Un trío de
jóvenes hermanos, un chico (Christos Passalis) y dos chicas (Mary Tsoni y Aggeliki Papoulia), aniñados y de mirada perdida, hincan sus rodillas en el césped
del jardín de la casa en la que viven ante la evaluadora mirada de su
progenitor (un impertérrito Chrsitos Stergioglou) para, ya a cuatro
patas, ladrar hasta desgañitarse. Se diría, dada la equívoca traducción literal
al castellano del título original en griego Kyonodontas
de este film de Yorgos Lanthimos[1],
que la escena recién descrita representaría la culminación del proceso de
humillación que transforma un grupo de seres humanos en un trío de personas de
forma humanoide pero mentalidad y obediencia perrunas[2].
Y aunque esa es, vista la película al completo, una reduccionista pero posible
lectura, no es más que uno de los ejemplos, tal vez el más esperpéntico, que
ilustran el proceso de educación de
los tres hermanos protagonistas en una película cuyo título hace referencia
antes que a la acepción perruna del término, la que tiene que ver con la
odontología. El Canino al que hace
referencia el título es el falso pasaporte a la libertad que se encuentra en la
boca de los jóvenes cautivos en su propio hogar, alineado con el resto de su
impoluta dentadura, y cuyo desprendimiento supondría, de acuerdo con las
palabras del autoritario cabeza de familia, prueba irrefutable de tener la
madurez necesaria para abandonar la casa en la que los tres hermanos han vivido
desde que llegaron a este mundo. Un mundo que en su caso se ve reducido a la
luminosa casa por la que deambulan arriba y abajo sin propósito alguno y al
espléndido jardín en el que cumplen sus tareas aplicadamente en aras de ganar
el anhelado premio concedido por sus padres a su buena conducta consistente en…
pegatinas.
Ilustrado por
las asépticas pero en absoluto descuidadas imágenes pergeñadas por Lanthimos y
su equipo, el guión de Canino,
escrito por el propio Lanthimos y Efthimis Filippou, muestra sus cartas desde
su desconcertante inicio que poco a poco
va tomando forma en la mente del espectador a medida que la película avanza
durante su desarrollo: mostrando primero al trío de jóvenes jugando (como
tantas veces les veremos hacer, corroborando su apariencia de adultos aniñados
ignorantes de que un avión que surca el cielo es pequeño en tamaño a sus ojos
debido a la distancia y no porque esas sean su auténticas proporciones) a un
macabro reto de resistencia consistente en ver quien de los tres soporta
durante más tiempo el poner la mano bajo un chorro de agua ardiendo, y luego al
padre de todos ellos transportando a una mujer con la cara tapada hasta la casa
en la que tiene lugar gran parte, aunque de forma muy significativa no en su
totalidad, de la película. Porque la historia de Canino no se articula desde la subjetividad de sus personajes, ni
como un retrato psicológico de los mismos más allá de lo que pueda deducirse de
lo que las imágenes muestran, ni se plantea con ánimo de crear una escalada de tensión
que el realizador se niega a liberar. No hay ánimo de sorpresa en sus giros,
aunque Canino resulta un film
considerablemente original: todo se muestra y nada se encubre para tirar de la
manta más tarde en la película, podándola de toda emoción ya desde la forma en
que el guión se plasma en imágenes y sonido.
El estatismo de la mayoría de sus encuadres, la ausencia de música que
pueda subrayar cualquier emoción o muy especialmente la distancia que provocan
unas interpretaciones hieráticas sobre unos personajes cuyas actitudes resultan
considerablemente marcianas aunque perturbadoramente comprensibles, cristalizan
en un film mucho más expositivo que explicativo; lo que no implica ni dejadez
ni falta de elaboración formal. La composición interna de los planos, de ritmo
pausado hasta en los momentos más tensos, que logra causar una inasible claustrofobia
en algunos instantes, para en otros crear opresión a plena luz del día gracias
a la distancia de la toma que hace de los jóvenes prisioneros de un entorno
imperturbable y descomunal o la antinatural blancura de mobiliario del hogar y
la ropa de los tres protagonistas crean una repelente atmósfera que conforma
una soterrada violencia psicológica que ni siquiera en los salvajes instantes
en que se traduce en violencia física, de una impresionante sequedad que las
dota de un doloroso realismo, amén de ser la única manera de hacer explícito el
sufrimiento en cuanto todo lo que sabemos en Canino, por ser un film expositivo, es lo que podemos ver y oír, puede entenderse como una
liberación -pese a que los que la ejecutan demuestran una mayor capacidad
emocional (completamente enfermiza, pero que al menos revela su existencia
aunque sea de la peor de las maneras) que los que siguen ensimismados en su
viciado estilo de vida- sino como una capa de locura más entre las muchas que
sepultan a los personajes de Canino, inconscientes de su precaria situación.
Así, Lanthimos
no justifica ni condena sino que se limita a mostrar; aunque lo mostrado por la
película acabe cayendo por su propio peso cuando la brutal y evidente represión
a la que son sometidos los jóvenes empieza a provocar síntomas de una
agresividad que la clínica puesta en escena del realizador desnuda hasta
mostrarlos como patológicos, y muy destructivos, para los que los sufren, sin
comprender los males que los aquejan. El proceso de desmoronamiento de la
cordura de la Hermana Mayor (llamada así por ser la mayor de los tres hermanos
y no tener permitido ninguno de ellos el tener un nombre propio más allá del
que define su rol familiar) se muestra así, y en un entorno tan perturbado y
autoritario como el mostrado en la película, como la más certera muestra de
despertar vital posible en los habitantes de la casa, dando lugar a la
violencia contra propios y extraños allí donde los padres creían haberla
erradicado al aislar a su prole en una artificial burbuja hecha de mentiras y
falsos mitos que evitan por puro terror la natural huida de los hijos a
explorar lo que queda más allá de las grandes vallas, aislando a sus habitantes
y permitiendo inventar un mundo de fantasía a placer sabiendo que jamás será
comprobado por sus espantados retoños. Todo lo que pueda recordar al mundo
externo es demonizado o, mediante una constante, y preocupante por reconocible,
perversión del lenguaje, tergiversado hasta hacer única referencia a lo que
ocurre dentro del hogar: teléfono da
nombre a lo que entendemos por salero,
mar se convierte por obra y gracia de
la maquiavélica imaginación paterna en un cómodo sofá como el que hay en el comedor, el televisor únicamente puede ser
encendido para ver vídeos caseros que ilustran la felicidad cotidiana de la
familia, y las sesiones musicales en idiomas ajenos e incomprensibles para los
tres jóvenes criados en su griego natal son filtrados por un omnipresente (y de
rasgos omnipotentes a ojos del resto de la familia) padre que transforma un
tema cantado por el carismático golfo de Frank Sinatra en una apología no ya de
la familia en general, sino de la enclaustrada y viciada felicidad de la propia.
Resulta harto
curioso, y muy revelador en un contexto como este, el que los guionistas del
film concedan la condición de abrasivo contrapunto al autoritarismo del orden
asexual, con un ocasional incesto en aras de la seguridad a ultranza, y
tremendamente represivo a todos los niveles, a la aparición de unas cintas de
vídeo cuyas películas grabadas abonen la semilla de la curiosidad que anida en
la Hermana mayor, diríase que como consecuencia de una vitalidad (y sexualidad)
podrida que busca desesperadamente algo a lo que agarrarse para sobrevivir a la
asfixia. No son películas de “arte y ensayo”
las que obtienen la categoría de forma de expresión, a modo de insuficiente
catarsis, de la cada vez menos soterrada violencia reprimida que tanto
sorprende por su crudeza, muy cerca de la expresión de una naturaleza al borde
de la locura por inanición, como tampoco es, pese a algunos recursos
estilísticos que puedan hacer pensar lo contrario, Canino una película hecha desde una prototípica mentalidad
“artística” que se dedica a pergeñar parábolas sociales desde una torre de
marfil[3].
Más allá de un
sentido del humor que juega con lo oscuramente ridículo de algunas situaciones
y lo relativamente surrealista de su planteamiento, si algo sorprende, y para
bien, en Canino, es por un lado su
absoluta falta de pretensiones derivada de una historia lineal y sencilla por lo
reducido de su desarrollo. Y por otro, lo que se erige como su verdadera razón
de ser: su condición de parábola que tiene eco a este lado de la pantalla
dotándola de un interés que esquiva toda posibilidad de aburrimiento en la que
podría haber caído dado lo reducido de su historia pese a la variedad de
situaciones que ilustran una misma idea de fondo. El film de Yorgos Lanthimos
no hace, porque difícilmente podría, bandera de múltiples lecturas de lo que
ocurre ante los ojos del espectador, sino más concretamente de a que se refiere la película y el debate que de
ella puede surgir. Así, Canino
muestra con una ligereza y un dinamismo encomiable a un familia que ha creado
un entorno tan artificial para sus sobreprotegidos retoños como pernicioso para
su desarrollo emocional y mental, pero su eco resuena en cualquier conflicto
presente en relaciones paterno filiales que impliquen confianza ciega (y
voluntaria) en la palabra de los progenitores, en las que atañen a individuo y
sociedad, y muy especialmente, y de forma perturbadora por lo global de su
conflicto entre seres humanos y un entorno cultural del que son (somos)
prisioneros creyéndose hombres y mujeres libres, cuestionando de paso la
posibilidad de lograr una vida que no se comprenda en términos culturales
creados anteriormente y presentados como inamovibles[4]
que alimentan una percepción endogámica hasta el aborrecimiento. La neolengua
de tintes orwellianos que afecta a
todo aquello que tiene que ver con el mundo exterior o cualquier forma de
establecer contacto con él, la creación de un enemigo común (el gato,
convertido en un monstruo asesino de proporciones míticas) como manera de
compactar la unión entre los que viven en la casa y su entorno seguro, la absurda meritocracia que
premia con algo tan absurdo como pegatinas o calcomanías la buena conducta o la
victoria en pruebas igualmente ridículas con el ánimo no se sabe si de espolear
la competitividad entre hermanos o para tenerlos entretenidos, o la filtración por parte del cabeza de familia de
todo lo que pueda colarse inesperadamente en el interior de su hogar a modo de
ingenioso y cruel tecnócrata serían suficientes para poner en guardia al
espectador y hacerle dudar de su propio sentido de la realidad y de lo voluble
e insatisfactorio (e inadvertido) que puede ser al encontrarse lejos del
control de uno mismo, aunque sea siempre bajo el infantil y equívoco argumento
que asegura que todo lo anterior es por “su
propio bien”.
Pero es la
distancia clínica tomada por Lanthimos la que convierte Canino en un film de tesis
sobreponiendo el análisis a la emotividad, narrativamente tan competente como
el que más, que esquiva el esperpento en el que fácilmente podría haber caído
si hubiese aportado algo más de proximidad a su propuesta sin por ello
esterilizar -más bien al contrario- su sentido del humor, y capaz de generar,
además de las emociones que puedan despertar algunas de sus imágenes, otras
mucho más perturbadoras que surgen de las ideas que expone esta película y que
tienen que ver con nuestro mundo a este lado de la pantalla, con crisis económica
(y general) o sin ella. Su desapego provoca una distancia con la que el
análisis de la situación es más sencillo y fácil de asumir para el espectador,
pero también mucho más identificable como propio, además de evitar cualquier
amago de simpatía que uno pueda sentir para con el enfermizo sentimiento de
protección, pero sentimiento de protección al fin y al cabo, por parte de las
figuras paternas que actúan de bienpensantes conspiradores contra sus hijos, a
los que tampoco puede uno tomar cariño pese a lo próximos que pueden llegar a
ser, desde el instante en que la prohibición de tener nombre propio y la
absoluta falta de psicologismos (aunque no de psicología y psiquiatría de las
que la película no anda falta en absoluto) que se desprende de su
deshumanización, los aboca a la condición de arquetipos tan intercambiables con
su público como lo son las posibles referencias a las que apunta el film antes
comentadas.
Podrá
achacársele a Canino numerosas limitaciones
como el personaje de Christina (Anna Kalaitzidou) que es introducida por el
padre en la casa para solazar las necesidades sexuales -vistas por el cabeza de
familia con la misma aséptica frialdad con la que contempla una película pornográfica
junto a su desapasionada esposa- de su hijo, en una extraña muestra de machismo
que no va mucho más allá, siendo una incomprensible falta de seguridad por
parte de un hombre que parece tenerlo todo medido al milímetro en lo que a lo
que entra y sale de la casa se refiere y que representa el único elemento del
guión que puede no encajar dentro de un conjunto inteligente por contenido y
poco dado a la espectacularidad, más aún cuando la presencia de la mujer
desencadena las ansias de libertad de la Hermana Mayor. O, más especialmente,
el que la frontalidad de su discurso y su forma de ponerlo en imágenes y sonido
deje poco lugar a dudas sobre sus intenciones, pese a la amplitud de campos a
los que puede aplicarse su parábola. Pero es precisamente su claridad y falta
de rodeos las que hacen de Canino el
lúcido e inequívoco retrato, de tono estimulantemente amorfo y fondo no por
obvio menos enervante, de un sistema cultural, a mayor o menor escala, ya sea a
nivel social o familiar, insostenible y malsano (¿e inevitable?) que coartan la
vida impidiendo que se desarrolle en la plenitud que se merece.
Título: Κυνόδοντας.
Dirección: Yorgos Lanthimos. Guión: Yorgos Lanthimos y Efthymis
Filippou. Producción: Iraklis Mavroidis,
Athina Rachel Tsangari y Giorgos Tsourianis. Dirección de fotografía: Thimios Bakatatatis. Montaje: Yorgos Mavropsaridis. Año:
2009.
Intérpretes: Chrsitos Stergioglou
(Padre), Michele Valley (Madre), Aggeliki Papoulia (Hija mayor), Mary Tsoni
(Hija menor), Christos Passalis (Hijo), Anna Kalaitzidou (Christina).
[1]Nacido en Atenas en 1973, el que a día de hoy se considera una de
las promesas del nuevo cine griego
(cuestión sobre la que no puedo pronunciarme por no conocer ni el nuevo ni el,
a excepción del desaparecido Theo Angelopoulos, viejo cine griego), estudió dirección de cine y televisión en la
Escuela de Cine de Atenas. Su trabajo de más alcance mediático hasta la fecha
ha sido sin duda el haber formado parte del equipo creativo que diseñó la
apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de 2004 que tuvieron lugar en su
ciudad natal. En su curriculum puede encontrarse desde obras de teatro y
videodanza hasta numerosos spots televisivos. Su primer trabajo como realizador
fue Mi mejor amigo, de 2001, que
co-dirigió junto con Lakis Lazopoulos, para dar el pistoletazo de salida como
director de largometrajes con Kinétta
en el año 2005. Tras ella y cuatro años después, llegaría el film Canino que nos ocupa, producida por el
Centro de Cinematografía Griego y aportaciones económicas hechas por
particulares, y que lo situó como joven promesa del cine al ganar el Premio Una
Cierta Mirada del Festival de Cannes ese mismo año, además del Premio Ciudadano
Kane y Jurat Jove del Festival de Cine de Sitges. En el año 2011, Lanthinos
regresaría con Alps, de la que, como me
ocurre con su ópera prima, nada puedo decir por no haber tenido la oportunidad
de verla. Visto el panorama económico en el país, quién sabe cuando volveremos
a saber del cine de Lanthimos…
[2]Una escena del film, algo deslavazada en lo que a desarrollo de la
trama se refiere pero muy valiosa en cuanto explica a modo de parábola lo que
está sucediendo en la casa, podría respaldar esta reduccionista teoría. Me
refiero a la que muestra al cabeza de familia, gran amante de los perros,
charlando con un adiestrador canino sobre como el proceso educativo puede
convertir a su perro en “su mejor amigo”
o “su servidor”, culminando la escena
con la imagen de un perro que se niega a acatar las órdenes del adiestrador ¿a
modo de premonición?.
[3]Pese a que el tono del film de Lanthimos está más cerca de las
surrealistas maneras de un Luís Buñuel sobre un fondo que recuerda en una
vertiente muy descafeinada al Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma, las películas elegidas por los guionistas
resultan ser un Rocky IV revelado por
sus constantes referencias a Apollo Creed y al propio balboa interpretado por
Sylvester Stallone y la obra maestra de Steven Spielberg Tiburón. En este último caso se hace plausible la violencia
reprimida que alberga la Hermana mayor en su interior al recitar textualmente
las líneas de diálogo de Richard Dreyfuss en el film sobre el tiburón devorador
de hombres mientras se dedica a imitar al escualo atacando a su hermano con
infantil y inquietante salvajismo. En el caso de Rocky IV, la violencia se dirime en términos más masoquistas, al
imitar en la soledad de su habitación a Stallone siendo golpeado y fingiendo
escupir sangre a cada puñetazo que recibía Balboa en el ring en la cuarta
entrega de la saga.
[4]Pese a que la idea de Canino
germinó en la mente de Lanthimos durante una velada con unos amigos con hijos
que a decir del realizador parecían estar sobreprotegidos. Aunque
afortunadamente Canino puede leerse
tal y como su máximo responsable se planteó en su inicio pero también, como
ocurre con las buenas películas de tesis,
de otras y más variadas maneras.