Simón el
Estilita fue un asceta cristiano, el más severo de todos ellos, expulsado de un
monasterio en algún momento de un siglo V que empezaba a despuntar por su
excesivo rigor. Decidido a continuar su penitencia a la intemperie de las
autoridades eclesiásticas, Simón el Estilita el Viejo, como también se le
conoce, vivió en una cisterna seca, luego en una cueva y para evitar las
ininterrumpidas visitas de gente que había oído hablar de él, decidió alejarse
del mundanal ruido poniéndose por encima de aquellos que lo creaban y
perturbaban su paz de espíritu y sagrada abnegación. Le fue construida una
columna (stylé en griego, de ahí su
apodo) de tres metros de altura, a la que le sustituiría una de siete y por
último una de diecisiete por encima del suelo en la que vivió durante 37 años
de su vida[1]
alejado de la existencia terrenal que tenía lugar por debajo de él tentándolo
en ocasiones, pero siempre finalmente rechazado como lugar pecaminoso que lo
alejaba de la gracia de Dios y lo aproximaba a un Diablo tentador.
Y a ojos del
director del mediometraje Simón del
desierto, Luís Buñuel, el Diablo no es una reptiliana criatura que intenta
embelesar al asceta con su lengua viperina de serpiente[2],
ni tampoco una idea como las que parecen nublar para después despejar en
ocasiones la mente del pobre Simón. Si el Estilita interpretado por un
esquelético y ajado Claudio Brooks parece alimentarse del aire que remueve sus
largas barbas y greñas y agita los harapos con los que viste a modo de humilde
abrigo a los ojos de Dios, el Demonio que intenta tentarlo para que abandone su
vida de sacrificio y se dé a los placeres de lo físico tiene el voluptuoso
cuerpo de Silvia Pinal, antagonista final de la fe que se quiere férrea hasta
el suicidio de los cinco y cada vez más perturbados sentidos de Simón. De esta
manera, Simón del desierto presenta
un enfrentamiento de dos maneras de entender el mundo. Una, la más razonable y
con los pies en el polvo desértico, es la terrenal, la que condensa todos los
presuntos vicios y las embrionarias virtudes del mundo que Simón, desde las
alturas, y en el otro y solitario frente en el que se dirime la supuesta salvación
de su alma, no deja de señalar con dedo acusador cada vez que alguien se
aproxima a perturbar su paz de espíritu en busca de consuelo en forma de
salvación.
Desde enanos
enamorados de sus cabras, monjes orgullosos e infantiles hasta otros que
quieren directamente calumniarle o que sólo le quieren como hacedor de milagros
que regeneran manos amputadas para después irse del lugar como si nada hubiese
ocurrido ni el acontecimiento mereciese más atención, el Simón de Buñuel pasa
poco tiempo sólo. Todos los que lo visitan, ya sea con mala intención o
involuntaria afrenta a sus rigidísimas creencias, acaban perfilando al hombre que
pasa los años con los brazos extendidos y los ojos cerrados en éxtasis
religioso. Y el retrato que de él se hace resulta bastante contradictorio.
Simón es un bondadoso fanático, un egocéntrico y sacro tiquismiquis que ve
pecado en todo y todos, un ser que se ha vuelto ridículo porque el mundo que
mira desde lo alto ha cambiado desde lo bajo sin que él se haya dado cuenta y
sin que poca cosa más parezca importarle que su propia salvación. Sus
seguidores y detractores tampoco salen muy bien parados como ejemplo de una
humanidad esencialmente hipócrita y aprovechada, e incluso Simón, despreciando
a sus iguales por impuros y confundiendo abnegación a los ojos de Dios con puro
egoísmo sobre las necesidades de los demás, más elevados en su inofensiva
sinceridad que los falsos profesionales de la fe. Sólo Satán parece incólume a
la sátira tan a gusto de su realizador con la hipocresía como principal queja…
Aunque Simón le pise, a cierta distancia, los talones en cuanto a pureza de
principios por muy absurdos hasta lo risible que puedan parecer en su caso.
Pero esta no
es una película sobre la moral, o sobre la pérdida de la fe o su
fortalecimiento hasta el integrismo en tiempos liberales en los que el supuesto
pecado va ganando terreno. El conflicto al que se ve sometido Simón en su
enfrentamiento con el Diablo por Buñuel se presenta de maneras tan esquemáticas
y reduccionistas que logra ridiculizarlo con su exceso de celo y pureza en los
periódicos exámenes de fe a los que se ve sometido el Estilita.
El sentido del
humor que corroe y se alimenta del falso trascendentalismo del film está basado
en la seriedad con la que Simón se toma a sí mismo (que Buñuel parece compartir[3])
y a su causa proviene de la despreocupada visión del mundo y lo religioso de
los que lo rodean a sus pies a varios metros más abajo. La desopilante
comicidad de la película nunca se revela completamente, ni representa una
salvaje puya contra un personaje que podría pasar por un iluminado cualquiera,
dejándolo caer por su propio peso pero de un estoicismo rayano en la locura con
un punto admirable de integridad. Se diría que para Buñuel uno puede ser santo,
idiota y loco sin apenas distinción entre dichas categorías, como tampoco
parece haber una transición entre los distintos tonos que cohabitan yuxtapuestos
en Simón del desierto que se diría
esperan su turno para ponerse en primer plano sin nunca desaparecer del todo
cuando su momento ha pasado y la película toma un camino distinto. La única
definición que parece aceptar el tono de este Simón del desierto es la de inclasificable. Se diría una comedia
bufa, pero en ocasiones parece tomarse muy en serio lo que poco antes era
motivo de cachondeo, podría ser un drama de no ser por las cómicas
interrupciones que lo aligeran sin nunca llegar a perturbar el desarrollo de la
película. Pero también hay instantes inquietantes que quiebran la sonrisa del
más pintado por las buenas y sin previo aviso en forma de ataúd que se desliza
por el desierto en busca de un aspirante a mártir que amedrentar o una anciana
desnuda corriendo por el desierto hasta perderse de vista profiriendo amenazas.
Al estatismo de un cada vez más alucinado Simón, del que nunca sabemos si
compartimos su alucinación o somos testigos ajenos a ella, se contrapone la
febril actividad de los que lo toleran pese a su irreductible (e
inconscientemente interesado) moralismo que acaba siendo risible puestos en
solfa por un Buñuel que se dedica a hacer lo que se le da mejor: lo que le da
la real gana sin que nunca parezca haber perdido el timón de la película. El
tono de la cual se comba una y otra vez bajo el peso de los diferentes
elementos que se van sumando hasta ampliar su arco tonal sin llegar nunca a
romperse.
El tiempo y el
espacio también son doblegados y mezclados a placer: el Diablo hace su primera
aparición en el momento histórico indeterminado pero desde luego anterior al
siglo XX en el que el mediometraje tiene lugar vestida como una pícara
colegiala agarrada a su hula hop y su atontolinado parloteo que busca provocar
al santo y que dice venir de “allí” e
ir “allá” en lo que parece un chiste
más pero no deja de ser una acertada manera de concretar los lugares y la
temporalidad en un film en la que las distancias y los espacios responden a
anárquica lógica de un sueño del que sólo Simón parece haberse quedado al
margen pese a ser su pivote principal. Esta amorfa concepción del tiempo y el
espacio también evoca la idea de la inmensidad de la lucha, de las imposibles
capacidades de Satán para estar en varios lugares a la vez y tener una visión completa, por así decirlo, del tiempo en
general sin estar sujeto a lo cronológico y a lo espacial como si afecta, de
forma plausible, al propio Simón que pese a todo pasa unos cuantos años en los
escasos tres cuartos de hora de duración de Simón
del desierto. Un santo que se las ve y se las desea para validar una forma
de ver el mundo que no sólo lo aísla físicamente, sino a todos los niveles a
ojos del espectador. Su ridículo es el del que está trasnochado y es incapaz de
verlo, el que resiste sin darse cuenta de que sólo él está en guerra declarada
y que la humanidad está bien (o mal) como está y no esta por corregir lo que un
hombre ve desde la segura distancia de una columna. La visión del Diablo, y de
toda la humanidad detrás, que conforman la que el espectador acaba teniendo de
Simón a base de limar su legitimidad con sus exageradas reacciones es la mejor
arma de Buñuel contra su personaje principal al que, pese a todo, no niega la
virtud del que resiste contra viento y marea.
Si Simón se ve
limitado por su religiosa visión del mundo que tiene como consecuencia física
una pequeña plataforma sobre la que se mueve mientras el resto de personajes
van y vienen por un terreno tan yermo como la columna de Simón pero muchísimo
más amplio y por el que corren sonidos de Pasos de Semana Santa como única
banda sonora ocasional, Buñuel demuestra lo desamparado que está cuando él es
el único que está sujeto a las leyes de la física y hasta de la lógica
narrativa más convencional que se ve continuamente violentada por la grotesca presencia
de los demás personajes con Satán a la cabeza. No hay tampoco fronteras entre
las pesadillescas fantasías de Simón y la realidad que parece fundirse en
espejismos que nunca se revelan como tales. Todo confluye en un amorfo tono que
nunca se concreta y se sostiene inexplicablemente como un divertimento ligero
agradablemente espeso en su misteriosa forma, abierto a múltiples lecturas y
posibilidades que nunca se hacen tan evidentes como para ser algo más que una
estimulante posibilidad que no ahoga la historia[4],
irreverente pero lógica a su manera al fin y al cabo y muy potenciada por su
puesta en escena. Simón puede verse como la figura de una religión un sus
líderes que han perdido el contacto con el mundo del que se han aislado voluntariosamente,
pero también la del artista iluminado o el sabihondo (presentándose con una
reverencia la primera vez que aparece en pantalla y ante sus seguidores como si
todo fuese una enorme representación de la que él fuese el protagonista
principal) que se cree por encima de todo y todos, situado en una presunta
privilegiada distancia desde la cual puede crear distinciones y ejecutar sus
juicios de valor sin tener idea de la realidad sobre la que cree tener algún
poder y que ya se le ha escapado de las manos… siendo sin duda alguna una
sátira considerable más que de la posibilidad de que Dios pueda existir, de la
religión como institución en manos de dudosas autoridades que acceden a hacer
milagros cuando se les concede una columna nueva un poco más alta...
Pero director
aragonés elude la astracanada que consistiría en someter a perrerías constantes
a su imperturbable protagonista gracias a una conseguida atmósfera que aglutina
tal cantidad de elementos aparentemente inconexos que fascina donde otros habrían
dejado indiferentes una vez uno se ha acostumbrado al constante goteo de
sorpresas. El desierto que habita Simón desde lo alto es recogido por la cámara
de Buñuel de forma libre y de planificación invisible realzada por un blanco y
negro que extrema los contrastes de una humanidad ya de por sí bastante
contrastada físicamente hasta hacer pictórico lo que era una colección de
personajes esperpénticos sin dar nunca el brazo a torcer. No importa lo
divertida que pueda parecer Simón del
desierto en su afortunadamente ajustada duración, nunca se deshace de esa
atmósfera alucinatoria en la que oímos tanto algunos pensamientos como
opiniones dichas en voz alta sin discontinuidad, o algunos recuerdos que
comparten el mismo plano físico de realidad, haciéndolos imposibles de
discernir los unos de los otros y que hacen pensar que todo puede ocurrir sin
nunca hacer aguas.
El tan
cacareado y cierto surrealismo del cine de Buñuel parece ser el estado natural
del mediometraje, con un daliniano
plano de unas hormigas como posible autoguiño a la más célebre de las aventuras
premeditadamente surrealistas de Buñuel, Un
perro andaluz o La edad de oro,
la enrarecida atmósfera de la cual remite en una versión narrativamente más
convencional aunque igualmente vigorosa en Simón
del desierto (y se repetiría con menos fuerza en El ángel exterminador, La vía láctea o El discreto encanto de la burguesía por poner algunos ejemplos en
su cine), lo que no impide un último puñetazo sobre la mesa que parece, sin
conseguirlo, hacer peligrar la coherencia del mediometraje.
Dejando atrás
el aplastante y casi deshabitado paisaje desértico, siempre de resonancias
bíbilicas, de un Méjico en el que Buñuel había llevado a cabo la etapa más
fructífera de su filmografía[5]
y adentrándose en una bulliciosa ciudad vista con un ondulado ojo de pez, Buñuel
somete a Simón a un inofensivo calvario suficiente para aniquilarlo en su
esencia con una pequeña demostración práctica. Haciendo gala de una libertad de
recursos dramáticos que no rompe con el resto del film ni tampoco, una vez más,
se molesta en explicar, Buñuel traslada a Simón a una fiesta tal y como se
entendía en el 1964 en que tuvo lugar el rodaje de Simón del desierto. Ninguneado por todos y mezclado con aquella
humanidad anónima a la que contemplaba y sermoneaba desde su atalaya
particular, Simón se enfrenta a la victoria del Diablo[6].
Buñuel se regodea en los cuerpos que parecen desprovistos de voluntad y que bailan sin parar ante la desapegada mirada
del antiguo mártir atrapado en un limbo mucho menos ostentoso para su
sacrificio particular que el que parecía aguardar como agua de mayo. Sólo un vitalista
chillido de eco sobrenatural proferido por el Diablo en medio del frenesí del
baile nos recuerda la seriedad y el calado de la iluminada causa de Simón, ya
perdida. Y de paso, anulando todo elemento que interfiera o matice el duelo
entre Simón y el Diablo, el director nos sitúa en una despreocupada actualidad,
la de entonces que podría ser la de ahora, que nos hace agradecidos responsables
de su derrota, celebrada por el propio Luís Buñuel.
Título: Simón del
desierto. Dirección: Luís Buñuel. Producción: Gustavo Alatriste. Guión: Luís Buñuel y Julio Alejandro
sobre una historia de Luís Buñuel. Fotografía:
Gabriel Figueroa. Montaje: Carlos
Savage. Música: Raúl Lavista. Año: 1964.
Intérpretes: Claudio
Brook (Simón), Silvia Pinal (Diablo), Hortensia Santovena (Mujer).
[1] En la película sólo lo vemos cambiar de columna una sola vez.
Todo lo anterior a esta nota al pie está ausente del film que adapta este
pasaje de la vida de Simón, que tuvo lugar entre el año 390 y el 459, con plena
libertad que empieza a andar con la situación ya empezada y tomada por el lado
que le interesa a su responsable. La festividad en honor a Simón el Estilita
tiene lugar el 5 de enero.
[2] Sí lo es en la plancha metálica fechada en el siglo VI que se
encuentra en el Museo del Louvre y que muestra a Simón (o Simeón) el Estilita
sobre su columna alrededor de la cual hay enroscada una serpiente de tamaño
descomunal que mira a Simón a muy corta distancia y que representa al Diablo
que pretende tentar al asceta.
[3] Buñuel se consideraba “Ateo,
gracias a Dios” a pesar de, o precisamente por, una educación férreamente
religiosa de la que se desembarazó primero en Madrid cuando fue allí a cursar
sus estudios y definitivamente al ir a París unos años más tarde. Vitalista y
vividor, Buñuel usó en muchas ocasiones simbología religiosa en sus films
(siendo el ejemplo más sonado de todos ellos el de la Última Cena en Viridiana) con el objetivo de hacer
chanza de ellos con conocimiento de causa. Simón
del desierto no parece ser una excepción.
[4] Originalmente, aunque no aparece así en los créditos, y según la
leyenda ideada por Buñuel junto con Federico García Lorca (asesinado en 1936,
durante la Guerra Civil), al que conoció en la Residencia de Estudiantes
madrileña en la que también conocería y haría amistad con Salvador Dalí además
de la que mantenía con el autor del Romancero
gitano.
[5] Que además cuenta con algunas de sus mejores películas como Los olvidados de 1950, considerada por
la UNESCO como Memoria de la humanidad
y que causó un considerable revuelo en el Méjico más oficialista de entonces
por la deprimente visión que ofrecía del país y su sociedad, pero también y gracias
a los numerosos premios que recaudó en varios certámenes situó a Buñuel en el
mapa cinematográfico mundial y hizo acallar a las voces más críticas en un
incómodo pero respetuoso rumor de fondo que jamás abandonaría su carrera.
[6] Al parecer, una versión temprana del guión terminaba la película
con un meteorito aplastando a Simón sobre su columna acabando con él. El
resultado final tal y como lo conocemos es más coherente, pero uno no puede
dejar de pensar en el impacto que habría tenido un cierre como el que se había
planteado inicialmente.