jueves, 10 de enero de 2013

EL LIBRO NEGRO



 Israel, Octubre de 1956[1]. En ese momento y lugar, cercado por alambres de espino, dos mujeres se reencuentran. Una de ellas está casada y ha llegado allí como parte de una comitiva turística. La otra está en su nuevo hogar, y es maestra de un grupo de niños, judíos como ella, con los que canta en una pequeña escuela de madera. Es su voz cantarina la que hace recordar a la alegre visitante que se conocieron antes, concretamente en Holanda en algún momento entre septiembre de 1944 y 1945, periodo en el que tiene lugar gran parte del turbio cuerpo de El libro negro rememorado entre lágrimas y a solas por la maestra. Fue en ese 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando el director Paul Verhoeven recuerda haber visto, a sus seis años, pelotones de tropas aliadas llevando arriba y abajo a soldados alemanes sin que nada bueno pudiese esperarse para ellos y también cuerpos de otros miembros de la soldadesca nazi muertos descomponiéndose en medio de la calle cuando el alto el fuego ya había tenido lugar, víctimas de una posguerra que algunos utilizaban como argumento para saciar sus ansias revanchistas. En ese mismo año un abogado de la Haya llamado De Boer fue hallado muerto de un disparo. Según parece, De Boer había ejercido como intermediario entre las autoridades alemanas que hasta hacía bien poco manejaban Holanda desde la Haya y la resistencia holandesa que intentaba resistirse al control totalitario nazi en sus tierras. Haciendo de, como no podía ser de otro modo, turbia bisagra diplomática que evitaba un "excesivo" (las comillas son por lo redundante) derramamiento de sangre entre ambos frentes, se asegura que conocía y llevaba escritos en su inseparable libreta negra los nombres de algunos colaboracionistas y traidores de uno y otro lado de la contienda civil holandesa. Los culpables jamás fueron encontrados. La libreta negra tampoco.

Con estos elementos resituados en su trama y su poso dramático, El libro negro tiene lugar, casi en su totalidad, en la Holanda tomada por un régimen nacionalsocialista que se niega a temblar ante el frío siberiano de su inminente derrota y también y más concretamente en la facción más violenta de la resistencia holandesa. A ella va a parar Rachel Stein, la joven judía que anteriormente hemos visto llorar desconsolada en el nuevo Estado de Israel, y que tras perder a su familia en una emboscada llevada a cabo por las execrables SS se une a dicha resistencia en parte buscando cobijo y también buscando una venganza que poco a poco irá perdiendo su filo diluyéndose en una realidad, la de la posguerra que se despereza violentamente de vez en cuando, mucho más compleja de lo que inicialmente pudiese parecer. Así, la morena Rachel deviene una Matahari de cabellos y pubis rubio que responde al nuevo nombre de Ellis de Vries[2] que se ve “obligada” a meterse en la cama con un alto mandatario nazi de la que se acaba enamorando mientras coquetea con el líder de la resistencia holandesa, estableciendo carnalmente el peligroso toma y daca que la chica asume con ambos lados del conflicto.

Dos lados diferenciados que Verhoeven se dedica a enturbiar y entremezclar hasta componer una situación hasta cierto punto más equitativa de la violencia ejercida por un nazismo que ve como le ronda la derrota y una resistencia que no se anda con chiquitas en pos de su honorable causa construida con pilares morales un tanto o muy dudosos. La venganza de Rachel no parece ser la única que espolea al grupo terrorista holandés contra el cruel dominio nazi; el sentimiento revanchista fruto de cinco años de ocupación en suelo holandés[3], el dar rienda suelta a la mala baba reconcentrada en pos del beneficio propio o el puro interés económico no sólo a costa de las vidas alemanas sino de los propios miembros de la resistencia o simples civiles adinerados acaban siendo moneda de cambio en una resistencia a la que nunca se le cuestiona su objetivo último, el derrocar a un régimen nazi que tampoco se queda atrás en sus barbaridades, pero sí se deja bien patente que está lejos de la pureza de intenciones que se le podrían presuponer desde un punto de vista histórico que difumina todas las personas individuales como aristas de un conjunto perfectamente compartimentado en un blanco y negro sin matices. Esa visión de la Historia tiene su reflejo en el género bélico que se presenta (aunque no siempre sea así) por lo general bajo esos mismos parámetros maniqueístas en cuanto le pone los ojos encima a una historia que gire alrededor del nazismo: en buenos y malos, pero El libro negro planta cara a esa manera de hacer y de ver. Así, esa visión de la Historia es resquebrajada una y otra vez hasta hacerse añicos por una forma de ver el conflicto, la del realizador, que es usada como ariete y que envenena la supuesta pureza de los que participan en ella hasta igualarlos en sus miserias fruto de la guerra.
A Verhoeven, al menos como realizador pero probablemente también lejos de la cámara, los bandos le traen sin cuidado, lo que le importa son las víctimas que caen en el fuego cruzado. Y es esa forma de ver el conflicto (y el mundo en general) lo que también corroe la pulcritud de la puesta en escena y sobretodo su sentido propia del género bélico en el que más o menos se podría encuadrar la película. No estamos, pese a la turbiedad de su fondo, ante una película sórdida en su superficie sino todo lo contrario. La forma es elegante y lujosa (por algo es hasta la fecha la película más cara del cine holandés) sin llegar al manierismo, y la película desprende un agradable aroma añejo (no lo confundan con rancio) que nunca llega a desaparecer pese a contar con algunos elementos que, más allá del guión, la distancian de ese referente más clásico del cine bélico. No hay ironía ni distancia más o menos cómplice como podía darse en algunos pasajes de algunos de sus films anteriores como Robocop o Starship troopers y sí un aprovechamiento de lo que el género de guerra en esu vertiente más despreocupadamente lúdica puede aportar en cuanto asienta una situación que permite actitudes dramáticamente potentísimas sin que parezcan salidas de tono o exageraciones.

Junto con las imágenes que ilustran con dinamismo y fluidez traiciones, espionaje y contraespionaje, tiroteos y persecuciones a las que sólo se les puede reprochar algún rimbombante subrayado de la banda sonora y una salida de tono en forma de ofensa religiosa en mitad de un tiroteo, aparecen aquí y allá dos de los rasgos distintivos más polémicos del casi siempre polémico cine de su realizador: el sexo y la violencia. Y ambos, como siempre, mostrados sin ningún tapujo. La violencia de El libro negro es seca y explosiva, no aparece muy a menudo pero cuando se muestra y se oye resulta desagradable, más aún dentro de la elegancia del contexto. Y su tratamiento visual es reveladoramente idéntico sea quien sea el que la ejecute, ya sean nazis o los virulentos y manipuladores miembros de una resistencia con muchísimos claroscuros, y también al grueso del cine de Verhoeven. De muestra una imagen que no es la primera vez que puede verse en su filmografía: el usar como escudo el cadáver de un hombre que unos segundos antes respiraba sin que a nadie le parezca reprobable, aunque al espectador sí le resulta considerablemente crudo. La lección que se desprende del tratamiento de la violencia como algo cruel y sucio y que se condensa en esa imagen se resume en el habitual Carpe diem que vertebra una parte importante del cine de su realizador. La vida es para los vivos y a los muertos se les llora cuando hay tiempo para hacerlo, cosa que en una situación tan imposible como la de El libro negro se da con cuentagotas y encuentra su carta de naturaleza en una guerra que saca a la luz todo lo bueno y lo malo de la gente porque no hay tiempo que perder. Esta visión tan, digamos, “física” a la que colaboran no poco la realista presencia de unos actores muy bien dirigidos y lejos de físicos estereotipados, e inmediata (que no descerebrada) de la existencia encuentra su lugar en un film que gracias a ella  deviene inesperadamente vitalista pese a jugar con los elementos que pone sobre la mesa y que tiene su placentera válvula de escape en su reverso, en el sexo. Y este es mostrado agradecidamente como casi siempre por Verhoeven en desnudos, muchos de ellos integrales y tanto de mujeres como de hombres, y actitudes sexuales mostradas de manera tan clara y despreocupada como sana, con una mención especial para ese primer plano de la pelusilla vaginal de Rachel Stein tiñéndose de rubio, revelador de la importancia que tendrá el sexo en su proceso de infiltración entre las autoridades nacionalsocialistas.
Pero el sexo en El libro negro no es sólo manipulación y poder, que también, como lo era en Instinto básico o  Showgirls, también amor y sobretodo un placer mutuo que alegra los días de unos personajes conscientes de que bien podrían ser los últimos de sus vidas como en Delicias turcas o Delicias holandesas. De esta manera, y poniendo la supervivencia en un primer plano que una visión más trascendental de la vida y la muerte podría haber diluído, todas las fuerzas de la película confluyen en el bonito cuerpo de su protagonista Rachel Stein y el alma vitalista que le insufla la actriz que la interpreta en pantalla Carice Van Houten.

Sin ella, esta película seguiría siendo el gran cine que es por Verhoeven, pero no sería ni mucho menos lo mismo sin la alegre y vivificante presencia de la actriz que consigue la imposible graduación que aúna la ternura, un cierto cinismo de superviviente, erotismo, decisión y vulnerabilidad que traspasa al film todas esas características entremezclándose sin anularse entre ellas y dotando a la película, con sus apariciones realzadas por un siempre libidinoso Verhoeven, de una atmósfera de sensualidad que nunca pierde de vista la historia que está narrando en imágenes que combinan a la perfección la historia de espionaje con la emoción y la carnalidad que la impulsan y la dotan del complejo sentido que recorre El libro negro. De no ser por esa atmósfera que da vida a un fondo pesimista, la película sería un catálogo de miserias humanas en un guión que invitaría más a la rendición que a la lucha, como afortunadamente acaba siendo tras pasar por su plasmación en imágenes que demuestra que aún es posible algo tan pretenciosamente denostado como muy sospechosamente raro de ver: una historia excelentemente narrada. Además, Rachel Stein se erige en la respuesta a las repetidas acusaciones de misógino que Verhoeven ha cargado en múltiples ocasiones, algunas de manera comprensible aunque dando lugar a reacciones exageradas. Mujeres como la Katherine Tramell interpretada por una mítica y ardiente Sharon Stone en Instinto básico eran objetos de fascinación que acababan siendo pura maldad a ojos de sus amantes masculinos en un arquetipo de mujer fatal que aquí y allá puede encontrarse en la filmografía del director y que con su sexualidad desmontan el castillo de naipes de poder masculino que impera en los mundos de esas películas (y fuera de ellas por lo general también) empequeñeciéndolos a esclavos de su entrepierna ante el poder superior de las mujeres del cine de Verhoeven, a un paso muchas veces de la arpia manipuladora[4].
Algo de eso hay en Rachel Stein, pero el hacerla protagonista le da al realizador la oportunidad de desarrollarla hasta lo humano y no una mera fantasía masculina que se vuelve contra su creador. Rachel manipula, pero en aras de su supervivencia como podría pensarse que también hacía la Elizabeth Berkley de Showgirls pero en un entorno tan absurdo y depredador como Las Vegas que hacía del uso de su sexualidad algo desmesurado en comparación con el ambiente de El libro negro, en el que la supervivencia lo es no en un sentido social sino en lo vital en un sentido estricto con lo que la visión que podía verse como frívola en el ejemplo anterior encuentra su disculpa en la implacable violencia que rodea a los personajes y también hace de la película un film más accesible para la mayoría del público. Así, el poder que siempre ha otorgado Verhoeven a las mujeres de su cine por encima del de los hombres se mantiene en esta película, pero ahora además ya no se percibe como amenaza sino con simpatía. Lo que no significa que ese poder que se muestra sea aceptado por los demás personajes.

Si antes se ha comentado que el film carga contra una visión excesivamente maniquea de la Historia, la denuncia de ese prisma oficialista de la misma acaba teniendo su representante en la propia Rachel, vector de la película y  en consecuencia de lo que se demuestra a partir de ella. Al terminar la contienda bélica y con el nazismo derrotado, el líder de la resistencia es aupado a la categoría de héroe, mientras que Rachel por su condición de espía por supervivencia es degradada, apaleada bajo los gritos de una muchedumbre que la acusa de “puta de los nazis” y literalmente bañada en mierda por unos vencedores que aprovechan su condición para hacer lo que les venga en gana mientras la euforia de la victoria les permita hacerlo a ojos de los demás escocidos por la opresión. Sólo con esto Verhoeven ya se sitúa del lado no de los perdedores de la Historia, cosa que no ocurre, sino del de los desamparados de la misma (que no por casualidad vienen representados por una mujer que acerca al film a la reivindicación  feminista) que ha caído en una guerra en la que como en todas la primera víctima si no es la verdad sí lo es la totalidad de esa verdad, de la cual sólo quedan unos retazos escogidos a conveniencia.

Su mirada tampoco es paternalista, la guerra a ojos del realizador parece una pegajosa fuerza que ensucia con sólo mirarla y de la que nadie está a salvo ya sea de ser víctima o verdugo en la misma. Verhoeven puede ser, como se le ha acusado muchas veces, un relativista, pero sólo a nivel político ya que (o precisamente por ello) moralmente resulta terriblemente lúcido sin necesidad de ser épico ni de disculpar ninguna conducta que tiene lugar en una guerra ya terminada a nivel oficial pero que ha creado nuevas deudas de sangre que ensucian las manos de todos, hasta de los que hasta entonces habían conseguido mantenerlas más o menos limpias, reiniciando un ciclo que nunca termina. Resulta curioso como las habituales quejas por violentismo al realizador y su presunto (y en mi opinión falso aunque comprensible y uno de los elementos más interesantes de su cine para el espectador) confusionismo ideológico[5] estén en esta película tan relacionados y el segundo en el mismo corazón de su guión, que lo ha devuelto a un país natal en el que cuando se fue a hacer la parte más famosa de su siempre muy interesante filmografía en los EEUU se le interpretaba como izquierdista desde la derecha y de derechas desde la propia izquierda.

Con esta película, Verhoeven no sólo retorna al cine holandés del que llevaba alejado desde hacía más de dos décadas en una producción que tiene más de europea, por las múltiples lenguas que se hablan en ella, y de verhoeviana por ser también un compendio de todo lo que ha ido apareciendo en su carrera y en toda su plenitud, aunando el sentido del espectáculo que aprendió bajo parámetros industriales y estéticos muy diferentes en Hollywood y el vitalismo de poso inevitablemente nihilista de su etapa holandesa que deja el final de esta película. Si su inicio en un Israel rodeado de puntos de avistamiento y alambradas en presagio de una guerra que nunca abandona a El libro negro, esta remata la jugada al poner su punto final con una nueva guerra que creará otras nuevas como lo hizo la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Sinaí llamando a las puertas de la Historia a cañonazos.

Título: Zwartboek. Dirección: Paul Verhoeven. Producción: Jeroen Beker, Teun Hilte, San Fu Maltha, Jens Meurer y Jos van der Linden. Guión: Gerard Soeteman y Paul Verhoeven. Fotografía: Karl Walter Lindenlaub. Diseño de producción: Wilbert van Drop. Montaje: Job ter Burg y James Hebert. Música: Anne Dudley. Año: 2008.
Intérpretes: Carice van Houten (Rachel Stein/Ellis de Vries), Sebastian Koch (Ludwig Müntze), Tom Hoffman (Hans Akkermans), Halina Reijn (Ronnie), Waldemar Kobus (Günther Franken), Derek de Lint (Gerben Kuipers), Christian Berkel (Käutner).


[1] El día 29 de ese mismo mes dio comienzo una contienda bélica que duró tan sólo seis días, pero que tuvo una especial importancia en lo que respecta a la repartición y poderío militar a ojos de la opinión pública para los implicados. Ese día 29 de octubre Israel decretó la movilización de sus tropas que invadieron el Sinaí y la Franja de Gaza en aras de recuperar el Canal de Suez, que había sido recientemente nacionalizado por el nuevo jefe del estado egipcio que había alcanzado el poder mediante un golpe de estado que derrocó al rey Faruq y reemplazando la monarquía vista con buenos ojos por occidente por una república socialista panarábica que estableció lazos y amistades con países afines al comunismo. Además, cuando en 1947 fue aprobado el plan de la ONU que dividía Palestina en dos estados bajo mandato británico los estados árabes y palestina le declararon la guerra al nuevo estado de Israel desde el primer día de su fundación. Fue la llamada Guerra Árabe Israelí en 1948, en la que el entonces Reino de Egipto también participó y perdió ante un Estado de Israel que vio como sus fronteras se ampliaban tras el fin del conflicto más allá de lo prometido por la ONU. El líder golpista egipcio en 1956, Nasser, era también nacionalista con lo que la humillación en que se vieron los países árabes mezclados en la Guerra Árabe Israelí tuvo bastante que ver con la instigación de la guerra de guerrillas contra Israel y la coalición militar que formaron el propio Egipto con Siria y Jordania para presionar al nuevo Estado. Francia y Reino Unido, por su parte se aliaron con Israel bombardeando suelo egipcio. La escalada de tensión y ataques militares se interrumpió cuando entró en juego Estados Unidos y Israel se hizo con el control del Sinaí mientras Egipto lograba nacionalizar el Canal de Suez. Por lo visto, mucho tuvo que ver el hecho de que Rusia, metida en el meollo por los contactos y amistades de Egipto con países del bloque comunista, amenazara con represalias militares en suelo francés e inglés. La ONU reconoció la frontera entre Egipto y Israel como una línea de tregua que ya existía en 1947 y tanto Francia como el Reino Unido asumieron un segundo plano en un orden del poder geopolítico (y sobretodo militar) mundial que ya se repartía casi exclusivamente entre los Estados Unidos y la URRSS.

[2] Según asegura Verhoeven, el personaje de Rachel/Ellis resulta de la fusión de tres mujeres que existieron en la vida real: las dos combatientes en la resistencia Esmée van Eeghen y Kitty ten Have y la artista Dora Paulsen, que probablemente servía como inspiración para el pasado como cantante de Rachel Stein.

[3] Los alemanes invadieron Holanda en 1940, en parte fruto de la poca seriedad con que fue tomada la posible amenaza de invasión nazi, dando lugar a varias formas de resistencia algunas de las cuales eran violentas, como la que ilustra la película, otras no.

[4] A esas acusaciones de misoginia no ayudaron la visión de la mujer que se ofrecía en una película que muy hasta cierto punto prefiguraba Instinto básico. El cuarto hombre mostraba de nuevo a la mujer como elemento castrador y fatal para el hombre. Además, la mencionada película protagonizada por Michael Douglas y Sharon Stone le mereció a Verhoeven el adjetivo de homófobo por ser el personaje de la amante del personaje de Stone antipática y con insitintos homicidas. Una vez más, visto lo visto, Verhoeven resultó ser demasiado liberal al permitirse tratar a todos por igual en sus virtudes y defectos. Tampoco estuvo exento de crítica la más respetada por consenso crítico época holandesa en la que Delicias turcas fue criticada por no entender que se mostraba el libre albedrío de una joven pareja de la que ella era finalmente víctima de una terrible leucemia no como lección moralista a su desaforada forma de vida, sino como justificación para su Carpe diem particular.

[5] Ya sea por Robocop que con su final no acaba de dejar claro si es un alegato o una denuncia a lo que ha mostrado en todo el film como sobretodo Starship Troopers, la carrera de Verhoeven no se ha librado tampoco del sanbenito ocasional de fascista. En el caso del segundo film mentado en esta nota al pie, la confusión es más plausible en cuanto la ironía depende mucho de los ojos y la buena voluntad del público en gran parte de su metraje. Curiosamente supone también el primer acercamiento del realizador al mundo nacionasocialista al tomar como base de inspiración para algunos instantes el célebre documental de Leni Riefensthal El triunfo de la voluntad, pura propaganda del temible régimen nazi hecha documental con bellas/arias imágenes que impulsan un discurso protofascista tan peligroso como puede imaginarse. Algunos planos de Starship Troopers fueron copiados directamente de dicho film según Verhoeven para establecer una analogía (que desde aquí hay que decir que es de lo más acertado pero cuyo desconocimiento por parte del público merma mucho su efectividad) entre las imágenes y la estética propagandística del nazismo y las del ejército norteamericano.

2 comentarios:

  1. Si consultas la novela en la que se basó Starship Troopers, de Robert A. Heinlein, notarás lo poco sutil que es el alarde de fascismo y militarismo del que goza el texto. Una joya. No dejo de pensar en los huevos de Verhoeven al adaptarla a su manera, levantando ampollas con su parodia de 100 millones $.

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    1. No he leído el libro de Heinlein, pero sí sabia que el hombre era un ultraconservador de mucho cuidado. Estamos de acuerdo en que Verhoeven se toma el fascismo a chirigota, pero está llegando un punto en el que lo que se ve en la película está perdiendo su contrapartida desde la que se podía ironizar... Aunque también hubo muchos que la malinterpretaron, a mi entender, desde el principio. El propio Casper Van Dien soltó en más de un entrevista que se parecía mucho al personaje de Rico que interpreta en la película. Vivir para ver. En cualquier caso, la película está más que bien y cuando se pone ácida tiene gracia. Un saludo y gracias por el comentario.

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