Israel,
Octubre de 1956[1].
En ese momento y lugar, cercado por alambres de espino, dos mujeres se
reencuentran. Una de ellas está casada y ha llegado allí como parte de una
comitiva turística. La otra está en su nuevo hogar, y es maestra de un grupo de
niños, judíos como ella, con los que canta en una pequeña escuela de madera. Es
su voz cantarina la que hace recordar a la alegre visitante que se conocieron
antes, concretamente en Holanda en algún momento entre septiembre de 1944 y
1945, periodo en el que tiene lugar gran parte del turbio cuerpo de El libro negro rememorado entre lágrimas
y a solas por la maestra. Fue en ese 1945, al finalizar la Segunda Guerra
Mundial, cuando el director Paul Verhoeven recuerda haber visto, a sus seis
años, pelotones de tropas aliadas llevando arriba y abajo a soldados alemanes
sin que nada bueno pudiese esperarse para ellos y también cuerpos de otros
miembros de la soldadesca nazi muertos descomponiéndose en medio de la calle
cuando el alto el fuego ya había tenido lugar, víctimas de una posguerra que
algunos utilizaban como argumento para saciar sus ansias revanchistas. En ese
mismo año un abogado de la Haya llamado De Boer fue hallado muerto de un
disparo. Según parece, De Boer había ejercido como intermediario entre las autoridades
alemanas que hasta hacía bien poco manejaban Holanda desde la Haya y la
resistencia holandesa que intentaba resistirse al control totalitario nazi en
sus tierras. Haciendo de, como no podía ser de otro modo, turbia bisagra
diplomática que evitaba un "excesivo" (las comillas son por lo redundante) derramamiento de sangre entre ambos frentes, se asegura que conocía y llevaba escritos en su
inseparable libreta negra los nombres de algunos colaboracionistas y traidores
de uno y otro lado de la contienda civil holandesa. Los culpables jamás fueron
encontrados. La libreta negra tampoco.
Con estos
elementos resituados en su trama y su poso dramático, El libro negro tiene lugar, casi en su totalidad, en la Holanda
tomada por un régimen nacionalsocialista que se niega a temblar ante el frío
siberiano de su inminente derrota y también y más concretamente en la facción
más violenta de la resistencia holandesa. A ella va a parar Rachel Stein, la
joven judía que anteriormente hemos visto llorar desconsolada en el nuevo
Estado de Israel, y que tras perder a su familia en una emboscada llevada a cabo
por las execrables SS se une a dicha resistencia en parte buscando cobijo y también
buscando una venganza que poco a poco irá perdiendo su filo diluyéndose en una
realidad, la de la posguerra que se despereza violentamente de vez en cuando,
mucho más compleja de lo que inicialmente pudiese parecer. Así, la morena
Rachel deviene una Matahari de cabellos y pubis rubio que responde al nuevo
nombre de Ellis de Vries[2]
que se ve “obligada” a meterse en la cama con un alto mandatario nazi de la que
se acaba enamorando mientras coquetea con el líder de la resistencia holandesa,
estableciendo carnalmente el peligroso toma y daca que la chica asume con ambos
lados del conflicto.
Dos lados
diferenciados que Verhoeven se dedica a enturbiar y entremezclar hasta componer
una situación hasta cierto punto más equitativa de la violencia ejercida por un
nazismo que ve como le ronda la derrota y una resistencia que no se anda con
chiquitas en pos de su honorable causa construida con pilares morales un tanto
o muy dudosos. La venganza de Rachel no parece ser la única que espolea al
grupo terrorista holandés contra el cruel dominio nazi; el sentimiento
revanchista fruto de cinco años de ocupación en suelo holandés[3],
el dar rienda suelta a la mala baba reconcentrada en pos del beneficio propio o
el puro interés económico no sólo a costa de las vidas alemanas sino de los
propios miembros de la resistencia o simples civiles adinerados acaban siendo
moneda de cambio en una resistencia a la que nunca se le cuestiona su objetivo
último, el derrocar a un régimen nazi que tampoco se queda atrás en sus
barbaridades, pero sí se deja bien patente que está lejos de la pureza de
intenciones que se le podrían presuponer desde un punto de vista histórico que
difumina todas las personas individuales como aristas de un conjunto
perfectamente compartimentado en un blanco y negro sin matices. Esa visión de
la Historia tiene su reflejo en el género bélico que se presenta (aunque no
siempre sea así) por lo general bajo esos mismos parámetros maniqueístas en cuanto
le pone los ojos encima a una historia que gire alrededor del nazismo: en
buenos y malos, pero El libro negro
planta cara a esa manera de hacer y de ver. Así, esa visión de la Historia es
resquebrajada una y otra vez hasta hacerse añicos por una forma de ver el
conflicto, la del realizador, que es usada como ariete y que envenena la
supuesta pureza de los que participan en ella hasta igualarlos en sus miserias
fruto de la guerra.
A Verhoeven, al
menos como realizador pero probablemente también lejos de la cámara, los bandos
le traen sin cuidado, lo que le importa son las víctimas que caen en el fuego
cruzado. Y es esa forma de ver el conflicto (y el mundo en general) lo que
también corroe la pulcritud de la puesta en escena y sobretodo su sentido
propia del género bélico en el que más o menos se podría encuadrar la película.
No estamos, pese a la turbiedad de su fondo, ante una película sórdida en su
superficie sino todo lo contrario. La forma es elegante y lujosa (por algo es
hasta la fecha la película más cara del cine holandés) sin llegar al
manierismo, y la película desprende un agradable aroma añejo (no lo confundan
con rancio) que nunca llega a desaparecer pese a contar con algunos elementos
que, más allá del guión, la distancian de ese referente más clásico del cine
bélico. No hay ironía ni distancia más o menos cómplice como podía darse en
algunos pasajes de algunos de sus films anteriores como Robocop o Starship troopers
y sí un aprovechamiento de lo que el género de guerra en esu vertiente más despreocupadamente lúdica puede aportar en
cuanto asienta una situación que permite actitudes dramáticamente
potentísimas sin que parezcan salidas de tono o exageraciones.
Junto con las
imágenes que ilustran con dinamismo y fluidez traiciones, espionaje y
contraespionaje, tiroteos y persecuciones a las que sólo se les puede reprochar
algún rimbombante subrayado de la banda sonora y una salida de tono en forma de
ofensa religiosa en mitad de un tiroteo, aparecen aquí y allá dos de los rasgos
distintivos más polémicos del casi siempre polémico cine de su realizador: el
sexo y la violencia. Y ambos, como siempre, mostrados sin ningún tapujo. La
violencia de El libro negro es seca y
explosiva, no aparece muy a menudo pero cuando se muestra y se oye resulta
desagradable, más aún dentro de la elegancia del contexto. Y su tratamiento
visual es reveladoramente idéntico sea quien sea el que la ejecute, ya sean
nazis o los virulentos y manipuladores miembros de una resistencia con
muchísimos claroscuros, y también al grueso del cine de Verhoeven. De muestra
una imagen que no es la primera vez que puede verse en su filmografía: el usar
como escudo el cadáver de un hombre que unos segundos antes respiraba sin que a
nadie le parezca reprobable, aunque al espectador sí le resulta
considerablemente crudo. La lección que se desprende del tratamiento de la
violencia como algo cruel y sucio y que se condensa en esa imagen se resume en
el habitual Carpe diem que vertebra una parte importante del cine de su
realizador. La vida es para los vivos y a los muertos se les llora cuando hay
tiempo para hacerlo, cosa que en una situación tan imposible como la de El libro negro se da con cuentagotas y
encuentra su carta de naturaleza en una guerra que saca a la luz todo lo bueno
y lo malo de la gente porque no hay tiempo que perder. Esta visión tan,
digamos, “física” a la que colaboran no poco la realista presencia de unos
actores muy bien dirigidos y lejos de físicos estereotipados, e inmediata (que
no descerebrada) de la existencia encuentra su lugar en un film que gracias a
ella deviene inesperadamente vitalista
pese a jugar con los elementos que pone sobre la mesa y que tiene su placentera válvula de escape en su reverso, en el sexo. Y este es mostrado agradecidamente como casi siempre por Verhoeven en desnudos,
muchos de ellos integrales y tanto de mujeres como de hombres, y actitudes
sexuales mostradas de manera tan clara y despreocupada como sana, con una
mención especial para ese primer plano de la pelusilla vaginal de Rachel Stein
tiñéndose de rubio, revelador de la importancia que tendrá el sexo en su
proceso de infiltración entre las autoridades nacionalsocialistas.
Pero el sexo
en El libro negro no es sólo
manipulación y poder, que también, como lo era en Instinto básico o Showgirls,
también amor y sobretodo un placer mutuo que alegra los días de unos personajes
conscientes de que bien podrían ser los últimos de sus vidas como en Delicias turcas o Delicias holandesas. De esta manera, y poniendo la supervivencia en
un primer plano que una visión más trascendental de la vida y la muerte podría
haber diluído, todas las fuerzas de la película confluyen en el bonito cuerpo
de su protagonista Rachel Stein y el alma vitalista que le insufla la actriz
que la interpreta en pantalla Carice Van Houten.
Sin ella, esta
película seguiría siendo el gran cine que es por Verhoeven, pero no sería ni
mucho menos lo mismo sin la alegre y vivificante presencia de la actriz que
consigue la imposible graduación que aúna la ternura, un cierto cinismo de
superviviente, erotismo, decisión y vulnerabilidad que traspasa al film todas
esas características entremezclándose sin anularse entre ellas y dotando a la
película, con sus apariciones realzadas por un siempre libidinoso Verhoeven, de
una atmósfera de sensualidad que nunca pierde de vista la historia que está
narrando en imágenes que combinan a la perfección la historia de espionaje con
la emoción y la carnalidad que la impulsan y la dotan del complejo sentido que
recorre El libro negro. De no ser por
esa atmósfera que da vida a un fondo pesimista, la película sería un catálogo
de miserias humanas en un guión que invitaría más a la rendición que a la
lucha, como afortunadamente acaba siendo tras pasar por su plasmación en
imágenes que demuestra que aún es posible algo tan pretenciosamente denostado
como muy sospechosamente raro de ver: una historia excelentemente narrada.
Además, Rachel Stein se erige en la respuesta a las repetidas acusaciones de
misógino que Verhoeven ha cargado en múltiples ocasiones, algunas de manera
comprensible aunque dando lugar a reacciones exageradas. Mujeres como la Katherine
Tramell interpretada por una mítica y ardiente Sharon Stone en Instinto básico eran objetos de
fascinación que acababan siendo pura maldad a ojos de sus amantes masculinos en
un arquetipo de mujer fatal que aquí y allá puede encontrarse en la filmografía
del director y que con su sexualidad desmontan el castillo de naipes de poder
masculino que impera en los mundos de esas películas (y fuera de ellas por lo
general también) empequeñeciéndolos a esclavos de su entrepierna ante el poder
superior de las mujeres del cine de Verhoeven, a un paso muchas veces de la
arpia manipuladora[4].
Algo de eso
hay en Rachel Stein, pero el hacerla protagonista le da al realizador la
oportunidad de desarrollarla hasta lo humano y no una mera fantasía masculina
que se vuelve contra su creador. Rachel manipula, pero en aras de su
supervivencia como podría pensarse que también hacía la Elizabeth Berkley de Showgirls pero en un entorno tan absurdo
y depredador como Las Vegas que hacía del uso de su sexualidad algo desmesurado
en comparación con el ambiente de El
libro negro, en el que la supervivencia lo es no en un sentido social sino
en lo vital en un sentido estricto con lo que la visión que podía verse como
frívola en el ejemplo anterior encuentra su disculpa en la implacable violencia
que rodea a los personajes y también hace de la película un film más accesible
para la mayoría del público. Así, el poder que siempre ha otorgado Verhoeven a
las mujeres de su cine por encima del de los hombres se mantiene en esta
película, pero ahora además ya no se percibe como amenaza sino con simpatía. Lo
que no significa que ese poder que se muestra sea aceptado por los demás
personajes.
Si antes se ha
comentado que el film carga contra una visión excesivamente maniquea de la
Historia, la denuncia de ese prisma oficialista de la misma acaba teniendo su
representante en la propia Rachel, vector de la película y en consecuencia de lo que se demuestra a
partir de ella. Al terminar la contienda bélica y con el nazismo derrotado, el
líder de la resistencia es aupado a la categoría de héroe, mientras que Rachel
por su condición de espía por supervivencia es degradada, apaleada bajo los
gritos de una muchedumbre que la acusa de “puta
de los nazis” y literalmente bañada en mierda por unos vencedores que
aprovechan su condición para hacer lo que les venga en gana mientras la euforia
de la victoria les permita hacerlo a ojos de los demás escocidos por la
opresión. Sólo con esto Verhoeven ya se sitúa del lado no de los perdedores de
la Historia, cosa que no ocurre, sino del de los desamparados de la misma (que
no por casualidad vienen representados por una mujer que acerca al film a la
reivindicación feminista) que ha caído
en una guerra en la que como en todas la primera víctima si no es la verdad sí lo
es la totalidad de esa verdad, de la cual sólo quedan unos retazos escogidos a
conveniencia.
Su mirada
tampoco es paternalista, la guerra a ojos del realizador parece una pegajosa
fuerza que ensucia con sólo mirarla y de la que nadie está a salvo ya sea de
ser víctima o verdugo en la misma. Verhoeven puede ser, como se le ha acusado
muchas veces, un relativista, pero sólo a nivel político ya que (o precisamente
por ello) moralmente resulta terriblemente lúcido sin necesidad de ser épico ni
de disculpar ninguna conducta que tiene lugar en una guerra ya terminada a
nivel oficial pero que ha creado nuevas deudas de sangre que ensucian las manos
de todos, hasta de los que hasta entonces habían conseguido mantenerlas más o
menos limpias, reiniciando un ciclo que nunca termina. Resulta curioso como las
habituales quejas por violentismo al realizador y su presunto (y en mi opinión
falso aunque comprensible y uno de los elementos más interesantes de su cine
para el espectador) confusionismo ideológico[5]
estén en esta película tan relacionados y el segundo en el mismo corazón de su
guión, que lo ha devuelto a un país natal en el que cuando se fue a hacer la
parte más famosa de su siempre muy interesante filmografía en los EEUU se le
interpretaba como izquierdista desde la derecha y de derechas desde la propia
izquierda.
Con esta
película, Verhoeven no sólo retorna al cine holandés del que llevaba alejado
desde hacía más de dos décadas en una producción que tiene más de europea, por
las múltiples lenguas que se hablan en ella, y de verhoeviana por ser también un compendio de todo lo que ha ido
apareciendo en su carrera y en toda su plenitud, aunando el sentido del
espectáculo que aprendió bajo parámetros industriales y estéticos muy
diferentes en Hollywood y el vitalismo de poso inevitablemente nihilista de su
etapa holandesa que deja el final de esta película. Si su inicio en un Israel
rodeado de puntos de avistamiento y alambradas en presagio de una guerra que
nunca abandona a El libro negro, esta
remata la jugada al poner su punto final con una nueva guerra que creará otras
nuevas como lo hizo la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Sinaí llamando a las
puertas de la Historia a cañonazos.
Título: Zwartboek. Dirección: Paul Verhoeven. Producción: Jeroen Beker, Teun Hilte,
San Fu Maltha, Jens Meurer y Jos van der Linden. Guión: Gerard Soeteman y Paul Verhoeven. Fotografía: Karl Walter Lindenlaub. Diseño de producción: Wilbert van Drop. Montaje: Job ter Burg y James Hebert. Música: Anne Dudley. Año:
2008.
Intérpretes: Carice
van Houten (Rachel Stein/Ellis de Vries), Sebastian Koch (Ludwig Müntze), Tom
Hoffman (Hans Akkermans), Halina Reijn (Ronnie), Waldemar Kobus (Günther
Franken), Derek de Lint (Gerben Kuipers), Christian Berkel (Käutner).
[1] El día 29 de ese mismo mes dio comienzo una contienda bélica que
duró tan sólo seis días, pero que tuvo una especial importancia en lo que
respecta a la repartición y poderío militar a ojos de la opinión pública para
los implicados. Ese día 29 de octubre Israel decretó la movilización de sus
tropas que invadieron el Sinaí y la Franja de Gaza en aras de recuperar el
Canal de Suez, que había sido recientemente nacionalizado por el nuevo jefe del
estado egipcio que había alcanzado el poder mediante un golpe de estado que derrocó
al rey Faruq y reemplazando la monarquía vista con buenos ojos por occidente
por una república socialista panarábica que estableció lazos y amistades con
países afines al comunismo. Además, cuando en 1947 fue aprobado el plan de la
ONU que dividía Palestina en dos estados bajo mandato británico los estados
árabes y palestina le declararon la guerra al nuevo estado de Israel desde el
primer día de su fundación. Fue la llamada Guerra Árabe Israelí en 1948, en la
que el entonces Reino de Egipto también participó y perdió ante un Estado de
Israel que vio como sus fronteras se ampliaban tras el fin del conflicto más
allá de lo prometido por la ONU. El líder golpista egipcio en 1956, Nasser, era
también nacionalista con lo que la humillación en que se vieron los países
árabes mezclados en la Guerra Árabe Israelí tuvo bastante que ver con la
instigación de la guerra de guerrillas contra Israel y la coalición militar que
formaron el propio Egipto con Siria y Jordania para presionar al nuevo Estado.
Francia y Reino Unido, por su parte se aliaron con Israel bombardeando suelo
egipcio. La escalada de tensión y ataques militares se interrumpió cuando entró
en juego Estados Unidos y Israel se hizo con el control del Sinaí mientras
Egipto lograba nacionalizar el Canal de Suez. Por lo visto, mucho tuvo que ver
el hecho de que Rusia, metida en el meollo por los contactos y amistades de
Egipto con países del bloque comunista, amenazara con represalias militares en
suelo francés e inglés. La ONU reconoció la frontera entre Egipto y Israel como
una línea de tregua que ya existía en 1947 y tanto Francia como el Reino Unido
asumieron un segundo plano en un orden del poder geopolítico (y sobretodo
militar) mundial que ya se repartía casi exclusivamente entre los Estados
Unidos y la URRSS.
[2] Según asegura Verhoeven, el personaje de Rachel/Ellis resulta de
la fusión de tres mujeres que existieron en la vida real: las dos combatientes
en la resistencia Esmée van Eeghen y Kitty ten Have y la artista Dora Paulsen,
que probablemente servía como inspiración para el pasado como cantante de
Rachel Stein.
[3] Los alemanes invadieron Holanda en 1940, en parte fruto de la
poca seriedad con que fue tomada la posible amenaza de invasión nazi, dando
lugar a varias formas de resistencia algunas de las cuales eran violentas, como
la que ilustra la película, otras no.
[4] A esas acusaciones de misoginia no ayudaron la visión de la mujer
que se ofrecía en una película que muy hasta cierto punto prefiguraba Instinto básico. El cuarto hombre mostraba de nuevo a la mujer como elemento
castrador y fatal para el hombre. Además, la mencionada película protagonizada
por Michael Douglas y Sharon Stone le mereció a Verhoeven el adjetivo de
homófobo por ser el personaje de la amante del personaje de Stone antipática y
con insitintos homicidas. Una vez más, visto lo visto, Verhoeven resultó ser
demasiado liberal al permitirse tratar a todos por igual en sus virtudes y
defectos. Tampoco estuvo exento de crítica la más respetada por consenso
crítico época holandesa en la que Delicias
turcas fue criticada por no entender que se mostraba el libre albedrío de
una joven pareja de la que ella era finalmente víctima de una terrible leucemia
no como lección moralista a su desaforada forma de vida, sino como
justificación para su Carpe diem particular.
[5] Ya sea por Robocop que
con su final no acaba de dejar claro si es un alegato o una denuncia a lo que
ha mostrado en todo el film como sobretodo Starship
Troopers, la carrera de Verhoeven no se ha librado tampoco del sanbenito ocasional
de fascista. En el caso del segundo film mentado en esta nota al pie, la
confusión es más plausible en cuanto la ironía depende mucho de los ojos y la
buena voluntad del público en gran parte de su metraje. Curiosamente supone
también el primer acercamiento del realizador al mundo nacionasocialista al
tomar como base de inspiración para algunos instantes el célebre documental de
Leni Riefensthal El triunfo de la
voluntad, pura propaganda del temible régimen nazi hecha documental con
bellas/arias imágenes que impulsan un discurso protofascista tan peligroso como
puede imaginarse. Algunos planos de Starship
Troopers fueron copiados directamente de dicho film según Verhoeven para
establecer una analogía (que desde aquí hay que decir que es de lo más acertado
pero cuyo desconocimiento por parte del público merma mucho su efectividad)
entre las imágenes y la estética propagandística del nazismo y las del ejército
norteamericano.
Si consultas la novela en la que se basó Starship Troopers, de Robert A. Heinlein, notarás lo poco sutil que es el alarde de fascismo y militarismo del que goza el texto. Una joya. No dejo de pensar en los huevos de Verhoeven al adaptarla a su manera, levantando ampollas con su parodia de 100 millones $.
ResponderEliminarNo he leído el libro de Heinlein, pero sí sabia que el hombre era un ultraconservador de mucho cuidado. Estamos de acuerdo en que Verhoeven se toma el fascismo a chirigota, pero está llegando un punto en el que lo que se ve en la película está perdiendo su contrapartida desde la que se podía ironizar... Aunque también hubo muchos que la malinterpretaron, a mi entender, desde el principio. El propio Casper Van Dien soltó en más de un entrevista que se parecía mucho al personaje de Rico que interpreta en la película. Vivir para ver. En cualquier caso, la película está más que bien y cuando se pone ácida tiene gracia. Un saludo y gracias por el comentario.
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