jueves, 23 de octubre de 2014

MILAGRO EN MILÁN



Érase una vez un niño encontrado en medio de un huerto de lechugas, que fue recogido por una afable anciana que se encargó de cuidarlo y educarlo hasta el fin de sus días. Huérfano y sin nadie a quien acudir, el joven Totò pasó su adolescencia en un internado hasta que cumplidos los dieciocho años de edad salió al mundo y se unió a una pequeña comuna de amables sin techo que lo acogieron como uno más… Aunque podría decirse que la historia del bueno de Totò (interpretado por Gianni Branduani durante el tramo del film en el que el personaje cuenta con once años de edad), protagonista de la película dirigida por Vittorio De Sica[1], Milagro en Milán, es la de un niño abandonado a su suerte, rescatado por Lolotta (Emma Gramatica) una mujer de tan buenas intenciones como escasas parecen tanto sus luces como su equilibrio mental que, tras su muerte, deja tras de sí a un bondadosísimo joven sin recursos que acaba en una de las muchas chavolas que rodean una reconstruida y  progresivamente opulenta Milán durante los inicios de la década de los cincuenta, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial que arrasó Europa entre 1939 y 1945. Pero no, porque Milagro en Milán es un cuento, una mágica farsa que se refugia de la cruenta realidad de la que surge, parapetada tras un arquetípico “érase una vez” que exorciza la terrible miseria que palpita bajo las imágenes blanquinegras que componen este inesperadamente optimista film de De Sica. Una lamentable realidad que en su traslación cinematográfica parece armarse de algunos de los lugares comunes propios del llamado neorrealismo[2], que a su vez se ven reformulados por una contagiosa e inocente bondad que, vista en perspectiva desde el final de Milagro en Milán, construyen una inasible pero férrea atalaya desde la que abrazar un sentido de la maravilla que convierte el film en uno más próximo al  delirio fantástico que a un ambiguo retrato de un buen hombre que el desarrollo de la trama de la película revele como un idealista iluminado... Pese a que la estructura dramática de Milagro en Milán acabe dejando un saldo más ambivalente respecto a lo anterior de lo que a primera vista pudiese parecer.

Y es que no faltan en Milagro en Milán estampas tristes o directamente miserables: la muerte de la anciana que cuida de Totò durante los primeros años de vida de este, la materialmente paupérrima existencia de la colonia de mendigos que viven prácticamente a la intemperie en un solar en las afueras de la pudiente Milán, o la malintencionada condescendencia con la que el plutócrata Mobbi (Guglielmo Barnabò) trata la comunidad de sin techos que viven sobre los terrenos con los que el todopoderoso empresario pretende hacer negocio, plantean situaciones dramáticas cuya orientación claramente política, siempre a favor de los económicamente más desfavorecidos, las hace especialmente proclives a componer un film de denuncia a través de un determinado retrato social. Pero si bien todo lo anterior está presente en Milagro en Milán, De Sica logra voltear lo potencialmente dramático de dichas situaciones mediante una estrategia idéntica a la utilizada por Lolotta para demostrarle  al pequeño Totò como la enormidad del mundo puede ser vista y admirada desde la más modesta de las escalas. La escena da comienzo cuando la anciana contempla excitada como la leche que había dejado calentándose en un cazo puesto al fuego se ha desbordado desparramándose por el suelo como un riachuelo, mientras Totò contempla a su tierna y alborozada cuidadora construyendo un diminuto poblado hecho con pequeñas casas de juguete. Acto seguido, Lolotta se levanta y contemplando unas casitas unas aún más diminutas por la altura desde la que las contempla, sentencia estar ante un mundo tremendamente vasto que habita en el nuestro sin que la mayoría de la gente sea consciente de ello. Un plano de corta duración, situado a la altura de los ojos de la mujer a modo de cámara subjetiva, introduce la estrategia dramática a seguir por parte de De Sica que, gracias a la familiaridad que se da tanto dentro como fuera de la película respecto a muchas de las situaciones y personajes que la componen, contagia el ánimo a este lado de la pantalla: todo, tanto en Milagro en Milán como fuera de ella, depende del punto de vista. Y en consecuencia con esa silenciosa sentencia, nunca enunciada de viva voz en la película aunque sí demostrada a través de sus imágenes constantemente, Milagro en Milán se articula a través de una narrativa capaz de extraer humor donde sólo parece haber miseria y, de manera algo más forzada pero finalmente triunfal, magia de donde únicamente parecía haber pura (y siguiendo uno de los más básicos lugares comunes del cine de denuncia, también cruda) realidad. De este modo, la mentada muerte de Lolotta, anunciada mediante una algo irritante por almibarada escena en la que la anciana le pide a un lloroso Totò que recite la tabla de multiplicar mientras ella lo escucha débilmente postrada en la cama, es esquivada visualmente por De Sica mediante una elegante elipsis, que pese a todo no ignora el dolor que supone el fallecimiento para el niño. Pero algo más adelante De Sica sitúa al protagonista de su película en una tesitura puesta en imágenes de forma tan evidente que a duras penas puede considerarse una metáfora: en su tortuoso camino por una lluviosa Milán tras los pasos del carromato que transporta el cadáver de Lolotta hacia el cementerio, Totò se detiene frente a otra comitiva, mucho más alegre, y duda ante la posibilidad de cambiar su rumbo y seguir a aquellos que prometen la felicidad a través de pancartas… antes de que el coche fúnebre vuelve a reclamar su atención. Es el primer atisbo de esperanza que se verá prontamente corroborado gracias a una nueva escena, cronológicamente consecutiva a la recién mencionada, y que vuelve a albergar en su interior un conato de divertida esperanza cuando un fugitivo de la policía del Régimen dictatorial de Benito Mussolini se une a la solitaria comitiva mortuoria y finge llorar la muerte de una mujer a la que ni siquiera conoce para pasar inadvertido ante las fascistas autoridades que lo persiguen.

Así, la amable irresponsabilidad para con lo real que otorga la naturaleza de cuento de Milagro en Milán, tanto por algunos de sus elementos y estructura como sobretodo por su lograda atmósfera de optimista ilusión, empapa la propia médula de la historia que se narra en la película, narrada de forma puramente expositiva pero, precisamente por ello, nada aleccionadora para con su público. Desde ese momento, y casi siempre esquivando una complacencia que en muy escasas ocasiones se asoma en la película y que siempre se percibe como un rumor de fondo potencialmente temible pero controlado, De Sica plantea un universo fílmico en el que no hay una desgracia que no aporte una oportunidad de esperanza, ni tragedia que el sentido del humor no pueda diluir no gracias a la autocompasión, sino a una visión de las cosas más amplia que termina por relativizarlo todo hasta hacerlo más vitalista. Seguramente por ello, ya desde su salida del orfanato en el que ha pasado diez años de su vida hasta alcanzar la mayoría de edad necesaria para abandonar la institución y valerse legalmente por sí mismo, Totò (que desde ese momento en adelante será interpretado por Francesco Golisano[3]) parece flotar en un ininterrumpido estado de beatitud que no abandonará durante todo el metraje de Milagro en Milán, y que un entregado De Sica jamás deja en ridículo. Y eso que Totò podría ser visto sin demasiado esfuerzo como un iluminado o un niño demasiado crecido como para no ser consciente del mundo que lo rodea, pero gracias a la opción formal y tonal de De Sica y al desarrollo de la película ya desde su guión, acaba adquiriendo los rasgos de un revolucionario rematadamente pacífico, capaz de desmontar una determinada escala de valores y dotarlos de un nuevo sentido social y, sobretodo, emocional, altamente contagioso. Porque Milagro en Milán es, ante todo, un film tierno planteado a través de una visión del mundo que, como la del propio Totò, nunca resulta hiriente y cuando es mínimamente malpensada, lo es con un espíritu más travieso que ácido pese a echar raíces en una serie de circunstancias que orientan la película hacia una dirección política muy determinada que terminan por componer una sátira certera pero igualmente amable, acorde con la bondadosa visión del mundo de su protagonista.

Seguramente por eso, los diez años de la vida de Totò, transcurridos entre su entrada y salida en el orfanato, jamás nos son mostrados por De Sica, que oculta al público la violencia y destrucción fruto de la Segunda Guerra Mundial hasta provocar la sensación de que el protagonista de Milagro en Milán ni siquiera ha vivido en el país durante la contienda, tal es su estado de beatitud. Este extremo, absolutamente imposible desde una perspectiva mínimamente realista, apoya una visión de la vida voluntariosamente amable, aunque como se decía más arriba de considerable calado político y social, que sólo puede ser posible con la aquiescencia del público y, por lo tanto, gracias a la indispensable magia blanca que se condensa en resto del metraje de Milagro en Milán, y que se despliega en todo su esplendor en su segundo tramo. La llegada de Totò a la comuna de indigentes que se esfuerzan en llevar la mejor vida posible desata lo fabulesco de la película, que se detiene en su desarrollo argumental para así permitir una descripción más o menos pormenorizada de una serie de rutinas y personajes que convierten el solar abandonado por el que moran los mendigos en una especie de Nuevo Edén en el que no hay prácticamente nadie que no pueda ser feliz con un mínimo esfuerzo. Y ni que decir tiene que Totò encuentra allí el lugar perfecto donde desarrollar sus bondadosas dotes: el personaje interpretado por Francesco Golisano ánima a los mendigos acomplejados por su escasa altura poniéndose de rodillas ante ellos, retuerce la cara en muecas imposibles  ante los más feos del campamento para que así no se sientan solos en su fealdad, y cambia los nombres de las improvisadas calles del lugar por las tablas de multiplicar para que los niños aprendan matemáticas… La mentada estrategia expositiva del realizador para con sus optimistas tesis alcanza aquí su techo hasta bordear lo peligrosamente baboso, pero De Sica logra diluir el temible almíbar que se avecina sobre la película gracias a una serie de personajes secundarios que hacen del solar en el que tiene lugar parte de la acción de Milagro en Milán uno especialmente festivo como para no caer en la cursilería. Así como los indigentes del lugar encuentran una bonita estatua entre los detritus que rodean su pequeña comunidad, De Sica extrae cariñosos instantes cómicos de lo que fácilmente podría haberse resuelto de modo dramático: la pelea entre dos sin techo por la propiedad de la mentada estatua es resuelta cuando al más bruto de ellos se le entrega un silbato que aplaca sus ansias posesivas, un avispado mendigo alquila una hilera de sillas cada atardecer para que quien pueda pagarlo pueda ver cómodamente la puesta de sol y cuando uno de sus congéneres se niega a pagar termina por apartar una de las casas precariamente construidas para no perderse un acontecimiento que tiene lugar a diario pero que ellos contemplan como si fuese la primera y última vez que lo presencian son dos piezas de un humanista rompecabezas tan sencillo como, sobretodo, contagiosamente divertido.
Todo en Milagro en Milán destila un regusto feérico, subrayado por una banda sonora que elude el melodrama y abraza lo cuasi circense, asentándose en un punto intermedio entre lo imposible y lo más o menos reconocible en base a personajes de aspecto estereotipado, característica que, por una vez, aporta más de lo que resta pese a extenderse a prácticamente todos los elementos de la película. Una serie de personajes considerablemente planos, la mentada división moral que se produce entre los sin techo que protagonizan el film desde entonces en adelante y los opulentos empresarios que en su falta de matices deviene pura demagogia, o la previsible y casta historia de amor que se produce entre Totò y Edvige (Brunella Bovo) son algunos de los arquetípicos elementos que conforman este tramo de Milagro en Milán, que pecan además de una falta de profundidad o matiz que habrían podido hundir al film de De Sica en un antipático mar de obviedades para conversos. Pero con unas inesperadas y muy logradas dosis de buen hacer cinematográfico, De Sica construye una catarata de segmentos que no sólo sirven como generadores de un discurso político reconocible gracias a lo mentadamente estereotipado de sus elementos, sino que hacen de Milagro en Milán una verdadera perla cinematográfica por ser una película esencialmente visual[4], basada en  instantes que intercalan un sentido del humor basado en situaciones más o menos ingeniosas cuyo buenismo sólo deviene creíble gracias a la pegada poética de Milagro en Milán.

Secuencias como la que muestra a un grupo de mendigos buscando el calor del sol sobre el desértico solar sobre el que poco a poco irán construyendo una especie de precaria urbanización hecha con chavolas de latón y madera bordean lo paternalista, pero gracias al contagio que la visión del mundo de Totò provoca en el público logran convencer de la esperanzadora capacidad de hallar vitalidad donde aparentemente sólo parece haber una miseria y, en definitiva, poesía en el lugar más inesperado. Porque poco a poco, y siempre a base de situaciones resueltas con optimismo gracias a esa reorientación del punto de visita que permite descubrir una belleza que parecía haber sido expulsada de las cosas más sencillas, Milagro en Milán va articulando una muy particular, digamos,  poética de la pobreza material, que gracias a esa aureola de fantasía que desprende la película no supone un canto al conformismo, sino una ineludible demostración de vitalismo  que en ausencia de un contrapunto a la alegría de vivir propia de Totò y los demás, no contempla la magia como algo ajeno a la realidad, sino como la única realidad posible en la película de De Sica. Lo que no implica, ni por asomo, que la irrealidad del film no resulte reconocible. El alto valor simbólico de la película en su conjunto, pero muy especialmente de los personajes puestos en liza por De Sica no sólo a ambos lados del espectro económico y social sino sobretodo ético y moral, lleva Milagro en Milán primero por los derroteros del más demagógico panfleto sobre la guerra de clases, planteado en este caso desde un punto de vista carente de los matices necesarios para hacerlo mínimamente creíble, y más adelante por la senda de la fábula moral alrededor de la avaricia humana, siempre según una ordenación de sus elementos claramente politizada, acorde con la mentalidad del realizador. Pero esta simplicidad, férreamente asentada sobre una serie de lugares comunes, confirma dos cosas: la primera es la codificación de una serie de constantes, las del llamado cine realista, que al menos vistas hoy resultan lo suficientemente reconocibles para el público como para funcionar y ser comprensibles en un contexto más fantasioso que real. La segunda es el hecho de que el contrapunto racional (como sinónimo de razonable o posible) al optimismo postulado por Milagro en Milán no se encuentra en el film sino, tristemente, a este lado de la pantalla, carente del apabullante despliegue de magia cinematográfica puesta en imágenes y sonido por De Sica, aunque de forma tan consciente que logra esquivar el paternalismo en el que muy fácilmente podría haber caído.
Habrá quien vea Milagro en Milán como una condescendiente humorada sobre la pobreza que sólo logra anestesiar la presunta mala conciencia del espectador a base de dorar una píldora difícil de tragar sin tiernos aderezos cómicos, pero esa aunque a mi entender equivocada visión del film de De Sica, dudosa desde el momento en que éste se plantea bajo los parámetros propios de una fábula, pronto queda sepultada por la valentía de un realizador que no sólo apoya la visión de su protagonista, sino que la potencia hasta llevar Milagro en Milán a un estadio próximo al del cine desaforadamente fantástico cuyo único vínculo con la realidad es su capacidad para erigirse como amable fresco de una sociedad históricamente algo distante, pero plenamente reconocible desde un punto de vista actual.

El descubrimiento de un yacimiento petrolífero en el solar en el que los mendigos pasan apaciblemente sus días dispara la avaricia de Mobbi, que intenta expulsarlos para así hacerse con el oro negro que brota del subsuelo y amasar una fortuna aún mayor de la que ya posee. Gracias a la ocultación de cualquier rasgo de humanidad del empresario por parte de De Sica, la violencia ejercida por las fuerzas del Orden al servicio legal de un Mobbi que no en vano se ha hecho con el solar en disputa aprovechándose de la buena fe de los sin techo, resulta absolutamente gratuita en su desproporcionada crueldad, y más aún en oposición al mimo con el que De Sica ha plasmado la alegre y autosuficiente vida de los mendigos, más afables y vitalistas que los empresarios que se jactan de una fortuna que sin embargo parece haber anestesiado su capacidad para disfrutar de la vida. Pero, y una vez más gracias a lo estereotipado de su retrato que supone la piedra angular del espíritu fabulesco de Milagro en Milán, tiene lugar el último y definitivo salto de la película a territorios de puro ensueño, en el que se diría que todo parece posible. Tras una serie de estampas de fuerte pegada poética pero que echan raíces en tristes, por reconocibles, realidades como las bombas de humo lanzadas por la policía para desalojar a los mendigos, que la puesta en escena de De Sica convierte en una sugerente bruma que enaltece la irrealidad del campamento, Milagro en Milán utiliza el impulso ganado con las buenísimas intenciones demostradas durante el metraje precedente y se lanza a un vacío capaz de liquidar la suspensión de incredulidad del espectador poco dado a soñar despierto, además de suponer una oda al cine como fábrica (presuntamente sin ánimo de lucro) de sueños. En un instante en el que la película parece estar a punto de ceder ante el peso de una realidad demasiado terrible como para ser ignorada, De Sica propina un arriesgadísimo corte de mangas a un derrotismo que, llegado este punto, parece insoslayable. Implorando clemencia por sus amigos y conocidos tanto a Mobbi como al cielo, y sujeto a un poste que sobresale tímidamente sobre el solar, invisible bajo el  manto de humo dejado por los agentes antidisturbios, Totò recibe la visita del espíritu de Lolotta que se ha escapado del Otro Mundo para obsequiar a su bondadoso protegido con una paloma blanca capaz de conceder todo lo que Totò desee, en una apabullante salida de tono argumental que no desgarra la lógica del film gracias a la atmósfera de irrealidad pergeñada por De Sica durante todo su metraje. Y que será la primera de las muchas que, a partir de ese momento, se concatenan sin cesar hasta el delirante final de Milagro en Milán, inmerso hasta las cejas en un festival de ideas fantasiosas capaz de echar por la borda todo el realismo que hasta ese momento pueda habérsele adjudicado al film.

Nada de lo que tiene lugar desde ese momento, ni los sin techo haciendo cola para que la paloma les conceda todo lo que puedan desear aunque prácticamente todos ellos solo deseen ser un poco más ricos que sus ahora riquísimos vecinos, ni la pareja de espíritus que descienden de lo Alto tras los flotantes pasos de Lolotta para recuperar el ave y devolverlo a su divino lugar lejos de las avariciosas manos de los mortales, tienen lugar en un contexto con mínimos visos de realidad, sino precisamente y de forma alegremente despreocupada, dentro de un contexto regido por la pura fantasía. En este último tramo de la película el latente sentido de la maravilla de Milagro en Milán se desata por completo, brindando imágenes tan brillantes como la salida del sol en plena noche, el sensual y onírico baile de la estatua que alegraba las calles del solar tras cobrar vida (y pasando a ser interpretada con una muy meritoria irrealidad por Alba Arnova), que conviven sin problema con otras, de contenido algo más pesimista, como la que muestra a los mendigos, convertidos en nuevos ricos con sombrero de copa y abrigos de pieles, aplastándose contra las ventanas de la casa en la que Totò se esconde de una repentinamente avariciosa turba. Escenas que componen una deriva argumental, sólo creíble (o posible) gracias a una plasmación formal capaz de conferir la atmósfera necesaria para que Milagro en Milán no devenga una astracanada, y que potencia definitivamente la máxima de Lolotta recogida por De Sica durante el desarrollo tonal de su película. Efectivamente, todo en esta fábula es posible, ya sea lo físicamente impensable, lo anímicamente insoportable o… lo socialmente imposible. Porque gracias a esta coherente pero arriesgada pirueta final, Milagro en Milán logra la proeza de convertir su optimismo en una arma de doble filo por su exultante irrealidad, que no embellece lo triste ni lo miserable de las realidades en las que se inspira, sino que se basta a sí misma para componer un fresco social y económico cuyos puentes para con la miseria existente este lado de la pantalla se reducen a lo puramente simbólico. O lo que es lo mismo: pura ficción. Evocando una capacidad de ensueño que, vista en perspectiva, ha sido la tónica generalizada de todo el film pese a que es en su tramo final cuando su condición de fantasía se hace más evidente, De Sica pone la guinda a su particular pastel al trasladar a la muchedumbre de sin techo a las calles de una Milán completamente reconstruida tras los estragos de la guerra. Allí, y mediante un marcadísimo contraste entre el desértico horizonte del solar y el cielo de una ciudad que se diría asediada por carteles que publicitan todo tipo de marcas comerciales desde lo alto, Milagro en Milán hace honor a su nombre y oficia el milagro que tiene lugar frente a la Catedral, y que hace buena la máxima bíblica que reza que de los pobres es el reino de los cielos[5]. Aplicada literalmente en una escena que ha envejecido mal pero aún conserva su capacidad de sorprender, De Sica da el puñetazo definitivo sobre la mesa: la pacífica victoria contra una visión del mundo que antepone el beneficio económico al bienestar de las personas corresponde al mundo de lo maravilloso, es exclusivamente fantástico y, por lo tanto, irreal. En un gesto que le honra como director amante de sus personajes, pero que también lo postula como taimado comentarista social de visión mucho más derrotista que la esgrimida en las imágenes de esta excelente Milagro en Milán, De Sica logra hacer de la simbólica huida de sus criaturas algo tan evidentemente imposible a este lado de la pantalla que su visionado resulta un delicioso caramelo envenenado que sentencia sin alzar la voz que con los ojos adecuado todo es posible mientras, simultáneamente, asegura que los sueños, como Milagro en Milán, sueños son.

Título: Miracolo a Milano. Dirección: Vittorio De Sica. Guión: Cesare Zavatinni, Vittorio De Sica, Suso Cecchi d’Amico, Mario Chiari y Adolfo Franci, basándose en la novela escrita por Cesare Zavatinni, Tottò il buono. Producción: Vittorio De Sica. Dirección de fotografía: Aldo Graziati. Montaje: Eraldo Da Roma. Música: Alessandro Cicognini. Año: 1951.
Intérpretes: Francesco Golisano (Totò), Emma Gramatica (Lolotta), Paolo Stoppa (Rappi), Brunella Bovo (Edvige), Guglielmo Barnabò (Mobbi).


[1]Vittorio De Sica nació el 7 de julio de 1902 en la ciudad italiana de Sora, en el seno de una familia pobre que sobrevivía gracias al modesto salario de empleado de banca de su padre. Dignos y muy honrados en su pobreza, los De Sica se trasladaron a Florencia y más adelante a Roma, donde el futuro director de Milagro en Milán encararía desganadamente sus estudios en contabilidad para así poder ayudar económicamente a su familia de un total de ocho miembros y a duras penas un solo sueldo para alimentarlos a todos. Pero cuando contaba con dieciséis años de edad, en 1918, De Sica consiguió un pequeño papel en la película El proceso Clemenceau, que supuso su primera aproximación dentro del medio cinematográfico que más adelante sería su sustento. Tras una corta etapa de relativa bonanza económica para los De Sica, fruto de un nuevo trabajo del padre del realizador en una compañía de seguros que le reportaba un sueldo respetable, volvió la miseria. La aseguradora quebró, pero el hambre que acosó a los De Sica durante ese tiempo tuvo su contrapartida: la extrema delgadez del futuro director le hizo merecedor de interpretar el papel de la Muerte en una obra teatral que abrió brecha en las inquietudes artísticas del joven Vittorio De Sica, que a partir de entonces comienza a hacerse un nombre como mujeriego, cómico, actor dramático y de music-hall hasta que, finalmente, empezó a actuar frente a una cámara. Y el éxito no tarda en llegarle: la película dirigida por Mario Camerini en 1932 titulada ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! pone su nombre en boca de todos y le abre las puertas a un sinfín de trabajos que por un lado espantan el fantasma del hambre de la vida de De Sica y por el otro aprende todo lo posible de la técnica y narrativa cinematográfica durante los rodajes de una serie de películas de relativo éxito pero escasa repercusión a largo plazo. En 1935, De Sica se pone a las órdenes de Mario Camerini para protagonizar Daré un millón, película que contaba con un guión escrito por Cesare Zavattini, quien un tiempo más tarde se convertiría en la mano derecha del futuro realizador cinematográfica. Pero por entonces tanto su vida como su carrera interpretativa va viento en popa: sus filmes recaudan considerables sumas de dinero, De Sica se vuelve tremendamente popular en Italia, y al poco tiempo contrae matrimonio con la actriz Giuditta Rissone, con la que tiene una hija. Tres años después, la pareja se separa pese a que la prohibición existente en la Italia de entonces hace imposible un  divorcio con todas las de la ley. Poco después, aunque las malas lenguas aseguran que fue bastante antes, De Sica conoce y se enamora de la actriz María Mercader, con la que tendría dos hijos y pasaría el resto de su vida, pese a los continuos amoríos del cada día más popular actor que poco a poco se acostumbró a un opulento tren de vida cuya manutención le obligaba a trabajar incesantemente. En 1939 y mientras superaba una afición por el juego que puso en riesgo su estabilidad económica, Cesare Zavattini vuelve a su vida y le ofrece la posibilidad de dirigir un guión llamado Demos a todo el mundo un caballo de madera, que quedaría archivado hasta que en 1951 se rodaría y estrenaría como Milagro en Milán. Así, su  primera realización llegaría en 1940 bajo el título de Rosas escarlatas, adaptación de una obra de teatro de Aldo Benedetti, y según parece, no era mucho más que una simple comedia de vodevil intercambiable con la mayoría de filmes que se hacían por entonces en la Italia totalitaria de Mussolini. Alternando su carrera como actor con sus pinitos como director, De Sica lleva a cabo Magdalena, cero en conducta en 1941, y Recuerdos de un amor en 1942, siempre con la ayuda de un Zavattini que revisaba los guiones para así hacerlos mínimamente estimulantes para el director. Un De Sica que, por aquel entonces, estaba a punto de tirar la toalla como realizador, visto el parco panorama artístico que se planteaba ante sus ojos, pero que siguió en la brecha gracias a la insistencia de Zavattini y  la inesperada benevolencia de los censores para con Los niños nos miran, dirigida por De Sica en 1943 y que supuso una de las primeras muestras de su talento y, para muchos, uno de los primeros síntomas de cambio de un cine italiano muy necesitado de un recambio generacional, temático y estilístico. Pero el aparato estatal aún ofrecía resistencia: La puerta del cielo, dirigida en 1944, tuvo serios problemas para estrenarse tal y como De Sica hubiese deseado, pero la seguridad personal y económica se sobrepusieron a una sensibilidad cinematográfica que al cabo de un año, y con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de Mussolini, pudieron salir por fin a la luz pública. Juntando sus ahorros, De Sica se lanza y dirige uno de sus más emblemáticos filmes: El limpiabotas, de 1946, para la que trabajó codo con codo con Zavattini, en una colaboración laboral que se repetiría durante prácticamente toda la carrera del realizador. Y si El limpiabotas supuso una buena muestra de lo que poco a poco conformaría el llamado neorrealismo cinematográfico, De Sica y Zavattini darían la campanada en 1947 con la magistral adaptación de la novela de Luigi Bartolini El ladrón de bicicletas, brindando una sencilla y tristísima película que aún hoy se ve con el corazón en un puño. Tras esta genial muestra de cine de denuncia hecha con sencillez y sin ánimo aleccionador, un De Sica en la cumbre de su popularidad como realizador encara la película que se analiza en esta entrada, que le vale la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Un año más tarde, e inspirándose en la figura de su padre, De Sica vuelve al ruedo de la dramática seriedad con la magnífica Umberto D, que desgraciadamente no podrá ser vista por el hombre que la inspiró al fallecer poco antes de que De Sica lograra reunir los fondos necesarios para poder hacer la película. En 1953, y acuciado por una economía cada vez más ajustada, De Sica rueda Estación Termini, de capital americano y producida por David O’Selznick con los actores Montgomery Clift y Jennifer Jones como protagonistas y cuya mayor virtud fue la de haber puesto sobre el mapa internacional el nombre de De Sica como director tan reputado como solvente. Ese mismo año De Sica protagonizaría la exitosa Pan, amor y fantasía, que propiciaría las posteriores Pan, amor y celos en 1954, Pan, amor, y… en 1955 y finalmente Pan, amor y Andalucía en 1958, siendo esta última un aprovechamiento por parte del cine español del tirón comercial de la saga protagonizada por un carabinieri (interpretado por el propio De Sica), que iba siendo destinado a diferentes regiones primero de Italia y, en este último caso, de España. Durante los años siguientes, en los que intercalaba sus participaciones como actor con sus proyectos como director, De Sica realizó El oro de Nápoles en 1954, película de sketches escrita por su inseparable Zavattini a la que seguiría El techo, de 1956, ese vehículo de lucimiento para la despampanante Sofía Loren llamado Dos mujeres en 1960, y El juicio universal en 1961. Ese mismo año dirige uno de los capítulos pertenecientes a la película Bocaccio ’70 y dirige una adaptación de la obra de Jean Paul Sartre, Los secuestrados de Altona, prácticamente todas ellas hechas con la loable intención de ganarse el pan más allá de los, según dicen los que las han podido ver, discretos resultados artísticos de estas películas. Bajo una idéntica motivación llegarían Matrimonio a la italiana, de nuevo con Sofia Loren o una serie de películas que fueron vistas como el definitivo agotamiento de la formula neorrealista, como El especulador, Ayer, hoy y mañana, o un episodio de la película Le streghe llamado Las brujas, rodadas en 1962 las dos primeras películas y en 1964 esta última. Tras ellas llegan Un mundo nuevo, de 1965, que fue ignorada y mal estrenada en los pocos países en los que lo hizo, y Tras la pista del zorro, de 1966 y que contaba con la presencia de los actores Victor Mature y el célebre Peter Sellers. 1967 fue el año de Siete mujeres, y 1968 el de Amantes, con la que buscaba remontar económicamente una carrera en horas bajas. Los girasoles, de 1969, contaba con la presencia de Marcelo Mastroianni y Sofía Loren que consiguió arrastrar a una parte del público a las salas, haciendo anímicamente posible el rodaje de El jardín de los Finzi Contini en 1972, película muy alejada de los postulados éticos y estéticos de De Sica pero que sin embargo le valió un Oscar de la Academia a la mejor película de habla no inglesa. El mal estado de las finanzas del realizador lo llevó a partir de ese momento a aceptar cualquier proyecto con tal de subsistir económicamente: ¿Y cuándo llegará Andrea? de 1972, Amargo despertar de 1973 o El viaje, rodada en 1974 por un De Sica en claro declive tanto cinematográfico como vital no suponen ningún acierto destacable en la carrera del director. Sólo El viaje logró recaudar una cantidad más o menos respetable en taquilla, sanando en lo posible el ego herido de un hombre enfermo que murió el 13 de noviembre de ese mismo año, durante una intervención quirúrgica.

[2]Nacido en Italia poco después de la posguerra y la caída del Régimen dictatorial de Benito Mussolini, el llamado Neorrealismo italiano fue una corriente cinematográfica que rompió con un cine, el perteneciente a la dictadura y sus postulados, basado en el escapismo. Combinando la improvisación interpretativa de elencos muchas veces no profesionales con una visión del mundo especialmente inclinada a mostrar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sin el más mínimo asomo de triunfalismo, el Neorrealismo pivotaba sobre una paradoja imposible: filmar la realidad tal y como era. Conscientes de esa contradicción, directores como Roberto Rossellini o el propio De Sica intentaron acercarse a ese ideal despojando algunas de sus películas de toda posible artificiosidad capaz de poner en duda la veracidad de lo que se narraba en ellas. Siendo un fenómeno originalmente italiano, pueden rastrearse sus influencias en algunas películas de directores tan dispares como puedan ser Martin Scorsese, Luís Buñuel o, de forma más habitual aunque siempre con un sentido del humor negro poco afín a los filmes más representativos de este movimiento iniciado en 1945 con Roma, ciudad abierta, Luís García Berlanga. Respecto a Milagro en Milán, se ha hablado mucho de su supuesta afiliación a un teórico neorrealismo mágico en el que podrían enmarcarse algunas de las primeras películas de Federico Fellini como El jeque blanco, aunque a mi entender esta película de Vittorio De Sica juega sus cartas en un terreno más propio del mejor cine fantástico que del neorrealismo del que, sin duda, extrae gran parte de sus elementos y orientación política.

[3]Inicialmente, tanto de De Sica como Zavatinni tentaron al verdadero Totò para que interpretara al personaje que lleva su nombre, dada la enorme popularidad del actor, quebrantando así uno de los más fructíferos lugares comunes del cine neorrealista que postulaba, no sin razón, que la presencia de estrellas cinematográficas reconocibles para el público fácilmente podía romper la proximidad o el realismo deseado. Pero ante la negativa del célebre actor, al que el guión de Milagro en Milán no acabó de convencer, director y guionista tuvieron que acudir a un Golisano sin el que esta película difícilmente sería la misma, y que aportó una mayor credibilidad por su escasa fama. Gran parte del resto del elenco fue, siguiendo el patrón más arriba comentado, reclutado cerca de las localizaciones en las que tuvo lugar el rodaje, y muchos de ellos jamás habían actuado ni ante una cámara ni sobre un escenario.

[4]Esta narrativa puramente visual de la película, que podría prescindir del uso de diálogos y seguiría siendo igualmente comprensible para el público, entronca con una de las mayores y conscientes influencias del neorrealismo italiano: el cine mudo y su capacidad para transmitir ideas y contar historias sólo desde sus imágenes. No resulta muy difícil ver en la figura de Totò y el sentido del humor de la película un trasunto del personaje de Charlot y de la visión del mundo de su creador, Charlie Chaplin, del que Milagro en Milán no sólo toma la esperanzadora visión del mundo propia de algunas de las comedias del director de Tiempos modernos o El gran dictador, sino también su espíritu crítico y apoyo a los socialmente más desfavorecidos, muchas veces inocentes protagonistas de sus películas.

[5]Máxima enunciada por Cristo en los evangelios, y cuya aplicación literal en Milagro en Milán llevó a muchos a considerar a Totò como un trasunto de Jesús, dada su extremada bondad, que para más inri lo lleva a “poner la otra mejilla” amablemente una y otra vez, a dudar de su visión del mundo a causa de la crueldad de sus congéneres, tal y como Cristo se sintió abandonado en la cruz y, muy especialmente, por los milagros llevados a cabo en la película. De ser así, el tránsito de Totò en el solar en el que tiene lugar gran parte de la película, y en la que tiene lugar una degradación de las relaciones entre los mendigos por avaricia, podría hacer pensar en la figura de Moisés y en la paloma como un símbolo equiparable al falso ídolo adorado en el Monte Sinaí, que haría de los sin techo una parábola del pueblo judío. Pero por fortuna, y pese a que el final de Milagro en Milán tiene lugar frente a la Catedral de Milán y por lo tanto adquiere un matiz indudablemente religioso, el olor a sotana o adoctrinamiento ideológico que podría emanar de la película queda inmediatamente acallado gracias a una visión de la vida y el mundo tan festiva y desprovista de esfuerzo que no sólo no llega a molestar, sino que pone seriamente en duda la posibilidad de que De Sica se planteara una lectura religiosa de su película más allá de algunas casualidades y de hacer creíble un final que sólo podría tener lugar como milagro. Un milagro, menos mal, sin mandamientos.

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