jueves, 23 de agosto de 2012

QUERIDÍSIMOS VERDUGOS

Queridísimos verdugos empieza en 1973[1] con la imagen de una huella dactilar. Pertenece a Antonio López Sierra[2], mano ejecutora de la justicia del Régimen Franquista que de su propia boca y farfullando de forma casi incomprensible nos explica como llegó al mundo y pasó por él a base de hambre, malvivir y pobreza en general hasta conseguir darle esquinazo haciéndose verdugo a cambio de una paga más generosa que le permite a día de hoy vivir más o menos holgadamente.

Basilio Martín Patino, el director de este magnífico documental sitúa a López Sierra vino con vino al lado de otro compañero de profesión que no tarda en asomar la cabeza en el film; Vicente López Conde[3] es visitado por su colega y las cámaras de improviso en su casa, situado en una calle solitaria de Badajoz en el que la única persona que pasea por ahí acelera el paso para alejarse de allí. Ambos son gente sencilla, ejemplos de lo que a decir de sus palabras que muy bien podrían haber suscrito nuestros abuelos era España durante y después de la guerra civil que asoló el país dejando a su paso una sombra que parece revolverse en su tumba a cada telediario emitido. Un país presentado, además de por la consabida miseria a todos los niveles mezclado con el folclore más reconocible de España que abarca desde estampitas de la virgen a mesones como el que sirve de escenario a una de las entrevistas, y sevillanas.
El tercer y supuesto último verdugo del tardofranquismo no tarda en aparecer; Bernardo Sánchez Bascuñana[4] antiguo Guardia civil y poeta, es también el más articulado de todos ellos, el más culto y el más consciente de sí mismo, aunque como los demás no demasiado del efecto que provocan sus palabras. Bascuñana es el único también en ser presentado como un personaje más que como una persona: bajo los acordes a órgano de Tocata y fuga de Johan Sebastian Bach y algunas máximas sobre la condición humana de su propia cosecha, el verdugo contempla el mundo detrás de unas ramas peladas que cubren el balconcito desde el que mira el pueblo en el que pasa sus días (que son como los de toda persona que vive en este mundo “un valle de lágrimas” según él). Su presentación es, por un lado, la más grotesca de las tres en una película no exenta de atmósfera y a la altura de la persona retratada (que de existir hoy sería carne de reality show), pero por otro también el más tranquilizador. Tal y como está planteada, su primera aparición lo convierte en un personaje más propio de una novela de terror gótica que de una persona de carne y hueso que viva en la segunda mitad del siglo XX y eso, con todo el interés que pueda provocar también aplaca un poco la conciencia a base de darle al espectador cronológicamente ajeno a la dictadura franquista lo que espera ver en un documental de esta temática.

Los dos verdugos anteriores, despreocupados y poco dados a sentirse culpables de sus actos están planteados de forma casi opuesta: son gente aparentemente normal con un oficio extremadamente siniestro que protagonizaría la más parda de las comedias negras; El verdugo de Luís Berlanga, y que, como en aquella lo ven como un oficio más con una temible herramienta que también tiene su momento de desarrollo y explicación en el film de Patino: el garrote vil[5]. Más de una vez se oye que si se eligió el oficio de verdugo fue porque no había nada más, y nada más había que hambre, con lo que si se tenía que hacer pues se hacía, como si hubiera hecho falta trabajar de camarero o mecánico. Había una vacante y mucha hambre. Y eso es todo, más o menos.

Lo que rescata Queridísimos verdugos de lo fácil y del morbo que acerca a los espectadores de las nuevas generaciones al documental es dejar hablar a sus protagonistas en sus reuniones y mientras se dan unas comilonas dignas de considerar y luego ilustrar sus palabras con imágenes de archivo sobre su oficio, el garrote vil, la sección de sucesos de periódicos que usan como apoyo a su versión de ser necesarios en la sociedad en la que viven a base de ejecuciones ya sea de delincuentes o presos políticos y otros elementos que, sin nunca justificar la pena de muerte sí contextualizan a sus ejecutores, provocando el efecto de que si bien no se les disculpa parecen producto de un caldo de cultivo social del que lo político pudo sacar mercenarios del garrote vil sin demasiado esfuerzo.
A uno se le pasa por la cabeza que son una panda de insensibles y de idiotas morales pero también ve que los criminales a los que ponen punto y final pretendían, como ellos, salir de su paupérrima situación aunque sea llevándose a otro ser humano, casi siempre tan pobre como ellos mismos, por delante y eso complica de mala manera el juicio moral que siempre está al caer en una película de estas características, haciéndola mucho más interesante de lo que cabría esperar. El difícil rumbo tomado por Patino en esta primera parte del documental es que nunca vemos un ajusticiado ni las consecuencias de su muerte por garrote vil y además que la versión de lo que ofrece, opuesta a cualquier tipo de sensibilidad, es tan impenetrable que lo único que se puede hacer es escuchar. Los verdugos podrían ser monstruos, pero a decir del documental ¿quién no podría serlo dadas las determinadas circunstancias?

La naturalidad de los testimonios de Antonio López y Vicente López Copete roza, a pesar de todo, lo dantesco en sus momentos más siniestros como en el que ninguno de ellos parpadea a la hora de recrear una ejecución a garrote vil en un mesón como críos que juegan a vaqueros sin dejar de corregirse el uno al otro. Pero aparte de la sorpresa que provoca por su frivolidad también contrasta con los encargados de responder a esta primera parte del documental con sus propias armas. Desde despachos, consultas y un léxico más comprensible pero también mucho más “oficialista”, abogados y médicos explican sus dudas sobre las palabras que los verdugos dan como verdades como templos por conocer de primerísima mano en un sentido casi literal. Desmontando mitos como el que reza que un ajusticiado por garrote vil (agarrotado, que se llama) no siente dolor en el momento de su muerte o sobre lo lícito de algunas de las ejecuciones sin llegar a cuestionar nunca la pena capital en sí (lo que les habría costado como mínimo su puesto de trabajo), Queridísimos verdugos remata la faena al introducir una entrevista a la familia de un agarrotado inminente en la casa en la que viven peor que mejor. Así las cosas, el documental traza la línea que va desde el que se justifica y puede llegar a convencer de que no tenía más remedio que cometer un “mal necesario” a empezar a cuestionar sus palabras y luego ofrecer la otra cara de la moneda, la de las víctimas del asesinato legal que pone punto y final a la escalada de crímenes con el último de ellos.

Así, y sin nunca tomar partido más allá de las imágenes seleccionadas (que no es poco, pero es una buena manera de remover el ambiente sin ponerse del lado de nadie) Queridísimos verdugos abre y hace más complejo aún un discurso del que sólo deja una cosa clara. Y esa línea que el director parece marcar sin posibilidad de interpretación lo honra a él y a los que coincidan con su opinión, pero simplifican un poco el tramo final de un documental que lleva el no dar las cosas mascadas como estandarte. Si el extraño equilibrio de Queridísimos verdugos se debe a la humanidad (en el sentido más amplio, con lo bueno y lo malo junto y por separado) con que está concebida, pisoteando posibles simbolismos y personajes metafóricos que reducirían su pegada y poniéndose/poniéndonos a la altura de los ojos de las personas que desfilan por delante de la cámara, al final unas palmas de sevillanas que animan el último baile que se marca el verdugo Bascuñana dan paso a unos aplausos generales que dan, por fin, paso a la barbarie más generalizada. Aparecen los ejércitos y los desfiles, cifras de número de muertos durante el siglo XX en periódicos por muerte violenta, turbas de gente descontrolada y gritando no se sabe si de miedo o rabia y, en definitiva, la guerra, aplaudida por gente desde despachos y llevada a cabo por la humanidad en general, más allá de todo folclore o de límites nacionales o raciales.

Tras situar tanto temporal como geográficamente a los verdugos y el ambiente en el que viven, Patino rompe la baraja y eleva la insensibilidad de estos (y la de sus víctimas, asesinos antes que ellos) a grado antropológico. A Patino, parece decirnos él mismo en esta última parte, la violencia le repatea venga de donde venga, y viene de todas partes. Esa tesis es más que respetable, pero la forma en que se presenta a pesar de ser coherente borra de un papirotazo la complejidad y turbiedad de la que ha hecho gala hasta entonces el documental. Que el ser humano es cruel hasta grados inimaginables no es una píldora fácil de tragar cuando se toma como una realidad y no algo sacado ni de los libros de historia ni de filosofía, pero precisamente por ello la generalización sobre un tema como este (que hoy en día más que una afirmación filosófica contrastada parece una forma intelectualmente respetada de escurrir el bulto) la hace tan desoladora como rendirse antes de empezar a luchar, lo que puede ser más fácil que luchar por entender el porque sin llegar nunca a conseguirlo. No es una cuestión de estar de acuerdo o no con la tesis esgrimida, es que siendo eso, una tesis pelada sin más matices, parece una simplificación de todo lo anterior. Hasta ese momento las palabras de los verdugos eran tan impermeables a la sensibilidad más elemental pero también sus circunstancias tan comprensibles que desmontaban cualquier intención de teledirigir el discurso. Sencillamente es imposible igualar la frialdad que en el fondo es naturalidad de los tres ejecutores sin apoyarlos (cosa que no ocurre) por completo, y del contraste de todos los elementos resulta algo muy difícil de conseguir y mucho más de encorsetar. Pero el último tramo, deshaciéndose de cualquier elemento que pueda contradecirlo, cae en el simplismo del que admirablemente había conseguido huir hasta entonces en un conjunto que comparativamente tiene muchas más aristas y nos lo pone mucho más difícil al tratar antes con personas que con teorías comprobadas.
Si al inicio Patino nos mostraba a los verdugos como gente cuyo oficio surgía de determinadas circunstancias, aquí parece decirnos que no sólo podríamos ser como ellos dadas las circunstancias, sino que el ser humano da cada día ejemplos de que todos podríamos ser como ellos independientemente de las circunstancias y que hemos nacido para comernos los unos a los otros, con lo que la distancia que uno podría poner entre un verdugo y uno mismo desaparece. Una opinión discutible sobre la que no me veo capaz de pronunciarme pero que sirve como perfecto y coherente colofón, mostrada de una forma imposible de debatir con los elementos que se nos dan; la violencia sin ánimo de ser explicada y por tanto sin nadie que intente defender sus actos, sea su defensa cierta o pura excusa para dar rienda suelta la crueldad que llevamos dentro. Efectivo y, repito, coherente, pero demasiado fácil.

Más efectivo habría sido obviar este tramo (respetable en sus pesimistas y puede que ciertas teorías quizás desde el punto de vista actual demasiado trilladas cuando no están lo suficientemente trabajadas) y seguir con las andanzas de los tres últimos verdugos. Bascuñana desparece del documental al morir fuera de él durante el rodaje pero es sustituido a ambos lados de la cámara por un joven, José Monero Renomo, que ajustició después de mucho resistirse a Heinz Ches, conocido como El Polaco y que lo primero que hace nada más aparecer ante nuestros ojos es comer con los otros dos verdugos como si el mundo fuese a acabarse mañana. Mientras, sobre él, una paloma blanca se esconde en el primer agujero que encuentra en el caserío que hay a sus espaldas en un improvisado simbolismo que lo dice todo en un único plano.

Es la historia que se repite y el círculo que se cierra sobre sí mismo, con lista de espera para recoger la antorcha de la crueldad llegando a una conclusión similar al del resto del film, pero haciéndola recurrente y propia de la especie sin necesidad de podar una gran película que da más a cada visionado y ofrece más cuanto más tupida es. Y también, y pocas cosas mejores pueden decirse de un documental y como se ha dicho en alguna ocasión, da para más de una discusión.

Título: Queridísimos verdugos. Dirección y guión: Basilio Martín Patino. Fotografía: Acacio de Almeida, Alfredo F. Mayo y Augusto Balbuena. Montaje: Eduardo Biurrún. Música: Antonio Gamero. Año: 1973.


[1] El rodaje del documental tuvo lugar entre 1973 y 1974, aunque no sería estrenado hasta 1977 por cuestiones de censura. Como muchos otros trabajos del director, considerado uno de los renovadores de la publicidad española luego reconvertido a director de ficción y documentalista, se rodó de forma clandestina.
[2] Nacido en Badajoz, contrae matrimonio a los 17 años y para salir adelante trabajó como albañil y participó en el robo a una gasolinera que le lo llevó a ingresar en prisión. Se alistó en el bando nacional durante la guerra civil y luego se prestó voluntario para viajar a Rusia con la División Azul, yendo a parar después a Berlín, donde trabajó como barrendero. Volvió a Badajoz y trabajó como vendedor de caramelos, participó en algunas pequeñas estafas, pasando artículos de contrabando y estraperlo con, cosas de la vida, Vicente López Copete. Entró en el oficio de verdugo bajo el ala del tercer verdugo en discordia; Bernardo Sánchez Bascuñana. Su primer reo ejecutado fue el Monchito de 22 años de edad y uno de los más famosos fue el conocido delincuente El Jarabo, cuya ejecución se dice que llevó a cabo con unas copas de más que hicieron que el difunto agonizara durante veinte minutos entre convulsiones antes de morir. Su última ejecución fue también la última en ser mediante garrote vil y una de las más célebres de la historia del franquismo: Salvador Puig Antich fue ejecutado el 2 de marzo de 1974 por López Sierra aunque era Vicente López Copete quien debía haberlo hecho inicialmente. Una vez más el verdugo no consiguió ajustar bien el garrote vil y la agonía de Puig Antich se alargó inhumanamente.
Al retirarse del oficio, trabajó como portero en Madrid, ciudad en la que vivió en el barrio de Malasaña con su mujer hasta su muerte en 1986 y a los 73 años.
[3] Nació en Badajoz en 1914. Verdugo titular de las Audiencias Territoriales de Barcelona, Aragón y Navarra entre 1953 y 1974, aunque su última ejecución tuvo lugar en 1966 al ser retirado del servicio tras ser acusado y condenado por estupro. Residía en Badajoz y se trasladaba al lugar de la ejecución cuando esta tenía lugar.
[4] Nacido en Sevilla en 1905, fue Verdugo Titular de la Audiencia Territorial de Sevilla desde 1949 hasta 1972. Huérfano de madre desde niño, abandonó su hogar a los doce años para buscarse la vida hasta que estalló la guerra y se hizo guardia civil y sirvió en el bando nacional. En 1949, cuando quedó vacante la plaza de verdugo de Sevilla solicita el puesto, siendo la primera ajusticiada por él su propia cuñada, condenada por robo… Tras ajusticiar a un total de 17 reos, murió el 25 de marzo de 1972 de cáncer.
[5] Vigente en España desde 1820 gracias a Fernando VII que dio la oportunidad a los españoles de “morir sentados” al sustituir la pena de muerte por ahorcamiento por el garrote vil, fácil de fabricar por herreros y de transportar por los verdugos que anteriormente ejecutaba a los reos en público. Fue abolida en 1978 gracias a la Constitución Española que desterraba la pena de muerte en general, el último condenado fue Jose Luís Cerveto, el Asesino de Pedralbes que protagonizó un buen documental dirigido por Gonzalo Herralde en 1980 con mismo nombre y que finalmente recibió el indulto.
El Garrote Vil consiste en un collar de hierro atravesado por un tornillo acabado en una bola de hierro que al girar la manivela a la que estaba adosado todo el mecanismo, aplastaba el cuello del condenado. Si la lesión aplasta el bulbo o rompe la cervical con corte medular, el ajusticiado entra en coma cerebral y muere al instante. La media vuelta de manivela que a decir de los tres verdugos era necesaria para acabar con la vida del condenado a muerte dependía de la fuerza física de estos, con lo que la infalibilidad del mecanismo era constantemente puesta en entredicho y eran muy numerosas las muertes entre largas agonías que terminaban cuando el reo moría de un largo y muy doloroso estrangulamiento.

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