miércoles, 30 de enero de 2013

SIMÓN DEL DESIERTO



 Simón el Estilita fue un asceta cristiano, el más severo de todos ellos, expulsado de un monasterio en algún momento de un siglo V que empezaba a despuntar por su excesivo rigor. Decidido a continuar su penitencia a la intemperie de las autoridades eclesiásticas, Simón el Estilita el Viejo, como también se le conoce, vivió en una cisterna seca, luego en una cueva y para evitar las ininterrumpidas visitas de gente que había oído hablar de él, decidió alejarse del mundanal ruido poniéndose por encima de aquellos que lo creaban y perturbaban su paz de espíritu y sagrada abnegación. Le fue construida una columna (stylé en griego, de ahí su apodo) de tres metros de altura, a la que le sustituiría una de siete y por último una de diecisiete por encima del suelo en la que vivió durante 37 años de su vida[1] alejado de la existencia terrenal que tenía lugar por debajo de él tentándolo en ocasiones, pero siempre finalmente rechazado como lugar pecaminoso que lo alejaba de la gracia de Dios y lo aproximaba a un Diablo tentador.

Y a ojos del director del mediometraje Simón del desierto, Luís Buñuel, el Diablo no es una reptiliana criatura que intenta embelesar al asceta con su lengua viperina de serpiente[2], ni tampoco una idea como las que parecen nublar para después despejar en ocasiones la mente del pobre Simón. Si el Estilita interpretado por un esquelético y ajado Claudio Brooks parece alimentarse del aire que remueve sus largas barbas y greñas y agita los harapos con los que viste a modo de humilde abrigo a los ojos de Dios, el Demonio que intenta tentarlo para que abandone su vida de sacrificio y se dé a los placeres de lo físico tiene el voluptuoso cuerpo de Silvia Pinal, antagonista final de la fe que se quiere férrea hasta el suicidio de los cinco y cada vez más perturbados sentidos de Simón. De esta manera, Simón del desierto presenta un enfrentamiento de dos maneras de entender el mundo. Una, la más razonable y con los pies en el polvo desértico, es la terrenal, la que condensa todos los presuntos vicios y las embrionarias virtudes del mundo que Simón, desde las alturas, y en el otro y solitario frente en el que se dirime la supuesta salvación de su alma, no deja de señalar con dedo acusador cada vez que alguien se aproxima a perturbar su paz de espíritu en busca de consuelo en forma de salvación.

Desde enanos enamorados de sus cabras, monjes orgullosos e infantiles hasta otros que quieren directamente calumniarle o que sólo le quieren como hacedor de milagros que regeneran manos amputadas para después irse del lugar como si nada hubiese ocurrido ni el acontecimiento mereciese más atención, el Simón de Buñuel pasa poco tiempo sólo. Todos los que lo visitan, ya sea con mala intención o involuntaria afrenta a sus rigidísimas creencias, acaban perfilando al hombre que pasa los años con los brazos extendidos y los ojos cerrados en éxtasis religioso. Y el retrato que de él se hace resulta bastante contradictorio. Simón es un bondadoso fanático, un egocéntrico y sacro tiquismiquis que ve pecado en todo y todos, un ser que se ha vuelto ridículo porque el mundo que mira desde lo alto ha cambiado desde lo bajo sin que él se haya dado cuenta y sin que poca cosa más parezca importarle que su propia salvación. Sus seguidores y detractores tampoco salen muy bien parados como ejemplo de una humanidad esencialmente hipócrita y aprovechada, e incluso Simón, despreciando a sus iguales por impuros y confundiendo abnegación a los ojos de Dios con puro egoísmo sobre las necesidades de los demás, más elevados en su inofensiva sinceridad que los falsos profesionales de la fe. Sólo Satán parece incólume a la sátira tan a gusto de su realizador con la hipocresía como principal queja… Aunque Simón le pise, a cierta distancia, los talones en cuanto a pureza de principios por muy absurdos hasta lo risible que puedan parecer en su caso.

Pero esta no es una película sobre la moral, o sobre la pérdida de la fe o su fortalecimiento hasta el integrismo en tiempos liberales en los que el supuesto pecado va ganando terreno. El conflicto al que se ve sometido Simón en su enfrentamiento con el Diablo por Buñuel se presenta de maneras tan esquemáticas y reduccionistas que logra ridiculizarlo con su exceso de celo y pureza en los periódicos exámenes de fe a los que se ve sometido el Estilita.
El sentido del humor que corroe y se alimenta del falso trascendentalismo del film está basado en la seriedad con la que Simón se toma a sí mismo (que Buñuel parece compartir[3]) y a su causa proviene de la despreocupada visión del mundo y lo religioso de los que lo rodean a sus pies a varios metros más abajo. La desopilante comicidad de la película nunca se revela completamente, ni representa una salvaje puya contra un personaje que podría pasar por un iluminado cualquiera, dejándolo caer por su propio peso pero de un estoicismo rayano en la locura con un punto admirable de integridad. Se diría que para Buñuel uno puede ser santo, idiota y loco sin apenas distinción entre dichas categorías, como tampoco parece haber una transición entre los distintos tonos que cohabitan yuxtapuestos en Simón del desierto que se diría esperan su turno para ponerse en primer plano sin nunca desaparecer del todo cuando su momento ha pasado y la película toma un camino distinto. La única definición que parece aceptar el tono de este Simón del desierto es la de inclasificable. Se diría una comedia bufa, pero en ocasiones parece tomarse muy en serio lo que poco antes era motivo de cachondeo, podría ser un drama de no ser por las cómicas interrupciones que lo aligeran sin nunca llegar a perturbar el desarrollo de la película. Pero también hay instantes inquietantes que quiebran la sonrisa del más pintado por las buenas y sin previo aviso en forma de ataúd que se desliza por el desierto en busca de un aspirante a mártir que amedrentar o una anciana desnuda corriendo por el desierto hasta perderse de vista profiriendo amenazas. Al estatismo de un cada vez más alucinado Simón, del que nunca sabemos si compartimos su alucinación o somos testigos ajenos a ella, se contrapone la febril actividad de los que lo toleran pese a su irreductible (e inconscientemente interesado) moralismo que acaba siendo risible puestos en solfa por un Buñuel que se dedica a hacer lo que se le da mejor: lo que le da la real gana sin que nunca parezca haber perdido el timón de la película. El tono de la cual se comba una y otra vez bajo el peso de los diferentes elementos que se van sumando hasta ampliar su arco tonal sin llegar nunca a romperse.

El tiempo y el espacio también son doblegados y mezclados a placer: el Diablo hace su primera aparición en el momento histórico indeterminado pero desde luego anterior al siglo XX en el que el mediometraje tiene lugar vestida como una pícara colegiala agarrada a su hula hop y su atontolinado parloteo que busca provocar al santo y que dice venir de “allí” e ir “allá” en lo que parece un chiste más pero no deja de ser una acertada manera de concretar los lugares y la temporalidad en un film en la que las distancias y los espacios responden a anárquica lógica de un sueño del que sólo Simón parece haberse quedado al margen pese a ser su pivote principal. Esta amorfa concepción del tiempo y el espacio también evoca la idea de la inmensidad de la lucha, de las imposibles capacidades de Satán para estar en varios lugares a la vez y tener una visión completa, por así decirlo, del tiempo en general sin estar sujeto a lo cronológico y a lo espacial como si afecta, de forma plausible, al propio Simón que pese a todo pasa unos cuantos años en los escasos tres cuartos de hora de duración de Simón del desierto. Un santo que se las ve y se las desea para validar una forma de ver el mundo que no sólo lo aísla físicamente, sino a todos los niveles a ojos del espectador. Su ridículo es el del que está trasnochado y es incapaz de verlo, el que resiste sin darse cuenta de que sólo él está en guerra declarada y que la humanidad está bien (o mal) como está y no esta por corregir lo que un hombre ve desde la segura distancia de una columna. La visión del Diablo, y de toda la humanidad detrás, que conforman la que el espectador acaba teniendo de Simón a base de limar su legitimidad con sus exageradas reacciones es la mejor arma de Buñuel contra su personaje principal al que, pese a todo, no niega la virtud del que resiste contra viento y marea.

Si Simón se ve limitado por su religiosa visión del mundo que tiene como consecuencia física una pequeña plataforma sobre la que se mueve mientras el resto de personajes van y vienen por un terreno tan yermo como la columna de Simón pero muchísimo más amplio y por el que corren sonidos de Pasos de Semana Santa como única banda sonora ocasional, Buñuel demuestra lo desamparado que está cuando él es el único que está sujeto a las leyes de la física y hasta de la lógica narrativa más convencional que se ve continuamente violentada por la grotesca presencia de los demás personajes con Satán a la cabeza. No hay tampoco fronteras entre las pesadillescas fantasías de Simón y la realidad que parece fundirse en espejismos que nunca se revelan como tales. Todo confluye en un amorfo tono que nunca se concreta y se sostiene inexplicablemente como un divertimento ligero agradablemente espeso en su misteriosa forma, abierto a múltiples lecturas y posibilidades que nunca se hacen tan evidentes como para ser algo más que una estimulante posibilidad que no ahoga la historia[4], irreverente pero lógica a su manera al fin y al cabo y muy potenciada por su puesta en escena. Simón puede verse como la figura de una religión un sus líderes que han perdido el contacto con el mundo del que se han aislado voluntariosamente, pero también la del artista iluminado o el sabihondo (presentándose con una reverencia la primera vez que aparece en pantalla y ante sus seguidores como si todo fuese una enorme representación de la que él fuese el protagonista principal) que se cree por encima de todo y todos, situado en una presunta privilegiada distancia desde la cual puede crear distinciones y ejecutar sus juicios de valor sin tener idea de la realidad sobre la que cree tener algún poder y que ya se le ha escapado de las manos… siendo sin duda alguna una sátira considerable más que de la posibilidad de que Dios pueda existir, de la religión como institución en manos de dudosas autoridades que acceden a hacer milagros cuando se les concede una columna nueva un poco más alta...

Pero director aragonés elude la astracanada que consistiría en someter a perrerías constantes a su imperturbable protagonista gracias a una conseguida atmósfera que aglutina tal cantidad de elementos aparentemente inconexos que fascina donde otros habrían dejado indiferentes una vez uno se ha acostumbrado al constante goteo de sorpresas. El desierto que habita Simón desde lo alto es recogido por la cámara de Buñuel de forma libre y de planificación invisible realzada por un blanco y negro que extrema los contrastes de una humanidad ya de por sí bastante contrastada físicamente hasta hacer pictórico lo que era una colección de personajes esperpénticos sin dar nunca el brazo a torcer. No importa lo divertida que pueda parecer Simón del desierto en su afortunadamente ajustada duración, nunca se deshace de esa atmósfera alucinatoria en la que oímos tanto algunos pensamientos como opiniones dichas en voz alta sin discontinuidad, o algunos recuerdos que comparten el mismo plano físico de realidad, haciéndolos imposibles de discernir los unos de los otros y que hacen pensar que todo puede ocurrir sin nunca hacer aguas.
El tan cacareado y cierto surrealismo del cine de Buñuel parece ser el estado natural del mediometraje, con un daliniano plano de unas hormigas como posible autoguiño a la más célebre de las aventuras premeditadamente surrealistas de Buñuel, Un perro andaluz o La edad de oro, la enrarecida atmósfera de la cual remite en una versión narrativamente más convencional aunque igualmente vigorosa en Simón del desierto (y se repetiría con menos fuerza en El ángel exterminador, La vía láctea o El discreto encanto de la burguesía por poner algunos ejemplos en su cine), lo que no impide un último puñetazo sobre la mesa que parece, sin conseguirlo, hacer peligrar la coherencia del mediometraje.

Dejando atrás el aplastante y casi deshabitado paisaje desértico, siempre de resonancias bíbilicas, de un Méjico en el que Buñuel había llevado a cabo la etapa más fructífera de su filmografía[5] y adentrándose en una bulliciosa ciudad vista con un ondulado ojo de pez, Buñuel somete a Simón a un inofensivo calvario suficiente para aniquilarlo en su esencia con una pequeña demostración práctica. Haciendo gala de una libertad de recursos dramáticos que no rompe con el resto del film ni tampoco, una vez más, se molesta en explicar, Buñuel traslada a Simón a una fiesta tal y como se entendía en el 1964 en que tuvo lugar el rodaje de Simón del desierto. Ninguneado por todos y mezclado con aquella humanidad anónima a la que contemplaba y sermoneaba desde su atalaya particular, Simón se enfrenta a la victoria del Diablo[6]. Buñuel se regodea en los cuerpos que parecen desprovistos de voluntad y  que bailan sin parar ante la desapegada mirada del antiguo mártir atrapado en un limbo mucho menos ostentoso para su sacrificio particular que el que parecía aguardar como agua de mayo. Sólo un vitalista chillido de eco sobrenatural proferido por el Diablo en medio del frenesí del baile nos recuerda la seriedad y el calado de la iluminada causa de Simón, ya perdida. Y de paso, anulando todo elemento que interfiera o matice el duelo entre Simón y el Diablo, el director nos sitúa en una despreocupada actualidad, la de entonces que podría ser la de ahora, que nos hace agradecidos responsables de su derrota, celebrada por el propio Luís Buñuel.

Título: Simón del desierto. Dirección: Luís Buñuel. Producción: Gustavo Alatriste. Guión: Luís Buñuel y Julio Alejandro sobre una historia de Luís Buñuel. Fotografía: Gabriel Figueroa. Montaje: Carlos Savage. Música: Raúl Lavista. Año: 1964.
Intérpretes: Claudio Brook (Simón), Silvia Pinal (Diablo), Hortensia Santovena (Mujer).


[1] En la película sólo lo vemos cambiar de columna una sola vez. Todo lo anterior a esta nota al pie está ausente del film que adapta este pasaje de la vida de Simón, que tuvo lugar entre el año 390 y el 459, con plena libertad que empieza a andar con la situación ya empezada y tomada por el lado que le interesa a su responsable. La festividad en honor a Simón el Estilita tiene lugar el 5 de enero.

[2] Sí lo es en la plancha metálica fechada en el siglo VI que se encuentra en el Museo del Louvre y que muestra a Simón (o Simeón) el Estilita sobre su columna alrededor de la cual hay enroscada una serpiente de tamaño descomunal que mira a Simón a muy corta distancia y que representa al Diablo que pretende tentar al asceta.

[3] Buñuel se consideraba “Ateo, gracias a Dios” a pesar de, o precisamente por, una educación férreamente religiosa de la que se desembarazó primero en Madrid cuando fue allí a cursar sus estudios y definitivamente al ir a París unos años más tarde. Vitalista y vividor, Buñuel usó en muchas ocasiones simbología religiosa en sus films (siendo el ejemplo más sonado de todos ellos el de la Última Cena en Viridiana) con el objetivo de hacer chanza de ellos con conocimiento de causa. Simón del desierto no parece ser una excepción.

[4] Originalmente, aunque no aparece así en los créditos, y según la leyenda ideada por Buñuel junto con Federico García Lorca (asesinado en 1936, durante la Guerra Civil), al que conoció en la Residencia de Estudiantes madrileña en la que también conocería y haría amistad con Salvador Dalí además de la que mantenía con el autor del Romancero gitano.

[5] Que además cuenta con algunas de sus mejores películas como Los olvidados de 1950, considerada por la UNESCO como Memoria de la humanidad y que causó un considerable revuelo en el Méjico más oficialista de entonces por la deprimente visión que ofrecía del país y su sociedad, pero también y gracias a los numerosos premios que recaudó en varios certámenes situó a Buñuel en el mapa cinematográfico mundial y hizo acallar a las voces más críticas en un incómodo pero respetuoso rumor de fondo que jamás abandonaría su carrera.

[6] Al parecer, una versión temprana del guión terminaba la película con un meteorito aplastando a Simón sobre su columna acabando con él. El resultado final tal y como lo conocemos es más coherente, pero uno no puede dejar de pensar en el impacto que habría tenido un cierre como el que se había planteado inicialmente.

2 comentarios:

  1. El resultado del meteorito se reservaba para una versión alternativa titulada "Don Simón Del Desierto"

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    1. Y que terminaba con la acción en nuestros días repartiendo la sangre de cristo en cómodos y portátiles tetra briks...

      Un saludo y gracias por leerme.

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