No son románticos.
No son maricones con ropa
de etiqueta,
que seducen a todo el mundo con su acento europeo.
No son
murciélagos.
Los crucifijos no funcionan.
¿Ajo? Ponte un collar de ajos
alrededor del cuello
y te la endiñará por el culo mientras te chupa la sangre.
Y no duermen en ataúdes forrados.
Jack Crow. Cazador de vampiros.
Quien se
expresa con esta contundencia es Jack Crow (un magnífico James Woods), sicario a
sueldo del Vaticano con una opinión muy terrenal sobre unas peligrosísimas
criaturas, desmitificadas de un papirotazo por su cotidianeidad para este rudo
mercenario: los vampiros. Feroces no-muertos a los que Crow persigue
incansablemente durante el día, sacándolos a rastras de los caserones en los
que se ocultan mientras esperan que se apague la luz del sol que los convierte
en fosfatina al posarse sobre su pálida piel, la caza del vampiro es su pan de
cada día. Su trabajo, en peligrosas y bien remuneradas jornadas, finiquitado
mediante una estaca en el corazón de sus víctimas, sin importar el que estas
sean miembros de su familia o viejos y buenos camaradas. A los que después hay
que decapitar. Un modo de vida más relacionado con el aprovechamiento del
cumplimiento del deber en aras de dar rienda suelta a la violencia que se
desprende de sus palabras y su agresiva pose, que con la fe religiosa o la salvaguarda
de una humanidad feamente retratada en esta Vampiros,
de John Carpenter, dirigida, valga
la redundancia, por John Carpenter[1]
según el argumento y personajes de la novela original de puño y letra de John
Steakley[2].
Una visión asalvajada tanto de los chupadores de sangre como de aquellos que les
dan caza, intercambiando con la caída y
salida del sol los difusos papeles de presas y cazadores en una guerra de
guerrillas inadvertida, pero en sangrienta marcha desde tiempo inmemorial, para
la inmensa mayoría de la humanidad. Una raza humana a duras penas defendible en
el retrato de la figura de Crow, hombre malcarado, frío y violento, sólo
humanizado por el talento del actor que lo interpreta en pantalla como capitán
de un particular Grupo Salvaje. Una especie de comando paramilitar formado por
la más variopinta fauna humana, en contraposición a los uniformemente apolíneos
y blancuzcos vampiros a los que se enfrentan día sí y día también, unidos por
una actitud común: el más absoluto desprecio por los pordioseros no-muertos de
aspecto sucio y mirada hueca que amenazan con despedazarlos o, peor aún,
convertirlos a su causa mordiéndolos.
Una repulsa que sella la primera secuencia de Vampiros, de John Carpenter, astutamente situada en el inicio del film de Carpenter, y que se desborda hasta pasar de la que los cazadores humanos sienten por sus presas hasta la que el público acaba sintiendo por los crueles exterminadores de vampiros y la brutalidad de sus actos. La matanza que desatan los humanos, acompañados por un sacerdote, el padre Giovanni (Gregory Sierra), que los santigua antes de ponerse manos a la obra a modo de ritual convertido en mera rutina laboral, y que tiene lugar en un caserón abandonado en la frontera que separa los EEUU de Méjico[3], no sólo resulta especialmente enervante al surgir de la nada, por ser la primera de toda la película, sino que carga las tintas en la violencia, la frialdad y la humillación a la que Crow y los suyos someten a un grupo de vampiros que son masacrados, a veces entre risitas, por el grupúsculo humano. Si la secuencia comienza con la que probablemente sea la planificación más vistosa de toda la película, usando diferentes escalas de plano para recoger un único gesto o acción de los cazadores de vampiros, mientras la melodía compuesta por el propio Carpenter subraya la fuerza del momento envalentonando a sus supuestos héroes, finaliza en las antípodas de lo heroico. Tan pronto como el grupo de mercenarios entra en el caserón a la caza de los vampiros que se ocultan allí de la luz solar, la planificación se contrae hasta pergeñar una logradísima sensación de tensión, la música se apaga hasta extinguirse y la más desproporcionada violencia se desata, siendo mucho más perturbadora que catártica pese a suponer el punto y final a una creciente claustrofobia excelentemente transmitida. Así, y sin escatimar ni la sangre ni la mugre que se va acumulando plano a plano, tanto las patadas como los disparos a bocajarro, o las puñaladas que preceden a torturas que si bien no se llegan a ver en pantalla, sí se deducen del estado de algunos de los cuerpos de los no-muertos, o el definitivo arrastre mediante cables sujetos a coches que llevan a los vampiros pataleando y chillando hasta su muerte bajo un ardiente sol, ponen en guardia al espectador más mínimamente sensible sin cargar nunca las tintas ni alzar la voz a modo de desoladora visión moral, que cae por su propio peso.
Una repulsa que sella la primera secuencia de Vampiros, de John Carpenter, astutamente situada en el inicio del film de Carpenter, y que se desborda hasta pasar de la que los cazadores humanos sienten por sus presas hasta la que el público acaba sintiendo por los crueles exterminadores de vampiros y la brutalidad de sus actos. La matanza que desatan los humanos, acompañados por un sacerdote, el padre Giovanni (Gregory Sierra), que los santigua antes de ponerse manos a la obra a modo de ritual convertido en mera rutina laboral, y que tiene lugar en un caserón abandonado en la frontera que separa los EEUU de Méjico[3], no sólo resulta especialmente enervante al surgir de la nada, por ser la primera de toda la película, sino que carga las tintas en la violencia, la frialdad y la humillación a la que Crow y los suyos someten a un grupo de vampiros que son masacrados, a veces entre risitas, por el grupúsculo humano. Si la secuencia comienza con la que probablemente sea la planificación más vistosa de toda la película, usando diferentes escalas de plano para recoger un único gesto o acción de los cazadores de vampiros, mientras la melodía compuesta por el propio Carpenter subraya la fuerza del momento envalentonando a sus supuestos héroes, finaliza en las antípodas de lo heroico. Tan pronto como el grupo de mercenarios entra en el caserón a la caza de los vampiros que se ocultan allí de la luz solar, la planificación se contrae hasta pergeñar una logradísima sensación de tensión, la música se apaga hasta extinguirse y la más desproporcionada violencia se desata, siendo mucho más perturbadora que catártica pese a suponer el punto y final a una creciente claustrofobia excelentemente transmitida. Así, y sin escatimar ni la sangre ni la mugre que se va acumulando plano a plano, tanto las patadas como los disparos a bocajarro, o las puñaladas que preceden a torturas que si bien no se llegan a ver en pantalla, sí se deducen del estado de algunos de los cuerpos de los no-muertos, o el definitivo arrastre mediante cables sujetos a coches que llevan a los vampiros pataleando y chillando hasta su muerte bajo un ardiente sol, ponen en guardia al espectador más mínimamente sensible sin cargar nunca las tintas ni alzar la voz a modo de desoladora visión moral, que cae por su propio peso.
A Carpenter le
basta con situar la especialmente virulenta matanza perpetrada por Crow y los
suyos antes de mostrar la que llevará
a cabo Valek (Thomas Ian Griffith) el Maestro Vampiro, percibida entonces como
una venganza igualmente sanguinaria pero dramática y moralmente más
comprensible que la llevada a cabo por los humanos, expuestos como seres gratuitamente
violentos que se jactan entre risotadas de su falta de escrúpulos. Tan
deplorable panorama, contenido en esta electrizante secuencia y suavemente
subrayado por el realizador al mostrar a la mano derecha de Crow, Montoya (Daniel
Baldwin), silbando despreocupadamente mientras a sus pies agonizan
chisporroteantes vampiros o al propio Crow encendiendo una cerilla en uno de
los cráneos de los no-muertos exterminados que adornan el capó de su coche a
modo de trofeo de caza, es prolongado por Carpenter en el trato que se propinan
entre ellos los hombres que aparecen en Vampiros,
de John Carpenter, siempre al borde de la más violenta bronca por pura
diversión.
Siendo esta una película esencialmente masculina, tanto por la amplia mayoría de personajes de idéntico género en comparación con una única aportación femenina, encarnada en la prostituta Katrina (Sheryl Lee), Vampiros de John Carpenter se reafirma como tal en su vertiente más virulenta y ruda por su sorprendente condición de film a caballo entre el spaghetti-western y el cine de terror en el que el primer género y sus arquetipos acaban por asimilar a los del segundo.
Siendo esta una película esencialmente masculina, tanto por la amplia mayoría de personajes de idéntico género en comparación con una única aportación femenina, encarnada en la prostituta Katrina (Sheryl Lee), Vampiros de John Carpenter se reafirma como tal en su vertiente más virulenta y ruda por su sorprendente condición de film a caballo entre el spaghetti-western y el cine de terror en el que el primer género y sus arquetipos acaban por asimilar a los del segundo.
La taciturna figura
de Crow, enfundado en su chupa de cuero y siempre con un puro en los labios,
responde considerablemente bien al arquetipo de una pieza de hombre duro hecho
a sí mismo que ha protagonizado tantas y tantas películas del oeste bajo las
caras de los más variados intérpretes. Sus réplicas atiborradas de tacos y
agresividad[4],
su expeditiva rudeza, impermeable a cualquier tipo de sentimentalismo, se ve
correspondida por la chulesca camaradería de sus compañeros de trabajo, todos
parte de una caótica hermandad consciente de que todo puede acabar para ellos,
literalmente, de la noche a la mañana. Hispanos (Thomas Rosales Jr), orientales
(Cary Hiroyuki-Tagawa) o blancos, tan variados en su aspecto y etnia como
igualados en sus vicios idénticos a los de Crow, fumadores, bebedores, y
marrulleros que sólo viven para matar vampiros, cobrar por ello, y fundirse los
pingües beneficios enviados desde Roma en farras alcohólicas en las que no
faltan ni prostitutas ni la festiva destrucción de las habitaciones de hotel en
las que duermen la mona entre matanza y matanza. Su machismo, muy llamativo por
su despreocupado descaro para los tiempos que corren, y la desaforada chulería,
sólo dignificada por la elegante puesta escena de Carpenter, hace de Vampiros, de John Carpenter, capaz de
llevar a algunos de ellos a cauterizarse las heridas quemándoselas con un
mechero, hacen de esta película prácticamente un anacronismo en tiempos de
repelente corrección político, aunque Carpenter logra que jamás parezca
vestusta sino, quizás por su falta de distancia o por negarse a ser una recreación o un divertido juego a costa
de un género considerado exangüe[5],
sorprendentemente fresca.
Pero no es
solo esta visión carente de ironía lo que aproxima Vampiros, de John Carpenter al western
más sucio en lo visual y -muy especialmente- en lo moral, como denota su
herencia a la italiana rebozada del itinerante espíritu de la road movie puramente norteamericana: los
terrosos paisajes desérticos de Nuevo Méjico, por los que rondan los
mercenarios conduciendo sus caravanas y roñosos cuatro por cuatros entre
hombres con sombrero vaquero, botas y chalecos con flecos, o el sorprendente
equilibrio entre escenas diurnas y nocturnas tratándose de una película de
temática vampírica, así como la constante aparición de armas de fuego entre el
arsenal de los cazadores, acaban por hacer del film de Carpenter un violento y
estilizado western de ribetes góticos
en el que los humanos asumen el papel de vaqueros con escaso respeto por otra
ley que no sea la suya propia, y los vampiros el de feroces indios[6].
Ambos mostrados en ocasiones en secuencias que alternan planos y contraplanos
que se diría emulan los arquetípicos duelos propios del género. Como ocurre en
la primera secuencia, mediante la alternancia de planos de Crow cada vez más
cortos y planos de idéntica escala de la casa en la que se esconden los
vampiros, que comienza ilustrando el grado de concentración del cazador en su
objetivo, pero que al rato se diría que ofrece el retrato de un hombre
contemplando, afortunadamente de forma inconsciente, la sucia moralidad que
alberga en su interior y que se refleja en el salvajismo de aquellas criaturas
a las que persigue desde que asesinó a su padre, convertido en un violento
vampiro, siendo él un niño.
Dos bandos de moral tan turbia como violentas son sus actitudes, en muchas ocasiones igualados por Carpenter en su particular retrato de una batalla que enfrenta fuego con fuego. O Mal con Mal. Bajo ese punto de vista, ahí quedan dos escenas: la apuntada algo más arriba, que muestra al Maestro Vampiro masacrando a los mercenarios capitaneados por Crow, y otra mostrando al líder de los cazadores de vampiros regresando al lugar de la matanza clavando estacas en los corazones de los que eran sus compañeros, y cortando sus cabezas para evitar así el riesgo a que se conviertan en vampiros. Ambas relacionadas gracias a un sencillo recurso formal: el fundido por montaje. Así, la imponente figura del líder no-muerto Valek asesinando a aquellos que antes han dado una muerte no menos cruel al grupo de vampiros que descansaban en el mohoso caserón mejicano, es mostrado por Carpenter en una secuencia cuyos planos no están unidos por cortes, sino por unos muchos más sinuosos fundidos[7] que restan espectacularidad a una escena que gana en fuerza gracias a este curioso recurso. Pero esta opción dista, o así lo parece, del logrado esteticismo recién comentado, cuando unas secuencias más tarde y con el regreso de Crow al lugar de la sangría sufrida por el deshumanizado bando humano, Carpenter usa de nuevo el fundido como nexo de unión de gran parte de los planos ahora con Crow como protagonista de la escena. Vista así, y mediante un recurso tan sencillo que resultaría prácticamente inadvertido de no ser por que la localización de la escena es la misma en ambos casos, Carpenter vincula ambos hombres -el uno vivo y el otro no, pero ambos con una misión cuyo extremismo los iguala- en un plano visual (y moral) muy similar. Y hace de la posible transformación de los hombres de Crow en vampiros casi una posible conversión religiosa de una fe (o una especie) a otra, siendo brutalmente enfrentadas a espaldas del resto del mundo, pero unidas por el integrismo de su visión del mundo. Así, los vampiros atacan a dentelladas y zarpazos a todo aquel que se cruza en su camino por su destructiva naturaleza, por una especie de imperativo natural, y los cruzados mercenarios actúan con idéntico sentido de la destrucción por un aprovechado sentido del deber auspiciado desde las cloacas de la Iglesia Católica.
En este aspecto, resulta bastante curioso el retrato de la religión y sus instituciones resultante de Vampiros, de John Carpenter: el cardenal Alba (Maximilliam Schell), máxima autoridad eclesiástica presente en el film y al que Crow respeta con cansada resignación, traiciona por miedo a la muerte su compromiso con un Dios que de todos modos jamás hace acto de presencia en la película. Una deidad a la que ni Crow ni los suyos parecen tener demasiado en cuenta desde el momento en el que uno de los mercenarios (Mark Boone Junior) apunta que “A ese no lo entendemos”, y el trato que recibe el joven padre Adam, encargado de sustituir al fallecido Padre Giovanni, se resume en una desconfianza transmitida a base de amenazas verbales, cuando no agresiones físicas. Para más inri, el origen del Mal focalizado en los vampiros como máximos representantes del infierno en la Tierra, tiene su origen en Vampiros de John Carpenter en el seno de la propia iglesia, al ser Valek víctima de un exorcismo llevado a cabo bajo particulares condiciones astronómicas, haciendo de él el primer vampiro de la Historia. Erigiéndose en líder de una malvada especie a la que los símbolos religiosos, habituales revulsivos según la mitología forjada a la lumbre de una parte del cine y la literatura tal y como se comenta en las desmitificadoras líneas de diálogo que introducen esta entrada, no les importan un carajo, así como la vinculación de la Iglesia Católica con el vampirismo se debe más a la subsanación de un imperdonable error propio que no debe salir a la luz pública, que a una confrontación entre el Bien y el Mal... Ni siquiera la forzadísima conversación que tiene lugar entre Crow y el Padre Adam, en el que este último asegura que no están solos en su lucha ya que Dios “siempre nos acompaña” logra empapar de un mínimo de espiritualidad la película del siempre pragmático (y ateo) Carpenter. Acorde con esta pesimista pincelada alrededor de la religión como institución, muy en la línea habitual del realizador de Vampiros, de John Carpenter, a lomos del nihilismo moral que impregna toda la película, el film de Carpenter se asienta como una vigorosa película física, cimentada tanto en todo lo anterior como en unos efectos especiales que rehuyen el apoyo de lo digital y el rodaje del film mayoritariamente en escenarios naturales. Pero su materialista puesta en escena, sin dobleces ni juegos metalingüísticos es afortunadamente más proclive a la furia y el gruñido constante que a la abulia derrotista en la que se habría estancado el pobre guión sobre el que el realizador da una nueva muestra de buen hacer cinematográfico.
Dos bandos de moral tan turbia como violentas son sus actitudes, en muchas ocasiones igualados por Carpenter en su particular retrato de una batalla que enfrenta fuego con fuego. O Mal con Mal. Bajo ese punto de vista, ahí quedan dos escenas: la apuntada algo más arriba, que muestra al Maestro Vampiro masacrando a los mercenarios capitaneados por Crow, y otra mostrando al líder de los cazadores de vampiros regresando al lugar de la matanza clavando estacas en los corazones de los que eran sus compañeros, y cortando sus cabezas para evitar así el riesgo a que se conviertan en vampiros. Ambas relacionadas gracias a un sencillo recurso formal: el fundido por montaje. Así, la imponente figura del líder no-muerto Valek asesinando a aquellos que antes han dado una muerte no menos cruel al grupo de vampiros que descansaban en el mohoso caserón mejicano, es mostrado por Carpenter en una secuencia cuyos planos no están unidos por cortes, sino por unos muchos más sinuosos fundidos[7] que restan espectacularidad a una escena que gana en fuerza gracias a este curioso recurso. Pero esta opción dista, o así lo parece, del logrado esteticismo recién comentado, cuando unas secuencias más tarde y con el regreso de Crow al lugar de la sangría sufrida por el deshumanizado bando humano, Carpenter usa de nuevo el fundido como nexo de unión de gran parte de los planos ahora con Crow como protagonista de la escena. Vista así, y mediante un recurso tan sencillo que resultaría prácticamente inadvertido de no ser por que la localización de la escena es la misma en ambos casos, Carpenter vincula ambos hombres -el uno vivo y el otro no, pero ambos con una misión cuyo extremismo los iguala- en un plano visual (y moral) muy similar. Y hace de la posible transformación de los hombres de Crow en vampiros casi una posible conversión religiosa de una fe (o una especie) a otra, siendo brutalmente enfrentadas a espaldas del resto del mundo, pero unidas por el integrismo de su visión del mundo. Así, los vampiros atacan a dentelladas y zarpazos a todo aquel que se cruza en su camino por su destructiva naturaleza, por una especie de imperativo natural, y los cruzados mercenarios actúan con idéntico sentido de la destrucción por un aprovechado sentido del deber auspiciado desde las cloacas de la Iglesia Católica.
En este aspecto, resulta bastante curioso el retrato de la religión y sus instituciones resultante de Vampiros, de John Carpenter: el cardenal Alba (Maximilliam Schell), máxima autoridad eclesiástica presente en el film y al que Crow respeta con cansada resignación, traiciona por miedo a la muerte su compromiso con un Dios que de todos modos jamás hace acto de presencia en la película. Una deidad a la que ni Crow ni los suyos parecen tener demasiado en cuenta desde el momento en el que uno de los mercenarios (Mark Boone Junior) apunta que “A ese no lo entendemos”, y el trato que recibe el joven padre Adam, encargado de sustituir al fallecido Padre Giovanni, se resume en una desconfianza transmitida a base de amenazas verbales, cuando no agresiones físicas. Para más inri, el origen del Mal focalizado en los vampiros como máximos representantes del infierno en la Tierra, tiene su origen en Vampiros de John Carpenter en el seno de la propia iglesia, al ser Valek víctima de un exorcismo llevado a cabo bajo particulares condiciones astronómicas, haciendo de él el primer vampiro de la Historia. Erigiéndose en líder de una malvada especie a la que los símbolos religiosos, habituales revulsivos según la mitología forjada a la lumbre de una parte del cine y la literatura tal y como se comenta en las desmitificadoras líneas de diálogo que introducen esta entrada, no les importan un carajo, así como la vinculación de la Iglesia Católica con el vampirismo se debe más a la subsanación de un imperdonable error propio que no debe salir a la luz pública, que a una confrontación entre el Bien y el Mal... Ni siquiera la forzadísima conversación que tiene lugar entre Crow y el Padre Adam, en el que este último asegura que no están solos en su lucha ya que Dios “siempre nos acompaña” logra empapar de un mínimo de espiritualidad la película del siempre pragmático (y ateo) Carpenter. Acorde con esta pesimista pincelada alrededor de la religión como institución, muy en la línea habitual del realizador de Vampiros, de John Carpenter, a lomos del nihilismo moral que impregna toda la película, el film de Carpenter se asienta como una vigorosa película física, cimentada tanto en todo lo anterior como en unos efectos especiales que rehuyen el apoyo de lo digital y el rodaje del film mayoritariamente en escenarios naturales. Pero su materialista puesta en escena, sin dobleces ni juegos metalingüísticos es afortunadamente más proclive a la furia y el gruñido constante que a la abulia derrotista en la que se habría estancado el pobre guión sobre el que el realizador da una nueva muestra de buen hacer cinematográfico.
La pétrea narrativa fílmica de Carpenter, capaz de hacer una intensa maravilla del bastante deplorable material de base sobre el que se alza, es tan aparentemente sencilla que resulta gozosamente inanalizable: ni la atenuada fotografía en tonos rojizos y ocres, capaz de ocultar en su falta de énfasis las incontables veces que Crow y los suyos son iluminados parcialmente siendo definidos como personajes con claroscuros no sólo visuales sino (y por tanto) morales, ni una planificación capaz de transmitir un importante grado de tensión por la suerte de un grupo de hombres que en ningún momento despiertan la simpatía del público, se separan un centímetro de la historia plasmada en el paradójicamente desabrido libreto de Don Jakoby. Todo lo comentado hasta aquí, desde la turbia visión de los presuntamente justicieros cazadores de vampiros hasta la leve denuncia de los estamentos eclesiásticos, se incorpora hasta lo indivisible en el cuerpo narrativo de Vampiros, de John Carpenter, película en la que el fondo es forma y en la que a excepción de un tramo final muy precipitado, Carpenter presenta una narración de fortaleza rocosa. Nada falta y poquísimo -como mucho pulir algunos diálogos explicativos sólo sirven para ahorrar tiempo- sobra. Todo lo que se ve en pantalla es, valga la redundancia y además del goce que supone una historia tan bien contada que es capaz de sobredimensionar la modestia de su punto de partida, todo lo que hay, sin necesidad de ser discursiva.
Una totalidad que engloba bajo su calmo
virtuosismo imágenes tan impepinables como la de Valek y otros poderosos
Maestros Vampiros surgiendo de su escondite bajo tierra, a modo de muertos
vivientes momificados, o la que muestra al mentado líder vampiro observando a
la atractiva Katrina desde la esquina superior de la habitación de hotel en la
que la joven prostituta aguarda a Crow para prestarle sus servicios,
prácticamente colgando del techo en una imagen mostrada por el realizador con
una sencilla panorámica que logra invocar lo extraño y lo amenazador en lo
grismente cotidiano con un mero movimiento de cámara. Todo ello bajo un manto
de aparente sobriedad que describe y narra simultáneamente, mostrando el arsenal de los cazadores de
vampiros formado por una amplia gama “instrumental” que van desde la prototípica
estaca hasta el subfusil insinuando lo ancestral de una lucha que va
incorporando nuevas tecnologías para un mismo y mortífero fin, o demorándose
agradablemente en los tiempos muertos haciendo de una visita a un pueblo
aparentemente abandonado la descripción de un pueblo fantasma de día y más
agitado de noche. Esta opción estilística, tan asumida que ni parece opcional,
descarta una posible austeridad a ultranza por parte del realizador y marca
considerablemente el tempo de la
película, cómodamente tranquilo y al compás del ritmo impreso en la película
por una mayoría de planos por lo general bastante distantes y una banda sonora
de aires country, que aporta un
peculiar y agradable sello sudista a los impresionantes paisajes naturales, mostrados
como ocurre con el resto de elementos del film, sin exabruptos ni salidas de
tono. Ni la cruel violencia, el lenguaje soez, o las actitudes de sus
personajes, hacen de Vampiros, de John
Carpenter una película vulgar en ningún instante sino, sorprendentemente y
gracias a su excelente puesta en escena, muy elegante pese a los broncos
elementos que contiene y que nunca son suavizados.
Esta falta de afectación, que no debería confundirse, al menos por una vez, con desdramatización, combinada con la visión casi nihilista tanto de los vampiros como de aquellos que les dan caza, confieren a Vampiros, de John Carpenter una rara cualidad de cine de acción para nada espectacular pero sí muy emocionante, e igualmente capaz de aguijonear la razón del espectador. A la escasez de acompañamiento sonoro en las incursiones del grupo humano en territorio enemigo, minando la prácticamente nula entidad épica de unos hombres que difícilmente podrían ser considerados héroes, se contrapone la que sí envuelve los ataques de los vampiros al progresivamente diezmado bando de los mercenarios, no en vano protagonistas de una película que los contempla con recelo. Mediante esta difícil distancia moral, que como todo en este film, en manos del realizador parece fácil, Carpenter no perdona pero tampoco ensalza a sus personajes. Viendo Vampiros, de John Carpenter, se tiene la sensación de que su máximo responsable no hace nada en particular, que se mantiene como un invisible maestro (en más de un sentido) de ceremonias, “limitándose” a narrar una película cuyos elementos se ven organizados de forma que caen por su propio peso, aportando sus propios matices de forma tan aparentemente despreocupada que parece imposible un ordenamiento diferente al que acaba dando este film. Así, la puya humanista se redondea, ajena a toda ínfula filosófica, desde el contrapunto más o menos romántico que poco a poco crece entre una Katrina que ha sido infectada por Valek, y que por tanto se va convirtiendo paulatinamente en una vampira, y el cazador Montoya, que a su vez ha sido mordido por Katrina y oculta su mala suerte al resto del grupo por miedo a ser preventivamente ejecutado.
Esta falta de afectación, que no debería confundirse, al menos por una vez, con desdramatización, combinada con la visión casi nihilista tanto de los vampiros como de aquellos que les dan caza, confieren a Vampiros, de John Carpenter una rara cualidad de cine de acción para nada espectacular pero sí muy emocionante, e igualmente capaz de aguijonear la razón del espectador. A la escasez de acompañamiento sonoro en las incursiones del grupo humano en territorio enemigo, minando la prácticamente nula entidad épica de unos hombres que difícilmente podrían ser considerados héroes, se contrapone la que sí envuelve los ataques de los vampiros al progresivamente diezmado bando de los mercenarios, no en vano protagonistas de una película que los contempla con recelo. Mediante esta difícil distancia moral, que como todo en este film, en manos del realizador parece fácil, Carpenter no perdona pero tampoco ensalza a sus personajes. Viendo Vampiros, de John Carpenter, se tiene la sensación de que su máximo responsable no hace nada en particular, que se mantiene como un invisible maestro (en más de un sentido) de ceremonias, “limitándose” a narrar una película cuyos elementos se ven organizados de forma que caen por su propio peso, aportando sus propios matices de forma tan aparentemente despreocupada que parece imposible un ordenamiento diferente al que acaba dando este film. Así, la puya humanista se redondea, ajena a toda ínfula filosófica, desde el contrapunto más o menos romántico que poco a poco crece entre una Katrina que ha sido infectada por Valek, y que por tanto se va convirtiendo paulatinamente en una vampira, y el cazador Montoya, que a su vez ha sido mordido por Katrina y oculta su mala suerte al resto del grupo por miedo a ser preventivamente ejecutado.
Las esporádicas y
afortunadamente atenuadas muestras de afecto entre ambos suponen un oasis de
parca sensibilidad, pero sensibilidad al fin y al cabo, en un mundo chulescamente
viril en el que sólo parece haber lugar para pegar primero o caer bajo los
golpes del otro, pero también reafirman su nihilismo al hacer de los dos
personajes más visiblemente empáticos de la película aquellos que precisamente
están abandonando su condición de seres humanos. Y que si quizás se quieren por obligación (obligados por la
totalitaria naturaleza del vampiro que los obliga a protegerse los unos a los
otros como una colmena), no dejan de hacerlo bajo un afecto que pone en tela de
juicio la brutalidad de los humanos y los vampiros digamos completos. Éste último apunte crítico para con la parte más brutal
del ser humano, basado en una leve pincelada romántica, y que nunca llega
concretarse dentro de un conjunto esencialmente narrativo y sin ínfulas
discursivas, encuentra su complemento en la otra especie en el instante en que
Crow decide perdonarle la vida a Montoya, dándole un día de tiempo para que
huya antes de que el personaje excelentemente interpretado por James Woods le
de caza como a un vampiro más. Mostrando entonces la que quizás es la única muestra de
constructiva humanidad dada por el bando de los mercenarios, y respaldada por
la escena en la que un padre Adam amenaza con poner fin a su vida, enviando
según sus creencias su alma al infierno, para impedir la ceremonia que
permitirá a Valek andar bajo la luz del sol: la autonomía basada en el
voluntario desacato y en la capacidad de contrariar los propios principios en
aras de un bien considerado mayor. Un bien humano preciado y revalorizado en la
filmografía de Carpenter, director que ha representado paulatinamente dicha
tesis desde su posición de realizador al margen de unas modas y un modelo
industrial que lo ha dejado, sólo en lo que a rentabilidad se refiere, atrás.
Todo en Vampiros, de John Carpenter se desprende de lo visto y oído en pantalla, impermeable a todo retruécano teórico que no se dé en la película misma y a través de una narración que jamás pretende empantanarse haciendo visible un discurso que sólo habría puesto palos en las ruedas al film de Carpenter. Un raro ejemplo de excelente cine que no requiere ningún elemento externo a lo que en la película puede verse para validar sus posibles lecturas abstractas, ancladas en lo agrestemente físico de lo que narra.
En el fondo, nada nuevo bajo el sol. Pero pocas veces, y desde hace mucho tiempo, visto con tanta brillantez.
Título: John Carpenter’s Vampires. Dirección: John Carpenter. Guión: Don Jacoby, a partir de la novela original Vampiros, escrita por John Steakley. Producción: Sandy King. Dirección de fotografía: Gary B. Kibbe. Montaje: Edward A. Warschilka. Música: John Carpenter. Año: 1998.
Todo en Vampiros, de John Carpenter se desprende de lo visto y oído en pantalla, impermeable a todo retruécano teórico que no se dé en la película misma y a través de una narración que jamás pretende empantanarse haciendo visible un discurso que sólo habría puesto palos en las ruedas al film de Carpenter. Un raro ejemplo de excelente cine que no requiere ningún elemento externo a lo que en la película puede verse para validar sus posibles lecturas abstractas, ancladas en lo agrestemente físico de lo que narra.
En el fondo, nada nuevo bajo el sol. Pero pocas veces, y desde hace mucho tiempo, visto con tanta brillantez.
Título: John Carpenter’s Vampires. Dirección: John Carpenter. Guión: Don Jacoby, a partir de la novela original Vampiros, escrita por John Steakley. Producción: Sandy King. Dirección de fotografía: Gary B. Kibbe. Montaje: Edward A. Warschilka. Música: John Carpenter. Año: 1998.
Intérpretes: James Woods (Jack Crow), Daniel
Baldwin (Tony Montoya), Sheryl Lee (Katrina), Thomas Ian Griffith (Valek), Tim
Guinee (padre Adam), Maximilliam Schell (cardenal Alba).
[1]Para los que quieran leer una somera biografía de este realizador,
uno de los más asiduamente comentados en este blog, pueden hacerlo en una de
las notas al pie de la entrada dedicada a Asalto
a la comisaría del distrito 13, publicada aquí el pasado mes de julio de
2013. Sobre la antipática coletilla de
John Carpenter, una sorprendente muestra de narcisismo en alguien que
rehúye la sobada etiqueta de autor
para abrazar orgullosamente la mucho menos reputada de artesano, he decidido dejarla por formar parte no sólo del título
original, sino también de su traducción al castellano. Aunque hay que reconocer
que, pese a lo irritante que resulta que alguien se arrobe todo el mérito de un
film que como cualquier otro parte de un trabajo hecho en equipo, nadie podría
haber hecho esta película como Carpenter. Algunos se habrían atrevido a llevar
a la pantalla un argumento tan peregrino como el del film que nos ocupa, tal y
como certifican sus secuelas, pero muy pocos, por no decir ninguno, habría
caído de pie con el aplomo y estilo de un Carpenter que aunque sea sólo por eso
dignifica la etiqueta de John Carpenter.
Visto el resultado, ¿de quién sino iba a ser?.
[2]Novela publicada en castellano por Plaza y Janes en 1999 a rebufo del estreno
del film, este libro escrito por John Steakley publicado en 1990 bajo el título
original de Vampire$ a modo de
subrayado de la condición de matarifes a sueldo de Crow y los suyos, mantiene numerosas diferencias con su
bastante superior adaptación cinematográfica. La más llamativa es sin duda la
que hace de Crow un hombre necesariamente endurecido por lo sanguinario de su
trabajo, pero también con un fondo vulnerable y terriblemente traumatizado por
sus bien remuneradas acciones. Sesiones de hipnosis que hacen desbordar la
ansiedad enquistada en la psique no sólo del líder de los cazadores de vampiros
sino en toda la tropa que lo sigue alegremente mientras arrastran profundas
heridas psíquicas y emocionales, o adicciones para paliar el dolor y el
insomnio provocado por todo el terror acumulado en sus incursiones son algunos
de los síntomas del mal que aquejan los hombres del Vampiros escrito por Steakley. Una novela que además incluye una
mucho mayor presencia femenina, a modo de amantes y madres protectoras que
consuelan a los hombres asustados como niños tras su batalla con las fuerzas
del Mal, y que tiene lugar por ciudades y pueblos de todo el globo al que los
mercenarios acceden viajando escandalosamente en primera clase y en cualquier
medio de transporte. Esta grado de humanidad
y de comprensible desesperación vital en tiempos descritos como si fuesen
bélicos, es sustituido en el film de Carpenter por una visión mucho más
arquetípica y de una pieza de los rudos cazadores de vampiros que poco o nada
tienen de vulnerable y mucho de la prototípica masculinidad propia de los
antihéroes del western. En cualquier
caso, la novela de John Steakley, pese a distar mucho de ser un gran libro, no
deja de ser una lectura muy entretenida, aunque difícil de encontrar.
[3]Sería posible hacer una lectura de Vampiros, de John Carpenter como parábola de determinadas políticas
migratorias, con los cazadores de vampiros a modo de guardas fronterizos y los
sucios depredadores de afilados colmillos como emigrantes intentando entrar en
territorio norteamericano, quizás con la finalidad de infectar la esencia de
Norteamérica… pero, en mi opinión, esa hinchada posibilidad le va algo grande a
un film que si bien contiene elementos que apuntan en esa dirección,
probablemente sea más por pertenecer a un género que ha hecho de la frontera
estadounidense su patio de recreo, y no por voluntad de un siempre cínico
Carpenter de dar su opinión al respecto. Aunque vista la desproporcionada
virulencia de los agentes del Orden, esta posible y fascistoide lectura sería
todo lo cínica que podría esperarse viniendo de quien viene.
[4]Quizás la más mítica de todas las incontables perlas, algunas de
ellas brillantes y otras ni mucho menos, salidas de la boca de Crow sea un “si me dices lo que quiero te invito a una
cerveza y a un polvo. Y si no, te rajo”, entonada sin pestañear y sin un
gramo de humor por un James Woods perfecto en la piel del amenazador, y
curiosamente carismático, cazador de vampiros. El actor, que a decir del
realizador de Vampiros, de John Carpenter
-con quien compartía agente en el momento en que a ambos se les propuso la
película- se enamoró del proyecto al leer el guión, llegó hasta a improvisar
algunas de las menos afortunadas líneas de diálogo de toda la película. Muestra
de la confluencia de personalidades entre intérprete y personaje son el diálogo
entre Crow y un maltratado padre Adam en
el que el primero le pregunta al otro “Mientras
te estaba pateando el culo antes ¿Te has empalmado?”… línea que Carpenter
decidió conservar vista la coherencia que mantenía con las chulescas formas del
personaje y que debería hacer callar a los adalides de la improvisación como
valor en sí mismo considerado.
[5]Esta falta de distancia con unas poses chulescas consideradas por
muchos como caducas, vistas sin el más mínimo asomo de condescendencia ni
disculpa por parte del realizador de Vampiros, de John Carpenter, fueron quizás el germen del desprecio hacia la película
por parte de un sector importante del público. Las feministas concretaron sus comprensibles
iras en un machismo como decía de un descaro considerable que muestra a la
única mujer que aparece en el film como una rémora a la que se puede descartar
(tratándola como un trapo o argumentando que lo mejor sería matarla para que no estorbe) cuando se convierta en
vampiro, pero a la que se conserva con vida por el mero hecho de que su
conversión en chupa sangre la hace capaz de ver a través de los ojos de Valek y
por tanto detectar su posición y darle caza. Por otro lado, los puristas de todo pelaje vieron en el film
de Carpenter una película que si tenía que ver con algo, ni mucho menos era con
los vampiros que copaban el título, estando para más inri desprovista de
cualquier conato humorístico o paródico. En cualquier caso, y a excepción de
una parte de la crítica, Vampiros, de John
Carpenter sigue siendo a día de hoy un grandísimo título bastante
despreciado e injustamente considerado una película menor en la filmografía de su director.
[6]Carpenter regresa aquí a uno de sus modelos creativos más
queridos: el implantado por el director de Río
Bravo, Howard Hawks, cuya influencia es notable en muchos títulos del
realizador. Siendo Asalto a la comisaría
del distrito 13, prácticamente un remake
del mentado film de Hawks, el adjetivo hawksiano
ha sido probablemente el más manido para referirse a la filmografía de John
Carpenter. Grupos de hombres de intereses antagónicos o a ambos lados de la ley
que deben unir fuerzas para enfrentarse a una amenaza que los supera a todos ellos
por separado es, sin duda, uno de los lugares comunes tanto de Hawks como de
Carpenter, amén de un cacareado (y relativo en el caso de Carpenter, pese a la
apabullante solidez de su puesta en escena) clasicismo
formal, emparenta el cine de ambos realizadores. A pesar de lo anterior, en Vampiros, de John Carpenter se produce
una curiosa inversión de términos en algunas secuencias. En la primera de
ellas, comentada anteriormente en esta entrada, que muestra la cacería de
vampiros por parte de los mercenarios en un oscuro caserón abandonado, invierte
(quizás de forma inconsciente) los hawksianos
papeles entre agresores y víctimas. Si en Río
Bravo o la propia Asalto a la
comisaría del distrito 13 eran los agentes del bien, para entendernos, los que se atrincheraban en un lugar
progresivamente reducido ante los embates de las fuerzas del Mal que pretendían
entrar para acabar con ellos, en Vampiros, de John Carpenter, son los vampiros los que se ocultan en el interior de un
caserón de la mecánica invasión de las fuerzas del Orden, personificadas en el
grupúsculo capitaneado por Crow. ¿Inversión del modelo hawksiano perpetuado por Carpenter? ¿O quizás no y son
sencillamente los papeles del “Bien” y el Mal los que han cambiado de especie?
En
cualquier caso, Hawks es directamente citado también en la primera secuencia
del film, la que muestra a un James Woods avistando el caserón que sirve de
refugio a los vampiros a través de sus prismáticos, en una imagen muy similar a
la que podía verse en ¡Hatari!
dirigida por Hawks, que mostraba a John Wayne avistando a un grupo de animales
también desde sus prismáticos. Otras influencias/homenajes/plagios rastreables
en Vampiros, de John Carpenter hacen
referencia al género de terror, especialmente al popularizado por la productora
inglesa Hammer Films: el enfrentamiento final entre Valek y Crow recuerda
considerablemente a la contienda entre el Drácula y el Van Helsing
interpretados por Christopher Lee y Peter Cushing respectivamente, en la
igualmente excelente Drácula,
dirigida por Terence Fisher en 1958.
Más allá
de las influencias o rastros cinéfilos que puedan encontrarse por aquí y por
allá en Vampiros, de John Carpenter,
la ruda atmósfera de la película y muy especialmente la turbiedad moral que se
desprende de ella, así como la brutalidad de sus escenas violentas, echan
raíces no tanto en el western clásico invocado a través del mentado Hawks,
como en el más sucio y electrizante spaghetti-western
o en las turbulentas variables norteamericanas del género original llevadas a cabo
por el polémico Sam Peckinpah. Es de esas fuentes de aguas turbias de donde el
fondo de Vampiros, de John Carpenter
saca sus pletóricas energías, reflejadas en una superficie que rememora e
iguala al mejor cine clásico.
[7]Recurso que el propio John Carpenter usaría hasta el más cansino abuso en su posterior film Fantasmas de Marte, otro western en este caso espacial y de raíz genérica aún más obvia que en el caso de Vampiros, de John Carpenter en el que los fundidos tienen lugar incesantemente aunque, a mi modo de ver, de forma más gratuita que en el film que nos ocupa aquí. Pese a algunos puntos en común entre ambas películas, Fantasmas de Marte no deja de ser una película entretenida por su desparpajo y su falta de vergüenza que a veces raya en lo psicotrónico, pero muy inferior a esta Vampiros, de John Carpenter.