viernes, 22 de noviembre de 2013

EYES WIDE SHUT




Una mujer de espaldas a nosotros danza coquetamente ante un espejo, contemplando el reflejo de su cuerpo desnudo mientras se desprende de sus gafas y sus pendientes. Su marido, igualmente desnudo, se introduce en el sensual baile que tiene lugar dentro del marco y, besuqueando a su esposa, la acaricia mientras ésta enrosca sus brazos entre risitas ebrias antes de mirarse por última vez a los ojos al otro lado del espejo, ensimismada.
Antes, los miembros de este matrimonio han sido presentados, juntos y por separado, como los Harford, acaudalados habitantes del enigmático film póstumo del mítico director Stanley Kubrick[1]: Eyes wide shut. La primera vez que vemos a Alice Harford (una impresionante Nicole Kidman) es en la imagen que abre el film: una imagen descontextualizada en la que podemos contemplarla de espaldas, a una distancia que nos permite admirarla a cuerpo entero desnudándose con decisión en la intimidad de su hogar, sin nunca llegar a verle la cara pero advirtiéndola como objeto de deseo tan honesto en su desnudez como enigmático en su anonimato. Tras esta única imagen, cercenada por montaje con un simple corte, Eyes wide shut[2] se repliega sobre sus títulos de crédito iniciales para dar paso, tras una instantánea de las calles nocturnas de Nueva York, al aturdido protagonista del film: Bill Harford, interpretado por un Tom Cruise que no siempre alcanza el grado de matices deseable en su actuación. Un hombre sin dobleces que aparece entrajado en su primera toma de contacto con el espectador, listo para una fiesta navideña, evento organizado por Victor Ziegler (Sydney Pollack) que reúne a la creme de la creme de alta sociedad neoyorquina, a la que tanto él como de rebote su esposa han sido invitados.
Harford es un personaje que no parece contemplar otra cosa que a él mismo, algo ausente y despistado pero no por ello menos seguro de sí mismo y de lo que lo rodea. De exitosa profesión médico, como sabremos más tarde, la vida de Harford parece basarse en una confianza tan inquebrantable como indemostrable de que todo se mueve según unas convenciones y normas que controla con racional agrado y comodidad. Parámetros que serán mostrados en el primer tramo del film de Kubrick bajo un retrato de la cotidianeidad de los Harford como quintaesencia de un tibio matrimonio burgués que se sostiene pese a los seductores embates del resto del mundo. Así, Alice, fuerte y sensual ama de casa coleccionista de arte, coquetea bailando lánguidamente borracha con uno de los invitados de la fiesta mientras Bill, juguetón y adulado, se deja acompañar por dos mujeres que pretenden seducirle pero que ven malogradas sus intenciones cuando el dueño del lugar reclama los servicios del personaje de Tom Cruise como médico. Lo más llamativo de este retrato es que, pese a su concreción y lo expositivo que resulta lleno de detalles tan nimios pero efectivos como la omnipresencia de los anillos de matrimonio en casi todos los planos en que aparecen Bill y Alice, o el largo trago de una copa de champán que bebe casi del tirón en una fiesta en la que no parece sentirse especialmente a gusto sin nunca llegar a expresarlo claramente, su puesta en escena es de una curiosa y lograda irrealidad. Siendo Eyes wide shut una película considerablemente opaca por enigmática y sugerente, por su constante tendencia a mostrar algo y al mismo tiempo sugerir su contrario sin explicarse ni tomar partido por ninguno de los dos, el talento de Kubrick brilla en este primer tramo al resultar próximo y distanciado, irreal y cotidiano hasta concluir, tras los juegos de marido y esposa con sus respectivos pretendientes a los que abandonan en nombre de la fidelidad matrimonial, en el sensual escarceo sexual que se comenta al inicio de esta entrada.

Hasta ese instante y aún algo más allá, la distanciada y elegante planificación compuesta mayoritariamente por planos secuencia con escasísimos primeros planos, las extrañamente afectadas pero muy convincentes interpretaciones o, muy especialmente,  una vaporosa fotografía repleta de un antinatural colorido que parece sumir en la neblina casi todo lo que ocurre en gran parte del film,  con una dirección artística que achata las puertas de forma imposible mientras parece trastocar las distancias y proporciones del mobiliario produce la sensación de estar contemplando los interiores de una Nueva York invernal e imposible poblada de personajes igualmente irreales. Una muy sugerente sensación que toca techo en el mejor instante del film, que otorga un rumbo diferente, mucho más constreñido que el mucho más amorfo y vivificante que parecía gobernar Eyes wide shut hasta ese momento.
Una brillante e hipnótica escena en la que Alice Harford y la actriz que la interpreta devoran por completo a sus respectivos maridos, dentro y por entonces fuera de la ficción[3], revelándole, tras dar unas caladas a un porro de marihuana, una fantasía que tuvo años ha con un oficial de la Marina con el que cruzó una mirada furtiva en un hotel, que suficiente para tentarla a abandonarlo a él y a la hija de ambos. Este magistral instante viene precedido por una discusión en la que cuanto más habla el médico, al que la fotografía arroba en colores cálidos, más absurdas parecen sus paternalistas y machistas visiones sobre el hombre y la mujer y su simple forma ver el mundo. A cambio, su esposa, parapetada por un frío azul antinatural que se cuela a través de la ventana, se mueve como experimentado pez en aguas turbias riéndose de él irritantemente y tratándolo como un niño cuya ilusión en una realidad segura se resquebraja al escuchar una declaración capaz de hacer dudar al prestigioso médico de su hombría, su inocente seguridad, su lugar dentro del matrimonio Harford y su estabilidad a todos los niveles.

A partir de ahí, Eyes wide shut se articula en base a consecutivos encuentros del Doctor Harford con una serie de mujeres en las más variadas situaciones que parecen moverse por un objetivo común: ofrecerse sexualmente a Harford… y que pese a la irresistible atracción que sienten por el personaje interpretado por Cruise, son rechazadas por éste en el último instante por el motivo, a veces inadvertido hasta más adelante y otras no,  que ha hecho de Harford un morador nocturno de la ciudad: la Muerte.
Si la conclusión del relato de Alice Harford, que hace las veces de detonante del drama en que hasta cierto punto se concreta Eyes wide shut, coincide -impidiendo una discusión o una reconciliación al respecto- con la muerte de uno de los pacientes del médico (que se ve en la obligación profesional o social una vez más de acudir a dar el pésame a la familia), también lo es, de forma más taimada, en el caso del equívoco ligoteo a tres bandas que Bill Harford mantenía con dos mujeres en la fiesta del inicio del film antes comentada, interrumpido cuando es reclamado para atender una sobredosis que casi provoca la muerte de una turgente mujer que aparece postrada completamente desnuda. Y a la que Harford atiende sin desviar su mirada de sus ojos cerrados pese a que Kubrick se encarga de mostrarla en todo su desnudo esplendor, regodeándose en el escorzo de sus senos con los pezones erectos. De este modo, la tan trillada como interesante (además de comprensible en el caso de la maravillosa novela corta Relato soñado escrita por Arthur Schnitzler[4] que inspira el guión, escrita en los albures del psicoanálisis freudiano[5]) relación entre Eros y Tanatos aparece, a veces de manera indivisible dentro del film y otras desde la distancia entre escenas, como pivote vital del periplo del personaje de Cruise, que se ve progresivamente atrapado en un mundo que refleja unos anhelos, los suyos, que es incapaz de consumar pero de los que tampoco puede zafarse. Convertida así en un ambiguamente expresionista juego de espejos tanto para el personaje principal como para el espectador, con escenas que cobran y cambian de significado a medida que la película avanza a su moroso ritmo, Eyes wide shut tiene precisamente en su ecuador la escena más exuberante, que hace de bisagra entre los dos mundos por los que transita Harford, bastante polémica en su día pero muy significativa tanto por sus virtudes como por sus defectos extensibles a casi todo el resto del film: la secuencia que retrata una orgía llevada a cabo por un extraño grupo de hombres y mujeres parte de una sociedad secreta.
Es una misteriosa escena en la que el médico va a parar a una mansión situada fuera de la ciudad -o alejado de la civilización que parece haber castrado toda capacidad de iniciativa o de entender el mundo de forma más amplia por parte de Harford- a la que sólo se accede mediante un santo y seña[6] y cuyos huéspedes, todos ellos enmascarados, celebran una especie de ritual de tintes cuasi religiosos que concluye con una gélida orgía repartida por toda la casa con participantes y meros espectadores mezclándose de forma indistinguible tras sus inexpresivas máscaras[7]. La puesta en escena de Kubrick, que aquí lleva su ocasional sentido del esteticismo a sus más altas cotas, eleva a elegante y salva de lo kitsch un instante que fácilmente podría haber caído en el ridículo (y no digamos ya si se mira desde una óptica supuestamente escandalosa) más estrepitoso, pero cuya brillantez formal de belleza y composiciones pictóricas, de antinatural simetría dentro del plano, resulta tan perfecta… como fría. Esta deshumanizada frialdad en un instante cuya sexualidad ha dejado de ser insinuada -como había sido hasta entonces en el film-  para ser frontal y bastante explícita, revela el elemento del que Eyes wide shut desgraciadamente, y pese a su exquisitez, carece: sensualidad.

El empaque audiovisual del film de Kubrick, pura orfebrería repleta de detalles, más recargado en esta secuencia pero tan impresionante como durante el resto del algo excesivo metraje del film, resulta misterioso y llega a ser inquietante, pero pocas veces alcanza a ser todo lo perturbador que podría haber sido de resultar más seductor y apetitoso además de bellamente amenazador. Este inconveniente, que aquí resulta más evidente por la frontalidad sexual antes comentada y que acaba siendo en ocasiones más estética que excitante, lastra un tanto la pegada del film una vez el inesperadamente celoso Doctor Harford ha puesto un pie en la calle perdiéndose en su propio laberinto de espejos -siendo la orgía tal vez reflejo complementario de la fiesta del comienzo de la película- hasta no reconocerse ni en sus propias acciones ni en el mundo que lo rodea, en el que todo le recuerda insultantemente, y a veces de viva voz, a su imposibilidad de consumar una relación con alguna mujer que no sea la que lleva su alianza. Si planteamos gran parte de Eyes wide shut como un continuo coitus interruptus, en el que el motivo de interrupción es la amenaza de la violencia y la muerte, el impulso más o menos vengativo del turbado Dr. Harford -incomprensiblemente subrayado una y otra vez hasta lo cansino por unos horrendos flashbacks en un granuloso blanco y negro que rompen lo expositivo de la película- para con su esposa, nunca acaba por darse la mano con un apetito sexual del que o Harford parece carecer en ausencia de su mujer o bien Cruise es incapaz de transmitirlo como intérprete. Quizás por ese motivo, el moroso deambular de Bill por una oscura Nueva York, recogida mediante largos seguimientos del personaje muchas veces siguiéndolo desde atrás, puede resultar comprensible inicialmente, pero poco a poco pierde fuelle hasta asomarse al precipicio de lo rutinario, más allá del tortuoso (y por ello pesadillesco) ritmo que imprime a las imágenes. De hecho, prácticamente todas las escenas del film, una vez este se enrosca alrededor de los celos de su personaje principal y pone sobre el tapete el sexo y la muerte como moneda de cambio vital y un distante extrañamiento como tono, parecen estar planteadas de forma casi idéntica en lo formal con elementos que se repiten aquí y allá a modo de estribillo.
Pese a los indudables puntos en común en lo temático entre ellas, prácticamente todas las escenas que ilustran las idas y venidas del médico comienzan con largos planos de situación que recogen la conversación de éste con algún personaje con el que se haya encontrado en su camino, para seguir luego con la misma conversación pero ahora mediante el uso, no demasiado justificable desde un punto de vista narrativo, del plano y contraplano. Esta casi idéntica estrategia de planificación, sea cual sea el contenido dramático de la escena, tiene en su aspectos más frustrantes una sensación de repetición que a veces acaba, como decía, por ser monótona en su falta de énfasis que lo iguala todo y lo hace artificial, pero en sus aspectos más estimulantes una muy lograda sensación de extrañeza basada en lo mecánico y anormalmente distante -a lo que ayuda considerablemente la interpretación de Cruise, que oscila entre parecer aturdido y superado por los acontecimientos o ajeno a todo lo que le rodea tras su perenne sonrisa[8]- de algunas acciones que no por ocasionalmente cargante resulta menos turbador.

Esta inasible impresión de tenebroso e implacable (aunque físicamente indemostrable) orden perceptible pero incomprensible, al que el personaje es ajeno y el espectador testigo incapaz de comprenderlo, en base a una repetición casi más propia de un minimalista movimiento musical que de lo habitual en una secuencia cinematográfica, se refuerza gracias a diálogos que avanzan a trompicones y que se ven obligados a repetirse una y otra vez de forma llamativa por poco cinematográfica, pronunciados además por personajes absurdos de movimientos flotantes y parsimoniosos hasta lo exasperante, situaciones esperpénticas, composiciones de plano simétricas, o pequeños detalles como una jovencita (Leelee Sobiesky) que en una conversación en la que es ofrecida como objeto sexual por su propio padre (Rade Serbedzija) no parpadea en ningún instante… Todo esto produce una envarada  extrañeza que no cuaja en terror por carecer de esa sensualidad que haría de Eyes wide shut una película más abisal y dolorosa que inquietante, pero que también podría ser una expresión de la impermeabilidad de Harford para entender lo que le rodea, de su imposibilidad de dejar de actuar idénticamente ante situaciones diferentes, una vez la ilusoria burbuja en la que ha vivido durante sus años de matrimonio parece haber estallado. Mediante esta estrategia de planificación, del film de Kubrick se destila un decalaje entre lo que muestra -lo que en él ocurre- y la forma en que es mostrado que distancia al personaje principal de lo que transcurre, dotándolo de una vaga ensoñación primero misteriosa y luego amenazadora por presumiblemente violenta e incomprensible para un hombre que creía su vida idéntica e indivisible a su forma de verla. Este levemente onírico -y por su levedad, mucho más desconcertante y punzante- subjetivismo encuentra su eco en el montaje del film, lleno de fundidos que no sólo ilustran previsiblemente el paso del tiempo, sino que deshacen las fronteras entre lo físico y lo pensado, haciendo de las múltiples ocasiones en que un primer plano de Cruise se diluye en uno que lo muestra andando o conduciendo, una fusión entre Harford como sujeto y la porosa realidad que lo rodea y ha dejado de ser segura o entendible para volverse, al igual que su banda sonora, siniestramente obsesiva y tejida antes por intuición[9] o instinto que por una racionalidad que se deshace ante lo inabarcable.

Este aspecto, muy logrado, de Eyes wide shut, alinea de nuevo muchos de los elementos que la componen orientándolos hacia una esquiva y reposada sensación de perdida de control propio a favor de otro ajeno a la voluntad, de pesadillesca inexorabilidad en la que las fronteras entre sueño y vigilia se han suspendido y la mente racional de Harford es incapaz de volver a distinguir… y de que el personaje interpretado por Cruise, inicialmente orgulloso y seguro de sí mismo, es un pobre diablo a merced de poderes y fuerzas, propias y extrañas, que creía dominar pero de las que poco a poco se va dando cuenta que apenas logra a avistar la inasible punta de un iceberg capaz de aplastarlo en cualquier instante.
De esta manera, el reflejo de unas escenas en otras, a veces planteadas las unas como un contraplano de las otras como si a cada puerta que se abriera en el film diese comienzo una pequeña pieza audiovisual independiente, provoca que se complementen entre ellas hasta dar un film de construcción tan compleja como rico en lecturas a cada nuevo visionado. Lo que no implica que Eyes wide shut esté planteada como una forma de mostrar la realidad como oposición a la fantasía, sino como un todo indivisible que se complementa incesantemente casi de manera ritual, y por lo tanto inexorable, aunque con distintos grados de irrealidad que la hacen más o menos misteriosa hasta la salida del sol, a la mañana siguiente.
Sin variar un ápice la reiterativa planificación de Eyes wide shut, la luz del día hace de la ciudad de Nueva York un lugar más reconocible, pero también mucho más vulgar en el que encuentros con nuevos personajes parecen ecos de los que Harford conoció durante la noche anterior -y viceversa, igualadas en su forma todas las escenas gracias a la sensación de claustrofóbica repetición que da la planificación del film como si en el fondo no estuviese pasando nada en un dilatadísimo tiempo muerto en el que todo puede ser real… o no- relatados en un ritmo casi tan moroso como durante la noche pero sin la aureola de misterio que tenía en esos instantes. La atractiva y amable prostituta (Vinessa Shaw) a la que Harford acaba pagando por una conversación es sustituida por su compañera de piso, menos agraciada y más agresiva sexualmente aunque igualmente agradable, que le confiesa que su amiga, a la que Harford rechazó, es portadora del VIH. Por otro lado, la mujer (Julienne Davis) cuya sobredosis interrumpió el flirteo del médico con otras dos mujeres en la fiesta, y que sobrevivió gracias a los cuidados de Harford, aparece muerta, reducida ella a mera carne -quizás por su culpa- y a él en doctor fallido y, desde su óptica, en un ser humano presuntamente culpable, con un conocimiento inútil del que sólo la buena fortuna y la sexualidad reducida al ámbito del matrimonio rescata de la destrucción que lo ronda y que también puede emanar de él.

A cambio y con la salida del sol que no tarda en volver a ocultarse, el misterio criminal alrededor de la identidad de los miembros de la sociedad secreta y su resolución parecen tomar las riendas del film en un último tramo no más complejo pero sí más complicado por una trama detectivesca poco interesante que por fortuna no logra, probablemente por no pretenderlo, ocultar su condición de señuelo, de macguffin al servicio del retrato de un hombre que se asoma al mundo desde la atalaya de su matrimonio y es incapaz de aprehender lo que ve y mucho menos intervenir en ello, debiendo asumir la derrota de la razón ante sus propios miedos y anhelos. De este modo, el aparente poderío de la secta de plutócratas que persigue al médico como recordatorio de sus “pecados de pensamiento” se diluye en la posibilidad (y sólo en la posibilidad) de que no hay un orden establecido: los principios de Bill Harford se deshacen en contacto con sus sentimientos y las algo patéticas dudas sobre la fidelidad de su esposa, y el miedo y la paranoia le hacen ver fantasmas de la conspiración que podrían existir realmente como poderosos controladores de su destino, pero cuya naturaleza nunca llega a concretarse. Con lo que todo se disuelve en una pegajosa cuestión de fe tan volátil como absurda y que acaba por hacer de lo racional una fútil defensa o una inútil forma de entender una para siempre esquiva realidad.
Harford, tras igualarse con su mujer en su impotente angustia existencial, acaba atisbando lo que Alice, en representación del deseo que se escurre de los límites de lo considerado civilizado (el matrimonio) aunque sea desde la fantasía, parece haber asumido antes que él: la angustiosa y a veces culpable dualidad entre lo deseado y lo hecho, condensada en las repetidas miradas que se lanza a sí misma en el espejo (en una película llena de reflejos…) en más de una ocasión, y la elevación de los impulsos básicos a una forma de ritual[10], con el matrimonio como su máxima -y más segura- expresión, como única manera de reafirmarse, como lo único sólido de una realidad incomprensible por inmensa. No parece casual que el grueso del cuerpo de Eyes wide shut, la morosa pesadilla movida por los celos y la culpa, es el que da comienzo tras el sugerente -y también práctica y significativamente el único- fundido en negro que cierra la escena que se describe en el inicio de esta entrada, tenga lugar entre dos invitaciones al coito que dan al film un aire imperfectamente circular. Y que además sean las únicas que -la primera seguro, la segunda muy posiblemente- acaban cumpliéndose en un recurso bastante habitual en parte de la filmografía del director: el de hacer de los impulsos básicos pilares de la sociedad que los reprime pero que se ve obligada a convivir con ellos para sobrevivir. Lo que hace de esta película a veces fascinante pero otras algo cansina un cuento moral, un retrato sobre los anhelos, límites y miedos de un hombre que no busca ser ejemplarizante en su nihilismo, haciendo de los placeres del sexo parte de un acto tan mecánico y necesario como inevitable y verdaderamente real antes de ser arrojados de nuevo al caos.

Título: Eyes wide shut. Dirección: Stanley Kubrick. Guión: Stanley Kubrick y Frederic Raphael inspirándose en la novela corta Relato soñado de Arthur Schnitzler. Producción: Brian W. Cook, Jan Harlan y Stanley Kubrick. Dirección de fotografía: Larry Smith. Montaje: Nigel Galt. Música: Jocelyn Pook. Año: 1999.
Intérpretes: Tom Cruise (Bill Harford), Nicole Kidman (Alice Harford), Sydney Pollack (Victor Ziegler), Todd Field (Nick Nigthingale), Marie Richardson (Marion), Sky Du Mont (Sandor Szavost), Rade Serbedzija (Millich), Leelee Sobieski (hija de Millich).


[1]Director polémico donde los haya, acusado de estafador vendedor de humo con el autobombo como único mérito destacable por unos y ensalzado como genio del cinematógrafo por otros, Stanley Kubrick es aún, a día de hoy, motivo de algunas encendidas discusiones entre la cinefilia. Nacido en el barrio neoyorquino del Bronx el 26 de julio de 1928 en una familia judía con raíces centroeuropeas, estudió en la Taft High School en la que desarrolló dos de sus mayores aficiones, que le acompañarían de por vida: la fotografía y el ajedrez. Estuvo tentado por el sacerdocio como profesión, pero un par de sus fotografías le proporcionaron un puesto en la revista Look, para la que hizo más de un reportaje poco o nada interesante para él, mientras hacía sus pinitos como batería de un conjunto musical de jazz. Dada su imposibilidad de ingresar en la Universidad, Kubrick se inscribió como oyente en la Columbia University de Nueva York. Tras casarse con Toba Metz y viviendo ambos en el Greenwich Village, Kubrick se hizo asiduo a la Cinemateca del Museo de Arte Moderno devorando todo tipo de películas mientras se ganaba la vida como ajedrecista en el Club Marshall y Washington Square. En 1951, Kubrick acometió su primer cortometraje Day of fight, de 16 minutos de duración y con el boxeador Walter Cartier como protagonista de la pieza documental que ilustraba su vida cotidiana. Day of fight fue adquirido por la RKO-Pathé como parte de la serie This is America, que le reportó el dinero necesario para afrontar su segundo trabajo: Flying padre, del que Kubrick más adelante renegó por considerarlo una estupidez. En el año 1953 y tras llevar a cabo el mediometraje de encargo The seasafers por parte del Sindicato Internacional de Marinos, Kubrick dirigiría su primer largometraje: Fear and Desire, inédito hasta hace poco en nuestro territorio y del que nada puedo decir porque, como en el caso delos cortometrajes y mediometrajes anteriores, no he tenido la oportunidad de ver. En Fear and Desire Kubrick desempeñó las funciones de productor, director de fotografía, montador y co-guionista, además de la de director en un proyecto que tardó alrededor de un año en ser distribuido desde la finalización de su rodaje, en el que Kubrick se las vio y se las deseó para llevar a buen puerto su visión, para lo que el presupuesto se disparó. Durante su rodaje, Kubrick conoció a su primera esposa, a la que abandonaría dos años más tarde al conocer a Ruth Soboska durante la filmación de su segunda película El beso del asesino, de nuevo con Kubirck  como director, guionista, productor, montador y director de fotografía. El film, que pese a su competente factura no es especialmente destacable, sería el precedente de la excelente Atraco perfecto, que dirigiría en 1956 sobre un guión escrito a cuatro manos con el novelista Jim Thompson y como co-productor junto a James B. Harris, con quien fundaría la Harris-Kubrick Pictures. La película tuvo un gran éxito, que permitió a la pareja de productores elegir proyecto con el beneplácito de las productoras que permitían un considerable grado de libertad creativa. Tras la adaptación, frustrada por las reticencias de la Metro Goldwyn Mayer sobre el guión, de The burning secret sobre un relato corto de Stefan Zweig -curiosamente contemporáneo y colega de Arthur Schnitzler, cuya novela corta Relato soñado fue largamente acariciada por el realizador (considerando durante un tiempo como protagonista ¡a Woody Allen!) y acabó siendo la base literaria de Eyes wide shut- Kubrick dirigiría la emotiva y a veces olvidada Senderos de gloria, con Kirk Douglas como protagonista. Tras el éxito de esta gran película, Kubrick vería frustrados algunos proyectos más (entre ellos el western dirigido por Marlon Brando El rostro impenetrable, que Brando inicialmente sólo debía interpretar) antes de dirigir en 1960 uno de sus films más tibios pero también más famosos:  la excesivamente pulida Espartaco, durante el rodaje de la cual el protagonista Kirk Douglas (también productor, lo que condicionó mucho la labor de Kubrick como máximo responsable) diría del director que era “un cerdo con talento”. Sería el comienzo de una larga leyenda negra de Kubrick como tirano tras las cámaras, de perfeccionista enfermizo capaz de manipular hasta la cosificación a cualquier actor por encima de su salud mental si así lograba sus propósitos. En 1962 y de nuevo con Harris, Kubrick emprendió la excelente adaptación de la escandalosa novela de Vladimir Nabokov Lolita, que también participó en el guión escrito junto con el director. La historia de un profesor enamorado de una adolescente levantó ampollas pero logró esquivar la censura y ser un éxito que garantizó la carrera de Kubrick. Al año siguiente, Kubrick rompió su alianza con Harris y dirigió ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, ácida sátira sobre la guerra fría con el inconveniente insalvable de un sentido del humor tan pobre y poco gracioso que acaba por ser una tontería resabiada sobre lo estúpido que es todo el mundo y resulta aburrida pese a su brillantez formal. El protagonismo de Peter Sellers interpretando a dos personajes hizo que Kubrick se instalara en Inglaterra debido a los trámites de divorcio del actor, que le impedían abandonar suelo inglés. En 1964 Kubrick empezó a dar forma a la adaptación de la novela -escrita casi simultáneamente con el guión del film- de 2001: una odisea en el espacio, escrito por Arthur C. Clarke, y que dio luz al clásico, de metraje algo alargado, de la ciencia ficción y del cine en general en el fructífero 1968. Consagrado como director, Kubrick se propuso llevar a la pantalla la biografía de Napoleon en un film de idéntico nombre, pero lo desproporcionado de los recursos necesarios relegaron el proyecto al sueño de los justos. A cambio se atrevió con la adaptación de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica en un interesante film/cuento moral de idéntico título e inolvidable empaque visual y sonoro estrenado en 1971 con un gran escándalo y acusaciones de violentista y fascista para Kubrick. El doblaje del film supuso su primera colaboración con Vicente Molina Foix, que en adelante sería el doblador al castellano de todos los films de Kubrick -incluyendo por supuesto el infausto doblaje de El resplandor- y en una vertiente más triste, la censura del film en múltiples paises e incluso amenazas de muerte y algunos crímenes inspirados en las nefastas actividades y vestimenta de Alex De Large y su grupo de Drugos. Esta incómoda -y demasiado simplificada en demasiadas ocasiones- fábula antifascista, hizo a decir de las malas lenguas que el director se convirtiera en un ermitaño asustado de salir de su mansión en Londres -ciudad que no abandonaría hasta su muerte- por miedo a agresiones o a ser asesinado. Cierto o no, Kubrick aprovechó parte de las investigaciones y recursos obtenidos a raíz de su proyecto sobre Napoleón para encarar en 1975 Barry Lyndon, preciosista y magnífica película de época cuya iluminación se hizo con candelabros y luz natural. Cinco años más tarde llegaría la castigada El resplandor, adaptación de la buena novela de Stephen King que fue rechazada por gran parte de la crítica y por el propio escritor del texto original, muy distinto al del guión de la adaptación cinematográfica protagonizada por un histérico y pasadísimo Jack Nicholson. Para el que firma El resplandor es una de las mejores películas de su realizador, tan maravillosamente pergeñada como terrorífica y ocasionalmente -y Nicholson es el culpable- divertida, con nuevas capas de significado que se descubren a cada nuevo visionado. Siete años más tardó Stanley Kubrick en volver a la pantalla con La chaqueta metálica, film en forma de díptico con lo insalubre de la guerra y, de forma más memorable, la deshumanización de la futura soldadesca en centros militares como pivotes dramáticos. Y once años más tardó Kubrick para llevar a la pantalla Eyes wide shut tras dos años de rodaje con la absoluta dedicación del entonces matrimonio de intérpretes formado por Tom Cruise y Nicole Kidman. La rumorología sobre Kubrick ha superado en (demasiadas, pese a lo divertida que puede llegar a ser) ocasiones sus logros como realizador eclipsando además sus imperfecciones gracias a la etiqueta de genio loco a lo que todo parece dar sentido y disculpar de cara a una parte del público que hace de la divertida anécdota y el perfeccionismo a ultranza del realizador valores mayores que sus películas en sí mismas consideradas. Rodeado de la aureola de malditismo que lo acompañó durante años, Kubrick murió pacíficamente en su casa por causas naturales (que para desanimo de los mitómanos no lo mató nadie, vamos) el 7 de marzo de 1999, cinco días antes de presentar el montaje definitivo a los mandamases de la Warner... lo que podría explicar algunos de los extraños (y feos por innecesarios) subrayados del film. Y con él, desapareció un gran director y toda una leyenda del cine.

[2]Título imposible cuya traducción vendría a ser Ojos cerrados de par en par… y que por primera vez en la carrera del director, no fue traducido al español como siempre había sido hasta ese momento.

[3]El matrimonio de Cruise y Kidman ha sido uno de los más célebres y al mismo tiempo celosamente íntimo del Hollywood más o menos contemporáneo que partieron peras poco después de haber culminado Eyes wide shut, de la que aseguran habrían sido incapaces de interpretar al inicio de su larga relación y que aún y así les costó considerablemente encarar algunos de los conflictos matrimoniales, sentimentales y vitales que se dan en la película, y que probablemente no habrían resultado tan creíbles si el matrimonio sólo hubiese existido en la ficción del film.

[4]Editado por primera vez en 1926, Relato soñado es una excelente novela corta, bastante superior a la ya de por sí muy interesante Eyes wide shut por resultar más sugerente, voluptuosa y de una onírica sensualidad que el film de Kubrick convierte en incómoda, pero mucho más aséptica, pesadilla. No es esta la única diferencia entre novela y film: además de las evidentes diferencias en cuanto a época -y eso que el film demuestra que pese a los avances tecnológicos y sociales pocas cosas han cambiado en otros aspectos más íntimos de la vida humana-, e lugar en el que transcurre la acción (Viena por Nueva York) y como consecuencia de lo anterior, los nombres de los personajes (Fridolin y Albertine por Bill y Alice respectivamente), también cambia la contraseña necesaria para entrar en la villa en la que tiene lugar el ritual erótico -del Dinamarca de la novela al Fidelio del film-, alguna referencia al antisemitismo teniendo en cuenta que el matrimonio literario es judío y, muy especialmente, el que el matrimonio compuesto por Fridolin y Albertine encuentran la manera de despertar los celos del primero de forma más natural que en el film. Si en este último era necesario el fumarse un porro de marihuana para abrir la caja de Pandora, en la novela de Schnitzler, que se iniciaba directamente con esta conversación -o ese primer relato soñado que no deja de ser todo el libro- el tema surge espontáneamente y, pese a los años transcurridos, de manera mucho más adulta que en el caso del matrimonio interpretado por Cruise y Kidman. Relato soñado ha sido editado en por la editorial Acantilado, con una espléndida traducción de Miguel Sáenz al castellano.

[5]Arthur Schnitzler, nacido en Viena el 15 de mayo de 1862, formó parte de la rica vida cultural judía de la Viena de mediados y finales del siglo XIX. Escritor y dramaturgo de profesión médico, entre sus obras se cuentan, entre otras, La señorita Else, Juventud en Viena, El teniente Gustl (considerada la primera novela alemana que utilizó el recurso del monólogo interior), la mentada Relato soñado, o Morir. Habiendo leído sólo las dos últimas, y con Relato soñado comentada en una nota al pie algo más arriba, comentar que la terrible Morir es igualmente una perturbadora y magnífica novela corta, de una honestidad y falta de pretensiones impensable teniendo en cuenta los terrenos por los que deambula y que bucea, de forma más punzante que Relato soñado, en algunos de los aspectos más oscuros de la psique y la vida humana. Su dinamismo, al menos en lo que a estas dos obras respecta, como escritor no está reñido -más bien al contrario- con el tratamiento de temas como la muerte y el deseo en un instante en el que estos empezaban a ser objeto de estudio como pulsiones humanas por parte de gente como Sigmund Freud, contemporáneo de Schnitzler y de muy similares credenciales sociales. Conocedores el uno de la obra del otro, Freud fue un gran admirador de la obra de Schnitzler, que pese a su interés por el trabajo del padre del psicoanálisis moderno, se dice que compartió más amistad con Theodor Meynert, mentor de Freud del que el autor de Relato soñado fue ayudante. Su obra fue frecuentemente acompañada por la polémica y fue, como no, prohibida y perseguida por el nazismo y siempre marcada, según parece, por dos de los pilares básicos del estudio de la psique humana: la relación entre la Pulsión de Muerte y la Pulsión sexual o, como se les conoce también, entre Eros y Tanatos.  Schnitzler ha sido adaptado para el cine en más de una ocasión, la primera en 1914 y posteriormente en adaptaciones dirigidas por Max Ophuls y la de Kubrick que nos ocupa en esta entrada. Murió el 21 de octubre de 1931.

[6]Como se comenta en una nota al pie algo más arriba, la palabra clave que en el libro era Dinamarca,  en Eyes wide shut es Fidelio. Nombre que podría denotar fidelidad (¿a la mujer de uno o a los principios secretistas de la secta que opera en una casa aislada en medio del bosque?), pero que, como se comenta en el film, es también una ópera de Beethoven. De hecho, la que es la única ópera del compositor tan querido por Alex De Large en La naranja mecánica, y cuyo título completo es Fidelio o el amor conyugal (Fidelio oder die eheliche Liebe en su alemán original). Estrenada en su versión definitiva en 1806, Fidelio es una ópera en dos actos (¿cómo la película Eyes wide shut?), tras ser recortada de los tres iniciales que fueron considerados demasiados, basada en el libreto de una ópera anterior de Jean-Nicolas Bouilly Léonore ou L’amour conjugal. Su argumento recuerda en algunos instantes a lo que transcurre en la mansión a la que se accede pronunciando la palabra ante los guardias: Leonora, disfrazada como un guardia de la prisión que se hace llamar Fidelio, rescata a su esposo Florestan de una condena a muerte que pesa sobre él por motivos políticos… Aunque su fuerte carga política enturbia el posible paralelismo entre la obra de Beethoven y la de Kubrick haciéndolo seguramente más casual (o juguetón, algo que a Kubrick siempre le había gustado) que verdadero.

[7]Tras la muerte de Kubrick fue ingente la rumorología sobre la posibilidad de que el director de Eyes wide shut hubiese revelado algún secreto de una asociación similar a la que retrata en la película, siendo el llamado Club Bohemio (o Bohemian club) uno de los más acusados por la conspiranoia que se alimentó de la muerte del realizador. Este Club privado cuya sede se encuentra en San Francisco fue fundado en 1872 por periodistas, músicos y artistas varios, pronto aceptaron empresarios y poderosos hombres de negocios entre sus miembros, y más adelante a profesores universitarios y comandantes militares afincados allí. Su nombre procede de los llamados Bohemios,  periodistas norteamericanos cultos que se auto otorgaron el nombre que poco a poco fue popularizándose hasta extenderse por casi toda la profesión. El club se fundó con la intención de crear una agrupación en la que pudiese discutirse sobre arte y disfrutar las obras, con los periodistas como miembros indispensables y artistas como invitados. Al poco abrieron las puertas a clases más acaudaladas y sus ingresos, que poco a poco fueron arrinconando a los fundadores originales hasta convertirlos en una minoría dentro de la organización. Pese a que los miembros actuales permanecen en el anonimato, la publicación de antiguas listas aseguran la afiliación de Richard Nixon o William Randolph Hearst entre los miembros del Club Bohemio. Anualmente se celebra un campamento bohemio, de dos semanas de duración y tres fines de semana en total, en el que los pudientes miembros del club se reúnen en una finca o terreno de su propiedad y celebran una ceremonia a las orillas de un lago, ataviados con brillantes ropas y cerca de una estatua de roca en forma de búho (símbolo de la organización) con un cuidado acompañamiento musical y espectacular pirotecnia. Además de este acto, también hay dos espectáculos dramáticos creados por los propios miembros de la asociación: el llamado juego del patio o alto bullicio, y el más lujurioso de los dos conocido como bajo bullicio. Como puede verse, los paralelismos entre el Club Bohemio y el poderoso grupúsculo tocado con máscaras venecianas del film de Kubrick parecen tener bastante en común, pero el hecho de que este instante ya se hallara, con escasas variaciones en cuanto a vestimenta y rituales, en la novela corta original, hacen dudar. En cualquier caso, tanto en la Viena de Schnitzler (que podría haber oído hablar del Club Bohemio en su día) como en la Nueva York retratada por Kubrick, a buen seguro había, hay y habrá, organizaciones o sectas con sus propios rituales sean estos sexualizados o no. Y muy probablemente Kubrick escogió lo que más le interesaba de cada uno de ellos para hacerlo a su antojo. Pero que cada uno vea lo que quiera ver.

[8]Pese a que esta impermeabilidad de Harford a lo que le envuelve puede ser visto como una muestra más de onirismo, lo cierto es que logran ser mucho más cercanos y efectivos un Sidney Lumet que sustituyó a Harvey Keitel -despedido, según parece, por eyacular sobre Nicole Kidman durante el rodaje- y que según las malas lenguas fue contratado a modo de topo de la productora, o Rade Serbedzija,  ambos con una soltura y una humanidad en pantalla que contrastan sobremanera con la rigidez de Cruise. Y no digamos ya si lo comparamos con el recital interpretativo, misterioso, sensual y lleno de matices, de la que era su esposa en la vida real, Nicole Kidman.

[9]Pese a que la banda sonora original en el sentido más estricto -o compuesta específicamente para la película- pertenece en mérito a Jocelyn Pook, centrándose en los instantes más desafortunados del film como son los falsos flashbacks que muestran a Alice Harford en la cama con el oficial de la marina y con más fortuna en lo que se refiere a la orgía, las piezas más famosas ya habían sido escritas anteriormente. Si el inicio del film abre bajo los agradables compases puestos en partitura por Dmitri Shostakovich en un fragmento extraído de su maravillosa Suite de Jazz, pletórica y rica en matices que además acompaña a Cruise en su inicialmente confiada y segura cotidianeidad, primero de forma dietética (formando parte de la acción) y luego extradiegética (ajena a la realidad del personaje y como parte de la banda sonora del film)… creando una nueva capa de subjetivismo en el que las fronteras entre la fantasía y realidad se diluyen. Más adelante, la angustia y paranoia obsesiva de Bill Harford encuentra su perfecto eco sonoro en la inquietante y minimalista Musica ricercata II de Ligeti, que le persigue aguijoneando su sentido de la culpabilidad y miedo a ser destruido. Son muestras del buen hacer de Kubrick adaptando hasta apoderarse de piezas de música clásica contemporánea como ya hizo con Strauss en 2001: odisea en el espacio o con Béla Bartok en la película de la que sus melodías ya son inseparables: El resplandor.

[10]Un especie de estira y afloja que podía verse en los saltos evolutivos de 2001: odisea en el espacio, la parábola de La naranja mecánica o de forma más inadvertida pero por ello más interesante, en El resplandor con la violencia -con los crímenes ocurridos en el Overlook repitiéndose una y otra vez como en un terrorífico y apasionante purgatorio- como mecanismo de empuje de un sociedad (o una especie, la humana) que la ha integrado en su seno, y que en Eyes wide shut se centra, más constructivamente, en el sexo.

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