en su conjunto gana pegada en
los momentos en los que se sale de sus modelos para intentar crear su propio
camino.
Escenas como el primer encuentro cara a cara entre Dillinger y Purvis,
con el primero en prisión a la espera de ser extraditado, cuya planificación lo
remite más a un animal enjaulado (por su ferocidad y presentado como una
atracción de circo) que a un ser humano, o el primer encontronazo entre
Dillinger y los medios de comunicación; un grupo de periodistas que han ido a
cubrir la noticia de la captura de Dillinger a manos del FBI acaban haciéndole
una rueda de prensa al atracador después de que este se los meta en el bolsillo
(y de rebote también al espectador) con un par de chistes y divertida pose
chulesca. O la mejor de todas ellas y que amplia una anterior en la que
Dillinger no es reconocido –o eso parece- por ninguno de los espectadores de un
cine en el que se refugia con su banda y en el que proyectan un noticiero
avisando de que si ven a Dillinger avisen a las autoridades, pero nadie hace
nada a pesar de las fotografías que ilustran la noticia. Se diría que nuestro
hombre ha alcanzado proporciones tan míticas que es irreconocible en la vida
real. Pero volviendo a la que decía es la mejor de un buen número de grandes
escenas; Dillinger, que ve como el cerco empieza a cerrarse sobre él acompaña a
una de sus “nuevas acompañantes” (Frechette ya ha sido hecha prisionera por el
FBI tiempo antes) a una comisaría de policía cercana a su refugio. Parapetado
detrás de un simple bigote falso y unas gafas ahumadas, se mete en la comisaría
y se dedica a pasear por el despacho en el que trabaja la división de la
policía encargada de su caso. Dillinger se dedica a contemplar con deleite toda
la información recapitulada sobre él y su banda en un momento en el que el
hombre se enfrenta al grosor de su leyenda con un narcisismo que se lleva al
límite cuando en un punto final de la soberbia de la escena y el personaje,
diablo orgulloso de su obra, les pregunta a los que trabajan allí sobre el
resultado de un partido de béisbol que están escuchando por la radio sin
reconocer a su presa que les habla a una distancia de medio metro…
Perlas fílmicas
que funcionan a varios niveles sin que ninguno de ellos quede atrás y que
tienen lugar en una película imperfecta, algo deshilachada en su conjunto y carente de la garra necesaria en sus escasos malos momentos, pero
tremendamente interesante.
Título: Public
enemies. Dirección: Michael Mann. Guión: Ronan Bennett, Ann Biderman y Michael Mann. Producción: Michael Mann y Kevin Nisher paraUniversal Pictures. Fotografía: Dante Spinotti. Montaje:
Jeffrey Ford y Paul Rubell. Música: Elliot
Goldenthal. Año: 2009.
Intérpretes: Johnny Depp (John Dillinger),
Christian Bale (Melvin Purvis), Marion Cotillard (Billie Frechette), Billy
Crudup (Edgar Hoover), Stephen Graham (Baby Face Nelson), Channing Tatum (Pretty Boy Floyd).
[1] Ese es uno de los puntos más interesantes de la fiebre de remakes (no joroben con lo de reimaginaciones) que tienen lugar
sobretodo en Hollywood. Por poner un ejemplo que afecta al film que se comenta aquí,
la figura de Dillinger ha pasado con anterioridad por la gran pantalla. Dejando
a un lado las versiones apócrifas de sus correrías, en el año 1973 sería Warren Oates bajo la dirección de un primerizo
John Milius el que personificaría al mito en la película que lleva su apellido;
la muy interesante Dillinger es un exploit a
la Bonnie y Clyde, un film mucho más
sucio en su forma y fondo que su posterior aparición en la gran pantalla, acorde con los tiempos que corrían
entonces en los que la moral oficial era continuamente cuestionada y el Sympathy for the devil de los Rolling
Stones ya sonaba a clásico. Con algunos puntos en común con Enemigos
públicos, resulta muy
interesante comparar ambas películas; el físico de Warren Oates es
sustituido
por los rasgos apolíneos de Johnny Depp, que reconvierte al gangster en
un
galán que contrasta duramente con la rudeza y violencia que exhibe Oates
en
todo momento incluso en su relación con Billie Frechette a la que se
dedica a
aporrear cada equis tiempo desde que le pone los ojos encima. Estamos
muy lejos
de la visión estilizada y romántica que aportaría Michael Mann en el año
2009
con la película que tenemos ahora entre manos, más interesado en
elevarlo a la
categoría de héroe popular que a escarbar en su faceta más agresiva.
[2] Y lo digo porque no sé ustedes pero personalmente empiezo a estar
algo harto de ver películas que sitúan al gangster en niveles más próximos a lo
heroico, al hombre-común-que-se-abre-camino aunque sea a costa de pisotear a
todo el que se le pone por delante. La supuesta rebelión de este tipo de
personajes es más que cuestionable cuando no dejan de ser una visión del
capitalismo salvaje llevado a su máxima expresión que atropella a todo el que
le impida amasar más dinero. Y si hace un tiempo tenía perverso sentido por
subvertir el punto de vista del espectador sobre un supuesto bien y mal la cosa
se ha ido degradando hasta convertirse en una moda más, un dorarle la píldora
al respetable que a base de repetirse ha acabado perdiendo parte de su
efectividad, a pesar de que siguen haciéndose grandes películas bajo ese punto
de vista que parece haber perdido todo sentido de la autocrítica... aunque con los tiempos que corren tampoco es muy de extrañar. Otro punto en común entre la actualidad y la época de la Gran Depresión.
[3] El actor que debía interpretar al personaje inicialmente habrá
invertido la ecuación: Leonardo Di Caprio, (que interpretaría a Edgar Hoover, el director del FBI en el film de Mann, en
J. Edgar dirigida por Clint Eastwood)
mucho más próximo en edad a Dillinger (cosa quese resuelve finalmente por el aspecto
eternamente juvenil de Depp sólo traicionado por su creciente papada) es más
capaz de resultar creíble en dramatismo por su sempiterna expresión de
preocupación que su superior sustituto a las órdenes de Mann. Depp se maneja
mucho mejor como carismático Maverick
aunque sólo sea debido a que esa ha sido su imagen pública durante gran parte
de su carrera, ganándose el apodo de Buen
chico malo del que sólo ha tenido que amplificar la segunda mitad para
alcanzar el encanto de serpiente que transmite su personificación de John
Dillinger.
[4] Una de las constantes de las que siempre se ha jactado el director,
corroborado por sus colaboradores que le ha llevado a grabar el sonido directo
de los disparos de bala, cuando es algo que generalmente se hace en un estudio
y mediante disparos ya grabados y que muchas veces nunca lo han sido de
disparos reales. Además de eso, que también tiene lugar en este film, muchas de
las escenas se grabaron en los lugares en los que la acción que ilustra la
película tuvo lugar originalmente en la realidad. Esa intención de realismo a toda costa sólo se ve turbada por la incomprensible aparición de una buena canción Ten milion slaves de Otis Taylor ¡del 2008! aunque sea de forma extradiegética, es decir, sin formar parte del universo de los personajes que pueblan la película.
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