jueves, 9 de octubre de 2014

VIDEODROME




Max Renn (James Woods) es un hombre que vive de la carne ajena. O de su imagen. Presidente de la pequeña cadena televisiva que responde al paradójico nombre de Civic TV, y resignado a sostener a duras penas la atención de una diminuta parcela de la audiencia desde las ondas UHF que reverberan en el aire, la tranquila existencia de Renn gira alrededor de un esforzado rédito económico logrado gracias a una programación basada en el erotismo blandurrio y la violencia chabacana hasta que sus pensamientos se cruzan con una señal pirata de contenido ultraviolento y altamente sexualizado. Un canal clandestino de televisión cuyos programas carecen tanto de argumento como de intérpretes ya que, a pesar de su salvajismo, lo que en ellos puede verse no es ficción… sino realidad. Porque Videodrome, enigmático nombre al que responde el morboso y fascinante canal que de forma inexorable va literalmente absorbiendo el mundo de Renn, se presenta como la televisión del futuro que pelea silenciosamente por convertirse en el futuro mismo desde un presente deshumanizado,  en el que el horizonte se ve recortado por unos ominosos rascacielos que ya anuncian el advenimiento de un poder sin cara ni nombre en el que la humanidad tal y como la conocemos ni siquiera hace acto de presencia. Un mundo siniestramente familiar en el que, permanentemente adosados a una pantalla de la que manan imágenes de creciente contenido erótico y violento, todo ser humano perciba como una experiencia real lo visto en televisión. Y en el que regresando al presente de entonces y de ahora, la televisión sea la realidad y la realidad menos que la televisión… parafraseando las catódicas palabras  del profesor Brian O’bivlion (Jack Creley) durante uno de los numerosos monólogos televisados desde los que se postula como inquietante vocero de la turbulenta visión del mundo -real y/o mediático- que propugna esta película dirigida por David Cronenberg[1],  Videodrome. Film y canal que no por casualidad comparten nombre, desde el momento en que Renn y espectador comparten a su vez una idéntica percepción de la realidad que se despliega fría y morosamente bajo la batuta del director canadiense desde una óptica tan elegantemente distante como implacable. El inicio de Videodrome es, bajo este punto de vista, muy revelador: una pantalla de televisión, reconocible por su acusada pobreza de formato e iluminación, ocupa por completo el perímetro del plano de apertura del film de Cronenberg, albergando en su interior la imagen de una mujer (Julie Kahner) que, mirando coqueta y directamente a los ojos del público, llama a despertar lentamente al mundo consciente dejando atrás el de los sueños. Un sueño -el de una realidad más o menos estable- en el que viven, gracias a la planificación de la escena y su situación cronológica dentro de Videodrome, tanto al espectador como un Max Renn todavía físicamente ausente de la película. Pero poco a poco, la cámara con la que Cronenberg plasmará durante unos escasos hora y veinte minutos de metraje las dudosas fronteras entre una supuesta realidad y una no menos presunta irrealidad, se separa de la luminosa pantalla de televisión que señorea la oscura sala de estar de la morada del presidente de Civic TV, revelando no sólo la naturaleza televisiva de la muy significativa primera imagen de la película, sino su vínculo con un protagonista efectivamente dormido, derrumbado sobre un sofá encarado hacia un aparato, el televisor, que durante el desarrollo de Videodrome se planteará como algo más que un mero electrodoméstico, alcanzando la categoría de nuevo hábitat para algunos de los personajes que se cruzan en el errático camino de Renn, una zona en la que trascender su existencia física para prolongarla en otra hecha de imágenes y sonido.

Es el caso del mentado Profesor O’bivlion, cuyas apariciones en Videodrome tienen siempre lugar en una pantalla de televisión en la que asegura “existir” sin necesidad de un cuerpo físico o, más adelante en la trama, de Nicki Brand[2] (Deborah Harry), amante de Max a la que el controvertido presidente de Civic TV conoce en una pobre tertulia televisiva y que la primera vez que aparece en el film de Cronenberg… es en la pantalla de un televisor que ya advierte de la futura naturaleza mediática de sus apariciones en la  película. Tímidos flecos expresivos que, vistos más adelante en perspectiva, se convierten en visibles síntomas de un discurso de fondo que poco a pooco se adueña de la película en su totalidad, pero que inicialmente se postulan -equivocadamente, aunque haya que esperar para que el metraje de sentido último a estos encuadres- como curiosos recursos que planean vistosa pero gratuitamente sobre una trama más próxima a algunos lugares comunes del  cine negro que a la más o menos abstracta virulencia narrativa que acaba por ser el definitivo marchamo genérico de Videodrome. La figura de Max, descreído y cínico, entablando negocios de aire turbio en cochambrosas habitaciones de hotel en las que Cronenberg lo muestra comprando series eróticas soft como quien lleva a cabo algún negocio turbio en los bajos fondos, retrotraen a una serie de constantes -las del thriller cinematográfico y literario- que parecen echar raíces con el descubrimiento que revela que la ultraviolenta señal de Videodrome proviene de territorio norteamericano, por parte de Renn y su remunerado compinche e ilegal pirata de las ondas televisivas Harlan (Peter Dvorski). Atraído por los enfermizos cantos de sirena, captados por una enorme antena parabólica que rebusca entre las ondas que inundan el aire un canal de contenido lo suficientemente sádico como para atraer la atención del suficiente número de espectadores que puedan reflotar las precarias finanzas de Civic TV, Max comienza a investigar los orígenes de una señal tan opaca en su funcionamiento y sistema de producción como estimulantemente morbosa para la hasta ese momento abúlica mentalidad del empresario, que pronto se convierte en un fértil panteón en el que Videodrome, canal y película, puedan desplegarse en todo su patógeno, y no necesariamente malévolo, esplendor. Más adelante, y durante una de las numerosas uniones sexuales que Renn mantiene con Nicki Brand, siempre bajo la fría luz de un televisor que premonitoriamente parece actuar como afrodisíaco tecnológico, Cronenberg introduce un plano en el que ambos retozan sobre una especie de superficie oscura que parece suspirar literalmente bajo los movimientos y caricias de los dos amantes, en una corta secuencia que es finiquitada mediante un plano ralentizado del rostro de Max, subrayando la importancia del fugaz instante, el primero de toda una serie de alucinaciones que acabarán por componer una nueva realidad para el protagonista, por fortuna perfectamente integrado en una película con lo enrarecido como tónica formal.

Así, la puesta en escena de Cronenberg, que iguala en condiciones formales lo que, al menos inicialmente, Renn identifica como realidad y lo que percibe como alucinación, tiende puentes entre ambas parcelas de la percepción tratándolas de idéntica forma  durante todo el metraje. De esta manera, y gracias a una fotografía ocasionalmente antinatural de colores agresivamente saturados, lentos y precisos movimientos de cámara y una grave y atmosférica banda sonora cortesía del compositor Howard Shore, no sólo se subraya la imposibilidad de discernir lo real de lo irreal cuando ambas son percibidas, como en el caso de Max -y por extensión de toda la humanidad- como partes complementarias de un todo, sino también la cualidad subjetiva de Videodrome como película al servicio de la progresivamente extraña visión del mundo de su protagonista[3]. A pesar de ello Cronenberg logra, mediante un estatismo formal considerable con escasos movimientos de cámara y aún más escasos primeros planos de los intérpretes, imprimir una distancia casi clínica al periplo de Max por una jungla perceptiva sexualmente violenta que provoca emoción y reflexión a partes iguales, gracias precisamente a esta distancia tonal. Además, y debido a esta ambivalencia que sitúa al espectador a la altura de los ojos del protagonista sin dejar de contemplarlo como un sujeto experimental, Videodrome esquiva el potencial moralismo que bulle bajo el argumento de la película y que haría las delicias de cualquier censor que quisiera  asegurar que una serie de imágenes violentas y sexuales provocan en su audiencia el impulso de recrear esa violencia y sexualidad en la vida real. Cronenberg consigue relativizar esa moralizante, por sesgada aunque no del todo equivocada, perspectiva gracias a la desapegada visión que Videodrome ofrece de su argumento, logrando llevarla a un nivel superior[4] muy ambiguo y hasta contradictorio en algunos instantes.
Dado lo altamente sexualizado de las alucinaciones de Max, que se confunden con la realidad en un todo indivisible en Videdrome, la distancia con la que Cronenberg las plasma en pantalla provoca por un lado la atracción del público ante un espectáculo venenosamente entremezclado con unas agresivas dosis de violencia perfectamente coreografiadas en aras, se diría, de provocar un placer si no sexual, sí perturbadoramente estético, pero por otro también permite observar simultáneamente la fascinación que ejerce dichas imágenes en las que el sexo y la violencia se entremezclan sin orden ni concierto. No existe el dolor puro y frontal ante los golpes, quemaduras de cigarrillo o latigazos que se propinan a propios y extraños los hombres y mujeres que deambulan por el film de Cronenberg, todo en Videodrome está sazonado con una fina capa de sensualidad en ocasiones difícil de asimilar pero siempre bien apoyada por un director que muestra a víctimas y verdugos en un perpetuo estado de aturdimiento ante un conjunto de agresiones que como mucho llega a sorprender o, en el mejor de los casos, a indignar tanto a aquellos que las sufren como a los que las propinan. Gracias a esta ambivalente distancia y lentitud de reacciones y movimientos que por su ambigua involuntariedad dotan al conjunto del film de una efectiva irrealidad casi pesadillesca por inexorable, Cronenberg brinda escenas tan fascinantes como la que muestra a Max siendo atraído por su televisor, que suspira su nombre entre sensuales jadeos y se revuelve al tacto de los dedos de Renn reaccionando físicamente ante él, hasta el punto en que el excitado protagonista de Videodrome sumerge su cabeza en los carnosos labios que ocupan la pantalla, combándola lujuriosamente mientras se agarra a sus ahora hinchados y voluptuosos bordes. Una corta secuencia que puede parecer simple desde un punto de vista discursivo, pero a buen seguro resulta hipnótica desde una perspectiva puramente sensorial. Bajo este punto de vista, el difícil equilibrio entre morbosidad y contención de la que hace gala Cronenberg en esta película se dirime por tanto entre lo racional, con el rechazo que puedan provocar en el espectador una serie de imágenes violentas presentadas además sin el más mínimo ánimo de resultar catárticas por su extraña frialdad, y lo emocional, conducido por la fría pero seductora sexualidad que exudan los mejores y más perturbadores instantes del film y que dificultan establecer cierta distancia con lo visto en pantalla. Vista así, Videodrome se plantea como una película subjetiva pero analítica, capaz de entretejer un discurso que perturba sin aleccionar y que simple y llanamente expone una serie de hechos o pensamientos sin juzgarlos con otra óptica que no sea su mera exposición por muy repelentes que puedan ser los actos planteados en pantalla.

Aunque, y relacionado con lo anterior, cabalgando sobre una trama cada vez más enrevesada y opaca, aunque no necesariamente compleja, Cronenberg halla su mejor baza estilística en esta materialización o corporeización de una serie de cuestiones que abarcan desde la percepción de lo real hasta su posterior evolución a partir del creciente poderío de los medios de comunicación como interesados creadores de realidades salvaje e inevitablemente mediatizadas. Dos aspectos habitualmente diferenciados en muchas producciones cinematográficas -el discurso o tesis fílmica por un lado y las imágenes que los ilustran y construyen por el otro- que en Videodrome aparecen en pantalla de forma indivisible, y quizás precisamente por eso, de forma inevitablemente obvia y unidireccional en la mayoría de ocasiones. Aunque también hay sitio en el film de Cronenberg para un grado de reflexión más sugestiva y menos virulenta en sus formas.  Las actividades de una organización, hilarante e inquietante a partes iguales, creada por O’bivlion y dirigida por su hija Bianca (Sonja Smiths) bajo nombre de Misión del Rayo Catódico, de significativas similitudes con asociaciones de cariz religioso y que atrae a un ingente número de sin techo a los que se postra individualmente ante un televisor con el humanitario objetivo de prepararlos para su reincorporación a la “mesa de mezclas del mundo” son la punta del iceberg de una determinada sensibilidad que tiene en el propio Brian O’bivlion su máximo estandarte y profeta. Un hombre hecho imagen planteado como una figura pura y exclusivamente mediática que sólo existe, como se decía algo más arriba, en una pantalla, y sobre el que Cronenberg riza el rizo elegantemente al mostrar un pequeño archivo, situado junto al despacho de la hija de O’bivlion en las oficinas de la Misión del Rayo Catódico, que alberga incontables cintas de video grabadas por el Profesor que no se plantean como un ingente legado audiovisual, sino como el propio O’bivlion, que simple y llanamente ha logrado mediatizarse. Un cambio de estado que ha eludido la muerte física para trascender en una nueva existencia en imágenes y sonido que supone uno de los elementos más interesantes de la película y que poco a poco irá invadiendo la cómoda parcela perceptiva que Max interpreta como la realidad que no deja de ser, por su subjetividad, Videodrome en su conjunto. Pero la película de Cronenberg dista de ser una fantasía siniestra de visos derrotistas alrededor de la omnipotencia del medio televisivo: el mentado desapasionamiento del realizador, acorde con el perpetuo aturdimiento en el que parece sumido el personaje encarnado por James Woods, acaba por componer un ambicioso fresco sobre los dimes y diretes de la percepción humana en un entorno mediático que quizás la haga evolucionar hasta un nuevo y desconocido estadio y no una acusadora mirada sobre la perniciosa influencia de determinados, y por tanto ideológicamente menos preferibles, contenidos televisivos. No hay en Videodrome una mirada moral sobre la imagen violenta y su influencia sobre el espectador desde el momento en el que el realizador se oculta tras una peregrina explicación pseudocientífica, que incluye una rebuscada relación entre señales televisivas que provocan alucinaciones que producen tumores que a su vez provocan nuevas alucinaciones, mientras muestra la voluntad de determinados poderes fácticos tan opacos en sus motivaciones últimas como contundentes son sus acciones vistas por Cronenberg. Hacia el último tercio del film Renn averigua quien está detrás de la señal de Videodrome, el todopoderoso empresario de la industria óptica llamado Barry Convex (Leslie Carlson), que se presenta con un irónico doble apunte: la primera vez que aparece en las imágenes de Videodrome es, como en el caso de Nicki Brand, en la pantalla de un televisor y, por su modo de vida, se presenta además como alguien capaz de manipular y reconducir la visión humana aunque sea con fines socialmente constructivos. Pero más allá de estas pequeñas y sugerentes ironías, Convex ofrece a Max la posibilidad de grabar sus alucinaciones mediante un aparatoso casco (que el paso del tiempo respecto al 1982 en que se rodó la película ha hecho que envejezca fatal) que el presidente de Civic TV acepta ponerse de forma incomprensiblemente mansa. La escena, peregrinamente justificada desde un punto de vista narrativo, sirve sin embargo para situar al público tras los ojos de Max mediante una toma subjetiva de Renn que funde la mirada del personaje con la del espectador, traspasando la barrera de lo subjetivo hasta alcanzar el más alucinado solipsismo. Y de paso justificar el avance  del film hacia un tramo del metraje considerablemente confuso en sus giros argumentales, recargado de impresionantes imágenes sexuales de aliento surrealista y visualmente brillante como plasmación de un discurso de nuevo más descriptivo que, a falta de una palabra mejor, crítico con la mediatizada realidad en que vivimos, pero también mucho más simple que lo abigarrado y agresivo del apartado formal de sus secuencias pudiese sugerir. De este modo, la capacidad del director de convertir una serie de teorías más o menos filosóficas en expositivas (y cárnicas) imágenes, brindan una serie de simbolismos fascinantes en pantalla mientras plantea una cuestión que late bajo la trama de Videodrome: la capacidad de las imágenes, ya sean estas televisivas o cinematográficas, de componer un discurso que incluye, por supuesto, una vertiente ideológica o política que tenga una repercusión real, que en Videodrome se traduce como fascinante, pura y descontroladamente física.

Pocas veces se ha plasmado de manera más contundente en una pantalla la instrumentalización de la percepción de un ser humano a través de los medios de comunicación como en la escena que muestra a Max siendo violado por Barry Convex. Así, si una misteriosa y enervante secuencia, cronológicamente anterior a la que nos ocupa, muestra a Max contemplando con estupor una palpitante grieta de aires vaginales que ha aparecido en su estómago despierta un grado de interés quizás efectista pero al menos libre de lecturas concretas, la escena cronológicamente posterior y comentada algo más arriba muestra a Convex introduciendo literalmente una cinta de video en el cuerpo de Max a través de esa hendidura en un plano terrible y de evidentes connotaciones sexuales… e ideológicas. A partir de ese momento, y después de que Convex y un traicionero Harlan justifiquen sus acciones con un contundente e integrista “América se está ablandando y el resto del mundo se está endureciendo”, Max se convierte en un soldado al servicio de Videodrome, un hombre  con el objetivo de acabar con todo aquel que pretenda poner palos en las ruedas del Plan Maestro que pretende llevar a la humanidad a un nuevo estadio perceptivo. Armado con una pistola literalmente fundida con su mano en un viscoso y fálico conglomerado entre carne y tecnología, un alienado Renn asesina a sangre fría a dos de sus colaboradores por supuesta traición a la causa de Videodrome, con una falta de escrúpulos muy llamativa teniendo en cuenta que unas secuencias antes Cronenberg ha mostrado a Max como un patoso inútil en lo que a armas se refiere. Poco después, esa misma noche, ataca a Bianca O’bivlion en las instalaciones de la Misión del Rayo Catódico por su oposición a los objetivos de Convex. Pero Cronenberg, astuto y negándose a ceder a una visión ideológicamente parcial, vuelve a dinamitar el fácil moralismo latente en este tramo mediante una serie de imágenes simbólicas tan interesantes en lo audiovisual como evidentes en lo argumental. Tras una corta persecución en la Misión del Rayo Catódico y atraído por la voz de Bianca, Max rasga uno de los biombos que aíslan a los mendigos que acuden allí cada mañana para recibir su ración catódica como sinónimo de pertenencia a un mundo (y el discurso que lo vertebra) completamente mediatizado y contempla atónito el asesinato de Nicki Brand en un televisor como parte de uno de los programas de Videodrome. La estupenda y siempre hierática interpretación de James Woods deja entrever en este instante lo que Cronenberg plantea sin ambages en el inmediato contraplano del actor: la pantalla del televisor, que adquiere una textura rosada similar a la de la piel humana, se comba con la presión ejercida desde dentro por una pistola que abre fuego sobre Renn, hiriéndolo en el pecho. Pero sus heridas no matan al perturbado presidente del Civic TV, sino que se hacen visibles en la pantalla del televisor que recién acababa de disparar sobre Max, y que ahora emula un torso humano que sangra copiosamente por numerosos agujeros de bala. Algo más calmado y con la ayuda de la hija de O’bivlion, Max se recompone del shock y recibe nuevas instrucciones, en este caso por parte de Bianca, tras las que se lanza a una nueva matanza en esta ocasión dirigida contra Harlan y Brian Convex, reconvertidos en nuevos enemigos de una guerra puramente mediática en la que la mente humana (y su cuerpo) es usada como arma arrojadiza, reprogramada o remezclada  continua e independientemente de la ideología que ostente el medio de comunicación de turno.

Una situación que hace buena en imágenes y argumento las palabras de Brian O’bivlion que plantean un mundo en el que “la batalla por la mente de Norteamérica se debatirá en la videoarena. En Videodrome”, y que la estrategia formal de Cronenberg aupa hasta un punto amoral (que no inmoral) que encuentra su perfecta prolongación en el final de una película que por la desprejuiciada frialdad con la que contempla lo que en ella acontece desde una perspectiva casi resignada resulta, vista hoy, visionaria. Renn es, desde el principio de la película, un hombre vacío y carente de algo que Videodrome sí tiene: una filosofía capaz de rellenar las mentes que como las del presidente de Civic TV flotan en un mar de aturdimiento presuntamente neutral. Así, bajo la inherente atracción a la violencia sexualizada y a la necesidad de mirar que ilustran los momentos más turbios y memorables de la película, Videodrome es un film construido como una  algo esquemática pero muy efectiva y fascinante ilustración de la permeabilidad de lo considerado real y la imposibilidad de aprehenderlo por completo de forma pura. Probablemente por eso el ambiguo final de Videodrome, que se debate entre lo conservadoramente trágico para el espectador y lo evolutivamente necesario según los científicos postulados formales de Cronenberg, muestra a un Max Renn desvalido e  implorando una guía con la que continuar vagando por un mundo sin sentido, contemplando su propio suicidio en una pantalla de televisión que estalla cuando la imagen de Renn se dispara en la sien. Acto seguido, y en un plano casi idéntico al mostrado en el televisor, Renn se dispara en la realidad de Videodrome antes de que un estilizado Cronenberg aproveche el sonido del disparo para cortar al fondo negro que termina, coherentemente, con Max y el mundo que sólo existía dentro de una audiovisión, desapareciendo abruptamente. Pero la frialdad del momento, con la consecuente falta de asideros emocionales que sirvan de guía tonal para el espectador, catapulta la suerte de Max Renn a un estadio de iluminación que, por elíptico e incomprensible muestra como la realidad, tal y como creemos conocerla, ha enfermado hasta dar a luz a un nuevo mundo que Videodrome, en su última paradoja, se guarda mucho en mostrar… ¡Larga vida a la Nueva Carne!

Título: Videodrome. Dirección y guión: David Cronenberg. Producción: Claude Héroux. Dirección de fotografía: Mark Irwin. Montaje: Ronald Sanders. Música: Howard Shore. Año: 1982.
Intérpretes: James Woods (Max Renn), Deborah Harry (Nicki Brand), Jack Creley (Brian O’bivlion), Sonja Smiths (Bianca O’bivlion), Peter Dvorsky (Harlan), Leslie Carson (Barry Convex).


[1]David Cronenberg nació en la ciudad canadiense de Toronto el 15 de marzo de 1943, en el seno de una familia judía de padre librero, que también editó un periódico y ejerció de columnista para el Toronto Telegram,  y madre pianista, que además colaboraba con diferentes asociaciones de ballet de la ciudad. Pese a que durante sus primeros años de vida, que pasó inmerso en un clima hogareño culturalmente inquieto, Cronenberg asistió a una escuela semita, sus padres se negaron a educarlo en la religión judía enfrentándose así al resto de la familia Cronenberg, que deseaba que el pequeño David se instruyese en los principios que habían regido a los suyos durante generaciones. Durante su infancia y primera juventud, Cronenberg vivía entre libros, generalmente de ciencia ficción, y una afición por la música que lo llevó a estudiar la friolera de once años de guitarra, mientras crecía en su interior la sensación de estar fuera de lugar dentro de los parámetros de la sociedad canadiense y la enfermedad llamaba a la puerta de la hasta ese momento muy feliz familia de los Cronenberg, cuando el padre del futuro realizador sufre una colitis que poco a poco degenera en una extraña enfermedad que incapacita al cuerpo para procesar el calcio. Postrado en la cama, su cuerpo se debilita hasta un irremediable deterioro que sin embargo no le impide razonar con la misma lucidez que antaño hasta su fallecimiento en 1973. Podría pensarse que este triste acontecimiento supuso para Cronenberg no sólo una experiencia traumática, sino prácticamente el nacimiento de una de sus constantes temáticas… aunque, y puede que debido a la habitual renuncia del director a analizar el contenido de sus propias películas desde una perspectiva autiobiográfica, Cronenberg siempre ha negado este extremo. Durante su adolescencia, y como no deja de ser lo más normal del mundo en esta época de la vida de una persona, la asfixia que Cronenberg percibe en el mundo que lo rodea se acentúa y se refugia en su naciente afición por los automóviles y la lectura que le ofrece una válvula de escape a realidades social y moralmente más libres y menos constreñidas que la del Toronto de la segunda mitad de la década de los cincuenta. Esta pasión por la literatura, con una especial predilección por el buen hacer de Vladimir Nabokov y el escritor beat William Burroughs, que sería una considerable influencia en su obra posterior, hacen de él un aspirante a escritor a la temprana edad de dieciséis años, escribiendo algunos relatos cortos originales e intentando imitar el estilo de sus autores predilectos sin demasiada fortuna. En 1963 Cronenberg se matricula en la especialidad de Ciencias en la Universidad de Toronto, impulsado por un creciente interés por la materia y muy especialmente por todo lo relacionado con la biología y la entomología, de cuyos mejores profesionales aseguró más adelante “son tan creativos, excéntricos y enloquecidos como cualquier escritor o artista”. Aunque la ilusión se diluye pronto, y tras cursar un año de sus estudios entre profesores incapaces de transmitir un ápice de creatividad o entusiasmo a su alumnado y un entorno estudiantil escasamente estimulante, Cronenberg abandona la carrera y comienza sus estudios de Literatura inglesa, donde se encuentra con un ambiente estudiantil mucho más inquieto en el que se siente rápidamente integrado. Allí, y tras ganar un premio al Mejor Estudiante del Año, Cronenberg siente por primera vez la llamada de la que sería su futura profesión como director de cine, y curiosamente no a través de un cineclub o de los recuerdos de una infancia cinéfila que el futuro realizador de Videodrome jamás tendría. Fue en el año 1965, cuando un estudiante del último año de carrera llamado David Secter reunió 8.000 dólares para filmar la película Winter keep us warm, que con su argumento fresco y desprejuciado alrededor de un trío de amigos y las relaciones amistosas y sexuales que se producen entre ellos cautiva a Cronenberg, abriéndole la puerta a una nueva perspectiva laboral desde la que poder aportar todo aquello que no había logrado con sus limitadas dotes literarias. Así, y alejado de toda cinefilia, Cronenberg contempla la posibilidad de ejercer como director por la proximidad que le ofrece el medio, por su capacidad para decir y plasmar lo que le venga en gana más allá de lo social y moralmente establecido, y en el que además puede desarrollar una mirada tan propia y exclusiva como la de un escritor sin dejar nunca de experimentar narrativamente. Entusiasmado por Winter keep us warm y las posibilidades que se presentan ante él, Cronenberg empieza a frecuentar  el Canadian Motion Picture Equipment Company, un local de alquiler de material cinematográfico en el que charla con clientes, dependientes y propietaria aprendiendo a pasos agigantados las normas más básicas del lenguaje y técnica cinematográficas, mientras complementa su autoformación con la lectura de numerosos libros sobre cine y narrativa que le permiten embarcarse en sus primeros proyectos. El primero de los cuales fue el cortometraje Transfer, que ya introduce la figura médica que con el tiempo sería una de las constantes del cine de su realizador, y que costó alrededor de 500 dólares, una cantidad muy similar a la que se elevaría el parco presupuesto de From the drain, su segundo trabajo que al igual que el anterior roza lo amateur y consta de una trama que abraza lo surreal y coquetea con el absurdo propio de las obras del dramaturgo Bertolt Brecht. Poco a poco y en parte gracias a estos dos primeros trabajos, Cronenberg empieza a entrar en contacto con el cine underground norteamericano en gran parte asentado en Nueva York y alrededor de las figuras de Andy Warhol y su factoría y el productor Jonas Mekas. Ni corto ni perezoso, y en colaboración con Bob Fotherhill, Ian Ewing y el más adelante exitoso director Ivan Reitman (responsable de taquillazos como las dos entregas de Cazafantasmas y padre del realizador Jason Reitman, a su vez firmante de filmes como Juno), Cronenberg crea Toronto Film co-op. una especie de equivalente canadiense al cine experimental que llegaba desde el otro lado de la frontera. Y gracias a Willem Poolman, un distribuidor cinematográfico para circuitos de arte y ensayo en suelo canadiense, Cronenberg entra en contacto con el cine experimental de Europa del Este, empapándose de una serie de anticonvenciones que con el tiempo se convertirían en otras nuevas convenciones no siempre lo suficientemente discutidas. Fue entonces cuando el director tomó conciencia del problema que se le planteaba al escribir una novela: la influencia y respeto que sentía por autores que admiraba le impedían encontrar su propia voz. Algo que, gracias a una mirada mucho más virgen en lo que al cine se refiere, no le ocurría cuando se sentaba a escribir alguno de sus guiones… con lo que la ecuación se presentaba pura y cristalina para un Cronenberg que tras este reconocimiento rodaría sus dos primeros trabajos en 35mm. En 1969 rodó Stereo, film algo críptico y de una gelidez y estatismo que rememora algunos de los lugares comunes del mentado cine underground norteamericano pero cuyo argumento y escenarios cobran todo el sentido posible desde una perspectiva puramente autoral. El tremendo ruido que causaba la cámara durante el rodaje provocó la decisión de Cronenberg de anular la pista de sonido del film y sobreponer al vacío sonoro restante una voz en off que confiere al conjunto una rara atmósfera clínica que sin embargo no rescata a esta corta película del aburrimiento. Poco más tarde llegaría Crimes from the future, esta en 1970 y que como la anterior constaba de una duración próxima al mediometraje de resultados similares a Stereo y que, vista hoy, detenta un mayor interés histórico que cinematográfico pese a algunas áreas interesantes de su argumento. El relativo éxito de crítica de Crimes from the future fuera de la fronteras canadienses animó al director, que hasta ese momento nunca se había planteado la posibilidad de ganarse la vida como cineasta ni tampoco hacer carrera tras la cámara, a abandonar la Universidad para ganarse el pan en el campo de lo audiovisual. Ya con 27 años, y casado con Margaret Hindson, Cronenberg está a dos años de tener su primera hija y a escasos momentos de verse en la tesitura de tener que elegir un sustento que estabilice su vida. Viaja al sur de Francia para aclarar sus ideas, coquetear con el mundo de la escultura, y escribir la que jamás será su primera novela, además de entrar en contacto con la industria y tejemanejes del cine gracias al Canadian Film Development, que le facilita la entrada al Festival de Cine de Cannes. Repelido por el ambiente, Cronenberg regresa a Canadá para poco después arrepentirse y regresar, para comprobar definitivamente si el cine es lo que le interesa como forma de sustento económico y, por tanto, si será capaz de tolerar todo lo que la industria esconde entre bambalinas. Su experiencia allí, sumada a la imposibilidad de terminar su novela satisfactoriamente convencen definitivamente a Cronenberg: encarará sus energías artísticas hacia el llamado séptimo arte, mientras se foguea como free-lance y trabaja esporádicamente para el canal televisivo canadienes CBC. Allí se gana la vida rodando pequeños cortometrajes con música que hacen las veces de elementos de continuidad audiovisuales entre programas y algunos documentales que rueda con una recién adquirida cámara de 16mm. con la que rueda un cortometraje de imposible localización llamado Secret weapons en 1972. En el mismo año en que el padre de David Cronenberg muere entre rencores hacia una familia que le ha cuidado entre reproches y una atmósfera cada vez más enrarecida que ha acabado por deshacerla, el futuro director de Videodrome lleva a cabo el que está considerado por muchos como cortometraje-puente entre la relativa -por estar hecha a su vez a base de convenciones del cine underground- experimentación de sus primeros trabajos con la obra que todavía estaba por venir. Y que daría comienzo con un sueño del realizador en el que Cronenberg vio “unna araña saliendo de la boca de una mujer mientras ella dormía” y que sería la semilla del guión que acabaría siendo su primer largometraje: la muy interesante Vinieron de dentro de…. Película asfixiante donde las haya, dotada de un ritmo moroso y un par de escenas inolvidables por sexualmente perturbadoras, Cronenberg planteaba ya en esta opera prima no sólo algunas de sus constantes temáticas, sino también estilísticas. Frialdad, frontalidad y desdramatización eran algunos de los recursos formales planteados por un director que, paradójicamente, dio la campanada en taquilla con una película considerada por muchos como enferma. El revuelo causado por el contenido sexual del film, teñido de una atmósfera de extrañeza que lo hace muy particular, provocó por un lado que el nombre de Cronenberg estuviese en boca de todos, algo impensable teniendo en cuenta los problemas que el realizador tuvo para recaudar fondos por tratarse de un film relativamente adscrito a un género (el de terror) que nunca ha gozado de los parabienes de una parte -la más miope- de la crítica. Refugiándose del temporal en la CBC, para la que realizó algunos mediometrajes durante los dos años siguientes, Cronenberg encaró su siguiente guión, inicialmente titulado Mosquito, y que acabaría siendo la algo floja aunque con cierto interés Rabia. Protagonizada por la actriz porno Marilyn Chambers, Rabia reincidía en los aspectos sexuales que tanto habían llamado la atención sobre Vinieron de dentro de…, amén de prolongar la obsesión por la medicina, la enfermedad, o la represión de lo sexual y lo violento que ya era patente en la opera prima del director pero que aquí se veía recubierta de una pátina algo menos enfermiza, y por lo tanto menos efectiva, que pese a todo mantenía la suficiente frialdad tonal como para no convertir en una astracanada lo que en algunos de los elementos argumentales de la película se perfilaba como un chiste. El nuevo escándalo que acompañó la película marcó a un Cronenberg que empezó a recibir apodos del calado de “Depravado Dave” pero que dio un ligero cambio de rumbo con su siguiente film: Fast Company, de 1979, alrededor de carreras de automóviles filmadas con una naturalidad casi documental, que constó de un presupuesto muy superior al de sus dos películas anteriores, y de la que poco más puedo decir por no haberla visto todavía, aunque a decir de muchos, supone una película que se distancia de algunos de los temas recurrentes de la filmografía del director, pese a que éste la considera tan suya como la personal e inmediatamente posterior Cromosoma 3. Significativamente escrita durante el divorcio del cineasta con su esposa y madre de la hija de ambos, Cromosoma 3 amplia hasta cierto punto lo ya apuntado en Vinieron de dentro de… o Rabia, mediante una puesta en escena más rica en matices y sobretodo un guión en el que se exploran algunos de los temas vectores de las películas recién mencionadas, con un especial hincapié en la somatización de emociones y pensamientos que tan buen resultados le daría al realizador en gran parte de su obra posterior. En este caso, y mediante una trama de considerable contenido autobiográfico vista en perspectiva, Cronenberg arma un relato de terror convencional en algunos aspectos, pero muy muy inquietante en otros, siendo una de sus películas más logradas hasta ese momento de su carrera, además de suponer la primera de sus colaboraciones con el compositor Howard Shore, autor de una magnífica y temible banda sonora capaz de alterar al más pintado. Dos años después, en 1981, Cronenberg lograría su mayor éxito de taquilla con una de sus películas más blandas, aunque en ella puedan encontrarse algunas de las imágenes más impactantes de toda su carrera: Scanners, que ya anunciaba algunos de los temas que se desarrollarían en la inmediatamente posterior Videodrome y, en menor medida, en eXistenZ (comentada en este blog en el mes de marzo del año 2013), pero a través de una puesta en escena muy superior al muy irregular argumento que la sustenta, fruto en parte de una producción caótica que llevaba a Croneberg a reescribir por la noche las escenas que iban a rodarse a la mañana siguiente. Pese a todo, y gracias en parte a un grado de humildad no demasiado habitual en la filmografía de un director considerablemente ambicioso en sus intenciones, Scanners no deja de ser un curioso entretenimiento más subido de tono de lo que sería esperable de haber acabado en manos de otro realizador que no fuese el canadiense. El gran éxito de taquilla de la película hizo que prácticamente al terminar el rodaje el director ya se pusiese a escribir el guión de la que acabaría siendo la película de la que se ocupa esta entrada, y que sería estrenada en 1982. Pero el batacazo económico es tal que Cronenberg se aproxima por vez primera a la industria del cine, rebajando hasta cierto punto algunas de sus constantes con la adaptación de La zona muerta, según la novela original firmada un Stephen King por entonces en boca de todos. Prácticamente producida durante la posproducción de Videodrome y estrenada a un año escaso de ésta, La zona muerta es una entretenida película muy beneficiada por la presencia de Cristopher Walken encarnando al protagonista y por una distancia tonal que, por una vez y puede que debido a lo relativamente convencional de su trama, no se traduce en una absoluta frialdad en pantalla. El relativo éxito del film, que a pesar de su nada molesta convencionalidad tampoco estaba excesivamente alejado de algunos de los temas recurrentes del director, abrió las puertas a Cronenberg como posible director de películas como Único testigo, Superdetective en Hollywood, Top Gun o Flashdance, que el director rechazó por no considerarlas próximas a sus intereses, así como involucrándose en dos proyectos que si bien le interesaban, acabaron por resultar fallidos o en manos de otros, como en el caso de Six Legs o la mucho más conocida Desafío total, que tan bien acabó llevando a cabo el mucho más versátil (y para nada impersonal) Paul Verhoeven. En el ínterin, Cronenberg llevó a cabo sus primeros pinitos como actor para la película Cuando cae la noche, dirigida por su amigo John Landis y tras el chasco que supuso para él la cancelación de su participación en la mentada Desafío total, para la que llegó a escribir hasta doce versiones del guión, recibió de las manos del director y atrevido productor Mel Brooks el guión de un remake de la película La mosca protagonizada por Vincent Price en la década de los cincuenta. Escaldado por la mala experiencia que supuso la producción de Dino de Laurentiis Desafío total, Cronenberg exige a Brooks libertad absoluta para hacer lo que le venga en gana con el guión y la película que se haga a partir de él, y ante la sorpresa del director, Brooks acepta todas sus condiciones asegurándole que de no ser así no habría pensado en contratarlo en primer lugar. Estrenada en 1986, y a años luz de la película y el libro en los que supuestamente se basa, La mosca va considerablemente bien en taquilla, y aproxima algunas de las obsesiones del realizador a un público más amplio impresionado y enervado por la fisicidad de unos impresionantes efectos especiales y de maquillaje que muestran a un científico que tras mezclar accidentalmente su adn con el de una mosca pasa de un estado de éxtasis a uno de rápida y terrible descomposición física. Siendo la que por ahora es la más (si no la única) romántica película jamás filmada por su director, La mosca funciona más que bien a varios niveles y no tanto en lo que a justificar científicamente lo que en ella ocurre se refiere, además de ser una de las películas más influyentes de su director, que la resume certeramente como “una historia de amor de cuarenta años comprimida en tres semanas combinada con el progresivo envejecimiento –o enfermedad, según se quiera- de uno de los amantes” Con evidentes ecos, siempre negados por Cronenberg, del triste final del matrimonio de sus progenitores, La mosca cuenta además con una operística y magnífica banda sonora de un Howard Shore que explora registros hasta ahora inauditos en sus colaboraciones con el canadiense. Y si La mosca fue un éxito de taquilla, dos años después llegaría la película que lo dignificaría para una parte de la crítica: Inseparables, estrenada en 1988, supuso un prestigioso empujón hacia las mieles de esa más que antipática etiqueta de “cine respetable”, y también una buena y enfermiza película alrededor de la dependiente relación establecida entre dos hermanos gemelos dedicados a la ginecología y que fueron magistralmente interpretados por un solo actor, Jeremy Irons. Tras esta prolongación, más aceptable desde determinadas ópticas presuntamente cultas, de muchos temas aparecidos en sus películas precedentes, Cronenberg adaptaría, en lo remotamente posible, a su querido William Burroughs y su El almuerzo desnudo en una película de idéntico nombre que combinaba elementos del antinarrativo libro original con otros referentes a la vida del escritor y de su proceso creativo. Siendo un film muy desigual, este El almuerzo desnudo de 1991 es una magnífica película cuyos efectos especiales han envejecido un tanto pero que no ha perdido un ápice de efectividad y arrojo. Algo que ocurre intermitentemente en su siguiente film, estrenado en 1993 y protagonizado por Jeremy Irons en su segunda colaboración con el realizador, llamada M. Butterfly, algo desvaída durante una parte de su metraje pero con un tramo final magistral capaz de retomar algunos de los temas típicamente cronenbergianos desde una óptica más natural, y por ello mucho más efectiva. Así, y tras un corto periodo de revalorización para una parte de la crítica, Cronenberg volvería a levantar ampollas con la adaptación de la retorcidísima novela escrita por J.G. Ballard Crash¸en una película de idéntico título que sembró la polémica y devolvió al realizador la etiqueta de enfant terrible que ya empezaba a perder su provocativo color ante los aplausos de la crítica y público. Siendo un film excelente aunque difícil de asumir en muchos de sus aspectos más turbios, Crash devolvía al Cronenberg más virulento, que se prolongaría de forma mucho más convencional con eXistenZ, que se podría verse como un film-compendio y que pese a sus indudables valores fue visto como una muestra de sequía creativa que demandaba un cambio. Y el cambio, siempre relativo en el caso del canadiense, vino de la mano de un sobresaliente Ralph Fiennes como protagonista de Spider, del año 2001, y que retomaba serenamente el camino más o menos marcado por el cine del realizador durante la década anterior. Ninguneada pese a tratarse de una película excelente, Spider haría las veces de puente entre el cine precedente de Cronenberg y el posterior, mucho más endiosado y respetado por una crítica que había tardado tanto en despertar que ahora parecía haber pasado al otro extremo. Con la inestimable colaboración de un excelente Viggo Mortensen, llegarían Una historia de violencia (en el año 2005) y poco después, la más irregular pero también más estimulante Promesas del este (en el 2007), siendo ésta última la mejor película de esta última etapa del realizador que hasta cierto punto repliega algunas de sus obsesiones bajo las formas de un cine algo más convencional pero excelentemente narrado. La posterior Un método peligroso en el año 2011, muy interesante pese a lo excesivamente moroso de su ritmo, supuso un curioso viraje a la verbalización de un discurso sobre la carne, la psique, la sexualidad y la violencia, que hasta ese momento se había mostrado casi sin excepción en imágenes y sonido, pero que aquí se exponía de forma casi teatral y bastante creíble gracias en parte al buen hacer del siempre excelente Michael Fassbender en el papel de Carl Jung y de Viggo Mortensen como Sigmund Freud. Pero la palabra se convertiría en lastre en la siguiente película del realizador, la adaptación de la novela Cosmopolis, de Don Delillo protagonizada por el ídolo juvenil Robert Pattinson, que por una vez lograba integrar su inexpresividad en una película protagonizada por un yuppie absolutamente aislado del mundo que lo rodea desde el otro lado del elevalunas de su limusina. De un ritmo algo cansino y un discurso demasiado obvio, Cosmopolis fue recibida con división entre aquellos que la alababan sin medida y los que la vieron como una tomadura de pelo con ínfulas trascendentes. Ni tanto ni tan poco en opinión del que escribe, Cosmopolis puede ser vista como una relativa decepción que sin embargo recupera algo de las atmósferas enfermizas que años ha fueron marca de la casa del realizador, que aquí se muestra tan frío que resulta difícil interesarse por una trama no demasiado elaborada poblada por personajes emocionalmente incapaces. Su siguiente y por ahora última película Mapa de las estrellas, filmada en este 2014 y que no podido ver, ha sido saludada por la crítica como una ácida mirada al mundo de Hollywood, y aún espera para ser estrenada entre nosotros.

[2]Nombre tan sonoro como el de Max Renn, aunque de connotaciones algo más polémicas: Cronenberg bautizó así el morboso y lánguido personaje encarnado por Harris por las lesiones que ella misma se provoca en una muestra de sadomasoquismo que hace de ella una espectadora propicia de Videodrome. Así, y siempre según Cronenberg, Nicki sería una forma de disimular la palabra inglesa Nick que se traduciría al castellano como muesca  o mella, en referencia a los cortes que el personaje exhibe en su hombro, y su apellido Brand -o Marca al fuego vivo- remitiría a las quemaduras de cigarrillo que el personaje interpretado por la cantante de Blondie se aplica en un momento de la película. Otro apellido con un significado para nada aleatorio en Videodrome sería el del Profesor Brian O’bivlion (que sonoramente recuerda mucho a un Oblivion que traducido al castellano significaría Olvido) y que, en cualquier caso, traería mucho menos cola que la provocada por Nicki Brand, cuyo nombre, apellidos y rol en la película encendió las iras de algunas asociaciones feministas que creyeron ver en Brand una representante de todo el género femenino entendido por David Cronenberg, al que le cayó por enésima vez el sanbenito de misógino.

[3]Una extrañeza que sin embargo reclutó a algunos inesperados compañeros de viaje. El taquillazo que supuso Scanners puso el nombre de Cronenberg en boca de todos, y la participación del actor James Woods, encandilado por el guión, y de Deborah Harry ( ex conejita Playboy y líder vocal del mítico grupo Blondie), hicieron de Videodrome la primera película del director que contaba con la participación de algún estudio de Hollywood. El productor del film, Pierre David, llevaba un tiempo estableciendo contactos con algunos miembros de los estudios, y fue finalmente la Universal Pictures la que se llevó el gato al agua tras leerse una sola hoja que resumía el enloquecido argumento de una película que terminaría co-produciéndo y distribuyéndo ante la atónita mirada de un Cronenberg que no acababa de creerse que una major confiara en la viabilidad de una película con las características de Videodrome. El rodaje fue considerablemente caótico: el director improvisaba numerosas secuencias y gran parte del equipo vivía bajo el miedo de que algún agente de la productora visitara la filmación y, viendo el panorama, cancelara la película. En algunos momentos, se levantaban decorados y se iluminaban escenas que eran desmontadas justo antes de comenzar a rodar porque el director no se sentía seguro de querer filmarlas, enrareciendo el ambiente del rodaje y entre un equipo de colaboradores que acabaron por desconfiar constantemente del director, que finalmente llevó el filme a buen puerto con un coste de cinco millones setecientos cincuenta mil dólares canadienses. Pero los problemas no terminaron ahí, y de la mano de las primeras proyecciones de prueba para ver un montaje que por entonces aún no tenía banda sonora, se había reducido a los 75 minutos de duración, y que a decir del director resultaba  “incomprensible” para todo aquel que no hubiese participado en el proyecto comenzó un nuevo periplo para Cronenberg: la distribución de su película. La proyección fue un desastre y no hubo un solo comentario alentador en la sala pero, aprendiendo del error, Cronenberg añadió planos y algunas escenas con la finalidad de hacer su película (un poco) más entendible para el público. Pese a la mala respuesta de los espectadores, Videodrome se proyectó en 900 salas en los EEUU, una cifra inferior, pero en todo caso nada desdeñable para un film que se salía de determinados cauces propios de una película de los grandes estudios, a las por entonces habituales 1100 o 1200 salas destinadas a la proyección de una película de gama media de interés. Aunque la buena y leal inversión de la Universal Pictures no sirvió de nada cuando las salas se quedaron prácticamente desiertas desde el día del estreno. No gustó a los aficionados al terror y la ciencia ficción que tanto habían aplaudido Scanners en su día, ni tampoco a la (presunta) intelectualidad que la consideró demasiado burda y depravada como para tenerla en cuenta, con lo que la película ni siquiera tuvo la suerte de durar el tiempo suficiente como para llamar la atención de la crítica y así arañar algunos espectadores atraídos por la aureola de prestigio que pudiese generar Videodrome. Pero la corta vida del film en las salas, una semana escasa, remató la jugada y relegó a Videodrome a un olvido del que el renovado, y algo antipático por tardío, prestigio de Cronenberg sumado a la casi inevitable naturaleza de su película como film de culto ha ido desenterrando con los años.

[4]De hecho, Cronenberg desarrolló el guión de Videodrome inspirándose en las mentalidades de una serie de profesionales, los censores cinematográficos, que el realizador siempre ha definido como “psicóticas”. Pese a que sólo en Cromosoma 3 y en menor medida la película que nos ocupa Cronenberg ha tenido que enfrentarse a las juntas censoras, es la paternalista figura del censor en sí lo que enciende el ánimo del realizador de Videodrome. Según él “Sólo puedo explicar ese sentimiento por una analogía: mandas al colegio a tu precioso hijo y cuando vuelve a casa le falta una mano (…) Telefoneas al colegio y te dicen que realmente les pareció, teniendo en cuenta la situación, que el niño será socialmente más aceptable sin esa mano (…) El censor tiene tendencia a hacer lo que sólo hace un psicópata: confundir la realidad con la ilusión”. En cualquier caso, y teniendo en cuenta que el mecanismo a través del cual se justifica la censura fue uno de los gérmenes del guión definitivo de Videodrome, no existía ninguna referencia a la violencia sexual que inunda la película en el argumento original ideado por Cronenberg años atrás bajo el título de Red de sangre. En él, se narraba la historia de un hombre común que una noche descubría una extraña señal de televisión, aparecida después de que las cadenas que señoreaban las ondas hubiesen terminado su emisión. La idea se le ocurrió a Cronenberg a partir de una serie de recuerdos de su infancia, en los tiempos en los que los televisores captaban las frecuencias de los diferentes canales gracias a las antenas que encabezaban el aparato, y que salían a flote cuando los canales de mayor potencia, que hasta ese momento habían devorado el espacio disponible en las ondas, interrumpían su emisión. Según recuerda el canadiense, esos canales resultaban muy evocadores debido a que por su débil transmisión tanto su imagen como su sonido resultaban difíciles de definir, con lo que el sentido de la emisión acababa recayendo sobre el televidente. Partiendo de esta idea, Red de sangre enfrentaba a su protagonista con una señal muy extraña y violenta, que termina por obsesionarlo y empujarlo a investigar sobre su origen. Pero atrincherado en su despacho, Cronenberg vio como el guión se adentraba en territorios más turbios, el protagonista (ya con el nombre de Max Renn) comenzaba a alucinar, a sufrir cambios físicos e incluso a dudar de su propia identidad. De nuevo según Cronenberg, el guión llegó a ser tan extremo que le pareció demasiado para una película pese a que el resultado final, o la primera versión del guión ya titulado Videodrome, sería posteriormente reescrito con la finalidad de hacerlo más “filmable”. Esta primera versión,  que atrajo uno de los reyes de los magos especiales y de maquillaje Rick Baker a Videodrome,  incluía escenas que mostraban a Max y Nicki fundiéndose en un beso, cuya baba resultante llegaba hasta el suelo, avanzaba hasta un hombre que los observa, subía por su pierna, y se fundía con él. El guión fue igualmente atenuado durante el rodaje del film y hasta durante su proceso de posproducción, cuando aún existía la posibilidad de un final alternativo que nunca llegó a rodarse pese a que sí se llevaron a cabo los preparativos para hacerlo: después de que Max se dispare en la cabeza, una cámara de Videodrome recogía una orgía de transexuales entre los que podía verse a Max Renn retozando con Nicki Brand y Bianca O’Bivlion, dotadas a su vez de penes que encajaban perfectamente en la recién aparecida vagina en el vientre de Max… Un final que fue descartado por el propio director, que pese a lo dicho hasta aquí volvió a ser castigado por algunos sectores de la sociedad por misógino y violentista. Incluso llegaron a organizarse piquetes en las calles de Ottawa para impedir que la película fuese vista por sus potenciales espectadores, y una sala acabó por retirar la película de su cine ante la agresiva avalancha de críticas que se le echaron encima. En lo que algunos consideran una prueba de la naturaleza profética del film de Cronenberg, tres años después del estreno de Videodrome aterrizó en la Gran Bretaña la Ley de Grabaciones en Video, que con la intención de controlar el rumoreado lanzamiento de cintas snuff (que mostraban violencia y asesinatos supuestamente reales) a través del mercado videográfico acabaron por prácticamente ilegalizar gran parte del cine de horror surgido durante la década de los setenta, pese a que su agresividad estaba muy por detrás de las imágenes que se pretendían controlar en un país en el en ese 1985 la proporción de aparatos reproductores de video era de alrededor del 20% de la población, la mayor de todo el planeta por aquel entonces. En cualquier caso, resultaría infantil pensar que en una sociedad tan ultramediatizada como, al menos, la occidental un conjunto de imágenes no son capaces de vertebrar un discurso y manipular a su audiencia impulsados bajo determinados intereses morales, económicos, sociales o, en una palabra culturales. Y sin que ello implique que, nos parezcan adecuados o perniciosos según nuestra forma de entender el mundo, deban prohibirse en ningún caso.

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