viernes, 31 de octubre de 2014

A MEDIANOCHE ME LLEVARÉ TU ALMA



“¿Qué es la vida? Es el principio de la muerte. ¿Y qué es la muerte? Es el final de la vida. ¿Qué es la existencia? Es la continuidad de la sangre. ¿Y qué es la sangre? ¡Es la razón de la existencia!” Inmóvil y con los ojos clavados en los del público, Zé do Caixão[1] se presenta ante el espectador como maestro de ceremonias de A medianoche me llevaré tu alma entonando esta paradójicamente apasionada proclama nihilista. Vida y muerte, principio y final, igualados por un único elemento y un solo acto capaz de provocarlo: la sangre como continuidad por nacimiento y la sangre como asesinato y... como vida. Rimbombantes sentencias que invocan una serie de imágenes con los más violentos crímenes encadenados los unos a los otros bajo los títulos de crédito, sobreimpresos sobre los rostros retorcidos por el terror y el sufrimiento de las víctimas de Ze do Caixão, protagonista de esta película tanto dirigida como protagonizada, con unas dosis de enloquecido narcisismo dignas de mención, por José Mojica Marins[2]. Porque Zé, de profesión sepulturero, bebedor, misógino, y sádico asesino en sus horas libres, es un vividor que marca sus pasos al tétrico compás de una malsana y desaforada visión del mundo en la que la destrucción ocupa un lugar capital. Un hombre de carcajada fácil y aspecto amenazador, siempre cubierto bajo su capa negra y tocado por un sombrero de copa de idéntico color pardo, que se burla de los supersticiosos e intercambiables lugareños con los que comparte taberna mientras los  obliga a beber y comer carne pese a que su religión les prohíbe hacerlo, roba a los transeúntes, humilla a las mujeres y se burla de Dios y el Diablo durante la católica festividad del Día de los Fieles Difuntos, celebrado en el siniestro y oscurantista Brasil[3] que enmarca las sádicas correrías de Zé do Caixão en esta A medianoche me llevaré tu alma. Un país construido sobre mansas reverencias hacia los fallecidos y sus buenas costumbres convertidas en ineludibles normas de conducta para los vivos, que bajo la óptica de Marins tejen un asfixiante, barato y horripilante, teatral telón de grand-gignol gobernado por una anciana de risa diabólica que aconseja al público de A medianoche me llevaré tu alma que despegue los ojos de la pantalla, que huya de su perniciosa influencia antes de que suene la doceava campanada que anuncia la medianoche, cuando será imposible regresar a la abúlica placidez de nuestro mundo tal y como lo conocemos… Definitiva campanada que, por supuesto, brotará de la desquiciante banda sonora de la película provocando las carcajadas de la vieja hechicera, poniendo en duda lo presuntamente bondadoso de sus intenciones. Pero, vistos en perspectiva, ambos monólogos, tanto el entonado por do Caixão como el de la vieja bruja, no sólo son  antagónicos en su tono -siendo de una seriedad afortunadamente bajo control en el caso de el de él y repleto de divertidos lugares comunes en el de ella- sino que dotan al film de una ambivalencia no siempre bien llevada que pronto se revela como una muy irregular piedra angular del desarrollo argumental y, sobretodo, tonal de A medianoche me llevaré tu alma.

Porque pese a que la historia de una pequeña localidad brasilera sin nombre asediada por un criminal pueda parecer, a día de hoy, considerablemente trillada en su plasmación de un Orden social amenazado por un ser capaz de destruirlo, A medianoche me llevaré tu alma se sitúa en las antípodas morales no ya de lo tibiamente convencional, sino de lo mínimamente constructivo. Más allá del desaforado y alegre sadismo del que hace gala el enterrador homicida, que no en vano se erige como único e indiscutible protagonista de la función, el retrato de la sociedad brasilera dibujado con cuatro trazos por Marins resulta desolador. Hombres acobardados, mujeres sumisas, y autoridades morales y policiales incompetentes conforman un esclarecedor fresco social en el que el absoluto desprecio que do Caixão siente por su congéneres no sólo encuentra su razón de ser, sino que se ve constantemente justificado. Casi siempre reunidos en planos amplios que los muestran como una turba de intercambiables ignorantes, temerosos de pecados propios y ajenos, los aledaños que moran desapasionadamente por el oscuro Brasil de A medianoche me llevaré tu alma son mostrados por Marins con una desgana que podría ser casual visto lo desmañado del  conjunto de la película, pero que deviene claramente intencional al ser situada junto a un Zé do Caixão, única figura humana de muchos de los planos en los que aparece mostrado así como un ser diferente a los demás, que no sólo se burla despectivamente de la visión del mundo de sus pocos  amigos y algo más numerosos conocidos sino que, como se decía algo más arriba, parece tener todos los motivos para hacerlo. Ya sea devorando una pata de cordero mientras contempla burlón como el resto de los habitantes del pueblo se congregan en ayunas para sumarse a la procesión que circula bajo la ventana del sepulturero, tenuemente iluminada por las velas de los abnegados hombres y mujeres temerosos de Dios en una extraña (por bonita) imagen, o riéndose de los símbolos religiosos que se encuentran desperdigados en el taller en el que vive con su esposa Lenita (Valéria Vasquez), do Caixão se postula como un orgullosísimo pecador en un mundo vitalmente apolillado bajo una estricta moral religiosa que ha convertido a sus fieles en borregos. Esta tesis, por lo general bien planteada a través de las imágenes de A medianoche me llevaré tu alma, se refuta definitivamente durante una charla que do Caixão mantiene con su mejor y único amigo Antonio (Nivaldo Lima) en la que el sepulturero se jacta condescendientemente de ser una criatura intelectualmente superior al resto de lugareños a los que desprecia como una pandilla de asustadizos. Pero esta escena, gratuita por ser poco más que un subrayado a lo ya deducible de las imágenes de la película, plantea sin ambages un universo en el que Zé do Caixão se erige no tanto como un malvado homicida que no duda en asesinar a su mejor amigo entre carcajadas para después violar a Terezinha (Magda Mei), la novia de este, sino como un rebelde contra todo orden moral o social establecido. Y, más concretamente dado la religiosidad de los habitantes del pueblo en el que tiene lugar A medianoche me llevaré tu alma, un rebelde dotado de una aureola diabólica que paradójicamente no le impide jactarse de no creer en Dios ni en el Diablo. Porque a pesar de sus engoladas palabras, el sepulturero hace gala de una serie de cualidades que le confieren unos pocos pero muy relevantes rasgos, resaltados por Marins gracias a unos llamativos planos detalle dentro de una planificación algo atonal, que lo dibujan como un ser casi sobrenatural, por inhumano. Su tremenda fuerza o su aspecto comparativamente pintoresco respecto al resto de personajes de A medianoche me llevaré tu alma pueden ser vistos como peajes genéricos formales, necesarios para pergeñar (o intentarlo) la atmósfera gótica que se diría es deseada por Marins, pero la recurrente imagen de los ojos de do Caixão llenándose de venas como prólogo a sus furiosos ataques resultan tan narrativamente gratuitos que resultan ineludibles como parte del retrato del protagonista de una película en la que todos los elementos escénicos, sonoros e interpretativos, parecen sumarse para convertir al sepulturero en una encarnación embelesada y brutal del Mal, que tiene en el asesinato el mayor, y por tanto más valioso, crimen imaginable.

Una aparente contradicción, la que convierte a do Caixão en un ser de maldad satánica (por religiosa y, más concretamente, católica) que reniega de todo orden sacro que pueda regir la existencia humana, bien apoyada por la estrategia formal, que no resolución definitiva, de la que hace gala Marins en A medianoche me llevaré tu alma. Un punto medio, formado por dos vertientes interdependientes, en el que confluirían una visión del mundo trascendental, que en A medianoche me llevaré tu alma tendría una orientación claramente religiosa, con otra más física e inmediata, como los crímenes de do Caixão así como su cruenta visión del mundo. Del mismo modo, la mentada equivalencia entre la vida y la muerte para do Caixão encontraría su reflejo formal en un Brasil mortuorio en el que los vivos actúan como si ya estuviesen muertos y el sepulturero, por su capacidad para asimilar ambos aspectos de la existencia, tuviese una privilegiada visión global que, en consecuencia, gobernaría toda la película… Pero, visto el resultado final de A medianoche me llevaré tu alma, el saldo dejado por el film de Marins se encuentra en las antípodas de sus prometedoras premisas. Más bien al contrario: parecería que al monólogo inicial, apuntado al principio de este texto y planteado como declaración de principios para el espectador de A medianoche me llevaré tu alma, Marins opone una construcción fílmica planteada según los cánones propios del más etereo y atmosférico cine de horror… sin conseguir crear dicha atmósfera pese a lo voluntarioso de sus intenciones. Seguramente por ello, la aparición de la vieja bruja como un personaje más dentro de la narración del film, tras haber sido planteada como demiurga[4] al principio de la película a través del monólogo comentado en el primer párrafo de esta entrada, puede parecer inicialmente curioso, pero posteriormente, y convertida en clara y única antagonista de do Caixão, se revela como síntoma de una estrategia narrativa algo estereotipada que, en su rematada pobreza, diluye un tanto la pegada de la película. Y nada de ello tiene que ver con el hecho de que el envoltorio formal del film parezca pertenecer por derecho audiovisual a la parcela más juguetona del género de la que la figura de la bruja deviene tanto un estandarte como guía moral. Marins no es ni el primero ni será el último realizador cinematográfico que haciendo mejor o peor uso de determinadas convenciones genéricas desarrolla una visión determinada y personal del mundo y la vida, pero el deplorable desarrollo argumental de A medianoche me llevaré tu alma, que se diluye entre crueles asesinatos que ponen seriamente en peligro la credibilidad de que alguien como Zé do Caixão tenga una mínima vida social de largo recorrido y la necesidad del protagonista de engendrar una prole de hombres que como él sean capaces de someter al resto de la humanidad y que sustentan una de las escenas más bochornosas de la película en la que do Caixao reprende a un padre por insultar a su hijo, son algunos de los muchos elementos que, a base de errores de planteamiento y, muy especialmente,  una plasmación formal alarmantemente pobre, sumergen el film en una algo aburrida rutina. Aunque quede en él, y por fortuna, el espacio necesario para construir un esquemático pero enérgico retrato del auge y caída de un hombre que lucha, puede que sin saberlo, contra una serie de fuerzas que han convertido a la humanidad en una especie dócil e infantilmente asustada. El pobre goticismo de regusto moral sobre el que Marins parece querer construir su película, no sólo choca así con la naturaleza de un protagonista  brutalmente inmoral, sino que hace de él un ser inconscientemente maldito que, según los cánones de una determinada visión del cine de horror, acaba recibiendo su justo castigo por unos excesos ante los que Marins se muestra, menos mal, algo ambivalente. La reprimenda de ultratumba, que no es mostrada en el film gracias a un afortunado uso de la elipsis que concede un mínimo beneficio de la duda, sugiere un ideal de justicia moral que sólo encuentra un mínimo apoyo en la estructura argumental de A medianoche me llevaré tu alma, siendo por lo demás traicionada por el deliberado entusiasmo con el que Marins se ensaña en todos aquellos que se interponen en el camino de su rebelde y malvada criatura que, para más inri y como se argumenta algo más arriba, son mostrados como pobres diablos sin oficio ni beneficio. Un desquiciante uso de la banda sonora durante las escenas de los asesinatos, la desaforada brutalidad de los crímenes perpetrados por do Caixão incluyendo tarántulas, ahogamientos en bañeras llenas de agua o botellas rotas, son mostrados detallistamente por Marins a base de planos de cuencas de ojos vaciadas, carne machacada a bofetones, o mutilada a cuchilladas… efectistas pero también efectivos recursos esgrimidos por el realizador de A medianoche me llevaré tu alma con la nada disimulada intención de agredir la sensibilidad del espectador. Pero la suma de todos ellos, a los que habría que añadir un reverente agradecimiento por parte de do Caixão hacia sus víctimas por presenciar el fin de sus vidas y reafirmarlo así en su visión de las cosas, acaban por dotar estas violentísimas escenas de una cierta aureola de ritual pagana alrededor de la pura maldad como objeto de adoración que, lenta pero nada disimuladamente, se desparrama por todo el metraje del film de la mano de un protagonista que si bien parece encontrarse ante un mundo y una moral con los que contrastarse, ni mucho menos encuentra en ninguno de ellos un rival a la  altura de su brutal estilo de vida.

Y eso es, muy probablemente, debido a que del mismo modo que lo grandgignolesco que late bajo las imágenes de A medianoche me llevaré tu alma consiguen aportar un grado de sadismo imprescindible para que la visión de do Caixão no se evapore por completo ante las ansias góticas de Marins, la plasmación formal de todos los elementos argumentales del film resultan, como se apuntaba algo más arriba, mucho más interesantes desde un punto de vista teórico que una vez vistos en pantalla. La evidente pobreza de medios de producción de A medianoche me llevaré tu alma no es óbice para que prácticamente todo el elenco actoral lleve a cabo un trabajo interpretativo a todas luces lamentable, siendo sólo destacable un desatado José Mojica Marins quien, quizás por ejercer también de director y guionista, parece haber sido convincentemente poseído por la violenta megalomanía de su personaje. Pero en un suma y sigue que va anegando las posibilidades del conjunto, hay que añadir una puesta en escena considerablemente pobre, incapaz de disimular una planificación con lo raquítico como norma, una dirección de actores descaradamente descuidada, y unos efectos especiales risibles que prácticamente abocan A medianoche me llevaré tu alma a lo psicotrónico... y lo que es peor, a lo moderadamente aburrido. No hay tensión en esta película, pese a que esporádicamente se dan algunos instantes dotados de una rara poética macabra que emerge de un conjunto gobernado por una brutalidad que traspasa el contenido del film a su continente, la forma en la que narra lo que en él ocurre. Y eso que lo básico de su envoltorio formal[5], que no resultaría ni mucho menos molesto de no ser porque su pobreza provoca una distancia fatal desde la película hacia el espectador, degenera en un primitivismo que, sin embargo y como se comentaba algo más arriba, no está exento de algunos momentos excelentes ceñidos casi exclusivamente al ámbito de la visión que Zé do Caixão tiene de la vida y de la muerte. Instantes tan apabullantes como el que muestra al sepulturero reclamando a los muertos que yacen en uno de los camposantos en los que do Caixão se gana el pan esporádicamente a costa de sus víctimas, que resuciten para castigarlo por sus pecados en una escena en la que Marins muestra a un personaje situado no sólo en lo alto de una colina, sino en la cumbre de la vida como única forma de pletórica existencia, muestra por fin como las suculentas posibilidades teóricas de la película pueden llegar a cuajar en una fascinante traslación a la pantalla. Algo más adelante, y en un momento muy similar en la que discurso se refiere, Marins muestra y encarna a do Caixão desafiando unas voces que parecen amenazarlo desde el más allá pero que en realidad sólo son ruidos provocados por el viento de tormenta que amenaza el pueblo en el que tiene lugar A medianoche me llevaré tu alma. Revolcándose por el suelo, extasiado ante el descubrimiento que lo ratifica como ser libre de las consecuencias de sus actos al no existir ni Dios ni, por lo tanto, justicia divina capaz de hacerle pagar por sus crímenes, do Caixão vuelve a burlarse de todo y todos aquellos que han osado intentar asustarlo, en una escena que como se decía algo más arriba, contiene un fondo muy similar a la que tiene lugar en el cementerio, pero que como aquella desprende una tétrica energía tan oscura como fascinante, por furiosamente liberada de todo tipo de ataduras morales, puesta en imágenes con una frontalidad y falta de florituras que le van como anillo al dedo a la descarnada visión del mundo de Zé do Caixão.

Visto así, este exultante canto a la vida entendida como una fuerza imparablemente destructiva sólo regida por la voluntad de su único amo y señor, es tanto un soberano corte de mangas a una visión del mundo que, según A medianoche me llevaré vuestra alma, quizás sea menos peligrosa pero a buen seguro sí más oscurantista y patética como, de forma indivisible, un exploit cinematográfico de tomo y lomo por fortuna lo bastante desequilibrado como para esquivar el irrefutable moralismo que late en su interior. Emulando a un  sacerdote que señala un acto lascivo con dedo acusador mientras se le abulta la entrepierna de la sotana y creando un universo fílmico en el que la maldad de su criatura no sólo provoca un rechazo equiparable a lo diabólico de sus acciones, sino que se saborea como libertaria, Marins oficia una fiesta cinematográfica tan pobre en recursos cinematográficos como contagiosamente voluntariosa en su fascinación por lo impío como superior fuente vital e intelectual. Así, y a partir de esta paradójicamente moralista celebración del Mal, Marins se apodera del  film tanto bajo la forma del ultraviolento Zé do Caixão como en la aleccionadora vieja bruja que, como vencedora demiurga de A medianoche me llevaré tu alma, pone el marco gótico en el que tiene lugar el auge y caída del bárbaro sepulturero con una advertencia que en algunos momentos, sobretodo en aquellos en los que el filme se desliza sobre una convencionalidad que le viene pequeña, deviene casi visionaria: “¡Aún hay tiempo! ¡No veáis esta película! Para añadir, doce campanadas después que no han logrado espantar el interés despertado por Zé do Caixão: “Demasiado tarde… ¿Queréis mostrar una valentía que no existe?¿Queréis sufrir? ¡Ved entonces A media noche me llevaré tu alma!”.

Título: À Meia-Noite levarei sua Alma. Dirección y guión: José Mojica Marins. Producción: Arildo Iruam, Geraldo Martins Simões y Ilídio Martins Simões. Dirección de fotografía: Giorgio Attili. Montaje: Luiz Elias. Música: Salatiel Coehlo y Herminio Giménez. Año: 1964.
Intérpretes: José Mojica Marins (Zé do Caixão), Magda Mei (Terezinha), Nivaldo Lima (Antônio), Valéria Vasquez (Lenita), Ilídio Martins Simões (Doctor Rodolfo).


[1]Pequeña celebridad del cine de horror, especialmente famoso en su Brasil natal, Zé do Caixão (literalmente Zé el del cajón, debido a su profesión de sepulturero) nació la noche del 11 de octubre de 1963, tras una pesadilla de su creador y futuro intérprete en la pantalla José Mojica Marins en la que soñó que transportaba su propio ataúd. Algo más adelante, el propio Marins le proporcionaría a do Caixão un pasado en el que se le otorgaba un nombre, Josefel Zanatas -ya que fel significa amargo en portugués y Zanatas leído a la inversa resulta casi idéntico a Satanás- que raramente sería escuchado en las películas en las que aparecería. Hijo de padres propietarios de una red de empresas funerarias, do Caixão fue un alumno brillante cuyos únicos amigos de infancia fueron sus libros y una niña llamada Sara de la que, ya en edad adulta, se enamoró. Siendo correspondido en su amor por la joven, Josefel le propuso matrimonio, pero la muerte de sus padres y abuelos en un accidente aéreo lleva a la pareja a guardar luto por los difuntos y aplazar el matrimonio. En 1943, y sin haberse desposado todavía, Josefel se alista en la Força Expedicionária Brasileira para combatir en la Segunda Guerra Mundial, prometiendo a su amada Sara que celebrarán su matrimonio a su regreso. Pero el destino juega una mala pasada a la pareja, y cuando la correspondencia entre Josefel, en el frente italiano, y Sara, que sigue cuidando de la empresa funeraria que han heredado, se interrumpió, la joven creyó que el que iba a ser su marido murió en el frente. Un año más tarde, Sara contrajo matrimonio con un joven pretendiente mientras, ajeno a todo, Josefel combatía en el frente hasta el final de la contienda, en 1945. Ese mismo año, el joven regresa a casó, para encontrarse con la ciudad desierta y su casa cerrada a cal y canto. Espantado por la suerte de la que iba a ser su esposa, Josefel preguntó a un transeúnte por ella y los demás habitantes del lugar, recibiendo por respuesta que están celebrando una fiesta popular en el centro de la ciudad. Al llegar allí, Josefel vio a Sara sentada encima de su marido, y en un ataque de celosa locura desenfundó su arma disparando sobre ellos y matándolos en el acto. En el juicio por doble asesinato, los jueces consideraron que Josefel estaba traumatizado por la guerra y, por considerarse que no era responsable de sus actos, fue puesto en libertad. Amargado y sin otro sentimiento en su interior que no fuese un creciente rencor hacia todo y todos los que lo rodeaban, Josefel se volvió huraño y, más tarde, agresivo. Atacaba a sus vecinos, despreciaba a todos los que se cruzaban por su camino y, debido a su profesión y violenta conducta, se ganó el apodo de Zé do Caixão entre los habitantes de una ciudad que desde ese momento comenzó a vivir bajo el terror. Rechazando toda creencia u otra justicia que no fuese la impartida por él mismo, do Caixão empezó a buscar una compañera a la altura de su intelecto para así gestar una estirpe de hombres que, como él, serían superiores al resto de la humanidad… y todo aquel que se interpusiese en su camino sería perseguido y asesinado. Esta melodramática deriva del personaje, por fortuna ausente al menos en A medianoche me llevaré tu alma, su primera aparición cinematográfica, hacen harto confusos los motivos por los que do Caixão es aceptado en su pueblo con la aberrante normalidad con la que lo hace en el film de Marins, pero el gran calado del personaje en la sociedad y cultura popular brasilera empujó al director a darle un pasado a su criatura. Un personaje que fue interpretado por el propio Marins debido a que no encontraba ningún actor capaz de encarnarlo con la intensidad necesaria, y cuyo aspecto coincidía considerablemente con el del director. Su poblada barba ya llevaba largo tiempo en la cara de Marins (según parece, debido a una promesa que le impedía afeitársela), pero su capa y largas uñas aparecieron como homenaje al más mítico todavía personaje de Drácula, creado por el escritor Bram Stoker y, más concretamente, dos de sus adaptaciones cinematográficas: la apócrifa Nosferatu, dirigida por F.W. Murnau en 1922 y el Drácula adaptado por Tod Browning en 1931 con Bela Lugosi como protagonista. Y no crean que las uñas de las que hace gala Marins son prótesis adheridas a sus dedos: son, efectivamente, sus propias uñas, que jamás se corta durante la preproducción de sus películas con Zé do Caixão para que así adopten las angustiosas proporciones que pueden verse en pantalla. Curiosamente, y pese a la popularidad del personaje, sus filmes han logrado una mayor distribución en Europa o Estados Unidos que en su Brasil natal, donde do Caixão logró hacerse un hueco en la televisión presentando un programa llamado Cine Trash, en antena durante la década de los noventa, y actualmente como entrevistador en O Estranho Mundo de Zé do Caixão, para Canal Brasil… Más allá del medio televisivo, cuyas apariciones, como tónica general, por un tono autoparódico aceptado por Marins debido a sus numerosos problemas económicos, la influencia del personaje ha permitido a do Caixão escribir algún prologo para libros relacionados con el cine de horror, además de inspirar algunas letras y títulos de canciones rock en Brasil o, probablemente, al mismísimo Freddy Krueger.

[2]José Mojica Marins nació, como no podía ser de otra manera, un día 13. El del mes de marzo de 1936, en el que Marins llegó al mundo y, más en particular, al seno de una familia de padre y madre antiguos artistas de circo que vivían en una hacienda propiedad de la fábrica de cigarrillos Caruso en Vila Mariana,  São Paulo. Tras trasladarse a Vila Anastácio, los Marins pasaron a sobrevivir gracias al sueldo del padre del futuro creador e intérprete de Zé do Caixão como gerente de un cine del lugar en cuya sala de proyección el que el pequeño de la familia pasaba las horas que no invertía en la lectura, su otra pasión. A los 12 años de edad, Marins se hizo con una cámara V-8, con la que empezó a filmar sin parar, decidiendo ya entonces que encaminaría sus pasos hacia la realización cinematográfica. Dando muestras de una sorprendente precocidad, Marins organizaba pases de sus películas en pequeñas ciudades próximas a la suya, pagando todos los costes de su bolsillo (o del de sus padres) y cubriendo costes de producción con los pingües beneficios que le reportaron estos pequeños pero decisivos estrenos. Sin haber pisado jamás una escuela de cine, Marins fundó una de interpretación cuando contaba con escasos 17 años de edad, a través de la cual empezó a congregar una pequeña y muy joven legión de seguidores con los que poco después fundaría la productora Companhia Cinematográfica Atlas, especializada en cine de terror en su vertiente más brutal y sanguinolenta. Con la ayuda y el apoyo de sus nuevos compañeros, Marins empezó a cotejar la posibilidad de llevar a cabo su primera incursión en el mundo del largometraje, Sentença de Deus, que nunca fue terminado. Fue en 1958 con el western titulado A Sina do Aventureiro cuando Marins empezaría oficialmente su carrera como director al mando de un proyecto que se mantuvo en cartel durante un largo tiempo gracias a una astuta estratagema de Marins: pagar a todos los actores de su escuela interpretativa para inundar las salas y así provocar la impresión de que el film era un éxito absoluto que, pese a todo, fue rechazado por algunos por su violencia. Con la brecha abierta, y deseando ampliar el público potencial de sus películas más allá de sus remunerados amigos y conocidos, Marins se embarcó en la dirección del drama Meu Destino em Tuas Mãos, que contó con la colaboración del niño cantante Franquito, que sazonaba con sus canciones una película alrededor de un grupo de niños hartos del desprecio de sus familias que huían de sus casas en busca de una vida mejor. Marins escribió tres canciones de las cantadas por el pequeño Franquito, que con los beneficios amasados por sus dos primeros discos, produjo gran parte de un film que gustó a muchos de los que lo vieron… aunque estos  fueran tan pocos que no lograron salvar el sonoro fracaso comercial con el que se saldó el estreno del film. Poco después, y tras el proceso creativo explicado en la nota al pie anterior, Marins creó su criatura más célebre, Zé do Caixão, que apareció por primera vez en pantalla en la película que ocupa esta entrada, fechada en 1964. Y tras la exitosa A medianoche me llevaré tu alma, que sin embargo recibió un considerable varapalo por part de la crítica especializada, Marins explotaría su propio filón con nuevas aventuras del inmoral do Caixão. Su siguiente film, que respondía al contundente título de Esta noche poseeré tu cadáver, se estrnó en 1967 con un nuevo éxito de taquilla que reafirmó a Marins en un género, el del terror, en el que pudo poner en imágenes una de sus más pesimistas máximas: que no hay vida sin maldad. Así, un año más tarde Marins se aliaría con Ozualdo Ribeiro Candeias y Luís Sérgio Person para co-dirigir Trilogía de terror, película dividida en tres episodios que dibujaría en el horizonte el siguiente proyecto del realizador, de nuevo en solitario y aprovechando el gancho de su más famosa creación. Un personaje que en El extraño mundo de Zé do Caixão ejercería como algo cansino, por pedante, maestro de ceremonias de tres nuevos capítulos con el sadismo y un algo desencajado sentido del humor como tónica. Un año después, en 1970, llegaría El despertar de la bestia, también conocida como El ritual de los sádicos y de nuevo con la presencia del sepulturero asesino, que sin embargo desaparecería del siguiente trabajo de Marins: Finis Hominis, estrenada en 1971 y protagonizada por el propio director en la piel de un hombre ¡capaz de obrar milagros! 1972 sería el año en el que Marins, tras rodar la oscura Sexo e sangue na trilha do tesouro, regresaría al género del western con el que dio comienzo su carrera en las salas cinematográficas. D’Gajão mata para vingar, protagonizado por Walter Portela, dio un pequeño respiro interpretativo al director, que en ese mismo año rodaría además Quando os deuses adormecen. A pesar de esta corta tregua, do Caixão volvería a las andadas en su siguiente Exorcismo negro, en 1974, ya como celebridad trash para los aficionados al género. A partir de ahí el nombre de Marins se pierde en un interminable listado de películas filmadas con una frecuencia propia de un hiperactivo tras la cámara: suyas serían, al menos oficialmente, Inferno carnal (1977), A Mulher que Poe a Pomba no Ar (1978), la contundentemente titulada Delirios de un anormal (1978), Estupro (1979), Mundo-mercado do Sexo (1979), A Praga (1980), A Encarnaçao do Demonio (1981), A Quinta Dimensao do Sexo (1984), 24 horas de Sexo Explícito (1985), Dr. Frank na Clínica das Taras (1987), una presumible secuela llamada 48 horas de Sexo Alucinante (1987), el documental Demonios e Maravilhas (1987), y tras un largo parón de una década, dos incursiones en el mercado videográfico primero con A Guilhotina do Terror del año 1997 y siete años más tarde, en 2004, Necrophagia: Nightmare Scenerios, los nuevos Encarnaçao do Demonio (2008) y A praga (2011), y su participación en la película episódica The Profane exhibit el pasado año 2013 … Una incansable y prolífica carrera a la que hay que sumar otros títulos filmados -quién sabe por qué- bajo el seudónimo de J. Avelar como A Virgem o Machao de 1974 o Como Consolar Viúvas en 1976… Muchas de ellas comedias picantes que en cualquier caso no lograron oscurecer el creciente culto al hombre que creó y encarnó uno de los personajes más míticos de la cinematografía brasilera.

[3]Celebración católica propia de los países hispanos que tiene lugar el día 2 de noviembre. Ese día se celebran misas, todas ellas de Réquiem, con la intención de que el rezo pueda llevar a las almas que moran atrapadas en el purgatorio por no estar limpias de pecados veniales o no haber expiado sus malas acciones, a alcanzar la beatitud. Como parte de la tradición, se asiste al cementerio para rezar por las almas de los fallecidos así como la creación de altares de muertos, consistentes en adornos florales que comparten espacio con fotos y objetos de los difuntos. Esta conmemoración de todos los Fieles Difuntos se debe a San Odilón, cuarto abad del monasterio benedictino de Cluny, quien la instituyó en 998 y mandó celebrarla el 2 de noviembre. La influencia de su Congregación extendió su uso por todo la cultura cristiana. En España, en Portugal y en América del Sur, Benedicto XIV concedió celebrar tres misas el 2 de noviembre y Benedicto XV autorizó lo mismo años después, ya a todos los sacerdotes del mundo católico.

[4]Un recurso probablemente heredado de los cómics de terror Creepy, en los que un ser de cualidades sobrenaturales, ajeno a la narración que estaba a punto de comenzar, introducía tanto el tono como, muchas veces, la moraleja final de unas historias muy disfrutables por lo divertidamente tremebundo de sus crímenes y situaciones, a cual más grotesca. Además, podría verse en A medianoche me llevaré tu alma una premonición de una figura, la del psycho-killer que aún tardaría unos años en codificarse, especialmente a partir de la seminal La noche de Halloween (comentada en este blog hace exactamente dos años), estrenada en 1978 y cuyo éxito propició una serie de imitaciones que a su vez reportaron los beneficios necesarios para asentar la figura del asesino en serie como protagonista de una ingente cantidad de películas considerablemente rentables. Pero, en el caso de Zé do Caixão, habría que acudir a los textos de escritores como Alyester Crowley o Friederich Neitzsche para encontrar las raíces de un personaje físicamente inspirado en Drácula, pero de aliento muy similar al del superhombre nietzscheano.

[5]Probablemente uno de los motivos por los que Marins encarnó a Zé do Caixão sin poner, hasta Encarnaçao do Demonio, su voz. A excepción de esta última película, todas las apariciones del realizador bajo la piel del malvado sepulturero fueron dobladas, siendo esta práctica una muy habitual en la cinematografía brasilera generalmente causada por las dificultades para grabar en escenarios naturales con un mínimo de nitidez. Así, el Zé do Caixão de A medianoche me llevaré tu alma, Esta noche poseeré tu cadáver y El extraño mundo de Zé do Caixão tenía la voz de Laercio Laurelli, mientras que en O Ritual dos Sádicos, Finis Hominis, Quando os Deuses Adormecem era de Araken Saldanha, y en Exorcismo negro y Delirios de un anormal corría a cargo de Joao Paulo Ramalho.

jueves, 23 de octubre de 2014

MILAGRO EN MILÁN



Érase una vez un niño encontrado en medio de un huerto de lechugas, que fue recogido por una afable anciana que se encargó de cuidarlo y educarlo hasta el fin de sus días. Huérfano y sin nadie a quien acudir, el joven Totò pasó su adolescencia en un internado hasta que cumplidos los dieciocho años de edad salió al mundo y se unió a una pequeña comuna de amables sin techo que lo acogieron como uno más… Aunque podría decirse que la historia del bueno de Totò (interpretado por Gianni Branduani durante el tramo del film en el que el personaje cuenta con once años de edad), protagonista de la película dirigida por Vittorio De Sica[1], Milagro en Milán, es la de un niño abandonado a su suerte, rescatado por Lolotta (Emma Gramatica) una mujer de tan buenas intenciones como escasas parecen tanto sus luces como su equilibrio mental que, tras su muerte, deja tras de sí a un bondadosísimo joven sin recursos que acaba en una de las muchas chavolas que rodean una reconstruida y  progresivamente opulenta Milán durante los inicios de la década de los cincuenta, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial que arrasó Europa entre 1939 y 1945. Pero no, porque Milagro en Milán es un cuento, una mágica farsa que se refugia de la cruenta realidad de la que surge, parapetada tras un arquetípico “érase una vez” que exorciza la terrible miseria que palpita bajo las imágenes blanquinegras que componen este inesperadamente optimista film de De Sica. Una lamentable realidad que en su traslación cinematográfica parece armarse de algunos de los lugares comunes propios del llamado neorrealismo[2], que a su vez se ven reformulados por una contagiosa e inocente bondad que, vista en perspectiva desde el final de Milagro en Milán, construyen una inasible pero férrea atalaya desde la que abrazar un sentido de la maravilla que convierte el film en uno más próximo al  delirio fantástico que a un ambiguo retrato de un buen hombre que el desarrollo de la trama de la película revele como un idealista iluminado... Pese a que la estructura dramática de Milagro en Milán acabe dejando un saldo más ambivalente respecto a lo anterior de lo que a primera vista pudiese parecer.

Y es que no faltan en Milagro en Milán estampas tristes o directamente miserables: la muerte de la anciana que cuida de Totò durante los primeros años de vida de este, la materialmente paupérrima existencia de la colonia de mendigos que viven prácticamente a la intemperie en un solar en las afueras de la pudiente Milán, o la malintencionada condescendencia con la que el plutócrata Mobbi (Guglielmo Barnabò) trata la comunidad de sin techos que viven sobre los terrenos con los que el todopoderoso empresario pretende hacer negocio, plantean situaciones dramáticas cuya orientación claramente política, siempre a favor de los económicamente más desfavorecidos, las hace especialmente proclives a componer un film de denuncia a través de un determinado retrato social. Pero si bien todo lo anterior está presente en Milagro en Milán, De Sica logra voltear lo potencialmente dramático de dichas situaciones mediante una estrategia idéntica a la utilizada por Lolotta para demostrarle  al pequeño Totò como la enormidad del mundo puede ser vista y admirada desde la más modesta de las escalas. La escena da comienzo cuando la anciana contempla excitada como la leche que había dejado calentándose en un cazo puesto al fuego se ha desbordado desparramándose por el suelo como un riachuelo, mientras Totò contempla a su tierna y alborozada cuidadora construyendo un diminuto poblado hecho con pequeñas casas de juguete. Acto seguido, Lolotta se levanta y contemplando unas casitas unas aún más diminutas por la altura desde la que las contempla, sentencia estar ante un mundo tremendamente vasto que habita en el nuestro sin que la mayoría de la gente sea consciente de ello. Un plano de corta duración, situado a la altura de los ojos de la mujer a modo de cámara subjetiva, introduce la estrategia dramática a seguir por parte de De Sica que, gracias a la familiaridad que se da tanto dentro como fuera de la película respecto a muchas de las situaciones y personajes que la componen, contagia el ánimo a este lado de la pantalla: todo, tanto en Milagro en Milán como fuera de ella, depende del punto de vista. Y en consecuencia con esa silenciosa sentencia, nunca enunciada de viva voz en la película aunque sí demostrada a través de sus imágenes constantemente, Milagro en Milán se articula a través de una narrativa capaz de extraer humor donde sólo parece haber miseria y, de manera algo más forzada pero finalmente triunfal, magia de donde únicamente parecía haber pura (y siguiendo uno de los más básicos lugares comunes del cine de denuncia, también cruda) realidad. De este modo, la mentada muerte de Lolotta, anunciada mediante una algo irritante por almibarada escena en la que la anciana le pide a un lloroso Totò que recite la tabla de multiplicar mientras ella lo escucha débilmente postrada en la cama, es esquivada visualmente por De Sica mediante una elegante elipsis, que pese a todo no ignora el dolor que supone el fallecimiento para el niño. Pero algo más adelante De Sica sitúa al protagonista de su película en una tesitura puesta en imágenes de forma tan evidente que a duras penas puede considerarse una metáfora: en su tortuoso camino por una lluviosa Milán tras los pasos del carromato que transporta el cadáver de Lolotta hacia el cementerio, Totò se detiene frente a otra comitiva, mucho más alegre, y duda ante la posibilidad de cambiar su rumbo y seguir a aquellos que prometen la felicidad a través de pancartas… antes de que el coche fúnebre vuelve a reclamar su atención. Es el primer atisbo de esperanza que se verá prontamente corroborado gracias a una nueva escena, cronológicamente consecutiva a la recién mencionada, y que vuelve a albergar en su interior un conato de divertida esperanza cuando un fugitivo de la policía del Régimen dictatorial de Benito Mussolini se une a la solitaria comitiva mortuoria y finge llorar la muerte de una mujer a la que ni siquiera conoce para pasar inadvertido ante las fascistas autoridades que lo persiguen.

Así, la amable irresponsabilidad para con lo real que otorga la naturaleza de cuento de Milagro en Milán, tanto por algunos de sus elementos y estructura como sobretodo por su lograda atmósfera de optimista ilusión, empapa la propia médula de la historia que se narra en la película, narrada de forma puramente expositiva pero, precisamente por ello, nada aleccionadora para con su público. Desde ese momento, y casi siempre esquivando una complacencia que en muy escasas ocasiones se asoma en la película y que siempre se percibe como un rumor de fondo potencialmente temible pero controlado, De Sica plantea un universo fílmico en el que no hay una desgracia que no aporte una oportunidad de esperanza, ni tragedia que el sentido del humor no pueda diluir no gracias a la autocompasión, sino a una visión de las cosas más amplia que termina por relativizarlo todo hasta hacerlo más vitalista. Seguramente por ello, ya desde su salida del orfanato en el que ha pasado diez años de su vida hasta alcanzar la mayoría de edad necesaria para abandonar la institución y valerse legalmente por sí mismo, Totò (que desde ese momento en adelante será interpretado por Francesco Golisano[3]) parece flotar en un ininterrumpido estado de beatitud que no abandonará durante todo el metraje de Milagro en Milán, y que un entregado De Sica jamás deja en ridículo. Y eso que Totò podría ser visto sin demasiado esfuerzo como un iluminado o un niño demasiado crecido como para no ser consciente del mundo que lo rodea, pero gracias a la opción formal y tonal de De Sica y al desarrollo de la película ya desde su guión, acaba adquiriendo los rasgos de un revolucionario rematadamente pacífico, capaz de desmontar una determinada escala de valores y dotarlos de un nuevo sentido social y, sobretodo, emocional, altamente contagioso. Porque Milagro en Milán es, ante todo, un film tierno planteado a través de una visión del mundo que, como la del propio Totò, nunca resulta hiriente y cuando es mínimamente malpensada, lo es con un espíritu más travieso que ácido pese a echar raíces en una serie de circunstancias que orientan la película hacia una dirección política muy determinada que terminan por componer una sátira certera pero igualmente amable, acorde con la bondadosa visión del mundo de su protagonista.

Seguramente por eso, los diez años de la vida de Totò, transcurridos entre su entrada y salida en el orfanato, jamás nos son mostrados por De Sica, que oculta al público la violencia y destrucción fruto de la Segunda Guerra Mundial hasta provocar la sensación de que el protagonista de Milagro en Milán ni siquiera ha vivido en el país durante la contienda, tal es su estado de beatitud. Este extremo, absolutamente imposible desde una perspectiva mínimamente realista, apoya una visión de la vida voluntariosamente amable, aunque como se decía más arriba de considerable calado político y social, que sólo puede ser posible con la aquiescencia del público y, por lo tanto, gracias a la indispensable magia blanca que se condensa en resto del metraje de Milagro en Milán, y que se despliega en todo su esplendor en su segundo tramo. La llegada de Totò a la comuna de indigentes que se esfuerzan en llevar la mejor vida posible desata lo fabulesco de la película, que se detiene en su desarrollo argumental para así permitir una descripción más o menos pormenorizada de una serie de rutinas y personajes que convierten el solar abandonado por el que moran los mendigos en una especie de Nuevo Edén en el que no hay prácticamente nadie que no pueda ser feliz con un mínimo esfuerzo. Y ni que decir tiene que Totò encuentra allí el lugar perfecto donde desarrollar sus bondadosas dotes: el personaje interpretado por Francesco Golisano ánima a los mendigos acomplejados por su escasa altura poniéndose de rodillas ante ellos, retuerce la cara en muecas imposibles  ante los más feos del campamento para que así no se sientan solos en su fealdad, y cambia los nombres de las improvisadas calles del lugar por las tablas de multiplicar para que los niños aprendan matemáticas… La mentada estrategia expositiva del realizador para con sus optimistas tesis alcanza aquí su techo hasta bordear lo peligrosamente baboso, pero De Sica logra diluir el temible almíbar que se avecina sobre la película gracias a una serie de personajes secundarios que hacen del solar en el que tiene lugar parte de la acción de Milagro en Milán uno especialmente festivo como para no caer en la cursilería. Así como los indigentes del lugar encuentran una bonita estatua entre los detritus que rodean su pequeña comunidad, De Sica extrae cariñosos instantes cómicos de lo que fácilmente podría haberse resuelto de modo dramático: la pelea entre dos sin techo por la propiedad de la mentada estatua es resuelta cuando al más bruto de ellos se le entrega un silbato que aplaca sus ansias posesivas, un avispado mendigo alquila una hilera de sillas cada atardecer para que quien pueda pagarlo pueda ver cómodamente la puesta de sol y cuando uno de sus congéneres se niega a pagar termina por apartar una de las casas precariamente construidas para no perderse un acontecimiento que tiene lugar a diario pero que ellos contemplan como si fuese la primera y última vez que lo presencian son dos piezas de un humanista rompecabezas tan sencillo como, sobretodo, contagiosamente divertido.
Todo en Milagro en Milán destila un regusto feérico, subrayado por una banda sonora que elude el melodrama y abraza lo cuasi circense, asentándose en un punto intermedio entre lo imposible y lo más o menos reconocible en base a personajes de aspecto estereotipado, característica que, por una vez, aporta más de lo que resta pese a extenderse a prácticamente todos los elementos de la película. Una serie de personajes considerablemente planos, la mentada división moral que se produce entre los sin techo que protagonizan el film desde entonces en adelante y los opulentos empresarios que en su falta de matices deviene pura demagogia, o la previsible y casta historia de amor que se produce entre Totò y Edvige (Brunella Bovo) son algunos de los arquetípicos elementos que conforman este tramo de Milagro en Milán, que pecan además de una falta de profundidad o matiz que habrían podido hundir al film de De Sica en un antipático mar de obviedades para conversos. Pero con unas inesperadas y muy logradas dosis de buen hacer cinematográfico, De Sica construye una catarata de segmentos que no sólo sirven como generadores de un discurso político reconocible gracias a lo mentadamente estereotipado de sus elementos, sino que hacen de Milagro en Milán una verdadera perla cinematográfica por ser una película esencialmente visual[4], basada en  instantes que intercalan un sentido del humor basado en situaciones más o menos ingeniosas cuyo buenismo sólo deviene creíble gracias a la pegada poética de Milagro en Milán.

Secuencias como la que muestra a un grupo de mendigos buscando el calor del sol sobre el desértico solar sobre el que poco a poco irán construyendo una especie de precaria urbanización hecha con chavolas de latón y madera bordean lo paternalista, pero gracias al contagio que la visión del mundo de Totò provoca en el público logran convencer de la esperanzadora capacidad de hallar vitalidad donde aparentemente sólo parece haber una miseria y, en definitiva, poesía en el lugar más inesperado. Porque poco a poco, y siempre a base de situaciones resueltas con optimismo gracias a esa reorientación del punto de visita que permite descubrir una belleza que parecía haber sido expulsada de las cosas más sencillas, Milagro en Milán va articulando una muy particular, digamos,  poética de la pobreza material, que gracias a esa aureola de fantasía que desprende la película no supone un canto al conformismo, sino una ineludible demostración de vitalismo  que en ausencia de un contrapunto a la alegría de vivir propia de Totò y los demás, no contempla la magia como algo ajeno a la realidad, sino como la única realidad posible en la película de De Sica. Lo que no implica, ni por asomo, que la irrealidad del film no resulte reconocible. El alto valor simbólico de la película en su conjunto, pero muy especialmente de los personajes puestos en liza por De Sica no sólo a ambos lados del espectro económico y social sino sobretodo ético y moral, lleva Milagro en Milán primero por los derroteros del más demagógico panfleto sobre la guerra de clases, planteado en este caso desde un punto de vista carente de los matices necesarios para hacerlo mínimamente creíble, y más adelante por la senda de la fábula moral alrededor de la avaricia humana, siempre según una ordenación de sus elementos claramente politizada, acorde con la mentalidad del realizador. Pero esta simplicidad, férreamente asentada sobre una serie de lugares comunes, confirma dos cosas: la primera es la codificación de una serie de constantes, las del llamado cine realista, que al menos vistas hoy resultan lo suficientemente reconocibles para el público como para funcionar y ser comprensibles en un contexto más fantasioso que real. La segunda es el hecho de que el contrapunto racional (como sinónimo de razonable o posible) al optimismo postulado por Milagro en Milán no se encuentra en el film sino, tristemente, a este lado de la pantalla, carente del apabullante despliegue de magia cinematográfica puesta en imágenes y sonido por De Sica, aunque de forma tan consciente que logra esquivar el paternalismo en el que muy fácilmente podría haber caído.
Habrá quien vea Milagro en Milán como una condescendiente humorada sobre la pobreza que sólo logra anestesiar la presunta mala conciencia del espectador a base de dorar una píldora difícil de tragar sin tiernos aderezos cómicos, pero esa aunque a mi entender equivocada visión del film de De Sica, dudosa desde el momento en que éste se plantea bajo los parámetros propios de una fábula, pronto queda sepultada por la valentía de un realizador que no sólo apoya la visión de su protagonista, sino que la potencia hasta llevar Milagro en Milán a un estadio próximo al del cine desaforadamente fantástico cuyo único vínculo con la realidad es su capacidad para erigirse como amable fresco de una sociedad históricamente algo distante, pero plenamente reconocible desde un punto de vista actual.

El descubrimiento de un yacimiento petrolífero en el solar en el que los mendigos pasan apaciblemente sus días dispara la avaricia de Mobbi, que intenta expulsarlos para así hacerse con el oro negro que brota del subsuelo y amasar una fortuna aún mayor de la que ya posee. Gracias a la ocultación de cualquier rasgo de humanidad del empresario por parte de De Sica, la violencia ejercida por las fuerzas del Orden al servicio legal de un Mobbi que no en vano se ha hecho con el solar en disputa aprovechándose de la buena fe de los sin techo, resulta absolutamente gratuita en su desproporcionada crueldad, y más aún en oposición al mimo con el que De Sica ha plasmado la alegre y autosuficiente vida de los mendigos, más afables y vitalistas que los empresarios que se jactan de una fortuna que sin embargo parece haber anestesiado su capacidad para disfrutar de la vida. Pero, y una vez más gracias a lo estereotipado de su retrato que supone la piedra angular del espíritu fabulesco de Milagro en Milán, tiene lugar el último y definitivo salto de la película a territorios de puro ensueño, en el que se diría que todo parece posible. Tras una serie de estampas de fuerte pegada poética pero que echan raíces en tristes, por reconocibles, realidades como las bombas de humo lanzadas por la policía para desalojar a los mendigos, que la puesta en escena de De Sica convierte en una sugerente bruma que enaltece la irrealidad del campamento, Milagro en Milán utiliza el impulso ganado con las buenísimas intenciones demostradas durante el metraje precedente y se lanza a un vacío capaz de liquidar la suspensión de incredulidad del espectador poco dado a soñar despierto, además de suponer una oda al cine como fábrica (presuntamente sin ánimo de lucro) de sueños. En un instante en el que la película parece estar a punto de ceder ante el peso de una realidad demasiado terrible como para ser ignorada, De Sica propina un arriesgadísimo corte de mangas a un derrotismo que, llegado este punto, parece insoslayable. Implorando clemencia por sus amigos y conocidos tanto a Mobbi como al cielo, y sujeto a un poste que sobresale tímidamente sobre el solar, invisible bajo el  manto de humo dejado por los agentes antidisturbios, Totò recibe la visita del espíritu de Lolotta que se ha escapado del Otro Mundo para obsequiar a su bondadoso protegido con una paloma blanca capaz de conceder todo lo que Totò desee, en una apabullante salida de tono argumental que no desgarra la lógica del film gracias a la atmósfera de irrealidad pergeñada por De Sica durante todo su metraje. Y que será la primera de las muchas que, a partir de ese momento, se concatenan sin cesar hasta el delirante final de Milagro en Milán, inmerso hasta las cejas en un festival de ideas fantasiosas capaz de echar por la borda todo el realismo que hasta ese momento pueda habérsele adjudicado al film.

Nada de lo que tiene lugar desde ese momento, ni los sin techo haciendo cola para que la paloma les conceda todo lo que puedan desear aunque prácticamente todos ellos solo deseen ser un poco más ricos que sus ahora riquísimos vecinos, ni la pareja de espíritus que descienden de lo Alto tras los flotantes pasos de Lolotta para recuperar el ave y devolverlo a su divino lugar lejos de las avariciosas manos de los mortales, tienen lugar en un contexto con mínimos visos de realidad, sino precisamente y de forma alegremente despreocupada, dentro de un contexto regido por la pura fantasía. En este último tramo de la película el latente sentido de la maravilla de Milagro en Milán se desata por completo, brindando imágenes tan brillantes como la salida del sol en plena noche, el sensual y onírico baile de la estatua que alegraba las calles del solar tras cobrar vida (y pasando a ser interpretada con una muy meritoria irrealidad por Alba Arnova), que conviven sin problema con otras, de contenido algo más pesimista, como la que muestra a los mendigos, convertidos en nuevos ricos con sombrero de copa y abrigos de pieles, aplastándose contra las ventanas de la casa en la que Totò se esconde de una repentinamente avariciosa turba. Escenas que componen una deriva argumental, sólo creíble (o posible) gracias a una plasmación formal capaz de conferir la atmósfera necesaria para que Milagro en Milán no devenga una astracanada, y que potencia definitivamente la máxima de Lolotta recogida por De Sica durante el desarrollo tonal de su película. Efectivamente, todo en esta fábula es posible, ya sea lo físicamente impensable, lo anímicamente insoportable o… lo socialmente imposible. Porque gracias a esta coherente pero arriesgada pirueta final, Milagro en Milán logra la proeza de convertir su optimismo en una arma de doble filo por su exultante irrealidad, que no embellece lo triste ni lo miserable de las realidades en las que se inspira, sino que se basta a sí misma para componer un fresco social y económico cuyos puentes para con la miseria existente este lado de la pantalla se reducen a lo puramente simbólico. O lo que es lo mismo: pura ficción. Evocando una capacidad de ensueño que, vista en perspectiva, ha sido la tónica generalizada de todo el film pese a que es en su tramo final cuando su condición de fantasía se hace más evidente, De Sica pone la guinda a su particular pastel al trasladar a la muchedumbre de sin techo a las calles de una Milán completamente reconstruida tras los estragos de la guerra. Allí, y mediante un marcadísimo contraste entre el desértico horizonte del solar y el cielo de una ciudad que se diría asediada por carteles que publicitan todo tipo de marcas comerciales desde lo alto, Milagro en Milán hace honor a su nombre y oficia el milagro que tiene lugar frente a la Catedral, y que hace buena la máxima bíblica que reza que de los pobres es el reino de los cielos[5]. Aplicada literalmente en una escena que ha envejecido mal pero aún conserva su capacidad de sorprender, De Sica da el puñetazo definitivo sobre la mesa: la pacífica victoria contra una visión del mundo que antepone el beneficio económico al bienestar de las personas corresponde al mundo de lo maravilloso, es exclusivamente fantástico y, por lo tanto, irreal. En un gesto que le honra como director amante de sus personajes, pero que también lo postula como taimado comentarista social de visión mucho más derrotista que la esgrimida en las imágenes de esta excelente Milagro en Milán, De Sica logra hacer de la simbólica huida de sus criaturas algo tan evidentemente imposible a este lado de la pantalla que su visionado resulta un delicioso caramelo envenenado que sentencia sin alzar la voz que con los ojos adecuado todo es posible mientras, simultáneamente, asegura que los sueños, como Milagro en Milán, sueños son.

Título: Miracolo a Milano. Dirección: Vittorio De Sica. Guión: Cesare Zavatinni, Vittorio De Sica, Suso Cecchi d’Amico, Mario Chiari y Adolfo Franci, basándose en la novela escrita por Cesare Zavatinni, Tottò il buono. Producción: Vittorio De Sica. Dirección de fotografía: Aldo Graziati. Montaje: Eraldo Da Roma. Música: Alessandro Cicognini. Año: 1951.
Intérpretes: Francesco Golisano (Totò), Emma Gramatica (Lolotta), Paolo Stoppa (Rappi), Brunella Bovo (Edvige), Guglielmo Barnabò (Mobbi).


[1]Vittorio De Sica nació el 7 de julio de 1902 en la ciudad italiana de Sora, en el seno de una familia pobre que sobrevivía gracias al modesto salario de empleado de banca de su padre. Dignos y muy honrados en su pobreza, los De Sica se trasladaron a Florencia y más adelante a Roma, donde el futuro director de Milagro en Milán encararía desganadamente sus estudios en contabilidad para así poder ayudar económicamente a su familia de un total de ocho miembros y a duras penas un solo sueldo para alimentarlos a todos. Pero cuando contaba con dieciséis años de edad, en 1918, De Sica consiguió un pequeño papel en la película El proceso Clemenceau, que supuso su primera aproximación dentro del medio cinematográfico que más adelante sería su sustento. Tras una corta etapa de relativa bonanza económica para los De Sica, fruto de un nuevo trabajo del padre del realizador en una compañía de seguros que le reportaba un sueldo respetable, volvió la miseria. La aseguradora quebró, pero el hambre que acosó a los De Sica durante ese tiempo tuvo su contrapartida: la extrema delgadez del futuro director le hizo merecedor de interpretar el papel de la Muerte en una obra teatral que abrió brecha en las inquietudes artísticas del joven Vittorio De Sica, que a partir de entonces comienza a hacerse un nombre como mujeriego, cómico, actor dramático y de music-hall hasta que, finalmente, empezó a actuar frente a una cámara. Y el éxito no tarda en llegarle: la película dirigida por Mario Camerini en 1932 titulada ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! pone su nombre en boca de todos y le abre las puertas a un sinfín de trabajos que por un lado espantan el fantasma del hambre de la vida de De Sica y por el otro aprende todo lo posible de la técnica y narrativa cinematográfica durante los rodajes de una serie de películas de relativo éxito pero escasa repercusión a largo plazo. En 1935, De Sica se pone a las órdenes de Mario Camerini para protagonizar Daré un millón, película que contaba con un guión escrito por Cesare Zavattini, quien un tiempo más tarde se convertiría en la mano derecha del futuro realizador cinematográfica. Pero por entonces tanto su vida como su carrera interpretativa va viento en popa: sus filmes recaudan considerables sumas de dinero, De Sica se vuelve tremendamente popular en Italia, y al poco tiempo contrae matrimonio con la actriz Giuditta Rissone, con la que tiene una hija. Tres años después, la pareja se separa pese a que la prohibición existente en la Italia de entonces hace imposible un  divorcio con todas las de la ley. Poco después, aunque las malas lenguas aseguran que fue bastante antes, De Sica conoce y se enamora de la actriz María Mercader, con la que tendría dos hijos y pasaría el resto de su vida, pese a los continuos amoríos del cada día más popular actor que poco a poco se acostumbró a un opulento tren de vida cuya manutención le obligaba a trabajar incesantemente. En 1939 y mientras superaba una afición por el juego que puso en riesgo su estabilidad económica, Cesare Zavattini vuelve a su vida y le ofrece la posibilidad de dirigir un guión llamado Demos a todo el mundo un caballo de madera, que quedaría archivado hasta que en 1951 se rodaría y estrenaría como Milagro en Milán. Así, su  primera realización llegaría en 1940 bajo el título de Rosas escarlatas, adaptación de una obra de teatro de Aldo Benedetti, y según parece, no era mucho más que una simple comedia de vodevil intercambiable con la mayoría de filmes que se hacían por entonces en la Italia totalitaria de Mussolini. Alternando su carrera como actor con sus pinitos como director, De Sica lleva a cabo Magdalena, cero en conducta en 1941, y Recuerdos de un amor en 1942, siempre con la ayuda de un Zavattini que revisaba los guiones para así hacerlos mínimamente estimulantes para el director. Un De Sica que, por aquel entonces, estaba a punto de tirar la toalla como realizador, visto el parco panorama artístico que se planteaba ante sus ojos, pero que siguió en la brecha gracias a la insistencia de Zavattini y  la inesperada benevolencia de los censores para con Los niños nos miran, dirigida por De Sica en 1943 y que supuso una de las primeras muestras de su talento y, para muchos, uno de los primeros síntomas de cambio de un cine italiano muy necesitado de un recambio generacional, temático y estilístico. Pero el aparato estatal aún ofrecía resistencia: La puerta del cielo, dirigida en 1944, tuvo serios problemas para estrenarse tal y como De Sica hubiese deseado, pero la seguridad personal y económica se sobrepusieron a una sensibilidad cinematográfica que al cabo de un año, y con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de Mussolini, pudieron salir por fin a la luz pública. Juntando sus ahorros, De Sica se lanza y dirige uno de sus más emblemáticos filmes: El limpiabotas, de 1946, para la que trabajó codo con codo con Zavattini, en una colaboración laboral que se repetiría durante prácticamente toda la carrera del realizador. Y si El limpiabotas supuso una buena muestra de lo que poco a poco conformaría el llamado neorrealismo cinematográfico, De Sica y Zavattini darían la campanada en 1947 con la magistral adaptación de la novela de Luigi Bartolini El ladrón de bicicletas, brindando una sencilla y tristísima película que aún hoy se ve con el corazón en un puño. Tras esta genial muestra de cine de denuncia hecha con sencillez y sin ánimo aleccionador, un De Sica en la cumbre de su popularidad como realizador encara la película que se analiza en esta entrada, que le vale la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Un año más tarde, e inspirándose en la figura de su padre, De Sica vuelve al ruedo de la dramática seriedad con la magnífica Umberto D, que desgraciadamente no podrá ser vista por el hombre que la inspiró al fallecer poco antes de que De Sica lograra reunir los fondos necesarios para poder hacer la película. En 1953, y acuciado por una economía cada vez más ajustada, De Sica rueda Estación Termini, de capital americano y producida por David O’Selznick con los actores Montgomery Clift y Jennifer Jones como protagonistas y cuya mayor virtud fue la de haber puesto sobre el mapa internacional el nombre de De Sica como director tan reputado como solvente. Ese mismo año De Sica protagonizaría la exitosa Pan, amor y fantasía, que propiciaría las posteriores Pan, amor y celos en 1954, Pan, amor, y… en 1955 y finalmente Pan, amor y Andalucía en 1958, siendo esta última un aprovechamiento por parte del cine español del tirón comercial de la saga protagonizada por un carabinieri (interpretado por el propio De Sica), que iba siendo destinado a diferentes regiones primero de Italia y, en este último caso, de España. Durante los años siguientes, en los que intercalaba sus participaciones como actor con sus proyectos como director, De Sica realizó El oro de Nápoles en 1954, película de sketches escrita por su inseparable Zavattini a la que seguiría El techo, de 1956, ese vehículo de lucimiento para la despampanante Sofía Loren llamado Dos mujeres en 1960, y El juicio universal en 1961. Ese mismo año dirige uno de los capítulos pertenecientes a la película Bocaccio ’70 y dirige una adaptación de la obra de Jean Paul Sartre, Los secuestrados de Altona, prácticamente todas ellas hechas con la loable intención de ganarse el pan más allá de los, según dicen los que las han podido ver, discretos resultados artísticos de estas películas. Bajo una idéntica motivación llegarían Matrimonio a la italiana, de nuevo con Sofia Loren o una serie de películas que fueron vistas como el definitivo agotamiento de la formula neorrealista, como El especulador, Ayer, hoy y mañana, o un episodio de la película Le streghe llamado Las brujas, rodadas en 1962 las dos primeras películas y en 1964 esta última. Tras ellas llegan Un mundo nuevo, de 1965, que fue ignorada y mal estrenada en los pocos países en los que lo hizo, y Tras la pista del zorro, de 1966 y que contaba con la presencia de los actores Victor Mature y el célebre Peter Sellers. 1967 fue el año de Siete mujeres, y 1968 el de Amantes, con la que buscaba remontar económicamente una carrera en horas bajas. Los girasoles, de 1969, contaba con la presencia de Marcelo Mastroianni y Sofía Loren que consiguió arrastrar a una parte del público a las salas, haciendo anímicamente posible el rodaje de El jardín de los Finzi Contini en 1972, película muy alejada de los postulados éticos y estéticos de De Sica pero que sin embargo le valió un Oscar de la Academia a la mejor película de habla no inglesa. El mal estado de las finanzas del realizador lo llevó a partir de ese momento a aceptar cualquier proyecto con tal de subsistir económicamente: ¿Y cuándo llegará Andrea? de 1972, Amargo despertar de 1973 o El viaje, rodada en 1974 por un De Sica en claro declive tanto cinematográfico como vital no suponen ningún acierto destacable en la carrera del director. Sólo El viaje logró recaudar una cantidad más o menos respetable en taquilla, sanando en lo posible el ego herido de un hombre enfermo que murió el 13 de noviembre de ese mismo año, durante una intervención quirúrgica.

[2]Nacido en Italia poco después de la posguerra y la caída del Régimen dictatorial de Benito Mussolini, el llamado Neorrealismo italiano fue una corriente cinematográfica que rompió con un cine, el perteneciente a la dictadura y sus postulados, basado en el escapismo. Combinando la improvisación interpretativa de elencos muchas veces no profesionales con una visión del mundo especialmente inclinada a mostrar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sin el más mínimo asomo de triunfalismo, el Neorrealismo pivotaba sobre una paradoja imposible: filmar la realidad tal y como era. Conscientes de esa contradicción, directores como Roberto Rossellini o el propio De Sica intentaron acercarse a ese ideal despojando algunas de sus películas de toda posible artificiosidad capaz de poner en duda la veracidad de lo que se narraba en ellas. Siendo un fenómeno originalmente italiano, pueden rastrearse sus influencias en algunas películas de directores tan dispares como puedan ser Martin Scorsese, Luís Buñuel o, de forma más habitual aunque siempre con un sentido del humor negro poco afín a los filmes más representativos de este movimiento iniciado en 1945 con Roma, ciudad abierta, Luís García Berlanga. Respecto a Milagro en Milán, se ha hablado mucho de su supuesta afiliación a un teórico neorrealismo mágico en el que podrían enmarcarse algunas de las primeras películas de Federico Fellini como El jeque blanco, aunque a mi entender esta película de Vittorio De Sica juega sus cartas en un terreno más propio del mejor cine fantástico que del neorrealismo del que, sin duda, extrae gran parte de sus elementos y orientación política.

[3]Inicialmente, tanto de De Sica como Zavatinni tentaron al verdadero Totò para que interpretara al personaje que lleva su nombre, dada la enorme popularidad del actor, quebrantando así uno de los más fructíferos lugares comunes del cine neorrealista que postulaba, no sin razón, que la presencia de estrellas cinematográficas reconocibles para el público fácilmente podía romper la proximidad o el realismo deseado. Pero ante la negativa del célebre actor, al que el guión de Milagro en Milán no acabó de convencer, director y guionista tuvieron que acudir a un Golisano sin el que esta película difícilmente sería la misma, y que aportó una mayor credibilidad por su escasa fama. Gran parte del resto del elenco fue, siguiendo el patrón más arriba comentado, reclutado cerca de las localizaciones en las que tuvo lugar el rodaje, y muchos de ellos jamás habían actuado ni ante una cámara ni sobre un escenario.

[4]Esta narrativa puramente visual de la película, que podría prescindir del uso de diálogos y seguiría siendo igualmente comprensible para el público, entronca con una de las mayores y conscientes influencias del neorrealismo italiano: el cine mudo y su capacidad para transmitir ideas y contar historias sólo desde sus imágenes. No resulta muy difícil ver en la figura de Totò y el sentido del humor de la película un trasunto del personaje de Charlot y de la visión del mundo de su creador, Charlie Chaplin, del que Milagro en Milán no sólo toma la esperanzadora visión del mundo propia de algunas de las comedias del director de Tiempos modernos o El gran dictador, sino también su espíritu crítico y apoyo a los socialmente más desfavorecidos, muchas veces inocentes protagonistas de sus películas.

[5]Máxima enunciada por Cristo en los evangelios, y cuya aplicación literal en Milagro en Milán llevó a muchos a considerar a Totò como un trasunto de Jesús, dada su extremada bondad, que para más inri lo lleva a “poner la otra mejilla” amablemente una y otra vez, a dudar de su visión del mundo a causa de la crueldad de sus congéneres, tal y como Cristo se sintió abandonado en la cruz y, muy especialmente, por los milagros llevados a cabo en la película. De ser así, el tránsito de Totò en el solar en el que tiene lugar gran parte de la película, y en la que tiene lugar una degradación de las relaciones entre los mendigos por avaricia, podría hacer pensar en la figura de Moisés y en la paloma como un símbolo equiparable al falso ídolo adorado en el Monte Sinaí, que haría de los sin techo una parábola del pueblo judío. Pero por fortuna, y pese a que el final de Milagro en Milán tiene lugar frente a la Catedral de Milán y por lo tanto adquiere un matiz indudablemente religioso, el olor a sotana o adoctrinamiento ideológico que podría emanar de la película queda inmediatamente acallado gracias a una visión de la vida y el mundo tan festiva y desprovista de esfuerzo que no sólo no llega a molestar, sino que pone seriamente en duda la posibilidad de que De Sica se planteara una lectura religiosa de su película más allá de algunas casualidades y de hacer creíble un final que sólo podría tener lugar como milagro. Un milagro, menos mal, sin mandamientos.

jueves, 16 de octubre de 2014

EL REY DE LA COMEDIA



Existen buenas comedias, malas comedias, y comedias que no tienen puñetera gracia. Pero prácticamente todas ellas, y especialmente las pertenecientes a los dos primeros grupos, cuentan dramas personales tergiversados y recompuestos a un ritmo que los distancia de la tragedia que les sirve de base para hacerlos más tragables y divertidos, más ingeniosos para un público lícitamente amante de píldoras más azucaradas. Un bizarro Orden de la alegría muy mal repartido en el que para que algunos puedan sonreír, otros deberán sufrir con contención, sin alterar los ánimos del respetable con llantos o gritos de dolor. Porque desde el tartazo en la cara, el enredo que acaba con alguien siendo furiosamente perseguido por los motivos más absurdos, o la más torpe caída escaleras abajo, el humor se divide en dos frentes que co-existen en desigualdad de condiciones: el de los que sufren para hacer reír, y el de los que se carcajean seguros ante el dolor ajeno  premeditadamente estilizado y anestesiado para ser servido en bandeja. El ambicioso Rupert Pupkin (Robert De Niro) es un hombre que vive en ambos mundos simultáneamente: es chiste y público, personaje y -en menor medida- persona. Pero ante todo un luchador, un emprendedor convencido de la genialidad de una bis cómica pulida durante años en monólogos repetidos mentalmente una y otra vez, esperando el momento en el que surja una oportunidad, quince minutos de fama que lo catapulten al anhelado estrellato. Pupkin es, básicamente, un soñador habitante de la fértil y norteamericana tierra de las oportunidades a la espera de una clarificadora señal que le de una ruta a seguir. Y esta señal, y reflejo de las ambiciones de Pupkin, es Jerry Langford (Jerry Lewis), divertido presentador de Jerry, un afamado programa de variedades que lo convierte en televisivo protagonista de las veladas de miles de norteamericanos que lo consideran un ídolo, pero que representa la punta de un iceberg mediático perfectamente engrasado que oculta una abúlica burocracia y funcionalidad que respira y existe exclusivamente para los índices de audiencia. Gente que idolatra la imagen pública de Langford por ser precisamente eso, pública y extremadamente popular, y que en los casos más extremos, logra convocar verdaderas marabuntas de admiradores a las puertas de la cadena de televisión en la que cada noche el presentador llega a miles de hogares por la vía catódica. Una jauría humana con la que Pupkin convive sin dificultad aunque siempre con evidentes aires de superioridad, gracias a una contención que lo sitúa en las antípodas del histerismo que se adueña de su amiga Masha (Sandra Bernhard) o sus ávidos compañeros de callejón mientras esperan que una sonrisa cómplice, un gesto, o una palabra por parte de Langford los convierta en elegidos.

Pero esta serenidad, que podría verse como un síntoma de educación o hasta de raciocinio por parte de Pupkin, es parte de una conducta mucho más siniestra e inquietante. Porque el personaje encarnado por Robert De Niro se cree un Genio con mayúsculas, un tipo divertidísimo que sin embargo no logra despertar la más mínima sonrisa en sus inquietos interlocutores, un hombre que asegura ser capaz de mantener una conversación pero más bien actúa como un divo obsesionado en desplegar una batería de chistes que hagan de él una compañía irresistible, y en líneas generales, un ser humano ciego y miope que cree vivir en un mundo en el que si todavía no ha logrado triunfar, es porque nadie le ha ofrecido una oportunidad. Pero Pupkin no es sólo un simple pesado, ni un graciosillo con hambre de aplausos con los que paliar su soledad, es un hombre aislado en sí mismo, impermeable a todo lo que le rodea y pueda contradecir su visión del mundo y de su lugar y destino en él. Pupkin, alienadísimo protagonista de El rey de la comedia, es un emprendedor con un sueño que la puesta en escena del director Martin Scorsese[1] desnuda hasta mostrarlo bajo la luz de una enloquecida y fría obsesión por alcanzar la fama. Un venenoso personajillo, que pivota sobre la paradoja de resultar amenazadoramente inocente y educadamente hostil, contemplado por Scorsese desde una relativa y muy sorprendente distancia casi clínica. No se dejen engañar por el regusto a facilota sentencia moral que desprende el argumento de El rey de la comedia alrededor del fantasmal mundo del espectáculo y las miserias de la fama, esta película protagonizada casi en términos absolutos, por Robert De Niro desprende incomodidad por todos sus poros, desde el momento en que hace del espectador un mero convidado de piedra que es arrastrado por los vericuetos del film por un personaje absolutamente impenetrable[2].

Una impermeabilidad al ojo del público que surge de una estrategia narrativa un tanto  desmarcada de algunas de las marcas estilísticas más reconocibles del cine de Scorsese,  lo que hace de El rey de la comedia un film aparentemente manso en sus formas, pero  que gracias a eso acaba por erigirse como el más enervante e inquietante de toda su filmografía. Con una muy llamativa falta de dinamismo o de la furia formal muchas veces considerada marca de la casa del realizador, El rey de la comedia se basa en un desapego narrativo para con lo que cuenta que poco a poco va enrareciendo la atmósfera del film hasta evaporar toda la comicidad que pueda albergar en su seno. Mediante una planificación de escasos primeros planos pero abundante en planos medios, americanos o generales, o algunos travellings muy llamativos por su excepcionalidad dentro del conjunto del film, El rey de la comedia se distancia enormemente de la comicidad que late bajo muchas de sus escenas por la sombría y algo desencajada tonalidad pergeñada por Scorsese a través de su puesta en escena. Situaciones tan arquetípicas como puedan ser la que muestra a un Jerry Langford incapaz de zafarse de Pupkin a las puertas de su casa, debido a que sus buenas maneras le impiden enviar al carajo a su recién conocido admirador, las horas y horas que el aspirante a humorista pasa en la sala de espera de la cadena de televisión donde trabaja Langford sin darse cuenta de que en realidad nadie le espera allí, o lo cochambroso del secuestro de la estrella de la televisión por parte de Pupkin y Masha, resultarían cómicas en un contexto formal más vitalista o próximo a la bufonesca mentalidad de su protagonista, pero Scorsese opta por el camino opuesto al esperable en estas circunstancias, abrazando una frialdad que no contento con desarticular el humor que se adivina detrás de estas secuencias las convierte en escenas muy inquietantes que definen frontalmente a Pupkin como un lunático con el que todo intento de empatía resulta imposible. Esta estratagema parte de una contención formal construida sobre varios frentes como pueden ser un ritmo demasiado moroso como para permitir un crescendo humorístico que nunca llega a producirse o una planificación, que como se decía busca inequívocamente el distanciamento y que además resulta ocasionalmente brusca y carente de la musicalidad necesaria para provocar un mínimo de hilaridad en El rey de la comedia que sea capaz de contextualizarla en un mundo tan enloquecido como el que parece existir en la mente de su protagonista. Contrariamente, Scorsese describe un mundo en el que Pumpkin no tiene cabida si no es primero como pintoresco personaje, y posteriormente como psicópata incapaz de ver, no se sabe si por incapacidad o por falta de voluntad, las cosas como son. Lo más preocupante de Pupkin, y en parte gracias al tratamiento del personaje planteado por la película, reside en que es imposible saber a ciencia cierta si está tan loco como parece ser, o todo se reduce a una impostura en la que la cabezonería y la falta de escrúpulos se confunden con los delirios de grandeza de un hombre mucho más consciente del mundo que le rodea de lo que podría parecer. Scorsese es un experto en construir relatos que pervierten ambiguamente algunos de los lugares comunes del Sueño Americano sumergiéndolos en una moralidad mucho más turbia y contradictoria de lo gustarían determinados discursos oficiales, pero es probable que nunca haya llegado tan lejos como en El rey de la comedia y a buen seguro jamás de manera tan frontal e inequívoca[3]. Si antes se ha comentado que en Pupkin habitan tanto el emprendedor como el soñador que pueden convertirlo en un triunfador en la tierra de oportunidades, no es menos cierto que El rey de la comedia se plantea como un venenoso espejo deformado de una escala de valores fácilmente condenables que, por fortuna y gracias a la pericia de Scorsese y sus colaboradores, desborda su potencial moralismo para componer una película áspera e inquietante[4] que no cede ante los embates de lo aleccionador que se vislumbra por los contornos del psicótico periplo de Rupert Pupkin. Así, si en una de las escenas de la película vemos a Langford paseando por Nueva York bajo los vítores de sus admiradores, a los que despacha con una amabilidad no siempre bien recibida, en otra podemos contemplar como una pelea a gritos entre Masha y Pupkin en plena calle es recibida por algunos de los transeúntes como un verdadero espectáculo. Lo humillante y desagradable de la escena supone algo más que un cruel conato cómico más o menos al uso, también denota un cambio de sensibilidad generalizado capaz de encajar con éxito el triste humor de Pupkin basado en la autohumillación. Gracias a ello, el narcisismo victimista de Pupkin deja de pertenecer a lo patológico para alcanzar lo cultural[5]. Scorsese muestra el progreso de un hombre que asciende de la pura nada hasta el estrellato pese a quien le pese, pero lo hace con la suficiente mala intención como para fundir en uno la ambición que se le presupone a un emprendedor con la obsesión propia de un enajenado que acaba por encontrar su lugar en un mundo idiota. Sobre esto último, no parece casual que Scorsese se esmere en hacer un retrato sobrio y hasta aséptico del mundo del espectáculo tan idolatrado por Pupkin y Masha. Langford es una estrella sobre el escenario, pero en su vida privada es retratado como un solitario que pasa sus días cenando cada noche en su silencioso apartamento y jugando al golf igualmente a solas, antes de regresar a un hogar tremendamente aséptico y desprovisto de toda personalidad. Para más inri, y pese a la simpatía que parece desprender como presentador del programa que lleva su nombre, Langford resulta moderadamente antipático, aburrido y hasta agotado de ser una estrella de aparente poder, pero que se sabe parte de un gigante mediático capaz de quitarle la fama ganada durante años en un abrir y cerrar de ojos.

Bajo este punto de vista, podría decirse que El rey de la comedia funciona por pura y desigual oposición entre la puesta en escena de Scorsese, que plantea una realidad distante mostrada de forma poco artificiosa, y la caricaturesca presencia de Pupkin, un ser humano que parece vivir en una dimensión  paralela muy alejada de la que habita el resto de la humanidad. Un universo gris, pero bien educado y hasta considerado con Pupkin, poblado por secretarias eficientes (Shelley Hack y Margo Winkler) y amables con el protagonista de El rey de la comedia, afables agentes de seguridad que no utilizan la violencia para hacer valer sus argumentos, o mujeres como Rita (Diahnne Abbot), que acceden a cenar con Pupkin por pura compasión… pero que son percibidos por Pupkin como profesionales sin criterio, incapaces de comprender la genialidad de su humor, maleducados gorilas que le faltan al respeto, o mujeres que caerán en sus brazos antes de llevarlas al altar en una boda televisada que será seguida y ovacionada por millones de personas alrededor del globo. Un estado mental que orbita a mucha altura de lo que entendemos por realidad, y que es evidenciado una y otra vez por Scorsese gracias a la asepsia, casi realista, con la que muestra la Nueva York en la que tiene lugar El rey de la comedia, una película que en contadísimas ocasiones se doblega ante su protagonista y su particular forma de entender las cosas. Una corta escena, situado al principio del film, que muestra un plano de Pupkin contemplando a Langford y que es inmediatamente correspondido por un contraplano de la celebridad televisiva a cámara lenta, establece la obsesiva admiración que el personaje encarnado por Robert De Niro siente por el que interpreta Jerry Lewis[6], que es detallistamente observado por Pupkin como un objeto idealizado, supone un tímido atisbo a la mente del protagonista de El rey de la comedia, que en líneas generales se asienta parsimoniosamente en una puesta en escena mayoritariamente expositiva despojando a  Pupkin y su visión de las cosas de todo apoyo argumental o tonal que pueda justificarlo desde un punto de vista más o menos racional.
Así, las ínfulas de superioridad del aspirante a cómico, que pretende suplantar en los escenarios a Langford con la naturalidad propia de quien lo ve como un derecho inalienable, son respondidas por Scorsese mediante una elipsis permanente que impide que el público vea ni escuche ninguno de los espectáculos llevados a cabo por el personaje interpretado por Jerry Lewis, invalidando una competitividad que a partir de ese instante sólo existe en la cabeza de Pupkin. Una mentalidad que también asume como unilaterales verdades irrefutables una supuesta amistad entre Pupkin y Langford, mágicamente surgida en los escasos cinco minutos que comparten en la limusina del primero, una inexistente admiración por parte de Rita, y una ficticia invitación a cenar en la mansión de Langford en la que tiene lugar la escena más incómoda de una película plagada de situaciones que bajo otra óptica podrían resultar risibles, pero que la puesta en escena de Scorsese convierte en claustrofóbicas y muy violentas. Vista así, El rey de la comedia funciona a varios niveles que prácticamente en ningún momento entran en contradicción entre ellos, sino que se suman los unos a los otros complementándose: una envenenada visión del sueño americano, la omnipotencia de los medios de comunicación para regurgitar ídolos intercambiables y crear una determinada escala de valores, o la locura que se amolda y surge de dichos entornos culturales, son parte de la temática de un film que, sin embargo, resulta mucho más valioso por la manera en que plasma y muestra dichos temas y motivos argumentales que, afortunadamente, por la fácil denuncia que late bajo ellos en sí misma considerada. A la mentada visión del sueño americano, que prácticamente se erige en motor dramático de la película, Scorsese opone maliciosamente una estructura circular que hace de El rey de la comedia una película alrededor de un mundo extremadamente competitivo, pero sobretodo retrata a los mass-media como generadores de personalidades artificiales que amenazan con devorarlo todo y convertirlo en un mero espectáculo siempre de cara a la galería. No resultan extrañas las constantes apariciónes de espejos y reflejos en el fondo de muchos de los planos de El rey de la comedia, no sólo como metafórico planteamiento de la relación de suplantación existente entre Pupkin y Langford, sino del existente entre un sujeto y su imagen pública o privada como una pura cuestión de identidad. Respecto a esto, y al contrario de Langford, del que Scorsese informa tiene una vida privada en las antípodas de una imagen pública que de forma harto intencional el director sisa al público a base de elipsis, Pupkin no parece tener otra versión de sí mismo que aquella con la que se exhibe durante veinticuatro horas al día como una especie de anacrónica caricatura. O por decirlo de otro modo, Langford es un hombre con dos naturalezas, la alegremente pública y la íntima, solitaria y triste, pero Pupkin es un hombre que sólo funciona como espectáculo, y parece contemplar el mundo y aquellos que lo habitan como parte de un show que como Scorsese se encarga de aclarar una y otra vez sólo existe en su cabeza.

Las numerosas y coloristas fugas mentales en las que Pupkin parece sumergirse en un universo onírico en el que, esta vez sí, su histrionismo e impostado ingenio encuentran la horma de su zapato gracias a una puesta en escena mucho más entonada para con la mímica de un estupendo Robert De Niro y la narcisista escala de valores de su personaje, suponen una clara plasmación de esta visión espectacularizada de la vida del soñador protagonista de El rey de la comedia que chocan frontalmente con una realidad  planteada como mucho más gris. Muchas veces intercaladas con planos que muestran a Pupkin hablando solo en su casa, manteniendo conversaciones que sólo tienen lugar en los planos en los que Scorsese lo presenta tratando con paternalismo a un Langford mucho más afable y probablemente más cercano a su imagen pública -aunque este extremo jamás llegue a confirmarse al no mostrarse prácticamente nada del programa que regenta el personaje interpretado por Jerry Lewis- que el visto durante toda la película, o casándose con la guapa Rita ante una legión de televidentes que ovacionan una unión matrimonial introducida por un manso Langford que no deja de dorarle la píldora a un endiosado Pupkin, estas secuencias hacen las veces de ventana a una mentalidad gobernada por un ego absolutamente desmesurado, pero tampoco dejan de ser un trazo más en el retrato de un personaje que jamás cae en ninguna contradicción que pudiese humanizarlo, encapsulándose aún más en su impenetrable psique. Es en estos momentos cuando Scorsese saca pecho formalista y compone las escenas más extrañas, por descontextualizadas y abstractas, de todo el metraje de El rey de la comedia: una secuencia que muestra a Pupkin sentado en una butaca, entre un Langford y una Liza Minnelli de cartón, dejándose querer por la muda pareja que sólo parece hablar en su cabeza, resulta tan inquietante como contundente en la descripción de un personaje que se complementa en una escena posterior. En ella, y frente a un mural en blanco y negro con la imagen de una sonriente multitud, Pupkin comienza el monólogo que más tarde lo llevará al estrellato mientras la cámara se aleja, las risas aumentan de volumen y la voz de Pupkin se apaga bajo el peso de los aplausos de un público que, efectivamente, no está allí… pero cuya presencia tampoco importa, ya que no hay lugar en el universo de Rupert Pupkin para otra persona que no sea el propio Rupert Pupkin. Todo y todos los demás son un mero decorado, descartes que sólo existen para él pero que por sí mismas resultan intercambiables y desechables. Bajo este punto de vista, Langford, Liza Minnelli, o el público están ausentes o reducidos a meras imágenes sin vida en sus fantasías porque también lo están en una realidad que para Pupkin se reduce a una sola cosa con una mayor presencia de lo imaginado que de lo verdadero. La madre de Pupkin (interpretada por la madre del director, Catherine Scorsese) cuya presencia en la película se reduce a una voz que presumiblemente interrumpe los delirios de su hijo, no sólo marca al personaje interpretado por Robert De Niro como el de un niño mayor, sino que, terminada la película, ratifica que para Rupert no existe ninguna diferencia entre fantasía y realidad. Y quizás por ello, todo lo que no encaja en su forma de ver las cosas deviene como algo absolutamente imposible o, en el mejor de los casos, una afrenta que el tiempo se encargará de corregir. Probablemente por eso, Pupkin sueña como en el día de su boda, en el que contrae matrimonio con una joven camarera con la que compartió sus años de instituto desde la distancia, el hombre encargado de oficiar su unión es uno de sus profesores, que lo alaba y le pide disculpas por no haber sabido ver la valía de Pupkin durante sus años de estudiante. Algo antes, en el mundo real, Scorsese muestra a Pupkin culminando su primera cita con Rita, tras prácticamente acosarla de forma tan educada como irritante, con un casto beso y rechazando la obvia invitación de la chica a “tomar una última copa” en su apartamento… completando el retrato de un hombre que en un contexto menos realista parecería un inocente o un caballero, pero que bajo la estrategia formal de Scorsese parece un crío inquietantemente tullidito. Planteadas estas escenas como fantasías infantiloides, que aparecen durante el primer tramo del film para luego desaparecer hasta prácticamente su final y que suponen uno de los escasos rasgos de Pupkin capaces de generar un mínimo de trasnochada (por infantil) empatía para con el personaje, Scorsese aclara que el mundo del espectáculo sólo existe en la mente del protagonista de El rey de la comedia pero no en la realidad planteada en el film, en el que lo único que puede verse de los programas televisivos tan amados por Pupkin es la pesada burocracia llevada a cabo por secretarias de cara larga y empresarios con escaso sentido del humor. Pero precisamente por eso, la búsqueda de aceptación social que late bajo los deseos de ser famoso que llevan de cabeza a Pupkin, se sostienen en El rey de la comedia sobre la pura nada. Pupkin o la histérica Masha podrían generar un mínimo de compasión por su evidente falta de autoestima u oportunidades de amar y ser amados que hayan podido tener durante sus vidas, pero Scorsese los convierte en monstruos una vez se ha negado a darles la razón en ningún momento haciendo de su película una nada complaciente.

Así, la mentada estructura cíclica de El rey de la comedia combinada con la puesta en escena de la película pone en tela de juicio la autojustificación que esporádicamente entonan tanto Masha como Pupkin, cada uno a su propia escala. Si Masha es una mujer con una energía desbordante incapaz de encauzar la admiración que siente por Jerry Langford, el mucho más frío y sibilino Pupkin parece tener las cosas mucho más claras: más que amar a Langford lo que pretende es suplantarlo o, mejor dicho, suplantar su imagen mediática, que Pupkin parece entender como la única y real. En este aspecto los personajes de Masha y Pupkin marcan sus relativas distancias entre ellos: mientras la aniñada e irritante Masha está atrapada en su propia locura, Pupkin es capaz de vehicularla en un mundo en el que su modo de actuar, ya sea acorde a los ilusorios términos del sueño americano o en lo que se refiere a lo mediático, resulta aceptable. El maravilloso plano congelado sobre el que se van deslizando los títulos de crédito iniciales de El rey de la comedia supone una verdadera declaración de principios al respecto: en él pueden verse las manos de Masha, encerrada en la limusina que iba a llevar a Langford a su casa, apretadas contra el cristal de la ventana. Al otro lado del vidrio, un sereno Pupkin parece contemplarla a través del resquicio que dejan los dedos de las manos de la chica sobre la luna que, probablemente no por casualidad, se asemeja sobremanera a la luminosa pantalla de un televisor. Este símil permite, ya desde el principio de la película, establecer las líneas generales que sitúan la relación que existe  entre los diferentes personajes y su entorno: Masha es una mujer visiblemente desquiciada que pretende entrar en un mundo,  el mediático, al que no pertenece. Pero Pupkin, tanto o más perturbado que ella aunque de manera aparentemente más mansa, no sólo aparece en esta imagen dentro de lo que parece un televisor a modo de avanzadilla narrativa de la que será la conclusión de la película, sino que también su percepción del mundo se produce en términos y motivos puramente televisivos. Coherentemente con esta percepción del mundo, Scorsese finiquita la película con unas imágenes televisivas que muestran el auge de Pupkin como figura mediática de primer orden tras su paso por el programa de Jerry Langford que se salda con un impepinable éxito de público. Estas imágenes, que muestran como Pupkin escribe su autobiografía durante su corta estancia en prisión mientras su cara inunda las portadas de todos los periódicos y magazines culturales cuando se anuncia que el texto será adaptado para la gran pantalla, mantienen una ambigua relación con otras imágenes, de formato muy similar, que ilustraban algunas de las fugas mentales del protagonista más arriba comentadas. Esta similitud, estimulada por lo igualmente parecido de su contenido, casi apologético, sobre las bondades de Pupkin y su desmesurada fama, siembran la duda: ¿Son imágenes televisivas reales? ¿O fruto de la narcisista imaginación de su protagonista? La imposibilidad de diferenciar las unas de las otras rematan la jugada de Scorsese, pergeñada desde la propia estructura de la película y de la distribución de los elementos formales que la componen, capaces de reflotar fríamente la bilis que anida en las profundidades de lo cómico. Y gracias a ellos, el final de El rey de la comedia resulta creíble como alucinación y como realidad, dándole la definitiva victoria a Pupkin y su visión de un mundo en el que los aplausos pueden convertir al bufón en Rey, y la realidad más terrible y la peor experiencia íntima y personal regurgitadas en un narcisista chiste malo.

Título original: The king of comedy. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Paul Zimmerman. Producción: Arnon Milchan. Dirección de fotografía: Fred Schuler. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Robbie Robertson. Año: 1982.
Intérpretes: Robert De Niro (Rupert Pupkin), Jerry Lewis (Jerry Langford), Sandra Bernhard (Masha), Diahnne Abbot (Rita).


[1]Se desean leer una somera biografía del mítico realizador de El rey de la comedia, pueden hacerlo en una de las notas al pie pertenecientes a la entrada sobre El lobo de Wall Street, analizada en este mismo blog en el mes de febrero de este año 2014.

[2]Esta falta de humanidad en la historia que se narra en El rey de la comedia fue el elemento que provocó que la dirección del film por parte de Scorsese tuviese lugar ocho años después de que le fuese ofrecido por primera vez al realizador. El guión, escrito por Paul Zimmerman en 1974, fue rechazado por el por entonces flamante director de Alicia ya no vive aquí por considerarlo interesante pero demasiado desagradable para su gusto. A decir de Scorsese, El rey de la comedia funcionaba como comedia que no pretendía tener la más mínima gracia, pero estaba vehiculada por una serie de personajes a cual más antipático y temible, cuyos actos resultaban incomprensibles para el que sería su futuro realizador. Fue en 1982, tras el monumental éxito de crítica de Toro salvaje, cuando Robert De Niro le planteó a Scorsese la idea de retomar El rey de la comedia, después de que el guión de Zimmerman pasase por las manos de Michael Cimino, quien finalmente se descolgó del proyecto por los interminables problemas que se le presentaban con su célebre, magnífica y algo fallida La puerta del cielo. Cimino, que tras haber rodado con De Niro El cazador contaba con el actor para encarnar a Pupkin, pasó el testigo a Scorsese a través del actor, quien se asentó en su papel de amigo de Scorsese en un momento en la vida del director en el que el director no pasaba por sus horas más enérgicas. Sus desmanes con todo tipo de drogas pero muy especialmente con la cocaína durante la década anterior, y que prácticamente acabaron con su vida, habían dejado a Scorsese en un estado de debilidad del que logró recuperarse parcialmente gracias al rodaje de Toro salvaje, proyecto que le fue propuesto por De Niro durante la convalecencia del realizador en el hospital donde se salvó de una muerte más que probable. Arrastrando aún algunos achaques, que limitaron un tanto las jornadas de rodaje de El rey de la comedia con el objetivo de no cansar excesivamente a un director que sin pese a todo dio algunas muestras de agotamiento en el plató, Scorsese aceptó el proyecto viéndolo como una película diferente a lo esperable de la pareja creativa De Niro-Scorsese tras sus fructíferas Malas calles, New York, New York o, en mayor medida Taxi driver o la mencionada Toro salvaje, y también porque se encontró con unos personajes mucho más familiares que al leer por primera vez un guión del que no se había cambiado una coma. Durante esta segunda lectura, Scorsese comprendió mucho mejor tanto a Pupkin como, sobretodo, a Langford, por la condición de director estrella adjudicada al realizador de Taxi driver que lo había convertido en una pequeña celebridad más o menos pública, así como en un mayor conocedor de los laberintos de la fama y la falsedad que esta es capaz de provocar en propios y extraños.

[3]Películas como Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street, o en menor medida Casino o El aviador pueden ser vistas como más o menos vitriólicas visiones sobre el Sueño Americano que alienta la idea de que todo Norteamericano puede ser quien desee con algo de esfuerzo. Ya sean gangsters con las manos manchadas de sangre o de activos tóxicos, turbios reyes de Las Vegas u obsesos de la aviación con dotes para la dirección cinematográfica, la visión de Scorsese de al menos uno de los mitos que sustenta la cultura yanqui (y unas cuantas más) cuenta generalmente con áreas oscuras que reciben algo de luz por parte de una puesta en escena más dinámica que en el caso de El rey de la comedia, que la estrategia formal de Scorsese convierte en una claustrofóbica y presunta comedia tan negra que no puede considerarse como tal.

[4]Quizás por eso la película obtuvo una fría acogida en taquilla, aunque no fueron pocas las voces a favor de El rey de la comedia entre la crítica, y muy especialmente entre la europea. Tras ser presentada en el Festival de Cine de Cannes en 1983, el mítico director Sergio Leone le comentó en un aparte a Scorsese que esa era su “película más madura”, aunque el director de El rey de la comedia asegura (y en mi opinión con toda la razón del mundo), que la quietud y la invisibilidad del realizador quizás es síntoma de clasicismo, pero no necesariamente de madurez en ningún sentido. En cualquier caso el relativo prestigio labrado por el buen hacer, maduro o no, de Scorsese no sirvió para reflotar la carrera económica de un film que antecedió el retorno del director a territorios más familiares, sobretodo en lo formal, para un creciente número de seguidores.

[5]Resultan sorprendentes las similitudes que existen, entre ellas esta ambigua confusión entre locura y cultura por mera aceptación social, entre películas aparentemente tan dispares como la que nos ocupa y uno de los filmes más justamente insignes de su director: Taxi driver. De estructura y hasta discurso de fondo muy similar, se diría que si bien Taxi driver resulta más agresiva para la vista por sus dosis de violencia y está dotada de un ritmo aún más moroso que el de El rey de la comedia, ésta última puede resultar más incómoda de contemplar desde el instante en el que mientras la locura de Travis Bickle podía ser, dentro de unos límites, comprensible para el público, en el caso de la de Rupert Pupkin no hay posibilidad de empatía posible. Ambos hombres, siendo interpretados por el mismo magnífico actor en dos registros muy diferentes, tienen en común su papel inicial de espectadores, de mirones de la vida ajena que contemplan sin intervenir hasta que, ya sea por un iluminado sentido de la justicia que se codea ambiguamente con el fascismo urbano o por pura ambición, se ven obligados a intervenir. Preguntado por los posibles paralelismos entre Travis y Rupert, Scorsese declaró en el momento del estreno de El rey de la comedia que puestos en una balanza sería incapaz de asegurar cual de los dos es el más peligroso y perturbado.

[6]Un papel que necesitaba ser interpretado por un actor lo suficientemente famoso como para hacer del personaje de Langford uno inmediatamente reconocible para el público de El rey de la comedia. Inicialmente, El guionista Paul Zimmerman escribió El rey de la comedia teniendo en mente a Dick Cavett, presentador de un famoso talk-show norteamericano que, como Jerry Langford, lleva el nombre de su cabeza visible, pero Scorsese declinó el consejo y intentó que fuese otro presentador, el mítico Johnny Carson, el que encarnara a Langford. Pero Carson, quien no por casualidad para lo que las intenciones de Scorsese se refiere es considerado por muchos como el padre del formato televisivo del talk-show, rechazó la oferta por ver el mundo del cine como uno demasiado trabajoso y constreñido para alguien acostumbrado a la libertad de movimientos que concede, al menos en su caso, la televisión. Pero el director de El rey de la comedia no se arredró, y propuso a gente del calado de Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. o incluso a Orson Welles el papel de Langford… hasta dar en el clavo con Jerry Lewis. Lewis, internacionalmente mucho más famoso que cualquiera de los anteriormente citados, representaba así la quintaesencia de lo cómico, con el añadido de llevar a sus espaldas la suficiente experiencia en el mundillo como para conocer a la perfección a un personaje a priori tan alejado de su habitual imagen cinematográfica. Además, actor y director se entendieron a la perfección durante el rodaje de El rey de la comedia, y Lewis se puso al servicio de Scorsese sin ningún asomo de divismo y siempre teniendo en mente la por entonces frágil salud del realizador. Por otro lado, la contratación de Sandra Bernhard como la descontrolada Masha fue debida a la profesión original de la improvisada actriz: la de deslenguada monologuista capaz de prácticamente improvisar la mayoría de sus diálogos siempre según unas mínimas instrucciones por parte de Scorsese, con quien mantuvo una relación más que cordial que no se extendió al resto del equipo por parte de una actriz tan temperamental como el personaje que interpreta en la película. A modo de curiosidad en lo que al elenco de El rey de la comedia se refiere, puede verse al líder del grupo The Clash, Joel Strummer, entre la pequeña comitiva que se crea alrededor de Masha y Pupkin durante una de sus ruidosas discusiones que mantienen a pie de calle.