jueves, 19 de diciembre de 2013

LOS OJOS SIN ROSTRO



Bajo los juguetones compases de una ligera y obsesiva tonadilla vemos pasar ante nuestros ojos las peladas copas de los árboles con sus retorcidas ramas en la noche sólo iluminada por los faros de un automóvil. En su interior, y sin que jamás lleguemos a ver el vehículo transitando por la negra carretera, una mujer mira por el retrovisor a su acompañante, que se diría un hombre cubierto por un sombrero de ala ancha, bufanda y gabardina, derrumbado sobre el asiento trasero. Tras furtivas y tensas miradas de nuevo por el retrovisor, pero esta vez a los faros de otros automóviles  que aparecen intermitentemente tras ella, el paseo llega a su fin. La mujer saca el cuerpo inerte que la acompañaba con toda naturalidad del coche, revelando por sus piernas desnudas que se trata del de una mujer, y lo lanza a un pantano en el que se hunde… Así, mediante una exquisita planificación que poco a poco va desplegando la historia que narra, intentando dejar atrás algunos de los lugares comunes de lo gótico pero sin dejar nunca de echarles una somera ojeada, da comienzo Los ojos sin rostro, film extraño y bizarro hasta lo inasible dirigido por George Franju[1]. Película rodada en un precioso y turbador blanco y negro de apabullante precisión formal que despierta las más  ambivalentes sensaciones[2], centrada en las idas y venidas del hierático Doctor Géneisser (un magnífico Pierre Brasseur), afamado y respetado hombre de ciencias que concentra sus esfuerzos en hallar la formula perfecta que le permita injertar el tejido dérmico de un organismo en otro, a modo de trasplante al que llama heteroinjerto. Pero la respetabilidad que despiertan sus intervenciones públicas ante lo más pudiente de la sociedad parisina ocultan una ansia más desesperada: Christiane Génessier (Edith Scob), hija del poderoso cirujano, malvive en una habitación sin espejos del caserón de la familia situada en las afueras de la ciudad, como una presa desfigurada tras un terrible accidente de coche en el que Géneisser iba al volante… y que impulsa a este último, con la ayuda de su consorte Louise (Alida Valli), a secuestrar jovencitas de facciones similares a las que recuerda de su hija para transplantarles el rostro y aguardar a que no se produzca el rechazo que, una y otra vez, los señala y hunde a todos en la más absoluta miseria humana.

Ante este folletinesco argumento -dicho esto con todo el respeto del mundo- tan sencillo en su planteamiento y desarrollo como escabroso en su dramatismo[3], Franju plantea una trabajadísima y compleja estructura formal que entremezcla algunos elementos de los más oscuros cuentos de hadas (con una joven encerrada en una habitación en lo alto de un caserón, prisionera de los designios un padre posesivo como un ogro) y algunos lugares comunes propios, como se comentaba algo más arriba, de las tradiciones del mad-doctor o científico loco cinematográfico y del gótico que en líneas generales se desmarcan de los fastos visuales, rebajándolos hasta el realismo para hacerlos aún más poderosos. Ya que Los ojos sin rostro es una de esas rarísimas películas que hacen buena la percepción y asimilación de lo gótico no como una estética, sino como un sentimiento, despertado y provocado por un punto de vista que transforma la manera de ver el mundo, dentro y fuera del film[4]. Todo ello evocado, pero jamás subrayado, en el aire que respiran los personajes del film y, por ende, la percepción que el espectador tiene de la película de Franju como un lugar en el que el tiempo parece haberse detenido y el pasado -en uno de los virajes góticos del film que de nuevo poco tiene que ver con su aspecto audiovisual- se ha vuelto una maldición que los atrapa a todos en su, paradójicamente ligera pese a lo enrarecida que se percibe, atmósfera.
Siendo esencialmente una película rodada en interiores, la opresiva atmósfera de Los ojos sin rostro acorrala a sus habitantes en una planificación tan precisa y cortante como relajado es su ritmo… hasta lograr el objetivo de inquietar sin exabruptos, con los mínimos elementos expresivos posibles. La práctica ausencia de banda sonora, la inexpresividad -muy bien jugada en cuanto no se confunde con neutralidad o falta de sentimientos- de los actores que moran por el film y una indudable distancia generalizada respecto a lo que se narra, sin que ello implique falta de emoción sino paradójicamente todo lo contrario, provocan la inasible sensación de estar ante un cuento de horror en el que el más mínimo sobresalto hubiese sido un consuelo, una válvula de escape. Pero, a cambio, Franju alimenta la angustia que subyace bajo las enigmáticas imágenes del film gracias a un casi obsesivo seguimiento de sus personajes: Los ojos sin rostro se diría una película conformada por tiempos muertos -de hecho podría funcionar perfectamente como una película muda, tal es su pureza narrativa, o quizás la rematada simplicidad de su libreto… o ambas cosas a la vez- que acaban resultando tremendamente expresivos en el devenir de la historia y el retrato de los terribles personajes que la conforman. Así, la silenciosa y solitaria entrada del Doctor Génessier en el enorme caserío que hace le las veces de hogar y inhumano laboratorio, es recogida y proseguida por Franju con un continuo seguimiento, que se diría en tiempo real[5], del paseo del Doctor desde el garaje en el que aparca su coche hasta su llegada a la habitación en la que una desconsolada Christiane llora por su desgraciada vida… a la que, añadiendo más leña al fuego de la extrañeza planificación mediante, nunca le veremos la cara hasta que se haya encasquetado su inquietante máscara. Lo cinematográficamente antinatural -por desacostumbrado en su ritmo- de la secuencia, que no será ni mucho menos la única de Los ojos sin rostro que haga uso de esta extraña y distante estratagema dramática, muestra al desnudo una cotidianeidad inquietante,  ensalzada por ligeras angulaciones de plano y unos pocos elementos que provocan un considerable misterio, siempre asentada en lo reconocible como real,  a la larga preocupantemente normalizada a ojos del espectador, y finalmente monstruosa una vez el argumento del film se ha desplegado por completo.

Así, el apabullante talento de Franju divide Los ojos sin rostro en pequeñas piezas perfectamente cohesionadas en el todo que es el film, en  secuencias que muy bien podrían haber sido perfectos cortometrajes con su planteamiento, nudo y desenlace, articulados en base a una cuidadísima planificación e iluminación que hacen de la película que nos ocupa un festín para los ojos en el que todo parece milimétricamente calculado. El resultado es uno capaz de ser narrativamente efectivo y al mismo tiempo introducir constantemente numerosos elementos en la puesta en escena que sugieren múltiples significados de una historia que se expone, con una pasmosa naturalidad, en pantalla. Ya sea un velado amor de tintes incestuosos entre Génessier y su hija o la contenidísima, tras una máscara que más que esconder grita a los cuatro vientos lo insostenible de la situación, tragedia que se adivina en la desesperada mirada de Christiane… que halla su perfecto símil visual en las numerosas jaulas de pájaros y perros que habitan, no por casualidad, en las oscuras profundidades del sótano del lujoso hogar de Génessier y que sirven de cobayas para sus experimentos. Sin que nada de lo anterior implique que Los ojos sin rostro sea una película fría o puramente esteticista sin más intencionalidad que la de regodearse, lo que ya sería admirable de por sí visto el resultado, en su composición visual.
La distancia, sin subrayados  dramáticos obvios aunque con una férrea planificación que está lejos de ser descuidada, con la que Franju parece recoger la acción más inocente, convierte lo mundano de los gestos de algunos de sus personajes en gestos mecánicos y casi flotantes, y su ausencia de efectismos o pinceladas barrocas en el apartado audiovisual del film rematan la jugada provocando una atmósfera onírica tan lograda, por próxima y distante al mismo tiempo, como perturbadora. Pesadillesca y calma atmósfera que toca techo en el instante más polémico, en su día, del film: aquel que muestra, con idéntica parsimonia y falta de afectación que lo que ocurre en el resto de la película y precisamente por ello mucho más enervante, la grotesca operación que el Doctor somete a una de las chicas secuestradas y en la que la piel de la cara de la joven sobre la mesa de operaciones es extraída y mostrada como una máscara… Y que define por completo el carácter acostumbrado y perfectamente asumido de dicho acto por parte de un hombre que, en aras de un bien mayor, ha perdido el rumbo moral en su aspecto más básico, igualando Los ojos sin rostro lo cotidiano con lo inhumano hasta el más inquietante ritual.
Imágenes recurrentes como los espejos que se encuentran diseminados por los diferentes escenarios, relaciones establecidas entre diferentes escenas mediante iluminación muy similar, la insistente tonadilla que abre la película y que se repite a modo de mantra  sonoro cuando la caza de jóvenes y sus rostros da comienzo, y la inherente sensación de inevitabilidad de los actos, que se exponen sin explicarse, justificarse o juzgarse, de unos personajes mecanizados y distantes en sus reacciones y acciones, otorgan a Los ojos sin rostro una sensación de obsesivo fatalismo, sin salidas de tono ni afectaciones, reforzada por la inhumanidad de sus personajes, vista por Franju con un anómalo desapasionamiento que deja muy pocos asideros emocionales (y constructivamente humanos) a su público. Si tomamos como ejemplo paradigmático de lo anterior la llegada del Doctor Génessier a la morgue en la que recibe la noticia de la supuesta muerte de su hija, de la que el espectador no sabe nada aún, lo más llamativo de la secuencia es el modo en que Franju la planifica y marca sus sosegados y amenazadores ritmos internos. A la llegada del negro coche de Génessier, en un plano de nuevo antinaturalmente largo y de ritmo tan lento como las maniobras del vehículo y los gestos del hombre que sale de él, Franju prosigue la escena con un plano frontal que muestra al impertérrito Génessier recibiendo la noticia con una indiferencia que sorprende al espectador, pero ni de lejos parece asombrar ni al policía (Alexandre Rignault), ni al forense (Michel Etcheverry) que le dan la mala nueva al reputado cirujano.
Esta falta de emotividad o empatía para con emociones propias y ajenas, que conducen la historia por derroteros dramáticos poblados de personajes aislados en sí mismos, es un síntoma (y también un elemento atmosférico de primer orden) que aqueja prácticamente a la totalidad de las pobres almas que deambulan por Los ojos sin rostro. El matizado, gracias a la magnífica labor interpretativa de Pierre Braseur, hieratismo del Doctor Génessier, con algún leve pero significativo apunte humanizador[6], es complementado y hasta dignificado por comparación con el pasotismo del amante de su hija, Jacques (François Guerin), cuya presencia en el (falso) entierro de su fallida esposa parece más formularia que emotiva… por no hablar de la pareja de policías  que pretende tender una trampa al secuestrador y asesino de jóvenes parisinas poniendo despreocupadamente en peligro la vida de una joven ladrona de poca monta (interpretada por Béatrice Altariba), utilizada como cebo humano para excitar al criminal, componen en su totalidad un deplorable fresco que se sobrepone a su cualidad de denuncia, de retrato de un grupo humano deshumanizado, para acabar,  también, formando parte de la pesadillesca atmósfera de la película. Sólo un personaje, paradójicamente el de apariencia más irreal, parece capaz de remontar la inhumanidad generalizada. La trágica figura de Christiane, la chica encerrada que aguarda ambiguamente la llegada de un nuevo rostro que le permita llevar una vida normal, aunque sea a costa de convertir su monstruosidad física en una más abisal y infinitamente peor, parece la única capaz de demostrar un mínimo de empatía por aquellos que la rodean y una mínima conciencia de lo aberrante de su entorno.

No deja de resultar curioso que precisamente el personaje a través del cual el espectador es capaz de encontrar una diminuta y más o menos limpia esclusa emocional real  ante tanta ensoñadora frialdad, sea el que esté planteado de manera más artificiosa: la máscara que porta Christiane, que sólo deja entrever sus muy expresivos ojos y sus cabellos pero no la terriblemente desfigurada cara que se muestra en una ocasión, la transforma en una especie de muñeca viviente y su careta en una segunda piel siniestramente exenta de facciones. Esta distancia que otorga la máscara, minada por la trágica mirada de la joven que expresa un gran abanico de emociones que abarcan desde la ensimismada locura hasta la compasión más elemental, atrapa tanto a su portadora como al resto de personajes en sus respectivos roles. Uno de los únicos momento de razonable duda, o de culpabilidad de nuevo por parte de los personajes más miserables del film, germina en la ayudante del Doctor, Louise, en una visita al cementerio en el que el cirujano profana el sepelio de una de las chicas a la que han hecho pasar por Christiane para arrojar un nuevo cadáver que tampoco sirve a los propósitos del médico, siendo tratado como un fardo. Es una escena en la que el sonido del pico que esgrime el Doctor, cayendo una y otra vez sobre la tumba, provoca un irreal efecto en la mente de la mujer -en la que se intuye una atracción no correspondida por su mentor que sobrepasa lo profesional- que casi quiebra su monstruosa entereza. Curiosamente, el mentado sonido del pico sobre la piedra del mausoleo, se ahoga en otro todavía más irreal por ser mucho más distante, el de un avión que surca el cielo en ese instante y que parece aliviar la torturada mente de la mujer, devolviéndola a su aislamiento respecto al resto de la humanidad. Un aislamiento que Franju no sólo expresa a través de la inasible irrealidad de su impresionante puesta en escena, sino que también marca en el espacio físico en el que se mueven los personajes.

Si antes se ha comentado el hecho de que gran parte del film transcurre en interiores, también es cierto que el París -y sus afueras- mostrado en Los ojos sin rostro está dotado de una irrealidad ejemplar en base a un elemento tan sencillo como efectivo: la imposible blancura de su cielo. Pero, más aún, el deambular de los protagonistas de la película se produce igualmente de forma aislada al del resto de seres humanos que se muestran en el film como una masa anónima. A la casi continua y vistosa aparición de tranvías, trenes u otros vehículos públicos, que implican no sólo la idea de comunidad, ya que en ellos efectivamente conviven varias personas durante la duración del trayecto al destino que hayan elegido, sino también de ruta preestablecida, se contraponen los viajes en coche (o en vehículo privado) del Doctor y su ayudante. Y que, por lo tanto, pertenecen a una clase (¿social?) de personas que se mueven aparte del resto del mundo y con una libertad de movimientos exclusivo de su vehículo, libre de ir por caminos inexplorados y sólo a su alcance. Esta dicotomía, que se diría, por su grado de abstracción formal, más narrativa y expresiva que propia de un comentario social o antropológico, se refuerza al situar el caserón de Génessier en una zona boscosa, en las afueras de París. O lo que sería lo mismo, en los confines de la civilización que Génessier representa en sus simposios ante la clase opulenta de la ciudad, pero que oculta a su vez una monstruosidad inaceptable para la humanidad, representada aquí en una abstracta y desdibujada sociedad.
Es en el transito de la civilización parisina hasta los dominios de Génessier donde tiene lugar una de las mejores secuencias de Los ojos sin rostros, aquella que muestra el abandono de Paris por parte de una de las futuras víctimas de la locura del Doctor, dejando atrás las vías del tren que parecen servir como cerco y frontera a partir de la cual los contornos de lo real se difuminan. La amenazante llegada de la chica (Juliette Mayniel) a la mansión, que sirve de epicentro a un maravilloso contraplano que muestra al bosque que rodea al edificio como un lugar sugerente y surrealista, cuyas luces se encienden como si notaran su presencia, sitúa la película en el terreno en el que nunca deja de moverse como personal vehículo conducido por una muy particular personalidad. La finísima y poco transitada frontera entre lo posible y lo maravillosamente irreal, sin trampa ni cartón y sin artificios dramáticos evidentes, pero igualmente sin parangón en nuestro mundo, reorganizado por la sorprendente mirada de George Franju, hacen de Los ojos sin rostro una película de inclasificable poética, capaz de hallar -y más aún,  transmitir- lo surreal en lo terrenal[7] y que, como el rostro de su protagonista trufado por sus dos alucinados ojos desde los que se asoma al mundo que ya no le pertenece difícilmente, o jamás, podrá reconstruirse algún día[8]. Y que consigue además aunar en su lirismo belleza y horror, ternura y crueldad hasta lo perturbadoramente indivisible, tal y como muestra el gesto final de Christiane, un acto que bajo la mirada de Franju pasa de deus ex machina a pura e irresistible justicia poética. El que muestra a una jauría de perros que parecen obedecer a la ira justiciera de Christiane cayendo sobre el cirujano libres de su cautividad, mientras la chica deja libre a otros presos más afables, los pájaros encerrados que se pierden canturreando en la noche seguidos por la espectral figura de la joven, en el broche final a una película irrepetible.

Título: Les yeux sans visage. Dirección: George Franju. Guión: Pierre Boileau, Thomas Narcejac, Jean Redon, Claude Autet y Pierre Gascar, basándose en la novela homónima escrita por Jean Redon. Producción: Jules Borkon. Dirección de fotografía: Eugen Schuftan.  Montaje: Gilbert Natot. Música: Maurice Jarre. Año: 1960.
Intérpretes: Pierre Brasseur (Doctor Génessier), Edith Scob (Christiane Génessier), Alida Valle (Louise), Alexandre Rignault (Inspector Parot), Béatrice Altariba (Paulette), Juliette Mayniel (Edna Gruber), François Guérin (Jacques Vernon).


[1]Georges Franju nació el 12 de abril de 1912 en Fougères, Bretaña. Se considera el inicio de su verdadera educación sentimental y vital la primera toma de contacto como lector, a los quince años de edad, con historias de Fantomas, escritos de Sigmund Freud y del divino Marqués de Sade. Trabajó durante un tiempo en una compañía de seguros, oficio que abandonó para ayudar a un fabricante de sopa a construir su casa, bajo la tapadera de falso cajero, trabajo inventado con el fin de aplacar la ira paterna. Durante ese tiempo, Franju fue aprendiz de decorador y decorador teatral hasta ser enrolado en el servicio militar, que llevó a cabo en Argelia y del que fue relevado en 1932. De carácter tímido y soñador hasta lo patológico (por lo visto Franju se perdía con una facilidad anormal y en ocasiones sufría ataques de ansiedad ante situaciones que podía no controlar), conoció a Henri Langlois en una imprenta, y junto a él fundó el “cércle du cinéma”, cuya primera proyección fue subvencionada por la familia de su nuevo amigo, por el coste de 500 francos. En 1934, los dos hombres codirigieron el cotrometraje Le métro. Poco más tarde, en 1937, ambos fundaron la imprescindible Cinemateca Francesa -sin la que la Historia del Cine y su percepción hubiesen sido muy diferentes- junto con Paul-Auguste Harlé, y algo más adelante, la revista Cinématographe. En 1938, Franju se erigió como secretario ejecutivo de la Féderation International des Archives du Film, cargó del que se apeó en 1954, tras la liberación de la Francia ocupada y de tomar la decisión, un año antes, de dedicarse por completo a la realización cinematográfica. Cinco años antes había llevado a cabo su primera experiencia en solitario como realizador con el cortometraje La sangre de las bestias, excelente documental corto tan seco y duro en algunos instantes como lírico en otros sin que apenas se denote una distinción entre ambos aspectos de esta pequeña gran película. A La sangre de las bestias, seguiría un buen número de cortometrajes más, para finalmente enfrentarse a su primer largometraje en 1959: La cabeza contra la pared, adaptación de una novela de Hervé Bazin. Un año más tarde, Franju daría la campanada entre público y crítica gracias al polémico film que nos ocupa, Los ojos sin rostro. Tras él llegarían Pleins feux sur l’assassin, Relato íntimo, Judex (de la que, sin haberla visto a excepción de algún fragmento, sólo puedo decir que algunas de sus imágenes hacen la boca agua), Thomas l’imposteur, El pecado del padre Mouret y Nuits rouges, en 1974. Entremedias de estos trabajos, de los cuáles sólo he podido ver Los ojos sin rostros y La sangre de las bestias, Franju fue usado por los servicios secretos marroquíes en el año 1965, que inventaron un falso productor con el nombre de George Figon. Este hombre de paja convenció a Franju sobre la realización de un documental alrededor de la descolonización con el objetivo de secuestrar a uno de los participantes de la película, el opositor Mehdi Ben Barka,  que hacía las funciones de asesor y que desapareció mientras acudía a una cita con el realizador y el falso productor… En un registro menos turbio, Franju también llevó a cabo varios trabajos para el medio televisivo y alguna que otra incursión en el cortometraje documental. Murió el 5 de noviembre de 1987, a los 75 años de edad.

[2]Probablemente por eso Los ojos sin rostro fue un film polémico desde su estreno, siendo su fragmento más fríamente escabroso -el de la operación que extrae el tejido facial como una máscara a una de las pacientes de Génessier- el que comprensiblemente levantó más ampollas entre el público. Su presentación en el Festival de Cine de Edimburgo rozó el desastre desde el principio: debido a su adscripción a la sección oficial del festival, antes de la proyección sonó la Marsellesa… y como el disco estaba rallado, se convirtió en una interminable tonadilla que puso a prueba los nervios del público. Durante la proyección, siete hombres de entre el público se desmayaron, e intentando quitarle hierro al asunto, Franju lanzó en una entrevista posterior que por fin comprendía porque los escoceses llevaban falda. La prensa escocesa rechazó Los ojos sin rostro casi en bloque, llegando al parecer a la agresión física de uno de los pocos críticos que defendió el film de Franju, al igual que gran parte de la francesa pese a algunas voces disidentes como la de Jean Cocteau, que la alabó como una obra maestra de primera magnitud, o la de Allan Resnais. Opiniones a las que, poco a poco pero de forma inexorable, se fueron sumando gran parte de la crítica especializada, marcando las distancias de Franju con sus colegas -por lo general admiradores de su obra- de generación. Lo que no impidió que su llegada a Norteamérica fuese bajo múltiples recortes y un extraño y aprovechado bautismo bajo el título La cámara de los horrores del Dr. Faustus, como parte de un programa doble junto con el film norteamericano y nipón The Manster en 1962. Fuere como fuere, Los ojos sin rostro goza de un indudable status de película de culto más allá de toda discusión sobre sus bondades fílmicas.

[3]Elementos muy atenuados respecto a la novela original de 1959 en que se basa la película, igualmente titulada Los ojos sin rostro, y que fue escrita por uno de sus futuros adaptadores cinematográficos: Jean Redon, que llevó a cabo su traslación al libreto para la gran pantalla con la ayuda de Pierre Boileau , Thomas Narcejac y Claude Sautet, y con la colaboración de Pierre Gascar como dialoguista. Las diferencias respecto al original literario son, al parecer de los que han leído la novela, considerables: necrofilia, alcoholismo, un ayudante drogadicto sometido por Génessier debido a su adicción, una investigación más trabajada que la que puede verse en pantalla (y por lo tanto probablemente más aburrida) un tiroteo a modo de enfrentamiento final y, otorgando uno de los grandes hallazgos del film a Franju en detrimento del novelista Redon, la presencia de la máscara que Christiane porta como una segunda piel facial, parecen ser algunas de las variaciones existentes entre película y novela. Algunos de estos cambios, que no todos, se atribuyen a los deseos del productor Jules Borkon de no incluir sacrilegios porque podrían ofender a los españoles, ni mujeres desnudas porque los espectadores italianos podrían enarcar una ceja de desagrado, ni tampoco sangre porque los franceses no podrían tolerarlo, ni animales heridos porque los ingleses protestarían… Sea por los motivos que sea, y sin pretender aunar castidad con calidad, los cambios hechos sobre el original de Los ojos sin rostro la hacen mucho más natural, y precisamente por ello tan excepcional.

[4]De hecho, se dice que fue el productor Jules Borkon quien encargó a Franju el llevar a cabo Los ojos sin rostro visto el éxito que estaban teniendo las incipientes producciones de la justamente mítica productora inglesa Hammer Films, hogar de los góticos Dracula protagonizados por Christopher Lee y el igualmente revisado mito del Doctor Frankenstein con resultados ocasionalmente sublimes y casi siempre más que apreciables… Pese a que Franju optó por un sendero estético quizás deudor de algunas de las constantes morales que latían bajo las coloristas imágenes de los films de la Hammer, pero muy atemperado por comparación en lo que a su envoltorio visual se refiere. Aunque hablar de envoltorio en el caso de Los ojos sin rostro es de un reduccionismo notable para cualquiera que haya visto el film, ejemplo paradigmático de cómo la forma y el fondo se ven sellados indivisiblemente.

[5]Resulta curioso que la mayor elipsis del film se produzca igualmente en términos casi científicos. El instante en que, mediante unas fotografías y la monocorde voz de Génessier a modo de explicación, vemos el deterioro del nuevo implante hecho a la abnegada Christiane (¿desde su propio nombre, como una derivación de Cristo?) hasta certificar el fracaso definitivo sigue, como hace el resto del film y muy coherentemente, con su ambición casi documentalista que intenta dar una pátina de realismo a Los ojos sin rostro.

[6]El más plausible de los cuales es el que muestra al cirujano en su rutina diaria atendiendo a un niño en el hospital. En esta escena de apabullante sencillez, Génessier demuestra un punto de humanidad, sin afectaciones ni salidas de tono, inaudito en el resto de la película, que sin embargo sí consigue dotarlo de más matices que los desabridos personajes al otro lado de la ley y de sentido de la humanidad más próximo al del público. Hay que añadir que el hecho de que Génessier se oculte del resto de la sociedad así como sus experimentos ya implica un grado de conciencia sobre la maldad de sus actos que lo distancia de la figura del enajenado que se cree por encima del bien y del mal, línea que el cirujano cruza una y otra vez sin que parezca -aunque como digo podría ser sólo en apariencia- distinguir uno del otro.

[7]Probablemente debido a que Los ojos sin rostro es un film rodado en escenarios naturales o reales y no en estudio, a petición expresa del propio Franju que antes que crear una atmósfera determinada, buscaba en lo cotidiano lo que él llamaba lo insólito. Término que, al contrario que lo fantástico, que a decir de Franju no perturbaba el ánimo como sí hace lo insólito, implicaba una suerte de investigación y de indagación en el punto de vista bajo el que ver el mundo para descubrir en él lo que parecía invisible. Ya sea por herencia de su pasado como documentalista en el momento en que encaró Los ojos sin rostro o por afinidad con algunos de sus compañeros de generación, que como él rodaban ya fuese por voluntad o por obligaciones presupuestarias en exteriores, esta búsqueda de lo insólito se diría de importancia capital para hacer de Los ojos sin rostro la película que es.

[8]Pese a todo, la influencia de Los ojos sin rostro en el cine posterior al 1960 de su estreno es ocasionalmente sutil y, a veces, tremendamente obvio. Desde La noche de Halloween de John Carpenter (comentada en este blog el mes de octubre del año 2012), cuyo protagonista Michael Myers se parapeta -o se muestra, según se mire- tras una máscara que recuerda en su deshumanización del portador a la de la heroína de Los ojos sin rostro amén de algunos planos calcados de la película de Franju, hasta la referencia más directa de parte del director Leos Carax en su célebre Holy Motors, pueden encontrarse aquí y allá rastros de cine bajo la influencia del film que nos ocupa. Hasta donde he podido ver con mis propios ojos, Cara a cara de John Woo, Abre los ojos dirigida por Alejandro Amenabar y su consiguiente remake norteamericano de la mano de Cameron Crowe Vanilla sky, son algunos de los filmes que superficialmente parecen más deudores del film que nos ocupa. Por no hablar de la fallida La piel que habito de Pedro Almodovar, que cita el film de Franju como una de sus fuentes de inspiración… aunque ni esta ni de lejos ninguna de las anteriores consiguen transmitir el grado de perturbación que se desprende de Los ojos sin rostro ni dotar de su uso del heteroinjerto del mismo sentido que en la película de 1960.

No hay comentarios:

Publicar un comentario