jueves, 3 de julio de 2014

LA FELICIDAD DE LOS KATAKURI



Los Katakuri quieren ser una familia feliz. O así se diría viendo al abuelo Joini (Tetsurō Tamba), su hijo y su vez padre de sus nietos Masao (Kenji Sawada), la esposa de éste último Terue (Kieko Matsuzaka), los hijos de ambos, el díscolo Masayuki (Shinji Takeda) y la madre divorciada Shizue (Naomi Nishida), acompañada por su hija Yurie (Tamari Miyazaki) y su inseparable perro Pochi, pasando  una agradable velada ante el televisor. Entre risas amables y buena comida casera, en fuerte contraste con la tormenta nocturna que se desata en el exterior de la casa de huéspedes de su propiedad bautizada como White Lover’s Inn., abandonada de la mano de Dios en una zona de difícil acceso bajo el Monte Fuji y prácticamente sin afluencia desde su apertura, la risueña familia contempla atónita y divertida como la funcional aparición en pantalla de un locutor televisivo es perturbada por un insecto que, tras explorar la superficie de la cara de un profesional a punto de perder la compostura, decide inspeccionar nuevos horizontes introduciéndose por uno de los agujeros nasales del busto parlante. Un hecho inesperado propinado por los parabienes de la televisión en directo que provoca la hilaridad en la mesa de los Katakuri mientras, al otro lado de la pantalla, el esforzado periodista (Naoto Takenaka) intenta proseguir con su labor mientras un largo y sonoro crujido se deja oír desde el interior de su cráneo hasta todos los hogares japoneses por tubo catódico. Incapaces de contener las carcajadas pero algo asqueados por la deriva de los acontecimientos durante la hora de la cena y ante la impresión de que la surrealista situación no puede dar más de sí, la familia decide cambiar de canal para aterrizar en un programa de variedades en el que un travestido (Naoto Takenaka, de nuevo) entona una bastante lamentable tonadilla que hace las particulares delicias del clan Katakuri, cuyos miembros están a punto de experimentar una serie de visitas que darán un vuelco a su resignadamente fallido negocio que amenaza con debilitar los lazos familiares de los que lo sustentan, a trancas y barrancas, sobre sus hombros.

Así, y a modo de paradigma de los rasgos más característicos de este film dirigido por el hiperactivo cineasta Takashi Miike[1] La felicidad de los Katakuri, esta secuencia condensa a la perfección algunos de los elementos más definitorios de una película con lo inclasificable como única categoría formal  más o menos delimitable. Una visión de la felicidad impermeable a los vaivenes del mundo exterior, un sentido de la comicidad al borde de lo perturbado, o un constante e imposible zapping genérico que convierte la superficie del film en pura cicatriz capaz de unir los más diferentes estilos en un único y amorfo cuerpo dramático son algunas de los más definitorias características propias de una película con la fuga y la perversión como única forma de preservar unos días felices que sólo parecen existir en la mente de la familia cuya tronada beatitud da título al film. Así, a las tragedias que se ciernen sobre el negocio de los Katakuri en forma de escasos huéspedes que, por los más incomprensibles motivos, acaban muertos y más tarde enterrados en los alrededores del solitario bosque en el que se encuentra el hogar y negocio familiar, se impone un formalmente precario abanico de respuestas: bailes más mal que bien coreografiados al ritmo de canciones de costrosa melodía, un humor negro que no siempre funciona y todo lo corroe, casi sin excepción a base de golpes de efecto sanguinarios o escatológicos, o el giro argumental más peregrino e imposible que devuelve a la familia protagonista una fe en el extraño mundo que los rodea que se recicla continuamente so pena de desfallecer irremisiblemente son algunos de los recursos con los que Miike, a través de la coherentemente infantil narración en off de la menor de los Katakuri, preserva la iluminada inocencia de la familia protagonista.

Y a resultas de tan kamikaze, inofensiva, y casi psicótica forma de vida, La felicidad de los Katakuri exhibe coherentemente y sin timidez un monstruoso y frankensteniano corpus dramático capaz de aunar algunos lugares comunes del cine de horror con otros propios del cine musical o la mentada comedia (negra), trufado de unas muy elaboradas secuencias de animación que suponen lo mejor de la función, siendo todo lo anterior acogido en el seno de un prototípico drama familiar que ante los mentados embates genéricos propinados por Miike -sumado a lo teatral de las interpretaciones del equipo actoral, que a su vez se combina con un raquitismo en la planificación y puesta en escena que pergeñan una consciente impresión de artificiosidad- deriva en la farsa grotesca. Un costumbrismo acechado por la mentada ensalada genérica que dota de un sabor tan  particular La felicidad de los Katakuri, y que a su vez sólo se sostiene por la existencia de las fugas genéricas que amenazan con desestabilizarlo. Así, al retrato a brochazos de la unidad familiar nipona salpimentado con una tendencia al histrionismo más o menos paródico y que supone el apartado del film más sobrio y estable a todos los niveles, Miike contrapone una más que amorfa estructura que torpedea a ojos del espectador la autoridad mental y moral de los Katakuri como personajes vehiculantes de lo narrado en La felicidad de los Katakuri, film planteado desde una óptica a veces histérica, muchas otras inarmónica y, casi sin excepción, movida no tanto por una presunta lógica narrativa sino, se diría, por el más puro capricho. Una, al menos aparente, aleatoriedad que lejos de suponer un problema para el público, acaba saldándose con una indefinición que supone lo más estimulante del visionado del  film de Miike. Una casi permanente, y bastante divertida,  sensación de incredulidad ante lo que transcurre en pantalla producto de retorcidos giros formales (con la bizarra mixtura genérica a la cabeza) y de guión (incontables giros repletos de deus y diabolicus ex machina) que se regodean en su propia desfachatez[2]… y de los que en ocasiones los propios personajes de La felicidad de los Katakuri parecen ser intermitentemente conscientes, pese a que no parezcan responder a una intencionalidad más o menos clara a un nivel narrativo sino, como se comenta algo más arriba, caprichosamente. Esta alegre despreocupación obliga al público a tomar un inesperado partido en una dicotomía que  sólo acepta dejarse llevar por la festiva celebración de la libertad creativa exhibida por el prolífico cineasta o el rechazo ante lo que supone una astracanada no exenta, a pesar de todo, de un relativo poso que se erige como lo más frustrante de una película más meritoria y divertida que plenamente lograda.

Porque más allá de la abigarrada mixtura genérica y tonal de La felicidad de los Katakuri, no hay prácticamente en todo el metraje de este film deliberadamente feísta la más mínima muestra de poesía o armonía que sirva de antesala a un tan particular como posible y defendible sentido de la belleza como generadora de emoción. Más bien al contrario: una fotografía tan pobre como la planificación de la que hace gala un film en el que sólo las estampas familiares -que generalmente recogen a todos los Katakuri en un mismo plano reforzando la unidad de sus lazos- parecen responder a una intencionalidad dramática más o menos premeditada que se sobreponga a la parodia de los lugares comunes del cine de horror o el musical que en el mejor de los casos se encuentran en La felicidad de los Katakuri toscamente emulados, por no hablar de una banda sonora descocadamente hortera o un montaje pausado en los instantes cotidianos pero molestamente crispado cuando la película se adentra en los delirios que le dan su razón de ser, aproximan el film de Miike a la astracanada que disculpa sus errores bajo una hipócrita coartada de ironía autoconsciente que por suerte nunca acaba de cuajar.
Ya sea por cuestiones presupuestarias o por pura dejadez, La felicidad de los Katakuri se percibe como un film construido con puro cartón piedra, como un falso melodrama que se las ve y se las desea para no naufragar en un océano de deliberadamente irritantes canciones que incluyen escenarios que revelan su condición cinematográfica y ficticia al deshacerse ante los primeros acordes entonados con escasa fortuna por los Katakuri, letras subtituladas que van coloreándose al compás de la voz de los actores emulando un karaoke y hasta muertos vivientes que vuelven de sus improvisados sepulcros junto al bosque en el que el cabeza de familia protagonista ha asentado su deficitario negocio para corear una oda a la vida incapaz de resucitarlos una vez la canción ha terminado y la ilusión de un mundo mejor ha dado paso a una realidad de visos grotescos en los que los difuntos no regresan de unas tumbas que no dejan de aumentar en número. Incluso en algunos instantes, parte de los personajes que pululan por La felicidad de los Katakuri parecen ser ocasionalmente conscientes de la tormenta formal y cinematográfica en la que viven inmersos aunque, en muchas otras ocasiones, parecen completamente ajenos a su existencia: ya sea un falso marinero y heredero de la corona inglesa que se hace llamar Richard Sagawa (pésimamente interpretado por Kiyoshiro Imawano) que aparece en diferentes lugares del plano mediante jump-cuts por montaje sin que medie ninguna explicación o justificación narrativa pese a provocar una evidente sorpresa en el militar impostor, o unos imposibles prados verdes dignos del más clásico musical por los que los Katakuri saltan sonrientes y cogidos de las manos en una paródica plasmación de la más estereotipada felicidad que aquí se presenta sin brillo, todo en La felicidad de los Katakuri parece la reconstrucción de una serie de elementos y convenciones, cinematográficas y vitales, que a decir del film de Miike ya no se sostienen por estar desubicadas. 

Todo, desde un padre de familia que ve tambalear su autoridad al ser incapaz de traer el dinero a casa primero debido a una temporada en el paro y luego por levantar un negocio que se aproxima a la bancarrota hasta un hijo que le ha fallado a la dignidad que se presupone de su apellido, se encuentra conscientemente fuera lugar, y más aún si se tiene en cuenta que de los escasísimos rasgos que definen a los protagonistas, los más destacables son la situación familiar que ostentan y el rol que deben (o deberían) jugar desde un punto de vista tradicionalista. Debido a este solapamiento narrativo, que implica que la función dramática de los personajes sea indivisible de su rol familiar, La felicidad de los Katakuri resulta ocasionalmente mecánica en su costumbrismo y forzada (o, de nuevo, falsa a ojos del público) en su búsqueda de la felicidad entendida como puro estereotipo del que la familia Katakuri parece plenamente consciente.
Así, y desde la imposibilidad de mantener la pureza genérica a base de echar mano de otros géneros que sirvan de apoyo pero que igualmente ya no resultan convincentes en su falta de fortaleza, se destila otra incapacidad; la de conservar la inocencia necesaria para alcanzar la felicidad con una mirada limpia que, en La felicidad de los Katakuri, se ha desvirtuado en una visión inocente por ser la de la menor de la familia, pero de una realidad inmoral y pervertida que se niega a contemplar sus propios demonios en una continua huída hacia delante delatada por el rastro de cadáveres que va dejando tras de sí. Pero lejos, y por fortuna, de suponer una deconstrucción racionalizada (y para que pueda ser percibida como tal, más o menos codificada) de todos los elementos que conviven en La felicidad de los Katakuri en una suerte de film de tesis en el que la felicidad se solapa con la locura, la película de Miike conjuga sus deslavazadas y nada moralistas cartas formales en un incendiario juego tan premeditadamente alérgico al análisis como consecuentemente festivo y con escasas, aunque frustrantes, fisuras. Grietas que inesperadamente no provienen de las zonas más anárquicas del film, sino de la mucho más convencional trama familiar que les sirve de base y suponen un retorno a cierto sentido más o menos previsible por realista de una trama que más que atenuar el impacto del desmadrado petardeo que palpita bajo el resto de secuencias, convirtiéndose éstas en un satélite que pervierte la pureza (y la seriedad) de su conservador fondo sin nunca llegar a subvertirlo.

Vista así, y sumando una nueva capa a la irregularidad en que se sustenta La felicidad de los Katakuri a todos los niveles, la de Miike resulta una película harto curiosa por ser prácticamente una elegía al desmadre tonal y a la libertad creativa desde su algo tosco apartado audiovisual que no logra -ni, se diría, pretende- ocultar un fondo conservador algo antipático por carente de matices y, llamativamente, de ironía. Partiendo del dilema familiar personificado en Masayuki, cuyo turbio pasado criminal provoca la desconfianza paterna que perturba el ideal familiar al que los Katakuri aspiran fervientemente, la trama costumbrista que sirve de base dramática a todos los elementos que conforman La felicidad de los Katakuri traza un arco que va desde una consciente disfuncionalidad familiar inicial, sustentada en la perdida de autoridad paterna y la desconfianza hacia el benjamín de la familia hasta la definitiva recuperación de éste como uno más, que sólo llega cuando Masayuki asume a su vez su rol familiar. Una asunción que da comienzo con la llegada al hogar y negocio de los Katakuri de un hombre perseguido por la policía por el asesinato de su mujer y que toma a Terue como rehén, provocando una tensa situación que se resuelve cuando Masao se ofrece como sustituto de su esposa a manos del criminal. En una serie de secuencias que, como la recién explicada, carecen de la ironía o el prisma paródico de los que La felicidad de los Katakuri ha hecho gala hasta ese momento, Miike asienta los escasísimos instantes emotivos de su película, ya sea con el paradójicamente comprensivo cuestionamiento de los actos del asesino por parte del cabeza de familia de los Katakuri o cuando, durante la huída del criminal, el joven Masao salva la vida de su abuelo interponiéndose entre éste y la navaja con la que el desesperado hombre que ha dado muerte a su esposa intenta escapar. Gracias a este acto de aires redentores, llevado a cabo con una honorabilidad que equipara al joven con el anciano que combatió en la Segunda Guerra Mundial y cuyo patriótico sacrificio personal encuentra su eco generacional en el valiente acto de su nieto, Miike culmina el proceso que necesariamente debía cerrarse para que los Katakuri puedan recuperar una felicidad que, aunque se vea paródicamente cimentada en una montaña ahíta de cadáveres en descomposición y por lo tanto se sitúe en una esfera más próxima al fanatismo que al mínimo contacto con la realidad, adquiere su razón de ser en una indivisible unidad familiar, así como los tradicionales roles que la sustentan y la perpetúan[3]. Poco importa un epílogo locamente optimista, capaz de salvar a los Katakuri de la violenta erupción del Monte Fuji bajo el que la familia pretende llevar su negocio  resituándolos en un Edén africano poblado por elefantes y enmarcado por un perenne arco iris, en un final sobrevolado por un deje amargo que advierte al público de la futura defunción del abuelo Jinpei (que también se entera de su destino en ese mismo instante y por la misma voz en off que informa al espectador) un año después de lo acontecido en La felicidad de los Katakuri.

Para entonces, la semilla ha sido plantada y regada por las únicas gotas de respeto que el cínico film de Miike reserva exclusivamente para su estereotipada, pero nunca cuestionada, familia protagonista dueña de una beatitud y buenos sentimientos que contrasta sobremanera con un mundo basado en mentiras, manipulaciones y muertes de las que son testigos de forma tan pasiva como su papel durante gran parte del metraje del film. El resto de entes sociales ajenos a la familia, ya sea el ejército representado por el falso y bufonesco militar Richard Sagawa, el mundo de la televisión a través del suicida y depresivo primer cliente de los Katakuri, o celebridades de una tradición pervertida en el film como ocurre con el luchador de Sumo que acude al White Lover’s Inn. para mantener relaciones sexuales con una menor que muere aplastada por su amante en pleno coito, son parodiadas en sus bufonescas apariciones, pero también en su sufrimiento y posterior muerte, mientras que la venerable familia aparecida al final del film, a modo de reflejo de la imagen que los Katakuri anhelan para sí mismos, es amablemente ninguneada en un contexto en el que todo parece anárquico pero por ello la aparición del Orden y el respeto llaman poderosamente la atención. Siguiendo con ese razonamiento, la definitiva aparición del hombre que ha dado muerte a su esposa y que precipita la conclusión de la trama familiar del film, no sólo es tratada con un atisbo de solemnidad por parte de Miike, sino que su histérica locura es compadecida por un Masao Katakuri que intenta apaciguarlo poniéndose en su lugar al ver a su esposa Terue con una navaja que amenaza con degollarla ante la presencia de la policía. Instantes muy llamativos en un contexto en los que la negrura del inmoral humor imperante en La felicidad de los Katakuri corroe, y para bien, la credibilidad primero de los elementos que la conforman para después hacer lo propio con la del espectador, siendo un film tan tradicionalista en su fondo moral como libérrimo en su festiva y algo feísta plasmación formal.

Título: カタクリ家の幸福 (Katakuri-ke no kōfuku). Dirección: Takashi Miike. Guión: Kikumi Yamagishi. Producción: Hirotsugu Yoshida. Dirección de fotografía: Hideo Yamamoto. Montaje: Yasushi Shimamura. Música: Kôji Endô y Kôji Makaino. Año: 2001.

Intérpretes: Kenji Sawada (Masao Katakuri), Keiko Matsuzaka (Terue Katakuri), Shinji Takeda (Masayuki Katakuri), Naomi Nishida (Shizue Katakuri), Tetsurō Tamba (Jinpei Katakuri), Tamaki Miyazaki (Yurie Katakuri), Kiyoshiro Imawano (Richard Sagawa).





[1]Nacido el 24 de agosto de 1960, el más que prolífico director Takashi Miike creció en el seno de una de las muchas familias de clase trabajadora de su ciudad natal Osaka, concretamente en su zona porteña, en Japón. Muy aficionado a jugar con animales (y, según parece, a hacerlos saltar por los aires con petardos), el pequeño Takashi Miike jugó al rugby durante tres años, hasta que una de sus mayores aficiones se impuso sobre todas las demás: las carreras de motos. Debido a la más que ajustada economía de parte de su entorno social y familiar, Miike vivió una infancia tan feliz como alejada de toda cultura, siendo su primera experiencia como espectador cinematográfico cuando ya había alcanzado la  adolescencia, a través de la magnífica película de Steven Spielberg El diablo sobre ruedas que asistió a ver junto con su padre. Una figura paterna que marcó una imagen de masculinidad en su retoño consistente en beber y apostar, y que al joven Miike le parecía, en su desacomplejada virilidad, sumamente atractiva. Quizás por ello, al joven Miike le fascinaba no sólo la sensación de velocidad que obtenía al manillar de su moto, sino la del peligro que suponía dicha sensación y que acabó con la vida de algunos de sus amigos con los que compartía la misma afición. A decir de Miike, cuando uno de ellos sufría un accidente mortal durante una de sus carreras, éstas se abandonaban durante una semana… hasta que volvía a echarse de menos el riesgo que ahora, y con la muerte de amigos y compañeros fresca en la memoria, se duplicaba en excitación. Pero ante la imposibilidad de labrarse una carrera como motorista profesional, Miike intentó labrarse una vida como mecánico que le permitiera abandonar el hogar paterno, lo que no fue posible al exigírsele unos conocimientos matemáticos y físicos de los que Miike no sólo carecía, sino que le daba pereza estudiar. La misma gandulería, sorprendente en un realizador cuya hiperactividad hace del total de su filmografía una casi imposible de rastrear completamente, le llevó a rechazar la posibilidad de ganarse un salario trabajando para la mafia japonesa Yakuza, que campaba a sus anchas en Osaka reclutando a algunos de los conocidos del realizador de La felicidad de los Katakuri y que más tarde protagonizaría, directa o tangencialmente, muchas de sus películas que pese a todo se inspiraron antes en miembros de la yakuza cinematográfica y no en la real. Pero la vida de Miike dio un vuelco al oír casualmente por la radio una cuña publicitaria de la Escuela de Cine y Medios Audiovisuales de Yokohama fundada por el famoso realizador de la Nueva Ola Japonesa Shôei Imamura, que prometía a todo aquel que se inscribiera una carrera en la que no era necesario pasar ningún examen para ingresar. Así, a los 18 años de edad, Takashi Miike comenzó su aprendizaje en el medio que le haría célebre, estudiando gracias a los ahorros de sus padres y viviendo en un apartamento alquilado en Yokohama pagado de su propio bolsillo gracias a su flamante empleo en un club nocturno de la misma ciudad. Allí, entablando conversación con algunos militares norteamericanos y escuchando música detrás de la barra, se sentía más cómodo que en la propia escuela de cine a la que , tras ver que el ambiente que allí se respiraba era de una engolada artisticidad asfixiante, únicamente asistió durante los dos primeros meses de su primer año en las aulas de la Escuela Yokohama, y sólo a un par de clases durante el transcurso del segundo curso. Gracias a este absentismo galopante y a la visita que llevó a cabo un ejecutivo televisivo a la búsqueda de un becario que trabajara gratuitamente en su empresa, la Escuela de Yokohama se desembarazó de un Miike que suponía el único estudiante libre de los proyectos universitarios que copaban todas las horas del resto del alumnado. Abandonando su puesto en el club nocturno, Miike se convirtió de la noche a la mañana en uno de los ayudantes de producción de la serie Black Jack, puesto que le permitió comprobar como gran parte de la gente que trabajaba en el medio lo hacía como forma de ganarse la vida sin plantearse la calidad del resultado final y que le hizo tomar la decisión de no trabajar jamás como empleado de una productora. Pese a todo, Miike trabajó como freelance para el mundo televisivo durante los siguientes diez años, cerciorándose de que, debido a la funcionalidad con la que muchos llevaban a cabo sus trabajos dentro de sus bien delimitados horarios, muchas producciones lograban terminarse gracias la más anárquica labor de los autónomos que trabajaban de sol a sol. Obteniendo una media de entre cuarenta y cincuenta contratos por año, y habituándose a un frenético ritmo laboral que pronto se convertiría en una de las constantes de su carrera, Miike alcanzó el puesto de ayudante de dirección para poco después abandonar el medio por considerarlo definitivamente poco creativo para sus aspiraciones. Curiosamente su primer trabajo en el mundo del cine fue a las órdenes del fundador de la Escuela de Cine de Yokohama a la que prácticamente ni asistió, Shôei Imamura, como tercer ayudante de dirección de Zegen, para repetir con él dos años más tarde y en el mismo rango con la premiada Lluvia negra, en la que Miike hizo su primera aparición frente a la cámara como actor. Para 1991, y tras trabajar en otras producciones cinematográficas, Miike era ya primer ayudante de dirección del film Shimantogawa, y coincidiendo con la bonanza económica japonesa fruto de ingentes inversiones internacionales que también recalaron en una floreciente industria cinematográfica, pronto pudo dar el salto a la dirección. Fue bajo el recién estrenado paraguas videográfico de la Tôei bajo el sello V-Cinema y gracias a la renuncia de los productores e impulsores de la marca a trabajar con directores de renombre que pudiesen poner pegas a sus comerciales objetivos que recayó en Miike la filmación de Eyecatch Junction, aunque habiendo ya firmado para la dirección del film le fue ofrecido un nuevo encargo (Lady Hunter) que filmó en tal sólo dos meses y durante la producción de Eyecatch Junction, el primer encargo de Miike como realizador que fue también el primero en llegar al mercado, pese a que curiosamente fue el segundo en culminarse. La libertad adquirida, siempre que ciñiéndose a lo escandaloso, sexual y violento que se esperaba de V-Cinema, en el mercado videográfico de películas que no pasaban por salas comerciales, permitió a Miike dar rienda suelta a la más desaforada crudeza visual que habría resultado impensable en una producción destinada a su estreno en salas de cine, que llegó para el realizador de La felicidad de los Katakuri en el año 1995 gracias a Daisan No Gokudô, pese a que antes rodó el primero de sus films planteados para su estreno en salas, Shinjuku Triad Society, que una vez más fue el segundo en estrenarse. En cualquier caso, ambas certificaron para un público más amplio del que había disfrutado Miike hasta entonces la tendencia al sadismo y la más estilizada ultraviolencia que poco a poco le cimentarían un nombre controvertido como pocos. Contando con alrededor de noventa filmes dirigidos en su haber, la carrera de Miike dio el primer salto internacional gracias a Fudoh: the next generation, que por aquí pudo verse en el Festival de Cine de San Sebastián, siendo el primer film de Miike que pudo ser visto oficialmente en el estado español. Pero la campanada generalizada llegaría en el 2001 gracias a la ya mítica Audition, cuyo insoportablemente cruel tramo final hizo correr ríos de tinta pero también llamó poderosamente la atención tanto de la crítica como de parte del público que si bien no acudió en masa a las escasas salas en las que se proyectó, comenzó un culto a Miike en nuestro territorio que poco a poco iría afianzándose entre la platea más freak de la que el director, pese a lo que muchas de sus películas podrían hacer pensar, empezaría a sentirse algo distante por alejado a querer encasillarse en una forma de ver el cine determinada de la que siempre ha huído en su interminable filmografía, en la que además de las ya mentadas, encontraríamos: Young Thugs: Innocent Blood, Rainy Dog, Full Metal Yakuza, The Bird People in China, Andromedia, Blues Harp, Young Thugs: Nostalgia, Man, A Natural Girl, Ley Lines, Silver, la trilogía Dead or alive, Salaryman Kintaro White Collar Worker Kintaro, la miniserie MPD Psycho, The city of Lost Souls, Guys from Paradise, Family, Visitor Q, la brillante, ultraviolenta y célebre Ichi the Killer, Agitator, Graveyard of Honor, Gozu, la muy reinvindicable Llamada perdida, la bizarra (lo que ya es decir en este contexto) Zebraman, que conocería una secuela igualmente dirigida por Miike, La gran guerra Yokai, que junto con el díptico del hombre cebra supondría una de las esporádicas incursiones de Miike en el llamado cine infantil en el que incurriría en Ninja Kids!… el maravilloso episodio para la serie Masters of horror, La Huella, Izo, Crows Zero y Crows Zero 2, Sukiyaki Western Django (que contaba con la aparición como actor de uno de sus admiradores y difusores del cine de Miike en occidente, Quentin Tarantino), la excelente y raramente estrenada en España Trece asesinos, Hara-Kiri: muerte de un samurai… Además, por supuesto de La felicidad de los Katakuri que supone, para muchos y pese a no ser ni de lejos su película más lograda, la quintaesencia de algunos de sus motivos más recurrentes, además de ser probablemente el mejor ejemplo de lo que el cine de Miike representa para una parte importante -la más freak- de su público. Una larga lista que el aficionado al cine de Miike sabrá más que incompleta pero cuyo resumen se hace prácticamente imposible debido en parte a que su actividad se desparrama incontinentemente a cada año que pasa, aunque espero sirva este pequeño resumen de muestra del trabajo de un realizador abúlicamente entregado a su causa, pues asegura que lo que más le atrae de su oficio de director es que los que realmente trabajan son el equipo técnico y artístico, pero cuya increíble constancia no tiene parangón.


[2]Ignoro si dichos giros son fruto de la desprejuiciada imaginación del guionista Kikumi Yamagishi, o ya existían en el film en el que se basa La felicidad de los Katakuri, la coreana película titulada en el mercado anglosajón The Quiet family, de la que como decía me es imposible certificar el grado de mérito que le corresponde en los delirios del film de Miike, al no haberla podido ver. En cualquier caso, Sonrisas y lágrimas parece a buen seguro uno de los modelos cinematográficos en los que se inspira la estética kitsch de algunos de los momentos de La felicidad de los Katakuri, aunque sea desde una óptica casi paródica, al igual que ocurre con los instantes más intimistas, similares en su superficie -y por supuesto, sólo parecidas en ese único aspecto- a las del cine de Yasujiro Ozu, del que este film de Miike parece un reverso petardo, desgarbado, y rematadamente cínico en comparación con el humanismo de la puesta en escena de Ozu.




[3]Unidad, la de la familia, que ya había hecho un similar, aunque mucho más agresivo, acto de aparición en la filmografía de Takashi Miike. Visitor Q, estrenada un año (y ¡cuatro películas!) antes de La felicidad de los Katakuri. En ella, la brutal disfuncionalidad de una familia nipona formada por un hombre, su mujer y el hijo de ambos, se repara gracias a la llegada de un misterioso visitante que pone las cosas en un particular orden, más bizarro que el resultante de los mucho más inofensivos Katakuris, pero Orden al fin y al cabo. Trazos de la ruptura o desintegración de los lazos familiares asoman igualmente en el abandono infantil que provoca los hechos recogidos en la terrorífica y por reivindicar Llamada perdida, aunque sus puntos en común con en el cine de horror nipón de finales del pasado milenio, con The Ring o Dark Water o The eye a la cabeza de una incontable ristra de películas llevadas a cabo con desigual fortuna desvirtúan un tanto esta posible constante, ya que la familia rota era precisamente uno de los más recurrentes orígenes del Mal dentro del género entendido desde el llamado J-Horror en el que Llamada perdida se integra sin problema aunque muy por encima de la media cualitativa. Además, hallamos también en La felicidad de los Katakuri una de las constantes del cine de Miike, la proliferación de personajes a la búsqueda de la felicidad o, yendo un poco más lejos, de algo que dé sentido a su existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario