jueves, 31 de octubre de 2013

HALLOWEEN: EL ORIGEN





A plena luz del día avistamos un desvencijado caserón rodeado de espantapájaros ataviados con sonrientes calabazas que anuncian la inminente llegada de la norteamericana festividad de Halloween, el 31 de octubre[1]. En el interior, la familia Myers se dispone a desayunar entre gritos, insultos que suenan a habituales en su despreocupado desprecio, insinuaciones de incesto, y una soterrada violencia ejercida por el padre de familia que parece haber contagiado con su orgullosa agresividad el espeso aire que respiran todos los habitantes de la casa.
Este es, como puede verse, un hogar muy diferente al que albergaba al considerado uno de los padres de los psycho-killers cinematográficos, aparecido a finales de la década de los setenta de la mano del director John Carpenter en La noche de Halloween: Michael Myers. Un film[2] y un personaje cuya influencia fue y es tan grande como reducida su base dramática, plasmable sobre una pequeña servilleta de papel en negro sobre blanco: un niño de diez  años asesina a su hermana mayor la noche del 31 de octubre para, tras pasar quince años en estado catatónico recluido en un sanatorio, regresar a su hogar una nueva noche de Halloween acosando un grupo de jóvenes a las que irá asesinando una por una. Con semejante material de partida, prácticamente idéntico tanto en el film de Carpenter como en el remake[3] del mismo que nos ocupa: Halloween: El origen dirigida por Rob Zombie[4], resulta harto difícil no analizar el film de este último desde la odiosa, pero honrosamente peleada, comparación[5].

Porque, en este aspecto, es innegable el grado de voluntariedad del realizador para diferenciarse de su modelo ya -y sobretodo- desde su inicio. A la asepsia ambiental del film de 1978, al que su responsable sabía exprimir un inesperado y talentoso jugo formal que hacían de La noche de Halloween un magistral ejercicio de estilo, mostrando como el Mal anidaba en un hogar de clase media americano cualquiera (o lo que es lo mismo para un norteamericano, en cualquier lugar), reconocible con un par de pinceladas, Zombie opone un origen ruidoso, un caldo de cultivo social y emocional muy determinado -el del llamado white trash[6] que el realizador ha retratado insistentemente en otras de sus películas- que barre el grado de abstracción que hacían de La noche de Halloween original una película de terror casi metafísica en su descripción del psicópata como Monstruo e insondable agente del Mal. Yendo a la contra de su modelo, probablemente en busca de una visión propia sobre una historia original basada en los tiempos muertos y la aparente falta de énfasis de su guión, Halloween: El origen se centra, al menos en su primera y más lograda mitad, en la miserable cotidianeidad de un infantil Michael Myers (Daeg Faerch), de diez años de edad, que parece vivir en un agujero negro de podredumbre moral y social con una hermana mayor (interpretada por Hanna R. Hall) que sólo sabe insultarlo mientras seduce no muy veladamente a un padre (un temible William Forsythe) que no se resiste a sus encantos y que a su vez trata al hijo mediano de los Myers, protagonista absoluto del film, con un desprecio que roza el maltrato físico para caer de lleno en el psicológico. Ante este desolador panorama, sólo su madre (interpretada por Sheri Moon Zombie, esposa del director y de inevitable aparición en todo su cine), de profesión bailarina stripper en un bar de la localidad de Haddonfield en la que transcurre parte de la acción, y su famélica hermana menor, apenas un bebé, sirven de cariñoso asidero a una vida cuyo sentido de la humanidad parece deslizarse inevitablemente por el sumidero de una siniestra tradición familiar con la violencia como brutal moneda de cambio.

De este modo, y dividida en dos mitades argumentales bien diferenciadas que más que complementarse parecen, en algunos aspectos, justificarse la una a la otra en una perversa (y a mi entender, inteligentemente falsa) narrativa basada en la causa-efecto, Halloween: El origen se sostiene a veces como película independiente de su modelo en su primera mitad, pero muchas otras, las peores y concentrados en el segundo tramo, a su sombra. Porque si bien ambas películas siguen el mismo esquema argumental (esquema que en el film de 1978 era prácticamente el paupérrimo guión mismo del film, muy bien aprovechado por su  realizador), Zombie opta por tomar el camino contrario al film de Carpenter para llegar, quizás involuntariamente, a un punto muy similar: la perversión del proceso de identificación del espectador con el protagonista como forma de estructurar la película que pasa ante sus ojos y su implicación emocional en ella.
Así, donde Carpenter dejaba su film en suspenso y al borde del precipicio del vacío más monumental, Zombie lo rellena de argumentos que podrían -y esa indeterminación es tanto su punto más interesante como su talón de Aquiles- justificar dramáticamente la locura homicida de Myers para con los que lo rodean. Aunque desgraciadamente o bien Zombie optó por no devanarse los sesos excesivamente en lo que al miserable retrato familiar se refiere, poblado de estereotipos sin ningún tipo de matiz, o el hecho que la segunda mitad del film sea (probablemente obligado por determinadas presiones  comerciales) casi un calco de las situaciones que se veían reflejadas -bajo una estrategia formal muy diferente- en el film original quizás hizo que el film de Zombie no gozase del tiempo necesario para desarrollar unos personajes con cara y ojos. Sea por los motivos que sea,  lo estereotipado de las situaciones, de una miseria humana tan recargada que a veces resulta un tanto prefabricada, lastra la sensación de verismo que se desprende de una atmósfera cuidadosamente trabajada en su sordidez.
La suciedad de unos ambientes mezquinos, poblados por un grupo de hombres y mujeres cuyo físico se aleja considerablemente de lo habitual de cierta manera de entender el cine de género, dan un empaque visual a Halloween: El origen más “pintoresco” -y estimulante, y paradójicamente realista- de lo esperado y también más próximo a la forma de entender el cine de su máximo responsable, pero que en combinación con un guión a medio camino entre la más o menos lograda exposición de una serie de circunstancias y lo estereotipado de algunas de ellas como causa dramática para el creciente reguero de cadáveres que Myers va dejando a su paso, provocan una intermitente impresión de superficialidad que con muchos menos elementos en juego, el film original lograba esquivar.

La abstracción, que conseguía además ganar para su causa unos considerables agujeros de guión, de La noche de Halloween, es sustituida aquí por la fisicidad y la metafísica del Mal como mito indestructible e incomprensible por lo que se diría pretende ser una explicación más o menos racionalista bajo un prisma social -que al ser, insisto, tan estereotipado bordea el precipicio de lo dogmático- que se viene abajo a medida que la película avanza y que choca de frente con algunos de los elementos heredados de su modelo. Además, el fatalismo que se desprendía del film de Carpenter convierte el segundo tramo de Halloween: El origen en rutina de género (de terror) y previsibilidad, en un calco de diferenciada y personal caligrafía visual para un texto idéntico al original… base de una película en el que forma y fondo eran indivisibles. Esta inevitable división entre lo que ocurre y como se muestra, que sí se produce de forma indispensable para explorar nuevos caminos en el caso de Zombie, lleva el conflicto del film clásico -que se daba, a través de la forma, en el impotente espectador que veía lo que ocurría desde el gélido punto de vista del asesino como voyeur creando una perturbadora claustrofobia- al propio guión de Halloween: El origen y su construcción narrativa como película desde el mismo libreto que le sirve de base. Así, obviando el virtuosismo formal de Carpenter dotado de una excelente y férrea planificación con un uso de la toma subjetiva pocas veces igualado, y en base a temblorosas tomas y encuadres siempre al borde del desequilibrio que recogen lo escrito por Zombie en calidad de guionista, Halloween: El origen expone fríamente lo que ocurre a modo de sucio documental consiguiendo una atmósfera feísta de la que la película saca una fuerza considerable, situando al espectador del lado de Myers al colocarlo el film de Zombie -como era habitual hasta entonces en su cine respecto a la figura del psicópata- en el epicentro de lo que narra, como protagonista del film relegando a un segundo plano al personaje interpretado por Jaime Lee Curtis en el film de 1978. Así, y tras un inicio que muy hasta cierto punto podría explicar la conducta del hijo mediano de los Myers, primero psicóticamente agresiva con animales y poco más tarde fría y ultraviolenta con sus iguales, el espectador se ve en el considerable brete emocional, no siempre bien resuelto por el director al mostrarse algo confuso por no ensamblar del todo bien las partes que conforman su visión -y es innegable que, más o menos conseguida, Zombie propone una visión diferente aunque sea para acabar prácticamente en el mismo punto[7]- de lo ya narrado en La noche de Halloween. Por un lado, el periplo inicial de Myers en un deplorable entorno familiar en el que cualquier forma de cariño parece haber sido proscrita, mueve a la compasión para con el que es víctima de los abusos verbales y físicos de un ambiente estereotipadamente catastrófico pero efectivo en su desagradable agresividad sin matices redentores (ni de ningún otro tipo), pero por otro, y una vez la brutal y gélida sangría humana a manos del niño da comienzo,  el grado de violencia es tan atroz y se muestra de manera tan cruel que soslaya todo alivio catártico para dejar al público a la intemperie, como convidado de piedra ante unos actos que podrían tener una explicación en lo visto hasta el momento en el film, pero ni de lejos los justifican ni, en su frialdad, alivian la tensión acumulada.

Podría decirse que del mismo modo que la humanidad, o sus rasgos más emocionales, del pequeño Myers desaparece a cada nuevo asesinato al cubrirse la cara con una máscara -que luego asegurará, manufacturando muchas de ellas para ocultarse con cada vez más frecuencia,  esconde “su fealdad”- convirtiéndose en otro que no es él, y volviéndose incapaz de asumir sus crímenes cuando no la lleva, jamás quitándosela en el último tramo del film, la película parece volcarse en describir un entorno en el que la violencia y el Mal encuentran un terreno fértil en el que germinar y crecer… sin que éste llegue nunca a justificar la conducta -y por desgracia tampoco algunos exabruptos del guión, en ocasiones de auténtica vergüenza ajena- de Myers, como si lo que realmente provocara su locura fuese algo ausente en pantalla por ser imposible de aprehender, y también en el proceso que describe el film[8] que va del mequetrefe homicida reconvertido en un descomunal asesino mudo tras su fallido paso por una institución psiquiátrica.
Paso que viene precedido por uno de los instantes más significativos de la película, tras rizar el más enfermizo rizo en una escena que pretende provocar compasión por el pobre Myers tras asesinar a la mitad de su familia[9], y por ser uno de los más expresivos de la misma: aquel en el que el pequeño Michael Myers, tras haber acuchillado, con una frialdad equiparable a la de Zombie a la hora de mostrarnos sus actos y parsimonia al cometerlos, a su padre, su hermana mayor y abrirle el cráneo al novio de esta (Adam Weisman) con un bate de béisbol, contempla la dantesca estampa policial y mediática congregada alrededor de la casa tras el crimen del que sólo la hermana pequeña ha sido perdonada. Los histéricos chillidos de la amorosa madre del niño y las sirenas de los coches de policía se apagan durante el transcurso de un plano que se diría una imagen congelada pero que, con todos los actores que forman parte de él paralizados como si el tiempo se hubiese suspendido, se desliza sobre el coche policial en el que Myers espera tranquilo… para girarse y mirar directamente a los ojos del espectador de forma tan opaca como aparentemente despreocupada. Es, en un único plano, la síntesis perfecta de la locura de un chaval impermeable y definitivamente ajeno a todo y todos lo que lo rodean, el encierro de un Myers respecto al mundo que lo envuelve y al que acaba de propinar un golpe salvajemente sanguinario sin apenas haberse dado cuenta en su aislamiento,  estando en un plano de percepción y emoción completamente autónomo del del resto de los mortales.

Pero hay algo más, que se desarrollará en profundidad en el bloque del film que hace de puente entre la infancia de Myers, que podríamos decir es la película original de un Rob Zombie más convencional en lo visual de lo que es común en él, y el regreso de este a su Haddonfield natal, en la que Zombie se ciñe a una estructura e historia previamente desarrollada en el film de Carpenter sin, como se decía más arriba, cambiar prácticamente nada en líneas generales. Y ese algo es tanto su elemento más valiente de cara al público como la cualidad más frustrante del film: el hacer de Myers una figura en el fondo tan enigmática, por inexplicable, como lo era en el film de Carpenter, haciendo de todas las posibles explicaciones derivadas del ambiente en el que creció o los pobres psicologismos que pretenden explicar la naturaleza de sus primeros crímenes puro papel mojado, colaborando aún más a provocar esa sensación de desamparo antes comentada en el público, de lado de un Monstruo -en el sentido más destructivo del término- al que jamás se explica pero sobre el que nunca deja de tender puentes empáticos que son minados por su desproporcionada violencia, más aún cuando también se vuelca sobre aquellos que tratan a Myers con un cariño que al quietamente desquiciado asesino poco parece afectarle. Así, la combinación de feísmo visual, nerviosismo contenido, violencia cruel e implacable y una banda sonora repleta de (bastante irritantes, por baratos) atronadores efectos que marcan la proximidad del día de difuntos en base a intertítulos sobre fondo negro, junto con un guión cuyos árboles argumentales nunca acaban de dar sentido -o de justificar- al bosque que parecen pretender formar, destilan la definitiva carta de naturaleza del film y su más memorable valor: su fría agresividad para con el público.

Un salvajismo que se atempera en el que curiosamente es el mejor pasaje del film de Zombie, aquel en el que se ilustra esa incapacidad de comprender la Maldad que anida en el niño. Sin alzar la voz y desde una muy incómoda calma, el realizador ilustra mediante inquietantes imágenes un nuevo fracaso en el análisis de Myers, y lo que impulsa sus actos, bajo la atenta mirada del Dr. Loomis (Malcom McDowell), psiquiatra infantil que lleva su caso entre las frías y silenciosas paredes del sanatorio mental que sirve de nuevo y asépticamente reposado hogar al niño homicida. En ese nuevo entorno los tonos cálidos del mundo exterior dan paso a una gélida blancura, el temblor nervioso y los planos cerrados que se cernían claustrofóbicamente sobre la familia de Myers y sus acciones son sustituidos por una quietud formal casi clínica, y hasta la banda sonora compuesta por una buena selección de música rock y heavy metal en sus líneas generales pasa a ser una relajante (y por la sensación de envasado al vacío que provoca su conjunción con el resto de elementos, angustiosa) tonadilla compuesta por piezas clásicas. Pero una vez más, y con Loomis haciendo las veces de figura paterna pacíficamente disfuncional pero igualmente disfuncional e interesada al fin y al cabo, el análisis fracasa: Loomis abandona a Myers, ya hombre hecho y derecho (Tyler Mane) con la mirada -“los ojos del diablo” como definirá un Loomis incapaz de definir su mal[10] en referencia a unos ojos que el Myers adulto sólo mostrará en el film una vez se haya enfundado su inconfundible máscara- siempre oculta entre sus abundantes greñas, tras haberle dedicado quince años de su vida, después de que su cariñosa madre haya hecho lo propio años antes, suicidándose desesperada tras el imprevisto ataque del niño a una de las enfermeras, agresión -mostrada con un apabullante efectismo- tras la que se sumergirá en un mutismo del que ya nunca volverá a salir sepultando la escasa humanidad que había dejado entrever hasta el momento.

A partir de ahí es cuando Halloween: El origen hace de su empaque visual y su gozosamente virulenta atmósfera un guante en el que el guión del clásico en el que se basa encuentra su talla… repitiendo en muchos pasajes algunos de los motivos visuales (planos distantes del grupo de chicas -una divertida triada interpretada por Scout Taylor-Compton, Danielle Harris y Lynda Van Der Klok- que serán víctimas del acoso del homicida, apariciones y desapariciones de Myers observándolas desde la distancia, escenas de resolución visual más o menos similar a las del film de 1978…) y sonoros (la inconfundible banda sonora compuesta por el propio Carpenter para la película original[11] y nuevas versiones de temas musicales ya oídos en La noche de Halloween, situados además en secuencias de idéntico contenido...) que provocan una algo molesta sensación de deja-vu en la que el film de Zombie no sólo pierde respecto al recuerdo del de Carpenter, sino que es incapaz de recoger los elementos más o menos fantásticos del original -en ocasiones fruto de considerables huecos en el guión que la puesta en escena de Carpenter lograba integrar en una atmósfera de abstracta pesadilla- y apropiárselos en su visión más agriamente física y salvajemente terrenal del mito de Michael Myers. Así, la descomunal fuerza del asesino o, más aún, su inhumana resistencia a los golpes, disparos y demás agresiones no sólo pone en duda su carácter humano -algo que muy relativamente podría justificarse mediante la imposibilidad de reducir o codificar a Myers y su Maldad a términos científicos, psicológicos o, dentro del film, argumentales- sino también la credibilidad de toda la película, que se sostiene en algunos -de sus peores- instantes gracias a la pericia de Rob Zombie como realizador ante un modelo cuyo peso amenaza con hundir Halloween: El origen en las profundidades de la astracanada más desnortada.
Instantes tan logrados, entre muchos otros repletos de detalles enfermizos, como las apariciones de un Myers sucio y por completo inmerso en su demencia cabeceando mientras contempla a un niño que no se apercibe de su presencia a escasos centímetros, o la bastante creíble -y por tanto dolorosamente próxima una vez la caza humana ha dado comienzo- descripción del grupo de chicas que pronto serán víctimas de la locura homicida del asesino en especial la de mayor protagonismo,  Laurie (encarnada por una Scout Taylor-Compton que no hace olvidar a la Jaime Lee Curtis del original, pero que dadas las diferencias entre ambas películas que sitúan al personaje interpretado por ambas actrices en lugares muy diferentes dentro del desarrollo de la trama, cumple sobradamente su papel), o la agradable química que se desprende de la relación de relativa camaradería que se establece entre el Dr. Loomis y el sheriff del lugar (Brad Dourif) conviven, peor que mejor, con momentos forzadísimos como aquel en el que Laurie pregunta a Loomis si Myers “¿es el hombre del saco?” que dado el contexto planteado por Zombie parece un guiño a la platea[12] más innecesario aún en una película que se habría beneficiado de un desarrollo coherente de su propia trama y no la recreación de otra anterior en la que convierte su segunda mitad, con ribetes pretendidamente ternuristas que acaban por resultar casi patéticos. Para más inri, y con desigual fortuna, este segundo bloque viene marcado por la descripción de unos ambientes más apacibles, pero que son puestos en solfa por el nerviosismo que parece poseer a sus habitantes, siempre al borde de los gritos a la mínima de cambio y en constante e inquieto movimiento que traslada una velada tensión al público, tendiendo más al sobresalto que a la verdadera inquietud que se había ido larvando durante el resto del metraje y cuyo saldo es efectivamente mucho menos sutil, elegante o sibilinamente inquietante que en La noche de Halloween, pero también por ello mucho más frontal, agresivo y en ocasiones… más gratuitamente ruidoso que melódico en su brutalidad.

De este modo, el retrato de unos personajes sin psicologismos[13] que sin embargo resultan próximos al verse apoyados por una hábil dirección de actores[14], casi sin excepción más que bien en sus papeles y sacando buen partido de su físico nada estereotipado, lo magníficamente lúgubre de la fotografía pese a que en ocasiones puede resultar algo forzada cuando paradójicamente pretende evitar todo atisbo de esteticismo o artificiosidad, la concisión de su montaje y, muy especialmente, su brutal uso de la violencia como forma no de catarsis o espectáculo, sino como acto de furiosa agresión contra un espectador al que le han sido cruel pero inteligentemente arrebatados todos los asideros posibles, soportan el algo desabrido acto final de un film de rabiosa energía, muy interesante en sus irregularidades y dotado de una poderosamente sucia puesta en escena de, a veces, brutal fortaleza, en base a un guión en el que en ocasiones se hacen demasiado obvias las tensiones entre la visión de un realizador, reincidente en algunas de sus más recurrentes obsesiones[15] algo atemperadas y de pátina más convencional tanto en el fondo como en la forma, y la necesidad de hacer reconocible bajo las nuevas y desvencijadas ropas un icono del cine de horror moderno de cara a la galería. Un molesto peaje que Rob Zombie acabaría de desacatar definitivamente en su muy superior y más virulenta todavía secuela que vería luz dos años más tarde, en las turbias proximidades de un nuevo y tenebroso 31 de octubre.

Título: Halloween. Dirección: Rob Zombie. Guión: Rob Zombie, basándose en el guión original escrito por John Carpenter y Debra Hill. Producción: Malek Akkad, Rob Zombie y Andy Goud. Dirección de fotografía: Phil Parmet. Montaje: Glenn Garland. Música: Tyler Bates. Año: 2007.
Intérpretes: Tyler Mane (Michael Myers adulto), Scout Taylor-Compton (Laurie Strode), Malcolm McDowell (Doctor Samuel Loomis), Daeg Faerch (Michael Myers niño), Sheri Moon Zombie (Deborah Myers), William Forsythe (Ronnie Myers).


[1]Celebración que, pese a su simpatía, no deja de resultar algo molesta en cuanto se está convirtiendo en la fiesta por antonomasia del 31 de octubre arrasando con todas las demás que tienen lugar dicho día y noche con los difuntos y espíritus como protagonistas. Puestos a pedir –y teniendo en cuenta que el analizar esta película en el día de hoy no ayuda precisamente a hacer un hueco a fiestas progresivamente ninguneadas, pero es que la ocasión la pintan calva- ¿por qué no celebrar el Día de los Muertos mexicano? De todos modos, y para los que quieran saber más sobre esta festividad, pueden encontrar una somera descripción en una de las notas al pie del análisis hecho sobre La noche de Halloween en este blog el mes de octubre del año pasado.

[2]Comentado en este mismo blog hace exactamente un año en la entrada arriba referenciada, el 31 de octubre de 2012.

[3]Tras las incontables secuelas, de las que sólo resultan destacables la primera de ellas, que llegó aquí bajo el rotundo título de ¡Sanguinario! dirigida por Rick Rosenthal, Halloween III que estaba totalmente desvinculada del resto de la saga y de Michael Myers pero suponía un bastante inquietante cuento de terror, o Halloween: H20, a rebufo del vigésimo aniversario del film de Carpenter y escrita por el guionista de terror de moda de por entonces en 1998, Kevin Williamson y que vista hoy ha envejecido considerablemente mal y eso que tampoco parecía gran cosa en su día, llegó por fin el film que nos ocupa y su secuela, dos años más tarde e igualmente dirigida por Zombie, que daría el carpetazo a la saga original para irse por otros derroteros mucho más personales para su autor. El resto de secuelas, a cuál peor y algunas de risibles resultados, mejor olvidarlas.

[4]Pueden encontrar una resumida biografía del músico, dibujante, guionista y realizador en este blog en una de las notas al pie de la entrada dedicada a una de sus mejores películas: The Lords of Salem, analizada el pasado mes de octubre de 2012.

[5]Ojala pudiera decirse lo mismo de la catarata de nuevas versiones de muchos de los clásicos del cine de horror de los setentas y ochentas que de un tiempo a esta parte han ido goteando desde el otro lado del atlántico: a excepción del último tramo de la por lo demás aburrida Piraña 3D y el remake de Las colinas tienen ojos, esta última superior al original de Wes Craven y ambas de la mano de Alexandre Aja, las nuevas versiones de Posesión infernal, La matanza de Tejas, Pesadilla en Elm street o, más afortunadamente, los de La cosa o Amanecer de los muertos hacen la más pálida sombra a sus modelos originales, cargando además con el antipático sanbenito de no ser considerados remakes sino reimaginaciones, palabro destinado a dar una innecesaria pátina de honorabilidad y personalidad a una estrategia, la de rehacer un film preexistente bajo un prisma idéntico o diferente, que ha dado tan buenos resultados (no en vano, la magnífica La cosa de John Carpenter era un remake -con todas las letras y a mucha honra- de El enigma de otro mundo superior a esta última) como malos, independientemente de la intención comercial (o no) que pueda haber detrás. Las cosas claras y el chocolate espeso.

[6]Literalmente basura blanca, término tan despectivo como estereotipado usado para definir a una porción de la población norteamericana generalmente de ideología conservadora, clase baja y retratada una y otra vez en el cine casi siempre bajo un prisma como mínimo, crítico con los que la conforman.

[7]Ya sea por causalidad, o por incapacidad del realizador en su papel de guionista de justificar de forma plausible la psicopatía de Myers, las conclusiones siguen siendo similares debido a lo expositivo de la película: que el Mal es inexplicable. Aunque hay que quitarse el sombrero ante Zombie por haber conseguido llegar a una conclusión muy similar -o idéntica- a la de Carpenter mediante una estrategia mucho más brutal, menos sutil y por tanto menos inquietante, pero muy, muy diferente a la del original e igualmente válida pese a que el saldo final sea bastante inferior.

[8]Visto así, podría decirse que el Michael Myers de Zombie viene a ser una especie de respuesta perversa y malintencionada a algunas de las más antipáticas constantes del cine de Christopher Nolan. El asesino psicópata puede ser visto, bajo la batuta de Zombie, en un ser fruto de una Tormenta Perfecta en la que intervienen una lamentable situación familiar, la más absoluta soledad y una psicopatía emergente sin que ninguno de estos elementos acabe por ser concluyente a la hora de explicar la verdadera naturaleza de Michael Myers ni muchas de sus destructivas y sobrehumanas  cualidades. Donde Nolan se dedica a subrayar hasta el agotamiento, explicando una y otra vez motivaciones y formas de ser casi sin margen para la duda en aras de una trascendencia que muchas veces sólo hace que evidenciar lo diminuto de su material de partida, Zombie parece poner en circulación muchas posibles teorías que expliquen el Mal que parece mover a Myers sin que ninguna de ellas sea concluyente, satisfactoria ni, en definitiva, arrojen algo de luz sobre la figura del asesino.

[9]Tras la bárbara escena del asesinato que hacen de Myers una pequeña y terrible celebridad local, Zombie introduce un montaje en paralelo en el que por un lado se nos muestra a un descorazonado Michael Myers aguardando sentado en el arcén con su bolsa de caramelos vacía, dispuesto a emprender un inocente ¿truco o trato?, y por el otro a su madre en pleno número danzarín enroscándose sobre la barra vertical para placer de los clientes y público del film. Para acabarlo de rematar, Zombie introduce malvadamente una balada romántica llevada a cabo por la banda musical Nazareth, Love hurts, aunando amor materno filial, complejo de Edipo, y un algo patético pero a buen seguro perturbador sentimiento de compasión para con un pequeño en tamaño pero enorme en su crueldad, Monstruo con todas las de la ley.

[10]Aunque después remate la jugada con un “Son los ojos de un psicópata”… añadiendo un contrapunto clínico a la opacidad argumental -intencionada o no- entre las que bascula la película haciéndola muy contradictoria pero precisamente por ello muy interesante mientras ese extraño equilibrio no se descompensa.

[11]La inolvidable tonadilla de Carpenter es aquí versionada por un Tyler Bates que básicamente se dedica a ensuciarla para hacerla más brusca y renqueante, a tono con el resto de la película, y al igual que esta en ocasiones peca de escucharse algo prefabricada en su “suciedad de estudio” cuando su intención es precisamente la de resultar veraz.

[12]Esta era la pregunta que remataba la película original, que tenía como respuesta “Podríamos decir que sí.” Cerrando el círculo de lo mítico y haciendo creíble una pregunta que la mucho más física película de Zombie hace parecer, como cualquier otra frase de aire trascendental que pueda oírse en ella, rimbombante y algo fuera de lugar.

[13]Quizás el personaje de Myers es el único al que podría atribuirse -y sólo quizá, mis conocimientos al respecto no son demasiado amplios que digamos- una construcción basada en la psicología. Tras asesinar a su padre, su hermana y el novio de esta última, sumido en una locura en la que es incapaz de recordar ninguno de esos actos, Myers pasa una temporada en el sanatorio durante la que la figura del psiquiatra Loomis hace las veces de desaparecido padre. En esos instantes, algunas estampas del film parecen mostrar al improvisado trío de Deborah Myers, su retoño enmascarado y a Loomis como algo parecido a una familia, algo que sí se reconoce en la que forma Laurie con sus dos amorosos padres en el Haddonfield al que va parar el Myers adulto. Una vez allí, y instalado en su antiguo y violento hogar que ahora está prácticamente en ruinas, Michael asesina a una pareja de amantes que ha tenido la mala idea de pasar la noche de Halloween bajo el mismo techo en el que Myers asesinó a su hermana y su novio quince años antes… estableciendo un paralelismo que no será el único. Tras esas muertes, Myers se lanza en busca de Laurie, objetivo principal del asesino en cuanto es… su hermana menor, a la que lleva de vuelta a la casa que fue turbulento hogar de ambos. Una vez allí y con una actitud extrañamente -y de forma muy forzada dramáticamente hablando- protectora, tal y como lo fue en el pasado, Myers se encara con Loomis (no lo olvidemos, figura paterna) con intenciones asesinas. Vista así, podría verse Halloween: El origen como una película dividida efectivamente en dos mitades pero como si fuesen la una un reflejo de la otra en la mente del psicópata, intentando recrear el entorno familiar, con sus filias y catastróficas  fobias, una y otra vez. Aunque en caso de ser así, y teniendo en cuenta que la figura de Deborah Myers habría sido borrada de la ecuación, se diría que Zombie -y el que firma estas líneas en esta nota al pie- ha optado antes por el psicologismo más burdo antes que por una construcción psicológica de un personaje con cara y ojos.

[14]A los mencionados como intérpretes, algunos de los cuales ya tardaban en unirse al clan Zombie, hay que sumar algunos de los habituales del cine del realizador aquí relegados a pequeños papeles casi a modo de cameo: Sid Haig o Ken Foree coinciden en el ecléctico casting de Halloween: El origen con nombres como Udo Kier o un últimamente recuperado Danny Trejo.

[15]A la mencionada elección de situar al psicópata como protagonista de la trama -provocando una perturbadora relación de odio y compasión con el espectador- o su oscuro retrato de la Norteamérica más miserable y, por lo general, conservadora, o la creación de atmósferas turbias cuando no directamente enfermizas, hay que añadir el hacer de la unidad familiar una semilla del mal que dará luz a un retorcido árbol genealógico de muy destructivas consecuencias y su visión de la violencia, ajena por lo general a toda ironía o comicidad, muy a distancia de algunos de sus coetáneos que han hecho del lícito cachondeo a costa del sufrimiento -cinematográfico, por supuesto- de propios y extraños una bandera a veces divertida pero muchas otras algo cansina.

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