jueves, 3 de octubre de 2013

MI QUERIDA SEÑORITA



Esta es una película tan turbulentamente dividida como su protagonista: Adela (un espléndido aunque demasiado reconocible José Luís López Vázquez) es una mujer soltera de 43 años de edad al borde del matrimonio con un rico hombre de negocios, que vive los estertores del franquismo junto con su criada Isabelita (una guapa Julieta Serrano) por la que siente una atracción que no está preparada para asumir. Ante esta imposible situación, pide consejo a su confesor por una cuestión que la atormenta y paraliza ante las posibilidades que le ofrece su vida: Adela no es una mujer normal. Se afeita, jamás ha tenido relaciones sexuales ya sea con hombres u otras mujeres y su complexión y rasgos faciales anuncian lo que los médicos no tardan en confirmar: que Adela es, en realidad, un hombre.
Situada en una España más o menos aperturista respecto a las directrices del nefasto franquismo en el año 1971[1], Mi querida señorita, dirigida por Jaime de Armiñán[2], tiene lugar -como el rodaje de la misma- en ese punto de encuentro físico y temporal en el que coincidieron el riguroso luto femenino de la cabeza a los pies con los pantalones más o menos ajustados para mujer, el rancio olor de las paternalistas sotanas con un creciente -y sano- descaro juvenil tanto en lo sexual como en lo social, todo ello cerca de la muerte anunciada de un Francisco Franco que arrastraría con él y su muerte la estructura dictatorial que tanto había pesado en el ánimo y costumbres de gran parte de los  españoles durante años. Vista así, Mi querida señorita consta de dos mitades siamesas que se compenetran en una calmada atmósfera en la que confluye el costumbrismo español con un inevitable, dado el caldo de cultivo ideológico, social y religioso del momento, regusto gótico lleno de caseríos oscuros y almas torturadas que debieron ser la realidad de muchos como Adela en tiempos mucho más restrictivos. Presentada desde el inicio del film como una mujer amargada, la feúcha cuarentona protagonista de Mi querida señorita vive en la más profunda soledad en una casa llena de sombras, en contraste con un mundo exterior mucho más vivaracho y luminoso del que se oculta tras ropas oscuras en sus escapadas a la misa dominical. El mismo mundo que parece estar siendo progresivamente tomado por una juventud afortunadamente ajena a los principios morales de sus padres y abuelos aunque presentada en rasgos generales como rematadamente idiota, mientras los hombres y mujeres de edad más avanzada se nos muestran muchas veces tras los barrotes de ventanas o un confesionario que los atrapan y hacen parecer a animales enjaulados en un mundo a medida demasiado pequeño, hasta lo opresivo, para ellos.

Ello no implica que Mi querida señorita esté planteada como una parábola sobre el final de una tristemente célebre época de la historia de España, por mucho que la perspectiva del tiempo pudiese hacer pensar lo contrario a los pocos años de su estreno con la muerte y grotesca agonía del caudillo. El film de Jaime de Armiñán no se pretende, o no se diría, uno simbólico, sino una película alrededor de una persona sepultada bajo las costumbres más férreas y reduccionistas propias de la época. Y lo cierto es que pese a algunos arrebatos melodramáticos, que han envejecido fatal en estos cuarenta años desde su estreno especialmente en lo que a horrendos subrayados sonoros se refiere, Mi querida señorita está planteada bajo una inteligente sobriedad que descarta la peligrosa astracanada que habría desbaratado las buenas intenciones de Jaime de Armiñán y su co-guionista José Luís Borau. Su falta de psicologismos en la descripción de Adela como una persona diferente a los que la rodean sin codificar nunca bajo un nombre esa diferencia[3], víctima sufriente de un sistema social y no de lo que la hace diferente, sólo percibido como un problema debido al mismo caldo de cultivo social que le ha impedido darse cuenta de su condición de hombre, el hecho de no construir la historia que narra el film como un caso o disección clínica -lo que implicaría una enfermedad que, como se decía más arriba, Mi querida señorita identifica en lo social y no en la persona de Adela- de los males de la protagonista, y la ausencia de sensacionalismos respaldada por un José Luís López Vázquez muy atemperado, trasladan la película a una categoría expositiva en su aparente neutralidad formal, lejos de histerismos[4] de cualquier tipo. La presencia del actor, cuya respetuosa interpretación de Adela aporta mucho al clima de serenidad que se desprende del film, es quizás durante el primer tramo del film el elemento más distanciador de la trama: los particulares rasgos faciales de López Vázquez dificultan mucho la inmersión del espectador en la patética situación vital de Adela, siendo casi imposible para el ojo del público no tener en cuenta el hecho de que la mujer es, a todas luces, un hombre… pero contra todo pronóstico esa distancia -puede que inconsciente en este caso- finta primero el ridículo en algunos momentos, y en otros hacen de Mi querida señorita la historia de un vía crucis personal anunciado, menos emocional -por previsible dada la evidente presencia del actor- que, para lo bueno y para lo malo, racional.
Aunque ese ánimo descriptivo aparentemente desdramatizado en sus más incómodos momentos no se basa en la anemia formal o en una frialdad que echa abajo puentes posibles con la empatía del espectador. Ahí están los mentados planos de algunos de los personajes tomados a través de enrejados y claustrofóbicos confesionarios y algunos extraños -y muy logrados- instantes en los que se diría que Jaime de Armiñán se ha propuesto introducir sibilinamente una estética más expresionista algo chirriante pero que sustenta las secuencias emocionalmente más cargadas de la película.

La más llamativa de las mismas es la que hace de puente entre las dos mitades, prácticamente en el ecuador del metraje del film, que dividen Mi querida señorita entre una primera parte, que prácticamente transcurre en interiores abigarrados de claroscuros, en la que Adela toma conciencia de su diferencia y decide dejar de ocultarla visitando a un médico en busca de consejo, y una segunda en la que Adela se ha convertido (o revelado, según se mire) en Juan, un hombre de aspecto tan vulgar como apocados son sus modales en una ciudad como Madrid, transcurriendo este segundo tramo en luminosos exteriores con el gris a todos lo niveles como tónica. Ésta escena de la visita al médico (interpretado por el también co-guionista del film José Luís Borau), que decía hace de intersección entre Adela y Juán, está resuelta por Jaime de Armiñán mediante una estética que se diría más propia, dado el contexto oscuramente costumbrista del film, de cine de ciencia ficción que contrasta sobremanera con lo visto hasta entonces en el film. Probablemente como muestra de la extrañeza de Adela en un entorno tan desconocido para ella, la aséptica consulta parece recubierta de una luz blanca por la que pasean apolíneas enfermeras y médicos de exquisitos modales, todos ellos enfundados en unas batas blancas en contraste con el perenne luto que siempre parece llevar la mujer, habitante de una España supersticiosa, que dotan a este momento de una antinaturalidad muy peculiar, quizás el que ejemplifica de forma más llamativa  esa estructuración del film como una extensión de los sentimientos de Adela primero, y después Juan, de la realidad que los rodea, pero no necesariamente el más logrado.
A su visión bufonesca hasta lo antipático de las nuevas generaciones de jóvenes (y en este caso ricos) españoles, fruto probablemente de la forma en que Adela entiende una juventud carente de valores o moral, hay que sumar un instante tan conseguidamente desagradable como aquel en el que la protagonista interpretada por José Luís López Vázquez se siente repelida por las carantoñas de su enamorado Santiago (Antonio Ferrandis), que le acaricia el rostro recién afeitado con el riesgo de que descubra su secreto… Una escena que Jaime de Armiñán dota de un virulento sentido de la violencia emocional que recae sobre Adela mostrando primero a Santiago mirando a su amada con ojos cariñosos y un contraplano de ésta siendo tocada con una, otra vez antinatural, agresividad que sólo existe en la atacada sensibilidad de la mujer que todavía no sabe que no lo es. Y no digamos ya, con un físicamente más reconocible José Luís López Vázquez como Juan, la visión de los hombres como seres brutales e insensibles, temibles desde la desubicada óptica de un Juan que aún se está construyendo su “rol masculino”.

De esta manera, y sin romper nunca esa respetuosa distancia que impide a grandes rasgos que esta película se anegue en las aguas del melodrama más rimbombante que chocaría frontalmente con las intenciones de los ejecutores de Mi querida señorita, la extrañeza inicial que produce el film se diluye no en compasión por su protagonista, sino en empatía para con ella y su turbulenta y triste vida interior. No es extraño que, tras el paso de mujer a hombre que da el personaje encarnado por José Luís López Vázquez, la primera vez que vemos a Juan es de espaldas, mediante una llamativa planificación, dentro del buen nivel general en este aspecto del film, que nos impide verle la cara durante unos minutos, pegados a sus talones, haciendo anónimo a alguien que en ese instante no sólo no sabe quien es, sino que desprovisto de toda su identidad previa y aún huérfano de una nueva, no es nadie.
Es en este segundo tramo del film, que sirve en muchos aspectos de reflejo complementario del primero, cuando Mi querida señorita se introduce en un jardín ideológico ocasionalmente tan contradictorio en su fondo como interesante por la distancia formal, como decía más próxima a la exposición descriptiva que a la justificación o explicación, con la que Jaime de Armiñán lo plasma en imágenes. Así, Mi querida señorita se plantea como un fresco social en el que algunos elementos, como la deplorable situación legal de la mujer durante el franquismo, o la relegación de formas de vida ajenas al discurso oficialista a la periferia de la vida pública[5], caen por su propio peso mientras otros salen a flote como restos a la deriva de un estilo de vida a punto de desaparecer en lo oficial mediante una inminente transición democrática pero presentes (entonces y muy probablemente ahora) en algunos sectores de la sociedad.

Isabelita pasa de criada de Adela a camarera que sirve cafés a un Juan que la corteja con modales caballerescos tan “pasados de moda” como efectivos en contraste con las animalescas maneras de la mayoría de hombres de la película. El caserón en que Adela veía pasar sus días halla su perfecto reflejo en el hostal al que va a parar Juan y que es llevado con mano férrea por una mujer (Lola Gaos) y su sobrina (Chus Lampreave), de un conservadurismo tan recalcitrante como rematadamente amargado y enfermizo. A decir de Jaime de Armiñán, las cosas cambian arrastrando antiguos modelos que se resisten a desaparecer, atemperando un tanto el optimismo a ultranza y las visiones de cambio radical que se prometían desde las instituciones a sus ciudadanos, pero su frialdad formal da como saldo ocasional un punto medio en el que la denuncia y la apología se encuentran en un callejón sin salida, muy especialmente en lo que se refiere a la masculinización, no ya física sino a un nivel más identitario, de Juan, y a la relación que ésta guarda con la atracción que Isabelita siente por él. Más allá de los modales -como “los de antes”- de los que hace gala Juan que logran atraer a su amada Isabelita, es quizás el instante en el que éste casi se lía a puñetazos con otro hombre para hacerse respetar ante la mirada de la chica, que acaba viéndolo con admiración el que acaba por componer una visión de la masculinidad tan deprimente en líneas generales como, dado el contexto histórico de cierto cambio político y social, algo preocupante en cuanto se diría que “ser hombre” es sólo posible dentro de unos parámetros que no sólo rozan lo cavernícola, sino que además parecen ser celebrados por las mujeres que acaban por sufrirlos en grado institucional.

El beneficio de la duda que otorga la distancia dramática del film de Jaime de Armiñán y sus esporádicos instantes inequívocamente expresionistas que hacen del film la plasmación de una forma de ver el mundo desde los ojos de alguien que ha sobrevivido en él aislado en unas costumbres con la cerrazón como máxima impiden que, en estos instantes, Mi querida señorita se erija en una apología de tiempos pasados que sin duda no fueron mejores. Podría hablarse de fatalismo, de un país incapaz de abandonar en aras del progresismo sus paupérrimas perspectivas vitales enraizadas en el franquismo conservador, pero el optimista giro final, que logra crear una tierra de nadie en la que la sexualidad se reinventa a ambos lados de la pareja como algo privado, ajeno a toda ideología institucionalizada, desbarata esa posibilidad. Lo que hace de Mi querida señorita una película que afortunadamente funciona, pese al paso de los años, antes como una historia bien narrada con la crónica social de la España (la que va desde el oscuro caserío rural de Adela al destartalado y luminoso apartamento típico del Desarrollismo que sirve de morada a Juan) de por entonces como telón de fondo, que como símbolo -minado por un exceso de conservadurismo- del proceso hacia el progresismo por parte de su ciudadanía. Su llamativa fortaleza formal, que la mantiene a salvo de espectáculos denigrantes para su personaje principal, no impide que la variedad de elementos expositivos, melodramáticos, cinematográficos en ocasiones, cuasi televisivos en otras, que confluyen en su tono[6], diluyan hasta lo tibio algo de la fuerza que alcanza en sus mejores momentos, siendo una visión respetuosamente distante de una realidad terriblemente dramática. Lo que no impide que Mi querida señorita sea una muy meritoria y dignísima pero a la postre poco más que curiosa película contenedora de una turbulenta historia, narrada con encomiable inteligencia y sensibilidad.

Título: Mi querida señorita. Dirección: Jaime de Armiñán. Guión: Jaime de Armiñán y José Luís Borau. Producción: Luís Megino. Dirección de fotografía: Luís Cuadrado. Montaje: Ana Romero Marchent. Música: Rafael Ferro. Año: 1971.
Intérpretes: José Luís López Vázquez (Adela Castro/Juan), Julieta Serrano (Isabelita), Antonio Ferrandis (Santiago), Lola Gaos (Chus), Chus Lampreave (Sobrina de Chus), Mónica Randall (Feli), Manolo Otero (novio de Isabelita).


[1]Resumiendo mucho y a buen seguro de forma insuficiente, a dos años del asesinato de Carrero Blanco, esperanza blanca del oscurantista Régimen Franquista, la España de 1971 ya había asumido las ventajas económicas del desarrollismo (gracias al I Plan de Desarrollo Económico de 1963) y de rebote, y no menos importante, las sociales y culturales que trajo consigo el turismo, todo ello bajo el padrinazgo del Ministerio de Información y Turismo llevado por Manuel Fraga. Estos visitantes y sus divisas, lanzaron a la población española a una era de consumo impensable hasta entonces, amén de una interesada pero valiosa tímida apertura del régimen al exterior. Para dicha apertura fueron requeridos, entre muchos otros, el teatro y por supuesto el cine como método de exportación de una imagen de España más acorde a lo aceptable en una Europa democrática, lo que revitalizó a los miembros del Nuevo Cine Español y una relativa relajación de los parámetros censores que permitieron lo que hasta entonces habría sido poco menos que imposible fuera de la clandestinidad más rampante. Bajo la dirección de José María García Escudero, elegido a dedo por el propio Fraga y nombre de capital importancia en el proceso de apertura y consolidación del Nuevo Cine Español, nombres de la talla de Carlos Saura, Jaime Chavarri, Pere Portabella o Joaquím Jordà encontrarían su espacio en el nuevo mundo del cine, muy adelantado en algunos aspectos a la sociedad que retrataban inclementemente en algunas de sus películas. Lo que no implica que a finales de los sesenta, como a principios de la década siguiente, la represión del aparato franquista en lo político y lo civil no dejaría de dar sus más temibles coletazos contra una sociedad civil más organizada en su contra pero aún sin poder para hacerle frente o lograr su desmantelamiento.

[2]Nacido el 9 de marzo de 1927, Jaime de Armiñán Oliver fue hijo de la actriz Carmita Oliver y el periodista y gobernador civil Luís de Armiñán, dentro de una familia en la que el arte, escritura y política eran temas comunes. Tras licenciarse en Derecho, de Armiñán trabajó como articulista y escribió las obras teatrales Eva sin manzana, Sinfonía acabada o Nuestro fantasma entre 1953 y 1956. Poco después compaginaría sus labores entre la programación de una eminente televisión en la que trabajó durante veinte años y la escritura de guiones cinematográficos como La becerrada o Yo he visto la muerte, hasta dirigir su primera película en 1969 con Carola de noche, Carola de día. El éxito le llegaría con la polémica Mi querida señorita, que le valdría la nominación al Oscar por mejor película extranjera. Más tarde llegarían, entre otras y muchas de ellas dirigidas sobre guión propio, El amor del capitán Brando, Al servicio de la mujer española, El Nido (nueva nominación al Oscar) o Stico. Volvió al género televisivo que le vio crecer,  mientras alternaba artículos periodísticos en ABC y El Mundo, con series tan exitosas como Juncal, Una gloria nacional, Al otro lado del túnel o El palomo cojo. En el año 2008 dirigiría para el cine 14, Fabian Road de escasa repercusión. Desgraciadamente, visto el interés de Mi querida señorita, la recién mencionada es la única película que he podido ver hasta la fecha de Jaime de Armiñán.

[3]Hermafroditismo, transexualidad… Muchas posibilidades que se reducen a una, esta sí, enfermedad cuando se trata de explicar el sufrimiento que provoca el contacto de Adela con el mundo en el que vive: represión. La misma que ha hecho de él/ella una persona que al ser vestida desde su infancia con ropa de niña, ser tratada como tal en la época franquista y sexualmente anulada por su condición de solterona en esos tiempos no demasiado lejanos, sea incapaz de reconocer su propia naturaleza e identidad, lejos de intervenciones institucionales. El proceso de aceptación que narra la película recorre el abismo que va desde el plano de Adela subiéndole castamente la cremallera del vestido a Isabelita, a un plano muy similar que muestra a Juan bajando esa misma cremallera para desnudar a la chica.

[4]Una calma y serenidad que ya quisieran para sí muchos grandes directores de cine español de la actualidad como Pedro Almodóvar,  cuya representación de homosexuales y transexuales choca, muy probablemente por el momento histórico en el que se inició en el cine y sus propias y ajenas vivencias personales, con el distante humanismo de Mi querida señorita. Sin que ello sea óbice para afirmar que Almodovar ha firmado auténticas maravillas del Cine Español, la recurrente presencia de la España Loca en su cine a veces parece más fruto del exhibicionismo autoral que de la bien entendida normalización de homosexuales y transexuales, objetivo más logrado, pese a sus múltiples limitaciones y a no alcanzar las cimas cualitativas del cine almodovariano, en el film que nos ocupa.

[5]Ambos elementos muy unidos en Mi querida señorita. Juan, despojado de Adela aunque incapaz de zafarse de su recuerdo, se ve obligado a trabajar como tejedor clandestino al no obtener ningún trabajo por no un tener documento de identidad en el que no conste bajo el nombre de Adela Castro. Y tener ese documento y haciéndose pasar por la mujer que ya no es no le da prácticamente ningún poder ni siquiera sobre sus ingresos al ser necesaria, como era hace apenas cuarenta años, la autorización de un hombre para poder disponer de ellos. Relegado a la marginalidad no sólo vital sino ya económica, Juan se convierte así en un paria, en una persona invisible no contemplada legalmente y presionada a mentir a todo el mundo para poder sobrevivir bajo un régimen tan machista como ignorante, hasta lo alegal, de formas de entender la masculinidad ajenas a la más nocivamente estandarizada. Por no hablar del hecho de que alguien como Adela sólo podría ignorar su naturaleza masculina en una sociedad estructurada y mantenida bajo un aparato como el franquista, en la que las mujeres están condenadas al ostracismo sexual y general más recalcitrante.

[6]No en vano Mi querida señorita se enmarca en la denominada Tercera vía del cine español, propulsada por el guionista reconvertido a productor José Luís Dibildos a través de su productora Ágata Films a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Esta Tercera vía acunaba a profesionales del cine español de ideología progresista o directamente de izquierdas en películas que trataban temas de actualidad con, entre otros, el objetivo de abrirse camino en mercados internacionales y cubrir una parcela del público patrio formado por una creciente clase media. A esa temática más o menos progresista de fondo, hay que sumar su aplicación formal según recursos que se encontraban a medio camino entre el cine comercial más sumiso a la ideología de un régimen en imparable decadencia -aunque igualmente peligroso- y el más experimental o simbolista que poco a poco había ido surgiendo hasta componer el Nuevo Cine Español por un lado y el cine de la Escuela de Barcelona, por el otro, cuyas películas, algunas de ellas excelentes, se encontraban una y otra vez coartadas y perseguidas por la censura y las instituciones que la respaldaban. Gracias a este punto medio, uno más de los muchos que la componen, Mi querida señorita pudo estrenarse sin demasiados problemas contentando más o menos a todos sin levantar excesivas ampollas en gran parte de la sociedad.

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