miércoles, 11 de septiembre de 2013

S-21: LA MAQUINA ROJA DE MATAR



En el año 1970 Camboya[1] contaba con una población de siete millones setecientos mil habitantes. Tras la caída del príncipe Sihanouk, derrocado mediante un golpe de estado, el país se vio enzarzado en la televisada y mitificada guerra entre Vietnam y los Estados Unidos de América. Al finalizar el conflicto bélico entre ambos países, seiscientos mil camboyanos habían perecido en la contienda y el 17 de abril de 1975, los Jemeres Rojos[2] se hacían con el control del país, desplazando forzosamente a la población de núcleos urbanos a los campos, cerrando escuelas y prohibiendo toda religión. Poco después llegaron los campos de trabajo forzado, la vigilancia llevada a extremos paranoicos, el hambre y las ejecuciones de aquellos considerados enemigos ideológicos del nuevo régimen que acabo en 1979 con el escalofriante saldo de dos millones de camboyanos muertos, muchos de ellos maltratados, torturados e interrogados por “traicionar” o “atentar” contra los principios del Partido dirigido por Pol Pot en el siniestro recinto conocido como S-21.
Lugar en el que parecen concretarse todos los demonios de una época, tan violenta para los que la sufrieron y lograron sobrevivirla como silenciada en lo oficial y estatal, en este terrible documental a modo de testimonio histórico -que jamás debería ser olvidado- bajo el rimbombante pero relativamente certero título de S-21: La máquina roja de matar[3],  dirigido por el camboyano Rithy Panh[4]. El fraticida genocidio camboyano que hace de las imágenes de archivo de ciudades desérticas deprimentes estampas casi fantasmales animadas por una ululante banda sonora pesa como una losa sobre los hombres y mujeres que hacen acto de aparición en este documental y que vuelven al lugar, que lógicamente nunca podrán olvidar, a exorcizar su pasado y intentar encontrar respuesta a la falta de humanidad que asoló el país durante esos cuatro años.

Panh despacha rápidamente el lamentable contexto histórico que ha dado lugar a la existencia de este documental y del que sus protagonistas parecen comprensiblemente incapaces de zafarse para elevar su mirada (y en consecuencia, también la nuestra) a un nivel más humano, por encima de improbables argumentaciones políticas o historicistas que puedan justificar el llamado Genocidio Camboyano. Ya que S-21: La máquina roja de matar no es una recreación histórica de horripilantes hechos ocurridos hace casi cuarenta años, ni tampoco, aunque así pueda interpretarse en mi opinión de forma muy sesgada, un documental que pretenda denunciar terribles hechos que caen por su propio peso y que tuvieron lugar durante la deplorable época que sufrió la población camboyana bajo el yugo de Pol Pot y su nefasta cerrazón totalitaria. Mediante el seguimiento del proceso que se llevaba a cabo dentro del centro desde que un reo entraba en el recinto hasta que era cosificado, torturado, violado o asesinado, la cámara de Panh, atenta a los movimientos de los verdaderos carceleros del lugar rehaciendo su monstruosa tarea para las cámaras, intenta -o eso parece- captar el instante en el que el ser humano pierde pie en la empatía más elemental y se convierte en algo exclusivamente humano pero desprovisto de toda capacidad de raciocinio o emoción. De este modo, y obviando el fresco histórico que habría reducido su film a lo meramente informativo, característica de la que este documental huye como de la peste, S-21: La máquina roja de matar parece planteado y desarrollado a modo de catarsis nacional y personal y, a un nivel más ambicioso todavía, como un documental de investigación que se articula bajo una desasosegante máxima en forma de apasionante pregunta: ¿Por qué?

Cuestión que asedia en silencio a todos los que aparecen en el documental, impensable reunión entre víctimas del régimen (dos) y sus verdugos (once), que igualmente se ven como presas de una maquinaria inhumana que elimina todo y todos aquellos que no son útiles a su críptica y letalmente autosuficiente forma de entender el mundo. S-21: La máquina roja de matar pone en primer término los traumas de unos y otros con la primera aparición de uno de los guardas del lugar en la actualidad, situado como objeto de estudio, pero también, y de forma muy significativa, como ser humano. Se queja de no poder dormir, de no tener hambre y sí un considerable dolor de cabeza que nunca lo abandona; su anciana madre lo compadece tanto como a sus víctimas, pero Panh no cae en sentimentalismos sin por eso resultar frío, encontrando un difícil equilibrio entre distancia e inevitable implicación emocional que evita que su film naufrague. La falta de espíritu revanchista ante unas futuras confesiones sobre los actos más crueles no sólo denota la gravedad de los mismos, que caen por su propio peso, también cristalizan en unas imágenes aparentemente neutrales que no subrayan el sufrimiento de unos y otros, dejándoles a todos ellos el ingrato trabajo de revelar lo que durante tanto tiempo se ha pretendido silenciar entre desapasionadas estadísticas que reducen el número de víctimas a meras cifras para los libros de Historia. En este sentido, el punto de vista de Panh se alinea con el que se erige como protagonista del documental: el pintor Vann Nath, acompañado por el mecánico Chum Mey, protagonista de una de las confesiones más trágicas por arrepentidas de todo el documental[5],  supervivientes ambos del centro S-21 hoy reconvertido en Museo del Genocidio o del Tuol Sleng en el que transcurre gran parte de este film. Nath, cuyas pinturas recrean el sufrimiento de los presos del S-21 que sólo parece presente en la memoria de los que lo presenciaron, busca como Panh respuestas sin ánimo de venganza, pretende reestablecer la memoria de una parte del país que evade toda responsabilidad sobre sus actos arguyendo que no le quedaba más remedio que actuar como lo hizo, evidenciando el sinsentido de su crueldad con unas pocas preguntas que no logran traspasar la opaca inhumanidad de los verdugos, escudados tras una exacta organización al servicio de los peores fines imaginables.
A Panh le interesa más mostrar el grado de deshumanización que el ser humano es capaz de alcanzar para dejar testimonio de ello que erigir un monumento al monstruoso y organizado sufrimiento que se vivió entre las paredes del S-21, auténtico protagonista del documental que habla de un dolor que jamás se muestra pero cuyas consecuencias serán de por vida para aquellos que se vieron expuestos a él.

La postura cinematográfica de Panh, tan moral como poco moralista, enhebra fondo y forma en las imágenes de S-21: La máquina roja de matar: todo lo que vemos de las víctimas son o bien fotografías mostradas por los antiguos verdugos (lo institucional y externo) y el pintor Nath, o pinturas de este último sobre algunos episodios ocurridos en la prisión (lo subjetivo, lo personal), pilas de documentos escritos con sus absurdas (por falsas e imposibles) confesiones hechas bajo coacción, miedo y tortura que hacían reescribir la verdad hasta adaptarla a la oficial, compuesta de mentiras para un regimen autosatisfecho de reescribir el mundo a su medida, ahora cuestionado en boca de sus supervivientes cara a cara con sus verdugos desprovistos del poder que ostentaban. Las únicas imágenes de la Camboya que tanto sufrió entre 1975 y 1979 muestran alegres movilizaciones militares y muchedumbres campesinas bajo cánticos patrióticos afines al Partido que tomó el poder en el ecuador de la década de los setenta, pero las víctimas del régimen, por el contrario, han desaparecido del mapa oficial como si nunca hubiesen formado parte de él, aunque Panh muestre en su documental rastros de su existencia y su destrucción a través de documentos escritos y sobretodo testimonios orales que describen lo que allí ocurrió a lo largo de cinco años. El régimen de Pol Pot redujo a dos millones de compatriotas a montones de papeleo y datos que los verdugos, algunos ligeramente arrepentidos pero todos con un preocupante aplomo en sus declaraciones, esgrimen como respuesta a toda pregunta lanzada por Nath, en una especie de respuesta común (salida de una mente común típica del totalitarismo) o oficial incapaz de dar una respuesta verdaderamente humana a la tragedia individual de cada una de las víctimas. La cantidad de datos y descripciones de los actos más terribles expresados con un temible grado de frialdad acaban creando una turbadora distancia para con el espectador, que parece estar ante la descripción de una aburrida rutina laboral, incapaz de aprehender tamaño grado de crueldad en base a más y más datos y necesitado de un apoyo emocional para poder batallar con la creciente sensación de que lo inabarcable de la crueldad del S-21 jamás podrá ser reducido a una explicación, y mucho menos por parte de aquellos que la provocaron bajo amenaza de ser considerados a su vez “traidores”. 

Aunque no por ello Panh, que como Nath con sus pinturas pretende enfrentar el humanismo de su film contra la mecánica frialdad de los hechos que se narran en él, deja de buscar respuestas entre fotografías y textos como el espectador bucea en la turbia profundidad de su film.En contraposición a las imágenes y documentos oficiales que niegan el trauma colectivo bajo una penosa pátina triunfalista o lo minimizan a pura funcionalidad burocrática, urgen los testimonios, de voz y expresión humanas en oposición a la cruel frialdad casi científica del régimen, de lo que ocurrió antes de que el pasado  sea olvidado por completo con la desaparición de sus testimonios. S-21: La máquina roja de matar es una película hablada de cabo a rabo, pero las palabras de los que pasan por ella son, una vez más, igualmente incapaces de explicar el horror desatado en el recinto. Las descripciones de torturas y vejaciones no provocan, en su rechazo, ni fascinación ni morbo, lo que habría ido a la contra de los ideales humanistas que parecen moverse bajo las imágenes de S-21: La máquina roja de matar, sino una muy incomoda e inhumana lasitud mucho más pegajosa por desconcertante y abisal. Consciente de ello, la película de Panh se niega -sabiamente, pues habría sido completamente incapaz- a recrear en imágenes lo ocurrido allí en aras de crear una falsa y ofensiva empatía con el espectador, consciente de la imposibilidad (y la falta de respeto que habría supuesto) de transmitir ni un ápice de la terrible realidad del S-21 a través de una ficción que intentara recrear el genocidio camboyano. A Panh le interesa el presente más que el terrible pasado del que un país entero parece incapaz de superar, y en consecuencia, y  más allá del grado de investigación antropológica que gotea del film, parece interesarle su documental como cura contra el olvido como manera de vencer sin violencia, quizás creyendo evitar (vista la parca reacción emocional de los guardas, puede que inocentemente) que esta no vuelva a repetirse.

En consonancia con ese ánimo de esquivar todo sensacionalismo, y con una ausencia de formalismos o énfasis visuales y sonoros que aumenta la sensación de veracidad -y angustia- sobre lo que se está viendo y oyendo, Panh jamás carga las tintas en lo dramático aunque sí plantea algunos elementos muy interesantes en cuanto a planificación y distribución interna del plano que hacen de S-21: La máquina roja de matar la película que es, no sólo para el público sino para todos los que participaron en ella, y su autoconciencia de salvaguarda  fílmica de la memoria de la historia de Camboya.
Además de la inevitable insalubridad del lugar, más aún teniendo constancia de los horribles actos que tuvieron lugar allí, la amplitud de los encuadres que enmarcan a los personajes en un entorno que los sitúa y acaba por definir, los planos y contraplanos que oponen las acusaciones de inhumanidad de los guardas por parte de Nath y la defensa de estos argumentando que sólo hacían su trabajo dividiendo en dos frentes, el de las víctimas y las verdugos, pese a que estos últimos insistan una y otra vez en que esa división es inexistente, o la falta de asideros históricos pasados los primeros cinco minutos del documental centrándose en la tragedia humana a un nivel universal que destierra todo localismo, sin intervención de un realizador que se muestra imperceptible son estrategias fílmicas que producen una desasosegante y triste atmósfera que cristaliza en el tramo más perturbador del documental. Si más arriba quedaba escrito que Panh no recrea mediante ficciones lo ocurrido en el S-21, también se decía que a cambio ofrece una recreación in situ y por parte de los antiguos verdugos de sus quehaceres rutinarios entre 1975 y 1979. Insultos, gritos amenazantes, violencia física y vigilancia constante hasta el más humillante recochineo, son algunas de las actitudes que el grupo de hombres se ve rehaciendo para las cámaras casi cuarenta años más tarde de haberlas cometido realmente, de forma tan despasionada y ausente que hace dudar sobre si han logrado recuperar algo de su humanidad o si jamás han logrado olvidar algo de lo “aprendido” entre esas cuatro paredes. En el año 2003 en el que se llevó a cabo S-21: La máquina roja de matar[6], gritan y pegan al aire en celdas vacías y pasillos pasto de la humedad que sucede al abandono del lugar ante la atenta mirada de Panh, que no pierde ripio del griterío y las idas y venidas de los verdugos que aseguran ser víctimas de un sistema cruel que los adoctrinó para deshumanizar a sus semejantes, mostrando ellos mismos un grado de deshumanización mucho mayor y más plausible en estos instantes del documental que en ningún otro momento del mismo.

Estas recreaciones, repetidas una y otra vez hasta el embotamiento y poniendo a prueba la paciencia del público, acaban por parecer a ojos del espectador rituales crueles pero completamente desprovistos de ninguna motivación, nuevos ensayos de un guión que de tan aprendido los que lo pronuncian parecen impermeables al hecho de tratar con seres humanos vivos o mohosas celdas vacías, más aún cuando no hay nadie allí para recibir los golpes ni los insultos. Es en esos instantes cuando la película da sentido a su título S-21: La máquina roja de matar, ofreciendo la panorámica de un sistema de asesinato individual a manos de una colectividad mecanizada, con una destrucción previa de la humanidad de las víctimas a ojos de los  hacen que la maquinaria siga funcionando transformando (ya sea por propia voluntad o no) a sus súbditos en imbéciles humanos discutiblemente próximos a la enajenación. La exposición de la forma de funcionamiento de esta máquina, perfecta ilustración de la banalidad del mal, de boca de los muchas veces desapasionados antiguos ejecutores, carceleros, burócratas y médicos con un inepto sentido de la responsabilidad humana más elemental y menos esforzada, muestra también algunas fisuras que abren tanto puertas a la esperanza como al más profundo pesimismo. Por un lado, las órdenes cumplidas a rajatabla por las huestes del Partido acaban desembocando en atrocidades mayores de las ya permitidas y exaltadas por el Régimen de Pol Pot, enturbiando la presunta “inocencia” de los verdugos escudándose en su corta edad (que iba desde los trece hasta los veinticuatro años de vida…) o su incapacidad para discernir una orden de una acción llevada a cabo por voluntad propia, una iniciativa propia presuntamente sepultada por montañas de papeleo que hacían del dolor y la vida ajenas puro trámite burocrático y lavado de cerebro. Pero por otro, y de forma tristemente esperanzadora, la estrategia de Panh muestra el S-21 como un lugar maldito que obliga a los que vivieron en él a ambos lados de la celda a no poder desembarazarse de su influencia ni de los actos cometidos allí, convertidos en nada románticos demonios personales que nunca abandonarán a los culpables. Las recreaciones de las brutales acciones de los vigilantes y verdugos chillándoles como autómatas a la nada son dignas de estudio y debate de conclusión tan fútil como apasionante, dada por imposible ya desde el propio documental incapaz de dar respuesta a la pregunta que reconcome las conciencias de los que gozan de ella -a los demás nada parece afectarles excesivamente más allá de una ligera molestia- en S-21: La máquina de matar, pero también muestran a un grupo de hombres peleando con fantasmas a los que Panh concede un espacio vacío en el encuadre. Es la manera de integrar los cuerpos presentes de verdugos y supervivientes de la barbarie sin sentido con los que faltan pero deberían estar allí, otorgándoles un protagonismo no por fantasmal ni por asomo menos importante.
Una pequeña muestra de inesperado -y probablemente involuntario- lirismo que se concreta en la imagen que cierra este, por una vez y pese a lo antipático y devaluadísimo  del término, necesario documental cuya mera existencia ya supone un triunfo[7] pero que por supuesto resulta, a conciencia y como valor añadido que lo hace aún más interesante, insuficiente a la hora de dar respuesta a las complejísimas preguntas planteadas, ni a representar lo irrepresentable: la que muestra polvo, como al que fueron reducidos dos millones de camboyanos, alzándose por el impulso del viento en la sala de interrogatorios, liberándose de la prisión en la que habían sido condenados al olvido a través de las palabras de los hombres que los redujeron a meros objetos desechables.

Título: S-21: The Khmer Rouge Killing Machine. Dirección y guión: Rithy Panh. Producción: Arte & First Run Features. Fotografía: Prum Mesa y Rithy Panh. Montaje: Isabelle Roudy y M.C. Rougiere. Año: 2003.
Intérpretes: Vann Nath (Él mismo), Chum Mey (Él mismo), Khieu 'Poev' Ches (Él mismo), Yeay Cheu (Él mismo), Nhiem Ein (Él mismo), Houy Him (Él mismo), Nhieb Ho (Él mismo).


[1]Estado del sudeste asiático llamado oficialmente Reino de Camboya, último de una larga lista de nombres que ha ido cambiando en múltiples ocasiones. Es una monarquía constitucional con una población actual de alrededor de 14 millones de habitantes, en su mayoría de etnia jemer y religión budista. Su capital es Nom Pen y el país limita con Tailandia, Laos y Vietnam. La influencia hinduista en Camboya (motivo de que su religión predominante sea la budista) comenzó en el siglo I, debido a la posición marítima del país entre China y India, y supuso para el pueblo jemer el ser el primero del sudeste asiático en adoptar ideas e instituciones indias. Se considera el periodo comprendido entre el siglo IX y el siglo XIII la época dorada de la cultura jemer, pero la agresividad de sus convecinos y el progresivo deterioro de los mecanismos de irrigación que permitían la producción de arroz, produjeron una decadencia que culminó con una incursión tailandesa que tuvo lugar en 1431 y que propició la huida del rey al sur del país. En 1594, Tailandia conquistaba el país, mientras los vecinos Siam y Vietnam aumentaban su poder y empezaban a hacerse con su parte del pastel camboyano. Pero en 1863, y junto con Vietnam y Laos, Camboya pasó a formar parte del protectorado francés bajo el nombre de Indochina. Durante un tiempo, los franceses controlaron la política exterior del país, dejando una relativa manga ancha en lo que a política interior se refiere, quedando esta bajo el control del rey Norodom I. Esta situación fue variando gradualmente hasta dejar fuera de las instituciones camboyanas a los jemer, viendo muy reducida su representatividad en la vida política y administrativa del país. Después de la ocupación japonesa que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra de Indochina, Camboya recuperó su independencia en 1953, para verse involucrada en la Guerra de Vietnam casi veinte años después. A su fin, se instauró el nefasto régimen de los Jemeres Rojos, que se explica más detalladamente en una nota al pie posterior y que inauguró una turbulenta época a veces sangrienta y siempre turbia en lo político, que alcanza hasta nuestros días.

[2]Oficialmente Partido Comunista de Camboya, formado en 1951 inicialmente como parte del Partido Comunista de Vietnam. Su ideología consistió en una reinterpretación ultraizquierdista de principios maoístas como su exaltación de la figura del campesino o el anticolonialismo. Su nacionalismo llegó a extremos racistas que, mezclados con su dependencia hacia el Partido Comunista vietnamita, provocaron la escisión en dos partidos diferenciados. El apodo “Jemeres Rojos” por el que serían conocidos sus miembros, fue la manera en que el rey Norodom Sihanuk los llamó durante la década de los cincuenta, popularizándose a través del francés.
En los años sesenta se estableció como un grupo guerrillero camboyano, que derrocó al general Lol Nol (dictador que se hizo con el poder en 1970) el 17 de abril de 1975, tras la expulsión de Estados Unidos del territorio y la finalización de la Guerra de Vietnam, fundando la mal llamada Kampuchea Democrática, regida de forma brutalmente totalitaria bajo las mansas apariencias de una República Popular de inspiración maoísta. El nuevo régimen de los Jemeres Rojos (o Khmer Krahom en camboyano), evacuó todas las ciudades y pretendía destruir toda cultura y civilización urbanas por considerarlas burguesas. En consecuencia, puso en marcha un sistema económico agrario hasta lo radical, intentó reconstruir la sociedad desde los orígenes de la civilización y recuperó la cultura Jemer ancestral camboyana como oficial. Llevada con mano tan férrea y narcisista como se le presupone a todo régimen totalitarista, su líder Pol Pot llevó el control de su ejercito campesino sobre la población civil hasta la tortura, detención y asesinato en ocasiones, y en muchas otras sometiéndola a trabajos forzados. Dos millones de camboyanos murieron durante los cuatro años que duró su “mandato”, conocido como la época en que tuvo lugar el Genocidio Camboyano (lo que ha llevado a muchos a describir el documental que nos ocupa como el Shoah camboyano, en referencia al documental sobre el Holocausto llevado a cabo por Calude Lanzmann en 1985), hasta que en 1979, Kampuchea fue invadida por Vietnam, y los Jemeres Rojos se retiraron a la zona occidental del país llevando a cabo una guerra de guerrillas contra el nuevo régimen (y van…) de Phnom Pehn. Las pésimas condiciones de vida en la Camboya de 1979 (asolada además por una sequía que destrozó la cosecha de arroz de ese año) llevó a muchos compatriotas a huir a Tailandia, encontrándose entre ellos una parte importante de los Jemeres Rojos, que por interés político por parte de los Estados Unidos y China -enemigos de Vietnam, satélite soviético en plena Guerra Fría- tuvo todos los parabienes de la Comunidad Internacional. Fue ante esa misma Comunidad donde los Jemeres Rojos abdicaron de sus ideales comunistas desmantelando el Partido Comunista de Camboya y abrazando la economía de mercado y el respeto a las religiones que antes tanto decían despreciar. A cambio, los Estados Unidos y China armaron y subvencionaron la guerrilla, que ni siquiera tuvo que reestructurarse, para sorpresa e indignación de sus víctimas, para validarse ante las Naciones Unidas, y se lanzaron a provocar escaramuzas en la frontera con Vietnam. No fue hasta 1989, con la caída del muro y una Guerra Fría que iba perdiendo razón de ser a marchas forzadas, cuando el desgaste se hizo tan notable que Estados Unidos y China retiraron su apoyo a la guerrilla, viéndose esta obligada a subsistir gracias a la deforestación ilegal y el tráfico de piedras preciosas. En 1994, el movimiento de los Jemeres Rojos fue ilegalizado, deshaciéndose entre luchas internas y constantes fugas a estructuras estatales de las que una vez dentro muy difícilmente podían ser entregados a la justicia sin derramamiento de sangre. Pol Pot moriría en arresto domiciliario en 1997 sin ser nunca llevado a juicio por sus terribles crímenes, marcando el definitivo fin de los Khmer Krahom como organización.

[3]Traducción algo sesgada del original que en castellano vendría a ser S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos, ampliando así la condición asesina del régimen de Pol Pot a su adhesión al comunismo, sin más matices. Por desgracia no puede decirse que la Historia no esté llena de ejemplos de cómo los ideales comunistas han sido usados en demasiadas ocasiones como justificación de los actos más atroces, pero no deja de ser curioso el pequeño ajuste que se llevó a cabo en la traducción del título de este documental al castellano.

[4]Nacido el 18 de abril de 1964 en la población de Nom Pen, en la Camboya que una y otra vez se dedicaría a explorar en sus investigaciones documentales, sería a los seis años de edad cuando, tras el golpe de estado del general Lol Nol que derrocó al príncipe Norodom Sihanouk, el país entraría en la Guerra de Vietnam. Tras la llegada de los Jemeres Rojos al poder en 1975, y ya con once años de edad, Panh sería internado en un campo de “rehabilitación”, con el objetivo de rehabilitarlo a él y otros muchos de su edad de los “vicios burgueses”. Las largas caminatas desde las ciudades de las que fueron expulsados muchos camboyanos de la nueva Kampuchea “Democrática” (las comillas son mías) hasta esos centros de rehabilitación acabaron con toda la familia de Panh, que cuatro años más tarde y aprovechando la invasión vietnamita del país en enero de 1979 se fugó a los campos de refugiados de Mairut, en Tailandia. Sin lazos familiares, Panh fue acogido en Francia, llegando a París en 1980, a los dieciséis años de edad. Allí cursó sus estudios cinematográficos en la Escuela Nacional de Cine de Francia. En 1989 ganaría el primer galardón de su carrera en el Festival de Amiens con Site II. Sus intereses principales como documentalista parecen ser, a falta de haber visto casi toda su obra, la influencia de lo acontecido en Camboya durante el régimen de los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979 en la Camboya actual. Documentales como Camboya: entre la guerra y la paz de 1991, La gente del arrozal en 1994, Bophana: una tragedia camboyana de 1996, Una tarde después de la guerra de 1998 o La tierra de las ánimas errantes del año 2000, así parecen atestiguarlo. Tres años más tarde de esta última llegaría la multipremiada S-21: La máquina roja de matar y desgraciadamente el único de sus trabajos que he podido ver hasta la fecha. Ese mismo año llegaría La gente de Angkor para en el 2005 hacerlo El teatro incendiado y en el 2007 el muy sugerente título El papel no puede envolver la brasa. Su última película hasta la fecha ha sido The missing picture en este año 2013, el mismo en que ha sido editado en castellano La eliminación, escrito a cuatro manos por Christopher Bataille y el propio Panh, editado por Anagrama, de nuevo sobre los campos de refugiados de la llamada Kampuchea Democrática.

[5]Chum Mey delató bajo coerción y tortura a un total de sesenta personas que a su vez fueron apresadas y asesinadas más adelante siguiendo la terrible máxima del régimen que aseguraba que “Más vale detener erróneamente que el enemigo nos coma por dentro”. Al respecto y en una mezcla de repulsa y compasión, el pintor Van Nath se pregunta sobre si en una situación tan imposible como aquella se puede actuar de forma diferente sin ceder ante la amenaza del dolor, llegando a la conclusión de que si todo camboyano hubiese actuado de la misma manera, delatando a sesenta personas que habrían delatado, cada una por separado, a sesenta más, Camboya sería un lugar totalmente deshabitado.

[6]Pese a que su estreno entre nosotros no llegó hasta el 2008, coincidiendo en el tiempo con el juicio a Kaing Guek, alias Duch, comandante de la prisión S-21 y máxima autoridad responsable dentro del recinto de las numerosas torturas y asesinatos de presos supuestamente políticos.

[7]Más allá de su importantísima condición de testimonio de una época interesadamente silenciada y un humanista desplante a una forma de ver el mundo inhumana, S-21:La máquina roja de matar provocó con su estreno en Camboya, una reacción considerable entre el público. El antiguo jefe de estado Khieu Samphan definió el S-21 como una institución estatal, pero se declaró desconocedor de lo que se había llevado a cabo en su interior aunque, pírrica victoria pero victoria al fin y al cabo, admitió que por lo visto y oído en el documental el lugar formaba parte indivisible del régimen de los Jemeres Rojos. Pese a todo, no pudo evitar asegurar que “de 1975 a 1978 no supe nada de esto ni tuve noticias del S-21”… Por otra parte, Panh asegura que los trabajadores del S-21 que aparecen en el documental reconocieron sus actos a partir de su participación en el mismo, reconociendo el crimen aunque intentando evitar su responsabilidad.

1 comentario:

  1. Acabo de ver "The Act Of Killing" y se me han caído los huevos al suelo. Me aventuraría a decir que existen ciertas similitudes en la forma de ver lo que documenta, con la diferencia que en el caso de S-21 hay un discurso internacional a favor de la demonización de Pol Pot, y en el caso de Indonesia, parece que todo el mundo acepta el "mal necesario" de los genocidios políticos.

    ResponderEliminar