miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL SHOW DE TRUMAN



Un grupo de actores y actrices charlan animadamente en una serie de entrevistas sobre su participación en el fenómeno televisivo El show de Truman, tejiendo un tapiz de opiniones sobre un programa con un protagonista absoluto que no sabe que lo es: Truman Burbank. Un hombre-niño de treinta años, un inocente con la gomosa cara del actor Jim Carrey que se imagina a sí mismo como un explorador a la búsqueda de aventuras en la falsa intimidad de su cuarto de baño, mirando al espectador de “su” programa a los ojos a través del espejo en el que su reflejo se lava la cara cada mañana. Y también es el único incapaz de ver la cámara, siendo -sin interpretarse, sin trampa ni cartón- él mismo en todo momento, 24 horas al día 7 días a la semana, haciendo del show televisivo que lleva su significativo nombre uno en el que, según las palabras de Christof (un relamido y como siempre excelente Ed Harris), director del programa en la sombra y maleador del destino y vida cotidiana de Truman, “Todo es verdad. Pero todo está controlado”.
Esta es la base argumental del programa que lleva el mismo nombre que la película de Peter Weir[1] El show de Truman que la contiene, una paradójicamente luminosa pesadilla conductista protagonizada por un hombre supuestamente vulgar, casi atontolinado en su defendible bondad y fe en el mundo que lo rodea y lo atrapa haciendo de él un cobaya televisivo inconsciente de su condición de experimento presuntamente sociocultural sin un ápice de humanidad -al menos en su vertiente más constructiva- por parte de sus venenosos responsables que aseguran moverse por las más venerables intenciones.

Porque Truman no lleva,  aparentemente y siempre según la superficie de las imágenes que ilustran su cotidianeidad, una vida miserable: su amorosa y irritante esposa Hannah (Laura Linney) lo cuida con un esmero que bordea lo preocupantemente maternal, su amigo Marlon (Noah Emmerich) da constantes muestras de su aprecio por el bonachón de Truman, y lo abotargante de su rutina, reconocible en su diaria repetición con escasas variaciones  para la mayoría de los mortales que moramos por la cara más bonita de Occidente, parecen dar fe de una existencia tan plácida como abúlicamente satisfecha. Así, y dentro de un estilo de vida envasada al vacío con regusto a una década, la de los años cincuenta, en el que todo parecía ir bien y nada turbaba al sueño americano prendado de sí mismo, el hogar de Truman, hecho de casitas blancas flanqueadas por amistosas verjas de idéntico colorido y buenas intenciones rodeadas de césped siempre bien segado dista mucho de parecer una prisión. Más bien al contrario, la casi marciana belleza del film de Weir dota de una irrealidad -que para Truman no es tal- la isla de Seaheaven, que hace de patria del célebre hombre gris que no se sabe ni una cosa ni la otra, que provoca un comprensible ensimismamiento en un estilo de vida de encantos tan narcotizantes como hipnóticos son las imágenes que lo ilustran. Este paraíso artificial para aquellos que saben que ha sido creado por la mano del hombre, repleto de las más impresionantes puestas de sol y los más relamidos buenos modales, y del que todo atisbo de duda y sus agentes han sido expulsados (o despedidos) fulminantemente,  es efectivamente una recreación de supuestos tiempos mejores, de un paraíso terrenal en pleno apogeo del cacareado tanto a favor como en contra american way of life que ocultan la verdad al protagonista del show: el propio programa del que Truman no sabe lo que los espectadores, televisivos y cinematográficos, sabemos cuando El show de Truman, la película, empieza a narrar el proceso de despertar de su protagonista hasta el descubrimiento de la verdad. Que sus amigos, su esposa y todos y todo lo que lo rodean es un escenario plagado de actores que llevan toda su vida convenciéndolo de que su vida es todo lo mejor que puede llegar a ser.

De esta manera, el subjetivismo que hace de Truman Burbank -como lo haría de cualquiera- la víctima perfecta de una cultura que lo atrapa sin necesidad de apretar el puño atenuando sus ansias de conocer mundo no se contagia a la película, aunque de ella sí pueda extrapolarse la duda sobre lo que no rodea y conocemos como realidad en un grado mucho menor de lo que podría parecer a simple vista. Así, lo que de ser planteado en el mismo plano de inocencia como el que mueve al protagonista haría de El show de Truman una película sobre el sentido de la realidad o la cultura como forma de entender y vivir en el mundo, se convierte en un brillante cuento sobre la superación personal y la capacidad del ser humano para explorar más allá de sus propias fronteras. Lo que implica que, por el camino, se pierda la capacidad para provocar auténtica duda sobre lo lícito de los males que aquejan a Truman, el efecto que estos provocan en aquellos que lo rodean y aseguran amarle, o sobre su lucidez o locura alrededor de esa inquietud que aguijonea su vida escociéndolo hasta soñar con llevar una diferente muy lejos de la mullida cotidianeidad con que Seaheaven lleva arropándolo casi treinta años. Y esa distancia, fruto de que el espectador vaya unos cuantos pasos por delante del personaje interpretado por Carrey[2], resulta tanto el elemento más contradictorio del film como uno de los más interesantes del mismo. Conociendo de antemano la condición de preso inconsciente de Truman la impresión de ver el mundo a través de sus ojos se rompe casi desde el inicio del film, y con este declive del proceso de identificación se impone otro más pantanoso: la compasión. Precisamente la misma que se adivina tras las miradas del público del programa de televisión que va apareciendo, esporádicamente, comentando los dimes y diretes de la existencia pública de Truman sembrando y aportando información al espectador de la película, en última instancia a la misma altura que la de aquellos que parecen fagocitar la vida de otro ser humano que desconoce que su vida íntima y personal, la única que él conoce y conocerá, es pasto del entretenimiento de gran parte de la humanidad… con una abismal diferencia, la misma  que separa la ficción como experimento de un aberrante asalto a la dignidad e intimidad de una persona inconsciente de ser utilizada como forma de espectáculo.
Este solapamiento entre El show de Truman, el inmoral reality show, y El show de Truman, la película de Peter Weir que lo contiene no sólo se produce a un nivel más o menos acusatorio para con su audiencia o una determinada manera de entender el entretenimiento y la vida cotidiana y privada como espectáculo público, elementos muy atemperados[3] al afortunadamente optar la película por explorar derroteros más interesantes, sino en la propia médula del film y su desarrollo dramático y narrativo.

Así, y complementando la distancia entre la percepción de Seaheaven que tiene Truman y la que el público del film tiene de tan ponzoñosamente bonito lugar, Weir fuerza la apuesta al mezclar indiscriminadamente la planificación del film, ajena al reality y parte de la realidad no filmada de Truman, con la que se diría pertenece a la del programa televisivo, como parte de la película El show de Truman en su totalidad. Así, planos elegantemente filmados como casi todos los que hacen del film de Weir la extrañamente exquisita película que es, conviven sin distinción por montaje o formato con otros que por su composición, constantes reencuadres, interpretaciones actorales forzadas hasta rozar la parodia, artificiosos zooms o tomas de cámara que buscan el mejor ángulo para promocionar un producto presente en el mundo de Truman a la venta también en el nuestro, se revelan como tomas hechas desde una cámara oculta. De esta manera, los planos que se supone no pertenecen a la realización del programa televisivo no sólo hacen mucho más dinámica una película que sin ellos, y compuesta sólo por los planos mezclados por los responsables del reality show -uno de esos términos imposibles- por lo general de un estatismo y rigidez feista, sería de una diferencia abismal a todos los niveles, también acaban por reforzar un discurso que se diría está basado antes en la emoción más inequívoca y sin matices que en la razón que provoca la duda en Truman y desencadena los acontecimientos que tienen lugar en el film. Más aún, en un instante de El show de Truman, el personaje de Carrey rechaza la invitación de su mejor amigo de acompañarlo a tomar unas cervezas frías en algún bar antes del cierre, y arguyendo una excusa se sienta en la playa oyendo el sonido de las olas rompiendo a sus pies. A tan prototípica escena, tan brillantemente servida por Weir como toda la película en general, se sobrepone otra no menos estereotipada tanto en los elementos que la componen como en su momento de aparición: un flashback en el que el espectador puede contemplar como la vida de Truman dio un vuelco en el mismo lugar desde el que ahora (sabemos) se lamenta silenciosamente, en la orilla del mar que engulló a su padre mientras navegaban juntos. Tamaño -falso- trauma, que impide a Truman abandonar la isla debido a la fobia al mar que desarrolló a partir de entonces, no será el único que dará cierta profanidad al personaje, más adelante y en nuevo flashbacks, veremos como una chica del reparto (una preciosa Natascha McElhone) que Truman no sabe que lo es se enamora del protagonista del show y es correspondida en sus sentimientos por éste… rompiendo el guión escrito que ya había designado una compañera sentimental para él, que acabará siendo, tras la desaparición/despido de su verdadero amor, su insalubre esposa. Ahora bien, lo realmente perturbador de estas escenas no es el triste y dramático  espectáculo que en ellas se describe, sino el hecho de que los emotivos flashbacks que los espectadores del film acaban de ver son también los que han visto, por enésima vez a decir de algunos de ellos, los espectadores televisivos de El show de Truman,  siendo estos formalmente idénticos.

Así, el programa, fusionándose a todos los niveles con la película intermitentemente y sin previo aviso, no sólo recoge las acciones de Truman a excepción de unas pocas -como las relaciones sexuales que mantiene con su esposa, pero no sus horas de sueño, por ejemplo- sino que también y muy siniestramente las contextualiza, sin ánimos metalingüísticos y deconstructivistas, convirtiendo al ser humano real que se pretende que sea Truman y que sin duda lo sería de existir, en un personaje no sólo televisivo sino también cinematográfico. Esta reconversión de lo humano a una narrativa de manual (cinematográfico) tiene aún un recodo más, no menos preocupante que el anterior, el hecho de que efectivamente Truman parece haber pensado en la muerte de su padre y el abandono de su primer y verdadero amor en ese instante… convirtiéndose en la perfecta culminación de un experimento conductista de visos totalitarios llevado a niveles atroces, siniestramente reveladora en su relación con el público. La denuncia de El show de Truman a un Sueño Americano que oculta una consabida -y a estas alturas, trillada hasta el estereotipo- zona de sombras que palpita oculta bajo la resplandeciente superficie se queda así a medio gas, espoleando -con gran éxito- la emoción del público bajo unos códigos musicales y visuales, parámetros de planificación dentro de la exquisitez del conjunto y hasta temas -tan veraces como el amor verdadero o las ansias de libertad- que juntos y bien combinados anuncian la prolongación de ese american way of life bajo un pelaje menos vistoso que el vaporoso Seaheaven: el de nuestro mundo, o un forma de entenderlo, erigido como incontestable y tranquilizadora realidad en contraposición a la ficción que supone El show de Truman, el programa de televisión… aunque elementos como la excelente banda sonora firmada por Philip Glass[4] y Burkhard Dallwitz se encuentren sospechosamente a ambos lados de la frontera televisiva dentro de la película.

Vista así, El show de Truman, la película, otorga a su público información privilegiada sobre  la vida del protagonista y sobretodo sobre su inconsciente cautiverio pero es precisamente esa distancia lo que hace del muy inquietante punto de partida de la película una venenosa comedia de tintes surrealistas, una sátira mucho menos perturbadora, aunque no necesariamente peor, de lo que podría haber sido de optar por otra opción y contar con un realizador menos dotado. Weir saca pecho narrativo y se regodea en los intentos, algunos de ellos hilarantes, de toda la población actoral de Seaheaven para impedir la huida del hombre del plató que le sirve de hogar y que les da de comer sin saberlo, componiendo un film de ritmo endiablado que fusiona a la perfección elementos dramáticos que bordean la más desalmada crueldad con una comicidad que -insisto que sin hacer de este film uno inferior al que podría haber sido sin ella- lo humanizan hasta una ternura que a veces le juega a favor y otras la aproximan peligrosamente al patetismo del que parece hacer gala el programa de televisión con el que comparte título. Este irónico sentido del humor, que hace del via crucis de Truman uno más seguro para el público de lo que habría sido de estar a su misma altura y también más divertido a su costa, aligera considerablemente el peso de unas imágenes que así se sostienen de forma más creíble que de aparecer sorpresivamente y sin previo aviso. Lo que no impide numerosas escenas memorables  de sorprendente resolución: desde la cuidadísima atmósfera en la que todo parece perfecto y precisamente por ello resulta tremendamente extraño se alzan instantes tan inolvidables como una repentina salida del sol entre las olas del mar que cercan Seaheaven precediendo a la poderosa imagen de una ciudad paralizada con sus habitantes a la espera en un tableux vivant humano, la primera toma de control de Truman sobre su propia vida plantándose en mitad del arcén rompiendo así lo que se espera de él y reafirmándose así como ser humano libre y capaz de influir en su entorno, el genialoide – y este sí, perturbador y profundamente emotivo- instante del choque de Truman con el mismísimo horizonte como límite último del mundo y su charla con un literalmente endiosado creador y realizador del programa que abre puertas a disquisiciones teológicas sobre el sentido último de El show de Truman[5]… Todo ello, y pese a su indudable maestría en la maravillosa conjunción de todos los elementos que lo componen, con un potencial minado por esa misma distancia que convierte a Truman en un mártir televisivo y cinematográfico y no en un turbador alter-ego del propio espectador hastiado de su entorno, en un hombre que pese a tener razón en sus dudas podría no ser más que un enajenado con brotes conspiranoicos al que poco a poco la película fuese dando la razón, poniendo en solfa todo lo que rodea no sólo al personaje, sino apelando a la propia capacidad de aprehender la realidad del público del film.

Nada de eso aparece en El show de Truman: el film de Weir se centra en un personaje cuya característica más reconocible es una más que loable pureza de principios sobre los que jamás se tiene la menor duda, como tampoco se plantean -pues desde el punto de vista desde el que está planteada la película eso es imposible- preguntas sobre la cordura o locura de un pobre diablo cuyas más que comprensibles ansias de vivir plenamente y en sus propios términos han sido cuidadosamente podadas de todo elemento más o menos tormentoso. A cambio, el estupendo guión de Andrew Niccol[6] transita por territorios más afines a la ciencia ficción más o menos distópica, siendo en el segundo tramo de la película muy explicativo, desmenuzando el proceso de secuestro mediático de un Truman recién nacido hasta la actualidad aportando una pátina de credibilidad que acaba, ni para bien ni para mal, echando definitivamente por la borda toda posibilidad de inquietar excesivamente, sepultando a base de ingenio el temible potencial del film como sátira más sangrante y abstracta. Lo que no es óbice para que, visto el conflicto del film bajo este oxigenado prisma, El show de Truman logre el que se diría su objetivo último: ser una película emocionante y enaltecedora sobre la capacidad de superación del ser humano de llegar a los propios límites del mundo y su forma de comprenderlo, amén de hacer de Truman un emotivo icono de la inocencia perdida de nuestros días. Víctima de un chantaje emocional divertido por rebuscado en sus momentos más cómicos, pero tremendamente enervante -por efectivo- en los dramáticamente más punzantes que implican tanto a su supuesta familia como a sus supuestos amigos, Truman se ve reconvertido así en verdadero explorador, en representante al otro lado del espejo -mediatizado- de una parte de la humanidad aprisionada en una vida que se detecta insuficiente por falsa y sobre la que parece haber perdido el control. Siendo la presa de un engaño en el que él -y se extrapola, todos los que contemplamos el programa y la, en el fondo muy similar, película- es víctima de una traición por parte de aquellos que lo rodean que una vez se quitan la sonriente máscara que le muestran cada día revelan una mezquindad tan egocéntrica y hiriente que Truman gana plenamente al espectador para con su causa, alzándose como la quintaesencia de la libertad humana… presentada bajo parámetros igualmente cinematográficos increíblemente convincentes y emocionantes, aunque no por ello menos estereotipados. Siendo esto último una característica que debido a su efectividad, pone turbiamente en duda el triunfalismo del que hace gala la película.

Así, cuando en su discusión con “El Creador” del show que es la vida del protagonista, y cuyos poderes, voz y aparición se asemejan en el mundo de Truman a los de Dios, el personaje interpretado por Carrey argumenta sus ansias de libertad en base a que nada en su vida era real. A lo que el director y creador del televisivo El show de Truman le  responde que lo que encontrará fuera del plató y sus dominios será igual que lo que hay dentro, sólo que en una versión descontrolada en que Truman ha perdido la inmunidad que le concede el ser protagonista absoluto, siendo tan vulnerable como cualquier otro a los embates de la vida cotidiana. Tanto como algunos de los espectadores de su show cuya presencia, hipnotizados ante la caja tonta se va multiplicando a medida que avanza el metraje siendo sus reacciones ante el televisor en el tramo final del film prácticamente reflejos de las del espectador de la película.  Sembrando la semilla de una duda que Weir no hace germinar la película acaba por devenir si no una apología, antes un preocupante y muy ambiguo retrato del (mediatizado) estado de las cosas que un -probablemente más fácil- ataque en toda regla a una forma de comprender el mundo y el reducir la vida de los que viven en él a un simple espectáculo con el que pasar la tarde.
De esta manera, y haciendo de El show de Truman un film más complejo y adulto por lo que se desprende de él antes que por lo que cuentan sus imágenes, capaz de dar gato por liebre a su público, el film se revela como la última pieza del rompecabezas: un canto a la libertad lleno de oscuros lamparones recubiertos por una pletórica pátina triunfalista que paradójicamente sirve como prueba de que la ideología subyacente bajo el show ha traspasado la porosa frontera de la pantalla televisiva para decirnos lo que, como espectadores, hemos aceptado durante todo su metraje: que el mundo ya es, a ambos lados de la pantalla y bajo ropajes diferentes, idéntico. O lo que es lo mismo: todos somos Truman, la narrativa de su programa -que es también la de la película- es el molde efectivo de nuestra percepción  de las cosas, sus anhelos también son los nuestros, así como las emociones que nos despiertan sus pequeños y grandes triunfos, y todo, sus sueños, sus enaltecedoras victorias y la profunda emoción que despiertan... todo eso es catártica verdad. 
Pero todo está controlado.

Título: The Truman show. Dirección: Peter Weir. Guión: Andrew Niccol. Producción: Edward S. Feldman, Scott Rudin, Andrew Niccol y Adam Schroeder. Dirección de fotografía: Peter Biziou. Montaje: William M. Anderson y Lee Smith. Música: Philip Glass y Burkhard Dallwitz. Año: 1998.
Intérpretes: Jim Carrey (Truman Burbank), Laura Linney (Hannah Gill), Noah Emmerich (Marlon/Louis Coltrane), Natascha McElhone (Sylvia/Lauren Garland), Ed Harris (Christof).


[1] Nacido el 21 de agosto de 1944, el nombre de Peter Weir parece, a cada nueva película suya, sea esta más o menos reciente, el de un corredor de fondo de tanto talento como ninguneados son sus méritos, a la sombra de realizadores de mayor calado en la opinión cinéfila del momento. Oriundo de Sidney,  Weir estudió Arte y Legislación en la Universidad de su ciudad natal, donde conoció a algunos estudiantes, entre los que se hallaba el futuro y no demasiado afortunado realizador Phillip Noyce, con los que formaría más adelante el colectivo cinematográfico Ubu Films, del que surgirían algunos de los más representativos miembros de la Nueva Ola del Cine Australiano, de la que el realizador de El show de Truman sería uno de sus más ilustres representantes. Tras su paso por la televisión, que le permitió el acceso a material para rodar numerosos cortometrajes y su ingreso en la Commonwealth Film Unit en la que rodaría algunos documentales, se enfrentaría por fin a sus primeros largometrajes de ficción.  La llamada etapa australiana de su filmografía da comienzo en 1974 con Los coches que devoraron París, para dar paso un año más tarde a la muy reputada Picnic en Hanging Rock y la catastrofista -y en los fragmentos que he podido ver, muy interesante- La gran ola en 1977, de las que nada puedo decir porque desgraciadamente no he tenido la ocasión de verlas. Durante la década de los ochenta encararía con la colaboración de Mel Gibson como actor protagonista Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente o la entretenida Único testigo, su primera película norteamericana a mayor gloria de su estrella Harrison Ford en el papel principal, con el que reincidiría en La costa de los mosquitos. Pero sería gracias a la enaltecedora El club de los poetas muertos cuando se haría un hueco en el corazón de una nueva generación de espectadores, con un film que pese a los años y lo edulcorado de su “mensaje” aguanta el tipo más que bien. Tras Matrimonio de conveniencia y Sin miedo a la vida, Weir daría en el blanco con el éxito de taquilla que obtuvo el film que nos ocupa en 1998. Pero lo mejor estaba aún por llegar: de manera menos espectacular y vistosa, con un argumento más convencional y sin el respaldo que entre cierta parte del público encuentra el cine de aureola -que no necesariamente de sustancia- “artística”, nos llegaría la maravillosa Master and Commander: al otro lado del mundo protagonizada por Russell Crowe y una portentosa película de aventuras hecha con un mimo y refinamiento que la hace, en su aparente convencionalidad (aparente porque la excelencia del film tiene poco de corriente), una muy reivindicable película que corre el peligro de ser denostada a la ligera. La última película dirigida por Weir hasta la fecha ha sido la prácticamente ignorada Camino a la libertad, que no he tenido la oportunidad de ver, pero que según parece reincide en algunos de los temas habituales del mejor cine de su realizador: la aventura y la supervivencia de uno o varios hombres y mujeres en un terreno que les es hostil o descontrolado bajo un prisma humanista.

[2]Afamado cómico, castigadísimo por la crítica oficial (signifique lo que signifique eso) y al que, pese a su limitadísimo registro consistente en un hiperactivo histrionismo que puede llegar a cargar, ha dado algunas películas harto divertidas. El primer Ace Ventura: detective de mascotas o La máscara, la relativamente más oscura Un loco a domicilio, o un buen punto de partida malogrado en Di que sí, son buenas muestras de que con el material adecuado Carrey sirve como muy eficiente humorista, no digamos ya si escarbamos en sus apariciones en el programa Saturday Night Live en el que se hizo un nombre que le sirvió de trampolín para dar el salto a la gran pantalla. La inamovible voluntad de los productores de El show de Truman que querían a la estrella como protagonista de la película obligó a retrasar alrededor de tres años el rodaje del film, sobre el que Carrey tenía potestad para variar elementos del guión a su gusto e improvisar cuando así lo viese apropiado. Esto último provocó inicialmente algunas tensiones entre director y actor, que acabaron por aceptar un pacto de trabajo en equipo en el que se tenían en cuenta las opiniones de ambos para lograr el mejor resultado posible. Para Weir, ese fue el de poner su nombre de nuevo en la palestra hollywoodiense, y para Carrey poner en marcha la rumorología que aseguraba que sería nominado al Oscar de la Academia ese año… cosa que no ocurrió, quizás porque los miembros de dicha organización vieron lo obvio: que Carrey no había variado lo más mínimo sus formas interpretativas,  únicamente las había atemperado un poco para derramar algunas lágrimas por el camino. Siendo justos, las energías de Carrey -que en El show de Truman no lo hace nada mal- fueron mejor canalizadas en el film de Milos Forman Man on the moon en el que interpretaba al cómico Charlie Kauffman, personaje real del que nunca se sabía si estaba interpretando un papel o no… algo que muy bien podría aplicarse al actor que años más tarde protagonizaría uno de los hitos del cine romántico moderno (y para modernos) en Olvídate de mí dirigida por Michael Gondry.

[3]Quizás por no saber la que se nos venía encima. Un año antes del estreno de El show de Truman, en 1997, la cadena de televisión neerlandesa Endemol ideó, a través de una de sus filiales subcontratadas, el programa La caja dorada, en el que un total de seis personas debían convivir un año en el interior de una lujosa mansión sin poder salir de ella durante la duración del programa, resultando vencedor -con un premio de un millón de florines como compensación- el que aguantara hasta el final del programa sin abandonar su cautiverio voluntario. Siendo un collage de iniciativas previas con seres humanos obligados a entenderse aislados del resto del mundo y cámaras recogiendo todas sus reacciones, La caja dorada se considera como la semilla de lo que dos años más tarde, el 16 de septiembre de 1999, llegaría bajo el nombre de Gran hermano, en supuesto “homenaje” a la siniestra organización que todo lo ve y todo lo sabe de la estupenda novela de George Orwell 1984, a las pantallas de la televisión holandesa. Todo lo que ha venido después es la muestra fehaciente de su popularidad: desde su casposa versión española hasta los más cercanos en el tiempo Jersey shore y su catarata de imitaciones, a cual peor y más aún si tenemos en cuenta lo lamentable de su modelo, el programa Gran hermano y sus derivados se han extendido por las parrillas de muchos canales televisivos que comentan del derecho y del revés las conductas de los que viven en la casa. Tamaña memez, que no sólo resulta estúpida (y perfectamente lícita, la gente que participa en ellos sabe muy bien lo que se espera que hagan, además de contar con un nutrido ejército de guionistas que falsean lo que de no ser por ellos puede que fuese aburrido hasta para aquellos que lo disfrutan) sino sobretodo cansina, parece más un síntoma narcisista de algunos de sus participantes que quieren ser famosos a toda costa como la confirmación de que la televisión pone en boca de todos lo que pasa por ella. Un Gran hermano muy diferente, mucho más cercano a su acepción original, es el que asola la vida de Truman Burbank, cuyo programa parece más emocionante, pero (o precisamente por) es también infinitamente más inhumano que los antes comentados, pues el protagonista no se sabe observado y espiado como base de un espectáculo que busca sus fuerzas donde pocas veces se encuentra para los que vivimos allí, que somos todos: la vida cotidiana.

[4]El compositor tomó de su propia cosecha temas musicales previos que ya habían podido oírse en Powaqqatsi (documental comentado en este blog el mes de julio de 2012) y otras, las más triunfales, que habían aparecido en la excelente película Mishima dirigida por Paul Schrader. A modo de curiosidad, apuntar que Glass hace una fugaz aparición en pantalla como el músico -un punto en común más del programa con la película- que pone la banda sonora del programa El show de Truman desde las oficinas de Christof situadas en la falsa luna que se cierne sobre Seaheaven como ojo que todo lo ve.

[5]De las múltiples lecturas que ofrece un film como El show de Truman, más allá de sus virtudes, la religiosa ha sido desde su estreno una de las más golosas. Elementos como el nombre del creador del programa Christof (que muchos han querido ver como Christ-off, palabro de connotaciones similares al castellano anticristo), el barco con el que Truman surca los mares de Seaheaven de nombre Santa María o muy especialmente el final del film, que consiste en un diálogo entre un Christof elevado a la categoría de Dios Creador y un Truman -nombre fonéticamente idéntico a True man o Hombre de verdad- como representante de la humanidad en busca de la emancipación, buscando huir de un Edén (de nombre Seaheaven o Cielo marítimo) que se le queda pequeño tras ser avisado (o tentado) por Sylvia que le advierte de que todo lo que le rodea “es mentira” y que se vaya con ella fuera de allí… Todo configura lo que podría ser una parábola de tintes religiosos con Truman como vector, pero visto lo visto se diría que la película utiliza cierta imaginería religiosa (el sol tras la nubes a semejanza de un Dios invisible e omnipotente, el que Truman pueda ser antes hijo, o producto en este caso, de ese Dios que del que creía era su padre, aproximándose a la figura de Cristo) como inspiración formal y para sembrar, y plasmar magníficamente, impresiones e ideas antes que como discurso construido en forma de parábola bien planteada.

[6]Nacido el 10 de junio de 1964, el neozelandés Andrew Niccol escribió el libreto de lo que acabaría siendo El show de Truman en 1991, inspirándose en un episodio de la justamente mítica serie televisiva The twilight zone (o como se la conoció en su paso por la televisión autonómica catalana La dimensió desconeguda) y bajo el título inicial de El show de Malcom. Tras establecer contacto con el productor Scott Rudin, que se quedó prendado del guión, el escrito de Niccol rondó por varias productoras que rechazaron la posibilidad de que fuese el propio guionista el que dirigiera el film desde el momento en el que Jim Carrey ató su nombre al proyecto. Relegado así a un segundo y valioso plano, Niccol vio como su guión se propuso a gente tan dispar pero comprensiblemente considerados en la onda del proyecto como Brian de Palma, Terry Gilliam o Tim Burton, hasta que finalmente fue el nombre de Peter Weir, propuesto por el propio guionista, el que acabó calando hondo como responsable último de El show de Truman. En paralelo con la producción del film de Weir, Niccol acabó por dirigir su primera película, un pequeño clásico del cine de ciencia ficción de los noventa: la estupenda Gattaca de 1997, con Ethan Hawke, Uma Thurman y Jude Law como protagonistas, opera prima a la que seguiría la menos lograda pero interesante Simone y la mucho más cínica película de denuncia El señor de la guerra, que no estaba nada mal. En el año 2011 dirigiría In time, película de potente premisa argumental de la que no puedo decir nada porque no he podido verla, y este mismo año la adaptación de uno de los muchos best-sellers juveniles que de un tiempo a esta parte proliferan en las listas de ventas: The Host,  película que por su adscripción al grueso de filmes salidos a la sombra de la saga Crepúsculo, no he visto por no haber reunido todavía las fuerzas necesarias para ello. Algunos de sus propios filmes han sido producidos por él, y todas las películas de su filmografía como director han sido escritas (incluyendo las adaptaciones) por el propio Niccol, que también participó en el guión de la, según dicen los que la han podido ver, kafkiana en su médula La Terminal dirigida por Steven Spielberg que al parecer se desarrolla virando más hacia los bienintencionados lugares comunes del cine de Frank Capra.

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