miércoles, 31 de octubre de 2012

LA NOCHE DE HALLOWEEN


 31 de octubre de 1963. Avistamos desde la oscuridad nocturna una casa típicamente suburbial de los Estados Unidos. Aproximándonos un poco más, observamos a través de la ventana una pareja de jóvenes besuqueándose en lo que adivinamos son los prolegómenos de algo más que ocurre fuera de nuestra vista cuando la pareja de amantes desaparece escaleras arriba. Pero no nos damos por vencidos. Entramos en la casa y rondamos por ella a oscuras hasta alcanzar un remanso de luz en la cocina, en la que con toda naturalidad abrimos un cajón y nos apoderamos de un cuchillo. Desde la oscuridad vemos como el joven baja las escaleras poniéndose de nuevo la camiseta y saliendo por la puerta tras despedirse de la chica que sigue en la planta de arriba. Él no nos ve, pero no lo perdemos de vista hasta que desaparece de la casa. Subimos por las escaleras y de camino nos ponemos una máscara que antes hemos visto se ponía el chico para bromear con ella, que ahora se mesa el pelo mientras canturrea en ropa interior y de espaldas a nosotros. Oímos nuestra respiración amortiguada por la máscara mientras nos aproximamos a ella, que se gira sorprendida. Y la apuñalamos.

Así da comienzo la mítica, y a día de hoy poco vista pese a su importancia, tercera película dirigida por John Carpenter, en 1978. Este perturbador plano secuencia subjetivo remata la jugada maestra cuando una pareja se aproxima a nosotros y nos saca la máscara, revelándonos la verdad: el asesino es un niño de seis años de nombre Michael Myers que con la mirada perdida y una mueca de desagradable pasmo en la cara sostiene un cuchillo ensangrentado frente a sus padres. La identificación que dicha secuencia busca con el espectador no es baladí ni en sus formas ni su fondo. Vista ahora, apunta con dedo acusador al espectador que va en busca de emociones fuertes situándola al inicio del film y sin más contextualización temporal que unos títulos que anuncian la noche de Halloween[1] corroborados por los cánticos de un grupo de niños que parecen invocar el inicio del film. Si miramos la película con los ojos de su director y los primeros espectadores que pudieron verla en autocines y atestando las salas en su estreno[2] en pantalla grande, podemos sumar una lectura más al inicio. Carpenter fue uno de tantos jóvenes que pudo ver el auge y el declive de una cultura que prometía grandes y históricos cambios en la estructura y conciencia social de su país, en consonancia con muchos otros que tenían lugar en otros rincones del planeta. Desde las revoluciones estudiantiles, líderes sociales de la talla de Martin Luther King, pasando por el mítico concierto en Woodstock en 1969, la liberación sexual, las protestas contra la guerra de Vietnam o el acceso a rincones de la percepción poco o nada explorados drogas mediante, la llamada generación del amor vio como sus sueños mutaban en utopías cuando la realidad que tan ilusionadamente habían ido creando empezaba a degradarse hasta volverse una desesperanzada pesadilla. La resaca de dicha generación comprendió tremebundas secuelas psicológicas para los que abusaron de las drogas y otros excesos, monstruos del calibre de Charles Manson o el asesino del Zodíaco y celebraciones con cruentos finales como el tristemente célebre concierto de Altamond[3], o el escándalo Watergate entre otros. Así las cosas y con la vida volviendo a los apacibles y conservadores cauces de tiempos anteriores a una relativamente frustrada revolución, es lógico que entre el año 1963 en que tiene comienzo la acción de La noche de Halloween y el 1978 en que acontece prácticamente toda la película, haya a simple vista y en la superficie, muy pocas diferencias. Lo que sobre el papel no deja de ser (y probablemente sólo es, pero no deja de ser una interesante posibilidad) un simple salto en el tiempo revela como la paz social que se presupone a los años anteriores a la generación del amor no era tal. O no lo es para los que crecieron en ella desde el punto de vista de 1978. La semilla del Mal que no obtiene nunca una explicación parece surgir entonces de la impresión de que si los niños de 1963 fueron capaces, ya adultos, de cometer las incomprensibles barbaridades para ser los que decían creer en el amor y un nuevo orden exento de violencia, será porque esa maldad ya estaba presente en esas casitas adosadas que se han convertido en uno de los paisajes de la Norteamérica conservadora y pacífica más reconocibles. Ellos, como espectadores pillados in fraganti, eran el Mal igual que ahora lo somos nosotros. El resultado es una visión pesimista hasta el nihilismo del mundo que, en lo que a Carpenter se refiere, nunca ha abandonado y probablemente ya tenía con anterioridad al batacazo de los años setenta, siendo aún a día de hoy uno de sus rasgos de identidad más reconocibles.
Ese punto de vista, o esa mirada sobre el Mal y sobre la relación entre el cine y sus espectadores, es la que articula de cabo a rabo el film de Carpenter y realza un guión no sólo pobre, sino lleno de exagerados agujeros. Al realizador oriundo de New Jersey siempre se le ha dado bien sacar partido en imágenes y sonido de las situaciones puestas en negro sobre blanco en el papel de dudosa calidad, pero es en La noche de Halloween donde resulta más notable el abismo entre el guión y el resultado final en pantalla de toda su carrera para lo bueno y para lo malo.

Si seguimos con la pobre historia, nos encontramos con que el joven Myers es encerrado en un sanatorio mental en el que no sale de su estado catatónico pese a que el psiquiatra que lleva su caso, el Doctor Samuel Loomis (Donald Pleasance), asegura que ese estado de shock es pura fachada y que en realidad Myers está esperando. Veinticinco años más tarde, dos días antes del vigésimo quinto aniversario del asesinato de su hermana, Myers logra escapar del manicomio en el que estaba encerrado, y como no podía ser de otra manera, vuelve a casa para retomar el sangriento ciclo que su psiquiatra, pisándole los talones, asegura que va a completar.
Como podrá darse cuenta cualquiera que haya visto algunas de las más prototípicas películas del subgénero del cine de horror con asesino psicópata aterrorizando adolescentes, el guión de Carpenter no es desde el punto de vista actual ningún modo original. Pero los que digan en defensa del film que eso lo revalida como clásico precursor y una más que notable (y bastante cansina) influencia en el devenir del género, pese a estar de acuerdo con ellos en ese punto, también concederán que el guión original es insulso y de una simplonería considerable.

Pero como decía, y ahí reside uno de sus grandes méritos, no es óbice para que La noche de Halloween sea una muestra de buen cine en toda regla. El retorno, más que de Myers, del film al Haddonfield natal del asesino se presenta de forma supuestamente inocente y “neutral”. La cámara se desliza sobre las calles desiertas de la población hasta que recoge la salida de la joven que se erigirá como heroína en la lucha contra el Mal: Laurie (Jaime Lee Curtis), estudiosa y un punto recatada en comparación con sus dos amigas interpretadas por Nancy Loomis y P.J. Soles (lo que provocó más de un comentario acusando al film de ultraconservador[4]) es seguida en su paseo matinal de camino al instituto parte de su rutina diaria. Pero esa supuesta objetividad que sólo parece ilustrar el guión poco a poco se va revelando como algo bastante más intencionado e inquietante. La distancia, al principio considerable, con la que observamos (o vigilamos) a Laurie se concatena con esporádicas apariciones de un Myers adulto que observa a sus futuras víctimas desde también una distancia que irá acortando poco a poco pero con preocupante decisión. El espacio, ese Haddonfield que se ve tan apacible, se va cerrando sobre las chicas, dejando fuera todo lo demás y lo que es más importante: encerrándolas a ellas en espacios cada vez más pequeños sin que sean conscientes de que su acoso está llegando a su sangrienta conclusión. Así, desde las calles de la ciudad hasta un estrecho armario pasando por coches, garajes o pequeñas habitaciones, Carpenter se dedica básicamente a acorralar sus personajes en todos esos compartimentos y sobretodo con uno: el encuadre, que conecta todo el film con ese inicio que presenta un espacio que es producto de una mirada perturbada, ajena a la de las futuras víctimas ignorantes de su oscuro destino. No pasa lo mismo con el espectador, siempre un paso o dos por delante de las futuras víctimas y cerca de los de Myers, a veces viendo a las chicas alejarse por encima de su hombro que entra en plano a modo de escorzo y que se sitúa casi siempre como punto de fuga que articula el espacio que hay a su alrededor. La maldad del punto de vista que abría el film (y que presentaba el espacio desde esa visión del mismo) se desvincula de la figura, digamos física, de Myers pero se desparrama venenosamente por toda la película con lo que la sensación de amenaza cada vez mayor que tiene el espectador no es compartida por las jóvenes que pueblan la película. Con el mínimo de información y apoyo del guión, Carpenter consigue que al saber más que ellas y nada de él (o ello, pero de eso ya hablaremos más adelante) provocar una sensación de fatalidad y de irreversibilidad que da un aire de predestinación al futuro de las pobres chicas que no existía en el guión. A ello también colabora otro factor, este además uno de los talones de Aquiles de la película, el uso del tiempo. Los planos, en su mayoría secuencia quizás por motivos presupuestarios, quizás narrativos o muy probablemente ambos, hacen gala de un ritmo pausado y se van engarzando mediante un montaje que los deja respirar… en ocasiones demasiado.

El que puede que sea el único problema del film viene dado de la combinación entre ese ritmo lento que va calando poco a poco en una conseguida tensión con un guión que resulta muy pobre y las situaciones que presenta muy reiterativas y personajes poco trabajados, pese al buen hacer de las actrices que consiguen dar naturalidad a tres personajes prácticamente nulos. Carpenter crea, con la inestimable ayuda de su magistral en su minimalismo que delata obsesión, tensión y un punto de tristeza banda sonora compuesta por él mismo, una palpable atmósfera de amenaza, de opresivo suspense[5], acumulando una consabida tensión que tarda mucho en estallar, llegando a cansar en algún momento. Con todo, la frialdad del mecanismo de relojería puesto en marcha por el director consigue rescatar además ese turbio motor dramático que pone en guardia al espectador del morbo más descarado, provocando más incomodidad. Su distancia y mesura es también la de Myers, pero lo mecánico de este provoca un desapego que nos convierte en desagradados testigos de lo que ocurre en el film y mientras esa sensación se mantiene, la película aguanta más que bien una historia que a día de hoy también tiene que lidiar con la absoluta ausencia de sorpresa que provoca su premisa y desarrollo argumental. Su cuasi perfección en cuanto a formalizar un fondo casi muerto hasta dotarlo de una vida impensable viendo la propuesta inicial a veces puede parecer más un ejercicio de estilo, muy conseguido, pero en ocasiones vacuo al apoyarse en situaciones que en  sí mismas a veces no tienen interés cuando nunca llegan a su esperada conclusión, como sí ocurrirá en una de sus mejores películas, sino la mejor, la mucho más equilibrada y igualmente virtuosa La cosa[6], en 1982 y que comparte con el film que nos ocupa un tono de pesadilla desesperada que raya en el nihilismo y un horror a camino entre lo concreto y lo abstracto.

Hay además otro elemento que eleva a La noche de Halloween muy por encima de la media y que en combinación con su atmósfera lleva al film del terreno propio del suspense al del cine de terror: el propio Michael Myers. Su desmotivada figura es con toda seguridad lo más inquietante del film ya desde el propio guión y no digamos ya una vez en pantalla. Su estatura, sus andares pesados y sobretodo una máscara blancuzca (del actor William Shatner, el capitán Kirk de Star Trek) que más bien parece una segunda piel, una cara sin rasgos definidos puntuada por dos ojos vacíos de vida (“los ojos del diablo” en palabras de Loomis) dan una impresión de deshumanización muy conseguida, de una pureza que pocas veces ha llegado a repetirse no ya dentro de la saga y el más o menos afortunado remake de Rob Zombie y magnífica secuela (que inteligentemente, tiraban por el lado opuesto a lo propuesto por Carpenter) sino dentro del cine en general. La figura más parecida al Michael Myers de La noche de Halloween sería la del asesino Anton Chiguhr ,interpretado por Javier Bardem, en la mucho más respetada culturalmente No es país para viejos que tiene bastante del film de Carpenter en cuanto a su discurso más allá de su fidelidad absoluta a la novela homónima de Cormac McCarthy… o en una vertiente histérica y alqaeizada, el Joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro. En el caso del film de Carpenter, sólo son necesarios un par de apuntes pseudo místicos en boca de su perseguidor, Loomis, para que lo que sobre el guión no es sino una salida de tono sea en manos del director una personificación del Mal con mayúsculas. No sólo por el tratamiento del tiempo (como si no hubiese prisa porque ocurrirá tarde o temprano) y el espacio (que le pertenece desde el principio) ya comentado y su relación con el asesino, también su absoluta falta de motivación y psicologismo[7] y por encima de todo, su indestructibilidad. Lo que en muchas películas de este subgénero no es más que la enésima demostración de las ganas que tiene algunos de llenarse los bolsillos por encima de la coherencia fílmica a base de secuelas se transforma (o si lo prefieren se añade) aquí en la guinda al pastel que eleva a La noche de Halloween del terror “realista” a algo más parecido a una pesadilla sin visos de terminar nunca. Y de paso, elevando a Myers a esa figura -no en vano en los títulos de crédito Myers es acreditado como The Shape (La forma)…- maligna y abisal que rehuye toda posible explicación (y que por eso es el Mal en estado puro) y sólo sabe destruir a todos los que lo rodean, consigue también trampear garrafales errores de guión. Sólo en un instante Carpenter nos deja verle la cara y lo que vemos no es más que un hombre vulgar, pero el hecho de reducir esa visión a un momento muy puntual y en un momento determinado revela la intención, más intelectualizada de lo esperado en un conjunto más interesado en provocar emoción que reflexión, del realizador. El Mal existe y como ya apuntaba al principio, pese a ser incomprensible es humano. A pesar de todo lo dicho hasta ahora, La noche de Halloween no es, afortunadamente, un film de tesis aunque ,sirva de prueba esta entrada, hay donde escarbar para quien quiera verlo.

Por suerte para todos, y lejos de un aburrido simposio sobre la mirada y la Maldad que lo haría mucho más unidireccional (y muchísimo más fácil, el sacar conclusiones de donde no se dicen a gritos requiere un esfuerzo mayor por parte del espectador que una película que se dedica a agitar la tesis y su fondo delante de nuestras narices) siendo todo ello perfectamente integrado hasta ser el motor del film, que se defiende solo como historia de terror excelentemente narrada pese a algunos altibajos fruto de la pobreza del guión que son eclipsados por potentes escenas de impacto sobretodo al final de la película. Instantes como el que muestra a Laurie avanzando hacia la casa de los Myers, ahora un caserón deshabitado que contiene los cadáveres de sus amigas en una grotesca (una de ellas bajo la lápida robada de la hermana del asesino) coreografía que dará paso a la desigual lucha final. Momentos como ese demuestran que cuando se aúna el fondo y la forma para crear un todo indivisible el film es impecable y coherente en su discurso que se completa en la última escena que remata y define todo lo anterior en el film… y que no por casualidad es cuando Carpenter consigue reunir todos los elementos que componen este clásico llevándolos hasta las últimas consecuencias: con Myers fuera de control y en paradero desconocido pese a haber sido disparado varias veces, Carpenter pone en marcha la sobresaliente melodía a piano que marca y realza toda la película y descomprime el espacio que tan meticulosamente se había dedicado a plegar hasta lo asfixiante. Los paisajes de un Haddonfield desértico, mostrados en planos generales llenos de sombras que pueden ocultar cualquier amenaza bajo la apagada (e imposible desde un punto de vista más o menos realista) respiración de Myers nos indica en una imposible subjetividad, que el Mal no sólo ha vuelto al Haddonfield del que salió destruyendo toda ilusión de seguridad (o ilusión en general), sino que su destructiva naturaleza se ha adueñado de todo. Y ya no hay donde esconderse.

Título: Halloween. Dirección: John Carpenter. Guión: John Carpenter y Debra Hill. Producción: Debra Hill. Fotografía: Dean Cudney. Dirección artística: Randy Moore. Montaje: Tommy Lee Wallace y Charles Bornstein. Música: John Carpenter. Año: 1978.
Intérpretes: Jaime Lee Curtis (Laurie Strode), Donald Pleasance (Dr. Samuel Loomis), Nancy Loomis (Annie), P.J. Soles (Linda), Charles Cyphers (Sheriff Brackett), Nick Castle (Michael Myers/La Forma).



[1] La Noche de difuntos anglosajona que tiene lugar el 31 de octubre nace de la Fiesta de los Muertos celebrada por los druidas celtas en honor a su deidad Samhain y del Día de Todos los Santos cristiano que por aquí conocemos algo mejor, llamado All Hallow’s Eve. Para los druidas era una fecha de gran significado esotérico que coincide (aproximadamente) con el fin del verano, dando la bienvenida a las tinieblas y a la desaparición de la luz solar, celebrando la fertilidad de los campos relajándose y divirtiéndose. Por otro lado, para la Iglesia era el día en que las almas santas del cielo vencían al Mal, siendo un día de purificación espiritual. Fueron los irlandeses los que introdujeron la celebración en los Estados Unidos, al igual que su símbolo más reconocido: la llamada Jack-o-lantern, derivada de una leyenda irlandesa. En dicha leyenda un malvado llamado Jack fallece pero su maldad es tan descomunal que su alma no encuentra destino ni el en cielo ni el infierno. Desde entonces se ve condenado a vagar por el mundo buscando una entrada a alguno de los dos reinos posibles , el del Bien o el del Mal, con la ayuda de un repollo con una vela dentro para iluminar su camino. Los norteamericanos cambiaron el repollo por una calabaza, mucho más común en sus tierras como método para ahuyentar al espíritu, mezclando la costumbre con la leyenda en una misma cosa. El mismo personaje está en la base de lo que conocemos como Truco o trato; según se dice el espíritu de Jack llama a la puerta y ofrece dos opciones: truco (o Trick, susto o travesura) o trato (Treat, que significa lo mismo que su equivalente en castellano). No aceptar la segunda opción, que a día de hoy se resume en entregar dulces y caramelos a los que se plantan en la puerta y preguntan, implica que Jack maldiga la casa y todos los que en ella viven con las peores consecuencias. Los disfraces no son si no un sistema de asustar o dar esquinazo a los espíritus malignos que se abren paso en nuestro mundo el día de esta celebración. Mientras que algunas fuentes aseguran que la idea es espantar a los entes malignos asustándolos, otras dicen que es la manera de hacerles creer que el portador del disfraz es uno de ellos y así evitar que le hagan daño.
[2] La película tuvo un presupuesto de 300.000 dólares, muy reducido dentro de los parámetros habituales del cine americano pese a ser un auténtico dineral para el más común de los mortales, y a día de hoy lleva recaudados unos 60 millones de dólares.
[3] Si el de Woodstock en 1969 se considera uno de los mejores y más significativos conciertos multitudinarios de la historia del Rock y la música en general, cuya plasmación audiovisual en forma de documental también  representa las posibilidades vitales que se veían posibles en esa época, el de Altamond es su siniestro reverso. También plasmado en forma de concierto-documental en Gimme Shelter, dicho concierto tuvo lugar el mismo 1969 en dicha localidad como parte de la gira de los Rolling Stones, el American Tour 1969, y entró en los oscuros anales de la historia de la música en directo cuando un espectador fue apuñalado hasta morir por uno de los guardaespaldas (los Ángeles del Infierno, casi nada) del grupo que estaba en ese momento en el escenario cantando su mítico Sympathy for the devil. Cuando ocurrió el asesinato, cundió el pánico y los Stones abandonaron el lugar inmediatamente, dando como saldo uno de los primeros oscuros nubarrones que iban aguar una alegre y esperanzadora visión del mundo y de la vida en la que irían apareciendo cada vez más y más oscuros lamparones.
[4] Aunque dudoso en el caso de Carpenter, director que siempre ha destacado por contestatario y por sus ácidos retratos sociales desde un punto de vista más izquierdista que propio de la derecha. Pese a todo, el que el personaje de Laurie sea el de la chica menos interesada en relacionarse con chicos y la menos lanzada de las tres, puede dar la lógica impresión de que Myers representa el brazo justiciero de la ultraderecha pasando a cuchillo a toda chica que lleve a cabo algo tan corriente como practicar el sexo por puro placer. No ayudarían ni las secuelas ni films como Viernes 13, saga de hasta diez (si no contamos esa desaprovechada coda llamada Freddy contra Jason) films en los que un sosías de Myers llamado Jason Vorhees (y su madre en la primera película) se dedican a masacrar a todo adolescente que se atreva a practicar el sexo o consumir drogas en sus dominios, siendo siempre las más virginales (e igual de estúpidas que el resto de la troupe) las encargadas de plantar cara al asesino hasta ser eliminadas en la siguiente secuela. Alguna juerga debieron darse fuera de plano pensando que  los productores ya habían calmado su sed de dinero.
[5] De hecho, y a pesar de haber en el film algunos sustos subrayados por unos efectos sonoros algo caducos y que la figura de Michael Myers provoca más miedo que tensión, este se articula a partir de una estrategia más propia del cine de suspense que del de terror en base a la lúcida diferenciación que de ambos hace Alfred Hitchock comparando dos escenas: en la primera los personajes están sentados a una mesa en la que estalla una bomba. Es un susto. En la otra hay un plano de la bomba bajo la mesa y luego otro de las personas conversando encima, que no saben que la bomba está ahí. El espectador espera una explosión. Eso es suspense. Y eso es en gran parte La noche de Halloween.
[6] Remake bien entendido de un pequeño clásico de la ciencia ficción de los cincuenta llamado El enigma de otro mundo en su traducción al español (The thing, en su inglés original) que aparece como parte de un programa de televisión especial de Halloween que Laurie ve con el niño que tiene a su cargo como canguro esa noche. El film fue dirigido por Christian Nyby aunque algunos aseguran que fue su productor Howard Hawks el que realmente llevó la batuta durante el rodaje en 1951. Hawks, director de westerns como Río Bravo o films de aventuras como Hatari y muy admirado por Carpenter, fue inspiración confesa del film anterior de John Carpenter Asalto a la comisaría del distrito 13, algunos de cuyos personajes ya prefiguran la maldad estoica de Michael Myers. Bien mirado, podría decirse que La noche de Halloween tiene algo de western en su estructura principal con un hombre (algunos han llamado este film El slasher tranquilo...) que vuelve a su pueblo/ciudad natal para saldar una cuenta pendiente… aunque desde un punto de vista formal y moral muy diferente a lo habitual en ese género tan querido por Carpenter.
[7] Siendo una de las muchas respuestas de la generación de directores a los que pertenece el de La noche de Halloween a el final de Psicosis de Alfred Hitchcock de la que el film de Carpenter bebe en cierta medida. Ese clásico de 1960 que sentó las bases del cine de horror (y gran parte del cine sin distinciones genéricas) moderno y que ponía en el espectador en el incómodo lado del psicópata como imprevisto y turbador protagonista de la ficción fue tan admirado en su conjunto como criticado en un único aspecto por gran parte de los nuevos cineastas. Ese final en que un supuesto psiquiatra explicaba y desmenuzaba en pequeños lugares comunes con el complejo de Edipo como nexo de unión la locura asesina de Norman Bates provocó el debate: ¿no era mucho más inquietante dejar esas motivaciones en el aire y no saber de donde provenía esa psicopatía homicida? Hitchcock nunca estuvo de acuerdo con sus críticos pero a partir de El héroe anda suelto de Peter Bogdanovich en el año 1968 como precedente de la mucho más depurada visión sobre el tema hecha por Carpenter en La noche de Halloween el tan cacareado “menos es más” que en cuanto a definir la maldad se refiere se convirtió en uno de los estandartes de la nueva escuela del Terror Americano.

miércoles, 24 de octubre de 2012

W.

 Si uno quiere saber lo que pasa por la cabeza de George Walker tiene que asomarse al desértico campo de béisbol en el que se siente vitoreado por una muchedumbre invisible cuando así lo necesita. A W, que es como lo conocen con afecto sus amigos más próximos le hacen falta esos aplausos, esas muestras de apoyo para las que no faltan motivos. Una juventud llena de juerga que desembocó en una vida adulta corroída por el alcoholismo que sólo se truncó con la ayuda del Dios que vela por los pobres desgraciados que moran por alcohólicos anónimos en busca de paz de espíritu... Un espíritu emprendedor pero siempre a la sombra del de su progenitor, patriarca y adalid de elevados principios de responsabilidad que W siempre cree estar decepcionando a base de relaciones que no llevan a ningún lado y trabajos que siempre terminan en despido o abandono. Y porque como su padre le espeta en una de sus múltiples reuniones que acaban en pelea a veces verbal, en ocasiones llegando prácticamente a las manos; no debería comportarse como un Kennedy porque él, George Walker, es un Bush.

El protagonista del film de Oliver Stone tiene, además del béisbol, otra forma de escapismo mucho más espectacular por real: la comida. El penúltimo presidente estadounidense parece tener un apetito insaciable; come mientras habla, se impacienta cuando los platos no han llegado a la mesa cuando él toma asiento en ella y prácticamente no ha terminado de deglutir cuando ya está sorbiendo agua helada de un vaso que agarra con sus manazas y sus labios. La primera vez que conoce a su futura esposa, Barbara, la última mujer de una larga lista de flirteos que acaban en ligues de una noche, es en una barbacoa en la que W consigue hacer despuntar sus buenos modales del sur por encima de sus intentos de seducción con su mejor sonrisa manchada de mayonesa y trozos de la hamburguesa que está devorando. Es en ese instante cuando la futura primera dama (interpretada por la preciosa Elizabeth Banks) lo define cariñosamente como “El Demonio con sombrero blanco”.

Stone, muy a pesar de su trabajada y merecida fama de polemista y director político[1], no parece estar demasiado de acuerdo con esa afirmación a decir de W. Su Bush, interpretado por Josh Brolin, no resulta diabólico ni deja un rastro de azufre ahí por donde pasa sino que da la sensación de no ser más que un pobre diablo. Un hombre torpón y esforzado cuya soltura social y trato fácil no lo elevan hasta el grado de lucidez necesario para gobernar la nación más poderosa del mundo y por tanto también la que más responsabilidad exige. El director de JFK o Nixon retrata al en el momento del rodaje del film aún habitante de la Casa Blanca[2] con una sorprendente conmiseración.  Bush es un hombre impulsivo y un bruto que no sabe ni donde están los países cuya invasión por parte de los Estados Unidos es capital para recuperar su supremacía energética y que pese a sus buenas intenciones la mayoría de sus decisiones políticas provocan auténticos desastres, pero, y esta puntualización es muy importante, su maldad se reduce a su estupidez. La estructura de W. no deja de ser la prototípica del Sueño Americano: con esfuerzo todo se puede conseguir en la tierra de las oportunidades, pero en un malicioso y lúcido giro de otra máxima sobre los Estados Unidos, este film muestra como en ese país hasta el más tonto puede llegar a ser Presidente… Y que Dios nos pille confesados.

Aún y así, y comparando la película con anteriores acercamientos de Stone a figuras presidenciales de su país, este parece haberse atemperado en su denuncia y diluido su estilo. Es la mayor sorpresa de la película: la impresión de que Stone ha fintado a todos los que esperaban (esperábamos) un ataque en toda regla al responsable último de llevar al límite la siempre frágil paz en una parte de nuestro mundo. El director de Asesinos natos vuelve a zarandear las expectativas del público, pero esta vez en el sentido opuesto al  habitual, escándalo en su filmografía, lo que por un lado no tiene porque ser malo en cuanto humaniza (y por tanto lo hace entendible y digno de compasión al mismo tiempo que rebaja su épica y se saca de encima una fácil lectura maniquea sobre Bush) a alguien que se ha transformado en un símbolo pero por otro carece de la densidad que sería deseable. Podría decirse que se sostiene como denuncia que no ofenderá prácticamente a nadie y reafirmará a todos en sus respectivas posturas sobre el cuadragésimo tercer Presidente de los EUA, pero como película, independientemente de su ideología, puede que no llegue a satisfacer a muchos… sino más bien todo lo contrario.

El guión de W. se dedica a poner en solfa todo lo que pese a que nunca ha sido reconocido por George Bush, todos sabemos: no había armas de destrucción masiva en Irak, toda la guerra que tuvo lugar en ese país por entonces llevado con mano férrea por un tipejo como era Sadam Hussein fue por motivos puramente económico-estratégicos que incluían Irán y que en Guantanamo se vista como se vista de cara a la galería (o a la Convención de Ginebra), simple y llanamente se torturaba… Pero pese a lo anterior se diría que George Bush es un títere ¿culpable?. Así pues, y sin poner en duda la veracidad de lo que cuenta el film de Stone, lo más interesante de su guión reside más que en las acciones sobradamente conocidas por todos en sus motivaciones, pivote dramático del film. La turbulenta relación de W con su padre, interpretado por James Cromwell, la dignidad familiar y el peso de un buen nombre que le da a W todas las oportunidades pero al mismo tiempo le arrebata todos sus méritos lo lleva a la frustración y al distanciamiento (la huída) de la alargada sombra paterna en una interminable farra alcohólica que casi lo destruye y lo hace aún más dependiente y celoso de su progenitor. Este conflicto convierte a W. en un retrato del Bush político (mostrando el lado oscuro del sueño americano mal entendido) y sus en gran parte lamentables decisiones políticas como consecuencia del Bush civil (cuya escalada vital muestra la cara más luminosa –sin plantearse las consecuencias que muestra la más oscura- de ese mismo sueño) más que en un pormenorizado repaso a su vida, que habría sido mucho menos interesante.

Stone elige lo que le interesa de su protagonista (desde 1966 y sus coqueteos con el alcohol en Harvard –donde accedió gracias a las influencias de Bush padre-  pasando por su elección como gobernador de Tejas en 1994, hasta 2003 ya como presidente de los USA y con el fraude sobre las inexistentes armas de destrucción masiva tras la no menos fraudulenta invasión a Irak, dejando a un lado su segunda legislatura) y organiza todo lo demás a partir de ahí. En una película estructurada a base de flashbacks tomando la decisión de invadir Irak, el como y el porque de esa decisión y finalmente el despertar al engaño y al escarnio público como presente desde el cual se articulan todas las fugas mentales, ya sea al pasado o a la imaginación del Presidente, con lo que no es de extrañar que toda acción tenga un motivo subyacente o un trauma que lo justifique. Si la bebida casi acaba con Bush y su carrera, es en alcohólicos anónimos donde descubre la fe y mediante una epifanía de tintes edípicos, el film sitúa en ese momento (en 1986 y precedida por una escena en la que Bush padece un ataque de ansiedad en plena resaca cuya planificación ya adelanta el carácter "religioso" de lo que está por venir) la semilla religiosa de lo que acabará siendo la decisión de ir a buscar por las malas unas armas de destrucción masiva inexistentes ya sea con esa finalidad absurdamente liberadora o con la intención de enmendar (o hacerle morder el polvo, demostrarle que puede hacerlo igual o “mejor” que él) lo que considera el motivo de que su padre, el otro George Bush, fuese sustituido por Bill Clinton como Presidente tras la Guerra de Kuwait. Es una de las pocas secuencias organizadas de una manera que consigue provocar una emoción que acaba dando que pensar: en su plegaria a Dios para que le de fuerzas para continuar y no recaer en su dependencia del alcohol, Stone se centra en paralelo tanto en Bush como en una pintura de Dios y su hijo Jesús que preside el lugar en el que tienen lugar las reuniones de ex-alcohólicos. Durante el rezo, Bush habla de su padre que Stone identifica con Dios gracias al montaje lo que por un lado le da un aire de absoluto poder al Bush progenitor y por otro transforma a Bush hijo en Jesús, hijo de Dios que llevará su palabra al mundo. De un plumazo se unen el mesianismo tronado propio de la misión divina de los Estados Unidos en el mundo y su imbuida naturaleza de pueblo de Dios que exhibió su clase política durante los años más oscuros del mandato de la Administración Bush.

Pocos momentos más hay que queden en la memoria pese a la rutinaria solidez del conjunto; la vigorosa puesta en escena del Stone de hace años se diluye en funcionalidad pese a nunca caer en dramatismos fáciles gracias a la relativa distancia con la que mira a su protagonista logrando que hasta el mítico incidente de la galleta que casi consigue asfixiar a Bush (y que no por casualidad se sitúa en la película justo después de tomar la decisión de invadir Irak a modo de premonición) esquive el ridículo más elemental. El film se sostiene gracias a esa frialdad que como contrapunto pone palos en las ruedas de una narrativa más pasional, pero su sátira no alcanza el grado de mordacidad deseable. Esta se ve reducida a la ironía que da la banda sonora a algunos momentos, subrayando el ridículo de algunas de las decisiones de Bush o como sus decisiones son tomadas desde un punto de vista y con una previsión que dista mucho de lo que acaba provocando una vez son puestas en práctica. El film tira de algunos simbolismos desde la tramoya de un guión que su plasmación en pantalla no logra disimular. Algunos de ellos, como el mencionado campo de béisbol que abre y cierra el film dotándolo de una estructura circular que narra la aceptación de un hombre (y que aúna ambas formas de huida, comida y béisbol en una sola escena) de una realidad de la que es último responsable y que no logra vislumbrar hasta que es demasiado tarde, o el que la primera vez que rechaza la comida que alguien le ofrece es cuando su fracaso como líder en la invasión de Irak[3] es imposible de ocultar, o algunos de los momentos que comparte con su padre, el George Bush senior que lo espolea en su vida y carrera política, son en general válidos y funcionan bien tal y como los plantea el guionista Stanley Weiser, pero su plasmación en imágenes no tiene la pegada de las otras dos partes de la trilogía presidencial que Oliver Stone parece haber ido improvisando sobre la marcha.

La arrolladora visceralidad de por poner un ejemplo, Nixon, es sustituida por un discurso que puede ser interesante pero que como decía antes no llega a sorprender en ningún momento. Si en aquel film protagonizado por Anthony Hopkins interpretando a la bestia parda de la política en tiempos de la generación del amor Richard Nixon era presentado como un gigante con pies de barro arropado por la épica del film de Stone, en el caso de W. Stone pone el film a la altura de su personaje. Si el George Bush del film es un hombre pequeño, el director parece poner la película a su misma altura, lo que no deja de ser coherente según se mire, pero también resulta bastante frustrante.
Los apuntes más sarcásticos provienen inesperadamente de los actores y la manera en que interpretan a personajes reales que cuando se comparan con sus personificaciones en pantalla, dan una idea de las intenciones del film y sus posibilidades. Thandie Newton compone una magnífica y siniestra Condolezza Rice, Scott Glenn un Donald Rumsfeld cuya entereza y solidez de principios es más fruto de un peligroso integrismo que de alguien capaz de escuchar una opinión que no encaje con su modo de ver el mundo que sólo puede imaginar con un absolutismo norteamericano cueste lo que cueste, Richard Dreyfuss personifica un encorvado y susurrante Dick Cheney que parece estar a punto de saltar sobre las espaldas del Presidente para asestarle una puñalada… El único con un mínimo de raciocinio es el Colin Powell interpretado por Jeffrey Wright que se muestra como alguien cansado de luchar contra el resto de la Administración y acorralado por sus miembros. Todos ellos conforman la impresión de que la Administración Bush disponía y George Bush acataba como parte de un designio divino que llevará la libertad a todos los confines del mundo. Los aires de conspiración que se cuecen en el último tramo del film gracias a las dotes interpretativas de los actores (incluyendo la meritoria labor de Josh Brolin como atolondrado Bush) aportan lo que la planificación, competente pero sin alardes, o el montaje que siempre había sido uno de los aspectos más característicos del estilo de Oliver Stone y que en esta ocasión no resulta nada destacable, no logran aportar: inquietud. Y mucho más por parte de los que rodean a Bush y responden más a intereses económicos o militares (o las dos cosas a la vez destilados en puro estilo neocon) que al propio Presidente, pieza de un engranaje político económico que lo utiliza como parte indispensable pero a la postre inocente de oscurecer muy mucho el futuro de la paz en el mundo cuando no destruyéndola por completo en algunos rincones del planeta.

W. no es una mala película y es muy posible que gane con lo años aunque sólo sea por su condición de documento histórico que relata acontecimientos demasiado recientes como para ser considerado como tal ahora mismo, pero aunque no aburre en ningún momento el resultado es demasiado superfluo para los que esperábamos una bacanal cinematográfica por parte de Stone. No aporta nada que no sepamos o creamos saber ya, y es muy posible que gran parte del público que se acerque al film lo hagan movidos precisamente por esos conocimientos que la película de Stone organiza y sitúa en su sitio sin nunca llegar a ampliarlos o a perturbarlos demasiado[4]. Sin ser poco, es algo insatisfactorio para los que esperábamos un nuevo capítulo de la saga americana que Stone parece empeñado en narrar durante toda su carrera, al no ser suficiente el plantear este último episodio desde los ojos de un pobre hombre, común y gris como cualquier otro.

Título: W. Dirección: Oliver Stone. Guión: Stanley Weiser. Producción: Moritz Borman, Jon Kilik, Bill Block, Paul Hanson y Eric Kopeloff. Fotografía: Phedon Papamichael Jr. Montaje: Julie Monroe, Joe Hutshing y Alexis Chavez. Año: 2008.
Intérpretes: Josh Brolin (George W. Bush), Elizabeth Banks (Laura Bush), James Cromwell (George H. W. Bush), Ellen Burstyn (Barbara Bush), Richard Dreyfuss (Dick Cheney), Toby Jones (Karl Rove), Thandie Newton (Condolezza Rice), Jeffrey Wright (Colin Powell), Scott Glenn (Donald Rumsfled).



[1] Cuyos trabajos más interesantes de un tiempo a esta parte se encuentran en el terreno del documental. Empezando por Comandante, más que un documento audiovisual una oda a Fidel Castro y la más interesante Looking for Fidel con idéntico protagonista pero con la diferencia de que este tiene esta vez que responder a preguntas más espinosas de las que sale bastante airoso. Lo más interesante de ambos films reside en poder ver al dictador Castro en una faceta más relajada que en sus apariciones públicas y comprobar su agilidad mental cuando se trata de responder preguntas que pondrían en serios aprietos a muchos líderes del “mundo libre”. El siguiente documental de Stone pretendía ser sobre la figura de Yassir Arafat, líder palestino cuyo seguimiento por parte del director dio lugar a Persona non grata, en la que Arafat aparece tan sólo un instante para decirle a Stone que se reunirá con él en un rato… Para no presentarse jamás por problemas de agenda. Durante el resto de la película, el realizador norteamericano indaga en la realidad palestina y su conflicto con el estado de Israel con un saldo a veces interesante, a veces aburrido. Más adelante, Stone se embarcaría con South of the Border en una excursión por Sudamérica en la que visitaba a algunos de sus líderes como Evo Morales, Cristina Fernández de Kirchner o Hugo Chávez como respuesta al trato que estos reciben por parte de, si no todos, sí gran parte de los medios de comunicación norteamericanos. El resultado, al igual que en el caso del díptico sobre Castro combina el lado más cotidiano de dichos líderes con algunas reflexiones de los mismos que no variarán demasiado las opiniones de los espectadores, sean estas a favor o en contra. Lo mejor es que los humaniza, lo peor es que esa misma humanización y falta de crítica por parte de Stone invalida lo punzante de la propuesta, más válida por  el mérito de haber conseguido entrevistarlos y acceder en parte a sus vida diaria que por el resultado final en sí. Vistos en conjunto, los cuatro documentales pueden parecer dinamita en un país como Estados Unidos, pero desde un punto de vista europeo acaba pareciendo un tanto estereotipado.
[2] De hecho, el film se estrenó en Estados Unidos el 17 de Octubre de 2008, poco antes de las elecciones que darían la presidencia a un flamante Barack Obama y pudimos verla muy fugazmente la noche en que este último fue investido por la segunda cadena de televisión española sin que aún haya conocido, incomprensiblemente, estreno en salas o ni siquiera en formato doméstico.
[3] Con un parco seguimiento por parte del resto de Países Aliados: pese a algunas colaboraciones de algunos como Marruecos cuya colaboración se reduce a enviar monos (!) que desactiven bombas y armamento enemigo o, a un nivel más tristemente célebre el apoyo prestado por el Primer Ministro de Inglaterra, Tony Blair, primero con algo de recelo a la espera de conseguir más apoyo internacional pero finalmente del lado de Bush… Hay además una ausencia de aplauso: ni rastro en la película de Jose María Aznar.
[4] El propio Bush, aseguró que la película le gustó mucho y que pensaba que había en ella momentos tristes. Poco punzante debió parecerle.

lunes, 15 de octubre de 2012

THE LORDS OF SALEM


 En el año 1696 un aquelarre de sucias y ajadas brujas oriundas de los tenebrosos bosques de Salem invoca a su Dios Satán mientras rechazan virulentamente el yugo de la Iglesia Cristiana y su enviado en la tierra, Jesús, como representante de la opresión que somete al hombre, y sobretodo a la mujer, separándolos de su verdadera naturaleza.
Así, y de las palabras del Reverendo John Hawthorne que ponen en contexto las imágenes del descocado aquelarre, da comienzo The Lords of Salem, la última película del director de cine, dibujante y guionista de cómics y sobretodo compositor y cantante del grupo heavy metal bautizado con su propio nombre, Rob Zombie[1]. Conociendo y admirando su obra cinematográfica marcada por la brutalidad en su exposición de la violencia, su retrato de ambientes miserables con una especial inclinación al de los habitantes de la América profunda conocidos como White trash con la unidad familiar como origen de todo Mal como una de sus constantes y todo ello afortunadamente sin necesidad de ser discursivo, el poso que deja tras de sí el visionado de The Lords of Salem es el de pura sorpresa. El inicio de la película ,explicado hace unas líneas, nos muestra con la habitual fisicidad del cine de Zombie a unas mujeres que se convulsionan y retuercen sus cuerpos y voces hasta lo imposible en aras de hacer llegar a un maligno que nunca llega a presentarse y que además se cierra con el título del film en sencillas letras blancas sobre la imagen congelada de un macho cabrío que observa impasible el transcurso de la ceremonia. Pura austeridad bien entendida en tanto que no muestra la oscura ceremonia satánica con una espectacularidad que habría diluido su densa y poderosa atmósfera hecha de suciedad, oscuridad y quejidos a partes iguales y que además tiene su punto final en ese título sin subrayados sonoros y que sin más explicación da paso a nuestro mundo, o más bien a la parte más reconocible y civilizada del mismo pero con el fleco histórico que lo precede y que nos hace imposible olvidar esa primera escena: seguimos en Salem.

Heidi (inevitablemente, la esposa del director, Sheri Moon Zombie) trabaja en un programa de radio nocturno en una emisora local y a su escala es una diminuta celebridad. Su trabajo y horario laboral marca tanto el argumento como el tono del film: el trabajar en la emisora la hace destinataria de una grabación en lp de un grupo llamado The Lords, encuadernado en una caja de madera y de un grosor considerable, el vinilo parece rechazar la aguja del tocadiscos de Heidi para al poco rato expulsar una repetitiva melodía que parece combinar rasguños con un grave pálpito componiendo un sonido casi ancestral que además provoca primero en Heidi y posteriormente en las oyentes de su programa un estado similar a un trance sonámbulo, amén de un considerable dolor de cabeza. Además del tenebroso augurio lanzado desde el guión, el turno de noche de Heidi transforma The Lords of Salem en una película nocturna, casi en su totalidad y en todas sus acepciones. Y también, sorprendentemente, en la más elegantemente filmada por su director: las primeras escenas que muestran a Heidi paseando por las solitarias y invernales calles de su ciudad, además de estar muy bien fotografiadas, nos la muestran desde la distancia como si las calles y edificios de la ciudad la estuviesen vigilando, atentas a todos sus pasos. Además, la calma formal de esa primera toma de contacto con el nuevo Salem en contraposición al viejo, raído y agreste Salem preso de rituales y, también, rabia y vitalidad, nos muestra el cambio entre ambas épocas mientras sibilinamente nos dice que el Viejo Salem sigue existiendo aletargado en las descafeinadas formas del nuevo. Si la primera secuencia las figuras desnudas de las brujas son todo lo que vemos dentro de la gran noche que parece reinar en los bosques de Salem sin más referencia que sus arrugados cuerpos y las sombras que el fuego alrededor del que bailan mancha el suelo que pisan descalzas, mientras que en el primero de los paseos nocturnos de Heidi, Salem se muestra en todo su nocturno esplendor y es ella la que forma parte de ese entorno. O por decirlo de otro modo: las brujas se han transmutado en la ciudad de Salem, que observa a una Heidi que está muy lejos de prever lo que se le viene encima, ajena como todos los habitantes de la ciudad, a unos sucesos que nuestra lógica contemporánea es incapaz de asumir pero que forman parte de su entorno. No es la única muestra de una pulidez formal que el realizador no confunde con vulgaridad. Podría pensarse que Zombie se ha vuelto más convencional (o usando esa fea palabra por antonomasia entre la intelectualidad, más “comercial”) en sus maneras audiovisuales, pero sencillamente se ha vuelto mucho más sutil en su forma de narrar y lo que antes era mugre y furia en pantalla en un estilo próximo al de Sam Peckinpah pero desprovisto del romanticismo de algunas de las películas del realizador de Grupo salvaje, ahora se resuelve en términos estéticamente más seductores aunque de fondo y discurso similar.

A medida que transcurre el primer tramo de la película, Zombie nos muestra a sus personajes (cosa rara en él, gente corriente como el que más) escuchando música, bailando distraídamente y viviendo sus vidas con la inercia habitual en el más común de los mortales. Pero uno no puede dejar de adivinar, gracias a la aparición de un líder de un grupo de música que dice adorar a Satán ante las burlas de Heidi y el resto del equipo del programa de radio en el que tiene lugar esa declaración, lo que de esa pasión fanática de poso místico ha quedado en nuestros días. Detrás de los gestos de los personajes se adivinan, atemperadísimos hasta la mediocridad, los que movían a las brujas en su grotesca celebración cuya diabólica causa es ahora motivo de risa por considerarse absurda o pura leyenda. A decir de Zombie, el Salem (y la sociedad en general, probablemente también) de hoy ha enterrado el significado real y vital de la música, el baile y en definitiva sus orígenes, que han sido sepultados bajo una pátina de comodidad que se acaba al instante de haber sido consumada lejos de su oscuro y vital sentido primigenio. Con esas fuerzas ancestrales latiendo bajo la superficie de las inocentes imágenes que ilustran los primeros pasos de la película en el año 2012, no es de extrañar que sea la música la que empiece a despertar lo que lleva tanto tiempo dormido que ha sido olvidado por completo. Con una estructura y, salvando las distancias, una atmósfera muy similar a la de un film del que Zombie parece haberse inspirado como es la adaptación para el cine de la mano de Stanley Kubrick de la novela homónima de Stephen King: El resplandor, la acción de Lords of Salem se divide en los siete días de la semana que abarca el proceso de Heidi de su abúlica pero satisfecha estabilidad a la absoluta locura (o lucidez, según se mire) en la que se va sumiendo a cada vez mayor velocidad[2]. Y que por supuesto, tiene que ver con el retorno de esas fuerzas que según sus palabras llevan “mucho tiempo esperando” el devolver a nuestro mundo la maligna vitalidad casi olvidada al convertir sus ceremonias en un laico entretenimiento para pasar el rato.

Zombie enseña sus cartas desde el principio; la siniestra melodía que se alza del tocadiscos, cuyo latido sonoro remite directamente al baile inicial de las brujas, y que se propaga por las ondas de radio sobre algunas de las habitantes de Salem es la carta de presentación de apariciones de mujeres de aspecto putrefacto (quemado en el pasado por las llamas de los grupúsculos religiosos que poco tienen que envidiar a la Inquisición patria) que observan a Heidi en sus quehaceres sin que ella se aperciba de su presencia; su perro, en un sobado pero aún efectivo recurso, ladra y rasca la puerta del apartamento contiguo al de Heidi que se supone vacío, pero que parece tener un inquilino que se pasea por delante del umbral de la entrada sin mediar palabra y sin salir de las sombras en las que parece vivir. Y todo ello, y eso es lo más admirable, hecho con una impensable y refinada elegancia que sortea cualquier sobresalto barato mediante  repentinas estridencias en la banda sonora y que consigue unir en un mismo espacio físico dos épocas diferentes con mínimos elementos. La película consigue lo que el guión era incapaz de establecer: que pese a no haber una línea dramática clara que nunca llega a desenvolverse si no más bien todo lo contrario uno sea incapaz de despegarse de lo que está viendo y que el film nunca peque, incluso en sus momentos más desfasados, de falta de coherencia. Zombie siempre ha destacado por ser un gran creador de atmósferas, pero nunca por su habilidad como planificador; lo suyo, hasta ahora, era crear ambientes desoladamente cutres y ásperamente sucios en los que la elegancia formal habría sido un palo en unas ruedas bien engrasadas.

Lo más sorprendente de The Lords of Salem desde este punto de vista es el descubrimiento de que Zombie controla más que bien los resortes de una inquietud más digamos, etérea, de lo que podría esperarse mirando sus anteriores películas, en las que la fisicidad (que sigue estando muy presente en The Lords of Salem) cercana a un doloroso hiperrealismo era, junto con su habilidad para con la puesta en escena que nunca le ha abandonado, lo más destacable. Por una vez, la planificación de Zombie, combinada con la fotografía y la banda sonora,  no sólo provoca emoción sino que además lo hace a través de la narración que conforma esa forma de planificar, mucho más férrea y artificiosa que el premeditado desorden formal de sus films anteriores. Gracias a esa inesperada buena noticia que le va como un guante a la película, The Lords of Salem sale indemne de un primer tramo que peca, como decía de lo que se percibe (falsamente, pero eso no lo sabremos hasta avanzada la película) como una progresión dramática demasiado diluida hasta parecer que Zombie no sabe muy bien que hacer con los elementos que él mismo ha puesto en marcha. Nada más lejos de la verdad. Si Zombie no desarrolla líneas argumentales como una frustrada relación amorosa entre Heidi y uno de sus compañeros de trabajo es sencillamente porque no le interesan lo más mínimo como núcleo de un conflicto, pero forman parte de la cotidianeidad del personaje que antes de saltar por los aires tiene que ser presentada para hacerla fracasar. Ello no quita que haya algunas salidas de tono que sirven como preludio de la tormenta anarrativa en la que acaba desembocando The Lords of Salem pero que consideradas en sí mismas, dejan que desear. La recurrente aparición de unos humanoides sin rostro a partir de una comprensible en su fondo pero bastante bochornosa escena con un sacerdote como protagonista y que confunde el mostrar el rechazo cerval de Heidi a todo lo cristiano como parte de su descubrimiento de su verdadera naturaleza con lo barriobajero, o el dibujo sobre una pared que empieza a derramar sangre son lo más prototípico de una película que destaca por querer huir exitosamente de desarrollos fáciles o más o menos establecidos partiendo de una historia que tiene poco de original.

Mientras el endeble guión va apagándose en situaciones resueltas con una rapidez y simplicidad pasmosa que se salvan por el buen hacer de Zombie y su equipo técnico para crear una enrarecida y tenebrosa atmósfera que huye de cualquier cliché gótico en lo que a dirección artística y decorados se refiere (como he dicho antes la planificación sí crea una sensación de goticismo a partir de elementos cotidianos), aparecen las lagunas narrativas que poco a poco van creciendo hasta anegar el tramo final del film. Mediante una deriva que parece sacar fuerzas del clásico de Roman Polanski La semilla del diablo, Heidi es enfrentada con la auténtica naturaleza del ser humano que pretende Zombie y de la que ella es una importante pieza en el camino a una discutible pero interesante Verdad[3]. Sus cada vez más violentas pesadillas que la vinculan emocionalmente al dolor de las brujas de Salem en el momento en que fueron ajusticiadas la llevan a conocer al que se diría es el mismísimo Anticristo.
Pese a lo dicho, a Zombie no parece interesarle el tema desde una perspectiva de denuncia de los desmanes de la Iglesia para con los acusados de brujería[4] hace siglos. Aún y así, las brujas son uno de los aspectos más conseguidamente sarcásticos de la función. La aparición de tres brujas que contemplan con evidente desdén a todos los que lo rodean y tratan a todos los hombres (pese a llamarse The Lords of Salem podría hacerse una lectura feminista de la película) con una inquietante condescendencia valida la capacidad del director para sacar lo mejor de sus actores y actrices (incluida su mujer, que no destaca por ser la más dotada de todas ellas en lo que a interpretación se refiere) a las que en este caso respalda situándolas en plano a cada una de sus apariciones de forma que más que estar en cuadro parezca que lo posean a la fuerza e invadan el de los demás personajes que tienen a su alrededor además de marcar las diferencias con estos en rasgos tan sencillos pero reveladores como la forma de hablar y una alegría casi antinatural dentro de la tristeza tonal del film… También es notable como el Mal que vaga por el edificio de apartamentos en el que vive Heidi se nos presenta la mayoría de las veces como una presencia que nunca vemos pero que la cámara nos muestra como va y viene a modo de plano subjetivo, diferenciándola de su representante físico que cambia la dirección de la película con su grotesca y abotargada presencia. Ese es el instante en el que la trama a caballo entre el terror y el suspense conspiranoico con el personaje de Heidi como pivote central, se desdibuja para dar paso a mostrarnos la subjetividad de la protagonista que poco a poco se adueña por completo de la película.

Satan hace acto de aparición en un fastuoso teatro por el que vaga Heidi bajo los compases del Requiem de Mozart y con ello la linealidad de la narración y parte de la inquietud acumulada durante la película se va al garete pero el interés, lejos de venirse abajo, crece unos cuantos enteros. Nada de lo anterior es un problema en cuanto Zombie demuestra en ese instante que todo lo anterior es el prólogo de algo más grande y narrativamente mucho más amorfo, mostrado en imágenes de una manera que dividirá al público pero que nadie podrá negar que no vuelva a sorprender. Si la primera mitad de The Lords of Salem sorprende a los seguidores de Zombie por apostar por un cambio de registro que incluye el anterior y lo integra en un conjunto más complejo, la segunda sorprende a todo Cristo. Y lo que inicialmente uno no sabe si tomárselo a broma o en serio, deviene uno de los espectáculos más bizarros y fascinantes que un servidor recuerda haber visto en mucho tiempo. Zombie pone en primer plano y como auténtico tema de la película lo que se había ido asomando en forma de esoterismo en algunos de sus films anteriores y que aquí es uno de sus pilares, no demasiado original en los tiempos que corren, pero que bajo esta presentación resulta interesantísima: que la auténtica naturaleza humana es destructiva y descontrolada, telúrica y desagradable hasta lo atroz bajo la patina civilizada que es nuestra existencia cotidiana. Este último tramo parece una actualización del ritual que daba inicio a la película dando una estructura circular a la película y dándole final articulando simbología relacionada con el satanismo y la religión pero propia de la actualidad para crear el nuevo ritual que se había visto interrumpido durante siglos.
No por casualidad es en un teatro donde tiene lugar el concierto del grupo The Lords (of Salem) y que al alzarse el telón de comienzo la catarata de imágenes grotescas y la imaginería religiosa que a caballo entre lo risible y la estupefacción nos muestran la aceptación de Heidi como Virgen María del Mal, madre mártir del Gusano maligno que llevará a la humanidad a una nueva era si no Oscura, sí lejos de las doctrinas y enseñanzas de Jesús. Algunas de esas imágenes son tremenda y reveladoramente kitsch y cercanas al peor videoclip pero también resultan dentro del conjunto más cercanas a cualquiera de las aventuras cinematográficas de Alejandro Jodorowsky con su carga de autoimbuida trascendencia que a la paja mental sin más objetivo que el de marear la perdiz.
El que esta epifanía a la auténtica realidad de la existencia que pone punto final al periplo vital de Heidi tenga lugar, repito, en un teatro, el que esas fuerzas latentes empiecen a desperezarse al son de una melodía, o las apariciones de imágenes como la icónica luna de Melies tuerta por la caída de un cohete en uno de sus ojos en una de las alucinaciones (o no) de Heidi, deja a las claras que esas ancestrales energías paganas  han encontrado su camino hasta nosotros (y de ahí quizás que la película sea tanto una experiencia en su tramo final que nos afecta como espectadores, que participamos en ella además de presenciarla) a través de la música, el espectáculo, la literatura y finalmente, el cine aunque sea a través de sus clichés o de formas que han terminado siendo puro estereotipo pero que a decir del director son lo único que nos queda de aquel salvajismo ancestral.

Así, Zombie parece sumar su película a las que aspiran a revelar esa verdad a los que viven en la parcela más tranquilizadora de la percepción del mundo y de paso marca de forma completamente consciente un imprevisible giro en una carrera como la suya que habiendo dado lo mejor de sí, necesitaba un nuevo rumbo. The Lords of Salem además de oler a exorcismo de demonios personales a la legua y ser el más personal (y autoconsciente, y intelectualizado) de sus films, no parece ser el sitio en el que Zombie va acabar asentándose en caso de que alguien le produzca más películas[5], pero es, además de fascinante (cosa que evita el rancio moralismo en el que se podría haber caído fácilmente tratando un tema de estas características de este modo), a veces confusa e irritante, sublime y risible, un tremendamente valiente paso adelante que deja con un palmo de narices a aquellos que pensaban que ya estaba todo visto y dicho en una brillante filmografía que parece haber entrado en una nueva ruta aún por explorar. Llevamos tiempo esperándolo.

Título: The Lords of Salem. Dirección y guión: Rob Zombie. Producción: Jason Blum, Andy Gould, Oren Peli, Steven Schneider y Rob Zombie. Fotografía: Brandon Trost. Música: John 5. Año: 2012.
Intérpretes: Sheri Moon Zombie (Heidi Hawthorne), Jeff Daniel Phillips (Herman “Withey” Salvador), Bruce Davinson (Francis Matthias), Ken Foree (Herman Jackson), Dee Wallace (Sonny), Judy Geeson (Lacy Doyle), Patricia Quinn (Megan), Meg Foster (Margaret Morgan), Andrew Prine (Reverendo John Hawthorne), Sid Haig (Dean Magnus).



[1] Nacido el 12 de enero de 1965, Robert Bartleh Cummings (legalmente Rob Zombie a partir de 1996) en el seno de una familia que se ganaba el pan trabajando en el circo, oficio que abandonaron cuando tras una función una turba de gente prendió fuego a la carpa, produciéndose los violentos disturbios que llevaron a la familia Cummings a apearse del mundo circense.
Más adelante, tras pasar por la Escuela de Diseño de Parsons y trabajar haciendo los decorados del programa infantil Pee Wee’s playhouse del que fue el protagonista del primer largometraje de Tim Burton; Pee Wee Herman, bizarro personaje interpretado por Paul Reubens, Zombie y su pareja de entonces fundaron el grupo White Zombie en 1985, para trece años y cinco discos originales (más uno de remixes y un recopilatorio) más tarde disgregarse. Era 1998, y Zombie ya de la mano de su actual esposa Sheri Moon inició su carrera en solitario con Hellbilly Deluxe, al que siguió The Sinister Urge, Past Present and Future, Educated Horses (que incluye el tema Lords of Salem que dará título al film) y por último a día de hoy Hellbilly Deluxe II. Sus letras combinan cine de terror con una tenebrosa atmósfera puntuada en ocasiones con fragmentos sonoros de películas, generalmente de género terrorífico. Tras haber dirigido algunos videoclips para White Zombie y en sus discos grabados en solitario, en el año 2000 Zombie comenzó la filmación de la que sería su primera película La casa de los 1000 cadáveres auspiciada por la Universal que asustada por la más que posible calificación moral de NC-17, que en los EUA es la más restrictiva posible y que limita muchísimo las posibilidades de distribución de cualquier film que la merezca, obligó a Zombie a rodar de nuevo algunos instantes para suavizar su exagerada y retorcida violencia. Fue el primero de una serie de encontronazos con la productora que relegó el film al olvido de la distribución hasta que, tres años más tarde, Zombie compró los derechos del film y lo distribuyó a través de Lions Gate, siendo por lo visto un fracaso de crítica en los EUA (aunque aquí recibió más de una ovación) pero un relativo éxito de taquilla y un film de culto instantáneo. En 2005 llegaría su por lo general aplaudida secuela Los renegados del diablo, seguido del controvertido (esta vez más por una cuestión de admiradores de piel fina que por la violencia) remake del clásico de John Carpenter Halloween que dividió tanto a la crítica como al público. Dos años después, en 2009, afrontó uno de sus mejores films: Halloween II, que no acabó de cuajar entre el público norteamericano y que llegó a nuestro país un par de años más tarde directamente en mercado doméstico. Sobre su aventura en el campo de la animación en el mismo año con The haunted World of el Superbeasto seguimos sin saber nada por aquí a menos que sea en mercado de importación o con artimañas de legalidad dudosa en la red… Además es por ahora el único tropezón psicotrónico pero demasiado garrulesco en una interesantísima carrera cinematográfica que acaba de dar su último giro.
[2] Además incluye algunos elementos como la habitación en la que habita el Mal o incluso el elemento que provoca la intromisión de este en la vida de la protagonista. Si en el film protagonizado por Nicholson, este entraba en contacto con los espíritus de los que sólo era consciente su hijo a través de su superado alcoholismo en el que vuelve a caer por la presión y el aislamiento, en el de Zombie el personaje de Sheri Moon cae en la trampa a partir de su recaída en su adicción al crack… Paralelismos entre dos films distintos, pero del que uno de ellos parece haber tomado buena nota del otro.
[3] Algunos críticos y analistas han visto en dicha forma de ver el mundo y los que vivimos en ella las mismas fuentes que en buena medida sacian a gran parte de los protagonistas del cine de Zombie: Aleister Crowley. Nacido Edward Alexander Crowley en 1875 y figura polémica donde las haya, fue acusado de magia y satanismo pese a lo cual parece que logró erigirse como uno de los nombres importantes del ocultismo del siglo XX. Para los interesados recomiendo la lectura el libro editado por Valdemar en el año 2001: El continente perdido y otros ensayos que incluye además la máxima de Crowley que reza: Do what thou wilt (Haz lo que quieras) en la que algunos han querido ver la conexión con algunos de los protagonistas y filosofía subyacente en el cine de Zombie.
[4] La localidad de Salem es uno de los más recordados escenarios de una literal y sangrienta Caza de Brujas que tuvo lugar a partir de 1692 en la que la paranoia, bajo el auspicio de unas autoridades puritanas no muy dadas a la clemencia, encontró gasolina para su fuego en cualquier hambruna, epidemia o mala cosecha para acusar a cualquiera de brujería como causa última de sus desgracias. La brujería o la creencia en su existencia en territorio americano y su persecución fue debida a la colonización europea que tuvo lugar en el Nuevo Mundo durante el siglo XVII, importando al continente lo que ya hacía un tiempo que asolaba Europa y equiparable a la Inquisición que tanto se cebó por estos lares.
[5] Cosa que dependerá en gran parte del favor o rechazo de un público que seguro va a tener opiniones encontradas sobre la película. En uno de los pases de la película en el Festival de Cine Fantástico de Sitges, antes de la proyección que terminó entre aplausos y abucheos, la actriz Dee Wallace que interpreta a una de las tres brujas hizo la siguiente comparación: ¿Recordáis la reacción del público cuando Bob Dylan se pasó de la música Folk a la guitarra eléctrica? No seáis tan duros con Rob.