jueves, 11 de abril de 2013

QUIERO LA CABEZA DE ALFREDO GARCÍA



 Una joven se deja acariciar por la cálida brisa en la orilla de un estanque en un resplandeciente día bajo el extrañamente atemperado sol mejicano. Pero sin que una amiga pueda evitarlo abrazándola para que la idílica estampa no se rompa como una ilusión, es agarrada por un grupo de sicarios y llevada a los interiores de una mansión donde hombres trajeados y mujeres de aire resignadamente triste bajo sus negros atuendos la rodean. Uno de ellos ordena que la chica sea humillada quitándole la ropa blanca que lleva, dejándola desnuda  y con el vientre hinchado a la vista de todos, pretendiendo una dignidad que no tarda en quebrarse bajo una pregunta: ¿Quién ha sido? Y el venenoso nombre del hombre que jamás llegaremos a ver pero a partir de ahí estará como un mal augurio en boca de todos sale por primera vez a la superficie de este film dirigido por Sam Peckinpah: Alfredo García.

Así da comienzo la sencilla historia, ya desde lo esclarecedor hasta lo apabullante de su título, de Quiero la cabeza de Alfredo García. Una historia[1] que como la propia película se mueve entre varias y casi siempre turbulentas aguas morales y genéricas, con elementos propios de película road-movie, con un personaje que busca su sitio… y se pierde irremisiblemente por el camino, el western, el romanticismo o el cine negro sin que nunca de la sensación de ser un film “de género” ninguno y sí único en su especie. El nombre de Alfredo García va desde esta primera secuencia acompañado de una cifra, una recompensa de un millón de dólares a cambio de su cabeza, y de muchos adeptos a la causa en un país en el que nadie en Quiero la cabeza de Alfredo García parece sentirse seguro: Méjico. Uno de ellos es Bennie, un americano exiliado[2], pianista pendenciero y malcarado perfectamente encarnado por Warren Oates[3] que pasa sus días entre las teclas del piano de la cantina turística de Tijuana en la que se gana más mal que bien el sustento como co-propietario, y las piernas de su cariñosa y alegre amante Elita, interpretada por una luminosa y sensual Isela Vega... hasta que se ve preso de sus propias ansias de prosperidad y de huir a pastos más verdes que el desierto mejicano en el que se siente igualmente atrapado. Bennie y Elita son, desde el inicio hasta la conclusión de la película, los dos únicos seres humanos tratados y considerados como tales que se mueven en un mundo puesto ante nuestros ojos por un Peckinpah en estado de gracia y repleto de personajes que crean un muro infranqueable contra el que los dos amantes chocan una y otra vez hasta más allá de su resistencia física y mental. Al estatismo y despersonalización de muchos de ellos que llenan el encuadre en su inquietante quietud, en la mayoría de ocasiones impolutos y de blanca y falsa sonrisa y compuestos por sicarios y mejicanos de aire desconfiado, se contrapone el periplo de los dos protagonistas, siempre en movimiento, sufriendo o disfrutando pero siempre próximos hasta cuando uno desearía poderlos mirar desde la distancia. La permanente sensación de amenaza que se desprende de la distante planificación, que a veces hace sentir al espectador como un mirón a la espera de que algo ocurra, de esta intensísima película hace imposible otra actitud que no sea la huida hacia delante por miedo primero, y luego por la peor de las experiencias. Si te detienes te atraparán y si sigues te perderás sin posibilidad de volver sobre tus embrutecidos pasos: con esa aparente máxima vital, Bennie sigue sin pararse ante nada ni nadie en pos,  primero de la recompensa, y luego en un personal giro que nunca se explica pero nunca deja de comprenderse, de respuestas a toda la sangre derramada. El plan macabro pero sencillo de Bennie que implica mancharse las manos con alguien que paradójicamente ya está muerto pronto se revela un fracaso al ponerse en contacto con el mundo real, al que Bennie pertenece sin remisión, emborrachándose cada dos por tres con su inseparable botella y perdiendo los papeles a cada minuto que pasa.

Es el retrato de un hombre tan torturado como estoico que, pese a lo prototípico que pueda parecer sobre el papel, está exento de todo psicologismo, y que al igual que la película en su conjunto resulta tremendamente cercano gracias a una falta de dramatismo o subrayado y de una veracidad (a lo que colabora mucho el constante uso de un cerrado mejicano casi incomprensible hasta para los espectadores de habla hispana) que se arma de algunos simbolismos que de tan sutiles, resultan agradecidamente casi imperceptibles.

La primera parte del film muestra a Bennie como un hombre con una oportunidad, compañía y un objetivo tan humanamente comprensible, mezcla agitada de avaricia y vía de escape a cualquier otro lugar, como algunas de sus acciones. La segunda, en la que parece “resucitar” tras ser enterrado vivo, lo muestra como un hombre marcado, solitario[4] y sin posibilidad de retorno: el sudor, la sangre y la suciedad física y moral que lleva consigo el personaje de Oates lo hace tan verdadero como el desierto que lo rodea a ambos lados de la carretera mientras recuerda los escarceos sexuales con Elita que Peckinpah ha mostrado con la mayor y más agradable de las naturalidades. Bennie y Elita son dos seres de carne y hueso que habitan en un mundo físico, mostrado de la manera menos artificiosa (que no poco cinematográfica), por Peckinpah, con alguna excepción. El habitual realentí del que hacía gala el director norteamericano en clásicos como Grupo Salvaje para recoger las escenas de violencia y que tanto dio que hablar en su día, aquí resulta en las ocasiones en que se usa ese recurso, como algo postizo, por demasiado espectacular, dentro de lo miserable de la violencia que se muestra en general de forma mucho más casual y por ello mucho más terrible. Si bien es verdad que suma a la ambigüedad moral (con la violencia como un espectáculo emocionante) respecto a todo lo que se ve en pantalla en este film, también provoca una distancia emocional, quizás por ser un recurso que el tiempo ha convertido en tan habitual[5] que ha perdido su efectividad inicial, que la hace parecer falsa. Y si hay algo memorable en Quiero la cabeza de Alfredo García es, sin duda alguna, la verosimilitud a partir de la fisicidad de sus imágenes, imprescindible para sentir, más que entender, la cercanía y honestidad de lo que se está viendo. La narración puede ser más o menos errática, al igual que los desvaríos, de manera comprensible cada vez más frecuentes, del protagonista, pero Peckinpah parece saber muy bien lo que tiene entre manos. La planificación más expositiva que narrativa, el cortante uso del montaje que deja respirar la duración de los planos sólo en lo imprescindible (armando a veces agresivos montajes en paralelo lejos, a pesar de todo, del ataque en toda regla al sistema nervioso del espectador que fue la magnífica Perros de paja), miserables decorados[6], fotografía tan sucia como el físico de algunos actores sumado a la presencia de los demás, parecen más enfocados a componer una atmósfera que una narración en un sentido más convencional, de lo que ya se encarga el guión de por sí. Aunque no hay prácticamente nada en la historia de Quiero la cabeza de Alfredo García que se perciba como una salida de tono, su envoltorio audiovisual, que acaba siendo el tuétano de la película, busca provocar la pegajosa atmósfera que despierte emoción en el espectador, acorralándolo.

Y ahí es donde Peckinpah juega sus cartas con su habitual ambigüedad tan efectiva como turbadora: desde la mencionada suciedad y la tristeza de aires trágicos que tiene cualquier remanso de paz o cariño, siempre a un paso de ser destruido o corrompido, las actitudes de los habitantes del film tampoco lo ponen fácil. El lirismo de algunos instantes dura poco; una bonita melodía tocada al piano es interrumpida por el puñetazo propinado a una prostituta en la mandíbula con la mayor indiferencia, y las escenas más románticas se vuelven preciosas por raras cuando sólo auguran unos planes de futuro tan idílicos que se ven, y se revelan, imposibles bajo la sombra del fantasma de Alfredo García. El decadente Méjico visto por los ojos del pianista, que se diría un alter ego del realizador de Quiero la cabeza de Alfredo garcía, no es sólo víctima de la violencia de los otros, sino también de la estupidez y falta de principios propia.

Bennie es un hombre cabezón y se nos muestra, como el resto del film sin ningún atisbo de cinismo, capaz de los actos más desagradables, salvado a los ojos del espectador por la tristeza que pesa sobre sus desgarbados hombros, un valiente punto guerrero y lo desesperado, sin caer nunca en el histrionismo, de la genial interpretación de Warren Oates, y Elita es una mujer tan adorable como equívoca en sus relaciones con los hombres, capaz de asumir, de forma ambigua hasta la más misógina de las fantasías, una violación para sobrevivir[7]. De este modo, sólo Bennie y en segundo lugar Elita, resultan comprensibles y “humanos” para el espectador, frente a un mundo que se presenta como un bloque de demasiados tentáculos como para poder huir de él y en el que Bennie, y por ende nosotros como público, está solo. La sensación de desamparo a pleno sol que exuda el film de la cabeza a los pies contribuye aún más a componer la vulnerabilidad de Bennie, reducido, como decía más arriba, a un cuerpo que se desgasta al ritmo de su ánimo. Y que, según sus palabras, un cuerpo es sólo eso, algo físico y de poco valor una vez ya no tiene vida, ya sea para convencerse a sí mismo para profanar una tumba o cercenar la cabeza de un muerto como macabro pagaré, en lo que no deja de ser una visión tan pragmática de la vida, carente de toda épica, como un reflejo de la atmósfera de Quiero la cabeza de Alfredo García. Pero la carga culpable de Bennie, reflejada en sus pataletas, reproches y estallidos de violencia para con el rastro de muerte que deja tras de sí choca frontalmente con esta visión de la vida, transformando la película en el viaje de un personaje que gustaría de ser un nihilista por encima de todo y todos refugiándose en su pasotismo, pero que sólo es un pobre diablo desesperado que ve como su impoluto traje blanco se va llenando de lamparones de sudor, sangre propia y ajena y mal olor agrio y reconcentrado buscando un sentido a tanta muerte por los motivos más absurdos.

Es completamente lógico bajo este punto de vista el que el detonante de todo lo que ocurre en la película: el propio Alfredo García, nunca se muestre y sea como una idea que revolotea alrededor de los que se exponen a él como los moscardones que rebozan la saca en la que Bennie transporta su cabeza, que se descompone de la mano de la estabilidad mental del protagonista. No parece casual que en el momento en el que Bennie se hace con la cabeza del título, haya al poco un par de planos del cuerpo de Warren Oates en el que lo que no se ve es precisamente… su cabeza, ya que ahora es él el perseguido, y sus monólogos con el preciado pedazo de Alfredo García más cargados de reproches contra sí mismo que teniendo en cuenta que la cabeza es de otra persona. La elíptica presencia de Alfredo García lo convierte prácticamente en un mcguffin, una excusa que hace avanzar la trama y, además de situarlo en un plano diferente que puede dar a entender que los vivos son lo único que importa y que por tanto, la existencia física es la única que hay porque es la única que se muestra en una película cercana a un nihilismo tan deprimente como, afortunadamente, belicoso y finalmente hasta rabiosamente romántico en su incansable búsqueda de sentido que se revela inútil, pero búsqueda al fin y al cabo, carente de simbolismos visuales que lo ilustren más allá de la sequedad de sus imágenes que más que verse, que es de cajón que también, se sienten como una pesadilla diurna que culmina en su estallido final, a modo de una catarsis con visos de callejón sin salida.

El reguero de muertos tiene, en contraposición al de los sicarios encargados de dar muerte a Alfredo García y llevar su cabeza al airado jefe de la mafia que sólo se mueven fríamente y por dinero, más que ver con la supervivencia y una venganza suicida que tiene mucho de redención[8] secular que descarga su torturada rabia contra un ambiente (el bautismo del hijo de Alfredo García[9], que antes de nacer desencadena toda la historia) religioso y que renuncia a ensuciarse las manos literalmente, despreciando la vida y la muerte de los demás como meros símbolos que no le merecen el más mínimo interés, mientras da órdenes de que otros ejecuten sus desapasionados designios a golpe de talonario. Es la desesperada y desesperante lucha por el valor de la vida en un mundo impenetrable en el que la batalla parece haberse perdido y, de nuevo, la contraposición entre los derrotados que mueren y viven físicamente y los que viven por encima de todo ello con rituales tan ajenos al mundo de lo físico sobre el papel como efectivos en el lado más palpable y carnal de la vida, y que sirve como sucinto broche al descenso al infierno que es el puñetazo al estómago cinematográfico Quiero la cabeza de Alfredo García, por el llorado púgil Sam Peckinpah en uno de sus últimos y más memorables combates suicidas a dos bandas entre el fuego cruzado de un mundo del cine a veces demasiado acomodado para hacer sitio a sus turbulentas fantasías fílmicas y los demonios personales que las alimentaban y nunca lo dejaron en paz hasta su prematura muerte.

Título: Bring me the head of Alfredo García. Dirección: Sam Peckinpah. Guión: Sam Peckinpah y Gordon Dawson sobre una historia de Sam Peckinpah y Frank Kowalski. Producción: Martin Baum. Fotografía: Alex Phillips Jr. Dirección de arte: Agustín Ituarte. Montaje: Dennis Dolan, Sergio Ortega y Robbe Roberts. Música: Jerry Fielding. Año: 1974.

Intérpretes: Warren Oates (Bennie), Isela Vega (Elita), Robert Webber (Sappensly), Gis Young (John Quill), Emilio Fernández (El Jefe).




[1]La inspiración para dicha historia tuvo dos fuentes principales. La película El tesoro de Sierra Madre de John Huston, director muy admirado por Peckinpah al que consideraba con razón un aventurero antes que el gran cineasta que tantas veces demostró ser y la novela Bajo el volcán escrita por Malcolm Lowry que narraba las turbulentas desventuras de un norteamericano en suelo mejicano. Su adaptación cinematográfica fue llevada a cabo precisamente por el propio Huston (aunque fue un proyecto acariciado durante largo tiempo por Luís Buñuel) con resultados interesantes aunque menos que los que despierta la lectura de la novela (que aún, desgraciadamente, no he tenido el placer de leer) aunque sólo sea por el uso de la primera persona con un material tan intenso. Relacionado con este último, Peckinpah se inspiró también en las múltiples historias sobre norteamericanos que desaparecían en Méjico bajo circunstancias que nunca llegaban a aclararse pero que jugaban con motivos como el robo, asesinato o excesivas borracheras que precipitaban los dos anteriores… y que tanto tienen en común con los acontecimientos que describe presumiblemente la novela de Lowry y a buen seguro su adaptación a la gran pantalla por parte de Huston.



[2] El pasado en el ejército del personaje de Bennie lo convierte en uno de tantos militares norteamericanos, aunque en este caso no se especifiquen los motivos ni la situación del personaje de Warren Oates cuando fue llamado a filas, que se exiliaron a Méjico huyendo de la obligatoriedad de prestar servicio en la Guerra de Vietnam. El hecho de que el film tenga lugar en su año de producción, 1974, apoya esta idea y justifica hasta cierto punto la habilidad de Bennie con las armas y su sangre fría y aparente poco respeto por los cadáveres que deja a su paso. Ya sea un comentario de carácter social respecto a la realidad del país por entonces o no, hay una referencia hacia el final del metraje al entonces Presidente electo Richard Nixon, apareciendo en la portada de una revista que, seguramente no por casualidad, se halla en manos de uno de los refinados y altivos sicarios que intentan dar gato por liebre a Bennie y encargarle el trabajo sucio mientras les hacen la pedicura sentados comodamente… La foto de portada probablemente hacía velada referencia al Escándalo Watergate que hundió al Presidente a lo más bajo de la historia política estadounidense amén de hacerle perder su posición de primer habitante de la Casa Blanca. El apunte da, a día de hoy, una pincelada más de desconfianza hacia unas autoridades que como las que encargan la cabeza de Alfredo García se lavan las manos para que otros se las ensucien, y en el 1974 de su estreno dio (y da) para identificar a Bennie como uno de tantos personajes desnortados y psicóticos que habitaron los Estados Unidos a ambos lados de la pantalla y conformaron algunos de los arquetipos que hoy día damos casi por sentados.


[3]Esa pluscuamperfecta personificación del actor en el personaje cuenta con el anecdótico añadido a nivel de interpretación pero muy revelador detalle en cuanto a la película en sí de que Oates se inspiró en el propio Peckinpah para el personaje de Bennie. Desde vestirse con ropa del director hasta aficiones y filias comunes, el carácter personalizado de la actuación de Oates, que imitaba la manera de andar y de hablar del director, da a entender lo que ya se desprende a poco de abrir una biografía sobre el realizador: que Bennie es un alter ego de Peckinpah como ha habido pocos, o ninguno, de idéntica intensidad en toda su filmografía.


[4]Descartando uno de los grandes temas del cine de Peckinpah, la amistad masculina bajo la forma de camaradería que tan bien tomaba forma en la magnífica Pat Garret y Billy the Kid y que algunos críticos interpretaron como velados apuntes homosexuales, como fue el caso de Grupo Salvaje. En el caso de la película que nos ocupa estamos más cerca del personaje que interpretó Dustin Hoffman en la mítica y devastadora Perros de paja: un hombre sólo, asustado y potencialmente violentísimo frente a un mundo tremendamente hostil y amenazador, en una película dotada de un punto de vista mucho más malvado con el espectador y más turbio en su ambigüedad moral, pese a tener bastante en común con la desoladora pero también menos agresiva con su público Quiero la cabeza de Alfredo García.


[5]Uno de los más avezados herederos del también llamado “poeta de la violencia” fue el otrora famoso realizador cantonés John Woo, que siempre ha asumido conscientemente el cine de Sam Peckinpah como una de sus mayores influencias cinematográficas. Tanto sus filmes hechos en su Hong Kong natal (los mejores) como en sus experiencias bajo mandato hollywoodiense están plagados de esa tendencia al realentí de la que hacía gala Peckinpah y las relaciones de amistad entre hombres, muchas veces enfrentados por las circunstancias en las que transcurren las películas, que también son una de las marcas de la casa del realizador de Grupo Salvaje, dan fe de sus palabras e intenciones, a pesar de unos resultados en ocasiones inspirados, muchos otros no. Otro de los señalados como herederos de Peckinpah fue el hombre que le hizo un hueco al mencionado John Woo en la industria norteamericana y el gran público durante los noventa: el tratamiento de la violencia por parte del célebre Quentin Tarantino dio, inicialmente (y a mi entender, equivocadamente pese a la sequedad de la violencia y la virilidad de los personajes de Rerservoir Dogs), la impresión entre una parte de la crítica especializada que algo olía a Peckinpah en Reservoir dogs o Pulp Fiction, y no digamos ya en las películas de su colega Robert Rodriguez, especialmente en base a la magnífica primera mitad de Abierto hasta el amanecer o al díptico El mariachi y Desperado, probablemente debido a lo similar del paisaje y el uso y abuso de realentizaciones de la imagen, pese a que el tono, mucho más cómico, no podría ser más diferente. Para cuando se estrenó la tercera parte de la trilogía iniciada con El Mariachi y titulada entre nosotros como El Mexicano, el referente ya era el propio Tarantino, como igualmente lo eran ya el director de Pulp fiction y Sergio Leone a quienes todos veían, y aquí sí estoy de acuerdo, tras Kill Bill vol 2., Malditos bastardos o Django desencadenado. Su enfoque sobre la violencia, muchísimo más cínico y amoral que el que estallaba constantemente en las películas de Peckinpah, lo alejan mucho del que al principio se consideraba una de sus influencias. Álex De la Iglesia asegura, y con razón, que el film que nos ocupa fue un referente importantísimo a la hora de encarar el tono agresivamente inmoral de Perdita Durango (comentada en este blog anteriormente), en la que casualmente trabajó la actriz que interpretaba a la prostituta golpeada en la cantina regentada por Bennie, en esta ocasión como ayudante de dirección. A día de hoy,  a un servidor sólo se le ocurre un nombre como digno heredero de la desazón de la violencia de Peckinpah y sólo en algunas de sus películas: Rob Zombie. Sobre nombres como Nicholas Winding Refn (con Drive) o Park Chan Wook (con Old boy a la cabeza de los otros dos films que componen su Trilogía de la venganza) y pese a lo comprensible de la relación que se ha establecido entre ellos y Peckinpah, los veo más cercanos a Woo o Tarantino en cuanto su uso de la violencia tiene más de espectacular, nada despreciable pero diferente, que de la turbadora y sucia tristeza que le confiere el realizador de Quiero la cabeza de Alfredo García.


[6]Y en algunos casos, ni siquiera eso. Peckinpah asentó el rodaje, que se iba haciendo sobre la marcha como un sistema de evitar intromisiones de la productora, en muchas ocasiones en lugares que frecuentaba, como cantinas de muy mala reputación o rincones que conocía personalmente, sin prácticamente variar nada de lo que ya había allí antes de comenzar de rodar. También se dedicó a reclutar a los que pasaban sus días allí como parte de los extras que aparecen en la película, dotándola de una autenticidad que no habría sido posible, o así lo entendía el realizador, de haber optado por un casting al uso.


[7]Sin llegar a los límites de la justamente polémica y genial Perros de paja, esta película recuperó una vez más las acusaciones de misógino, violentista y fascista que tanto han pesado sobre el cine de Sam Peckinpah  (y de las que, curiosamente, se han librado otros que llevan la misma bandera pero con una blancura que la hacen todavía peor) y que llevó a muchas de las productoras con las que trabajó a intentar suavizar o recortar sus películas. Sin poner en duda el que una parte importante de los personajes de sus filmes actúan de forma violenta, machista y fascista, tampoco hay que olvidar la forma en que Peckinpah lo expone: con una dolorosa crudeza que a mi modo de ver no exalta estas conductas en ningún instante provocando una turbiedad en el ánimo del espectador que de no ser por haber llegado tan lejos en algunos aspectos, no sería ni por asomo tan perturbadoramente efectiva. Pero dichas acusaciones provocaron que las relaciones entre el director y los estudios que le pagaban sus personales películas fuesen, como mínimo, muy tensas, sumando aún más polémicas que por un lado preocupaban a los productores pero a buen seguro también atrajeron a más público a las salas.


[8]Dentro del por lo visto reducido grupo de espectadores a los que entusiasmó la película en el momento de su estreno encontramos a dos que además se sirvieron de este último tramo para su propios fines. El realizador Martin Scorsese y el guionista y realizador Paul Schrader vieron en este final una fuente de inspiración para el de una de sus más importantes y famosas películas que llegaría tres años después: Taxi driver. Pese a ser una versión mucho más estilizada que la más ruidosa, sucia y precipitada de Quiero la cabeza de Alfredo García, la sangría en que se convierte el tiroteo, el pasado como combatiente de Vietnam de Travis Bickle y presuntamente también de Bennie y el carácter redentor de ambos actos, los emparentan y acercan considerablemente ambas películas de forma muy interesante desde dos maneras de entender el cine y la vida con sus similitudes y sus diferencias.




[9]El niño es bautizado como David Samuel, verdadero nombre de Peckinpah, en una referencia autobiográfica que se extiende por toda la película con lugares en los que el director pasó largas temporadas y apariciones de amigos personales… Amén de lo mucho que tenía en común con el personaje de Bennie y su manera de ver el mundo que abandonó, después de una vida de excesos y constantes batallas contra la industria del cine y consigo mismo, en 1984, gravemente enfermo tras pasar por una existencia marcada por el alcoholismo, las drogas y un errático modo de vida muchas veces cercano a una devoradora desesperación.

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